XIX
Nella cerró los ojos, los volvió a abrir, los volvió a cerrar, los abrió otra vez, pero la imagen no desapareció: unos jugadores de tenis bajaban por la avenida. Grupos de dos, de tres, de cuatro. Jóvenes héroes vestidos de blanco llegaban como convocados por el director de escena y con la consigna de no sacar el dinero del monedero al llegar a la sombra de la iglesia. Altos tallos que caminaban alegremente, avanzando por la verde penumbra de la avenida. Procesión de espárragos que seguían el camino prescrito: dar la vuelta a la iglesia y desaparecer en el parque cruzando oblicuamente la calle. ¿Se había vuelto loca, o realmente el club de tenis daba una fiesta para caballeros? ¿Se jugaba quizás algún campeonato? Nella oía tamborilear las pelotas como en los días de grandes partidos. Griterío —el rojo de la pista, el tintineo de las botellas verdes en el fondo— y los gallardetes de colores de los barcos invisibles, que una mano invisible izaba de las bambalinas hasta que se confundían en el horizonte con las nubes de humo negro. Nella intentó contar los espárragos, pero, hastiada, desistió al llegar a veinte. Seguían viniendo más, cada vez más. Intemporales, esbeltos, blancos, bajaban por la avenida. Hasta ella llegaron risas, y seguían acudiendo más y más: alegres espárragos de jardín, todos iguales; todos de una misma estatura, todos igualmente blancos, todos igualmente esbeltos. Sonriendo, iban saliendo de detrás de casa de Nadolte, allá arriba; era imposible pensar que estaba soñando o que se había vuelto loca. Nada le ayudaba a destruir aquella imagen. El coche gris de Albert no llegaba y el sueño de Rai, que tantas veces había logrado evocar, no aparecía: verle llegar de la parada del tranvía; grisalla suave de los troncos de las acacias listada de verde intenso y con manchas de musgo en los hoyos donde se acumulaba la lluvia, rayas negras como asfalto fresco, y el gris verdoso de las hojas, y Rai llegando de la parada del tranvía; venía cansado, descorazonado, pero venía.
El sueño no podía reconstruirse. Venían espárragos y éstos eran reales: procesión intemporal que demostraba su realidad por el hecho de terminarse. La avenida quedó desierta, aquella avenida por la que Rai ya no llegaba. Para sostenerse, Nella sólo tenía la abrazadera de brocado de oro y el cigarrillo; a Nella le pareció que oía el eco que desenmascaraba la mentira y le arrojaba a la cara, como una maldición: —ührer, —ueblo, —atria: a ella, subproducto de la fábrica de viudas, que ni siquiera había cometido el pecado de acostarse con otros hombres.
El humo se acumulaba entre la cortina y el cristal de la ventana; Nella tenía hambre, pero la idea de ir a la cocina le daba asco. Todavía estaban los platos sin fregar: platos sucios, tazas sin aclarar, cacerolas con restos de comida seca, cazos medio vacíos, tazas en las que nadaban colillas en restos de café, todos los indicios de una comida precipitada, y Albert no llegaba. La casa estaba desierta y silenciosa y ni siquiera se oía a la abuela.
En Bietenhahn, el coche de Albert no estaba delante de la puerta. Will, con la boca llena de clavos y un martillo en la mano, arreglaba en el jardín las porterías de fútbol improvisadas, y la colada ya estaba seca. Un viento fresco soplaba en el idílico valle del Brer. Delante de la casa, se veían unas cajas verdes llenas de botellas de cerveza y la madre de Albert tomaba un trozo de jamón rosado de manos del chico de la carnicería: la mujer se sonreía y Nella pudo leer en el rostro del muchacho la importancia de la propina.
Pero durante el trayecto, el autobús tampoco se había cruzado con el coche de Albert: imitando el cuerno del postillón, se acercaba alegremente a la ciudad.
A su oído acudían rumores de épocas pasadas: —ührer, —ueblo, —atria: mentira decapitada que caía sobre ella como una maldición. Aquel eco parecía remontarse a mil años atrás. Generaciones extinguidas desde hacía tiempo habían ofrecido sacrificios a aquellas divinidades. Hombres quemados, pisoteados, asfixiados en las cámaras de gas, ametrallados... por seis sílabas incompletas.
Una nueva hornada de espárragos, salida del hotelito de Nadolte, bajaba por la avenida. Retaguardia de la deportividad, cinco tallos parecidos, blancos y esbeltos: reserva del campeonato que daba la vuelta a la iglesia, cruzaba la calle y desaparecía en el parque.
Había sido agradable visitar de vez en cuando al padre Willibrord, escuchar los informes que daba con voz armoniosa, dejarse mecer por su sonoridad, dejar que nutriera el ensueño. También Schurbigel la había calmado alguna vez. Compresas de consuelo, felicidad recibida de manos del peluquero bien intencionado. Era más agradable que la monótona salmodia de las monjas que tenían fijos los ojos en la imagen del Crucificado. Ininterrumpida plegaria que Albert facilitaba al encargarse de todos los trabajos de las monjas que no fuesen propiamente orar: contabilidad y cálculos. A cambio de este trabajo, las monjas le hacían regalos enternecedores: café de monjas, pasteles de monjas, flores de su jardín, huevos de Pascua pintados de colores y galletas de anís para Navidad. Luz sin brillo agobiante, en la capilla lateral donde rezaban las monjas; cortina azul, sobre la que la reja se dibujaba en negro.
Nella no lograba ya asociar a Willibrord con la idea de agradable, y sólo pensar en tener que escuchar otra vez a Schurbigel le daba mareo. Perdido, el claroscuro perfumado; sólo le quedaba la luz cruda que iluminaba el perfil de Gäseler. Confección inteligente e intercambiable. Los asesinos no son horribles, no causan pavor, no dan materia a pesadillas ni a películas de ambiente: los asesinos pueblan las películas publicitarias, la luz sin relieve ya les basta; no son sino unos manoseadores sentados al volante. Nella volvió a oír el eco, desenmascarado por la acústica de la capilla bautismal que retenía las consonantes iniciales, una efe y dos pes como tributo a la mentira: sólo palabras decapitadas.
Un niño jugaba ahora en la avenida. Un patinete rojo con un niño rubio se trasladaba de un árbol a otro serpenteando. No se veían ya más espárragos.
Nella, al oír llamar a la puerta, se sobresaltó, pero contestó maquinalmente.
Al ver el rostro de Bresgote, comprendió lo que tenía que suceder. La muerte que se había apoderado del rostro de Scherbruder estaba también en la expresión de Bresgote. Los efectos de su propia sonrisa se reflejaron en aquel rostro.
—Usted dirá —dijo.
—Me llamo Bresgote —dijo el hombre—. Estaba aguardando a Albert en la habitación de al lado.
Nella se acordó de haberle visto en otra ocasión.
—Creo que nos conocemos, ¿no es verdad?
—Sí —contestó él—; de la fiesta de verano.
Bresgote se acercó.
—¡Ah, sí! —dijo ella.
Bresgote se acercó más todavía. Y la muerte se hizo más dura en su rostro. La sonrisa había dado en el blanco.
—Una sola palabra suya, y mataré a Gäseler.
—¿Sería usted capaz de hacerlo?
—Sí, lo haría —dijo él—: lo haría inmediatamente.
Era indispensable que los aventureros desesperados estuvieran sin afeitar. Los pelos de su barba se clavaron en el cuello de Nella; ella intentó ahorrarle una decepción, pero no logró retener las lágrimas. Bresgote la besó apasionadamente, la empujó hasta la cama, y ella, en un ademán desesperado, alargó el brazo y pulsó el botón del extractor; el murmullo suave y apagado de las aspas hizo que no se oyeran los extraños sollozos de Bresgote. En los refugios en ruinas, los niños intentaban salvarse así del pánico y de la muerte, pero jamás dieron el nombre de amor a semejante cosa.
—Váyase, por favor —dijo Nella.
Él le preguntó sollozando:
—¿Podré verla otro día?
—Sí —contestó ella—, pero más adelante.
Con los ojos cerrados, Nella le oyó marcharse. A tientas, buscó el botón del extractor para pararlo. Pero el silencio la molestó y volvió a poner el extractor en marcha. El olor de Bresgote se le había pegado a la mejilla: sudor salado mezclado con aroma de coñac y de tabaco. Subproducto de la fábrica de viudas, Nella se había comprometido a liberar definitivamente de la muerte a un aventurero mal afeitado.
En la calle, el coche de Albert se detuvo frente a la puerta, y jamás la voz de Martin le había parecido tan aguda y tan desconocida como en aquel momento. Martin se precipitó en la habitación de Albert, Bolda reía, Bresgote hablaba, luego entró Albert... y de pronto, reinó silencio durante unos instantes. Luego oyó que Bresgote decía lo que Albert ya hacía rato que había leído en su cara:
—La señora Bach... Nella está de vuelta.
En la habitación contigua se probaban las pelotas de ping-pong: tamborileo contra el suelo, notas más claras al dar contra las puertas.
—Las camisas —dijo Martin—, las camisas y las cosas de la escuela, tengo que llevarme.
—Deja —dijo Albert desde la entrada—, ya te lo traeré todo más tarde.
Nuevo tamborileo de las pelotas de ping-pong contra el suelo, nuevas notas más claras contra las puertas, y Albert dijo enfadado:
- Quédate aquí, no entres, deja dormir a tu madre. Ya vendrá luego.
—¿Seguro que vendrá?
—Sí —contestó Albert—. Vendrá a reunirse con nosotros.
Las pelotas tintinearon en la caja, sacudidas entre el fondo y la tapa, luego se alejó el ruido. Nella lo oyó primero en la entrada, después en el jardín y oyó que Bresgote decía a Albert.
—¿No estás dispuesto a hacer nada?
—No —contestó Albert.
Puso el coche en marcha y se alejó, dejando tras de sí el silencio. Nella le agradeció que se hubiese marchado y que no hubiese dejado entrar a Martin en su habitación. De la cocina le llegaba ruido de vajilla. Bolda recogía los platos sucios en la fregadera, mientras cantaba en voz baja, pero terriblemente desafinada: «La tierra se ha librado de la muerte...»
El chorro del agua dominaba su canto y el ruido de vajilla, pero en seguida la voz de Bolda se dejó oír de nuevo: «Devuélvelo todo al Señor...»
Las puertas de los armarios chirriaron en sus goznes, se oyó un hurgar de llaves, y luego a Bolda que arrastrando los pies subía la escalera hacia su cuarto.
Nella no oyó hasta entonces los pasos de su madre que, como una prisionera, se paseaba arriba y abajo por su habitación; luego, llegó a sus oídos el suave susurro del extractor. Lo paró, y como si el silencio le exprimiera las lágrimas, Nella rompió a llorar desesperadamente.