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Dafydd se encaminó hacia los caballeros reunidos. Aunque no eran tan altos como él, saltaba a la vista que sus tres acompañantes eran arqueros. Todos eran individuos delgados de rostros atezados surcados de arrugas prematuras debidas a la prolongada exposición al sol, aun cuando ninguno de ellos parecía llegar a los cuarenta.
Caminaban con los arcos colgados del hombro como si aquellas armas formaran parte integrante de su cuerpo.
Dafydd los llevó ante el expectante grupo y cuando tomó la palabra se dirigió directamente a Jim.
—Os he traído -anunció con su calmada voz-a Wat de Easdale, Will del Howe y Clym Tyler. Los tres son grandes arqueros contra quienes he competido repetidas veces en concursos de tiro al arco y que he podido comprobar que se hallan entre los mejores tiradores del mundo de arco largo.
Se cernía un enojoso silencio que Jim se apresuró a interrumpir con unas palabras de bienvenida.
—Nos alegra contar con hombres de tal valía entre nosotros, Dafydd -dijo-. Si algunos no demuestran un gran entusiasmo, ello se debe sólo a que esperábamos que os quedaríais más tiempo entre los arqueros y traeríais más de tres hombres con vos.
—Podría haberlo hecho -reconoció Dafydd-, pero yo creo que con mi propia colaboración y la de estos tres será más que suficiente para el propósito que he concebido y que me parece que será de vuestro agrado. Lo importante es que sean avezados arqueros, no sólo en cuanto a su pericia en el manejo del arco, sino hombres que han estado antes en línea de batalla y de cuyo tino cabe confiar incluso en momentos de gran confusión.
—¡Por san Dunstan! -exclamó Brian-. ¡No recuerdo yo haberos solicitado que hicierais planes sobre cómo hemos de luchar!
—A mí me mandasteis en busca de arqueros, y los arqueros se utilizan para fines muy concretos, o de lo contrario no sirven de nada -señaló Dafydd-. Siendo yo el único arquero que había aquí, creí oportuno planear cuál debía ser la actuación de los arqueros, dado que ninguno de vosotros tiene experiencia en tales cuestiones. ¿Me he equivocado en lo uno o en lo otro?
—No, Dafydd -respondió Jim por el resto-, no os habéis equivocado. Oigamos al menos qué es lo que os proponéis.
—De ordinario no corresponde a un arquero, lo sé bien, decirle a un caballero cómo debe luchar -argumentó Dafydd-, pero tened en cuenta que un arquero es como una herramienta de mano. Del mismo modo que no hay dos herramientas que sean exactamente iguales, algunos arqueros están más indicados para realizar un trabajo concreto que otros, aun cuando esos otros se les parezcan tanto que las personas que no utilizan habitualmente las herramientas no vean la diferencia. Los tres arqueros que he traído son idóneos para un propósito. Dejando al margen la globalidad de vuestros proyectos, sir James -dijo, dirigiéndose ahora directamente a Jim-, vuestra intención es llegar vos mismo con estos caballeros aquí presentes y en particular vuestro príncipe cerca de donde se encuentran el rey Juan y Malvino, ¿no es así?
—Así es -confirmó Jim.
—Y la única esperanza que tenéis de lograrlo es en el transcurso de la batalla, ¿estoy en lo cierto?
—En efecto -corroboró Jim.
—¿Y no es menos cierto que durante la batalla el rey de Francia estará rodeado por un muro de selectos caballeros, cincuenta como mínimo, dispuestos a dar la vida antes que permitir que cualquier enemigo en potencia se acerque a él?
—Esa es la pura verdad -convino sir Raoul-, y por los Lirios y los Leopardos que desde el principio no he visto claro cómo podría un grupo poco numeroso como éste abrirse paso hasta él. Si vos habéis ideado la forma, arquero, con gusto os pediré disculpas por cualquier opinión desfavorable de vos que haya podido albergar en el pasado.
—Lo que yo propongo hacer -explicó Dafydd, tan imperturbable como de costumbre-dependerá por fuerza de que estos tres hombres y yo podamos trasladarnos sin peligro hasta una determinada distancia del rey Juan y su guardia. Desde allí, no obstante, ellos pueden ser la herramienta que abra brecha en ese escudo de acero que rodea no sólo al rey Francés y a Malvino sino al falso príncipe, pues es seguro que éste se encontrará también allí para proclamar ante los dos ejércitos que está de parte de los franceses.
—Me parece que hay mucho fundamento en lo que el arquero dice -manifestó de improviso el príncipe.
—Su alteza está probablemente en lo cierto -acordó Brian-. Pero, Dafydd, ¿cómo pensáis que podremos haceros llegar tan cerca del rey?
—Ah, eso -repuso Dafydd, con una sonrisa-lo dejo a cargo de los caballeros como vosotros que van protegidos con armas y vestimenta de metal. Tened presente que quien encabece el avance contra esos caballeros no puede ir desnudo como yo y estos tres arqueros, sino acorazado con armadura igual que ellos. Ya sabéis que, en batallas como ésta, los arqueros son muy útiles desde una distancia; siempre y cuando puedan retirarse detrás de los hombres de armadura cuando se traba contacto directo con el enemigo. Si hay proximidad física, nosotros somos simple carne que se brinda a ser traspasada.
—Es bien verdad lo que decís, Dafydd -aprobó Jim, tanto para poner fin a la discusión como para dar un merecido elogio a Dafydd-.
Incluso nuestros hombres de armas tienen que ir detrás de nosotros, sus capitanes, que vamos protegidos con armadura, porque si no, no podrían sobrevivir al choque contra hombres armados y acorazados como nosotros. Es más, en tales condiciones serían casi tan vulnerables como los arqueros. A este respecto, tengo algunas ideas que podrían ser de interés.
—Sería una gran cosa -dijo melancólicamente Brian-que vos pudierais ir delante con vuestra guisa de dragón y provocar cuando menos espanto en los caballos. Así, al tener que controlar sus monturas, no se hallarían en condición perfecta de hacernos frente.
Pero ése, huelga decíroslo, no sería un proceder digno de un caballero. La magia sólo debe competir contra la magia; de lo contrario sería un caso como el que Dafydd ha descrito, de hombres desnudos luchando contra otros mejor armados y pertrechados.
—¿Realmente podéis convertiros en dragón a voluntad, sir James? -preguntó, fascinado, el príncipe.
—Sí, alteza -confirmó Jim-, aunque en otras cuestiones mi talento como mago es bien poco.
—Peca de modesto, su alteza -disintió Brian-. El nos abrió camino hasta el corazón del castillo de Malvino y nos facilitó la huida. De lo último, en particular, vos mismo estáis al corriente.
—Muy cierto -concedió el príncipe-. Pero me agradaría sobremanera ver cómo os transformáis en dragón algún día, sir James.
—Eso es como pedirme a mí que me aventurase así como así en el castillo de un mago para rescatar a un príncipe -espetó Aragh-. Aun siendo factible, no es algo que uno haga si no median motivos muy especiales y de peso para ello.
Los caballeros que se hallaban junto al príncipe se apartaron instintivamente, como si previeran un arrebato de cólera real como reacción a aquel reproche, pero para sorpresa de todos, incluido Jim, el príncipe sólo adoptó un ademán reflexivo.
—En eso también tenéis razón, señor lobo -concedió-. Una vez más me enseñáis a pensar antes de hablar. Estoy en deuda con todos vosotros; y tengo la convicción de que fueron muy nobles motivos, así como una gran valentía, lo que os impelió a acudir a rescatarme a mi prisión.
Se inició otro lapso de incómodo silencio que, en aquella ocasión, se dio prisa en llenar Brian.
—James, ¿habéis dicho que teníais algunas ideas respecto a la manera de llegar cerca del rey Juan y sus acompañantes? -inquirió-.
Recordad que Raoul acaba de informarnos que el rey estará en la tercera división, con el grueso del ejército francés por delante.
—Exacto -confirmó Jim-. Por eso mi plan consiste en efectuar un largo rodeo con toda nuestra gente y aproximarnos por la retaguardia, o en diagonal por detrás, puesto que por ese lado no recelarán tanto un ataque.
Brian puso una expresión de duda, y también sir Raoul.
—Eso es fácil decirlo, pero no tanto hacerlo, sir James -objetó Raoul-. Detrás de la tercera línea estarán los carros con los pertrechos, los criados, los encargados de los caballos; toda la chusma que sigue a los ejércitos. Si os lanzáis a la carga a través de ese gentío, los caballos y los jinetes se habrán fatigado antes de iniciar siquiera la lucha contra la guardia del rey. Y, además, todos estarán sobre aviso de la inminencia de un ataque dirigido desde la retaguardia.
—Muy cierto -acordó Jim-, pero, si bien yo no utilizaría directamente la magia en un combate contra alguien, creo que es legítimo valemos de ella para poder acceder a una distancia desde la que sea posible pasar a la carga con ciertas garantías de éxito.
Al mirar en derredor, no percibió incredulidad alguna en las caras de quienes lo habían escuchado. Lo irónico del caso era que él no estaba ni de lejos tan seguro como parecían estarlo ellos de que podía llevar con éxito a la práctica lo que acababa de decir. Desde el punto de vista de ellos no había, sin embargo, nada que la magia no pudiera lograr, ni mago que no fuera capaz de obrar todos los prodigios asequibles a la magia.
Él había supuesto que le preguntarían al menos qué clase de artificio mágico iba a usar para facilitar su acercamiento al rey Juan y a su entorno, pero ninguno hizo pregunta alguna, y él se alegró de no tener que explicárselo. Sus compañeros tenían que tener alguna esperanza de éxito, por más escasa que fuera, y para ello era preferible que no supieran que, de las varias posibilidades de aproximarlos hasta el falso príncipe que aún barajaba en su mente, podría no funcionar ninguna. Tal vez morirían todos en vano. Era mejor, sin embargo, que, si había de verse frustrado su propósito, la decepción la tuvieran al día siguiente, después de haber puesto todos su empeño en lograrlo.
—Es una buena noticia -comentó Brian-. Aunque ahora lo que conviene es alejarnos todos un poco… vos también, Dafydd… para poder hablar con mayor libertad, sin tener que guardar la precaución de que no nos oiga nadie, ni siquiera nuestros hombres. Pero antes…
¡Theoluf! ¡Tom Seiver!
El nuevo escudero de Jim y el capitán de los hombres de armas de Brian se destacaron del grupo de soldados, del que los tres arqueros permanecían todavía aparte, y se acercaron a Brian.
—¿Sí, sir Brian? -inquirieron.
—Encargaos de que estos tres dignos arqueros sean bien recibidos entre nuestros hombres. ¿Entendido, Tom, Theoluf? Ahora son miembros de nuestra fuerza y como tales deben ser tratados.
—Así se hará, sir Brian -prometió Theoluf.
Los dos fueron a hablar con los arqueros y los llevaron junto a los hombres de armas. Entretanto Brian ya doblaba con los demás la esquina de la ruinosa capilla y se encaminaba a un pequeño calvero.
Una vez más, Brian centró su atención en Dafydd.
—Dafydd -solicitó-, ahora que no están cerca ni nuestros soldados ni vuestros arqueros, decidnos con franqueza cómo pensáis que vosotros cuatro podríais abrirnos una brecha en ese muro de caballeros que rodeará al rey Juan.
—Lo que pensé fue -repuso Dafydd-que con arco largo no se puede disparar cabalgando a la manera como hacen algunos arqueros orientales con arcos más cortos, de quienes me han hablado y que incluso tiran mientras van al galope. Aun así, los caballos podrían servirnos a los cuatro para llegar lo bastante cerca de la guardia del rey como para poder provocar una gran destrucción con nuestras flechas, incluso contra las armaduras de láminas, si es que así van pertrechados. Para ello tendréis que procurarnos monturas. Uno de los motivos por los que sólo he traído tres hombres es porque quería no sólo arqueros muy diestros, sino que además fueran buenos jinetes…
y esos tres lo son, dado que, por diversas circunstancias, montan a caballo desde niños.
—Entiendo que eso pudiera servir de ayuda -acordó Brian-, pero no veo que vaya a suponer una ventaja especial. Seguiremos teniendo una tupida pared de acero erizada con las lanzas o armas que hayan encarado contra nosotros al oír nuestro avance.
—Como suele suceder con las personas ajenas al arte del arco, subestimáis lo que con tal arma se puede hacer -contestó Dafydd-. Y
más si quien la maneja es un hombre de la calidad de los que he traído conmigo. Pensad un momento, sir Brian, que nuestras flechas pueden dejar sin jinetes a los caballos que tendréis justo delante, interrumpiendo así la pared de defensores contra la que cargaréis, de tal modo que podáis penetrarla antes de que vuelva a rehacerse en su integridad de caballos y jinetes.
—Hmm -murmuró Brian con repentino aire pensativo-, eso abre ciertamente algunas posibilidades.
—En efecto -continuó Dafydd-. Por otra parte, si podemos situarnos, como yo espero, en un determinado ángulo respecto de vuestra trayectoria, quizá podamos seguir disparando a los que continúen saliéndonos al paso durante cierto trecho; y, apretados unos contra otros como sin duda estarán esos caballeros, si cualquiera tiene un compañero muerto delante o un caballo sin jinete, tendrá dificultades para llegar hasta vosotros hasta haber salvado ese obstáculo… algo que no será fácil puesto que el resto de los caballeros de la guardia de corps tratarán a la vez de acudir a vuestro encuentro.
—Comprendo -dijo Brian-. Un método de ataque efectivo, aunque poco caballeroso. De todas formas, contando con una fuerza mucho más reducida que la suya y estando en inferioridad de condiciones respecto a ellos, creo que puede ser justificable. Se me ocurre que vuestras flechas podrían también servir para proteger a los hombres de armas, que no irán como nosotros, los caballeros de la vanguardia, revestidos de armadura al completo.
—Eso también lo tenía previsto -declaró Dafydd.
—¿Qué opináis de todo esto, James? -preguntó Brian.
—Encaja a la perfección con lo que yo tenía planeado -afirmó Jim-.
Tendremos, naturalmente, que conseguir caballos para esos tres arqueros y, por supuesto, uno para su alteza, así como armas.
—Y armadura -se apresuró a precisar el príncipe-. y tampoco os olvidéis de la lanza, sir James.
Se abrió otro enojoso bache de silencio que Jim tomó a su cargo franquear.
—Me temo -dijo a Eduardo-que su alteza olvida cuan dificultoso podría ser buscar un juego de armadura que correspondiera a la talla exacta de su alteza. Haremos cuanto esté en nuestras manos para procuraros armadura, pero lo más seguro es que ésta se limite a un yelmo, una cota de mallas y láminas para protección de antebrazos y muslos. El escudo os lo garantizo. En lo tocante a la lanza…
—¡Sabed, sir James -lo interrumpió, encolerizado. Eduardo-, que he sido alumno de los mejores maestros de armas de Europa! ¡No os quepa duda de que sería un adversario de la misma talla que cualquiera de los aquí presentes o de los hombres que nos salgan mañana al paso!
—Nadie lo duda, alteza -acordó Jim-, pero…
—¡En ese caso me procuraréis armadura y lanza, más los restantes pertrechos propios de un caballero! -exigió con altivez el príncipe-. ¡Os lo ordeno!
Jim intuyó que debía obrar con cautela. En cierto sentido, aquellos nobles, caballeros y reyes se comportaban siempre como si actuaran desde lo alto de un escenario. Su preocupación esencial no era cómo querían obrar ellos sino hacerlo conforme a lo que ellos creían que se esperaba de alguien de su categoría en circunstancias determinadas.
El hombre de alcurnia debía demostrar no sólo valor, sino un genio proporcional a ella. Como miembro de la familia real, Eduardo estaba demostrando su capacidad para montar en majestuosa cólera ante quien no obedeciera incondicionalmente sus órdenes.
Reconociendo que, aunque ridícula, aquella convención social era muy peligrosa, Jim suspiró y se dispuso a hablar.
Esa vez fue Brian quien osó convertirse en blanco de la ira real.
—Perdonadme, alteza -intervino-, pero siento tener que decir que sir James tiene razón. No es por dudar de vuestra pericia con las armas, pero tened en cuenta que, en el choque contra esa tupida hilera de jinetes, la lanza sólo sería, si acaso, efectiva en la arremetida inicial. Yo me inclino a pensar que si Dafydd puede derribar a varios caballeros en el perímetro exterior, lo mejor será prescindir por entero de las lanzas y depender únicamente de las espadas. Y hasta puede que, en una refriega tan apretada como ésa, sean más útiles los puñales que las espadas. La verdad es que lamento no haberme traído mi hacha pequeña, que sería lo ideal para una situación así.
—Procuraremos buscaros una armadura, alteza -prometió Jim-en el poco tiempo de que vamos a disponer. Pero, con toda franqueza, no confío en encontrar ninguna que os vaya bien. Aun así, lo intentaremos. Eso es lo único que os puedo garantizar.
Una vez que quedó demostrado que la ira del príncipe estaba fuera de lugar, el joven se apaciguó con tanta rapidez como se había encolerizado.
—Perdonadme, sir James, sir Brian y todos los demás -se disculpó-, pero hasta la de Poitiers yo no había visto ninguna batalla campal, y allí me vi obligado a rendirme sin que se hubiera intercambiado ni un golpe en las proximidades de donde me hallaba desde el principio de los combates hasta mi captura. ¿Quién soy yo para dar consejos a quienes conocen lo que realmente sucede en el corazón de una lucha? Me conformaré con lo que podáis proporcionarme, caballeros, tanto en armadura como en lo que a armas se refiere.
—Gracias, alteza -le correspondió Jim-, en verdad demostráis vuestra regia condición al prestar oídos a quienes van a luchar por vos, sin limitaros a darles órdenes.
—Es ésta una lección que estoy aprendiendo -contestó, ruborizado y con cierto laconismo, el príncipe-. Proseguid, no obstante, con vuestra discusión, que yo os escucharé.
—Gracias, alteza. -Jim se volvió hacia los otros-. En lo tocante a la carga propiamente dicha… yo tengo una idea al respecto. Hay una formación…
—¿Formación? -preguntó Giles.
—Es una manera de agrupar a los hombres para un asalto -explicó Jim-. Sé que lo más normal para vosotros es cargar de frente uno al lado de otro. Ahora bien, en esa hilera inicial se forman inevitablemente huecos cuando uno de los caballos toma la delantera a los otros; y, para que el peso de la carga sea efectivo, tienen que participar todos los caballeros a la vez.
Hizo una pausa para dar cabida a objeciones, pero por el momento nadie expresó ninguna.
—Existe una manera diferente de cabalgar al encuentro de la línea enemiga -continuó-. Se llama formación en cuña y es una distribución que imita la forma de una punta de flecha de arco largo.
Volvió a callar un momento para cerciorarse de que habían comprendido la descripción que había hecho. El silencio parecía indicar que sí.
—Su gran ventaja es que todos cabalgan muy juntos y chocan contra la línea enemiga con la punta de la cuña y todo el peso que va tras ella, de tal forma que el impulso conjunto de los caballos contribuye a su penetración.
Volvió a guardar silencio un instante.
—He pensado que podríamos aprovechar las horas de luz que aún nos quedan para practicar esa forma de asalto. Podemos buscar un sitio disimulado entre los árboles donde nadie nos vea y probar a cabalgar una distancia corta en esa formación, concentrándonos en permanecer juntos, tal como lo haremos mañana, con los hombres con armaduras más pesadas en la punta y los menos protegidos detrás.
Habida cuenta de su actitud por lo general tan conservadora, había esperado reticencias al nuevo método de ataque por parte de sus compañeros. En realidad fue todo lo contrario. Estaban ansiosos por probarlo. Las únicas dificultades surgieron más tarde, después de haberse desplazado más allá de la zona boscosa que rodeaba la capilla a un extenso prado donde podían alcanzar velocidad de carrera y simular un ataque a una concentración de enemigos.
Las objeciones se produjeron cuando Jim les dio la noticia de que -por miedo a despertar la curiosidad de quien pudiera verlos cabalgando en esa guisa-quería que practicaran sin armadura y empuñaran ramas de árbol en lugar de sus armas y escudos.
Aquella última sugerencia redujo en buena parte el entusiasmo de muchos de ellos. Los caballeros en especial se sentían bastante ridículos yendo al galope empuñando lo que ellos denominaban despreciativamente palos. A base de insistencia, Jim logró, no obstante, vencer sus reticencias.
Tal como había previsto, lo más difícil fue mantenerlos juntos en la formación. Para aquellos hombres, una de las cosas más excitantes en una carga era precisamente la carrera para ver quién trabaría primero combate con el adversario. En vista de ello y con el fin de impresionarlos, Jim acabó simulando que recurriría a un encantamiento mágico para facilitar la práctica.
Los hizo componer a caballo un triángulo y luego fue caminando despacio entre ellos, murmurando y realizando misteriosos gestos.
Les explicó que estaba creando una urdimbre mágica que los mantendría juntos; porque el único camino hacia la victoria pasaba por la fuerza de cohesión de esa red que aseguraría el tacto de codos sin que se deshiciera la forma de la flecha. Les prometió asimismo que el hechizo triplicaría además la fuerza de cada uno de ellos por medio de los resistentes, aunque invisibles, lazos que los unían. Lo único que podía hacer fracasar la cuña sería que alguien dejase de estar en contacto con su vecino, perdiendo así el incremento de fuerza que ésta aportaba.
Su aceptación de tal explicación fue tan incondicional que Jim no pudo menos que sentirse secretamente avergonzado. Pronto se consoló, sin embargo, razonando que ésa era la única forma de mantenerlos juntos tal como debían estar y que lo que de ello se derivaría era de vital importancia.
La firmeza con que creían en el encantamiento era tanta que, en el siguiente simulacro de carga, observó con asombro que se mantenían unidos como veteranos que hubieran llevado a cabo cincuenta asaltos semejantes; y después intercambiaron animados comentarios en los que aseguraban haber notado cómo su fuerza se había triplicado bajo la influencia de la magia.
—Ello se debe a que por medio del hechizo compartís la fuerza de los demás -explicó con toda seriedad Jim.
Quedaron tan satisfechos con la explicación que, como medida de seguridad, añadió que aquello sólo funcionaba en el curso de un asalto en formación de cuña y que no debían intentar reforzar su ímpetu manteniéndose juntos en condiciones normales de batalla. Jim había descubierto que tan peligrosa podía ser la credulidad absoluta como un exceso de escepticismo.
—Y ahora -propuso, cuando finalmente dio por terminados los ejercicios-, deberíamos pensar cómo vamos a conseguir los caballos que nos faltan.
Para entonces la cuña se había desgajado, siguiendo la tendencia normal de sus componentes humanos, en tres grupos: el que integraban Jim, sus compañeros, el príncipe y sir Raoul; el de los hombres de armas; y el de los tres arqueros traídos por Dafydd. Los arqueros, de hecho, al no disponer de monturas, habían permanecido a un lado mirando, claramente molestos por no poder participar. Con todo, el interés con que habían seguido los ejercicios había servido para mitigar su irritación.
Era hora de poner fin a aquella especie de división entre los hombres; y eso era lo que había movido a Jim a mencionar la cuestión de los caballos, necesarios tanto para los tres arqueros como para el príncipe. Los arqueros se conformarían con cualquier montura sana.
Para el príncipe se requeriría en cambio un caballo de casta. Jim barruntaba que la única manera de hacerse con los animales sería escabullirse en la retaguardia del ejército francés y robarlos. Sir Raoul podría indicarles el camino. El verdadero problema sería encontrar hombres capaces de llevar a cabo el robo.
Jim se acercó al grupo de hombres de armas y observó con un asomo de desagrado que Theoluf seguía con ellos.
Lo llamó con un gesto y lo llevó aparte.
—¡Theoluf! -lo reprendió en voz baja-. Ahora sois mi escudero y deberíais estar con las personas que estamos al mando.
—Gracias, mi señor -dijo Theoluf-. Reconozco que no ansio mezclarme con las personas de condición superior a la mía. Además, aún está pendiente el asunto de que los hombres de armas acepten a los arqueros, a los que tienen tendencia a mirar por encima del hombro. Todavía estoy tratando de resolver el inconveniente.
—Eso está bien -aprobó Jim-, pero en adelante procurad asistir a nuestros consejos de guerra para saber lo que en ellos se trata. Si os quedáis con los hombres de armas, solamente os enteraréis de las órdenes que se les imparten a ellos. Vuestra condición actual exige mayores conocimientos.
—Corregiré el descuido, mi señor -prometió Theoluf-. A partir de ahora permaneceré a vuestro lado.
—Perfecto. Ahora quiero que todos los hombres de armas me presten atención.
Theoluf volvió el caballo hacia los soldados y les gritó: —¡Atentos todos! ¡Mi señor James quiere deciros algo!
Jim y él cabalgaron hasta el grupo, y entonces Jim escrutó las caras de sus hombres y los de Brian. Tal como había asegurado Brian, sólo había hecho venir a los veteranos. De acuerdo con ello, sus rostros eran duros y curtidos, y ninguno traicionaba sentimiento alguno al devolverle la mirada.
—¡Oídme! -reclamó Jim, elevando la voz-. Ha llegado el momento en que debemos procurarnos caballos no sólo para esos nuevos arqueros sino para el príncipe Eduardo. ¿Quién de vosotros tiene alguna experiencia como cuatrero?
Entre los congregados frente a él se creó un compacto silencio que nadie quebró. Todos conservaron semblantes impasibles.
Jim aguardó unos instantes, hasta que resultó evidente que ninguno iba a hablar. Entonces tomó él mismo la palabra.
—¿Alguno de vosotros ha conocido, al menos, a algún cuatrero?
¿O ha oído hablar de los procedimientos de que se valen para realizar sus robos? -preguntó.
Una vez más los interpelados callaron sin alterar la expresión en sus rostros. Era inútil, no cabía duda. Se volvió un momento hacia Theoluf.
—Reunios conmigo cuando podáis -indicó en voz más baja a su nuevo escudero.
Tras volver grupas fue a sumarse al grupo de los cabecillas, absorto en el problema que se había presentado. Estaba convencido de que, siendo todos soldados, cuando menos uno de los hombres de armas tendría alguna idea acerca de la manera de conseguir caballos de montar en circunstancias como aquéllas. La realidad le había demostrado que no era así.
¿Qué debía hacer ahora? Sir Raoul le indicaría la ruta para llegar a la retaguardia francesa, y pronto el crepúsculo y la proximidad de la noche proporcionaría el marco propicio para el robo. Él, empero, no tenía ni la más ligera noción de lo que se requería para robar un caballo y, por otra parte, consideraba harto improbable que los caballeros nobles que tenía a su lado fueran duchos en ese tipo de cuestiones.
Brian le tomó el brazo y lo sacó de sus reflexiones. Cuando alzó la vista hacia él, Brian le devolvió la mirada e inclinó la cabeza a un costado. Los dos se alejaron a corta distancia, para poder hablar a solas.
—Acabo de oíros hablar a los hombres -dijo Brian-. ¡James, James! ¿Qué pensabais lograr con eso?
—Hombre, esperaba encontrar a alguno que tuviera experiencia en robos de caballos -contestó Jim-. Exactamente lo que les he preguntado.
—Exactamente -repitió Brian, sacudiendo la cabeza-. ¡James, James! A veces me parecéis el más sabio hombre de la tierra, más sabio incluso que Carolinus, y otras dais la impresión de ser tan ignorante con respecto de las cosas normales de la vida como si acabarais de llegar del fondo del mar o del otro confín del mundo.
—No os comprendo. -Jim lo miraba con asombro.
—Es bien sencillo -aclaró Brian-. Les habéis preguntado a esos hombres, a todos a la vez, de tal forma que si alguien respondía que había sido cuatrero lo habría oído todo el mundo. ¿Cómo queríais que os contestaran? Si alguno hubiera respondido afirmativamente, a partir de hoy siempre que se encontrasen en un lugar donde se había producido el robo de un caballo y hubiera alguno de los aquí presentes que recordara que se había delatado como hábil cuatrero, lo señalarían de inmediato como sospechoso.
—Ya veo -concedió Jim. El tiempo que llevaba en ese mundo le bastaba para saber que, allí, una acusación era sinónimo de certeza universalmente reconocida de la culpabilidad del acusado-. Pero ¿cómo voy a averiguar cuál de ellos sabe algo de robar caballos?
Brian le dio la espalda sin responderle y llamó a voces.
—¡Tom Seiver!
Tom se levantó hacia ellos.
—Tom -informó Brian-, necesitamos al menos dos hombres que tengan cierta experiencia como cuatreros. Id a buscarlos y nosotros esperaremos aquí.
—Sí, sir Brian -contestó Tom Seiver, volviendo a irse hacia el grupo de hombres de armas.
—¿Sigue Theoluf con vosotros? -le preguntó Brian.
—Sí, sir Brian -repuso, girándose, Tom.
—Tal vez él pueda aconsejaros y ayudaros. Sea como fuere, ocupaos de ello. Traednos a esos dos hombres ahora mismo.
—Enseguida, sir Brian -acató Tom, tan seguro de llevar a buen término la orden como si le hubieran mandado ir a buscar un par de botellas de vino.
—¿Lo entendéis ahora, James? -preguntó Brian-. Para eso están las personas como Tom, que han sido elegidas como capitanes. Ellos ya saben si alguno de sus soldados tiene aptitudes para robar caballos. No habrá preguntas ni respuestas en público, sino un acuerdo tácito y una orden que cumplir.
—Sí -dijo Jim con cansancio.
Le parecía que nunca acabaría de saberlo todo de aquel mundo en que él y Angie habían decidido quedarse a vivir. Lo que todos sus habitantes sabían desde su nacimiento, casi sin darse cuenta, él tenía que aprenderlo a base de tanteos y errores.