XV
La gorra de tranviario no estaba en la percha. La entrada olía a caldo y a la margarina derretida en que Brielach freía las patatas. Arriba, en el piso de encima, la señora Borussiak cantaba: «El césped en la tumba de mis padres». Cantaba bien, con voz muy clara, y su canción caía por la escalera como una lluvia fina y agradable. Martin vio la pared rascada, en la que aquella palabra había sido escrita más de treinta veces. Un poco de polvo de yeso, al pie del contador del gas, atestiguaba una reciente escaramuza más en aquel duelo sin palabras. De la carpintería llegaba el zumbido sordo de la sierra mecánica: pacífico estruendo que hacía temblar ligera pero constantemente las paredes de la casa y que se hacía más agudo, casi crepitante, cuanto (tas fauces de la máquina se tragaban definitivamente la tabla. Mezclándose con aquel zumbido se oía el susurro de la fresa; la lámpara de la entrada oscilaba sin parar y, de arriba, caía el canto vigoroso y agradable, como una bendición. La ventana que daba al patio estaba abierta. Al fondo, el aprendiz estibaba madera con el amo, silbando, en sordina, la misma melodía que cantaba la señora Borussiak, y a través de la ventana derecha de la fachada posterior incendiada, se veía un avión que cruzaba pacíficamente el cielo sin nubes: suave gruñón que arrastraba tras de sí una banderola de anuncio. El avión desapareció detrás del lienzo de pared que separaba las dos ventanas y apareció en el marco de la izquierda, gris sobre el cielo azul. Flotaba de ventana a ventana, lentamente, como una libélula que arrastra una cola demasiado pesada. Cuando hubo salido de la casa en ruinas, dio la vuelta a la torre de la iglesia y entonces Martin pudo leer finalmente, palabra por palabra, lo que decía la banderola, a medida que el avión oscilaba y que su cola se extendía ante la luz: «¿Estás preparado a todo?»
La señora Borussiak seguía cantando; su voz era cálida y fuerte, y al oírla, a Martin le parecía estarla viendo. Era rubia, como mamá, muy rubia, pero estaba algo más llena, y aquella palabra no se avenía con su boca. Su marido también había muerto en la guerra. Antes se llamaba señora Horn, pero ahora tenía otro marido, un cartero que distribuía giros postales; y estaba realmente casada con el señor Borussiak, como la madre de Grebhake estaba casada con el señor Sobik. El señor Borussiak era amable como su mujer y a veces llevaba dinero a tío Albert o a mamá. La señora Borussiak sólo tenía hijos mayores. El mayor de todos, Rolf Horn, dirigía el coro de monaguillos. En la placa de la iglesia figuraba el nombre de Petrus Canisius Horn, † 1942. En la misma placa, pero más arriba, estaba también Raimund Bach, † 1942. El padre de Brielach figuraba en otra placa, en la iglesia de San Pablo: Heinrich Brielach, † 1941. Martin esperó a que parase la sierra mecánica y escuchó en la puerta de Brielach. A veces. Leo no dejaba la gorra en la percha antes de entrar; pero Martin no le oyó. Se retiró de junto a la ventana, y antes de empujar la puerta aguardó un momento.
—¡Ay! —dijo Brielach—, tío Albert anda buscándote.
Brielach estaba sentado a la mesa escribiendo; tenía un pliego de papel delante y un lápiz en la mano; levantó la mirada con aire importante y añadió:
—Es decir, a menos que hayas pasado ya por tu casa.
Martin detestaba a Brielach cuando ponía cara de importancia, como le detestaba cuando decía —y lo hacía con cierta frecuencia—: «En eso no entiendes tú una papa» y Martin sabía que se refería al dinero. Claro que no entendía nada de dinero, pero le molestaba que Brielach pusiera cara de hombre importante, cara de dinero.
- No —dijo—, todavía no he pasado por casa.
—Pues vete en seguida; tío Albert está como loco.
Martin sacudió negativamente la cabeza sin contestar y se volvió hacia Wilma que, desde su rincón, se arrastraba hacia él.
—Eres una mala persona —dijo Brielach—, eres malo de verdad.
Brielach volvió a inclinarse sobre su papel y siguió con sus números. Wilma se apoderó de la cartera. Martin se sentó en el suelo, entre la puerta y la cama y tomó a Wilma sobre las rodillas, pero ésta se le escapó riendo, cogió las correas de la cartera y la arrastró un trozo más allá. Martin la observaba sin intervenir. Ella probó a abrir la cartera, tirando de la correa, pero sin soltar antes la correa de la trabilla. Martin cogió la cartera, aflojó las trabillas de las hebillas y la devolvió a Wilma, la cual tiró ahora con todas sus fuerzas y, cuando el pivote de níquel saltó del ojete, dio un grito de satisfacción, tiró inmediatamente de la otra correa y, al ver que también se soltaba, dio un segundo grito de alegría; entonces, de una enérgica sacudida, levantó la tapa de la cartera. Martin se apoyó contra la pared y se quedó mirándola.
—¡Qué mala persona eres! —dijo Brielach sin levantar la mirada del papel. Viendo que Martin no contestaba, añadió—: Te vas a ensuciar los pantalones.
Brielach ponía su cara de hombre importante, su cara de dinero. Martin no le contestó, a pesar de que tenía en la punta de la lengua decirle: «Vete a paseo tú y tu cara de dinero.-» Pero no lo dijo, porque era demasiado peligroso. Una vez, para no dejarse apabullar por los aires de superioridad de su amigo, le dijo que, en su casa, lo mismo tío Albert, que mamá, que la abuela, todos tenían siempre dinero, y la consecuencia fue que Brielach estuvo seis semanas sin acercarse por su casa ni dirigirle la palabra, y tío Albert tuvo que convencerle de que volviera.
Aquellas seis semanas habían sido terribles, de modo que Martin no dijo nada, encogió las rodillas, se las asió con ambas manos y se quedó contemplando a Wilma, que estaba ocupadísima sacando todos los libros y el plumier de cuero. Abrió el libro que mejor le vino a mano y señaló con el dedo la ilustración de un problema de aritmética. ¡Oh, aquel pastel que podía dividirse en cuatro, ocho, dieciséis o treinta y dos pedazos, y que podía costar 2, 3, 4, 5 ó 6 marcos y del que había que calcular cuánto costaba cada trozo! Aquel pastel atrajo la atención de Wilma; pareció comprender lo que era y gritó una de las pocas palabras que conocía: «dulce». Pero los plátanos africanos —aquellos plátanos que se compraban a toneladas—. ¿Cuántos kilos tiene una tonelada? —y a cuyo precio por tonelada había que sumar un tanto por ciento para venderlos por kilos— también los plátanos africanos eran adulce» para Wilma; lo mismo que la enorme rueda de queso, el pan y el saco de harina. El hombre que llevaba el saco de harina tenía cara de pocos amigos — y Wilma le llamó «Leo», mientras que al simpático panadero que contaba los sacos de harina, le llamó «Papá». Sólo sabía pronunciar tres palabras: «Leo», «Papá» y «dulce». «Papá» era el retrato de la pared, pero también todos los hombres simpáticos, y Leo todos los antipáticos.
—¿Puedo prepararme un poco de pan con margarina? —preguntó Martin.
—Claro que sí —contestó Brielach—, pero yo en tu lugar volvería a casa. Tío Albert estaba muy inquieto y ya hace una hora que estuvo aquí.
Al ver que Martin no contestaba dijo con decisión:
—Eres verdaderamente una mala persona —y añadió en voz baja—: Anda, prepárate un bocadillo.
Su aire de importancia aumentaba y Martin sabía que le hubiera gustado que le preguntara y él poder explicar cuál era aquel problema tan difícil que tenía por resolver. Pero no estaba dispuesto a hacerle aquella pregunta a ningún precio. Probó a no pensar en tío Albert, porque su furia contra éste iba convirtiéndose poco a poco en remordimiento. Había sido una tontería ir al cine, y ahora Martin se esforzó en volver poco a poco a enfurecerse. Tío Albert se acostumbraba cada vez con mayor frecuencia a dejarle notitas escritas sobre el margen del periódico. Aquellas notas contenían un recado lacónico y en ellas la palabra decisiva aparecía tres veces subrayada. Este sistema era una invención de mamá. Las palabras subrayadas solían ser verbos auxiliares: tenido que, podido, debido, etc.
—Levántate —dijo Brielach irritado—, te estás ensuciando los pantalones. Prepárate un bocadillo.
Martin se levantó, se sacudió el polvo del pantalón y sonrió a Wilma, que había vuelto la página del libro de Aritmética y señalaba muy contenta al carnero que pesaba exactamente 64,5 kilos, y que el carnicero había comprado a tanto el kilo vivo y que luego vendía con un aumento de tanto por libra. El propio Martin había caído en la trampa; no había atinado en que un kilo tiene dos libras y había contado 64,5 libras, a lo que el maestro pudo declarar triunfalmente que si los carniceros lo hicieran así pronto estarían arruinados. Pero los carniceros de la ciudad no se arruinaban, sino que ganaban cada vez más dinero. Wilma estaba encantada con su carnero y gritaba: «dulce». Luego dirigía su atención a la página siguiente, en la que una muchacha algo alocada compraba una moto a plazos. Brielach seguía sentado a la mesa con el ceño fruncido. Martin vio que el papel estaba cubierto de números: columnas tachadas, resultados subrayados. Se dirigió al armario de la cocina y retiró el centro de cristal con frutas artificiales: naranjas, plátanos de vidrio y aquel racimo de uvas que siempre admiraba tanto por su parecido con la realidad. Martin sabía perfectamente dónde estaban todas las cosas: la lata del pan, la mantequera con la margarina, el cuchillo, la compotera plateada con manzanas cocidas. Se cortó una rebanada muy gruesa de pan, la pringó de margarina, puso encima un poco de compota de manzana y la mordió inmediatamente. Lanzó un suspiro de satisfacción. En su casa, nadie, excepto Bolda y Glum, comprendía que le gustara tanto la margarina. La abuela se horrorizaba cuando sabía que la comía y enumeraba mil enfermedades, misteriosas enfermedades internas, de las cuales la peor era la tuberculosis. «Eso se acabará con una tuberculosis.» Pero a Martin la margarina le encantaba. Sin moverse de frente al armario de la cocina, para no tener que volver a levantarse, se preparó otro bocadillo. Wilma le recibió con una sonrisa cuando se sentó otra vez a su lado. Arriba, la señora Borussiak cantaba ahora «Rosas encarnadas». Su voz llena y cálida era como una fuente que manara sangre. Martin tenía la impresión de que de las rosas encarnadas, estrujadas en la boca de la señora Borussiak, salía un chorro de sangre, y se propuso pintarlo: la rubia señora Borussiak. y. saliendo de su boca, un chorro de sangre de rosas encarnadas.
Wilma había llegado a la última página del libro de Aritmética, donde se volvía a hablar de toneladas: imágenes de barcos y de vagones de tren, de camiones y de depósitos de mercancías. La niña señalaba los marineros, ferroviarios, camioneros y descargadores y los clasificaba en «Papas» y «Leos»: había más «Leos» que «Papas», porque la mayoría de los hombres ponían mala cara. «Leo» — «Leo» — «Papá» — «Leo» — «Leo» — «Papá». Los obreros que salían de una fábrica fueron designados en bloque como «Leo». El catecismo la desilusionó porque no llevaba ilustraciones: sólo un par de viñetas: uvas y guirnaldas fueron clasificadas como dulce y el catecismo fue arrojado a un lado. El libro de lectura fue una mina, con más «Papas» que «Leos»: san Nicolás, san Martin, niños jugando al corro, todos eran «Papas».
Martin tomó a Wilma en el regazo, y fue rompiendo pedacitos de pan y dándoselos en la boca. Su rostro pálido y mofletudo estaba radiante, y después de cada bocado decía solemnemente: «dulce», hasta que, de pronto, se excitó y lo dijo diez o veinte veces seguidas.
—¡Basta ya! —gritó Brielach—. ¿No puedes jugar a algo menos ruidoso con ella?
Wilma se asustó, frunció el ceño y se llevó el índice a la boca, en señal de silencio.
La señora Borussiak había cesado de cantar; en la carpintería no se oía el menor ruido. De pronto, doblaron las campanas y Wilma cerró los ojos y trató de imitar el sonido de las campanas cantando «dong-dong-dong». Martin cerró también los ojos, dejó de masticar y, detrás de sus párpados cerrados, el sonido de las campanas se transformó en impresiones ópticas: las campanas trazaban en el aire unos círculos que se ensanchaban hasta descomponerse; y cuadrados, y surcos como los que el jardinero dibujaba con el rastrillo en la arena de la avenida. Extraños polígonos, como luminosos sobre el gris oscuro, parecidos a motivos de flores estampados sobre metal. El agudo «dong-dong» en boca de Wilma hacía unos agujeritos blancos y minúsculos en la inmensa superficie gris, como huellas de un martillo diminuto. También intervenían colores: encamado como la sangre oscura de las rosas, bocas como anillos rojos, curvas amarillas y una mancha enorme y muy verde, cuando, de pronto, cesaron las campanadas; verde suave y penetrante, lento y descolorido de las últimas vibraciones.
Wilma, con los ojos cerrados, continuaba cantando su «dong-dong».
Martin tomó el segundo bocadillo que había dejado en el borde de la cama, rompió un trocito, lo metió en la boca de Wilma y ésta abrió los ojos, sonrió y no dijo más «dong».
Martin, con la mano que le quedaba libre, tiró de la caja de cartón que había debajo de la cama y que contenía los juguetes. En la caja se leía en grandes letras marrón la palabra Sunlight. Estaba llena de cajas vacías, de tacos de madera, de autos estropeados.
Wilma bajó de su regazo, y con cara muy seria fue tomando cada uno de los objetos, mirándolo y pronunciando la única palabra que sabía para designar objetos: «dulce». Pero lo decía en voz baja, con la frente arrugada y mirando a Heinrich, que continuaba enfrascado en sus cálculos.
Martin hubiera querido que la señora Borussiak volviera a cantar y miró de reojo a Brielach, que ponía la cara muy seria; de pronto, sintió compasión de su amigo y le preguntó:
—¿Tienes que volver a modificar el presupuesto?
A Brielach se le iluminó el rostro y contestó inmediatamente:
—Te digo que es un asco. Figúrate que tengo que ahorrar veinte marcos a la semana para que mi madre pueda ponerse una dentadura.
—Ah, las dentaduras cuestan caras.
—¿Caras, dices? —replicó Brielach riendo—. Caras es poco. Ya puedes decir que están a un precio imposible. Imposible, te digo, chico. Pero ¿sabes qué he descubierto?
—¿Qué?
—Que desde hace dos años, tío Leo nos estafa con el dinero que nos da. La comida del mediodía no viene a costar 30 pfennigs por término medio como dijimos entonces, sino que cuesta casi 40. Y el almuerzo, es un asco, muchacho: quedamos en que serían veinte gramos de margarina, pero él engulle por lo menos cuarenta y además se lleva bocadillos, sin contar la compota, y suponiendo que los huevos cuesten 20 pfennigs cada uno. Pero, ¿tú sabes algún sitio donde se puedan comprar huevos a 20 pfennigs, lo sabes? —Brielach estaba ronco de coraje.
—No —dijo Martin— no tengo la menor idea de dónde se pueden comprar huevos baratos.
—Pues yo tampoco. Si lo supiera iría corriendo, a ver si también nosotros comíamos un huevo algún día.
A Wilma los huevos no parecían interesarle gran cosa, pero dejó de repasar sus juguetes y, contrayendo la cara, dijo: «Leo», «Leo», «hueo» y se puso radiante porque había enriquecido su vocabulario con una palabra nueva: «hueo».
—Además, ¿qué falta le hace, un huevo por la mañana?
—Todos los padres y todos los tíos comen un huevo por la mañana —contestó Martin tímidamente, pero en seguida se corrigió y dijo—: Casi todos —porque no sabía exactamente si estaba en lo cierto.
El huevo del desayuno le había parecido siempre el símbolo de los padres y los tíos, pero ahora le vino a la memoria que el tío de Behrendt no tomaba huevo por la mañana.
—Yo no veo ninguna razón para que sea así —dijo Brielach.
Tomó el lápiz y trazó vigorosamente una raya sobre el papel, como si tachara el huevo de tío Leo. Estaba pálido de ira cuando continuó:
—Ahora voy a calcularte cuánto nos ha estafado: siete pfennigs de margarina que se come de más cada día, si no es más, porgue a veces se unta una rebanada de pan por la noche; diez pfennigs de la comida, contando un pfennig por la compota de manzana, suma ahora los tres pfennigs del huevo —cuento que son por lo menos tres pfennigs— resultan al menos veinte pfennigs, que, por mil días que lleva comiendo aquí con nosotros son doscientos marcos. Y eso no es todo. No contamos el pan, porque nos lo regalan; si, desde hace dos años, nos regalan el pan, pero ¿se lo regalan a él, también? ¿Te parece a ti que se lo regalan?
—No —dijo Martin vencido por la evidencia; y el bocadillo le supo amargo.
—Pues calcula que ese bandido se nos come 40 pfennigs de pan, súmale 5 pfennigs de luz que nos estafa y verás si le añades 40 pfennigs durante setecientos cincuenta días que 5 pfennigs durante mil días son cincuenta marcos y — ¿sabes que suman otros trescientos marcos?
—No —contestó Martin.
Brielach permaneció un momento callado mirando el papel.
—«Hueo» —dijo Wilma—, «hueo. Leo».
Había encontrado unos hombres feos en el libro de lecturas: mineros que trabajaban debajo de tierra, hombres de rostro sombrío y serio:
—«Leo, Leo, Leo» — «hueo, hueo, hueo».
—¿Todavía no has terminado?
—No —contestó Brielach—; mi madre tiene que ponerse la dentadura y tengo que calcular cuánto tenemos que ahorrar cada mes. Pero con los quinientos marcos que nos ha estafado Leo pagas ya la mitad de la dentadura.
Martin deseaba que la señora Borussiak volviera a cantar, o que doblaran las campanas, y cerró los ojos y pensó en la película, en lo que había soñado en el cine: Leo hundiéndose en una verde oscuridad con una rueda de molino atada al cuello... y a su sueño se sumaron los juguetes rotos de Wilma. «Leo» — «dulce» — «Papá» — «hueo» — «Leo». Y cuando la señora Borussiak empezó a cantar en el piso de arriba: «Al borde del camino florecen los miosotis», cuando se puso a cantar, cuando su voz llegó hasta él, Martin abrió los ojos y preguntó a Brielach:
—¿Por qué no se vuelven a casar nuestras madres?
Brielach pareció considerar que la pregunta era lo bastante interesante como para interrumpir sus cálculos. Dejó el lápiz, con el aire de un hombre que sabe bien ganado un momento de descanso, y, apoyando los codos en la mesa, dijo:
—¿De veras no lo sabes?
—No.
—Pues por la pensión, chico. Si mi madre se casa, deja de cobrar la pensión.
—¿La señora Borussiak no la cobra, pues?
—No; pero su marido gana bastante...
—No obstante... —se quedó pensativo y sonrió a Wilma, que había descubierto en el libro de lectura a san José y muy satisfecha le erigía en «Papá»—, sin embargo, ¿cobraría la pensión si el señor Borussiak no fuera su marido y ella continuara llamándose señora Horn?
—Claro que sí; pero no es capaz de hacerlo, porque es religiosa y eso es una inmoralidad.
—¿Tu madre no es religiosa?
—No. ¿Y la tuya?
—No sé; a veces sí. A veces es religiosa.
—¿Y tío Albert?
—¿Religioso? Yo diría que sí.
Brielach adelantó los codos y apoyó la cabeza en los puños.
—Claro que en el caso de tu madre, eso de la pensión no cuenta. Si no se casa no será por razones de dinero.
—¿Tú crees?
—Naturalmente.
—Te parece, crees... —Martin titubeó, pero luego dijo a toda prisa—: ¿tú crees que mi madre también se une con hombres?
Brielach se ruborizó, pero no contestó ni una palabra. Leo había murmurado de la madre de Martin y había dicho que hacía aquella palabra con los hombres; pero Heinrich no quiso decírselo a Martin, porque sabía que para Martin sería aún más doloroso que para él saber que su madre se unía con hombres.
—No —dijo—, no lo creo.
Pero sabía que mentía, porque estaba convencido de lo contrario, e inmediatamente añadió:
—Pero no se trata únicamente de la pensión, sino también del impuesto sobre la renta. Siempre oigo que hablan de esas cosas con el cobrador que a veces viene a ver a Leo con la señora Hundag. Pero además sé otra cosa.
—¿Qué?
—Que a las mujeres les importa menos la pensión que a los hombres. Las mujeres dicen «ya nos arreglaríamos, otros bien se arreglan»; pero los hombres dicen que no. Leo se pone furioso cuando mi madre habla de casarse.
—Mi madre también se pone furiosa cuando Albert habla de casarse.
—¿De veras?
Brielach reflexionó un momento, muy preocupado. No, no quería que Albert se casara con la madre de Martin.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Sí —contestó Martin— yo mismo lo he oído. Mi madre no quiere volverse a casar.
—Lo encuentro extraño —dijo Brielach—, lo encuentro muy extraño. Todas las mujeres que conozco quisieran casarse.
—¿También tu madre?
—Ya lo creo. Muchas veces dice que está arrepentida. Claro, como es inmoral...
Martin lamentó tener que darle la razón: efectivamente, era inmoral y, por un instante, deseó que a su madre también se le pudiera probar la inmoralidad para coincidir, por lo menos en este punto, con Brielach. Para consolar a su amigo, dijo:
—Quizá mi madre también lo sea. ¿A ti qué te parece?
Brielach estaba convencido de que lo era, pero no quiso confesar que lo sabía. Leo, como fuente de información, le parecía insuficiente; de modo que se limitó a decir de un modo vago:
—Quizá sí, pero no lo creo.
—Es triste no saberlo con certeza —dijo Martin—. Cuando mi madre vuelve tarde a casa, mi abuela le suele decir: «¿Dónde andas metida a esas horas?» ¿Crees tú que eso es inmoral?
—No —contestó Heinrich, contento de poder contestar categóricamente—. También la señora Borussiak le pregunta a su hija «¿dónde andas metida todo el tiempo?» Y con ello se refiere a la calle, al campo de deportes, al cine. No creo que andar metido sea inmoral.
- Pero lo parece; y luego las oigo que hablan en voz baja.
—Creo que puede ser inmoral.
Martin volvió a tomar a Wilma en el regazo y ella se metió el dedo en la boca e inclinó la cabeza contra su pecho.
—La cuestión está en si mi madre se une o no con otros hombres. Eso sería inmoral; porque no está casada: todo eso son cosas que van contra el sexto mandamiento.
Brielach concluyó.
—Sí, cuando los hombres y las mujeres que no están casados se unen, cometen un pecado, y eso es inmoral.
Brielach se quitó un peso de encima. La grieta en el hielo se había hecho más profunda y el agua de debajo no era tan honda como había temido. De todos modos era curioso enterarse de que la madre de Martin no quería casarse. Eso contradecía sus experiencias. La señora Hundag quería que el cobrador se casara con ella, y Brielach sabía que la madre de Behrendt lloraba a menudo porque no estaba casada con el tío de Behrendt. La mujer de la lechería también había tenido un niño y no estaba casada, y Leo había dicho: «Hugo no caerá en la trampa; no se casará con ella.»
La capa de hielo se había roto por los lados y el fondo del agua no causaba pavor: había inmoralidad por encima y por debajo de la capa de hielo. Y para Brielach había tres mundos distintos: la escuela, y todo lo que se decía en la escuela y en la clase de religión estaba en contradicción con el mundo de Leo, en el que él vivía y había luego el mundo de Martin, que era otro mundo distinto: un mundo donde había neveras, mujeres que no se querían casar, un mundo en el que el dinero no tenía importancia. Tres mundos, pero él sólo quería vivir en uno, en el suyo, y dijo en voz alta a Martin, que tenía a Wilma dormida sobre las rodillas:
- Después de todo, la palabra que mi madre le dijo al pastelero, no me parece tan terrible.
Claro que sí la encontraba terrible, pero quería— llegar a una conclusión:
—También está muchas veces escrita abajo en la entrada. ¿No la has visto nunca?
Martin la había visto, y leída le parecía todavía peor que oída, pero había procurado no verla, como procuraba no ver las terneras sangrientas que los carniceros sacaban de ensangrentadas camionetas y entraban en sus tiendas. Igual que procuraba no ver sangre en la orina cuando la abuela se la acercaba a las narices, o como había procurado no ver a Grebhake y a Wolters cuando los sorprendió en los arbustos: rostros encendidos, braguetas desabrochadas y olor amargo a hierba recién cortada. Martin estrechó contra sí a Wilma, que dormía, y no contestó a la pregunta de Brielach. La niña dormida le pesaba en los brazos y le calentaba el cuerpo.
—Ya ves —dijo Brielach—; la diferencia está en que en casa se escriben estas palabras en la pared y la gente las dice; en cambio en tu casa, no.
Pero la capa de hielo no se rompía, porque Brielach, a pesar de todo, encontraba terrible aquella palabra, pero tenía miedo de no encontrarla terrible. Pensó en san José; hombre pálido y humilde: «Tomadle por modelo.» Rostro pálido y humilde, ¿en qué te pareces a tío Leo? ¿En qué puedo yo parecerme a ti? San José estaba en el fondo, muy hondo debajo de la capa de hielo; figura que por momentos cobraba vida y se abría paso lentamente hacia la superficie y en vano trataba de atravesar la capa de hielo. Pero ¿lograría ponerle a flote si algún día se hacía un agujero en el hielo? ¿No se desmoronaría, o volvería a caer en el agua, hundiéndose definitivamente hasta el fondo, haciéndole señas, pero sin lograr tampoco imponerse por encima de Leo? San Enrique, su santo patrón, también tenía el rostro humilde, pero severo, esculpido en piedra, en la foto que el capellán le había regalado: «Tómalo por modelo.»
—Es Leo quien escribe esta palabra en la pared —dijo duramente a Martin—. Por fin me he enterado.
Mejillas rosadas que olían a jabón de afeitar, boca que cantaba extrañas parodias de canciones religiosas, que él no entendía, pero que eran seguramente de mal gusto, porque la madre siempre se irritaba y decía: «Anda, déjalo ya...»
Martin no contestó. Todo le parecía desesperador. Brielach tampoco decía nada. Estaba dispuesto a declarar que renunciaba a tomar parte en la excursión. ¿Para qué ese juego del hielo? — siempre la extraña sensación de que se acabaría mal. Tío Will y la madre de Albert, el fútbol, horas y horas. Albert jugaba con ellos; el fútbol, la pesca o los paseos por el valle del Brer hasta el embalse, bajo un sol magnífico y sin preocupaciones. Siempre tenía la sensación de que aquello acabaría mal. Miedo ante el momento que sería decisivo: para Pascua, Martin ingresaría en la Escuela superior. Wilma murmuraba en sueños, los juguetes estaban esparcidos por el suelo, y el libro de lectura seguía abierto. San Martin cabalgaba por la nieve y el viento, y su espada de oro partía la capa por la mitad y el mendigo tenía un aspecto verdaderamente miserable: cuerpo desnudo, hombrecito demacrado en la nieve.
—Ahora tienes que marcharte —dijo Brielach—. Anda. Tío Albert estará loco de angustia.
Martin no contestó. Estaba medio dormido. Tenía sueño y hambre y tenía miedo de volver a casa, no porque temiera a Albert, sino porque sabía que lo que hacía no estaba bien.
—Eres verdaderamente una mala persona —dijo Brielach y en su voz no había el menor asomo de alejamiento o de presunción, sino que denotaba tristeza—. Si yo tuviera un tío como el tuyo...
Pero no pudo continuar, porque las lágrimas le ahogaban la voz y no quería llorar. Intentó imaginarse cómo sería todo si Albert fuera su tío. Albert vestido con un uniforme de cobrador de tranvía —le sentaba bien— y Albert tomó todos los rasgos simpáticos de Gert y de Karl, sin perder los suyos propios, y de su boca salió la palabra que les había legado Gert, pero la decía con suavidad y modales, la palabra «mierda». «Mierda» no era una palabra típica de Albert, pero no resultaba extraña en su boca.
Silencio. Sólo se oía el pacífico zumbar del avión que arrastraba su cola por el aire: ¿Estás preparado a todo?; y, de pronto, la señora Borussiak empezó otra vez a cantar. Cantaba su canción predilecta, dulce, lenta y grave: «Oh, María, ayúdanos...» Voz como miel que gotea lentamente, heroína que había renunciado a su pensión para no caer en la inmoralidad, rubia rolliza bien anclada en el puerto, con bombones en el bolsillo, bombones de miel. «Valle de lágrimas —cantaba— en este valle de lágrimas.» El avión se oía apenas, a lo lejos.
—El lunes —dijo Martin, sin abrir los ojos —iremos al cine. Ya quedamos en ello. Si tu madre está ocupada, Bolda puede cuidar de Wilma.
—Sí —dijo Brielach—, quedamos así.
Quería renunciar a la excursión, pero no logró decirlo; Bietenhahn le agradaba muchísimo, a pesar de que allí le entraría otra vez el miedo, aquella extraña sensación que nunca tenía cuando estaba en casa. Miedo ante el tercer mundo, excesivo para él. Entre el mundo de la escuela y el suyo propio se podía vivir, como, de momento, se podía vivir entre el mundo de su casa y el de la iglesia. Heinrich no era inmoral todavía, no había cometido ningún acto obsceno. Su congoja, en la iglesia, era distinta: era una impresión de que aquello tampoco podía durar: debajo de la capa de hielo había demasiadas cosas y, encima, no había bastantes.
Valle de lágrimas era la expresión adecuada. La señora Borussiak lo estaba cantando en aquel momento: «en este valle de lágrimas».
- No iremos al Atrium —dijo Martin—: la película es una imbecilidad.
—Como quieras.
—¿Cómo es la del Montecarlo?
- No apta para menores —contestó Brielach.
Opulenta belleza rubia que hubiera podido ser una señora Borussiak vestida con ropa ligera. Un aventurero de tez morena la besa con excesiva vehemencia: Cuidado con las rubias y, debajo del pecho, el letrero rojo: No apto para menores, como un chal peligroso que abarcaba también al aventurero moreno.
—¿Qué tal en el Bocaccio?
- Ya veremos —dijo Brielach—; en la pastelería está el programa.
Silencio. Los coches que pasaban por la calle hacían temblar ligeramente la casa y las ventanas vibraban al paso de un camión o de un 34. «En este valle de lágrimas», cantaba la señora Borussiak.
—Ya es hora de que te vayas —dijo Brielach—; anda, no seas pesado.
Martin tenía la impresión de ser una mala persona; se sentía cansado y desgraciado y no quería abrir los ojos.
—Ahora voy a buscar a mi madre. Puedes venir conmigo y veremos lo que dan en el Bocaccio.
Wilma está dormida.
—Despiértala, si no, no dormirá esta noche.
Martin abrió los ojos. En el libro de lectura, san Martin cabalgaba por la nieve y el viento, y su espada de oro había cortado ya la capa en dos mitades.
«...en nuestra gran miseria», cantaba la señora Borussiak.
Brielach ya sabía que Leo no pagaría, pero él le presentaría las cuentas y se vengaría de aquella acusación de sisa. Veinte marcos más tendría que pagar Leo cada mes; Heinrich, además, ahorraría otros diez marcos, y el dentista se contentaría con treinta marcos mensuales. Sólo faltaba resolver lo del pago adelantado: trescientos marcos, montaña inaccesible, cima inalcanzable: sólo un milagro podía proporcionar aquellos trescientos marcos, pero el milagro se tenía que realizar, porque mamá lloraba por causa de la dentadura. Por supuesto. Leo no soltaría ni un céntimo más, y habría jaleo. Ya que no otro padre, por lo menos tendría un tío distinto. Cualquier tío era mejor que Leo.
—Despierta a Wilma, tenemos que marcharnos.
Martin sacudió a la niña con cuidado, hasta que vio que abría los ojos.
—Mamá —le dijo cariñoso—; ven, vamos con mamá.
—Y tú te vas a casa —dijo Brielach.
—Déjame en paz.
Su madre se había marchado de viaje, Bolda limpiaba la iglesia y Albert... Albert merecía un castigo. Albert estaba intranquilo cuando él no era puntual; pues, que se aguantase. Glum y Bolda, a fin de cuentas, eran los mejores; les haría un regalo: a Glum una caja de lápices de colores y a Bolda un devocionario nuevo encuadernado en piel encarnada, y una carpeta azul para guardar los programas de cine. A mamá y a Albert no les daría nada: solo servían para escribirle notitas, con verbos auxiliares subrayados tres veces: —tenido que — debido — no podido, etc.
- Anda, date prisa —dijo Brielach—, tengo que cerrar la puerta.
—No. Yo me quedo aquí.
—¿Puedo dejar entonces a Wilma contigo?
—No, llévatela.
—Como quieras. Cuando te vayas, deja la llave debajo de la alfombrilla. Pero ¡qué mala persona eres...!
Heinrich había vuelto a tomar su aire importante, su expresión de dinero.
Martin no contestó. Dejó que Brielach se marchara y él se quedó sentado en el suelo. Oyó que en la escalera la señora Borussiak decía algo a Wilma, que luego hablaba con Brielach y que bajaban juntos los tres. Ahora estaba solo, y no la oiría cantar. Pero tal vez llegaría sólo hasta la lechería a comprar un yogourt. El señor Borussiak siempre tomaba yogourt.
Otros muchachos tenían más suerte: la madre de Poske siempre estaba en casa, hacía calceta, cosía y siempre, cuando Poske salía de la escuela, estaba en casa. La sopa siempre estaba preparada, las patatas cocidas e incluso comían postre. La señora Poske hacía jerseys y calcetines con bonitas muestras, cosía pantalones y vestidos, y el retrato del padre de Poske colgaba, en una ampliación, de la pared. Había sido muy ampliado, era casi tan grande como el retrato de papá en el vestíbulo. El padre de Poske había sido sargento: sargento sonriente con una medalla en el pecho. El tío de Behrendt, y el nuevo padre de Grebhake, y también el tío de Welzkam eran buenos, no eran como tío Leo. Eran casi como verdaderos padres. Tío Leo era el peor de todos, y tío Albert era un tío de verdad, no era un tío que se uniera con la madre. Brielach era el que lo pasaba peor, peor que el propio Martin. Brielach tenía que calcular, tenía un tío malo, y Martin rezó desesperadamente por él. «Señor, haz que Brielach lo pase mejor.» Se avergonzó de haber sido tan poco comprensivo con Brielach, de no haberle preguntado qué le pasaba en seguida que llegó. «Señor, haz que Brielach lo pase mejor.» La madre de Brielach era inmoral, pero él no sacaba nada. A cambio de la inmoralidad, Behrendt y Welzkam tenían por lo menos unos tíos buenos y una vida ordenada: un huevo en el desayuno, zapatillas, periódico... Pero a Brielach la inmoralidad no le servía de nada. Brielach tenía que añadir dinero encima. «Señor, haz que Brielach lo pase mejor —rezaba Martin— mejor. Es demasiada carga para él.» Calcular, calcular, y Leo no pagaba la margarina, no pagaba el huevo, no pagaba el pan y por la comida del mediodía pagaba menos de lo que costaba. Brielach tenía muy poca suerte. Lo que hacía era verdaderamente importante, y si hacía cosas verdaderamente importantes, ¿no tenía derecho a poner cara importante? Martin se hubiera comido otro par de bocadillos; pero, de pronto, se avergonzó de haber comido aunque sólo fueran dos. «Señor, haz que Brielach lo pase mejor.» Martin pensó en lo que gastaba la abuela cuando iba con él al restaurante Vohwinkel. Un día vio la cuenta: 18,70. Tomó el papel de Brielach y leyó:
Dentista, 900,00 DM.
A la izquierda ponía:
Asistencia social 150?
Seguro 100?
Pago adelantado???
Resto???
Números embrollados, superpuestos unos a otros, pequeñas divisiones tachadas: 100:500 por cuarenta (margarina), pan, vinagre; garabatos confusos, pero escrito con letra clara: hasta ahora, cada semana: 28,00 DM. ¿Y a partir de hoy?
Martin volvió a sentarse. La abuela había dado 18,70 al camarero: ruido del taladro del talonario al arrancar el cheque, y a Martin se le encogió el corazón porque el dinero se acercaba, tomaba formas inteligibles, 28,00 DM a la semana y 18,70 para una cena. «Señor, haz que Brielach lo pase mejor.»
Un coche entraba en el patio de la carpintería y Martin reconoció al punto que era el de Albert; inmediatamente oyó su voz:
—Martin.
La señora Borussiak subía la escalera. Efectivamente, sólo había llegado hasta la lechería a buscar yogourt para el señor Borussiak y caramelos de miel para los niños.
Albert volvió a llamar desde el patio: «Martin». Un grito tímido, angustioso; y esto, al muchacho, le dio más miedo que si hubiese sido un grito imperioso.
—«Oh, María, ayúdanos»: gotas de miel en la voz bondadosa, cálida y dulce.
Martin se levantó, se acercó a la ventana y la entreabrió. La expresión de Albert le dejó aterrado. Rostro grisáceo, aspecto envejecido y triste. El carpintero estaba con él. Martin acabó de abrir la ventana.
—Martin, baja, por favor.
El rostro de Albert se transformó, sonrió, le subieron los colores a la cara, y Martin gritó:
—Voy en seguida, en seguida bajo.
Por la ventana abierta oyó la voz de la señora Borussiak: «Verde era el país donde nací» — y Martin lo vio todo verde: verde Albert, verde carpintero, verde auto y verde patio, verde cielo. «Verde era el país donde nací.»
—Pero ven, criatura —dijo Albert.
Martin metió los libros en la cartera, abrió la puerta, la cerró por fuera y puso la llave debajo de la alfombrilla. El avión volvió a pasar lentamente de una ventana a otra, desapareció detrás de las ruinas quemadas, volvió a dar la vuelta a la torre de la iglesia extendiendo su cola ante el cielo verde, y Martin leyó: ¿Estás preparado a todo? Al mismo tiempo oyó a la señora Borussiak que cantaba: «Verde era el país donde nací.»
Martin bajó la escalera suspirando, salió al patio y oyó al carpintero que decía:
—Es una vergüenza, ese individuo.
Tío Albert no contestó. Tenía el rostro grisáceo y cansado, y Martin sintió que su mano ardía.
—Ven —dijo Albert—, todavía nos queda una hora antes de pasar a recoger a Heinrich. ¿Vendrá con nosotros?
—Me parece que sí.
Albert dio la mano al carpintero, y éste los saludó con la cabeza cuando subían al coche.
Antes de arrancar, Albert puso su mano sobre la de Martin. No le dijo nada, pero Martin seguía sintiendo miedo, no de Albert, sino de otra cosa que no comprendía. Albert no era el mismo de siempre.