I
Cuando, por la noche, su madre enchufaba el extractor, el muchacho despertaba, a pesar de que las aspas de goma sólo hacían un ruido suave, un susurro apagado que, a veces, cuando el visillo iba a parar entre ellas, se interrumpía. Entonces, mamá se levantaba refunfuñando en voz baja, sacaba el visillo del torbellino y lo fijaba entre las puertas de la librería. La pantalla de la lámpara de pie, junto a la cama de mamá, era de seda verde, un verde de aguamarina con reflejos amarillos, y el vaso de vino, encima de la mesita de noche, parecía ser de tinta: un veneno oscuro y pesado, que mamá tomaba a sorbitos. Mamá leía y fumaba, y sólo de vez en cuando bebía un poco de vino.
El muchacho la observaba a través de los párpados medio entornados, sin moverse para no llamar su atención, y seguía el humo del cigarrillo que se iba acercando al extractor; volutas de humo blanco y gris que el torbellino atraía y desmenuzaba y que luego las aspas de goma, blandas y verdes, expulsaban otra vez. Aquel extractor, del tamaño de los que hay en los grandes almacenes, roncando pacíficamente, limpiaba la atmósfera de la habitación en pocos minutos. Luego, mamá apretaba el botón situado en la pared junto a su cama, allí donde colgaba también el retrato de papá: un muchacho sonriente, un hombre con la pipa en la boca, demasiado joven para ser el padre de un muchacho de once años, un hombre tan joven como Luigi, el de la tienda de helados, tan joven como el pequeño y tímido maestro nuevo, y mucho más joven que mamá, la cual tenía la misma edad que las madres de los demás muchachos. Papá, en cambio, era un joven sonriente, y desde hacía algunas semanas aparecía también en sus sueños, aunque distinto de como era en la fotografía: triste y desanimado, sentado sobre una mancha de tinta como sobre una nube, sin rostro y, sin embargo, llorando como quien hace millones de años que espera; vestido de uniforme, sin graduación, sin condecoraciones; como un extraño que, de pronto, hubiese penetrado en sus sueños, distinto de como el muchacho hubiera querido que fuera.
Lo importante era permanecer silencioso, sin apenas respirar, sin abrir los ojos, para poder así adivinar, por los ruidos de la casa, la hora que era. Si ya no se oía a Glum, eran las diez y media; si ya no se oía a Albert, eran las once. Pero generalmente oía todavía a Glum en la habitación de encima, con sus pasos lentos y pesados, y a Albert que, en la de al lado, silbaba mientras trabajaba. A menudo, a última hora Bolda bajaba la escalera para ir a prepararse algo en la cocina: unos pasos resbaladizos, un tímido oprimir el interruptor de la luz y, no obstante, casi siempre la descubría la abuela, cuya ronca voz resonaba en la entrada: «Anda, la glotona, mira cómo se prepara todavía algo por la noche... ¿ya estás friendo, amasando o hirviendo alguna de tus porquerías?», Bolda le contestaba con su voz chillona: «Sí, vieja podrida, todavía tengo hambre. Si gustas...» Volvía a resonar la voz estridente de Bolda, y luego un —«¡Puah!»— sordo de la abuela, lleno de asco. Pero otras veces, las dos mujeres cuchicheaban y al muchacho sólo le llegaba, de vez en cuando, una carcajada, chillona si era de Bolda, grave si procedía de la abuela.
Pero Glum, que se paseaba arriba y abajo mientras leía sus misteriosos libros: Dogmática y Teología moral, apagaba la luz a las diez en punto, se dirigía al cuarto de baño de arriba, se lavaba —murmullo de agua y puff, cuando la llamita encendía todas las demás llamas del calentador de gas—, luego volvía a su habitación, apagaba la luz y se arrodillaba a oscuras junto a su cama para rezar. El muchacho oía perfectamente cómo Glum daba con sus huesudas rodillas contra el suelo y, si reinaba silencio en las demás habitaciones, le oía murmurar; Glum murmuraba largo rato allá arriba a oscuras. Y cuando se levantaba y los muelles del somier rechinaban, eran exactamente las diez y cuarto. Todos en aquella casa, excepto Glum y Albert, eran de costumbres irregulares: Bolda era capaz de bajar después de las doce de la noche para prepararse un té para dormir, o una infusión de hojas de lúpulo que guardaba en una bolsa de papel marrón; y cuando hacía ya rato que el reloj había dado la una, la abuela iba a veces a la cocina, se preparaba un buen plato de bocadillos de carne, tomaba una botella de vino tinto debajo del brazo y volvía a su cuarto. A media noche, también se le podía ocurrir de pronto que tenía la caja de cigarrillos vacía, una preciosa cajita de porcelana azul, en la que cabían dos paquetes de veinte cigarrillos. Entonces, refunfuñando en voz baja, empezaba a andar por la casa buscando tabaco: una enorme abuela de cabello rubio y rostro rosado, que arrastraba los pies y se dirigía, por de pronto, a la habitación de Albert, porque sólo Albert fumaba cigarrillos que fueran de su agrado. Glum sólo fumaba en pipa, y a la abuela no le gustaba la marca de los cigarrillos de mamá: «esa porquería floja que fuman las mujeres; no más ver esos chismes de paja y ya me mareo», y Bolda sólo tenía siempre en su armario un par de cigarrillos mugrientos y medio aplastados con los que hacía las delicias del cartero y del empleado de la compañía de electricidad, pero que provocaban el escarnio de la abuela: «Parece que los hayas pescado en la pila del agua bendita y los hayas puesto a secar —¡cigarrillos de monja! ¡Puah!» Otras veces no había ni un cigarrillo en la casa y tío Albert tenía que vestirse a medianoche, tomar el coche e irse a la ciudad a buscar cigarrillos; o Albert y la abuela buscaban piezas de cincuenta pfennigs y de un marco y Albert iba hasta el automático más próximo y sacaba tabaco. Pero la abuela no se conformaba con sólo diez o veinte cigarrillos, quería que fuesen cincuenta, un par de paquetes rojos como el fuego, en los que se leyera la palabra Tomahawk, Rein Virginia, cigarrillos blanquísimos muy fuertes y muy largos. —«¡Ah, pero que sean frescos, muchacho!»— y abrazaba a Albert en el recibidor al verle regresar, lo besaba y murmuraba: «Si no fuera por ti, hijo mío... si no fuera por ti... un hijo no se portaría mejor.»
Finalmente se iba a su cuarto, se comía los bocadillos, rebanadas de pan blanco con mucha mantequilla y un buen filete encima, se bebía el vino y se ponía a fumar.
Albert era casi tan metódico como Glum: a partir de las once ya no se oía nada en su cuarto. Todo lo que sucedía después de las once corría de cuenta de las mujeres: la abuela, Bolda y mamá. Ésta raras veces se levantaba, pero en cambio leía hasta muy tarde y fumaba cigarrillos ligeros y aplastados que sacaba de un paquete amarillo. Moscheer, Rein Orient, decía el paquete. De vez en cuando bebía un sorbo de vino y cada hora enchufaba el extractor para expulsar el humo de la habitación. Pero a menudo, mamá salía o traía visitas a casa y a él, al muchacho, le trasladaban a la habitación de tío Albert y hacía como que dormía. El muchacho tenía odio a las visitas, a pesar de que le gustaba dormir en la habitación de tío Albert.
Cuando había visitas, se hacía tarde: las dos, las tres, las cuatro de la madrugada; a veces incluso las cinco; y, al otro día, tío Albert se quedaba dormido y no había nadie que desayunara con el muchacho antes de que saliera para la escuela, Glum y Bolda ya se habían marchado, mamá dormía siempre hasta las diez y la abuela no se levantaba nunca antes de las once.
Aunque siempre se proponía permanecer despierto, solía volverse a quedar dormido poco después de pararse el extractor. Cuando su madre leía hasta muy tarde, el muchacho se despertaba hasta dos y tres veces, sobre todo si Glum se había olvidado de engrasar el aparato. Cuando empezaba a dar vueltas, éste rechinaba a tropezones hasta alcanzar velocidad, y entonces funcionaba sin dificultad ni ruido. Pero desde los primeros chirridos, el muchacho se despertaba y veía a su madre tendida tal como la había visto la primera vez: apoyada sobre un codo, con el cigarrillo entre los dedos de la mano izquierda y leyendo: el vino del vaso no había disminuido.
Algunas veces, su madre leía la Biblia; otras, el muchacho veía en sus manos el devocionario encuadernado en piel parda y, por razones que no sabía explicarse exactamente, se avergonzaba, procuraba dormirse o tosía para llamar la atención. Cuando eso ocurría ya era tarde, y todo el mundo, en la casa, estaba ya durmiendo. Mamá se levantaba de un brinco al oírle toser, se acercaba a su cama, le ponía la mano sobre la frente, le besaba en la mejilla y le preguntaba en voz baja:
—¿Te encuentras bien, hijo mío?
—Sí, sí —decía el muchacho sin abrir los ojos.
—En seguida apago la luz.
—No, ya puedes seguir leyendo.
—¿Te encuentras bien, de veras? ¿No tienes fiebre?
—No, no, me encuentro bien. De veras.
La madre le subía el embozo hasta el cuello —al muchacho le sorprendía que aquella mano fuera tan ligera— y luego volvía a su cama, apagaba la luz y, a oscuras, enchufaba el extractor hasta que se renovara el aire. Mientras el aparato funcionaba, ella seguía hablando con su hijo:
—¿No quieres que te arreglemos la habitación de arriba, junto a la de Glum?
—No, déjame quedar aquí.
—¿O la sala de al lado? Podríamos sacar los muebles.
—No, de veras.
—¿Quizás el cuarto de Albert? A él le daríamos otro.
—No.
Hasta que, de pronto, la velocidad del extractor disminuía y el muchacho comprendía que su madre había oprimido el botón a oscuras. El extractor daba todavía un par de vueltas más, chirriando, y se quedaba parado, y luego el muchacho oía en la oscuridad los trenes lejanos y un ruido seco como una detonación al chocar los vagones de mercancías y le parecía ver el cartel: Estación de mercancías-Este. Allí había estado una vez con Welzkam. El tío de Welzkam era el fogonero de la locomotora que hacía maniobras con los vagones.
—Tenemos que decir a Glum que engrase el extractor.
—Ya se lo diré.
—Sí, díselo, pero ahora tienes que dormir. Buenas noches.
—Buenas noches.
Pero el muchacho no podía dormirse y sabía que su madre, por quieta que estuviera, tampoco dormía. Oscuridad y silencio, al que, de vez en cuando, llegaba de muy lejos el ruido sordo y casi irreal de la estación de mercancías-Este. Del silencio surgían palabras que caían en él, palabras que le ponían inquieto: la palabra que la madre de Brielach había dicho al pastelero, la misma palabra que aparecía siempre en la entrada de la casa en que vivía Brielach y la palabra que Brielach había pescado recientemente y que ahora repetía sin cesar: inmoral. A veces pensaba también en Gäseler, pero éste estaba muy lejos y, al recordarle, no sentía miedo ni odio, sino sólo una especie de molestia; más miedo le daba la abuela, que insistía en que este nombre penetrara en él, se lo arrancaba nuevamente y volvía a encasquetárselo, a pesar de que Glum sacudía enérgicamente la cabeza al presenciar estas escenas.
Más tarde oía que su madre dormía; en cambio, él no lograba conciliar el sueño. Trataba de hacer surgir de la oscuridad la imagen de su padre, pero no la encontraba. Miles de imágenes tontas se precipitaban hacia él, imágenes de películas, de revistas ilustradas, de libros de lectura: Blondi, Hoppalong Cassidy —y el pato Donald— pero su padre no aparecía. Se le presentaba Leo, el tío de Brielach, el pastelero, Grebhake y Wolters, aquellos muchachos que cometieron una obscenidad entre los arbustos: rostros encendidos como la grana, braguetas desabrochadas y un olor amargo a hierba fresca. ¿Inmoral era lo mismo que obsceno? Pero nunca se le aparecía el padre, aquel hombre que en los retratos era demasiado insignificante, demasiado alegre, aquel hombre que tenía el aspecto demasiado joven para ser un verdadero padre. La característica de los padres era estar presentes a la hora del desayuno y su padre no parecía dispuesto a comparecer a los desayunos. La característica de los padres era ser metódicos, cualidad que tío Albert poseía hasta cierto punto; pero su padre, no tenía aspecto de metódico: levantarse, desayunar, trabajar, leer el periódico, volver a casa, dormir. Todo eso no se avenía con su padre, que yacía enterrado muy lejos, junto a un pueblo ruso. ¿Se parecería ahora, al cabo de diez años, al esqueleto del Museo de higiene? Esqueleto reajustado, mondo y sonriente, soldado de primera y poeta, combinación de propiedades terriblemente desorientadora. El padre de Brielach había sido suboficial: suboficial y cerrajero. Los de otros muchachos eran comandantes y directores, suboficiales y tenedores de libros, cabos primera y escribientes... pero ninguno había sido soldado de primera, ninguno poeta. Leo, el tío de Brielach, había sido sargento de caballería y cobrador de tranvías, fotografía en color en el armario de la cocina entre Tapioca y Sémola. ¿Qué era tapioca? Palabra misteriosa que evocaba la América del Sur.
Luego surgirían preguntas del catecismo: números tambaleantes en combinación con una pregunta y una respuesta.
«Pregunta 2.ª: ¿Cómo trata Dios al pecador que desea enmendarse? Respuesta: Dios perdona gustoso a todo pecador que desee enmendarse.» Y el versículo turbador: Si quieres acordarte de los pecados. Señor, ¿quién podrá salvarse en tu juicio? Nadie se salvaría. Según la íntima convicción de Brielach, todas las personas mayores eran inmorales y todos los niños obscenos. La madre de Brielach era inmoral. Tío Leo lo era, el pastelero probablemente también, y mamá, que, en la entrada, tenía que oír cómo la reñían en voz baja: «¿Dónde andas siempre metida?»
Había excepciones, reconocidas incluso por Brielach: tío Albert, el carpintero de abajo, la señora Borussiak y el señor Borussiak, Glum y Bolda; pero sobre todo la señora Borussiak: voz grave y llena que encima de la habitación de Brielach lanzaba canciones maravillosas al patio.
Pensar en la señora Borussiak en medio de la oscuridad era consolador, agradable e inofensivo: Verde era el país de mi infancia solía cantar, y cuando lo hacía, el mundo entero era verde. Como si un filtro se hubiese corrido ante sus ojos, todo se coloreaba de verde; incluso ahora en la cama, a oscuras, cuando pensaba en la señora Borussiak, la oía cantar y la veía detrás de sus párpados cerrados. Verde era el país de mi infancia.
También era deliciosa la canción del valle de lágrimas: Estrella marina, te saludo al verte..., y al decir «verte» todo se volvía también verde. Llegaba un momento en que se quedaba dormido; probablemente entre la voz de la señora Borussiak y aquella palabra que la madre de Brielach había dicho al pastelero: una palabra típica de tío Leo, pronunciada entre dientes en el sótano oscuro, dulzón y tibio de la pastelería; una palabra cuyo significado había llegado a descubrir con la ayuda de Brielach: tenía que ver con la unión de los hombres y las mujeres, estaba en estrecha relación con el sexto mandamiento, era inmoral y daba pie al versículo que tanto le preocupaba: Sí quieres acordarte de los pecados. Señor, ¿quién podrá salvarse en tu juicio?
Tal vez se durmiera al llegar a Hoppalong Cassidy, un audaz caballero con audaces aventuras, un poco alocado como los invitados que mamá traía a casa, que también eran alocados. De todos modos era agradable oír respirar a mamá; muchas veces, su cama permanecía vacía, a menudo durante varios días consecutivos. La abuela, en la entrada, la reñía en voz baja: «¿Dónde andas siempre metida?» Ella no contestaba.
El despertar, por la mañana, era siempre una aventura. Si tío Albert, al despertarle, llevaba camisa limpia y la corbata puesta, todo iba bien; entonces desayunaba de verdad en la habitación de Albert: con mucho tiempo por delante: no había que correr y podía repasar otra vez con él los deberes de la escuela. Pero si éste todavía no se había peinado, andaba metido en el batín y con la cara arrugada, el muchacho tenía que tomarse el café a toda prisa y Albert escribía rápidamente una excusa: «Distinguido señor Wiener: Le ruego disculpe al muchacho por haber vuelto a llegar tarde. Su madre ha tenido que ausentarse y yo me olvidé de llamarle a tiempo. Haga el favor de perdonar este retraso. Atentamente le saluda.»
Cuando su madre traía visitas, era fatal: risas tontas que se oían desde el cuarto de Albert, sueño desasosegado en la enorme cama de tío Albert y, a veces, éste ni siquiera se acostaba, sino que, entre cinco y seis de la mañana, tomaba un baño: ruido del agua al caer en la bañera, chapaleteo en el cuarto contiguo... El muchacho volvía a quedarse dormido, pero estaba rendido cuando Albert iba luego a despertarle. En la escuela pasaba la mañana medio dormido, y, por la tarde, como compensación, al cine y a la tienda de helados o a casa de la madre de Albert en el campo: Bietenhahn, llave del bosque de Bieger. El vivero en el que Glum cogía peces con la mano y luego volvía a soltar, el cuarto encima del establo de las vacas, o jugar a pelota durante horas y más horas con Albert y Brielach en el césped duro y recién cortado. Horas y más horas hasta estar cansado y sentir hambre del pan que la madre de Albert amasaba ella misma; y tío Will que siempre decía: «Poneos más mantequilla sobre el pan—, no—, más mantequilla—, no—, más mantequilla.» Y. en el campo, Brielach alguna vez reía, cosa que apenas hacía jamás.
Había muchas estaciones entre las que el muchacho podía quedarse dormido: Bietenhahn y el padre, Blondi e inmoral. El sordo ronquido del extractor era un ruido agradable, porque quería decir que mamá estaba allí. El ruido que hacía al volver las hojas, al respirar, al frotar la cerilla y al tragar cuando bebía un sorbo de vino... y la misteriosa atracción que todavía ejercía el extractor cuando ya hacía rato que estaba desenchufado: el humo que seguía acercándose a las aspas; y llegaba un momento en que se desconectaba la conciencia entre la estación Gäseler y Si quieres acordarte de los pecados. Señor...