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—¿Cuál de los tres tomamos? -musitó Brian al cabo de un prolongado momento-. Es evidente que tenemos que seguir adelante, puesto que sir Raoul dijo que ese sitio estaba al final de un sendero estrecho que nacía a la derecha del que veníamos siguiendo y cuya entrada estaba oculta. Lo que me pregunto es ¿cómo diablos puede estar escondida en esta maraña la entrada de un sendero?

Aunque la pregunta había sido meramente una reflexión en voz alta, Aragh le dio respuesta de inmediato.

—Tapada con un árbol falso, por descontado -declaro el lobo-.

Esto es lo que pasa por no explicarme por entero lo que sabíais.

—¿A qué te refieres, Aragh? -preguntó Jim.

—Que, con toda probabilidad, hemos pasado de largo por ese entrada secreta -replicó Aragh-. A no mucha distancia de aquí, a la derecha, había un árbol talado en la base y vuelto a colocar en su sitio. El corte lo han disimulado con tierra del camino humedecida, o sea con barro pegado a su alrededor. La mezcla fue hecha con vino agrio, o con vino normal que ha tenido seguramente tiempo de agriarse desde entonces. Lo he olido al pasar, pero como nadie me había dado indicios de que un árbol cortado pudiera ocultar la entrada que buscabais, no le he dado importancia.

A tales palabras siguieron varios minutos de silencio. Jim se maldecía a sí mismo cuando cayó en la cuenta de que sus otros dos compañeros debían de estar haciendo lo mismo. Él tenía, sin embargo, mayores motivos para reprocharse el descuido, ya que, aunque no fuera ni con mucho tan sensitivo como el de Aragh, con su olfato de dragón habría podido percibir el olor a vino agrio si hubiera estado más atento.

—¡Retrocedamos pues hasta ese árbol! -propuso Giles, interrumpiendo el silencio.

—Está bien -acordó Jim-. Dafydd, si sois tan amable de ir nuevamente a la cola…

—Así lo había previsto ya -contestó Dafydd.

Volvieron a tomar el camino para desandar sus pasos. La única diferencia en el trayecto fue que Aragh avanzaba algo más deprisa, con la seguridad de quien sabe exactamente adonde se dirige.

Los demás lo seguían en fila. Jim experimentó cierta irritación por tener que realizar el mismo recorrido que ya le había dejado la marca de sus arañazos en la piel. Un momento después dicha irritación se convertía en sensación de culpa, acompañada por la reflexión de que, con la excepción de Dafydd, que milagrosamente había salido con unos pocos rasguños, él era el que había salido mejor parado. Y todo gracias a la ventaja de la captación sensitiva draconiana, que le había permitido mantenerse centrado en el camino sin apenas vacilar.

La marcha más rápida de Aragh los obligó a apretar el paso a todos, cosa que resultaba bastante complicada yendo Giles agarrado al cinturón de Jim, y Brian al de Giles. Jim estaba a punto de pedirle al lobo que fuera más despacio cuando éste se detuvo en seco.

—Es aquí -anunció sin volverse-. Este es el falso árbol.

Con su vista de dragón, Jim consiguió delimitar en la pared de espesura el oscuro tronco de un árbol de un tamaño semejante al del típico árbol de Navidad. Entonces dio unos comedidos pasos hacia Aragh, el cual se desplazó para dejarle espacio, y se agachó para oler el tronco.

Su olfato percibió sin margen de duda un olorcillo avinagrado. Con mucha cautela, buscó entre las espinosas ramas un espacio entre nudos y agarró con la mano el espinoso y áspero tronco. Después lo sacó al camino y retrocedió con él para dejar el paso libre a sus compañeros.

Entonces quedó al descubierto otro sendero, tan angosto, que sólo permitía caminar de frente a Aragh. Sin arredrarse por tener que andar de costado, se introdujeron en él y, cuando todos hubieron pasado, Jim volvió a colocar el árbol cortado en su sitio.

Lo que mantenía a éste en posición erguida sobre su tocón era el hecho de que sus ramas se entrelazaran con las de los árboles contiguos. Jim llevaba una cantimplora de agua, pero el estrechísimo sendero no le daba margen para agacharse y formar con la tierra una pasta fangosa con la que tapar la juntura de tronco y tocón. No había más remedio que asumir el riesgo y confiar en que nadie detectara su presencia antes de que los encontrara el enlace de sir Raoul.

Jim llegó rezagado al reducido espacio despejado donde ya se habían concentrado los demás. Su superficie era aproximadamente la mitad de la que tenía el punto de cruce de caminos donde se habían detenido antes.

Lo exiguo del espacio, rodeado de erizados árboles, los forzaba a apretarse unos con otros, y el ramaje de las copas formaba un entramado que tamizaba la luz de la luna. Aunque no podían verse tan bien como en el anterior claro, la visibilidad era algo mejor que en el camino.

—Yo aconsejo -dijo Brian-que nos sentemos y bebamos y comamos un poco. La espera podría ser larga, tanto que me atrevo a adelantar otra propuesta. Si esa persona que tiene que venir no se ha presentado antes de la puesta de la luna, deberíamos irnos de aquí y regresar a pasar el día en el campamento. No es prudente circular por este bosque después del amanecer.

—En efecto -convino sir Giles, camuflado entre vendajes.

—Yo también estoy de acuerdo -apoyó Jim.

Todos se sentaron en el suelo salvo Aragh, que adoptó la misma postura de antes, al estilo de un león. Al cabo de un rato la tierra se calentó un poco bajo el calor de sus cuerpos, mientras permanecían mudos observando el recorrido de la luna en el cielo, hasta que ésta se ocultó en la enmarañada espesura de árboles.

En un par de ocasiones Aragh los había prevenido para que guardaran silencio, y las dos veces había pasado alguien por el camino principal, a cinco metros escasos de ellos.

Aun así, nadie se había parado junto al árbol que tapaba la entrada de la ruta que habían tomado; y finalmente, cuando dejaron de divisar la luna, aunque en el cielo todavía se percibía su reflejo, Brian volvió a tomar la palabra.

—Será mejor que partamos -oyeron que decía entre la oscuridad casi impenetrable-. Deberéis guiarnos a todos. Aragh, porque juro que yo no veo más allá de mis narices.

Lo cierto era que ni aun con su vista de dragón Jim lograba distinguir el camino. Se levantaron, tomados de las manos, y Jim se agarró a la cola de Aragh. Avanzaron así juntos hasta que el lobo se paró y entonces Jim pasó delante para apartar el árbol cortado, lo cual le costó varios arañazos en la mano.

Una vez que hubieron salido todos, Jim volvió a encajar el tronco encima del tocón y después, tanteando bajo la dirección del olfato de Aragh, logró tapar la línea de sesgo con barro que había formado con agua de la cantimplora. Luego torcieron a la izquierda para desandar el camino que habían seguido para entrar en el bosque.

Cuando salieron el día comenzaba a despuntar por el este.

Aunque la luz era poca, tras la lóbrega opresión de la espesura, todo les pareció diáfano. De vuelta al campamento, se acostaron, se taparon con mantas y se dispusieron a dormir.

—¿Adónde ha ido el lobo? -preguntó, medio adormilado Giles.

—Habrá ido a cazar algo -respondió Jim-. Hay que tener en cuenta que no ha bebido ni comido nada en todo el tiempo que hemos pasado en el bosque, y es de agradecer que se esperara allí dentro con nosotros.

—Sí, lo he visto bebiendo en el arroyo antes de marcharse -dijo Brian-. Pero él sabe cuidar de sí mismo, Giles. Ahora descansemos, que bien lo necesitamos, al menos yo.

No había duda de que todos lo necesitaban, porque durmieron todo el día hasta que el sol se hubo instalado enfrente de su refugio y sus rayos les dieron de pleno en los ojos.

Las tres noches siguientes repitieron el peregrinaje al lugar de la cita. Nadie acudió, empero, allí. Giles se pronunció por renunciar a la espera y aventurarse por su cuenta por otros caminos.

—Tengamos un poco más de paciencia -aconsejó Jim-. La persona que tiene que venir no sabía ni siquiera qué semana llegaríamos nosotros, y menos el día. Además, es muy posible que sólo pueda ir a ese sitio de vez en cuando porque tenga turno de guardia de día, en lugar de noche, durante, por ejemplo, una semana.

Invirtieron tres noches más, con igual resultado. Para entonces incluso Brian empezaba a mostrarse a favor de la idea de prescindir de la criatura mitad hombre, mitad rana que supuestamente había de reunirse con ellos.

—Escuchad -propuso Jim cuando ya se avecinaba otro crepúsculo-, probemos una noche más. De todas formas, no tenemos otra cosa que hacer esta noche ni tampoco contamos con un plan definido de la ruta que seguiríamos si fuéramos más allá de ese pequeño claro oculto. Démosle a ese antiguo hombre de armas otra oportunidad de ponerse en contacto con nosotros.

Los demás accedieron; y Jim no pudo evitar la sensación de que su aceptación no se debía tanto a un auténtico convencimiento como al reconocimiento de su condición de cabecilla.

Al anochecer regresaron al bosque y se adentraron de nuevo por el sendero que llevaba al secreto lugar de espera.

Cuando ya se encontraban en él y la luna asomaba por el horizonte, Aragh volvió a avisarles que se acercaba alguien. Todos se levantaron con las armas aprestadas.

Los pasos se distinguían cada vez más próximos, y esa vez se detuvieron. Justo en ese instante, la luna traspasó la pantalla de una maraña especialmente tupida de ramas y vertió su resplandor sobre ellos.

Con la tensión del momento, a Jim se le antojó el mismo efecto que si los hubieran iluminado con un loco.

Oyeron cómo alguien retiraba el árbol cortado y después una voz grave, como un graznido, que parecía emitida a menos de un metro de distancia.

—Sir Raoul me mandó venir a buscaros.

Los hombres se relajaron, aunque no del todo. Jim advirtió entonces que, de tanto apretar la empuñadura de la espada, le dolían los dedos. Aflojó la presión de la mano, pero sin soltar el arma.

—Si sois quien debía encontrarse aquí con nosotros -respondió muy bajo-, avanzad, pero sin arma alguna en las manos.

—No voy armado -afirmó la ronca voz.

Percibieron un quedo sonido de roce y enseguida se sumó a ellos una oscura figura. La apretura de espacio era tanta que, con la adición de un cuerpo más, prácticamente exhalaban el aliento a la cara de los otros. El recién llegado se encontraba entonces bajo la luz de la luna y mantenía en alto unas manos genuinamente humanas para demostrar que no llevaba armas.

Mientras realizaba tal apreciación, Jim sintió un escalofrío. A pesar de las manos, brazos y piernas, que en nada diferían de las de un hombre, aquel individuo era deforme. Tenía el torso como hinchado y la cabeza desmesuradamente grande y achatada.

—Decid cómo os llamáis -susurró Jim.

—Soy Bernard -contestó con un quedo graznido el interpelado-, que en otro tiempo fue un hombre igual que vos, caballero… pues por caballero os tengo, ya que sir Raoul no enviaría a nadie que no cumpliera el requisito de caballero para colaborar conmigo en esta misión. Llevo años con esta apariencia en que me veis, y doy gracias al cielo porque me veáis de noche y no a la luz del día, pues ni yo mismo soporto mi imagen al mirarme reflejado en los estanques.

—No os apuréis por eso -lo tranquilizó Jim, apiadado por el grotesco cuerpo que tenía delante-. Lo importante es que nos llevéis a un lugar desde el que podamos entrar en el castillo y nos indiquéis dónde podemos encontrar a nuestro príncipe. Para eso habéis venido aquí, ¿no es así?

—¡Desde luego! -confirmó el hombre-. Durante doce años he fingido ser un buen criado, esperando la ocasión de poder hacer algo para vengar lo que Malvino le hizo a mi señor y la familia de mi señor.

Ahora que se me ha presentado, renunciaría por ello hasta a las pocas expectativas que tengo de ir al cielo. Os llevaré al castillo y os introduciré en él, sólo eso, porque yo no tengo permitida la entrada en él. Después os explicaré lo mejor que pueda la forma de localizar al joven al que os referís. A partir de allí, todo quedará en vuestras manos. Sólo os pido una cosa.

—¿Qué es? -inquirió Jim.

—Que ninguno de vosotros trate de mirarme directamente mientras os sirvo de guía -solicitó-. Prometedme sólo eso, por la santa Virgen María.

—Lo prometemos -dijo Jim.

Brian, Giles y Dafydd emitieron un murmullo de conformidad.

—Queda prometido pues -concluyó Jim-. Pero, ¿no sospecharán de vos, en caso de que logremos rescatar al príncipe? ¿No sería mejor que nos esperarais y escaparais con nosotros de este lugar?

La criatura que antaño había sido Bernard emitió una ronca carcajada cargada de amargura.

—¿Y adónde iría? ¡Si hasta los monjes del monasterio me cerrarían la puerta! Incluso los leprosos me darían la espalda. No, lo que me hicieron no tiene remedio. Me quedaré aquí y esperaré por si se presentara otra posibilidad de asestar un nuevo golpe a Malvino.

—Pero si abrigaran aunque sólo fuera una mínima sospecha de vos -arguyó Jim-las consecuencias podrían ser terribles.

—Me tiene sin cuidado -croó Bernard-. Comparado con lo que me hicieron, ya no pueden hacerme nada más. Ahora pongámonos en marcha, porque nos espera un trecho de camino y quizá tengamos que pararnos y escondernos en el trayecto. Si estuviera solo, podría ir directamente al castillo, pero con tanta gente llamaríamos demasiado la atención.

»¡Vámonos ya! -urgió con impaciencia-. ¡Vamos, por el amor de Dios!

Sin guardar respuesta se volvió y echó a andar por el angosto sendero. Los demás partieron tras él. Una vez en el camino más ancho volvió el árbol a su sitio y, con ayuda de agua, esa vez, disimuló la juntura del corte con barro. Entonces se enderezó pero, antes de reanudar la marcha, volvió a hablarles.

—La ruta que seguiremos -dijo-no es la más directa, pero es la más segura para llegar al castillo entre este laberinto. Veréis que en el recorrido siempre tomaremos el desvío de la derecha. Por consiguiente, si conseguís liberar al príncipe y escapar, deberéis entrar por el sitio por el que saldremos y torcer a la izquierda en toda ocasión, y así podréis salir finalmente del bosque. A partir de allí, que Dios os ayude, porque yo nada puedo hacer.

Aunque la distancia hasta el círculo cercado de árboles era considerable, Bernard los condujo con confianza y rapidez, de tal modo que no tardaron en recorrerla.

Cuando por fin salieron a los jardines del castillo de Malvino, el contraste súbito con el bosque les resultó desconcertante.

De repente percibían la calidez y hermosura de la noche. La luna, que hacía pocos días estaba llena, derramaba su luz sobre los diversos cenadores, parterres y macizos y sobre los primorosos senderos de grava por los que caminaban en dirección a la oscura mole del castillo.

La humedad de las fuentes y lagos artificiales parecía suavizar el aire y retener el aroma nocturno de las flores, sin dejar que lo desplazara la tenue brisa que de tanto en tanto soplaba.

Caminando sin impedimento alguno por aquellos senderos, tardaron sólo unos diez minutos en llegar junto a los muros de piedra del castillo, frente a una puerta de reducidas dimensiones, apenas mayor que las que Jim conocía como normales en su propio mundo.

Tras abrirla, Bernard los hizo pasar a una habitación solitaria en la cual se detuvo.

—Aquí me despediré de vosotros -anunció.

Jim miró en derredor. Las paredes eran de piedra y el techo de gruesas vigas muy juntas. Las losas del suelo no estaban cubiertas con las esteras de junco o de paja tan comunes en esa época, ni tampoco por alfombras tejidas.

Si bien la estancia era espaciosa, el techo quedaba tan sólo a unos dos palmos de sus cabezas. En conjunto, no era un sitio desagradable, aunque su atractivo no era, ni de lejos, comparable con el de los jardines que acababan de dejar atrás.

—A partir de aquí -continuó Bernard-, caminad sin cohibiros ni ocultaros. Malvino tiene a su servicio muchas personas íntegramente humanas en el castillo, algunas de las cuales son de origen noble. El perro, sin embargo, podría llamar la atención. Lástima que no pensara en eso antes. Podríais haberlo dejado en el bosque.

—De ninguna manera -disintió Aragh.

Bernard dio un salto. Se trató literalmente de un salto, y no de un mero sobresalto de sorpresa. En las paredes había varias antorchas que iluminaban la habitación, dejando algunas bolsas de sombra, y en una de ellas se había refugiado Bernard para que no lo vieran.

—¿Es un lobo? -preguntó.

—En efecto -respondió Aragh-, y voy a ir con los demás. Y vos no hagáis más preguntas de la cuenta.

—De acuerdo -aceptó Bernard al cabo de un segundo. La inclinación de su cabeza en la oscuridad indicaba que aún seguía mirando a Aragh-. Seguramente todos lo tomarán por un perro, como he hecho yo. Sea como fuere, volvamos a lo que nos ocupa. El lobo tiene un buen sentido de la orientación, ¿verdad?

—Claro. Si no habría pasado hambre muchos días en estos años -replicó Aragh-. De un lugar de caza voy a otro, a un día de marcha, y no vuelvo hasta el día siguiente, y por otra ruta. Adelante con las instrucciones.

—¿Veis esa puerta en el otro extremo? Tenéis que pasar por ella y salir por la que hay a la izquierda en la habitación contigua. Después debéis torcer a la derecha y continuar siempre en dicho sentido, atravesando varias estancias como ésta. En algunas no encontraréis a nadie, en otras habrá gente preparando comida o realizando otras tareas. Como he dicho, salta a la vista que sois aristócratas…

»Como mínimo tres de vosotros -precisó después de lanzar una breve mirada a Dafydd-. Esa gente considerará, por lo tanto, natural que paséis por allí sin prestarles atención. Avanzad con aplomo, como si no sólo conocierais el camino. sino que estuvierais cumpliendo una diligencia importante por orden directa de Malvino. Si mantenéis esta dirección general. con ligeras variaciones en la situación de las puertas, atravesando nueve habitaciones consecutivas -vaciló un instante-, llegaréis a la base de la torre donde está preso vuestro príncipe. Allí empieza el mayor peligro.

Hizo una pausa.

—¡Sí, sí! ¿Y qué más? -urgió con impaciencia Brian.

—Encontraréis una puerta muy simple y normal por este lado, pero de manera profusamente labrada y pulida por el otro. Por ella accederéis a una zona de habitaciones mucho más espaciosas que éstas, de suelo mullido con alfombras. Torced a la derecha y saldréis al arranque de la escalera que lleva a la torre. La reconoceréis por sus escalones de piedra, desprovistos de alfombra.

—¿Es ancha la escalera? -preguntó Brian-. ¿Podremos subir los cuatro de frente?

—Ha pasado bastante tiempo desde que la vi -repuso Bernard-.

Varios años, de hecho, puesto que subí por ella como hombre, sin sospechar lo que me aguardaba arriba, y bajé como lo que soy ahora.

Esperaba interrogatorios, tortura y muerte, pero eso no me inquietaba.

Ésas son circunstancias que forman parte de la vida de quien decide ser hombre de armas. Pero esto…, esto no lo esperaba. Volviendo a vuestra pregunta: no.

—¿Qué anchura tiene entonces? -insistió Brian.

—Tal vez permita tres hombres en hilera, apretados -contestó Bernard-. Pero mi consejo es que subáis de dos en dos a fin de tener margen de movimiento para empuñar la espada. Como veréis, los escalones están empotrados por uno de sus extremos a la pared, y así sucede en toda la escalera, ya que ésta se prolonga por la cara interior de la torre. Unos pisos más arriba sólo habrá los peldaños desnudos y las paredes de la torre, que se prolonga durante mucho trecho, de suerte que por el otro lado la escalera queda colgada sobre un abismo cada vez más profundo, hasta que se interrumpe en lo alto de la torre.

En una de las plantas de arriba está encerrado vuestro príncipe.

Calló unos instantes, como si de tanto hablar le fallara la ronca voz, y luego continuó.

—Allí se halla también el gabinete secreto de trabajo de Malvino.

Como véis, ha mantenido en todo momento a su prisionero cerca de sus más recónditos secretos, y seguramente no sólo lo retiene con cerraduras y cerrojos… porque a nadie se le permite subir sin su orden expresa… sino con métodos mágicos.

»Id pues allí -dijo retrocediendo hacia la puerta-, y que la suerte os acompañe. Invocaría la protección de Dios, pero dudo que en la actualidad el Altísimo escuche a alguien como yo. Y, si por azar lograrais dar muerte a Malvino, seré vuestro fiel servidor durante el resto de mis días.

Abrió la puerta, pero titubeó antes de salir.

—Intentaré estar por aquí fuera cuando bajéis -les informó finalmente-, pero no es seguro, puesto que la mayor parte del tiempo me tiene ocupado. Pero, si puedo, estaré cerca. No contéis conmigo; id sin demora a la boca del camino por la que hemos salido y que os he hecho mirar con atención. Una vez allí, tenéis ciertas posibilidades de huir, siempre y cuando las criaturas de Malvino no vayan pisándoos los talones.

Dichas estas palabras, salió y cerró la puerta tras él.

—En marcha -incitó Giles con entusiasmo-. Casi juraría que siento a su alteza real esperándonos arriba.

Se pusieron en camino juntos. En la primera habitación no vieron a nadie y en la segunda había unas cuantas personas, algunas totalmente humanas y otras con rasgos animales, apilando sacos, que Jim adivinó llenos de grano y comida. Aquello era pues una especie de almacén o despensa.

Nadie les dirigió la palabra y ellos hicieron lo propio, atravesando con prisa la estancia.

Después entraron en una cocina en la que al parecer estaban guisando aves, y, más allá, en otras habitaciones en las que los criados retiraban u ordenaban víveres y objetos. En total les llevó poco tiempo llegar ante la puerta que sería la última que debían cruzar.

Allí se pararon un momento y todos centraron la mirada en Jim.

Jim miraba la puerta, deseoso de hallar la manera de poder ver lo que había al otro lado. Estaba convencido de que en su interior se encontraba la clave mágica para ello, pero su mente no concibió el modo de dilucidarla.

—Tendremos que asumir el riesgo y comprobar qué hay tras la puerta -decidió por fin; y, abriendo la puerta, salió el primero.

Bernard no había exagerado la diferencia de ambiente. La estancia a la que desembocaron era casi tan grande como todas por las que habían pasado juntas. Las paredes se prolongaban hasta una altura de entre nueve y quince metros, y el suelo estaba cubierto con innumerables alfombrillas que producían la impresión de formar una sola alfombra. Junto a las paredes había lujosas piezas de mobiliario.

En aquella habitación había un sinfín de personas, todas íntegramente humanas, jóvenes, bien parecidas y ataviadas con caros trajes que en algunos casos rozaban la extravagancia. Los presentes estaban distribuidos en grupos, al parecer entretenidos en contarse habladurías; pero, a diferencia de la gente que habían encontrado antes, aquellos individuos sí repararon en ellos. Todos interrumpieron sus conversaciones para mirar sin disimulo a los cuatro hombres y a Aragh.