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—¡Aguardad! -gritó el rey Juan. Aun cuando no había mudado de expresión, desde la corta distancia que los separaba Jim creyó advertir un tenue brillo en la frente real, indicativo de sudor-. ¡Aguardad, joven primo! Respeto vuestro deseo de llevar a los ingleses a la victoria.

Debéis dedicar, no obstante, un momento a la reflexión. Si lleváis a cabo vuestro propósito morirán buenos y leales caballeros en ambas facciones; porque es seguro que tanto ingleses como franceses lucharán hasta la muerte si os ven en el campo y en medio de la batalla…

El hecho de que aquellos argumentos fueran precisamente los mismos que había utilizado el conde para tratar de convencer al rey no parecía inspirar inhibición alguna en éste a la hora de servirse de ellos con el fin de hacer desistir al príncipe.

—Pensad, primo -prosiguió el rey Juan-, que este día ya han sucedido cosas que más valdría haber evitado. No corramos el riesgo de acumular otros errores. Debemos reanudar los parlamentos, y, si ello ha de manteneros alejado del campo, estoy en disposición de considerar, no sólo la rendición de los franceses ante los ingleses…

aunque os advierto que, como es comprensible, ése es únicamente uno de los temas que trataremos.

—¿Alteza? -inquirió tras él, esperanzado, el duque de Cumberland.

El príncipe permaneció a caballo, en silencio, durante un momento, absorto al parecer en profundas reflexiones, hasta que por fin centró la mirada en el duque.

—Mi señor -dijo-, vos sois más avezado en estos asuntos. ¿Sería vuestro consejo que me demorara en acudir al campo mientras vosotros parlamentáis un rato?

—Esa sería mi recomendación, alteza -se apresuró a aseverar el duque-. Mi sincera recomendación. Yo no veo deshonra en ello, y tomando en consideración el valor de vuestra persona para Inglaterra, no sólo en el presente sino en el futuro, es mejor que no os arriesguéis a sufrir un accidente yendo al campo de batalla.

—¡El temor por mí mismo no refrenaría mi impulso! -declaró con enojo el príncipe.

—No, no, estoy convencido de que ése no es el sentimiento de su alteza -afirmó con apuro el duque-. De todas formas, yo os aconsejo fervientemente que dilatemos la conversación con su majestad el rey de Francia.

—De acuerdo -cedió Eduardo, desmontando-. Seguiré vuestro consejo. Proseguid pues la discusión, de la que yo seré atento oyente.

Fue caminando hacia ellos y se incorporó al grupo aparte que formaban antes el duque y el rey.

A juicio de Jim, que también escuchó con atención, la discusión tomó una vertiente radicalmente distinta. Enseguida quedó patente que tanto el duque como el rey trataban de tomar una determinación que no implicara victoria ni derrota para ninguna de las partes. Lo complicado era encontrar las fórmulas de lenguaje adecuadas que así lo permitieran, dado que todas las discusiones de aquella naturaleza siempre se atenían a términos estrictos de capitulación por una parte y triunfo de la otra.

Todo apuntaba a que el problema que Carolinus había encargado resolver a Jim iba a solucionarse por sí solo. Hasta entonces Jim no se había planteado el enorme efecto psicológico que habría tenido el que el joven príncipe irrumpiera en el campo liderando a los ingleses en una batalla contra un número de franceses supervivientes bastante parejo. Los ingleses pelearían sin duda con renovados bríos al comprobar que tenían al príncipe de su lado, mientras que los franceses se sentirían descorazonados al ver que ya no contaban con la baza del supuesto apoyo del príncipe a Francia.

Aquél era el tipo preciso de factor emocional capaz de decidir el desenlace de una batalla como ésa, del cual demostraban ser conscientes tanto el príncipe y el conde como el propio rey Juan.

La discusión se alargaba en el intento de encontrar el molde apropiado de palabras que diera cabida a la solución de la situación.

Era difícil declarar simplemente una tregua, puesto que las condiciones habituales en las que se declaraba una tregua -a saber, que los dos ejércitos aún no hubieran medido sus fuerzas-eran inexistentes en ese caso, en que los ejércitos ya estaban enzarzados en combate.

La solución finalmente acordada fue decretar una tregua temporal inmediata, a la que, en teoría, habrían de seguir discusiones, y la decisión respecto a quién había sido el ganador de la batalla se postergaría una y otra vez hasta que se convirtiera en agua pasada.

Como la idea contaba con el favor tanto del rey Juan como del duque y no parecía disgustar al príncipe, se llegó a un acuerdo. Ello suscitó, no obstante, una cuestión francamente espinosa. ¿Cómo proclamar la tregua y conseguir que los ejércitos dejaran de luchar?

Sobre el procedimiento que cabía seguir no había duda. Se mandarían al campo heraldos reales, tanto franceses como ingleses, con trompetas y proclamas, que anunciarían el decreto de una tregua inmediata debido a que el joven príncipe heredero de Inglaterra volvía a ocupar su lugar en el bando inglés, lo cual implicaba que habían de superarse ciertos escollos diplomáticos antes de volver a dirimir la victoria en el campo de batalla. El detalle de que no existía intención alguna de volver a someter la cuestión a la prueba de las armas, cuando menos en los que habían llegado en ese momento a un acuerdo, sería omitido por los heraldos.

El problema surgió del hecho, previsto por todos salvo Jim, de que aquello era más fácil de decir que de hacer.

—Pero ¿cuál es el problema? -preguntó quedamente Jim al oído de Brian para que nadie pudiera oírlo.

Brian volvió la cabeza hacia él de modo que su respuesta tampoco fuera audible para los demás.

—Los caballeros no siempre dejan de luchar sólo porque así se les ordene -explicó-. La orden puede impedir que inicien el combate, pero, una vez que se ha comenzado éste, no paran así como así, y menos si una de las facciones siente que está a punto de ganar y que un poco de esfuerzo más les brindará la victoria.

Jim no tuvo más remedio que dar crédito a la explicación en el rato que siguió al envío de mensajeros a los heraldos reales de ambos ejércitos para que divulgaran la noticia de la declaración de una tregua en el campo. Entonces empezó a comprender el sentido de las palabras de Brian.

Los heraldos galoparon de un extremo a otro del campo, haciendo sonar las trompetas y gritando las proclamaciones en inglés y en francés, pero los contendientes enzarzados en combate apenas les hicieron caso.

Poco a poco, Jim fue entendiendo el trasunto de tal actitud. Los caballeros medievales no iban a la guerra para interrumpir batallas.

Iban a la guerra para ganar batallas y matar gente, y tal vez incluso para hallar una muerte hipotética. Si la suerte era adversa, cabía la posibilidad de perder una batalla. Lo que era impensable era ir a la guerra para de repente parar de guerrear. La verdad era que a aquellos caballeros les gustaba descaradamente luchar. A lo largo del invierno los había oído quejarse, aun en las múltiples fiestas a las que había asistido, dadas por cualquier aristócrata que tuviera un castillo o un salón lo bastante amplio para recibir. El invierno era una época para matar con impaciencia el tiempo a la espera de que la primavera hiciera posible dedicarse a la única cosa que valía la pena en la vida: luchar.

Como había oído comentar más de una vez a algunos barones de la nobleza, la cantidad de comidas que podían comerse era limitada, como también lo eran las copas de vino que podían beberse y el número de mujeres capaces de suscitar interés. Uno se cansaba rápidamente de eso y después no le quedaba más que permanecer mano sobre mano hasta que se fundía la nieve y se podía reanudar la actividad que realmente llenaba la vida de un caballero.

—James.

Jim se volvió hacia Carolinus con un repentino sentimiento de culpa. Recordó que hacía rato que el mago le había dicho que quería hablar a solas con él, y él lo había olvidado con la precipitación con que se habían encadenado los acontecimientos.

—Ven conmigo -le pidió Carolinus-. Nadie se dará cuenta de que te vas. Nadie salvo Malvino, y a él no le extrañará que nos alejemos a conversar.

Carolinus giró sobre sí sin aguardar respuesta y se abrió camino entre los hombres de armas. Yendo detrás de él, Jim observó con interés que, si bien ninguno de los hombres de armas parecía reparar en ellos ni les abría paso adrede, muchos de ellos se apartaban un poco para ensanchar el espacio por el que iba a pasar Carolinus.

Después de atravesar el círculo de personas, caminaron un trecho hasta adentrarse entre los árboles, de forma que no vieran ni oyeran a ninguna de ellas.

Al pie de un gran árbol que resguardaba del fulgor del sol de mediodía, Carolinus se detuvo y se volvió de cara a Jim. Este siguió su ejemplo y entonces se cruzaron sus miradas.

—Vas a tener que decidir lo que harás con respecto a Malvino, James -anunció Carolinus-. Ha llegado el momento de que tomes una determinación.

—¿Lo que voy a hacer? -repitió con extrañeza Jim-. El curso de los acontecimientos lo ha dejado ya desbancado. Se ha quedado sin su falso príncipe, y el conde y el rey Juan han llegado a un acuerdo.

Ahora sólo es cuestión de que los soldados dejen de luchar en el campo.

—Como has podido observar -señaló con sequedad Carolinus-, esa última parte no ha culminado con éxito.

—No -reconoció Jim-, pero yo diría que Malvino ha quedado al margen de la escena.

—Del escenario temporal normal, sí -admitió Carolinus-. Lo que queda por resolver es qué conviene hacer con él en lo tocante al reino de la Magia.

—Pero no es responsabilidad mía decidir lo que debe hacerse con él, ¿verdad? -preguntó Jim con súbita aprensión-. A buen seguro existen otras personas, u otras normas, o algo por el estilo que se ocuparán de él.

—Existen, en cierto sentido -contestó Carolinus-. La principal es el Departamento de Cuentas. No obstante, lo que haga el Departamento de Cuentas dependerá de la demanda que tú resuelvas presentar.

—¿Por qué? ¿Qué demanda debería presentar yo? -inquirió Jim.

—Tal como he dicho -repuso Carolinus-, ésa es una decisión que tú debes tomar. Yo no puedo prestarte más asistencia en esto que en lo sucedido hasta ahora. Era necesario contener a Malvino y hacer que rindiera cuentas; y ese cometido no podía asumirlo un mago como yo, sino alguien como tú, de categoría muy inferior. Esa es una de las normas a la que están sujetos todos los magos y que se cimenta en la necesidad de establecer un sistema que impida que los magos de gran poder luchen entre sí, pues ello podría suponer un peligro para los otros reinos que habitan en este mundo y el espacio aéreo y subterráneo que lo rodean. Seguramente ya te he explicado algo al respecto. La razón por la que te he hecho venir aquí es para exponerte cuál es tu situación concreta en ese momento.

—Decídmelo pues -lo invitó Jim.

—De acuerdo -aceptó Carolinus-. En primer lugar debes comprender que, de todos los magos de este mundo, tú eres el único miembro de nuestro arte y oficio que estaba en condiciones de hacer frente a Malvino. Como decía, el que lo sometiera tenía que ser necesariamente inferior a él, lo cual es por definición una empresa destinada al fracaso. La excepción a esa fatalidad era un mago inexperto que había tenido una formación como no la había recibido igual ningún mago de este mundo, sobre todo en un ámbito al que vosotros dais otro nombre y que ha moldeado por completo el mundo futuro en el lugar de donde tú provienes.

—¿Os referís a la tecnología? -aventuró Jim, comprendiendo de repente.

—Si es así como la llamáis, sí -confirmó Carolinus-. La necesidad derivaba del hecho de que a mí me estaba totalmente prohibido ayudarte de la manera que fuera, y ni siquiera podía enseñarte los conocimientos que necesitarías para preservar la vida ante los hechizos que podía utilizar contra ti Malvino. Por otra parte, yo no sabía qué recursos iba a utilizar, de modo que, para protegerte contra todas las posibilidades, tendría que haberte dispensado tantas enseñanzas que habrías escalado hasta una posición de igual categoría a la suya, cosa que, además de estar prohibida, no era factible por falta de tiempo, puesto que habría implicado años de formación.

—¿Y qué tiene que ver eso con la tecnología? -inquirió Jim.

—Porque, teniendo una educación de base como ésa, estabas capacitado para aprender por ti mismo de un modo que habría sido imposible en cualquier estudiante de magia de este mundo -explicó con tono extrañamente paciente Carolinus-. Primero, tú no estás condicionado por los hábitos y reacciones que adquieren de forma inconsciente quienes crecen en este mundo, para desprenderse de los cuales se requieren años de estudio de magia hasta poder pasar a estadios superiores. Una de las cosas que, por ejemplo, lleva años borrar es ese sentimiento de admiración ilimitada que nunca pone en cuestión los efectos de la magia, como puedan ser las aptitudes de los elementales como Melusina o los poderes de que gozan el rey y la reina de los muertos en sus dominios.

—No me había parado a pensar en ello -dijo Jim-, ¿Y por qué carezco yo de tales condicionamientos?

—Porque tú -respondió Carolinus-, debido a tu familiaridad con eso que llamas tecnología, estás acostumbrado a servirte de situaciones o artilugios que te brindan servicios o experiencias asombrosas y cuyo funcionamiento no comprendes de manera cabal. En tu mundo hay otros hombres que sí entienden su funcionamiento y que pueden incluso explicarlo, pero a ti te basta con utilizarlos sin más. Tu actitud hacia ellos nada tiene que ver con el embeleso. A pesar de sus maravillosas prestaciones, para ti no tienen nada especial. Son tan anodinos como una pala o un hacha.

—¿De veras? -dijo, un tanto incrédulo, Jim, hasta que se acordó de los coches y los televisores.

—Te daré otro ejemplo -continuó Carolinus-. Cuando abandonaste el castillo de los dos dragones hacia el que habían guiado tus pasos los Poderes de las Tinieblas, uno de ellos te envió con toda su mala intención al lago de Melusina para que te atrapara y te ahogara.

—Sí -admitió Jim-, pero ¿en qué se demuestra en ese suceso que soy diferente?

—Porque -respondió Carolinus-, debido a varios factores derivados de los condicionantes de este mundo, una vez que hubiera asumido el cuerpo de un dragón, un joven mago como tú jamás habría mudado de forma simplemente porque estaba incómodo. Desde tu punto de vista, sin embargo, era lo más natural. Como consecuencia de ello, llegaste al lago siendo humano, y Melusina reaccionó de manera muy distinta que si hubieras sido un dragón. Del mismo modo, cuando te adentraste con tus compañeros en el castillo de Malvino, no te desanimaste pensando que no hubiera forma posible de eludir las trampas mágicas que él había dispuesto. En ningún momento te dijiste: «Sea cual sea su naturaleza, estas trampas las ha preparado un mago mucho más poderoso que yo y es inútil tratar de descubrir de qué forma podrían ser desarmadas o soslayadas».

—Hombre, no -confirmó Jim-, pero ¿qué tiene eso que ver con mi situación actual en relación con Malvino?

—En estos momentos -repuso Carolinus-, Malvino se enfrenta a la necesidad de responder de un cargo presentado por el rey de los muertos como elemento inductor de la entrada de un mago en su reino. De esa acusación saldrá bien parado admitiendo una simple responsabilidad colateral y pagando al rey de los muertos un porcentaje bastante respetable de sus reservas con el Departamento de Cuentas, que de todas formas distará mucho de arruinarlo. Aparte de eso, el Departamento de Cuentas no tiene cargos en su contra.

—¿Y la réplica que hizo del príncipe? -inquirió, atónito, Jim.

—Estás en un error, por lo demás lógico, James -contestó Carolinus con sequedad-. Crees que el Departamento de Cuentas se ocupa de las cuestiones morales o éticas, y lo cierto es que lo traen sin cuidado. Lo único que le incumbe es el equilibrio de la energía de la que es responsable. La demanda del rey de los muertos tiene, por lo tanto, importancia para él, dado que implica un desajuste en el equilibrio de dicha energía entre el reino de los muertos y el mundo de los humanos al que, aun siendo mago, continúa perteneciendo Malvino. En cambio, el falso príncipe creado por éste era algo que no afectaba a ese equilibrio energético… sólo por el mero hecho de su existencia.

Carolinus había imprimido un marcado énfasis a las últimas palabras que puso sobre aviso a Jim.

—¿Insinuáis que hay algo más que pudiera tener interés para el Departamento de Cuentas? -preguntó.

—Podría ser -apuntó Carolinus-, si otro mago denunciara que lo hizo para ayudar a los Poderes de las Tinieblas a alterar la faz de los acontecimientos venideros. Ni siquiera al Departamento de Cuentas le está permitido anticiparse a los sucesos del futuro, y los magos tienen terminantemente prohibido promover su alteración. Ésa, por cierto, es una acusación muy grave que, de ser probada, privaría a Malvino no sólo de su cuenta abierta con el Departamento, sino de todo el prestigio de que pudiera hacerle acreedor su calificación de Sobresaliente. Esto último tiene una repercusión importantísima entre las filas de los integrantes del reino de los magos, puesto que lo despojaría de sus poderes y quedaría restringido a su pura capacidad de influencia mundana… ante la cual tú deberías permanecer en guardia, porque, sólo con su riqueza material, continúa siendo un hombre peligroso.

—Pero, si sigue suponiendo un peligro -adujo Jim-, ¿de qué sirve que lo despojen de sus poderes? ¿Qué sentido tendría todo lo que hemos hecho?

—Eso le impide prestar más servicios a los Poderes de las Tinieblas, ya que nunca utilizan dos veces la misma herramienta. Si no se lo despoja, en cambio, volverán a utilizarlo como si fuera un nuevo sujeto.

—Y entonces ¿por qué no…? -Jim calló y miró con asombro a Carolinus-. ¿Queréis decir que yo debería presentar ese cargo contra Malvino al Departamento de Cuentas?

—Yo no sugiero nada -negó Carolinus-. Yo no puedo intervenir en modo alguno en esta situación porque hay una ley que me impide ayudarte en la cuestión que sea, la cual he violado ya en menor medida al hacerte impenetrable en este día a la magia de Malvino. Por cierto, una vez que hayan transcurrido las veinticuatro horas de protección que te he brindado perderás dicha inmunidad. Entonces Malvino podrá usar los poderes que aún conserva en sus reservas para ajustar cuentas contigo.

Jim clavó los ojos en Carolinus y éste le devolvió una mirada cargada de significado.

—¿Me estáis diciendo que me quedan menos de veinticuatro horas para presentar la acusación contra Malvino?

—Te repito que yo no te estoy diciendo nada. Las deducciones que tú puedas extraer de las afirmaciones por mí formuladas…

afirmaciones que sólo describen las cosas tal como son… son algo de tu pura y exclusiva incumbencia.

—¿Podríais responderme a una pregunta? -pidió Jim.

—Tal vez -contestó lacónicamente Carolinus.

—Si no presento la acusación, y se agota el plazo de las veinticuatro horas y Malvino queda libre de las trabas que vos le habéis impuesto…

—Por las cuales tendré que pagar una multa, tal como te he explicado -lo interrumpió Carolinus, torciendo el gesto-, y tampoco será una insignificancia. No es fácil acumular crédito con el Departamento de Cuentas, por si no lo sabes.

—Sí, sí, lo sé -se impacientó Jim-. La cuestión es que, si espero hasta el amanecer de mañana sin hacer nada, ¿en qué grado recuperará Malvino su crédito perdido?

—Yo no me hallo en la posición indicada para aventurar lo que haría un colega mío -respondió Carolinus-. No obstante, y sin abandonar un plano hipotético, cabe pensar que un mago de la talla del individuo de quien hablamos podría seguramente recobrar la totalidad de lo perdido, e incluso más.

—En otras palabras, si hay que detenerlo, tiene que ser ahora o nunca -infirió Jim.

—Si ésa es una deducción extraída a partir de una situación hipotética, debo aprobarla como correcta -dijo Carolinus-. Hay que tener en cuenta, empero, que un mago de bajo nivel que presentara tales cargos contra uno de categoría de Sobresaliente se expondría a verse privado de todos sus poderes, en caso de considerarse carente de base su acusación, y quizás incluso a ser expulsado del reino de los magos. Ni aun yéndole mal las cosas correría Malvino tal peligro.

—Pero ¡si yo ni siquiera sé qué tipo de acusación podría presentar!

-adujo Jim con desesperación.

—En mi condición de profesor -matizó Carolinus-, yo podría aconsejarte como alumno que el cargo que podría presentarse en un caso hipotético como éste sería el de crear una situación que podría redundar en una disminución permanente de la cantidad de energía controlada por el Departamento de Cuentas y de su capacidad para actuar como entidad de control sobre el reino de los magos.

Jim se quedó mirando al menudo personaje de desmadejado bigote y barba que tenía delante.

—¿Creéis de veras -dijo por fin-que ése podría ser el resultado final de las acciones de Malvino?

—Manteniéndonos en un plano hipotético, sí, aunque, por supuesto, eso es algo que tendría que decidir el Departamento de Cuentas. Mi propia opinión, carente de toda importancia, es que el cargo es absolutamente irrefutable. En ese caso deberían tomarse medidas contra el mago hipotético al que nos referimos.

»Bueno, ahora ya tienes una idea de conjunto de los pros y los contras relativos a la cuestión que hemos tratado. Aquí concluye mi intervención. La decisión de presentar o no cargos ante el Departamento de Cuentas queda en tus manos.

—¿Y no existe término medio? -preguntó Jim-. Si presento la acusación, ¿ese hipotético mago del que habláis quedará completamente arruinado?

—Sí -aseguró Carolinus-y, entre nosotros, ¡no sé de ningún otro hipotético mago que se lo tuviera más merecido! Sobre todo si se toma en consideración lo mucho que ha abusado durante años del gran arte que es la magia, así como el sufrimiento que ha provocado en el plano meramente humano.

Se produjo un prolongado silencio entre los dos.

—Bien -dio por concluida la reunión Carolinus-, deberíamos regresar con los otros. Te he dicho todo cuanto quería comunicarte.

Acto seguido se giró y echó a andar a paso vivo. Jim fue tras él.

Cuando llegaban al corro de hombres formado en torno a la bandera, Theoluf salió precipitadamente a su encuentro.

—¡Sir James! -lo llamó-. No había forma de encontraros. ¡Sir Giles se halla a un paso de la muerte y ha preguntado por vos!