XXII

Primero jugaron los chicos del pueblo que Will había invitado. El césped había sido cortado y las porterías remendadas, y los muchachos jugaron con ahínco, hasta que, de pronto, Heinrich dijo:

—No quiero jugar más.

Dejó bruscamente el partido y fue a sentarse junto a Albert, que en la terraza bebía cerveza y leía los periódicos; pero pronto se marchó también de allí, fue a dar la vuelta a la casa y se dirigió al cobertizo; allí se sentó sobre el pilón junto al cual Will había dejado abandonada su hacha.

Estaba solo. Will se había marchado al pueblo a confesarse, Albert leía los periódicos y eso podía durar muchas horas. Wilma estaba dentro de la casa con la madre de Albert, que hacía pasteles recitando en voz baja viejos refranes: «quien quiera hacer buenas tortas, debe tomar siete cosas», la madre de Albert lo decía lentamente para que Wilma lo repitiera, pero lo único que ésta llegaba a pronunciar era «dulce» y «hueo»; y la madre de Albert se reía. Hasta él llegaba un aroma tibio y dulzón, como el del obrador del pastelero, y en el alféizar había ya una tabla llena de pastas doradas puestas a enfriar.

Entonces, Heinrich oyó que Martin decía a su vez:

—Ya no juego más.

Los chicos del pueblo jugaron unos minutos solos, pero luego se marcharon y Heinrich oyó cómo Albert empezaba a enseñar a jugar a ping-pong a Martin. Fijaron la red, separaron la mesa de la pared y Albert dijo:

—Mira: hay que hacer así.

Y el tintineo regular de las pelotas se mezcló al refrán que recitaba la madre de Albert:

—Huevos y manteca, harina y sal...

Y Wilma gritaba «dulce» y «hueo» y la anciana se reía.

—Huevos y manteca, harina y sal...

Todo era maravilloso: el alegre tintineo de las pelotas de ping-pong, la voz gozosa de Wilma, la bondad que se adivinaba en la voz de la madre de Albert. Will era buenísimo, Albert lo era también. Bondad y maravilla y calidez que se reflejaban en el refrán: «El pastel será amarillo si le pones azafrán.» Azafrán era una palabra buena, sabía bien, olía bien; pero todo aquello era cosas de criaturas. A él no le podían engañar: había algo que no pegaba. Heinrich sabía que el pastelero no era tan bueno como había parecido de momento. Cuando su madre le dijo que irían a vivir a casa del pastelero, a él le pareció maravilloso, pero ahora sabía que no era maravilloso. El pastelero era como los maestros bondadosos, que en los momentos decisivos se vuelven malos, más malos que los demás. Claro que el pastelero no era tan malo como Leo, y una cosa era segura: que tendrían más dinero; que no tendrían que pagar alquiler.

Mentalmente, Heinrich puso al lado del encendedor de Erich, del reloj de pulsera de Gert y de la funda de lona de Karl, la lima de las uñas de Leo que había ido a parar a la cesta de la costura de su madre — y a los olores de Erich, de Gert y de Karl se sumó un cuarto olor: el de Leo: olor a jabón de afeitar y a cera del entarimado.

De la cocina le llegaron nuevas risas y un nuevo refrán: «Éste es el padre, ésta es la madre...» Estaban amasando una masa dulce y amarilla, y hasta él llegaban refranes como amables conjuros: «éste hace las sopas, éste se las come todas...» y Wilma reía feliz.

Llegó Will, echó una mirada por la esquina y se dirigió luego hacia donde estaba sentado Albert. Heinrich oyó que hablaban de él. Will dijo:

¿Qué le pasa al chico?

Y Albert le contestó en voz baja, pero no lo bastante baja para que él no lo oyera:

—Déjale.

—¿Qué podríamos hacer para ayudarle? —preguntó Will.

—Ya veremos —dijo Albert—, pero de momento déjale. Hay cosas en las que no cabe ayuda.

Doblaban las campanas del pueblo, sonoridad cálida y profunda, y Heinrich comprendió por qué los chicos habían dejado de jugar al fútbol. Se celebraba un oficio solemne y todos hacían de monaguillos.

Will le dijo a Martin:

—Qué, ¿te vienes conmigo?

—Sí —contestó Martin.

Inmediatamente cesó el tintineo agudo de las pelotas y Will volvió a hablar de él con Albert, y éste dijo:

—Déjale ahora, déjale. Yo me quedo aquí.

El tañido de las campanas era grave y apacible. Dentro, Wilma daba gritos de júbilo porque le hacían comer un huevo medio duro. Todo era magnífico, todo era liso y redondo, todo estaba al alcance de la mano, pero no era para él. Había algo que no era verdad. Incluso los olores eran buenos: olor a madera, a pasteles recién salidos del horno, a masa fresca, pero aquellos olores tampoco eran verdaderos.

Heinrich se levantó, se apoyó a la pared del cobertizo y pudo ver la sala del parador a través de la ventana abierta. Había gente que bebía cerveza y comía lonjas de jamón, y la joven camarera iba del comedor a la cocina, cortaba pan, ponía jamón en los platos y metió un pedacito en la boca de Wilma. Ésta frunció el entrecejo con aire circunspecto, y era divertido ver cómo su boquita hacía una mueca de inspección, luego se le distendía el rostro en señal de aprobación y se llenaba finalmente de contento, al tiempo que masticaba el trozo de jamón y se lo tragaba. Era verdaderamente divertido: la madre de Albert se reía a carcajadas, la camarera también, y el propio Heinrich también tuvo que sonreír porque Wilma era tan graciosa, pero sonrió cansado, y comprendió en aquel momento que sonreía cansado como sonríen las personas mayores que tienen preocupaciones y que a pesar de ellas se ven obligadas a sonreír.

En aquel momento llegaba el taxi, y Heinrich se asustó porque tuvo la impresión de que algo había sucedido o iba a suceder: la abuela de Martin se apeó del taxi seguida de la madre de Martin; y la abuela que, con el cigarrillo en la boca, corría hacia la casa, gritaba al chófer:

—Espere usted, buen hombre.

Y con el rostro encendido por la ira gritó:

—¡Albert! ¡Albert!

Los huéspedes se asomaron a la ventana, la camarera y la madre de Albert salieron también a la ventana de la cocina, y Albert llegó corriendo, con el periódico en la mano. Luego lo dobló con calma y se dirigió hacia la abuela con el ceño fruncido, y mientras, la madre de Martin se apartaba del grupo y se iba a charlar con la madre de Albert como si todo aquello no le incumbiera.

—¿No estás dispuesto a hacer nada? —dijo la abuela con voz estentórea, sacudiendo furiosa la ceniza de su cigarrillo—. Pues yo sí que voy allá —dijo gritando—, y le mataré. ¿Vienes o te quedas?

—Como quieras —contestó Albert—. Si te hace tanta ilusión...

—Ya os lo podéis figurar —dijo la abuela—. Anda, sube.

—Como quieras —dijo Albert y dejó el periódico en el alféizar de la ventana, subió al coche y, desde dentro, ayudó a subir a la abuela.

—¿Tú te quedas? —dijo la abuela.

Y la madre de Martin contestó:

—Sí, esperaré a que volváis. Traedme la maleta.

Pero el taxi ya había arrancado en dirección al pueblo. Las campanas habían cesado de doblar y la madre de Albert dijo a Nella:

—Entre usted.

Nella inclinó la cabeza y dijo:

—Déme la niña por la ventana.

Heinrich se sorprendió al ver que la madre de Martin tomaba a su hermana de la mano y, sonriendo, se iba con ella detrás de la casa.

Oyó que Wilma se reía, oyó el tintineo de las pelotas y todo le pareció magnífico y bueno, pero sabía que no era para él.

Los huéspedes cantaban en el comedor: «Bosques de Alemania, bosques de Alemania, no hay en el mundo nada parecido.» La camarera servía vasos de cerveza, la madre de Albert estaba en la cocina, removía las patatas y abría la lata de salchichas. Wilma se reía, la madre de Martin se reía, y Heinrich se quedó sorprendido cuando, de pronto, también le pareció que ella era buena. Todo y todos eran buenos, pero él sabía que aquella tarde, su madre se unía con el pastelero. El cambio de Leo al pastelero era ventajoso, pero la cosa era igualmente terrible.

Llegó el coche de línea amarillo y de él se apeó Glum, que ayudó a bajar a Bolda. Bolda se precipitó hacia la ventana de la cocina gritando:

—Mientras no ocurra nada...

La madre de Albert sonrió y dijo:

—¿Qué ha de pasar?... Pero ¿dónde pensáis dormir tanta gente?

—Yo no podía más —dijo Bolda—. Ya me contentaré con el viejo sofá.

Y Glum dijo poco a poco, como si se tragara las palabras:

—Suelo... Paja.

Y, acompañado de Bolda, se fue a la iglesia a buscar a Will y a Martin.

«Bosques de Alemania, bosques de Alemania, no hay en el mundo nada parecido» cantaban los huéspedes, y la madre de Albert iba pescando salchichas de color de rosa en la lata.

Desde la terraza, la madre de Martin gritó:

- No te acerques demasiado.

Y Heinrich se asustó cuando, a poco, la oyó reírse. Su risa tema una extraña y tremenda sonoridad, y Heinrich corrió hacia la parte de detrás de la casa y vio que Wilma se había escapado hacia el estanque de los patos, pero que ahora volvía. La madre de Martin le llamó, le tomó de la mano y le dijo:

—¿Sabes jugar al ping-pong?

—No muy bien —contestó él—; sólo lo he intentado un par de veces.

—Ven, que te enseñe. ¿Quieres?

—Sí —contestó Heinrich a pesar de que no le apetecía.

Nella se levantó, separó la mesa de la pared, fijó la red y recogió las raquetas del suelo.

—Ven —dijo—: verás.

Y le enseñó cómo hay que sacar; tiró la pelota horizontalmente por encima de la red, sin demasiada fuerza, de manera que él pudiera devolverla fácilmente.

Wilma se arrastraba por el suelo, iba de un lado a otro, gritaba de contenta viendo volar la pelota y la recogía cada vez que caía al suelo, pero en vez de entregarla a su hermano, la daba siempre a la madre de Martin.

Heinrich no podía dejar de pensar ni un momento en que su madre se estaba uniendo con el pastelero, y aquello se le antojaba peor, todavía más inmoral que la unión con Leo.

Las campanas volvían a tocar a fiesta, y Heinrich sabía que en aquel momento daban la bendición con el Santísimo. La iglesia se llenaba de olor de incienso, los feligreses entonaban el Tantum ergo, y Heinrich sintió no estar allí, sentado en la oscuridad, entre el confesonario y la puerta.

Pronto descubrió que había que tirar las pelotas con un golpe seco y hacerlas pasar rasas sobre la red, y la madre de Martin se echó a reír cuando, un par de veces seguidas, le vio colocar la pelota de manera que ella no la pudo parar; y empezó a jugar en serio y a contar los puntos, y su expresión se hizo más intencionada.

Era difícil atender a las pelotas, devolverlas debidamente y al mismo tiempo pensar en lo otro: en su padre, en sus tíos y en el pastelero con el cual se unía su madre. La madre de Martin era bonita, era alta y rubia, y a Heinrich le gustaba, ahora que podía observarla cómo, durante el juego, se volvía de pronto hacia Wilma, le sonreía, y Wilma se ponía contenta al verla sonreír. Aquella sonrisa era preciosa como el olor de la masa, como el tañido de las campanas, y no costaba nada, como no costaba nada el tañido de las campanas — y, no obstante, no eran para él. Le vinieron a la memoria los olores de Leo: jabón de afeitar, encáustico..., y la lima de las uñas de Leo seguiría en la cesta de costura de mamá.

Heinrich jugaba con afición y ardor, devolvía las pelotas con tanta fuerza y tan rasas como podía, las hacía pasar la red, y a la madre de Martin se le subieron los colores a la cara, de pura tensión.

—¡Hijo mío, jugando contigo, no hay que distraerse! —dijo.

Tuvieron que interrumpir el juego porque los demás volvían de la iglesia. Martin abrazó a su madre, Glum arregló las mesas. Bolda compareció con un gran mantel verde y un montón de platos. La mantequilla brillaba húmeda y fresca en la mantequera, y Will dijo:

—Trae la compota de ciruelas: a los niños les gusta mucho.

Y la madre de Albert contestó:

—Sí, ya la traigo; a ti te gusta tanto como a los niños.

Y Will se ruborizó, Glum le palmoteo la espalda y en un difícil gorjeo logró decir:

—Camarada.

Y todos se echaron a reír. A Wilma le permitieron quedarse levantada y, durante la comida, cada uno quería que se quedara a dormir en su casa. Todos decían: «Conmigo», salvo la madre de Martin; pero cuando preguntaron a la propia niña: «¿Con quién quieres dormir?», ella corrió hacia Heinrich y éste se puso encarnado de alegría.

Habían llegado otros huéspedes, que llamaron a la camarera, y Bolda retiro su silla, recogió los platos sucios y dijo:

—Voy a ayudarlos.

Glum se fue al establo, para llenarse un saco de paja, Will andaba sudando por la casa buscando mantas.

Heinrich y Martin subieron juntos al cuartito donde debían compartir una cama grande; Wilma iba a dormir entre los dos.

Había anochecido ya; abajo, en la cocina, Bolda y la camarera reían lavando los platos, y la madre de Albert charlaba con los huéspedes. Unas pipas encendidas indicaban que Glum y Will se habían sentado en el poyo junto a la puerta del establo.

Sólo la madre de Martin seguía sentada en la terraza, fumando y contemplando la oscuridad.

—Daos prisa —les dijo—, desnudaos y acostaos ya.

Hasta ahora no se le ocurrió a Martin preguntar por tío Albert, y gritó por la ventana abierta:

—¿Dónde está tío Albert?

—En seguida volverá, ha tenido que ir con la abuela.

—¿A donde?

—Al castillo.

—¿Qué tiene que hacer allí?

La madre tardó un instante en contestar, pero luego le dijo:

Gäseler está allí... Albert tiene que hablar con él—. Martin no hizo ningún comentario; se quedó asomado a la ventana y oyó que Heinrich subía a la cama y apagaba la luz.

¿Gäseler? —preguntó en la oscuridad— así, ¿vive aún?

Pero su madre no contestó, y Martin se quedó extrañado de no sentir deseos de volver a preguntar por Gäseler. Jamás había hablado con Heinrich acerca de la muerte de su padre, precisamente porque las circunstancias le parecían tan poco claras; la historia de Gäseler le parecía tan confusa y dudosa como toda la demás ciencia de la abuela. Una palabra, un hombre que le habían inculcado con demasiada fuerza, con demasiada frecuencia, para que todavía pudiera asustarle. Mucho peor e inmediato, mucho más concreto era lo otro, aquello que había sucedido allí donde crecían las setas: allí habían asesinado al hombre que había pintado el retrato de su padre. A éste y a tío Albert los habían azotado y martirizado los nazis, lejanos y oscuros y quizá no tan terribles, pero el lugar era real; pupitres en los que crecían teclas enfermizas, sótanos pestilentes y el rostro de Albert y la certidumbre de que no mentía. En cambio, Albert sólo había hablado raras veces de Gäseler.

Martin se retiró de la ventana, subió con cuidado a la cama y notó el aliento de Wilma sobre su hombro. Sin levantar la voz dijo:

—¿Duermes?

Y Heinrich contestó en voz baja pero clara:

—No.

Abajo cantaban los huéspedes: «En la cabaña, en la linde del bosque, allí donde al atardecer mi corazón emprende el vuelo, allí, en la cabaña en la linde del bosque, allí nací yo.»

Luego oyó que se paraba un coche delante de la puerta y que Albert gritaba fuerte y apurado:

—Nella, Nella.

Y su madre se levantó tan rápidamente de la silla que ésta se cayó hacia atrás. Bolda, que estaba en la cocina, también enmudeció, y la madre de Albert pidió a los huéspedes que cesaran de cantar y éstos la obedecieron y, de pronto, reinó un gran silencio en la casa. Heinrich murmuró:

—Algo debe haber ocurrido.

En la escalera se oía llorar, y Martin se levantó, abrió la puerta y echó una mirada en el estrecho pasillo.

Sostenida por Albert y Bolda, subía la abuela, y Martin se asustó al verla tan vieja; era la primera vez que la veía vieja y todavía no la había visto nunca llorar. Apoyada en el hombro de Albert, ya no tenía la tez rosada, sino gris y gemía:

—Una inyección, necesito una inyección.

Y Albert le contestó:

—Sí, Nella está hablando ya con el doctor.

—Sí, eso me irá bien: una inyección.

Detrás de Bolda, apareció el rostro atemorizado de Will. Glum empujaba para pasar delante, para ir a remplazar a Bolda y sostener a la abuela; la llevaron al gran dormitorio situado al final del pasillo. Martin vio que su madre subía precipitadamente la escalera exclamando:

—Hurweber viene en seguida, he hablado con él y dice que viene en seguida.

—¿Oyes? —dijo Albert—. Dice que viene inmediatamente.

Pero la puerta se había cerrado y el pasillo quedó desierto. Martin se quedó mirando la gran puerta parda, tras la cual reinaba también un silencio absoluto.

El primero que salió fue Glum, luego le siguió Will y mamá salió con Albert; sólo Bolda permaneció en la habitación y Heinrich murmuró desde la cama:

—Anda ven, vas a enfriarte.

Martin cerró la puerta sin hacer ruido y se deslizó a oscuras hasta la cama. Los huéspedes volvieron a cantar en voz baja: «En la cabaña, en la linde del bosque...» Albert y mamá se habían sentado en la terraza, pero hablaban tan bajito que Martin no podía entender lo que decían. Sentía que Heinrich también estaba despierto y le hubiera gustado charlar con él, pero no encontraba la manera de empezar.

Los huéspedes dejaron de cantar, y Martin oyó correr las sillas, oyó que se reían al pagar a la camarera y preguntó en voz baja a Heinrich:

—¿Quieres que deje la ventana abierta?

—Sí, déjala abierta si no tienes demasiado frío.

—No, yo no tengo frío.

—Pues deja abierto.

El silencio de Heinrich le traía a la memoria todo lo que había sucedido: el traslado, lo que la madre de Heinrich había dicho al pastelero: «No, no creas que me deje...»

Y de pronto, supo en qué estaba pensando Brielach y por qué había dejado de jugar. A lo mejor la madre de Brielach decía ahora: «Sí, ya puedes...»

Sólo pensarlo le pareció espantoso. Martin estaba muy triste y hubiera querido llorar, pero retuvo las lágrimas, a pesar de que estaban a oscuras. Todo era inmoral; y el hecho de que la abuela pidiera una inyección sin hacer la comedia de sangre en la orina le llenaba de espanto; antes, había representado aquella comedia de sangre en la orina por lo menos una vez cada tres meses, pero ahora exigía que le pusieran una inyección cada cuatro días. Se había vuelto vieja, y había llorado: dos cosas nuevas para él y que le asustaban; pero lo peor era que pidiera cada cuatro días aquella nada incolora, sin hacer ninguna comedia. Se había suprimido algo del juego; Martin no sabía aún en qué consistía, pero sí sabía que se había suprimido algo y que ello estaba en relación con Gäseler.

—¿Duermes? —volvió a preguntar a Heinrich y éste contestó:

—No.

A Martin le pareció que aquel «no» era algo seco y tajante y creyó comprender qué era lo que ponía de mal humor a su amigo: era el cambio de la inmoralidad. Leo era Leo y la inmoralidad con él, por lo menos, era una cosa ya establecida. El hecho de que la madre de Heinrich pudiera pasar tan rápidamente a manos del pastelero le parecía tan espantoso como que la abuela pidiera una inyección sin sangre en la orina.

No, no —dijo de pronto Albert, en la terraza—. No; mejor será que renunciemos a casarnos.

Entonces habló mamá, pero ésta habló en voz baja. Se les acercó Bolda y luego Glum y Will; la voz de Albert se hizo sentir y dijo:

—Sí, le quiso pegar y apartaba a todos los que intentaban impedírselo. Dio un par de bofetones a Schurbigel y un puñetazo en el pecho al padre Willibrord —al llegar a este punto, Albert se echó a reír, pero su risa sonaba a falsa— y ¡qué remedio me quedó sino ponerme de su parte y liarme a golpes! En todo caso, me reconoció.

—¿Quién? ¿Gäseler? —preguntó mamá.

—Sí, me reconoció, y estoy seguro de que no nos molestará más. No hubiéramos podido hacerles frente.

—Claro —dijo Glum con calma y solemnidad.

Mamá se echó a reír, pero su risa también sonaba a falsa.

Todos los de abajo se quedaron silenciosos, hasta que Martin oyó el zumbar pacífico de un motor y, de momento, creyó que era el coche del médico, pero el ruido venía del jardín y del cielo. Era el zumbido regular de un avión que atravesaba lentamente la noche, Martin no pudo contener una exclamación de sorpresa cuando el avión apareció en el hueco oscuro de la ventana: detrás de las luces de posición arrastraba una cola fosforescente que permitía leer claramente en el cielo: No pierdas tiempo haciendo confituras —el letrero se escurrió más rápidamente de lo que él esperaba por el marco de la ventana, pero apareció otro avión, arrastrando su cola luminosa sobre el oscuro cielo: Holstege las hace por ti.

Mira —dijo excitado dirigiéndose a Heinrich—, es un anuncio de la fábrica de la abuelita.

Pero Heinrich, a pesar de que estaba despierto, no contestó.

Abajo, en la terraza, la madre lloraba sin contenerse y Albert rezongaba indignado:

—Cochinos, indecentes...

Los aviones pasaron zumbando en dirección al castillo de Brernich. Se restableció el silencio y Martin sólo oía los sollozos de su madre y, de vez en cuando, el tintineo de un vaso, y sentía miedo porque Heinrich callaba, a pesar de que estaba despierto. Le oyó respirar precipitadamente como alguien que está excitado. Wilma, en cambio, respiraba rítmicamente.

Martin intentó pensar en Hoppalong Cassidy, en el pato Donald, pero le pareció una tontería. Pensó en Si quieres acordarte de los pecados. Señor, y se le ocurrió la terrible pregunta que encabezaba el catecismo: ¿A qué hemos venido a la tierra? Y automáticamente pensó: Para servir, amar y ganar el cielo, estas palabras no alcanzaban a expresarlo todo. La respuesta no le parecía a la altura de la pregunta y, por primera vez, sintió la duda y tuvo la impresión de que había superado algo; no sabía exactamente qué era ese algo, pero algo había sido superado. Hubiera querido llorar, sollozar como su madre, abajo en la terraza; pero no lo hizo, porque Brielach todavía estaba despierto y porque creía saber en qué pensaba su amigo: en su madre, en el pastelero, en aquella palabra que su madre había dicho al pastelero.

Pero Heinrich no pensaba en ello en aquel momento: pensaba en la esperanza que por un instante había podido leer en el rostro de su madre, sólo un instante, pero él sabía que un instante era mucho.

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28/07/2011