Capítulo
2
LOS PUEBLOS DEL SOL
Después de comer, yo estaba esperando en el mismo banco frente al puerto de Barcelona cuando, de pronto, el principito se acercó a toda velocidad con su monopatín. Hacía calor; llevaba una camiseta de tirantes, unos vaqueros y en el cuello un cordón negro del que colgaba un pequeño y puntiagudo colmillo de marfil. En su cara se dibujaba una sonrisa.
—¡Ya veo que te han arreglado la nave espacial! —le dije.
—¡Mucho más que eso! ¿Ves este colgante que me ha dado mi padre? Es una app muy especial y enseguida te voy a explicar para qué sirve. ¿Estás listo para escuchar mi historia?
—¡Totalmente, principito! Hasta ahora he sido yo el que no ha parado de hablar.
—Pues bien —dijo, dejando cuidadosamente en el suelo su nave espacial y sentándose en el banco, a mi lado—. Yo vengo de un lejano planeta donde la gente es bastante parecida a vosotros, los terrícolas; pero tenemos costumbres distintas. Por ejemplo, vamos poco al colegio porque estamos de vacaciones la mayor parte del año. Las clases duran solo unas cuantas semanas, así que aprovechamos el mucho tiempo libre del que disponemos para viajar por el universo y aprender cosas sobre las gentes que vamos encontrando por ahí. De esa manera aprendemos mucho más que simplemente sentados en una clase oyendo lo que nos dice un profesor. Además, en lugar de viajar apretados en grandes naves colectivas cada uno tiene su propia nave particular, como esta, lo que nos facilita mucho las cosas. Y la razón de que me haya enganchado a hablar contigo es que durante las vacaciones tengo que hacer un trabajo sobre el Nuevo Mundo. ¡Por eso estaba tan interesado en Colón!
—¡Increíble! —exclamé, realmente asombrado—. ¿Quieres decir que yo, por ejemplo, puedo usar tu monopatín si quiero viajar?
—No exactamente. Los adultos usan naves distintas. Para que te hagas una idea, la de mi madre parece un bolso, no llama la atención. ¡Pero lo más fantástico es esta pequeña app de la que te hablaba! —me dijo, sujetando el colmillo de marfil entre sus dedos—. ¡Cuando lo aprieto me permite viajar a través del tiempo, al menos hacia el pasado y luego de vuelta al presente! Para viajar al futuro se necesita otra app... ¡Y puedo llevar conmigo a un pasajero si quiero! ¿No es maravilloso?
—¿Así que puedes ir a conocer a personas que ya no existen?
Me miró con desaprobación.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Por supuesto que existen! ¡Lo único que pasa es que están en otro marco temporal! ¿Quieres que la probemos haciendo una visita a algunos de los personajes de los que has estado hablando esta mañana, como, por ejemplo, Cortés? ¿Tú me puedes decir cómo llegar hasta él?
—Sin problemas —le contesté—. ¿Vamos?
Eduard me guiñó un ojo, agarró mi mano, recogió su monopatín, apretó el colmillo y... ¡En menos de un segundo estábamos en una playa tropical! Pero era un lugar muy distinto al puerto de Barcelona. Todo era diferente.
Nos encontrábamos frente a una bahía llena de barcos y había también varias canoas tripuladas por indios que remaban mientras entonaban animados cánticos. Por mis conocimientos de historia supuse que estábamos en abril de 1519, y que Hernán Cortés y sus hombres acababan de llegar a la costa de México.
El principito estaba tan fascinado viendo al personaje que le prometí que le contaría el resto de su historia en cuanto tuviéramos ocasión. Pero él no podía esperar y, antes de que me diera cuenta, se había subido a una de las canoas de los indios y se dirigía a saludar a Cortés, que, en ese momento, descendía de su nave.
—¡Hola! —gritó—. ¡Me llamo Eduard y mi amigo y yo acabamos de llegar de España para saludarlo!
Cortés miró hacia abajo buscando al niño y, acariciándose la barba, exclamó:
—¡Por todos los santos! ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí? ¿Te has colado en uno de mis barcos?
—¡No, hemos venido para ayudarlo en su aventura!
Desde la distancia a la que yo me encontraba, en la playa, parecía como si hubieran establecido una fluida conversación. Evidentemente, el principito estaba disfrutando del momento.
Cuando volvió, unos minutos más tarde, nos dirigimos a una zona de hierba cercana a la playa, nos sentamos y empecé a contarle el resto de la historia de Cortés. Apoyando los codos en el suelo y la barbilla sobre las manos, Eduard se dispuso a prestarme toda su atención.
Hernán Cortés, le expliqué, había nacido en Medellín (Extremadura, 1485) en una buena familia. Pero, como muchos otros jóvenes inquietos, dejó los estudios y decidió buscar fortuna al otro lado del océano, en las «nuevas» islas del Caribe, a las que llegó en 1504. En contraste con otros recién llegados al Nuevo Mundo, él pudo hacer valer la educación que había recibido y consiguió ser contratado como secretario de Velázquez, el primer gobernador de Cuba. Compró tierras, se casó y llevó ese tipo de vida durante diez años. Pero por dentro bullía la inquietud. «Vine aquí», se quejó una vez, «a hacerme rico, no a trabajar la tierra como un campesino».
Afortunadamente para él, al poco tiempo su destino iba a cambiar. El gobernador de Cuba quería animar a los colonos a explorar nuevos territorios hacia el oeste y, en 1519, envió una expedición al mando de Cortés.
Las primeras tierras que este y sus hombres avistaron fueron las de Yucatán, habitadas principalmente por los mayas. Navegando cerca de la costa encontraron otras tribus e hicieron amistad con algunos indios, entre quienes se encontraba una mujer llamada Malinche, que accedió a ser su intérprete.
El día que aparecimos ahí, Cortés y sus hombres acababan de fondear cerca de la playa. Las grandes canoas que salieron a recibirlos iban llenas de indios que dijeron que su señor, vasallo del gran emperador mexica Moctezuma, los había enviado para averiguar qué clase de hombres eran y qué estaban buscando. Dijeron que si necesitaban algo se lo hicieran saber y ellos se lo proporcionarían. Por suerte para Cortés, Malinche traducía las palabras de los indios porque, de no haber sido así, los españoles habrían tenido serios problemas. Ella llegó a ser una especie de esposa para él y así fue como aprendió algo de castellano.
Los indígenas ya llevaban un tiempo recibiendo información sobre unos extraños forasteros que habían llegado a sus costas. Pero no sabían muy bien cómo recibirlos. Cortés desembarcó con cuatrocientos hombres que de ninguna manera podían ser considerados un ejército sino, simplemente, un grupo de aventureros de distintas profesiones, principalmente artesanos, marineros y soldados. El grupo también incluía a dieciséis jinetes y algo de artillería.
Uno de los primeros actos oficiales de Hernán Cortés cuando pisó tierra fue reclamar la propiedad del «nuevo» territorio al que acababa de llegar, como si no perteneciera ya a los indios sino a su rey, el rey de España (una idea extraña, pero compartida por muchos de los que habían llegado desde la península y del resto de Europa). Los indígenas abrumaron a los recién llegados con regalos, adornos y oro, tan codiciado por los españoles. A Cortés todos aquellos regalos no hicieron más que reafirmarlo en su principal objetivo: conseguir que los mexicas reconocieran a los reyes de España como sus señores.
De pronto, mientras yo estaba hablando, empezamos a oler a humo y comprobamos horrorizados que una de las naves españolas estaba ardiendo.
—¡Mira, mira! —gritó el principito—. ¡Tienen un problema! ¿Podemos ir a ayudarlos?
Estábamos a punto de levantarnos para ir hacia ahí cuando vimos que Hernán Cortés contemplaba, con aire tranquilo, cómo sus barcos se iban incendiando uno detrás de otro. Entonces recordé lo que aquello significaba. Una de sus más famosas decisiones fue la de «quemar sus naves» poco después de llegar al continente. Con eso se aseguraba de que sus hombres no intentarían rehuir lo que claramente iba a ser una empresa llena de dificultades. Sus capitanes estaban de acuerdo con la medida y contemplaban la escena sin inmutarse. Y así dio comienzo la extraordinaria cadena de acontecimientos que llevaría a los recién llegados a abrirse camino a través del territorio de México, aliándose con algunas tribus y atemorizando a otras, hasta irrumpir, finalmente, siete meses más tarde, en la poderosa ciudad azteca de Tenochtitlán (con una población de, al menos, 500 000 personas) y encararse con el gran emperador Moctezuma.
Mi relato, en efecto, ahora se había trasladado hacia el futuro, pero Eduard y yo seguíamos en la playa, viendo cómo los españoles descargaban y se alejaban de los barcos en llamas. El principito era un viajero en el tiempo inteligente y sabía que no había necesidad de presenciar todos los acontecimientos que tuvieron lugar.
Le expliqué que en épocas posteriores hubo historiadores cuya teoría era que los mexicas se vieron desbordados por el miedo y las dudas ante la llegada de los extranjeros. Y le dije que, probablemente, aquello era falso. Las crónicas indias, escritas mucho tiempo después de la llegada de Cortés, se afanaron en explicar por qué se había producido el colapso de su civilización y para eso mencionan la aparición de señales y presagios. «Diez años antes de que los españoles llegaran a esta tierra, una especie de llama fascinante y terrible se divisó en el cielo», dice una de las crónicas. Habla de la aparición de ocho augurios, pues ocho era un concepto de cantidad muy utilizado en su idioma, y las señales y presagios se consideraron una especie de prólogo de una historia, más que símbolos de un desastre inminente.
¿Quiénes eran los aztecas? Así se llamaba también a los mexicas, la gente que hablaba náhuatl y que durante los cien años anteriores a la llegada de los conquistadores se expandieron hasta controlar el valle de México, donde sentaron las bases de la federación azteca. El imperio azteca estaba gobernado, principalmente, por un órgano político denominado la Triple Alianza, compuesto por los acolhuas de Texcoco, los mexicas en Tenochtitlán y los tepanecas de Tlacopán. Su poder se extendía sobre un amplio territorio que incluía muchas otras ciudades y tribus, todos los cuales pagaban impuestos a los emperadores aztecas. Su civilización era considerablemente sofisticada y su capital, la ciudad de Tenochtitlán (construida en piedra), una de las grandes maravillas del mundo: un hermoso centro urbano en mitad del lago de Texcoco, que ocupaba parte del valle de México.
Los aztecas basaban su religión en el culto al sol y cada cierto tiempo sus sacerdotes celebraban ceremonias en las que unos cuantos prisioneros de guerra eran sacrificados en lo alto de sus pirámides. Para los aztecas, el sol no era algo permanente; pasaba por varias fases o «edades» que representaban la cambiante historia del mundo. Tal vez, el símbolo azteca más conocido sea el famoso calendario solar, en el que se sitúa al sol en el centro del movimiento de las edades del universo. Ese gran círculo de piedra, que actualmente se guarda en un museo de la ciudad de México, representaba el mundo del momento así como mundos anteriores a ese. Cada mundo se identificaba con un sol y cada sol tenía sus propios habitantes. Los aztecas pensaban que ellos estaban en el quinto sol y, como todos los soles anteriores, ellos también acabarían pereciendo debido a sus imperfecciones.
El primer contacto entre los indígenas y los recién llegados fue cordial y a lo largo de su ruta hacia Tenochtitlán los españoles fueron haciendo muchos amigos. En su primera parada en la costa, en Cempoala, consiguieron aliarse con los totonacas, al comprobar estos cómo los recién llegados desafiaban a algunos de los mensajeros de Moctezuma. Un par de meses más tarde, ya estaban en Tlaxcala, una ciudad nahua, enemiga de Tenochtitlán, cuyos jefes opusieron resistencia a Cortés y a los suyos hasta que se dieron cuenta de que no eran en absoluto amigos de su odiado Moctezuma. Después de tres semanas de negociaciones con los tlaxcaltecas, los españoles consiguieron sellar una alianza que iba a tener profundas consecuencias.
Los tlaxcaltecas estaban deseando aprovechar la ayuda de los extranjeros para liberarse del dominio de los mexicas. Sin embargo, negándose a ser una mera herramienta de los tlaxcaltecas, Hernán Cortés insistió en decidir su propia ruta hacia Tenochtitlán.
Poco después, sus hombres, acompañados por cinco mil tlaxcaltecas, emprendieron la marcha hacia la ciudad de Cholula.
Los cholultecas, fieles aliados de los mexicas y enemigos de los tlaxcaltecas, ya habían acordado con los agentes de Moctezuma tender una trampa a los españoles. Cortés no era consciente del peligro y creía que podría dominar a los cholultecas. Pero después de tres días en la ciudad empezó a tener sospechas y advirtió a sus hombres de que debían estar alerta porque se estaba tramando algo contra ellos. Afortunadamente, las labores de espionaje de algunos de los indígenas que los acompañaban aportaron información sobre los planes secretos de los cholultecas. Al día siguiente, Cortés y sus hombres hicieron creer que se estaban preparando para marcharse y convocaron a los jefes de los guerreros cholultecas en un gran recinto cerrado. Entonces, los españoles y sus aliados llevaron a la práctica la segunda parte de su plan y masacraron a los guerreros. Un elevado número de indígenas —varios cientos— perdieron la vida en unas pocas horas de lucha.
—No me gusta esta parte de la historia —interrumpió Eduard—. Ya sé que lo tienes que contar, pero esa no es la forma en la que resolvemos los enfrentamientos en nuestro planeta. Por supuesto que tenemos desacuerdos, como todo el mundo, pero hace mucho tiempo que encontramos formas de solucionarlos. Esa es una de las tareas de mi padre como rey, resolver disputas.
Y haciendo un gesto principesco con la mano me dijo:
—Puedes proseguir...
Los acontecimientos de Cholula, continué, causaron un gran impacto en la región. Todos los habitantes de México se sintieron amedrentados y aterrorizados. Cortés tenía interés en dejar tras él una Cholula pacífica y amistosa y, en los días que siguieron, consiguió que cholultecas y tlaxcaltecas llegaran a un acuerdo de paz. Ahora tenía a las principales ciudades del valle de su lado y empezó a planificar cómo sería su avance sobre la capital azteca. Decidió aproximarse a Tenochtitlán con un destacamento bastante reducido: sus cuatrocientos españoles y unos mil indígenas que los ayudaban. Llegaron en masa, haciendo mucho ruido y disparando sus armas, lo que aterrorizaba a quienes los veían. Finalmente, entraron en la gran ciudad. Cortés y los suyos iban precedidos por varios mosqueteros, que disparaban sus mosquetes a medida que avanzaban. Detrás de ellos se agolpaban, ataviados para la guerra y provocando un gran estruendo, cientos de indígenas procedentes del otro lado de las montañas.
El emperador Moctezuma les dio la bienvenida a la manera tradicional. «Estos son vuestra casa y vuestros palacios», le dijo a Cortés. «Tomadlos y descansad en ellos con todos vuestros capitanes y compañeros». Tenochtitlán era una hermosa ciudad de considerables dimensiones, mucho más grande y con más habitantes que cualquier ciudad europea de la época. Estaba llena de templos enormes construidos en piedra, sus calles estaban limpias y la rodeaba un inmenso lago, por lo que solo se podía entrar en ella utilizando una serie de calzadas construidas sobre el agua. Los españoles se quedaron maravillados por la belleza de la ciudad. «En España no existe nada igual», le escribiría Cortés al rey más adelante.
Durante los seis meses siguientes estuvieron instalados en Tenochtitlán y ejercieron un claro control sobre Moctezuma; pero se encontraban, a la vez, en una posición muy vulnerable. A los jefes mexicas, ofendidos e indignados, les estaban irritando cada vez más algunas de las cosas que hacían Cortés y los suyos. En ese punto, Moctezuma informó a este de la llegada de más españoles a la costa. Eran dieciocho naves procedentes de Cuba a las órdenes de Pánfilo de Narváez, enviado por el gobernador de la isla para que arrestara a Cortés y tomara el mando. Este decidió salir hacia la costa inmediatamente, llevándose a la mayoría de sus hombres para enfrentarse a las fuerzas de Narváez, más numerosas que las suyas. Detrás dejó a Pedro de Alvarado con suficientes hombres para proteger a Moctezuma. Aunque era una decisión arriesgada, porque este le había advertido de que los jefes mexicas estaban urdiendo un plan para matar a todos los españoles.
Alvarado desempeñó un importante papel en los acontecimientos que tuvieron lugar durante aquellos años. Nacido en Badajoz hacia 1485, era un hijo menor sin derechos hereditarios, así que, alrededor de 1510, emprendió el camino del Nuevo Mundo y se sumó a la expedición de Hernán Cortés a México. De carácter violento y despiadado, su altura, pelo rubio y blancura de piel sorprendían a los aztecas, que pensaban que se asemejaba a Tonatiuh, el dios sol. Su carácter impulsivo y avaricioso fue, en buena medida, el causante de los acontecimientos que tuvieron lugar en Tenochtitlán más adelante.
Los hombres de Cortés derrotaron a los de Narváez en poco tiempo y la mayoría de estos decidieron unirse a los vencedores. Narváez fue herido y perdió un ojo. En sus filas se produjeron cinco bajas y cuatro en las de Cortés. Apenas se estaban recuperando del esfuerzo de la refriega cuando llegaron dos indígenas con un mensaje para este: que Alvarado se encontraba en serios problemas en la capital.
En Tenochtitlán había aumentado la tensión entre los españoles y los nativos. Los nobles de la ciudad estaban furiosos con unos invasores que les estaban arrebatando su riqueza, sus propiedades y sus mujeres. En mayo de 1520, los nobles se reunieron en una celebración tradicional. Habían solicitado autorización a Alvarado y este se la había concedido. Sin embargo, las cosas pronto se pusieron feas. Alvarado y los suyos explicaron más tarde que habían atacado a los nobles porque tenían pruebas de que aquellas festividades solo eran el preludio de una rebelión que tenía como objetivo acabar con todos los españoles que había en la ciudad. Por su parte, los aztecas dijeron que Alvarado y sus hombres solo lo hicieron para quedarse con los adornos de oro que muchos de los nobles llevaban. Cualquiera que fuera la causa, la verdad fue que los españoles atacaron a indígenas desarmados y asesinaron a cientos de ellos.
Cortés se dio prisa en volver a la capital. «Mandó hacer alarde de la gente que lleva, y halló sobre mil y trecientos soldados», escribió más adelante en sus memorias uno de sus hombres, Bernal Díaz del Castillo, «ansi de los nuestros como de los de Narváez, y sobre noventa y seis caballos. Y llegamos a México día de San Juan». Hernán Cortés se concentró de inmediato en intentar restablecer el orden, pero fue inútil. Los españoles estuvieron varios días sitiados. En un momento dado, decidieron hacer que Moctezuma saliera a intentar calmar a la multitud. Según la versión española, el emperador fue apedreado hasta la muerte por su propio pueblo. Con Moctezuma muerto, las hostilidades contra los invasores se recrudecieron. Y la noche del 30 de junio, cuando intentaban huir subrepticiamente aprovechando la oscuridad, fueron descubiertos y atacados: murieron por docenas al intentar escapar, entorpecidos por el peso del oro que se llevaban. Atacados por miles de guerreros, los españoles huyeron de manera totalmente desordenada. En esa noche trágica —la «Noche Triste», como se acabó llamando— murieron ochocientos de ellos y más de mil de sus aliados tlaxcaltecas.
Al poco tiempo, Cortés empezó a preparar el contraataque. Había perdido muchos hombres y sus aliados indios estaban empezando a perder la confianza en él. Así que tuvo que convencer a los suyos de que no había posibilidad de retirada y de que la única salida era contraatacar. Pero, ¿cómo iban a poder vencer unos pocos cientos de hombres a una enorme ciudad de más de medio millón de habitantes, más grande que cualquiera de las de Europa? Tenía que reunir más efectivos y provisiones. Tenía que encontrar, sobre todo, más aliados entre los indígenas.
Los preparativos para el contraataque duraron unos ocho meses. Desde Tlaxcala, Cortés concedió prioridad a la acumulación de hombres y provisiones que llegaron a la costa procedentes de Cuba, Jamaica y España. Por su parte, los tlaxcaltecas iniciaron un programa de construcción de embarcaciones con las que poder trasladar hombres a través del lago de Tenochtitlán. Cortés, con la ayuda de los tlaxcaltecas, realizó incursiones en las ciudades vecinas para conseguir más aliados. Al final de 1520, e impulsada por los españoles, en una gran parte de la meseta central de México se había formado una alianza de las principales ciudades contra los aztecas, cuyo imperio estaba a punto de desintegrarse.
El siguiente paso de la estrategia española era romper la unión entre las ciudades de Tenochtitlán y Texcoco, un vínculo en el que se había basado el poder del estado azteca. Justo antes de las Navidades de 1520, diez mil guerreros tlaxcaltecas escoltaron a Cortés y a sus hombres en su desplazamiento hasta Texcoco. El hombre fuerte de la ciudad, al ver que la marea del poder en la región se estaba volviendo contra los aztecas, lo recibió cordialmente y le prometió que lo apoyaría. Ahora ya estaba todo preparado para atacar Tenochtitlán. Durante la primavera se cosecharon algunas victorias en varios ataques exitosos contra algunas poblaciones cercanas a la capital que mantenían buenas relaciones con los aztecas. A finales de abril, Tenochtitlán estaba sola ante sus enemigos. Desde su base de Texcoco, las naves construidas para los españoles controlaban la orilla noroeste del lago. En la segunda semana de mayo de 1521 comenzó el verdadero sitio de la ciudad.
La situación había cambiado mucho desde la llegada de Cortés a la costa con cuatrocientos hombres y todo el poder del imperio azteca intacto frente a él. El número de españoles en sus filas no era ahora mucho mayor: algo más de novecientos hombres gracias a las recientes incorporaciones. Pero tenía de su parte a la mayoría de las ciudades que habían sido aliadas y vasallas de los aztecas. Un cronista indígena de la época nos cuenta que, justo antes del sitio de Tenochtitlán, los jefes de Texcoco y las otras ciudades hicieron recuento de sus efectivos y, en conjunto, sumaban más de trescientos mil guerreros. El contingente indígena que apoyaba a los conquistadores formaba un enorme ejército que podía ser reforzado cuando fuera necesario, mientras que para los aztecas, aislados en su ciudad-isla, era imposible recibir ayuda exterior.
En Tenochtitlán, ahora gobernada por Cuauhtémoc, se había sufrido también una epidemia de viruela, aparentemente introducida en la región por uno de los españoles llegados hacía poco tiempo. Hubo miles de muertos en la ciudad. Las crónicas escritas por los aztecas sobre aquel período incluyen dibujos en los que se ven los cuerpos de hombres, mujeres y niños cubiertos de granos.
Pasaban los días, la capital seguía sitiada y las poblaciones del lago que solían abastecer a Tenochtitlán empezaron a ponerse del lado de Cortés. A pesar de su situación, los aztecas resistieron durante tres meses y medio en una lucha desesperada que les costó muchos miles de muertos y obligó a los atacantes a ir destruyendo poco a poco la ciudad a medida que iban avanzando, por ser el único modo en que podían reducir a los resistentes. Más adelante Cortés escribiría al rey explicando el comportamiento de sus aliados indios:
Andaban con nosotros nuestros amigos a espada y rodela, y era tanta la mortandad que en ellos se hizo por la mar y por la tierra, que aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil ánimas; y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón; la cual crueldad nunca en generación tan recia se vio, ni tan fuera de toda orden de naturaleza como en los naturales de estas partes.
Al final, Cuauhtémoc fue capturado cuando intentaba escapar. Tenochtitlán sucumbió, como lo hicieron miles de sus habitantes, y fueron necesarios tres días para evacuar a todos los supervivientes.
Una canción nahua se lamentaba del siguiente modo:
Nada excepto flores y afligidas canciones
Quedan de México y Tlatelolco,
Donde antaño vimos sabios y guerreros.
—¡Qué historia tan terrible! —dijo el principito—. ¡Así que en realidad fueron los otros indígenas los que acabaron con el imperio azteca! ¡Cortés y sus capitanes solo ayudaron a dirigir las operaciones!
—¡Exactamente! No hubo conquista por parte de los españoles, ¡eso habría sido imposible! Mucha gente, muchas tribus que estaban en contra de los aztecas participaron en aquellos tristes acontecimientos. ¡Los protagonistas principales de la tragedia fueron, en realidad, los propios indígenas!
La destrucción de Tenochtitlán fue un hecho lamentable y una gran tragedia. Así que, ¿podemos considerar a Cortés un héroe teniendo en cuenta la destrucción y matanzas que perpetró? Este es un asunto que siempre ha dividido las opiniones
Una vez liberados del yugo de los aztecas, los indígenas siguieron siendo los principales protagonistas de esta historia. Los españoles que sobrevivieron a la batalla quedaron decepcionados al ver el poco oro que había, así que recogieron sus cosas y se fueron a buscar fortuna a otros lugares. «Como veíamos que en los pueblos de la redonda de México no tenían oro ni minas», escribió Bernal Díaz, «a esta causa la teníamos por tierra pobre y nos fuimos a otras provincias a poblar, y todos fuimos muy engañados».
La mayor parte de aquellos que participaron en aquellos hechos legendarios acabaron sus días en la pobreza. ¡Cortés, en cambio, se enriqueció! Asegurada la situación, cogió un barco de vuelta a España y tuvo mucho cuidado de informar al rey y destacar ante él, personalmente, lo mucho que sus victorias significaban para la corona. Como recompensa, el monarca le concedió muchos privilegios, que hicieron a Hernán Cortés un hombre rico de por vida. El rey también le concedió un título nobiliario, el de marqués del Valle, en referencia al valle de México.
Cortés volvió a México y corrió otras aventuras, para las que siempre encontró su principal apoyo en los miles de indígenas que lo respetaban y que esperaban también formar parte de sus nuevos planes. Ordenó la construcción de una nueva ciudad sobre las ruinas de Tenochtitlán, que es la que actualmente conocemos como Ciudad de México. Organizó un sistema de trabajo que hacía posible que los colonos españoles utilizaran mano de obra nativa, tomó medidas para implantar la religión católica e impulsó la realización de nuevas exploraciones no solo por tierra, sino también a lo largo de las costas de México. Se convirtió en el nuevo hombre fuerte de la región, así que es fácil entender por qué a muchos indígenas no les gustaba. El volumen de su riqueza era extraordinario; de un modo u otro controlaba las tres cuartas partes de todo el territorio de la Nueva España, como ahora llamaban a México los recién llegados.
De las muchas expediciones en las que participó Cortés destaca una. Cuando tuvo noticias de que otro español, llamado Cristóbal de Olid, estaba creando una colonia independiente en Honduras, al sur de México, organizó una gran expedición —con la ayuda de sus aliados indios— y partió hacia ese lugar en 1524, llevando consigo a su prisionero Cuauhtémoc. En un momento dado del trayecto dijo tener la certeza de que Cuauhtémoc estaba involucrado en una conspiración y mandó que lo colgaran. Fue una de las decisiones más criticadas de su carrera.
Hubo muchos otros aventureros españoles en el Nuevo Mundo durante aquellos años y todos ellos tenían un único objetivo: encontrar oro y hacerse ricos. La caída de Tenochtitlán destruyó el corazón del poder azteca, pero no afectó al resto del imperio; de modo que los conquistadores —entre los que también hubo individuos procedentes de otros países de Europa (italianos y alemanes), así como unos cuantos africanos, hombres libres que habían ido por el placer de la aventura— tuvieron que recorrer la totalidad del territorio, estableciendo alianzas o derrotando enemigos. Con la ayuda de intérpretes, algunos conseguían enterarse de rumores y leyendas sobre la existencia de ciudades repletas de oro en determinada zona, así que formaban grupos de indígenas y partían en esa dirección. Francisco de Montejo y sus hombres, por ejemplo, llegaron al territorio de Honduras en 1530, y luego se dirigieron a la península de Yucatán, donde establecieron contacto con los mayas. Aquellos que no se sintieron capaces de atravesar la jungla partieron desde Tenochtitlán en dirección a las costas del este.
—Me parece que eso es todo lo que puedo asimilar por hoy —suspiró el principito—. Es muy interesante, ¡pero también muy largo!
—Sí, es un buen momento para detenernos, estoy de acuerdo —dije yo—. Además, yo también tengo que irme a mi casa, ¿sabes? ¡Me has traído aquí, a México, y ahora no sé cómo regresar sin ti!
Se echó a reír, más como un niño que como un príncipe. Estábamos sentados todavía cerca de la playa pero ahora nos encontrábamos en otro marco temporal. Los españoles ya no estaban y los indios tampoco. Solo se oían los agudos graznidos de los pájaros en la jungla, al atardecer.
—¡Dame la mano! —me ordenó el principito—. ¡Cogeré la nave espacial, frotaré el colmillo y estaremos de vuelta a casa en un segundo!