5. Cifras míticas y la Inquisición
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Cifras míticas y la Inquisición
Pocas instituciones en la Historia de España han recibido una atención tan apasionada como la Inquisición, una institución con la que el pueblo de España convivió durante más de trescientos años y con la cual ha mantenido una perpetua relación de amor y odio. Si la Inquisición no hubiera existido, tendría que haberse inventado, porque en cada etapa de la historia se la ha hecho responsable de los crímenes más espantosos que se han cometido en España y contra sus gentes. Incluso en tiempos recientes, durante una campaña electoral (en 2008), un líder político advirtió que si el partido de la oposición regresaba al poder, reinstauraría la Inquisición de nuevo. La misma cantilena repitieron otros políticos hace ya doscientos años, y siempre con la intención de engañar al pueblo, pues en ningún momento hubo intención ninguna de ofrecer pruebas de lo que había sido la Inquisición y de lo que se suponía que había hecho.
Tal vez la cuestión más intrigante en este asunto es la pregunta que se plantea constantemente, una y otra vez: ¿cuánta gente padeció las violencias de la Inquisición? No hay una respuesta ajustada, porque hubo muchas inquisiciones diferentes en Europa desde la Edad Media en adelante, y el impacto de cada una fue distinto al de las demás. Para lo que nos ocupa, nuestra única referencia ha de ser la Inquisición que se implantó en España, fundada a finales del siglo XV y abolida a principios del siglo XIX. Se convirtió en la Inquisición más famosa de todas, y, por tanto, objeto de las exageraciones más extremadas. Una conocida página de referencia en internet (http://necrometrics.com/ pre1700a. htm), que intenta ofrecer estimaciones razonables y de ningún modo histéricas, ha descubierto que los investigadores han ofrecido cifras de víctimas extraordinariamente variables, desde el autor del siglo XVI John Foxe, que sugiere 309 000 víctimas, al historiador del siglo XIX John Motley, que propone 114 401 víctimas, o el historiador inglés del siglo XX, Paul Johnson, que habla de 341.000. Estas son solo algunas cifras, todas ellas basadas en un error a la hora de consultar las fuentes, un error que continúa circulando en la literatura popular.
Las cifras que propone Paul Johnson derivan de la obra de un erudito español del siglo XIX bien conocido: Juan Antonio Llorente. Por otra parte, la segunda figura que fomentó la idea tradicional de la Inquisición fue Francisco de Goya. Los dos españoles que más contribuyeron a fijar en nuestras mentes la imagen que hoy tenemos de la Inquisición estuvieron en el epicentro de los debates y pugnas de aquellos años de la guerra contra Napoleón, y pasaron gran parte de su vida posterior en el exilio como consecuencia de los avatares de la monarquía. Aquí, el único que nos interesa en términos de recuento de víctimas es Llorente.
Juan Antonio Llorente (1756-1823), originario del pueblo riojano de Rincón de Soto, estudió en la Universidad de Zaragoza y, tras recibir las órdenes sagradas, fue nombrado vicario general del obispo de Calahorra en 1782. Tres años después accedió a la administración de la Inquisición en Logroño y, en 1789, fue ascendido al cargo de secretario en Madrid. En aquellos tiempos la Inquisición apenas influía en los asuntos religiosos y, en general, carecía de la relevancia que había tenido en siglos anteriores. Con residencia en Madrid desde 1805, Llorente fue uno de los muchos que juraron lealtad a José Bonaparte tras su coronación en 1805. En 1809, cuando el nuevo rey francés abolió la Inquisición, encargó a Llorente la elaboración de una historia del tribunal. Con todos los archivos del Santo Oficio a su disposición, dice Llorente: «Yo acopié infinitos materiales a costa de fatigas y de dinero, pues ocupé muchas personas por espacio de dos años en copiar, extractar y anotar lo que les designaba[1]».
El ingente material le permitió elaborar la primera historia documentada del tribunal, que publicó en Madrid: Anales de la Inquisición de España, en dos volúmenes que salieron a la luz en 1812, y Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del tribunal de la Inquisición, del mismo año. Escribió los Anales cuando tenía acceso directo a los documentos del archivo y fue la primera obra que, con gran fiabilidad y objetividad, desveló los secretos de esta tristemente famosa institución. La Memoria fue la fuente de información histórica en que se basaron los diputados de las Cortes de Cádiz para elaborar su propia declaración de abolición del tribunal.
En 1813, cuando se produjo la retirada de los franceses, Llorente pasó a Francia por el Pirineo aragonés, «huyendo de los peligros de la anarquía». En su ausencia, la turba, azuzada por el nuevo gobierno francófobo, saqueó su residencia y destruyó su biblioteca, una de las más selectas de Madrid, con más de ocho mil libros y manuscritos valiosos, muchos de ellos originales únicos cuya pérdida fue irreparable. No obstante, logró llevarse consigo gran cantidad de manuscritos que constituyeron la parte fundamental de su principal obra en cuatro volúmenes, Historia crítica de la Inquisición en España (París, 1817-1818), publicada en francés después de ser traducida bajo su supervisión.
El trabajo, sin embargo, sufrió graves contratiempos. La traducción, realizada a toda prisa, contenía muchos errores y, cuando se supo que iba a revelar los secretos del tribunal, recibió anónimos ofensivos de clérigos franceses. La obra no fue publicada en España hasta 1822, en Madrid. Entretanto, había salido a la luz en alemán y en holandés, y faltaba poco para las ediciones inglesa e italiana. Tuvo un éxito inaudito para la época: cuatro mil ejemplares vendidos en un año; fue, pues, uno de los primeros best sellers de los tiempos modernos. Respecto a Llorente, la posibilidad de indagar en los archivos de la Inquisición lo convirtió en el primer historiador de España que tuvo acceso a los turbios secretos del tribunal. Había muchos y los reveló todos. «Por haber sido yo mismo secretario de la Inquisición en Madrid durante los años 1789, 1790 y 1791, tengo la firme convicción de que podré brindar al mundo una descripción auténtica de las leyes secretas por las que se regía interiormente la Inquisición, leyes que un velo de misterio ocultó a toda la Humanidad». Y añadía en el prólogo de su Historia crítica: «En 1809, 1810 y 1811, cuando la Inquisición española fue suprimida, tuve a mi disposición todos los archivos y, entre 1809 y 1812, saqué todo lo que me pareció relevante de los registros del Consejo de la Inquisición y de los tribunales provinciales con el fin de compilar esta historia».
En un intento por calcular el coste del tribunal en términos de vidas humanas, Llorente hizo cálculos y proyecciones sobre los siglos de pervivencia de la Inquisición. Llegó a la conclusión de que la cifra de personas ejecutadas ascendía a 31 912, otros 17 659 habían sido condenadas a muerte «en ausencia», y otras 291 450 personas fueron castigadas de diversos modos, pero no condenados a la pena de muerte. El total de víctimas, concluyó, era de 341 021 personas[2]. Para algunos estas cifras eran de todo punto ridículas, y para otros eran exageradas. Los historiadores que conocían los documentos fueron los primeros en cuestionar las cifras de Llorente. El primer historiador sistemático del tribunal, el americano Henry Charles Lea, que publicó cuatro densos volúmenes sobre el tribunal español en Nueva York en 1906, cuestionaba las cifras de Llorente, pero en términos generales las daba como ciertas, pues no tenía acceso a la documentación necesaria. La consecuencia fue que durante mucho tiempo, en libros publicados tanto en inglés como en español, la cifra de las víctimas permaneció básicamente inalterada. Nada llama tanto la atención como unas estadísticas realmente buenas, y las estadísticas de Llorente eran tan sólidas como inatacables. Algunos escritores populares continuaron inventándose estadísticas por su cuenta y elevaban la cifra de víctimas hasta contar millones. El ejercicio se tornó incluso más sorprendente cuando otros autores, poco dados al arduo trabajo de leer estudios históricos sobre la materia, imaginaron una gigantesca institución internacional llamada Inquisición que supuestamente aterrorizó a todas las naciones y masacró a decenas de millones de personas por intolerancia religiosa.
Con tiempo y trabajo, los investigadores han conseguido revisar las cifras de Llorente. No debería ser demasiado difícil obtener una aproximación a la verdad, porque en el caso de España los oficiales de la Inquisición conservaban un registro de prácticamente todos sus procesos judiciales.
Sin embargo, el investigador se encuentra con graves dificultades en su trabajo. Desgraciadamente, los estragos del tiempo y de la desidia humana han conseguido que prácticamente toda la documentación de los primeros años de la Inquisición haya desaparecido. Respecto a los años posteriores, los registros con frecuencia son incompletos y a menudo simplemente se han perdido. Por otra parte, cuando la Inquisición fue abolida en el siglo XIX, al parecer se consideró que ya no era necesario preservar sus documentos. A pesar de todos los defectos y vacíos, en general los documentos disponibles de la Inquisición constituyen los registros procesales más completos que han sobrevivido de cualquier tribunal judicial de los tiempos modernos. Incluso aunque el transcurrir de los años ha destruido muchísima documentación, especialmente por el fuego y las algaradas civiles, ha pervivido lo suficiente para que podamos obtener un corpus razonable de información sobre lo que hizo la Inquisición y cuántas personas pasaron por sus calabozos.
Irónicamente, los historiadores —y entre ellos, desde luego, Juan Antonio Llorente— no siempre han sido especialmente fiables cuando se ha tratado de dar noticias estadísticas. Hay dudas, por ejemplo, sobre las estadísticas que han ofrecido los historiadores que vivieron durante las primeras décadas de la Inquisición. La decisión del tribunal de acabar con la supuesta herejía entre las gentes de origen judío era indudable. Dado que la documentación de los primeros años generalmente no se ha conservado, es difícil contar con cifras fiables respecto a la actividad de la Inquisición en esos períodos iniciales. El período de persecución más intensa de los judíos conversos fue entre 1480 y 1530. Un secretario de la reina Isabel de Castilla, el cronista Hernando del Pulgar, estimó que hasta 1490 la Inquisición española había quemado en la hoguera a doscientas personas y había «reconciliado» a otras quince mil en distintos «edictos de gracia[3]». Su contemporáneo, Andrés Bernáldez, calculaba que solo en la diócesis de Sevilla el tribunal había quemado a más de setecientas personas entre 1480 y 1488, y que en ese mismo período había «reconciliado» a más de cinco mil, sin contar con todos aquellos condenados a prisión[4]. Las cifras ofrecidas por ambos autores son probablemente demasiado elevadas, pero no son improbables. Por otro lado, un historiador posterior, el cronista Diego Ortiz de Zúñiga, aseguraba que en Sevilla, entre 1481 y 1524, más de veinte mil herejes habían abjurado de sus errores, y más de mil empecinados habían sido enviados a la hoguera[5]. Estas cifras son tan exageradas como improbables. En aquellos años toda la población de Sevilla no excedía de las veinte mil almas, y es imposible que todos ellos fueran judíos.
El número total de personas que pasaron por las manos de la inquisición, en todo caso, ciertamente ha de contarse por miles, y ahí es donde comienza toda la confusión. El tribunal de Toledo pudo haber visto seguramente más de ocho mil casos en el período 1841-1530[6]. Una abrumadora mayoría de estos casos no llegaron jamás a juicio; se les disciplinaba mediante autos de fe, y tenían que sobrellevar distintos castigos y penitencias, pero conservaban sus vidas y no eran condenados a penas irreparables. Los que tenían más razón de quejarse de la Inquisición eran los que llegaron a juicio, pero constituían un número relativamente pequeño en comparación con aquellos a los que solo se les imponía una penitencia. Incluso para los más empecinados, la pena de muerte era rara. En cierto sentido, tanto en España como en otros países, era una rareza imponer condenas de muerte por ofensas religiosas. Una venerable tradición católica, reflejada por ejemplo en las opiniones de Hernando del Pulgar, secretario de la reina Isabel, y de su confesor, Hernando de Talavera, consideraba que el uso de la pena de muerte era escasamente recomendable y contraproducente. En todo caso, según el Derecho canónico solo los tribunales obispales tenían la autoridad para imponer la pena de muerte; los inquisidores no podían hacerlo. Cuando los inquisidores decidían imponer una pena de muerte, tenían que entregar a la persona condenada a las autoridades civiles, pues solo estas tenían autoridad para la ejecución. Este procedimiento era conocido como la entrega del acusado al «brazo secular». Los inquisidores, técnicamente, no ejecutaron a nadie.
En los primeros años de la institución la pena de muerte fue dictada principalmente contra huidos y ausentes, pero evidentemente no podía ejecutarse la sentencia físicamente, de modo que se llevaba a cabo solo simbólicamente. Los muñecos o «efigies» eran ejecutados en público en lugar del acusado ausente. Cuando los primeros cronistas daban cuenta de lo que ocurría, con frecuencia no acababan de distinguir entre ejecuciones reales y ejecuciones «en efigie». La pena de muerte directa por herejía, esto es cierto, la sufrió un número mucho menor de personas del que los historiadores solían pensar. Una opinión reciente y cuidadosamente fundamentada es que en los años de la gran oleada de persecuciones en España, el tribunal de Zaragoza llevó a cabo unas 130 ejecuciones en persona[7], las de Valencia fueron probablemente unas 225[8], y en Barcelona unas 34[9]. De esas tres ciudades, las dudas más serias afectan a Valencia, donde algunas investigaciones[10] bastante menos cuidadosas sugerían que varios centenares de personas sufrieron la pena de muerte.
En territorios de Castilla la incidencia de las ejecuciones fue definitivamente superior, debido a que poseía una población mayor y tuvo una mayor presencia de judíos durante el medievo. En el auto de fe de Ciudad Real, el 23 de febrero de 1484, fueron quemadas vivas treinta personas y otras cuarenta en efigie; en el auto de Valladolid del 5 de enero de 1492 fueron quemadas vivas treinta y dos personas. Las cifras de muertos debieron de conmocionar a la población en su momento, pero aquellas ejecuciones fueron esporádicas y se concentraron solo en los primeros años. La definición de la escala temporal es fundamental para evaluar cualquier perspectiva que podamos tener. En términos generales, es muy probable que más de tres cuartas partes de todos aquellos que perecieron a manos de la Inquisición, a lo largo de los tres siglos de su existencia, murieran en las décadas inmediatas a su fundación, en 1480.
La falta de documentación, por supuesto, hace imposible la tarea de llegar a unas cifras completamente fiables[11]. Todo lo que podemos hacer es ofrecer hipótesis fundamentadas. Una buena estimación, basada en la documentación de los autos de fe, es que en el tribunal de Toledo, entre 1485 y 1501, fueron ejecutadas doscientas cincuenta personas[12]. Dado que este tribunal, como el de Sevilla y Jaén, estaba entre los pocos de Castilla que tuvieron un alto nivel de actividad, debido a la gran cantidad de conversos, no sería excesivo sugerir una cifra cuatro veces más alta, en torno a las mil personas, como un total aproximado para cifrar el número de personas ejecutadas en los tribunales de Castilla en las primeras décadas de la Inquisición de Castilla. Tomando en su conjunto a todos los tribunales de España hasta aproximadamente 1530, incluidas las zonas del norte, donde la población era mucho menor y la de origen judío muy pequeña, es muy probable que no más de dos mil personas fueran ejecutadas por herejía por la Inquisición a lo largo de sus primeros cincuenta años de vida[13]. Las cifras arrojan una media de unas cuarenta personas al año en toda España durante el período de actividad inquisitorial más virulenta. La represión del crimen cotidiano y la violencia, a cargo de los tribunales civiles, en aquellos años debió de ser responsable de muchas más muertes. En la actualidad, teniendo en cuenta nuestra indiferencia ante los asesinatos sistemáticos, la cifra de cuarenta muertos diarios pasaría casi desapercibida. Por ejemplo, pensemos que (según cifras de 2008) morían diariamente en las carreteras españolas nueve personas, lo cual computaba un total de tres mil muertos al año.
El número total de víctimas —que debería observarse siempre y cuidadosamente desde la perspectiva de la época y la región— pudo haber sido más pequeña de lo que los historiadores creyeron antaño, pero el impacto general fue indudablemente devastador para aquellos a que lo sufrieron. Las ejecuciones sistemáticas nunca fueron una práctica habitual en España, y en aquellos años el miedo se difundió entre la gente de origen judío. Los conversos dejaron de presentarse para admitir sus errores. En vez de eso, se vieron forzados a refugiarse en las mismas creencias y prácticas a las que ellos y sus padres les habían vuelto la espalda. El judaísmo activo, que pervivió entre algunos conversos, parece haberse estimulado principalmente por la conciencia de ser un grupo perseguido. Bajo la presión del miedo, algunos regresaron a la fe de sus ancestros. Bastará un ejemplo: una joven judía que vivía en Sigüenza se mostró sorprendida en 1488 al encontrarse a un hombre que había conocido anteriormente en Valladolid y decía ser cristiano. Ahora afirmaba que era judío, y andaba pidiendo la caridad entre los judíos. «¿En qué andáys por esta tierra?», le preguntó la joven al hombre. «Que anda la Inquisición e os quemarán». «E él le respondió: Quiero yr a Portugal[14]». Tras estar fingiendo sin duda durante muchos años, había tomado la decisión de regresar a la vieja religión y estaba dispuesto a arriesgar su vida por ello.
Las cifras a las que nos hemos referido más arriba están naturalmente a un abismo de la orgía de sangre que a menudo se presentan en los típicos libros sensacionalistas. Hay varias perspectivas desde las cuales pueden considerarse dichas cifras. Si, tal y como hemos descrito arriba, treinta y dos personas fueron quemadas en los procesos de Valladolid del año 1492, eso significaría (aceptando una media de cuarenta al año) que en el resto de España solo hubo probablemente ocho ejecuciones. En otras palabras, las cifras elevadas de ejecuciones para algunas ciudades, y en años concretos, no habría sido nunca un fenómeno constante y generalizado. Pero en la práctica, desde luego, hubo ciudades en las que la media de ejecuciones fue mucho más elevada, y mucho más constante. La clave es no considerar esas cifras elevadas como típicas, porque hubo áreas específicas —como Sevilla— donde la persecución fue muy virulenta simplemente porque había una elevada población conversa, mientras que en otras zonas del país no hubo ni una sola ejecución a lo largo de su historia. Las estadísticas también hay que ponerlas en su contexto general de incidencia de muertes violentas. En la España preindustrial el total de muertes acaecidas como resultado de la violencia cotidiana, los robos, el bandidaje, el asesinato y las ejecuciones judiciales, superan con mucho, y varias veces, la cifra de la violencia inquisitorial.
Desde otro punto de vista, toda la cuestión de las estadísticas puede ser un ejercicio engañoso, porque el principal objetivo debería ser estudiar el impacto de las ejecuciones en la población, más que si las cifras fueron altas o bajas. La mayoría de la población cristiana habría permanecido impasible e inmutable ante los castigos ejecutados contra un pequeñísimo número de miembros de una comunidad minoritaria. Por el contrario, en la comunidad minoritaria la persecución no podría pasar desapercibida, incluso aunque no hubiera ejecuciones. Por ejemplo, a lo largo de ese período apenas hubo ejecuciones en la ciudad mediterránea de Barcelona, pero los procedimientos de la Inquisición —tal y como aparece en algunos despachos procedentes de otras partes de España— aterrorizaron a muchos conversos y provocaron una emigración por pánico. Dado que los conversos ocupaban puestos significativos en la administración, desempeñaban profesiones liberales y se empleaban en el comercio, el decrecimiento de la población por culpa de la persecución y la emigración debió de tener un impacto considerable en ciertas zonas de España donde los conversos fueron numerosos. En Barcelona, según los consellers de 1485, los huidos «se han llevado a otros reinos todo el dinero y los bienes que en esta ciudad tenían[15]». En 1510 los pocos conversos que quedaban allí aseguraban que antaño habían constituido un floreciente grupo «de más de seiscientas familias, de las cuales doscientas eran de mercaderes», y que ahora solo llegaban a las cincuenta y siete familias, y que estaban al borde de la ruina[16]. Los conversos de España en ningún caso eran la flor y nata de la población, pero su ruina no podía dejar de preocupar a las autoridades civiles. Esto, en realidad, junto con la defensa de la independencia local, estuvo entre las causas de la oposición que la población cristiana (no conversos) mantuvo frente a la Inquisición en Teruel. La persecución de los conversos fue con mucho más perjudicial para la economía que la posterior y más espectacular expulsión de los judíos. Estos últimos, dado su estatus marginal, habían desempeñado un papel mucho menor en sectores clave de la vida pública y controlaban muchos menos recursos económicos.
Con la expulsión de muchos de los judíos de España en 1492 y la constante emigración de los conversos, la gente de origen judío disminuyó notablemente y poco a poco dejaron de ser víctimas de la Inquisición. El principal interés de la Inquisición durante las décadas siguientes varió hacia asuntos que estaban menos relacionados con la herejía, y dejaron de exigir la pena de muerte. En consecuencia, la búsqueda sensacionalista de estadísticas terribles se reduce al absurdo. Tomemos, por ejemplo, la imagen de la Inquisición como la gran perseguidora de la religión protestante. En buena parte de la literatura histórica, demasiado vasta para resumirla aquí ni siquiera brevemente, el tribunal español se presenta como el gran y terrible perseguidor de protestantes. ¿Cuáles son las estadísticas reales sobre la persecución inquisitorial contra los protestantes?
El primer auto de fe significativo contra personas acusadas de herejía protestante se celebró en Valladolid, el 21 de mayo de 1559, el domingo de la Santísima Trinidad, en presencia de la regente Juana y su corte. De los treinta acusados, catorce fueron quemados, incluido el llamado doctor Agustín Cazalla y su hermano y su hermana. Todos salvo uno murieron arrepentidos después de profesar su conversión. El siguiente auto de Valladolid se celebró el 8 de octubre en presencia del rey Felipe II, que ya había regresado a España y por el que se organizó aquella impresionante ceremonia. De los treinta acusados, veintiséis fueron considerados protestantes, y de esos, doce (incluidas cuatro monjas) fueron quemadas en la hoguera. Luego llegó el turno de Sevilla, donde la comprensión hacia las víctimas recientes y la hostilidad frente a las acciones de la Inquisición eran casi generalizadas. En 1559 un jesuita dejó escrito que «hay muchas murmuraciones [contra la Inquisición]»[17]. El primer gran auto de fe de Sevilla se celebró el domingo 24 de septiembre de 1559[18]. De los setenta y seis acusados presentes, diecinueve fueron quemados por luteranos, uno de ellos solo en efigie. Esta ceremonia fue seguida por el auto de fe celebrado el domingo 22 de diciembre de 1560. De un total de cincuenta y cuatro acusados en esta ocasión, catorce fueron quemados en persona y tres en efigie; en total, cuarenta de los acusados eran protestantes. Este auto de fe fue seguido por otro dos años después, el 26 de abril de 1562, y por otro el 28 de octubre del mismo año. En total, ese año de 1562 se vieron ochenta y ocho casos de acusados de protestantismo; de ellos, dieciocho fueron quemados en persona, entre ellos, el prior del monasterio de San Isidro de Sevilla, y cuatro de sus clérigos.
Con esas ejecuciones en la hoguera el recién nacido protestantismo quedó prácticamente extinguido en España. Tras la represión antiluterana de aquellos años, la Inquisición ya había llegado a su cénit. Desde la década de 1560 el judaísmo ya no fue un objetivo, y la Reforma ya no se podía contar como una amenaza. Los autos de fe fueron tocando a su fin. Y cuando se celebraban, eran más espectáculo y ceremonia, a la manera de los grandes autos de 1559, para maquillar la ausencia de penitentes[19].
La verdad sobre la persecución religiosa en Europa es que España no fue en ningún caso la más violenta. En perspectiva, la crisis protestante en España, a menudo presentada como un período de represión particularmente sangriento, parece casi humana y compasiva cuando se compara con la ferocidad de la persecución religiosa en otros países. Algunas cifras orientativas pueden ayudarnos a obtener cierta perspectiva. En España, entre 1559 y 1566 probablemente solo fueron condenados a muerte por la Inquisición poco más de un centenar de personas[20]. Las autoridades inglesas bajo la reina María en tres años habían ejecutado casi nueve veces más de los herejes que se ejecutaron en España en los años inmediatos a 1559, mientras que los franceses, bajo el cetro de Enrique II, ejecutaron al menos al doble. En los Países Bajos fueron ejecutados diez veces más. En esos tres países y a lo largo de los años siguientes murieron muchos más por razones religiosas. «Lo más sano es España», observó Felipe II con cierta justicia, cuando regresó al país en 1559.
Tal y como demuestran todos estos datos, la actividad de la Inquisición durante el período de la Reforma, comparada con la situación en cualquier parte de Europa por esos años, no fue de ningún modo excepcional. El tema puede considerarse desde distintas perspectivas, pero será útil recordar que, durante la gran época de cambios religiosos conocida como la Reforma, murió más gente, fue ejecutada o fue simplemente asesinada por razones de religión en Inglaterra o en los Países Bajos o en Alemania o en Francia que en España. No es cuestión de comparar la violencia que se ejerció en los diferentes países, sino de comprender que la persecución violenta puede existir en cualquier parte, aunque el instrumento para la violencia no se llame «Inquisición».
La pasión por las estadísticas también puede conducir a error. La autoridad de Llorente como experto en la Inquisición fue justamente aceptada por muchos especialistas, pero tuvo la desafortunada consecuencia de conferir credibilidad a sus estadísticas. Aunque últimamente las cifras de Llorente han sido refutadas, otros eruditos continúan sometidos al hechizo de lo que alguien demasiado optimista llamó «la elocuencia de las cifras[21]». La fascinación de las cifras como una fuente de respuestas animó a algunos investigadores a utilizar los documentos rescatados como una fuente para cuantificar el impacto de la Inquisición[22]. La idea, muy loable, era que la solidez de los números podría disipar muchos de los errores que la gente pudiera tener. El interés no radicaba solo en las estadísticas de las víctimas (cuántas personas habían muerto, por ejemplo) sino también en la frecuencia y carácter de los procesos, dando por hecho que la abundancia de persecuciones de un determinado delito podrían proporcionarnos ideas ajustadas sobre los asuntos que le interesaban a la Inquisición y cuál era el impacto en el pueblo. Los investigadores elaboraron largas tablas estadísticas, aparentemente exhaustivas, a las que se llegaba recopilando todas las persecuciones registradas en la documentación disponible. Desde luego el método nos ayudó a obtener una visión global de algunos aspectos de su historia, mediante la indicación, por ejemplo, de los períodos en los que los musulmanes no fueron perseguidos, o dándonos una idea general del número de personas sentenciadas por distintos delitos. Pero las estadísticas pronto se revelaron como un ejercicio ingenuamente erróneo y gravemente engañoso. Veamos por qué.
En primer lugar, y lo más importante, en las cifras que se publicaron con este método (Hennigsen y Contreras) había simplemente errores a la hora de contabilizar casos, y estos errores de contabilidad conseguían que fueran inaceptablemente elevados, en algunos casos con un error de entre el cincuenta y el cien por cien. El investigador en cuestión nunca ha admitido este error, pero los hechos son muy evidentes[23]. Un siglo y medio después de Llorente, los historiadores aún no han estudiado los documentos con el cuidado suficiente. Las estadísticas fueron un ingenuo intento de medir lo inconmensurable. El investigador simplemente fue sumando los casos juzgados sin ningún interés por evaluarlos: por ejemplo, a un caso complejo en el que estaban involucrados diez acusados se le concedería la misma importancia que a un caso sencillo con un solo reo. Procediendo de este modo a lo largo de cientos de folios de documentación original —alguna de ella notoriamente incompleta—, el investigador llegó a un análisis que parecía apetitoso para el lector en busca de conclusiones sólidas, pero que los especialistas pronto reconocieron como un estudio inaceptablemente espurio.
En segundo término, los casos de la Inquisición se resumieron y se clasificaron de un modo que resultaba tan arbitrario como poco fiable. En general, los casos fueron catalogados de acuerdo con los criterios utilizados por la propia Inquisición, más que por criterios basados en análisis críticos. Había importantes categorías de delitos que no aparecían en absoluto en los análisis, y se pasaron por alto importantes variables. Por ejemplo, si un caso se veía y juzgaba en Cataluña, el hecho de que el acusado no fuera catalán simplemente se ignoraba por parte del investigador, un error importante si tenemos en cuenta que los inquisidores de Cataluña se quejaban continuamente de que la región no tenía herejes locales y que por eso se dedicaban a apresar a los residentes franceses. Del mismo modo, un caso complejo en el que se vieran múltiples acusaciones de brujería, sodomía y herejía, podía clasificarse solo bajo el epígrafe de brujería, y contabilizarse como un único caso. El uso de las cifras, en definitiva, resulta muy útil en cierta medida, pero era mucho menos útil cuando se utiliza como fundamento para una valoración precisa. La debilidad más lamentable del procedimiento estadístico se hizo evidente más adelante, cuando otros investigadores descubrieron que las cifras publicadas eran simple y absolutamente incompletas. A pesar de esto, las estadísticas defectuosas siguen citándose en estudios que consideran mejor tener cifras malas que no tener nada.
Finalmente, aunque las estadísticas resultaban útiles al proporcionar cierto tipo de información, resultaban confusas cuando se manejaban fuera de contexto. A modo de comparación, el mismo problema surge cuando se nos ofrece información estadística por parte de las autoridades policiales o por las agencias gubernamentales. El descenso de las cifras del crimen el año pasado, dice la policía en ocasiones, muestran que tenemos controlada la delincuencia. El descenso de las cifras de la pobreza, puede decir una agencia gubernamental, demuestra que hemos controlado el problema. Con demasiada frecuencia las cifras son engañosas y falsas. La misma crítica puede aplicarse a los intentos de analizar la Inquisición a la luz de estadísticas aparentemente seguras.
¿Esas cifras —tal y como alguien ha cuestionado— son un índice de la «actividad inquisitorial»? La pregunta sugiere que los inquisidores estuvieron persiguiendo activamente determinados pecados-delitos. La realidad, como aquellos que han visto los documentos sabrán, es que en la mayoría de los casos probablemente los inquisidores no perseguían nada activamente, sino que simplemente actuaban sobre una información que se les trasladaba. Si no se denunciaban delitos ante el tribunal, como ocurría con harta frecuencia, su «actividad» se reducía a cero. El delito podía tener una gran incidencia en una determinada región, pero si no se denunciaba, los inquisidores no podían hacer nada. En este sentido, los registros documentales fallan estrepitosamente a la hora de decirnos la verdad, y las estadísticas basadas en dichos registros son tan ficticias como engañosas. Con muchísima frecuencia los inquisidores no iniciaban los procesos; más bien dependían de la actuación de algunos miembros del pueblo que llegaban a ellos contándoles chismes y rumores. Esto es absolutamente lo contrario a como actúan las fuerzas policiales en nuestros días.
Veamos este asunto en otro contexto, que es igualmente importante y de particular interés para los investigadores de la historia judía. Si se denunciaba un delito, ¿significaba que realmente existía? O, para adoptar un paralelismo moderno, si tres personas denuncian a alguien por ser un «camello», ¿esa persona es un «camello»? Las estadísticas basadas en los registros suponen que los delitos investigados por la Inquisición eran reales. Pero… ¿y si no lo eran? Esta es una consideración que ha preocupado a algunos historiadores que estudian la historia de los conversos en el siglo XV español. Porque haya registros de denuncias de conversos, ¿debemos concluir que los acusados eran realmente culpables de practicar secretamente el judaísmo?
Muchos acusados sin duda tenían tendencias proclives al judaísmo, pues habían vivido en un entorno de ambivalencia cristiana y judía. Pero en muy raras ocasiones la Inquisición consiguió identificar a conversos que tuvieran creencias y prácticas firmemente judaicas. La mayoría de los denunciados parecían haber sido arrastrados ante el tribunal con el único aval de los chismorreos de los vecinos, envidias personales, prejuicios étnicos o simples rumores. De acuerdo con un cronista judío, hubo conversos que testificaron contra conversos que les debían dinero. Los documentos procesales están llenos del tipo de pruebas que cualquier tribunal normal habría desestimado. Algunas de las prácticas denunciadas a los inquisidores, es más, de ningún modo implicaban judaísmo. ¿Eran solo los judíos los que giraban la cabeza hacia la pared cuando morían[24]? La Inquisición no tenía ningún problema en aceptar como fiable el testimonio de testigos que no conocieran en absoluto la vida religiosa real de un acusado, pero que pudieran testificar que veinte o treinta años le habían visto cambiar las sábanas en viernes o inclinar la cabeza como si estuviera rezando al estilo judío.
Sancho de Ciudad, un ciudadano notable de Ciudad Real, fue acusado de practicar el judaísmo sobre la base de ciertos acontecimientos que, según alegaron los testigos, habían ocurrido diez, veinte y casi treinta años atrás[25]. Juan de Chinchilla, sastre de Ciudad Real, cometió el error en 1483 de confesar prácticas judaicas después de que expirara el edicto de gracia. Todos los que trabajaban con él testificaron que aparentemente era un católico practicante. Los únicos testigos que declararon contra él hablaron de cosas que aseguraban haber visto dieciséis o veinte años atrás. Con esas pruebas fue llevado a la hoguera[26]. En Soria, en 1490, los inquisidores aceptaron el testimonio de un testigo que había visto cómo cierto funcionario recitaba oraciones judías «ha veynte años», y el de otro que había visto ciertos objetos sospechosos en una casa «ha más de treynta años». De hecho, en muy raras ocasiones los testigos podían asegurar que habían visto pruebas evidentes de prácticas judaicas en el transcurso del mes anterior o incluso a lo largo del año anterior. En la mayoría de los casos, a finales del siglo XV, la persecución se fundamentaba en las confesiones voluntarias o en testimonios fragmentarios de maledicencias recopilados a partir de lejanísimos recuerdos.
Cuando María González fue llevada ante los inquisidores de Ciudad Real en 1511, la única prueba sólida contra ella fue su propia confesión durante un edicto de gracia en 1483, casi treinta años antes. «Después acá», dijo su abogado defensor, y no hubo pruebas de lo contrario, «ha bivido como cathólica». En todo caso, su marido había sido quemado como hereje por aquel entonces, y a lo largo de los años siguientes la mujer no dejó de proclamar que «con falsos testigos lo quemaron» y que «se subió al Cielo como un martyr[27]». Con estas débiles pruebas también ella fue enviada a la hoguera. Cuando Juan González Pintado, un antiguo secretario del rey y luego concejal de Ciudad Real fue juzgado por la Inquisición en Ciudad Real, en 1484, por judaizante, el único testimonio detallado contra él databa de treinta y cinco años antes[28]. Por el contrario, muchos testigos aseguraron que en aquel momento era un cristiano modélico. En semejantes casos, los motivos de la persecución pueden sospecharse. De hecho, González había estado implicado en una rebelión veinte años antes[29] y los ecos de aquel acontecimiento pudieron haberle perjudicado en su caso posteriormente.
Y puesto que la idea de que los conversos eran judíos disfrazados iba a ser la prueba principal esgrimida por la Inquisición durante la década de 1480, puede sospecharse cuáles serían los veredictos. En los juicios se pueden encontrar muy pocas pruebas convincentes de creencias o prácticas judaizantes entre los conversos. No hay necesidad de cuestionar la sinceridad de los inquisidores, o imaginar que fabricaron pruebas falsas maliciosamente. Es verdad que, al principio por lo menos, no eran magistrados experimentados, ni tenían una idea muy clara de las prácticas religiosas judías. Pero en sí mismos eran instrumentos de un sistema judicial en el que se daba validez, sin cuestionarlos, a los prejuicios y las presiones sociales, expresados a través de testimonios orales sin pruebas. Los convictos judaizantes se podían dividir en tres categorías. La primera era la de aquellos condenados con las pruebas de miembros de la misma familia. Cuando esto ocurría, los cargos habitualmente parecen plausibles, aunque las querellas personales obviamente estaban presentes. En segundo lugar, estaban los condenados en ausencia. En estos casos la presunción de culpabilidad era automática, se daba una ausencia total de defensa, y se confiscaban todas las propiedades del acusado, de modo que con frecuencia se desestimaba cualquier prueba en contrario que se presentara. En tercer término estaban los condenados por las habladurías y rumores de los vecinos, con frecuencia maliciosos, la mayoría de los cuales tenían que remontarse entre diez y quince años atrás con el fin de encontrar pruebas incriminatorias. El conflicto inevitable entre varios testimonios puede observarse en el juicio de Catalina de Zamora, en Ciudad Real, en 1484. Fue acusada por un cierto número de testigos de ser una judía convicta y practicante, y absolutamente enemiga de la Inquisición (lo cual resultaba evidente). Otro grupo de testigos también bastante convincente juró que Catalina era una buena católica, y que los testigos de la acusación eran «mugeres livianas e de poco saber e entender[30]». Los inquisidores desestimaron los cargos, pero impusieron un castigo a la mujer por haber blasfemado contra la Virgen.
En resumen, los documentos judiciales no dejan lugar a dudas de que algunos conversos estaban inmersos en las prácticas y cultura judías (como el converso de Soria, que en torno a 1440 insistió en ir a la sinagoga y rezar junto a los judíos, hasta que un día se hartaron de él y lo arrojaron a la calle a pesar de sus gritos y protestas). Pero no hay pruebas sistemáticas de que los conversos, como grupo, fueran judíos disfrazados. Ni es posible esbozar sobre tan débiles pruebas una imagen de los conversos cuya principal característica fuera la práctica secreta del judaísmo.
Incluso en nuestra época, con su casi absoluta alfabetización y su asombrosa tecnología, el registro de los datos es todavía un tanto azaroso y desordenado. En el siglo XVI, con casi un analfabetismo universal, una burocracia inexistente y una completa ausencia de dominio matemático, el registro de los datos públicos era completamente arbitrario y nada fiable. Más propiamente, los casos vistos en juicio solo reflejan la respuesta de la Inquisición a los casos que algunos ciudadanos le presentaron. Muchísimos pecados o delitos ni se detectaban ni se informaba sobre ellos ni se actuaba contra ellos; y, por otra parte, los inquisidores actuaban en muchas áreas que no se registraban en los documentos judiciales. Veamos un solo caso. Durante dos siglos, el período de actividad inquisitorial más intensa en la región de Cataluña, esto es, en los siglos XVI y XVII, solo un libro impreso provocó la intervención del tribunal, al parecer. Esta estadística —solo un libro investigado a lo largo de dos siglos—, demuestra bien a las claras la debilidad de intentar confiar en los papeles de la Inquisición para ofrecer una panorámica general de sus actividades, y claramente proporciona una imagen completamente errónea del verdadero papel que desempeñó el tribunal a lo largo de los siglos.
Las especiosas estadísticas sobre la actividad de la Inquisición son solo parte de una tendencia común que ha tendido a culpar al tribunal de todos los males de la sociedad y del mundo. Cuando no se disponía de estadísticas, o cuando no se podían «cocinar», los autores utilizaban otros métodos para falsificar el registro. Elaboraron —con una mera suposición por fundamento— la imagen de una institución que solo existía en sus mentes, y para la cual no era necesario contar con ninguna estadística en absoluto. En España, la formulación de esta imagen ficticia fue una práctica común que se remonta a principios del siglo XIX, cuando los diputados liberales de las Cortes de Cádiz iniciaron un debate nacional sobre la Inquisición. Solo necesitamos leer los discursos de los diputados a Cortes para darnos cuenta de que no tenían ni la más remota idea de la historia de la Inquisición, y se entregaban a la demagogia más que a las pruebas históricas. La contribución liberal a la imagen de la Inquisición, a pesar de la constructiva investigación de Llorente, fue fortalecer aún más la idea de que el tribunal había sido un enemigo de la especie humana. Podemos hacernos una idea de la opinión generalizada entre los españoles ilustrados y progresistas de aquel tiempo consultando la conferencia pionera de José Amador de los Ríos en 1848, Estudios históricos sobre los judíos. Aquí se afirmaba que el tribunal, con el aval de Felipe II, había ido extendiendo cada vez más «su terrible imperio». Y añadía:
Se habían hasta entonces castigado las manifestaciones peligrosas, se habían perseguido los crímenes de sacrilegio y de fe con la mayor severidad y empeño. La Inquisición aspiró, al verse triunfante, al dominio de las conciencias: quiso tener la llave del entendimiento humano, y lanzó sus anatemas contra los que no doblaban la cerviz a sus proyectos, abriendo sus calabozos para cuantos osaban siquiera dudar de la legitimidad de su derecho. Así, en aquel siglo venturoso para el nombre español, mientras volaban las banderas castellanas de uno a otro confín de Europa; mientras las artes y las letras eran cultivadas por los más felices ingenios, emulando las glorias de Italia; apenas hubo un hombre ilustrado que no se viera hundido en las cárceles del Santo Oficio, que no fuese víctima de la envidia y de la ojeriza de los inquisidores[31].
En ningún momento de su relato se detiene Amador de los Ríos a mencionar que las dichas «banderas castellanas», de las cuales se gloriaba, eran responsables de la muerte de mil veces más seres humanos que la Inquisición de la que estaba escribiendo. Ni tampoco intenta dar el nombre de los «hombres ilustrados» que fueron a prisión, o explicar la «envidia» de los inquisidores. La misma indiferencia hacia las estadísticas puede encontrarse en los escritos de aquellos que creen firmemente que la Inquisición destruyó la libertad de pensamiento mediante la prohibición de libros heréticos. Puesto que no hay ni la más mínima prueba de que la Inquisición aplastara la publicación o la lectura de obras eruditas, el método ha sido formular quejas lastimeras en vez de presentar hechos.
En la guerra de estadísticas y falsas estadísticas, también conviene recordar que las cifras nunca se sostienen por sí solas, pues necesitan explicarse en su contexto. Los que están deseando condenar a la Inquisición a partir de las cifras son los primeros en evitar o suprimir el contexto, puesto que no contribuye a sus propósitos. Si pueden demostrar que la Inquisición ejecutó a treinta personas cierto año, eso aparecerá como un dato terrible, pero ¿por qué no añaden también que otros tribunales civiles de España durante esos mismos meses probablemente ejecutaron a trescientas, o que los ejércitos de España ese mismo año fueron responsables de la muerte de tres mil? El mismo uso abusivo de las estadísticas puede observarse entre los que pretenden defender a la Inquisición. Estos pueden aducir la sorprendente estadística de que la Inquisición probablemente ejecutó solo a cuatro personas de media al año durante toda su historia, pero ¿por qué no admiten también que en los años en los que ejecutaba a cuarenta personas su impacto en la tranquilidad de las pequeñas comunidades que sufrieron su severidad fue simplemente letal?