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A Jim lo despertó al alba el sonido de unas voces y los cascos de unos caballos que pasaron cerca. Se asomó entre los escombros de la capilla, entre los cuales habían encontrado cada cual su hueco para dormir, y vio unos doce soldados equipados con armas ligeras. Tenían el aspecto característico de un grupo de saqueadores que partían de buena mañana para intentar obtener provisiones para el ejército inglés.

No habían prestado atención alguna a la capilla, de lo cual dedujo con alivio Jim que ya la habían inspeccionado mucho antes y descartado como posible paraje de interés. Dicha falta de interés fue particularmente providencial porque sus caballos estaban atados a los árboles detrás del templo, y, si los soldados hubieran modificado aunque sólo hubiera sido un poco su dirección, podrían haberlos descubierto. Tal como habían ido las cosas, ellos y sus monturas estaban a salvo, al menos por el momento.

Jim se desprendió de la manta con la que se había tapado para dormir y se levantó temblando a causa del frescor matinal para ir a inspeccionar los contornos con las primeras luces del día.

Un corto sendero bordeado de árboles lo llevó hasta el linde del espacio despejado donde acampaba la expedición inglesa. Se encontraba en un pequeño altozano desde el que se abarcaba una buena vista y, al tender la mirada hacia el horizonte, el nuevo día lo colmó de asombro.

El ejército francés estaba allí. Tal vez aún no hubiera adoptado la posición para la batalla, pero estaba acampado también allí, a menos de un kilómetro de distancia en el mismo terreno de prados del ejército inglés.

No había tiempo que perder. Jim retrocedió y despertó a sus compañeros.

—¡El desayuno! -graznó Brian apenas abiertos los ojos, con un automatismo que hizo pensar a Jim en una nidada de pajarillos que abren la boca cuando el padre se posa en el borde del nido con un suculento gusano en el pico.

—Sólo comida fría -advirtió Jim-. No podemos arriesgarnos a encender fuego, habiendo saqueadores por estos contornos.

Finalmente los tuvo a todos reunidos afuera, aunque Giles y Brian todavía masticaban los últimos restos de pan y carne.

—Giles, Brian, Dafydd -dijo Jim-, los tres tendréis que ir conmigo a recorrer las filas del ejército inglés en busca de John Chester y nuestros hombres. Cuando los hayamos localizado, deberán alejarse con discreción, en grupos de dos o tres, atrayendo la menor atención posible, y acudir aquí a la capilla.

—¿Y yo, sir James? -consultó el príncipe-. ¿No sería mejor que fuera cabalgando sin disimulo y anunciara mi presencia a los míos?

—No nos atrevemos a dejar que os vea nadie, alteza -explicó Jim-, sabiendo que, de acuerdo con la información que nos dio Carolinus, la mayoría de ellos creen que os habéis aliado con el rey francés. Os rodearían de inmediato y os tratarían tal vez como a un enemigo. Se formaría una aglomeración de gente a vuestro alrededor y en las fuerzas inglesas se crearían tumultos y disputas entre quienes dieran por buena vuestra identidad y los que no; y ello sucedería precisamente cuando tendrían que aprestarse a hacer frente al ataque de los franceses. Esperemos primero a tener a nuestros hombres aquí. Después quizá pueda propiciar una situación en la que podáis daros a conocer con el menor margen de peligro posible, y también aparecer cara a cara ante este impostor creado por Malvino.

—Cierto es -confesó el príncipe, entornando los ojos y restregándose las manos con gesto casi convulsivo-que estoy impaciente por denunciar a tamaño impostor, con un arma en la mano.

—Si todo va bien, así será, alteza -aseguró Jim-, pero por ahora, hasta que no hayamos recuperado a los nuestros, sería demasiado arriesgado que os vieran.

—¿Qué proponéis que haga entonces, sir James? -preguntó el príncipe.

—Permanecer oculto, alteza -repuso Jim-. He estado examinando la capilla. Hay un pasadizo de entrada despejado, aunque tan estrecho que sólo puede entrar una persona a la vez. Se trata de una antigua ala del templo, obstruida al final por una pila de piedras que llega hasta un retazo de techo aún no derruido. Parece como si no tuviera salida, pero, en realidad, una sola persona puede retirar fácilmente una de las piedras de abajo, abriendo un agujero hacia la parte posterior del edificio. Si os quedáis al fondo de esa ala, en caso de que alguien tratara de entrar en la capilla, podéis escabulliros a fuera y volver a colocar luego la piedra. O, si hay gente merodeando, permanecer sin ser visto donde estáis. Aragh, que de todas formas no conviene que vaya a merodear entre el ejército, y sir Raoul, pueden quedarse con vos y hacer guardia.

—Creo que yo puedo hallar una ocupación más útil que ésa, sir James -disintió sir Raoul.

Jim se volvió a mirar al caballero francés y lo mismo hicieron todos los demás.

—Puedo realizar una ronda e introducirme en los sectores de las fuerzas francesas que no me conocen personalmente -expuso Raoul-.

De esa forma podría enterarme de cuáles son las intenciones del rey Juan y de sus tropas. Dicha información puede seros necesaria.

—No lo sé, sir Raoul -dijo, dubitativo, Jim-. El príncipe necesita protección y, si bien Aragh es muy capaz de dar cuenta de varios hombres con arnés ligero como los que hemos visto antes, un arquero o un ballestero supone una amenaza no desdeñable para él.

—No me matarán -declaró Aragh-. Y, si lo hicieran, entonces la muerte me sobrevendrá aquí y no en otro lugar.

—Dejad que se marche sir Raoul -indicó el príncipe, con un asomo de desdén en la voz-. Lo único que os pido es que alguien me dé una espada con su cinto. ¡Es inaudito que un hombre de sangre real como yo, un Plantagenet, vaya desarmado!

Aquella demanda produjo un gran desasosiego en el grupo. A ninguno de los presentes, y menos aún a los caballeros, les hacía ninguna gracia la perspectiva de desprenderse de su arma principal.

Por otro lado, en especial para Brian y Giles, les resultaba difícil negarle al príncipe lo que pedía. Ninguno de ellos llevaba las espuelas doradas distintivas de los caballeros y, aparte de dichas espuelas, la espada y el cinto eran lo único que los designaba como hombres de rango. En cuanto a sir Raoul -aun de haberse avenido a entregar su espada a un príncipe inglés-el hecho de ir entre las tropas francesas sin más arma que un puñal lo situaría en una posición desventajosa para obtener la información que había prometido intentar sonsacar. En el caso de Brian y Giles -y, a decir verdad, también el de Jim-no había la necesidad extrema de llevar espada, pero su ausencia en su cintura supondría un menoscabo. La dura realidad era que no tenían ninguna espada de sobra que dejar al príncipe, cuyas peticiones no eran, por otra parte, algo a lo que un súbdito pudiera normalmente responder con una negativa.

—Creo que yo podré seros de cierta utilidad en esta situación -anunció con queda voz Dafydd-. Voy a buscar en mis alforjas y enseguida vuelvo.

Se fue sin dar tiempo a preguntarle a qué se refería. Al cabo de un momento regresó con un largo bulto que, al desenvolverlo, dejó al descubierto no sólo una espada de caballero sino un cinto tachonado con joyas.

—Ciertamente, son un cinturón y una espada propios de un caballero de alcurnia -comentó con suspicacia el príncipe-. ¿Cómo llegaron a manos de alguien de vuestra condición?

—Uno de vuestros delegados reales de las marcas galesas -respondió Dafydd-… cuyo nombre no mencionaré para no perjudicar a nadie… decidió celebrar un torneo. Y se le ocurrió que como parte del espectáculo podría resultar divertido para los espectadores ingleses, así como instructivo para los galeses que hubiera entre el público, ver cómo abatían tres caballeros ingleses, protegidos con armadura al completo y armados con lanzas, a cierto arquero galés de quien todos habían oído hablar y del que se decía que podía matar incluso caballeros con el pecho acorazado con planchas de metal.

—¿Erais vos el arquero? -preguntó el príncipe.

—Así es -confirmó Dafydd-, aunque bien poca libertad de elección tuve respecto a mi participación. No obstante, fui con ellos; y, cuando llegó el momento, me planté en un extremo de la palestra mientras los tres caballeros venían al galope contra mí.

—¿Y qué pasó entonces?

—No tuve más remedio que matarlos a los tres -repuso Dafydd-, clavándoles una flecha en el corazón a cada uno.

—¿Atravesando la lámina de la armadura? -inquirió, incrédulo, el príncipe-. ¿A esa distancia?

—La longitud total de la palestra -especificó Dafydd-, y a pesar de que se habían acorazado especialmente para la ocasión, poniéndose cotas de mallas debajo de la armadura. Antes de iniciarse el torneo le pedí sólo una cosa a ese dignatario: que, puesto que cuando dos caballeros se enfrentaban en liza, el perdedor entregaba caballo, armas y armadura al ganador, yo pudiera quedarme con las armas de quienes abatiera, y él, riendo asintió.

Durante un momento todos guardaron un absoluto mutismo.

—Yo creo que su propósito era mudar de parecer y no cumplir su promesa -continuó Dafydd en el mismo tono de voz-, pero había muchos testigos, tanto ingleses como galeses. Su palabra tenía que tener algún valor de honradez para un hombre de su posición. Me dejó llevar lo que quisiera, y yo sólo elegí una cosa, esto, la mejor de las espadas con su cinto, porque yo normalmente no utilizaba ni armadura ni caballo de guerra. Sólo había formulado la petición por pundonor.

Calló, pero todavía nadie parecía en disposición de hablar. Todos lo miraban fijamente.

—Es algo muy extraño -comentó, pensativo, el galés-. ¿Recordáis, sir James, en la época en que nos ocupaba la lucha contra los Poderes de las Tinieblas de la Torre Abominable, el momento en que vos desististeis de ir sin demora a rescatar a lady Ángela en el curso de un banquete celebrado en el castillo de Chaney? Cuando tomasteis esa decisión, las llamas de todas las velas se inclinaron como agitadas por el viento, pero no había viento. ¿Os acordáis de que yo reparé en ello pese a que los demás no lo habíais notado? Me parece que entonces os expliqué que en mi familia tenemos la facultad transmitida de padres a hijos de percibir los augurios, tanto buenos como malos.

Con esta espada sucedió algo similar. Yo estaba haciendo tristemente el equipaje para ir con vosotros, y no tenía intención de llevármela. Lo extraño fue que esa mañana, cuando mi pájaro dorado, Danielle, me había poco menos que ordenado desaparecer de su vista, tuve la sensación de que todo cuanto tocaba para llevar conmigo tenía un tacto frío. Cuando por un azar toqué esta espada, la noté, en cambio, cálida. Entonces tuve un vago presentimiento y por eso la puse en mi equipaje, sin saber qué utilidad podría darle. Tal vez el objetivo ha quedado definido ahora.

Depositó el arma sobre una piedra frente al príncipe.

El príncipe alargó una mano vacilante hacia ella e inmediatamente la retrajo.

—Es una espada de caballero, no cabe duda -dijo despacio el joven-, pero no quiero llevarla.

Se produjo otro momento de silencio, que esa vez interrumpió la voz de Giles.

—Si su alteza quisiera dignarse llevar la espada y el cinto de un humilde pero honrado caballero -ofreció Giles, desabrochándose el cinturón-, sería para mí un orgullo dársela y llevar en su lugar esta que trajo Dafydd.

La tendió al príncipe, el cual la tomó con gesto casi afanoso.

—La acepto agradecido, sir Giles -declaró-, y considero un honor llevar la espada de un hombre que la ha utilizado en combate, cosa que no he hecho nunca yo.

Eduardo se ciñó la correa con la espada mientras Giles se ponía la brindada por Dafydd. Las joyas incrustadas en el cinturón arrojaron destellos bajo la luz de la mañana, de forma que tanto espada como cinto presentaban un raro contraste en la cintura de aquel ardoroso y bajo caballero de nariz ganchuda y pálido bigote.

—Asunto concluido -zanjó Jim-. Aragh se quedará con vos, alteza… y vos ¿os mantendréis bien oculto hasta nuestro regreso?

—No me arriesgaré a que me vean, sir James -prometió Eduardo con una nota de buen humor en la voz-. De eso podéis estar seguro.

—Y de mí podéis estar seguro de que guardaré al príncipe mientras me quede vida -gruñó Aragh.

—Es un buen lobo -alabó el príncipe.

—No es ni bueno ni tampoco impertinente -replicó Aragh-. Es un lobo, y pocos pueden decir lo mismo. Además, es Aragh, y sólo yo puedo decir eso.

De ese modo, con un ligero toque de incomodidad por parte de los caballeros presentes, la reunión tocó a su fin. El príncipe fue a resguardarse entre las paredes de la capilla, Aragh desapareció en el bosque como era su costumbre y entre tanto los demás fueron hacia los caballos y, una vez montados, cada cual tomó su rumbo.

Al acercarse a la línea posterior de las tropas inglesas se dispersaron. Jim había elegido revisar el extremo de la línea más próxima a la capilla, la cual se encontraba situada detrás del flanco derecho de la punta de la línea. Él quería iniciar, sin embargo, el escrutinio de arqueros y hombres de armas por el ala izquierda de las fuerzas inglesas, ya que ésa era la posición habitual de los arqueros -en las alas de lo que se conocía como formación en rastrillo-en el curso de la batalla. Por ello, antes de iniciada ésta, los arqueros ingleses se encontraban normalmente en las puntas del campamento, preparados para ocupar sus puestos de combate.

Jim llegó al otro extremo de la línea del campamento… o lo que interpretó como tal, ya que era imposible trazar un límite exacto en esa zona, puesto que los soldados entraban y salían continuamente de las líneas. Volvió grupas y cabalgó bordeando la línea en dirección a su centro.

Pasó con bastante rapidez frente a los arqueros, puesto que no siendo arquero ninguno de los hombres que buscaba era poco probable que reconociera un rostro familiar entre ellos. Dafydd estaría en la otra punta de las líneas británicas, examinando con más detenimiento a los arqueros con el fin de reclutar a algunos.

Eran pocos los soldados que comían o bebían, dado que las partidas de saqueadores no habían ido en busca de provisiones por mera rutina sino porque, tal como les había sucedido en la batalla de Poitiers registrada en los libros de historia del mundo de Jim, los ingleses se habían quedado prácticamente sin víveres. Jim reparó en un gran número de carros cargados de objetos y enseres fruto de los pillajes, que no servirían para contrarrestar la gravedad de la falta de alimento y bebida.

De acuerdo con el plan acordado, él y Brian dedicarían apenas una ojeada a los arqueros y después avanzarían con más lentitud por las hileras de los hombres de armas hasta encontrarse en el medio.

Mientras tanto, Dafydd seguramente habría desmontado y se habría mezclado con los arqueros para hablar con ellos e intentar reclutar unos cuantos.

En caso de no hallar ninguno en el flanco derecho, probaría en el izquierdo. Si sus gestiones daban un resultado razonable en el ala derecha, tenía instrucciones de regresar a la capilla en la mayor brevedad posible y ayudar a Aragh a defender al príncipe contra quien pudiera descubrir la presencia de su real acompañante.

Jim se movía con lentitud junto a los hombres sentados, atrayendo muy pocas miradas. Era el típico caballero, vestido con lo que podía considerarse el uniforme de a diario… sin armadura, armas pesadas ni caballo de guerra. Por desgracia, no reconoció a nadie; ni a John Chester ni a los pocos hombres de armas de Brian que conocía de vista ni a ninguno de los suyos propios. Finalmente vio a sir Brian que se dirigía despacio hacia él y dio por sentado que el otro tampoco había tenido suerte.

Aquello suponía un duro revés para las expectativas de Jim. Se preguntó qué había podido suceder. Lo más probable era que John Chester y los hombres que tenía a su cargo se hubieran extraviado, no hubieran conseguido reunirse con las fuerzas inglesas o hubieran caído en manos de los franceses. Si les había ocurrido cualquiera de aquellos percances, no podría contar con ellos. En tal caso, los problemas que de ello se derivarían serían considerables, dado que los nebulosos planes que había forjado Jim hasta el momento dependían de la disponibilidad de un destacamento completo de hombres de armas en disposición de luchar.

Al reunirse con Brian le habló en voz muy baja que nadie más pudiera oír

—¿Tampoco os ha sido propicia la suerte? -dijo.

—No, no ha habido suerte… ¡Bah! -respondió Brian con voz igualmente baja; y entonces Jim vio la risa que asomaba en las comisuras de los labios de Brian y su mano crispada en torno a la perilla de la silla. En ese momento, Jim cayó en la cuenta de que su amigo estaba impaciente por cerrar la mano y asestarle un vigoroso puñetazo en el hombro-. ¡Claro que he tenido suerte! Los he encontrado hará un cuarto de hora. Uno de los hombres sabía incluso dónde está la capilla y por eso se ha ido el primero con John Chester para servirle de guía. Después volverá y orientará a los otros que irán marchándose en grupos de dos o tres. Theoluf se quedará el último para cerciorarse de que vayan todos con la mayor discreción. Yo he seguido cabalgando para encontrarme con vos con el fin de no llamar la atención.

»Vamos -dijo, elevando la voz de forma que pudieran oírle los que estaban cerca-. Carne no tendremos, pero aún me queda una cantimplora de vino. ¡Venid conmigo, viejo amigo!

Apoyó la mano en el hombro de Jim y volvió grupas. Jim lo siguió y juntos se alejaron del campamento, no en dirección a la capilla sino al bosque. Una vez al abrigo de los árboles, no obstante, variaron el rumbo hacia el pequeño edificio en ruinas.

Para cuando llegaron allí, ya se habían presentado en el lugar una docena de hombres. John Chester los recibió con grandes sonrisas.

—¡Buen trabajo, John! -lo felicitó con entusiasmo Brian al tiempo que hacía pasar la pierna derecha sobre la silla, soltaba la punta de los dedos del pie izquierdo del estribo y bajaba deslizándose del caballo. Jim, que no había aprendido aquella técnica concreta para desmontar, lo hizo de forma más calmada, tras lo cual Brian ordenó con un gesto a uno de los soldados que se llevara las monturas-. Buen trabajo de principio a fin, John. ¡Aún haremos un caballero de ti!

—Gracias por el elogio, sir Brian -dijo John Chester-, pero vos sabéis muy bien que, de haber estado solo, yo habría dejado mucho que desear como capitán. Fueron Theoluf y los hombres de armas más expertos los que mantuvieron en orden la compañía y la hicieron llegar a buen puerto.

—Pero ¿has aprendido, John? ¿Eh? -Brian le dio una bofetada que Jim consideró demasiado ruda para ser un gesto cariñoso, pero que no pareció incomodar en nada a John Chester-. Eso es lo importante. Has aprendido. Sigue aprendiendo y lo que he dicho se hará realidad. La condición de caballero no se gana solamente en el campo de batalla… ¡aunque, si mal no me equivoco, también tendrás ocasión de estrenarte en eso antes de que el sol se haya puesto dos veces!

—Vayamos los dos adentro, James -indicó a Jim-, a ver cómo ha sobrellevado la espera su alteza.

Entraron juntos en las ruinas, pero, al llegar al estrecho pasillo taponado de piedras que antes había sido un ala, siguieron en fila. En el fondo, el príncipe permanecía sentado con relativa comodidad en una piedra cuya dureza había amortiguado poniendo encima algunas ropas. Aragh estaba tumbado delante de él y los dos estaban absortos conversando.

Jim notó con asombro que Aragh era el que más hablaba, con un invariable tono bajo semejante a un gruñido. Al acercarse él y Brian, calló enseguida y se quedó mirándolos al igual que el príncipe.

—El señor lobo es muy sabio -dijo Eduardo-. Sería un buen profesor. He aprendido mucho de él.

Aragh abrió las mandíbulas y exhaló una muda carcajada.

—De impertinente a bueno y de bueno a sabio -ironizó-. Voy mejorando de imagen en la apreciación de los humanos.

—Verdad es que tengo mucho que aprender -reconoció con seriedad Eduardo-, y que siendo aún joven a menudo dejo de reparar en el oro de la sabiduría esparcido en el suelo ante mí. Esta vez cuando menos no soy ciego a ella. Cuando sea rey, tendré responsabilidades y entonces necesitaré conocimiento y sabiduría.

Porque ésta es una nueva era, caballeros, y con mi generación se inaugurarán muchos cambios.

—Bien poca gracia me hará si eso ocurre -gruñó Aragh-. Yo soy partidario de los viejos tiempos y de que todo siga igual en la tierra.

Pero a quien quiera escucharme con gusto le hablo.

—Y yo os he escuchado con atención -aseguró Eduardo-. Es una novedad para mí oír las palabras de alguien a quien no inspiro temor ni tampoco grandes dosis de respeto, alguien que incluso considera en ciertos aspectos mi estirpe inferior a la suya.

—En mi opinión, todos podemos aprender de los demás en un momento u otro, alteza -comentó Jim-. Pero ciñéndonos a cuestiones inmediatas, os informo que hemos estado en el campamento inglés y hemos localizado a nuestros hombres. Están acudiendo en grupos de dos o tres y pronto dispondremos de treinta a cincuenta soldados, más los arqueros que haya podido convencer Dafydd para que nos presten su ayuda.

—No es una fuerza muy numerosa -observó el príncipe-, pero yo no he solicitado defensa alguna, ni siquiera la de un contingente reducido como ése.

—Perdonadme, alteza -lo disuadió Jim-, pero no es a vuestra defensa a lo que pienso destinar en primera instancia a esos hombres.

Algunos los dejaré para protegeros, pero hay otras cosas que hacer.

Mi intención es utilizarlos para llegar hasta el falso príncipe, y más tarde poder poneros a los dos frente a frente.

—¡Dios quiera que sea pronto! -hizo votos el príncipe, con los ojos brillantes y los dedos crispados en la empuñadura de la espada de sir Giles.

Cuando Giles regresó, sólo faltaban sir Raoul, Dafydd y los posibles acompañantes que trajera. Sir Raoul fue el siguiente en reunirse con ellos. Jim y Brian y el príncipe y Aragh se habían desplazado afuera, y a ellos se había sumado John Chester a petición de Brian. Sir Raoul se aproximó a caballo y desmontó con una tenue sonrisa en los labios.

—Veo que habéis encontrado a vuestros hombres -observó mientras uno de los soldados tomaba las riendas de su montura, respondiendo a una muda señal de Theoluf, y lo llevaba a la parte posterior de la capilla con los demás caballos-. Yo también he obtenido buenos resultados en lo que a información respecta. Va a haber una tregua para que franceses e ingleses parlamenten sobre las condiciones que el buen rey Juan les ha ofrecido.

—Yo no he oído mención alguna de una tregua en el bando de los ingleses -señaló John Chester.

Era dudoso que se hubiera atrevido a hablar con tanta libertad a Brian o a cualquiera de los caballeros ingleses, pero parecía que el hecho de que sir Raoul fuera francés le hacía sentir que no tenía por qué tener tantos miramientos con él.

—Seguramente los ingleses no habláis tanto entre vosotros como los franceses. -Raoul dio a entender con un ademán la poca consideración que le merecía aquella objeción y ni siquiera dirigió una mirada a John Chester-. Ninguna batalla dará comienzo hasta mañana. Invertirán la noche discutiendo la situación y enviando mensajeros de uno a otro bando, dado que el día está demasiado avanzado para disponer los ejércitos en formación e iniciar la batalla que sólo podría concluir con la confusión que trae la oscuridad.

—¿Mañana entonces? -inquirió Brian.

—Yo soy del parecer de que se empezará a combatir poco después de amanecido el día -respondió sir Raoul, desvanecida la sonrisa de su rostro-, puesto que el rey Juan y sus consejeros no cederán en sus exigencias; y el duque de Cumberland, que encabeza el lado inglés, es sin duda demasiado testarudo para dar su brazo a torcer.

—¿Sabéis en qué línea de batalla lucharán el rey y su guardia de corps? -preguntó Jim.

—Sé que me encomendasteis averiguar eso en especial -dijo Raoul-. Tengo entendido que el rey capitaneará la tercera división o, lo que es lo mismo, la última de las tres líneas de batalla de las tropas francesas. No es una información segura, puesto que mañana pueden modificarlo. Yo creo, empero, que en este caso no habrá variación, porque desde esa posición es muy posible que ni él ni su división tengan que entrar en combate, dado que con las dos primeras divisiones bastaría para derrotar a los ingleses.

—Nosotros no carecemos por entero de arqueros -observó Brian-, y ni en Crécy ni en Poitiers tuvieron fácil la victoria los franceses. De no haber sido por el buen tino que demostró el rey Juan al reservar a sus arqueros genoveses y mandarlos a disparar en secreto contra el flanco derecho de las fuerzas inglesas en un momento en que el triunfo podía decantarse tanto de un lado como del otro, no habríais ganado la batalla ese día.

—Pero él utilizó esa estrategia y vencimos, ¿no? -A sir Raoul le saltaron chispas de los ojos.

—No nos peleemos por batallas que ya se libraron -intervino Jim-.

No olvidéis que nuestro único propósito aquí es desenmascarar al falso príncipe creado por Malvino, y que la misión que Carolinus me encomendó especialmente a mí fue impedir que ninguno de los dos bandos se hiciera con la victoria. Para lograr eso lo único efectivo es evitar que se inicie la batalla.

—¿Y tenéis un plan para evitarlo? -le preguntó sir Raoul.

—Todavía no está del todo perfilado -precisó Jim-. Pero sí, tengo el esbozo de un proyecto en el que he depositado ciertas expectativas.

Puede que recibamos más ayuda de la que imaginamos.

—¿Y en qué consistiría dicha ayuda? -inquirió Giles.

—Eso todavía no puedo decíroslo -respondió Jim-. Es mejor que ninguno de vosotros lo dé por hecho. Lo que sí puedo aseguraros es que pondré todo mi empeño en conseguir, cuando menos, demostrar la felonía de Malvino incluso delante del rey francés. Aunque sólo consiguiéramos eso, sería un considerable logro.

—Sea como fuere, no veo cómo se puede evitar la batalla… -se disponía a objetar Raoul.

En ese momento el murmullo de voces de los hombres de armas, que rompieron filas a corta distancia de ellos, les advirtió de la llegada de Dafydd, seguido de tres hombres, todos con arcos al hombro y aljabas colgadas del cinto.

—¿Sólo tres arqueros? -dijo sir Raoul, con asombro casi burlón-.

¡Menudos refuerzos!