Capítulo 9
EL RÍO ETERNO DE LAS AMAZONAS
Un par de años después de la captura y ejecución de Atahualpa, Gonzalo Pizarro estaba viviendo en la ciudad de Quito y la usaba como base para sus planes de encontrar más tesoros y riquezas. Oyó hablar de un lugar donde vivía «El Rey Dorado» y decidió que él iba a ir a encontrarlo. Utilizó su oro para reclutar a doscientos aventureros españoles y europeos, así como a cuatro mil indígenas para que atendieran las necesidades de la expedición. Entre esos hombres estaba un español llamado Francisco de Orellana, que se enroló en la aventura con veinte compañeros. La expedición se enfrentaba a serios obstáculos, sobre todo porque partían en la estación en la que las lluvias torrenciales y las inundaciones dificultaban los desplazamientos. Pizarro obligó a los indios locales a que le dieran información sobre la ubicación del reino de oro. El único modo seguro que tenían de avanzar era seguir el curso de los ríos y construir barcas cuando encontraran los materiales adecuados. De ese modo caminaron corriente abajo, siguiendo el río Coca. En el momento en el que la expedición dejó atrás las montañas, tres mil nativos y ciento cuarenta españoles ya habían muerto o desertado. Tras dos meses de búsqueda estéril, Orellana sugirió a Pizarro que el grupo se dividiera, con la esperanza de encontrar comida y otras provisiones. Este accedió, así que Orellana escogió a cincuenta y cinco hombres y partió, en una dirección distinta, el día de Navidad de 1541, prometiendo que volvería a los cuatro días con información. La realidad fue que los dos grupos nunca volvieron a verse.
—¡Es horrible! —protestó Eduard—. ¡Creía que esta parte de la historia iba a ser menos dramática!
Me quedé mirando su cara de disgusto y sonreí.
—¡Tengo una idea! —le dije—. ¿Por qué no acompañamos a Orellana y vemos lo que sucedió?
—¡Vale! ¡Porque tú prometiste que podríamos volver ahí!
—Pero, prepárate —le advertí—. ¡No va a ser fácil! Pero antes de encontrarnos con él deja que te explique quién era Orellana y qué le sucedió.
Francisco de Orellana nació en Trujillo (Extremadura), hacia 1511. Parece que estaba emparentado con la familia Pizarro, originaria de la misma zona. Llegó al Nuevo Mundo siendo muy joven; en torno a 1527 ya estaba en el Caribe. Más adelante formó parte de la expedición de Francisco Pizarro a Perú y fue uno de los conquistadores que capturaron al Inca Atahualpa. Posteriormente participó, del lado de Pizarro, en las guerras entre españoles que se produjeron en Perú. Perdió un ojo en la batalla, pero fue ampliamente recompensado con tierras en lo que hoy es Ecuador, el territorio que constituyó la primera etapa del viaje histórico por el cual se hizo famoso.
Tras separarse del grupo de Pizarro, Orellana y sus hombres se encaminaron hacia el río más cercano. Sin embargo, aunque el río era una buena manera de viajar, la rapidez de su corriente pronto situó al grupo de Orellana fuera del alcance del resto de la expedición. Y, por consiguiente, no podían regresar para llevarles provisiones a sus compañeros. Los hombres de Pizarro, desesperados por encontrar comida, se vieron obligados a comerse a los caballos y a los perros que llevaban con ellos. No habían descubierto ningún tesoro y decidieron, finalmente, volver a Ecuador. Los ochenta españoles que sobrevivieron llegaron a Quito, hambrientos y desnudos, varias semanas más tarde. Era el final del último intento por encontrar El Dorado.
Por su parte, Orellana y los suyos obtuvieron un resultado probablemente más afortunado. Descubrieron un poblado indio a orillas del río, donde les brindaron comida y ayuda. Con gran inteligencia, no intentaron desposeer a los indios, por la fuerza, de los objetos de oro que muchos de ellos llevaban. Confiaban en que pronto saldrían de la selva y llegarían a mar abierto, donde se encontrarían a salvo. Era el año 1542 y Orellana supervisaba la construcción de grandes botes que luego los hombres empujaban al agua. Varias semanas más tarde, después de un viaje muy peligroso corriente abajo, llegaron a un gran río cuya corriente era tan poderosa y sus aguas tan oscuras que le dieron el nombre de Río Negro.
Toda esa aventura, de principio a fin, fue uno de los logros y de los ejemplos más impresionantes de la capacidad de resistencia humana. Los españoles conseguían comida en la selva, pero también tuvieron la suerte de encontrar algunas tribus indias que los alimentaron y hospedaron. Otras no fueron tan hospitalarias y Orellana atracó en la orilla varias veces durante las dos semanas siguientes para saquear poblados indios a la búsqueda de provisiones. Existía una asombrosa variedad de grupos nativos. Algunos eran altos y de piel muy oscura, otros eran ferozmente hostiles y atacaban a los españoles con flechas envenenadas que acabaron con algunos de los hombres. Un determinado grupo de indios les contaron que estaban gobernados por una nación de mujeres, algo que Orellana y los suyos asociaron en sus mentes con las historias que habían oído en España sobre una tribu de mujeres llamadas «amazonas». De hecho, más adelante, los expedicionarios dirían que habían visto a unas guerreras muy altas y blancas capitaneando a grupos de indios en la batalla.
Historias sobre la existencia de amazonas habían circulado por Europa desde hacía mucho tiempo. Eran relatos procedentes de la mitología griega clásica que se habían extendido a muchas otras culturas. En el mito griego se las describía como unas guerreras altas y fuertes que, supuestamente, se cortaban un pecho para poder manejar sus arcos con más facilidad. Se suponía que vivían separadas de los hombres, pero se emparejaban con ellos una vez al año para producir niños. Como los españoles no dejaban de descubrir cosas fantásticas en el Nuevo Mundo, fue fácil para ellos creer en la existencia de esas mujeres míticas. Diez años antes de que Orellana comenzara su viaje, había nativos en Colombia, en la ciudad de Bogotá, que decían que habían oído hablar de «una nación de mujeres que viven por su cuenta, sin hombres, y por esa razón las llaman amazonas».
Orellana y sus expedicionarios se convencieron de que habían encontrado el famoso país de las amazonas. Los nativos que se iban encontrando, que preferían decir a los españoles lo que estos querían oír, les hablaron de un grandioso y próspero reino regido por mujeres que tenían autoridad sobre las tribus que vivían cerca del gran río. Durante una escaramuza, Orellana y sus hombres dijeron, incluso, haber visto a unas mujeres que luchaban del lado de los nativos. Y dieron por hecho que se trataba de esas legendarias amazonas que habían venido a proteger a sus súbditos. Fray Gaspar de Carvajal, que más tarde escribiría una crónica del viaje a partir de su propia experiencia del mismo, las describió como mujeres blancas, casi desnudas, que peleaban con fiereza. Aquel encuentro los inspiró para, más adelante, llamar al río Amazonas, y este resultó ser casi el más largo del mundo y, sin duda, el más caudaloso, al ser alimentado por grandes ríos de la selva. Muchos otros exploradores españoles de aquellos años estuvieron fascinados por la historia de una tribu de amazonas, y lo tenían presente cuando preguntaban a los indios dónde podían encontrarla.
Pasaron semanas y meses antes de que Orellana y los suyos pudieran completar su descenso del río. El grupo sobrevivió gracias a su fortaleza y a su capacidad para arrebatar a los indios la comida, ropa y provisiones que necesitaban. A menudo habían tenido que detenerse durante días solo para reparar sus barcas.
—¿Podemos ir con ellos ahora? ¿Podemos? —se impacientaba Eduard—. Le fascinaba esa aventura.
Estuve de acuerdo en que era el momento de ir, no sin antes advertirle:
—¡Pero mantente cerca de mí! ¡Esto no va a ser fácil!
Lo agarré de la mano y él frotó el colmillo. Momentos después nos encontrábamos con otros siete u ocho hombres en una barca que se deslizaba a cierta velocidad, y dando tumbos, río abajo. En total, había cinco botes llenos de expedicionarios. Los que iban en el nuestro nos miraron con asombro cuando aparecimos.
De hecho, yo había elegido deliberadamente la parte más fácil del viaje. Las barcas navegaban a una velocidad moderada y no había peligro de caer al agua. Finalmente acabamos saliendo de la selva cerrada para llegar a una zona de tierra baja y salpicada de islas, alrededor de las cuales el agua parecía ir a contracorriente, una señal inequívoca de que nos estábamos aproximando al mar y de que aquello era la subida de la marea. Los españoles se encontraban ahora en el inmenso estuario del Amazonas, el cual, según sus cálculos, podía tener unos cincuenta kilómetros de ancho. Por seguridad, se mantuvieron muy cerca de la orilla y, al final, para su gran regocijo, divisaron el mar abierto. Una vez allí, navegaron con mucha precaución cerca de la costa en dirección norte, y acabaron en algún lugar próximo a la isla de Trinidad. Estaban en agosto de 1542 y en el océano Atlántico, tras finalizar un viaje que había durado ocho meses y en el que habían recorrido dos mil kilómetros.
—Ha sido emocionante —me susurró Eduard cuando finalmente llegamos a mar abierto—. Ya sé que no hemos estado en la parte más peligrosa, ¡pero puedo imaginarme cómo debe de haber sido al principio! ¿A dónde podemos ir ahora?
—¡Pronto te lo diré! —le contesté—. Pero antes vamos a cambiar de aventura. Ahora estamos en el momento exacto del tiempo que necesitamos, así que no tenemos que volver a casa todavía. ¡Vámonos al sur!
El principito frotó el colmillo.
Poco después de que todos estuvieran en tierra y a salvo, Orellana consiguió subirse a un barco que lo llevaría a Europa, donde pudo contarle al emperador en persona las maravillas y fatigas que él y sus hombres habían vivido. Obtuvo el apoyo real para organizar una expedición que volvería al Amazonas a descubrir qué riquezas escondía. Corría el año de 1544. Orellana fue nombrado gobernador de «Nueva Andalucía», que comprendía gran parte de la región que había recorrido. La cédula real lo autorizaba a explorar la zona, a someter a cualquier tribu nativa que se pudiera mostrar hostil y a establecer asentamientos a lo largo del río Amazonas. Se produjeron algunos retrasos y las naves no partieron de España hasta 1545. Y lo que es peor: el viaje fue un desastre. Alcanzaron las orillas del Amazonas, pero la mayor parte de los hombres murieron de enfermedades cuando llegaron, y Orellana se vio obligado a subir a los supervivientes a su propio barco y poner rumbo a Venezuela. Pero eso también fue un fracaso, pues el resto de la tripulación y el mismo Orellana también habían muerto cuando arribaron a Isla Margarita. El gran explorador tenía solo treinta y cinco años.
La heroica navegación del Amazonas fue la hazaña naval más sobresaliente de todas las que los españoles realizaron en ese período. Con el tiempo, y porque la forma más rápida de viajar era por agua, los otros ríos del continente también fueron explorados por los colonizadores. En fecha tan temprana como 1519, un capitán naval, Alonso Álvarez de Pineda, navegó a lo largo de la costa norte del Golfo de México y fue el primero en descubrir un gran río al que llamó Espíritu Santo, el actual Mississippi. No entró en sus aguas. Eso estaba reservado para los supervivientes de la expedición de De Soto, que, en 1542, tras meses de viaje y sufrimiento, decidieron descender el gran río hasta llegar, dos meses después, a las aguas del Golfo de México. En total, como hemos visto, solo la mitad de los seiscientos hombres que integraban la expedición de De Soto lograron sobrevivir.
La costa atlántica también se tenía en cuenta. De entre sus primeros visitantes europeos destaca el marinero y explorador veneciano Sebastiano Caboto, quien tenía la idea de que había una ruta más corta para llegar a Asia (atravesando por tierra el continente americano) que la seguida por Magallanes. Con el apoyo oficial del rey de España zarpó de Sanlúcar, en 1526, con cuatro naves y doscientos diez hombres, la mayoría de ellos alemanes e italianos. Los barcos exploraron las costas de América del Sur y, a principios de 1528, entraron en el estuario de un río que Caboto llamó «río de plata», el Río de la Plata. Era evidente que, habiendo encontrado algo de plata, esperaban encontrar más cantidad de ese metal precioso. La plata que hallaron había cruzado el continente desde el todavía desconocido Imperio inca, pero Caboto y sus hombres no pudieron continuar con su expedición y tuvieron que volver a España. El descubrimiento de los incas, cinco años más tarde, desató el entusiasmo por la posibilidad de llegar a Perú desde el Atlántico.
Uno de los grandes exploradores, que había demostrado su valentía tanto por tierra como por mar en su búsqueda de aventuras y había recorrido parte de Norteamérica y de Sudamérica, era Álvar Núnez Cabeza de Vaca. Nacido hacia 1490 en la ciudad de Jerez de la Frontera, en una familia de alto nivel social, sirvió en el ejército español tanto en Italia como en España. Más tarde formó parte de la expedición al Nuevo Mundo dirigida por Pánfilo de Narváez, que había estado antes en Cuba y peleado también, una vez, contra Hernán Cortés. La expedición tenía el objetivo de explorar el interior de Florida y, en junio de 1527, sus cinco naves zarparon de Sanlúcar de Barrameda. Hicieron una parada en La Española, donde se abastecieron de caballos y municiones e incorporaron otro barco para transportarlos. Luego las naves siguieron rumbo a Cuba, donde Cabeza de Vaca fue enviado, al mando de dos de ellas, a recoger más hombres y provisiones. Tras pasar el invierno en Cuba, Narváez zarpó otra vez, a principios de 1528. En abril, la flota fondeó en la actual bahía de Sarasota, con sus hombres dispuestos a explorar la Florida.
A través de algunos de los nativos, los españoles empezaron a oír rumores sobre una gran ciudad, hacia el norte, llena de oro y comida. Escasos tanto de uno como de otra, Narváez tomó la decisión de ir a buscar ese lugar a pie, mientras que otra mitad de sus hombres navegaría hasta Pánuco. Cabeza de Vaca no estaba de acuerdo, pero acató las órdenes. Trescientos de los cuatrocientos hombres que formaban la expedición siguieron a Pánfilo de Narváez por las ciénagas de Florida, a pesar de los temores de Cabeza de Vaca de que nunca volverían a ver los barcos. Y así sucedió. Cuando los que permanecieron en las naves no tuvieron más noticias de Narváez y sus acompañantes, decidieron dar la vuelta y poner rumbo al puerto del que habían salido. Durante dos meses, la expedición fue caminando lentamente hacia el norte por la costa de Florida, sin encontrar casi nada de comida ni de oro y enfrentándose con indios hostiles que los atacaban a la menor oportunidad. Dos meses más tarde llegaron finalmente al poblado que iban buscando. Sus habitantes proporcionaron a los hombres de Narváez mucha comida, pero no había oro. Los indígenas dijeron a los españoles que su pueblo no era rico, pero que otro pueblo que había a diez días de viaje sí lo era.
Los expedicionarios acabaron llegando a ese otro poblado una semana más tarde, aunque solo para descubrir que, advertidos de la llegada de los europeos, sus habitantes habían quemado el lugar. Los numerosos pantanos y lagos de la zona hacían casi imposible desplazarse por tierra, así que Narváez ordenó a sus hombres que construyeran barcas con la madera de los árboles que tenían a mano. Pero contaban con pocas herramientas para trabajar la madera y solo uno de ellos era carpintero. Habiendo sacrificado y devorado a sus caballos, usaron las herraduras y otros elementos de metal para fabricar herramientas y clavos. A finales de septiembre habían construido cinco rudimentarias embarcaciones que usarían para intentar llegar a México. Cabeza de Vaca capitaneaba uno de esos botes con capacidad para unos cincuenta hombres.
Durante cerca de dos meses, navegaron a lo largo de la costa del Golfo de México, deteniéndose en las desembocaduras de los ríos y en las zonas pobladas a la búsqueda de comida y agua fresca. En algún punto cerca de la desembocadura del río Mississippi, que decidieron no explorar debido a la fuerza de su corriente, las barcazas se desperdigaron. La corriente las empujó hacia el interior del Golfo y luego un huracán acabó de separarlas del todo, perdiéndose algunas para siempre, incluida la de Narváez.
La barcaza de Cabeza de Vaca vagó a la deriva durante varios días, vapuleada por mar gruesa y azotada por la lluvia fría. Acabó casi destrozada en la playa de una isla donde los españoles establecieron una relación bastante buena con los nativos. Pocos días más tarde descubrieron en la isla a los tripulantes de una segunda embarcación. Empezó a hacer frío y los hombres empezaron a enfermar y a morir. De unos ochenta que habían llegado a la isla, solo quince sobrevivieron al invierno. En la primavera de 1529, la mayor parte de los españoles partió, con la esperanza de llegar a Pánuco. A Cabeza de Vaca lo dejaron allí porque estaba demasiado enfermo para viajar.
Cuando recuperó la salud, se despidió de sus anfitriones indios y cruzó la bahía para llegar a tierra firme. Una vez allí se ganó la vida dedicándose al comercio, porque algunos elementos que podía recoger a la orilla del mar (sobre todo conchas) se podían cambiar tierra adentro por pieles. Cabeza de Vaca viajó por lo que hoy es Texas, tratando con distintas tribus indias y ganándose su respeto. Estaba considerado un poderoso curandero porque supo recuperarse de su enfermedad. Pocos meses más tarde se sorprendió al encontrarse con otros tres españoles —uno de ellos Esteban, un esclavo africano— que habían sido capturados por los indios. En 1534, los cuatro escaparon y acabaron pasando el invierno con otra tribu india. Mientras atravesaban los actuales Nuevo México y Arizona, fueron las habilidades y fortaleza de Cabeza de Vaca los que mantuvieron al grupo en marcha. Una serie de indios comenzó a seguirlos, porque los respetaban como curanderos (los llamaban «Hijos del Sol»). A medida que avanzaban en su ruta hacia el Mar del Sur, Cabeza de Vaca y sus acompañantes empezaron a identificarse con los nativos de un modo que la mayoría de los europeos no podrían o querrían hacer. Finalmente, dos años más tarde, el grupo de españoles y sus seguidores indios se encontraron con otros españoles en la zona oeste de México.
Cuando Cabeza de Vaca llegó a Ciudad de México fue tratado como un hombre célebre. Estaba de nuevo entre españoles, pero le resultaba difícil volver a vivir al estilo europeo; la ropa, por ejemplo, le parecía demasiado apretada e incómoda para llevarla demasiado tiempo. Como hemos visto, también descubrió que no podía dormir en una cama normal; sus compatriotas no podían entender que prefiriera dormir sobre el suelo. En 1537, zarpó hacia España y a partir de ese momento su historia se une con la de otros exploradores de grandes ríos.
Para eso tenemos que retroceder un poco en el tiempo. En enero de 1534, Hernando Pizarro llegó a Sevilla con parte del tesoro de los incas. La reacción fue rápida: una avalancha de voluntarios pedían formar parte de alguna expedición. Avanzado el año, una cédula real a favor del soldado andaluz Pedro de Mendoza lo autorizaba a explorar el Río de la Plata, le concedía el rango de adelantado y un vasto territorio que gobernar y pacificar. La expedición zarpó en agosto de 1535, en catorce grandes naves con, como mínimo, quince mil españoles y unos cien belgas, alemanes y portugueses. Era probablemente la flota más grande que había cruzado el mar en dirección al Nuevo Mundo hasta ese momento.
El cronista de aquel empeño, el alemán Huldrich Schmidt, describe cómo el grueso de los hombres, a las órdenes de Mendoza, sufrió situaciones de extrema dureza y ataques de los indios en el estuario del Río de la Plata (donde fundaron la colonia de Buenos Aires) y pronto quedaron reducidos a una quinta parte de los que eran al principio. Más de mil españoles murieron en una empresa inútil. Mendoza, acompañado por un grupo, remontó el río Paraná y fundó la ciudad de Asunción. Luego volvió a España, pero murió durante el viaje. En 1549, Carlos V traspasó los privilegios del difunto Mendoza a Álvar Núnez Cabeza de Vaca, a quien nombró adelantado del Río de la Plata. La colonia de La Plata, que incluía zonas de los actuales Argentina, Paraguay y Uruguay, tenía gran importancia para España, porque se esperaba encontrar una ruta (fluvial o terrestre) que los comunicara con la colonia de Perú. Cabeza de Vaca y sus hombres llegaron en 1541 y fueron bien recibidos por los colonos de La Plata.
De Vaca planeó su propia expedición para encontrar una ruta hacia Perú. Dejó a un teniente de su confianza a cargo de la colonia y zarpó de Asunción con veinte naves («bergantines») y ciento veinte canoas indias.
—Yo creo —le dije al principito— que este sería un buen momento par unirnos a esa expedición, ¿no te parece?
—¿Estás seguro de que no será demasiado peligroso?
—¿Te da mucho miedo? —le pregunté.
—¡En absoluto! —se apresuró a replicar.
Frotó el colmillo de su colgante y aparecimos en uno de esos barcos llenos de hombres. Algunos de ellos eran nativos y cantaban al remar. Íbamos contra corriente por un río muy ancho bordeado por selva espesa y cerrada a ambos lados.
Acompañando a Cabeza de Vaca en los barcos, y también por tierra, caminando junto al río, iban cuatrocientos españoles y ochocientos indios guaraníes. El viaje no fue fácil. Remontaron el río Paraguay y por el camino fueron estableciendo acuerdos de paz con distintos grupos de nativos hostiles.
Cuando ya habíamos remontado bastante el río Paraguay, empezamos a oír unos truenos a lo lejos que parecían provenir del propio río. Lo fueron llenando todo a nuestro alrededor y aumentaban de volumen a medida que avanzábamos. Los indios informaron a Cabeza de Vaca sobre lo que era aquello y este dispuso que los barcos se detuvieran y que algunos de nosotros avanzáramos por la selva de montaña. Cuando nos vio a Eduard y a mí se quedó atónito.
—¡No podéis venir con nosotros! —nos dijo con firmeza—. ¡Va a ser un trayecto muy difícil!
Pero aquello no preocupaba a Eduard.
—¡Ningún problema! —contestó, sabiendo que podía usar el colmillo para viajar—. ¡Os veremos en vuestro punto de destino!
Y yo le indiqué al principito a dónde teníamos que ir.
Tras varias horas de marcha por la selva, Cabeza de Vaca y sus hombres llegaron a la cima de la montaña. El ruido del agua era como un trueno. Desde ahí podían ver, con asombro, una vasta serie de precipicios desde los cuales inmensos e interminables volúmenes de agua caían entre rugidos a la cuenca de un gran río. Se cree que Cabeza de Vaca fue el primer europeo que vio las Cataratas de Iguazú.
El principito y yo estábamos en ese mismo sitio. Él casi había enmudecido de asombro.
—¡Ni siquiera mi padre ha visto algo así! —exclamó—. ¡Tenéis algunas cosas maravillosas en este planeta vuestro!
—Estoy de acuerdo —comenté—. Pero aún no hemos llegado al final de la historia. ¡Volvamos a casa y te cuento lo que falta!
Cuando Cabeza de Vaca regresaba para reunirse con el resto de la expedición, fue catalogando la extraña variedad de vida animal que se iba encontrando en la jungla. Especialmente inquietantes fueron unos pequeños murciélagos vampiros que encontró una noche en su cama. Se despertó cubierto en su propia sangre y con uno de esos vampiros encima bebiéndosela a lengüetazos. Él y sus hombres estaban casi todos enfermos con distintas fiebres tropicales cuando volvieron a Asunción, en abril de 1544. Y los constantes enjambres de mosquitos de la ciudad no ayudaban a mejorar el problema.
Durante la ausencia de Cabeza de Vaca, fuerzas políticas rivales, lideradas por un antiguo gobernador, habían creado un clima de oposición contra él. Fue arrestado por una serie de supuestos delitos y enviado a España. En 1551 el Consejo de Indias comprobó la veracidad de las acusaciones, pero la corona se negó a aceptar el veredicto. Nadie sabe con certeza cómo acabó Cabeza de Vaca. Dedicó parte de su tiempo a escribir una crónica de sus viajes, pero nunca volvió a la colonia y parece que murió, olvidado, en Sevilla, hacia 1558.
Esta parte de la historia ha sido sobre las aguas de América, así que, como hemos señalado, es justo recordar que, desde los primeros momentos, los océanos americanos también fueron navegados por una serie de pioneros que no eran españoles. No había acabado de establecerse España en el Caribe cuando otras naves europeas ya habían aparecido en la zona. Eran los llamados «piratas», a los que ya hemos conocido.
El Nuevo Mundo era un espacio inmenso del que los españoles solo ocuparon una pequeña parte. Vivían en unas pocas ciudades grandes (Santo Domingo, Lima) que casi siempre estaban en la costa, porque el mar les permitía comerciar y también defenderse. La única excepción destacable era Ciudad de México, que estaba justo en el corazón del continente, porque sustituía a una ciudad azteca de grandes dimensiones. En América, los españoles nunca se alejaron mucho de la costa; doscientos años más tarde todavía seguían ahí. Los pioneros habían desempeñado el papel fundamental de establecer la presencia española, pero, tras un período inicial, había poca expansión colonizadora por parte de gente llegada de la Península.
América seguía siendo un enorme continente desconocido. Para el final del período español de descubrimiento y a pesar de las proezas y aventuras de hombres como Cortés y Cabeza de Vaca, más del noventa y nueve por ciento de la superficie del continente permanecía escondida e inexplorada. Desde las costas de la Patagonia hasta las montañas heladas de Alaska había misterios y tesoros escondidos de los cuales nadie sabía nada. América seguía guardando un millón de secretos y algunos de ellos no fueron desvelados hasta el siglo XX.