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Aunque había formulado sin grandes esperanzas aquella excusa, lo cierto fue que dio resultado. Ante la mención del dolor de cabeza, Melusina se había vuelto abrumadoramente solícita, y había insistido en que descansara y durmiera. Tendrían todo el tiempo del mundo para otras cosas.

Ante tal actitud, Jim barruntó que tal vez su magia de atracción surtiera efecto incluso en ella, de tal forma que cuando creía estar enamorada, lo estaba de veras, y no tenía reparos en sacrificarse por el bienestar del objeto de su amor. En ese mundo en el que había

descubierto que un individuo podía ser extremadamente bondadoso y gentil y luego comportarse en cuestión de segundos como un auténtico villano, y en donde todos cuantos lo rodeaban a él o a ella no verían la más mínima contradicción en ello, estaba dispuesto a creer cualquier cosa. La muchacha lo había dejado solo, y él se había quedado dormido.

Al despertar, ella aún no había vuelto. Al cabo de pocos minutos aparecieron, no obstante, algunos de los pececillos que habían realizado acrobacias en torno a Melusina y lo rodearon, nadando en el aire, para traerle cosas. Algunos llevaban en la boca gemas toscamente talladas pero de gran tamaño. Uno transportaba un gran racimo de uvas cuyo peso lo obligaba a agitar trabajosamente las aletas para nadar (o volar) hasta él.

—No me gustan las uvas -le dijo Jim.

Era cierto. Nunca había tenido afición por las uvas y, a decir verdad, como hombre tampoco le había llamado demasiado la atención ni siquiera el vino. Había sido sólo su condición pasajera de dragón lo que le había hecho descubrir el gusto por el vino.

El pez depositó las uvas en la cama, con ademán de agotamiento, y se fue. Al cabo de un momento regresó con otro racimo.

Los demás peces también parecían actuar con la misma determinación. Tal vez le hicieran caso a Melusina, pero no tenían para nada en cuenta lo que él dijera. Iban amontonando sobre él regalos que no quería. En cierto momento, toda una agrupación de peces avanzó trabajosamente hacia él, sujetando una tela verde iridiscente.

A continuación le llevaron un ridículo sombrero que semejaba un cruce entre un gorro de cocinero y un sombrero de copa bastante anguloso.

Mientras los objetos iban apilándose a su alrededor, agradeció a la suerte que Melusina no estuviera allí. De esa forma podía pensar sin la presión de su hechizo mágico, de esa especie de bombardeo luminoso de abrumadora potencia que sólo habría sido capaz de despedir una lámpara de descomunales dimensiones.

Aunque su reacción cuando ella había tratado de seducirlo para establecer una relación sexual había sido puramente instintiva, entonces, en frío, se dio cuenta del buen tino con que había obrado.

Incluso en el supuesto de que Melusina quisiera mantenerlo realmente con ella para siempre jamás como había dicho, cosa que él no creía ni por asomo, una criatura de su naturaleza tenía que enamorarse otra

vez, en cuanto apareciera un nuevo varón ante su vista. Además, aun cuando su intención de permanecer con él para siempre fuera sincera, él no quería quedarse allí de manera indefinida. Tenía muchas razones para no desearlo.

La principal era Angie. Una cosa era la atracción sexual que pudiera despertar alguien como Melusina, y otra muy distinta la profunda implicación emocional -el amor-que lo unía a Angie.

Literalmente, no podía imaginar su vida sin Angie. Sería como si le amputaran la mitad de sí, de la cabeza a los pies. Angie tenía algo que Melusina no tendría jamás. No sabía muy bien qué era, pero el mero hecho de saber que ella estaba allí daba una dimensión completamente distinta a su vida. Aun estando lejos de ella en Francia, el solo hecho de saber que se encontraba en Malencontri y que volvería a su lado -puesto que no tenía intención alguna de permitir que algo le sucediera entretanto-transformaba por completo su actitud ante la vida.

Tenía que irse de allí, escapar del lago y de Melusina. Se devanó frenéticamente el cerebro tratando de hallar excusas para convencerla de que lo subiera a la orilla del lago.

Ciertamente, ella había ejercido su atracción mágica sobre él incluso mientras él estaba en tierra y ella en el agua, pero ésta no había sido con mucho tan fuerte como la que había experimentado en el fondo del lago.

Tenía la impresión de que, una vez que se encontrara en tierra firme, podría sobreponerse a su influjo y con un esfuerzo de voluntad alejarse de ella hasta que no lo afectara su magia. No creía que un ser como ella fuera a seguirlo. Pero, en caso de que lo hiciera, algo le decía que no tendría la clase de poder de que disponía en el lago.

Había llegado a ese punto en sus reflexiones cuando de repente se acordó, con la fuerza explosiva de una revelación, de que él mismo era mago, aunque sólo fuera aprendiz. Si la ventaja que sobre él tenía Melusina dependía de su magia, entonces él tenía la posibilidad de contrarrestarla con la suya, a condición de saber qué modalidad debía utilizar y cómo.

La última parte era la más problemática. La información que necesitaba se encontraba sin duda en la Encyclopedia Necromantick, pero sabía por experiencia que no bastaba con extraerla sin más de allí simplemente porque lo quisiera.

Primero, tenía que haber definido claramente qué quería.

Después tenía que indagar siguiendo una vía que hubiera planeado por sí solo. Hasta donde él sabía, cada mago se valía de un método personal e intransferible, que en su caso parecía ser el que había definido con los pasos de imaginación, concepción y visualización.

Esas eran, pues, las fases que debía recorrer. Se sentó con las piernas cruzadas en la cama para pensar las cosas en ese orden.

Primera pregunta: ¿cuál era el tipo de magia que necesitaba para salir de allí?

No, ésa tenía que ser la segunda pregunta. La primera era: ¿cuál era el tipo de magia que lo retenía allí?

Por primera vez se le ocurrió que tal vez se tratara de una clase de magia distinta de la que él utilizaría. Melusina se había definido como una elemental. Posiblemente era una elemental de la misma forma que Giles era un focidón, en cuyo caso sus poderes mágicos serían algo innato y no adquirido.

Si así fuera, la pregunta debía transformarse en la siguiente: ¿en qué consistía exactamente esa magia innata en ella?

Bien, ésta parecía dividirse en dos áreas. Una era la que le permitía dominar a cualquier otro ser que estuviera cerca o dentro del agua. La otra era su capacidad de hacer intercambiables el agua y el aire.

La cuestión de si Jim estaba respirando agua en esos momentos sin sufrir ninguna repercusión negativa, o de si el agua que lo rodeaba se había convertido en aire respirable, era, al parecer, ociosa.

¡Ya lo tenía!

El procedimiento principal de control de Melusina sobre las personas como él era que podía elegir entre hacerles respirable el medio acuático o no. En el caso de los dragones, claramente prefería que se ahogaran tragando agua una vez que se habían hundido. En el suyo, en cambio, había preferido que respirara agua como si de aire se tratara, o agua que había sido convertida en aire. De ello se desprendía que bastaría con que…

—¡Ay! -gritó Jim.

Se frotó la cabeza en el punto sobre el que una afanosa cuadrilla de una decena de peces acababa de dejar caer un lingote de oro.

—¡No quiero nada de esto! -les gritó, airado-. No quiero ni oro, ni joyas, ni uvas, ni nada. No lo quiero, ¿entendéis? ¡No lo quiero!

Los peces se marcharon juntos, presumiblemente en busca de algo que traerle, a juzgar por su comportamiento anterior. Jim volvió a refregarse la cabeza y trató de reanudar el hilo de los pensamientos que el golpe del lingote había interrumpido.

Había prefigurado la primera fase de su sistema: había concretado lo que debía imaginar. Debía imaginar que existía un modo de caminar bajo el agua, salir de allí y subir por el fondo del lago hasta llegar a la orilla… rodeado de agua que le sería igual de fácil respirar que el aire.

Se concentró en la imagen de sí mismo llevando a la práctica tal planteamiento. Aquí estoy, se dijo, andando por el lecho del lago, respirando sin problema, aun cuando esté huyendo de Melusina. Mis propios recursos mágicos convierten a mi alrededor el agua en un aire sano y respirable. Tengo todo el aire que quiera, hasta saciar los pulmones. Podría incluso correr a pleno rendimiento si así lo deseara y seguiría disponiendo de abundante oxígeno en los pulmones para mantener el normal funcionamiento de mi cuerpo. Aquí estoy, corriendo sobre el fondo del lago, iniciando el ascenso de la pendiente de la orilla, respirando tranquilamente…

¿Qué es lo que tengo que escribir en la cara interior de mi frente para poder respirar así dentro del agua? Me consta que la respuesta está dentro de mí, en la Encyclopedia Necromantick, pero no logro rescatar de manera precisa lo que necesito…

—¡Oh! Estás despierto -dijo a sus espaldas la voz de Melusina, antes de posarse de un salto en la cama a su lado-. ¡Fuera!

La última palabra iba dirigida a un reducido grupo de peces que acudían cargando una especie de corona hecha íntegramente de madreperla. Al oírla, los animalillos dieron media vuelta y se fueron.

—Estoy tan contenta de que hayas despertado, querido -ronroneó Melusina-. ¿Te encuentras mejor ahora?

—Sí -respondió Jim-. Sí, sí -añadió viendo que no estaba de más poner más entusiasmo-, muchísimo mejor.

—Me alegro -dijo Melusina-. Ahora, tal vez…

—¿Y cómo has pasado tú el día? -le preguntó Jim.

—¿El día? -repitió ella, mirándolo con asombro.

—Bueno, el día o la noche, da igual. El tiempo que has pasado alejada de mí mientras dormía -aclaró Jim.

—¿Quieres saber cómo me han ido las cosas desde que te quedaste dormido? -preguntó, extrañada, Melusina-. Jamás alguien me había… bueno, normalmente nadie me hace ese tipo de pregunta.

—Verás -explicó Jim-, cuando dos personas, como tú y yo…

—Oh, sí -suspiró Melusina.

—Cuando dos personas como tú y yo -continuó Jim-sienten una atracción mutua, el interés que prestan en lo que hace cada uno, incluso durante su ausencia, fortalece su amor.

Melusina lo miró con gran perplejidad y sacudió la cabeza.

—Es muy extraño lo que dices, James -comentó-. ¿Se debe acaso a que eres inglés?

—Oh, sí -contestó Jim-, en Inglaterra todos somos de esta opinión.

Por eso allí la gente está tan enamorada de su pareja.

—¿Esos feos y brutales salvajes de Inglaterra, que viven rodeados de dragones, están muy enamorados de sus parejas? -preguntó, incrédula, Melusina.

—Oh, sí. Pero que muy enamorados, créeme -aseveró Jim.

—Desde luego que voy a creerte, mi bien amado -aceptó Melusina-. Es sólo que me cuesta hacerme a la idea. Esos feos y brutales… ¿por qué piensan que sabiendo lo que ha hecho cada uno cuando no estaban juntos se fortalece su amor?

—Oh, los efectos van más allá de un fortalecimiento de su amor -puntualizó Jim-. El amor adquiere de ese modo una dimensión totalmente nueva. Quien no lo haya vivido no puede imaginar hasta qué punto es cierto. Respondiendo a tu pregunta, la razón por la que se aviva su amor es porque significa que están pensando el uno en el otro, aun cuando están separados, anhelando volver a encontrarse.

Por eso quieren saber todo lo relacionado con el otro, incluso cuando está ausente.

—Es una teoría de lo más extraña, James -observó Melusina con seriedad-. No obstante, comienzo a verle algo de sentido. Lo que más me sorprende es que, si existe algo así, no se me hubiera ocurrido antes a mí.

—Ello se debe a que tu capacidad para amar es tan grande -aseguró James-que nunca se te ocurrió recurrir a algo para engrandecer tu amor.

—Es verdad -reconoció Melusina-, como mínimo lo referente a mi gran capacidad para amar. Así que supongo que lo otro también podría ser verdad.

Juntó las manos sobre el regazo.

—Bueno -dijo-, yo sé cómo has pasado el tiempo desde la última vez que te vi. Has estado durmiendo hasta hace poco, ¿no es así?

—Sí -confirmó Jim-, pero ¿cómo lo sabías?

Melusina abarcó con un gesto displicente los lingotes de oro, telas, joyas y demás objetos dispersos en la cama.

—Porque habría muchas más cosas si hubieras despertado antes -explicó-. Les mandé a mis peces que te vigilaran atentamente y comenzaran a traerte regalos en cuanto despertaras.

—Comprendo -dijo Jim-. De mí no hay pues mucho que hablar.

Seguro que tu día ha sido mucho más interesante. Cuéntame qué has hecho.

—Yo no puedo estar tumbada todo el rato como tú, querido -repuso Melusina. Acarició con gesto tranquilizador el brazo de Jim-.

No es que te envidie por poder hacerlo. Yo quiero lo mejor para ti en todos los aspectos. Pero yo… bueno, éste es un lago muy grande, mucho más profundo de lo que parece desde la superficie, y me da mucho trabajo cuidarlo. Mis amadas criaturas, mis peces y otros seres acuáticos que viven aquí. son todas muy buenas, pero son incapaces de mantener el lago aseado si yo no me encargo de ello.

Posó en Jim su irresistible mirada un momento y él asintió con la cabeza para expresar su más absoluta comprensión.

—De manera que estoy constantemente ocupada recorriendo el lago para cerciorarme de que todo esté en orden -continuó-. Hoy, o más bien parte de ayer, la noche y la mitad de la mañana que has pasado durmiendo, los he dedicado precisamente a eso. Las plantas acuáticas que viven en las profundidades están perfectamente, pero las que crecen cerca de la superficie no están todo lo bien que sería de desear. Hay tres arroyos que desembocan en el lago, así como varios manantiales subterráneos que afloran en el lecho, pero este invierno ha sido bastante seco. Como se acumuló poca nieve, el nivel del lago ha bajado un poco. No mucho, claro, porque las plantas de tallo alto, como los juncos que asoman arriba, no están dañadas, aunque no tienen la lozanía plena, sobre todo las que ya han culminado su crecimiento.

Hizo una pausa y suspiró.

—Siempre hay algún inconveniente -enfatizó-. La cuestión es que, lógicamente, yo poco puedo hacer para aumentar el caudal de los arroyos a menos que remontara cada uno de ellos hasta su nacimiento. Lo que sí hice es intensificar el trabajo de los manantiales subterráneos para aumentar el flujo de agua. Me parece que dentro de cuatro o cinco días los juncos volverán a recobrar todo su vigor.

Después estaba el asunto de los huesos del último dragón que ahogué en el lago.

Paró de hablar un instante, esbozando una mueca de repugnancia.

—Odio incluso ver sus repulsivos huesos; y todos mis peces lo saben. Su obligación es bajar hasta allí y levantar con su aleteo el barro y el limo hasta cubrir los huesos, pero no han puesto suficiente empeño en ello. Aunque odio ser dura con ellos, hablé con bastante severidad a los que se encuentran en la zona contigua a la osamenta.

Después de regañarlos, yo misma me valí de mis propias habilidades para tapar con limo los huesos por esta vez. Estoy segura de que la próxima se esforzarán más.

—Seguro -corroboró Jim-. ¿Cómo podría haber criatura alguna que no se esforzara más después de oírte hablar así?

—No hay ninguna, por supuesto -convino Melusina-. Todos me prometieron mejorar en su celo, y yo sé que lo harán. El caso es que, hará cuestión de un mes, tuvimos varios dragones juntos y había mucha carne por comer, de forma que no llegaron a limpiarlo todo con tanta rapidez. La culpa no era enteramente suya. Sea como fuere, eso ya está solucionado. Después fui a inspeccionar el criadero de perlas, y allí todo iba de primera. Yo prefiero las perlas de agua dulce a esas otras de agua salada, tan horribles, que por lo visto les gustan a los jorges… Oh, no me refería a los jorges como tú, James, sino a otros mucho menos sensibles, que suelen ser la mayoría. Algunos son casi tan repulsivos como los dragones.

—Lo sé -acordó Jim-. Algunos jorges… pero, bueno, no me corresponde a mí decirlo. Lo que sí me gustaría es ver este maravilloso lago. En tus labios suena tan real que casi puedo imaginarlo.

—¿De veras? -Melusina lo miró fijamente-. Eres un hombre muy extraño, James. De todas formas, me encantaría enseñártelo. Yo adoro mi pequeño lago y nunca he tenido ocasión de mostrárselo a nadie. Podemos ir ahora mismo, si quieres. Siempre y cuando te encuentres descansado y no te duela la cabeza, claro está.

—Estoy bien -aseguró Jim-y me muero de impaciencia por ver el resto del lago.

—Vamos pues -lo invitó con voz cantarina Melusina, alejándose flotando de la cama. Jim se halló flotando a su lado, cogido de la muñeca por ella.

—No tienes por qué sujetarme -señaló Jim mientras lo llevaba fuera del palacio hacia el lecho del lago-. Me mantendré solo a tu lado.

—Está bien -Melusina le soltó la muñeca-. Sólo tienes que concentrarte en no apartarte de mí, y no tendrás que caminar.

Jim así lo hizo, y comprobó que era cierto. Los dos juntos atravesaron una zona de altas y vaporosas algas y salieron a un espacio despejado. Negro, llano y nivelado, éste parecía prolongarse hasta que se perdía de vista en el temblor del agua.

—Estas son mis llanuras de cieno -dijo Melusina-. Es la parte más baja del lago. ¿No son hermosas?

—Eh… sí -con vino Jim-. Son tan… tan…

—Compactas y limpias -acabó por él Melusina-. Sé a lo que te refieres. Es un trabajo constante asegurarse de que todo lo que caiga aquí quede cubierto, aunque sea apretándolo. No creo que exista una llanura de cieno mejor que ésta, en todo caso no en Francia.

—Te creo -aseveró Jim.

Se desplazaron flotando sobre la llanura de cieno.

—La otra punta del lago no es tan profunda -explicó Melusina-. Allí están los criaderos de ostras, y la vegetación es más espesa. Y

también están allí esos huesos de dragón a propósito de los cuales tuve que ponerme seria con esos peces. Por lo general procuro bajar las osamentas a la llanura de cieno, pues desaparecen limpiamente en el barro. En un par de días no queda ni rastro. El problema viene, en cierto modo, de eso. Las llanuras lo absorben todo demasiado deprisa.

Yo primero quiero estar segura de que mis peces comen hasta saciarse antes de que los restos queden enterrados aquí. Si en los despojos queda algo de peso, desaparecen de la vista casi en un santiamén.

Soltó una carcajada repentina, con una risa despreocupada de niña.

—¿Te imaginas lo que es cuando un dragón de esos enormes cae entero directamente en la llanura? Normalmente eso no ocurre, pero ¿te imaginas? Se hunden de inmediato. ¡Tendrías que ver la cara que ponen, si es que se puede llamar cara a eso que tienen!

—Oh, sí -se mostró de acuerdo Jim-. Eso me recuerda que no te he preguntado por qué te disgustan tanto los dragones.

—En primer lugar -repuso Melusina-, son lo más opuesto a lo acuático que pueda existir. La mayor parte del tiempo ni siquiera están en tierra sino surcando esa horrible sustancia llamada aire. Tampoco es que el aire sea completamente malo. Yo misma puedo respirarlo, claro está, pero puede llegar a ser muy desagradable, tan reseco, agrio y pestilente.

Para entonces habían llegado al extremo de la llanura de cieno y se adentraban en un territorio con un relieve algo accidentado, con montículos y hondonadas que conformaban una suave pendiente.

Melusina le mostró sus criaderos de ostras, las cuales se abrieron obedientemente a sus órdenes y retorcieron su blando cuerpo para enseñar sus perlas. Jim expresó la debida admiración y después contempló con gran atención las diversas plantas acuáticas que Melusina le presentó.

Habían iniciado su expedición seguidos por el ejército de pececillos que solían flotar en torno a ella en el palacio, pero pronto se habían rezagado al llegar a la llanura de cieno, de modo que los únicos peces que veían ahora eran de distintos tamaños, algunos de monstruosas dimensiones como los lucios. Uno de ellos, cuyo largo calculó Jim en casi un metro y medio, se acercó a Melusina, le dedicó una especie de respetuosa reverencia y, tras recibir de ella unas amables palabras y una caricia, se alejó nadando.

Por fin Melusina inició el regreso.

—¿No es todo maravilloso? -suspiró mientras se deslizaban juntos por encima del lecho del lago.

—Desde luego -convino con gran convicción Jim.

Su convicción se debía a que, mientras examinaban esa parte del lago, había visto que sería mucho más fácil subir por allí que remontar la pendiente casi vertical del lado por el que había entrado.

Si podía alejarse de Melusina y llegar hasta allí, se dijo, no tendría dificultad en ascender hasta la superficie y salir a la orilla. Después, una vez en tierra, se las arreglaría para huir de ella. Tal vez, a cierta distancia, más allá de los límites de su captación de la presencia de un dragón, podría volver a transformarse e irse volando a toda velocidad.

Mientras se aproximaban al palacio atravesando la llanura de cieno, su mente comenzaba a concebir el esbozo de una solución al mandato mágico -la palabra hechizo le parecía enteramente fuera de lugar entonces-que mantendría aire a su alrededor si se separaba de Melusina. Había realizado discretas pruebas al tiempo que ella le mostraba con entusiasmo el lago, alejándose deliberadamente de ella a fin de comprobar hasta dónde alcanzaba el envoltorio de agua convertida en aire que evidentemente generaba ella para él. La distancia crítica no parecía llegar a los tres metros.

Por otra parte, en el palacio, incluso durante la ausencia de Melusina, él había estado rodeado de forma constante por una atmósfera respirable. Al mismo tiempo, existía la paradoja de que los peces daban la impresión de nadar en ella como si realmente fuera agua.

Aquélla era, no obstante, una cuestión secundaria. Acababa de hallar una solución al problema de hacer respirable el agua.

Lo que necesitaba era algo que pudiera imaginar a raíz de su propia experiencia… y de repente lo había encontrado, en el recuerdo de un experimento de química en el que había participado en una clase de secundaria. Se trataba del típico experimento en que se hacía pasar una corriente eléctrica por un conductor metálico sumergido en agua. En los extremos de éste se producían burbujas, a consecuencia de la descomposición del agua en los dos gases que la integraban: oxígeno e hidrógeno.

La fórmula que representaba dicho proceso era muy simple. H2O -> H2 + O Con disimulo, extendió de camino un brazo en el lado más alejado de Melusina, que por otra parte estaba demasiado ocupada hablando para darse cuenta, y escribió el mandato en la cara interior de su frente. YO -> CONDUCTOR OXÍGENO En las puntas de sus dedos comenzaron a aflorar de inmediato burbujas, y entonces se apresuró a escribir la orden inversa. Las burbujas desaparecieron con igual rapidez.

Exhaló un quedo suspiro de alivio. Un asunto resuelto.

Ahora tenía que solucionar la otra cuestión: cómo abandonar el lago sin que Melusina se percatara de ello.

De repente advirtió que ambos problemas eran postergables en ese momento. Lo urgente era idear la manera de eludir lo que Melusina se proponía hacer, sin margen de duda, no bien llegaran a la habitación de la gran cama redonda. No podía volver a escudarse en un dolor de cabeza, ya que, aun cuando ella cediera una vez más, seguramente comenzaría a concebir sospechas. Era una lástima que él no conociera ningún método para sumirla en un sueño profundo, o cuando menos producirle una somnolencia tal que la hiciera descartar por el momento la perspectiva de hacer el amor. Se aplicó afanosamente a ahondar en aquella senda.

Lo único que se le ocurrió fue que había llegado a dominar el truco por el cual Carolinus convertía el vino en leche para tratarse la úlcera de estómago. Uno de los primeros ejercicios de magia que Jim había intentado llevar a cabo tras regresar de casa de Carolinus habiendo aprendido a transformarse de dragón en humano y viceversa había sido la conversión de vino en leche.

A Jim le agradaba tanto la leche como destestaba las uvas. Pero la leche no estaba incluida normalmente en el menú de Malencontri y, lo que era más, hasta donde llegaba su conocimiento nadie, ni siquiera los criados, la bebía. Los siervos de sus tierras quizá tomaran, sin embargo, leche en sus chozas, puesto que lo más seguro era que allí se engullera todo cuanto fuera de alimento con la exclusiva finalidad de subsistir.

El caso era que, como no había reunido el coraje para pedir leche en Malencontri, se había concentrado en probar a hacer lo mismo que Carolinus.

Y lo había conseguido.

En realidad había sido bastante sencillo. Ahora entendía mejor por qué. Él ya conocía el sabor de la leche y podía imaginarse a sí mismo paladeándola. De igual manera, conocía el sabor del vino. Por consiguiente, no había tenido más que escribir en la cara interior de su frente: VINO -> LECHE Con ello el contenido del recipiente que sostenía en la mano se volvía blanco, convertido en auténtica leche.

Entonces comenzaba a comprender que el motivo por el cual le había resultado tan sencillo era porque él estaba en condiciones de imaginar claramente tanto el vino como la leche. Ahora bien, si Melusina bebiera leche, podría transformarla en vino en su estómago y tal vez emborracharla, al menos en un grado que le hiciera perder interés en un apasionado intercambio de abrazos con él. Aunque, bien pensado, si era como el resto de los individuos de la Edad Media, lo más probable era que tuviera que utilizar cantidades ingentes de vino para dejarla fuera de juego.

Por desgracia, no le cabía la menor duda de que ella no bebía leche. Allá abajo en el agua sería el último lugar en el que se podría disponer de una vaca… o de cualquier otro animal que diera leche, a decir verdad. Algunos mamíferos marinos producían leche, pero aquél era un lago de agua dulce.

Para entonces ya se encontraban en el palacio y se acercaban a la cama.

—Mi amor -dijo, amorosa, Melusina una vez que se hubieron instalado en ella-, tenías mucha razón. Te quiero aún más por haberte interesado por mi lago.

—Eso está bien -contestó Jim-. Quiero decir que estoy muy contento, porque yo siento exactamente lo mismo.

—¿De veras? -dijo ella; y su atractivo mágico aumentó en mil vatios.

Jim pugnaba con desespero por hallar la forma de huir. El recorrido que habían realizado por el lago no había hecho más que reforzar la convicción que instintivamente había tenido en un principio: si cedía a la demanda emocional de Melusina. quedaría atrapado por ella y no lograría reunir la fuerza y la voluntad para alejarse de ella. La presión del apuro lo llevó a concebir, como a menudo sucede, una genial idea.

—¿Por qué no tomamos un poco de vino antes? -propuso-.

Podemos brindar por haber estado juntos contemplando el lago, y por el lago en sí. A mí me parece de lo más adecuado. ¿No crees?

—Vaya… sí -concedió Melusina, arrodillada como antes a su lado en la cama-. Eres una persona fuera de lo común. James. Y tienes ideas muy acertadas.

Se volvió hacia la cuadrilla de peces que siempre merodeaban a su alrededor.

—Vino -ordenó-, y dos copas de cristal. Las mejores copas de cristal que tengo.

Luego dirigió su hechizante mirada hacia Jim.

Los pececillos regresaron cargando con esfuerzo la botella y la dejaron en la cama, junto con dos copas de retorcido tallo y trabajada forma de un tipo de cristal tallado que Jim no había visto hasta entonces en ese mundo.

—Creo que lo mejor sería dos botellas, ¿no te parece? -sugirió Jim.

—Por qué no -aceptó Melusina, medio riendo. Dio una palmada y miró a sus peces-. Otra botella.

—Y algo para descorcharlas -agregó Jim.

—¡Bah! -exclamó Melusina con un gesto de displicencia-. Si yo le ordeno a una botella que se abra, se abre.

Acercó una de las lujosas copas a Jim, tomó la otra con la mano izquierda y la botella con la derecha.

—¡Tapón! -dijo, mirando ceñuda el cuello de la botella-. ¡Sal!

El tapón saltó obedientemente, dejando la botella abierta.

Melusina se llenó la copa y luego la de Jim. Este vio que era un vino espumoso.

—Ahora quédate de pie -mandó la joven a la botella tras depositarla en la cama.

»Por nosotros, querido -brindó.

Los dos bebieron. Como había sospechado, el vino era un champán, un champán bastante dulce, pero de extraordinario bouquet.

Incluso él, en su cuerpo humano, apreció su calidad.

Se miraron a los ojos, con las copas medio llenas.

—Oh, soy tan feliz -dijo Melusina con los ojos brillantes-. Tengo mi hermoso lago, te tengo a ti, que eres igual de hermoso, y todo va a ser perfecto para siempre.

Por un momento, Jim experimentó un inexplicable escrúpulo de conciencia. Había visto a aquella criatura que tenía ante sí contando animadamente cómo atraía a los dragones para que murieran y se aseguraba luego de que sus huesos quedaran bien hundidos en el fango. Pese a ello, ahora la veía tan sinceramente entusiasmada y enamorada de su lago y de él que de improviso se sintió como un desalmado por pensar en escapar de ella.

Si quería escapar, aquélla era, de todas las emociones, la que menos le convenía sentir y, consecuentemente, se deshizo de ella.

Tomó la botella, volvió a llenar las copas y la dejó en la cama.

Esta vez se mantuvo de pie sin necesidad de que nadie se lo ordenara.

—Por tu esplendoroso lago y todas las magníficas plantas y criaturas que viven en él -brindó.

Volvieron a beber, un poco menos que antes, pero de todas formas en considerable cantidad.

Los peces llegaron con la segunda botella y la dejaron junto a la otra abierta. La recién llegada imitó a la primera adoptando una posición erguida y los peces se pusieron a nadar en círculo por encima de sus cabezas.

—Esto es sencillamente maravilloso -se felicitó Melusina al tiempo que daban cuenta del resto de la primera botella. Tal como había previsto Jim, bebía con la misma desmesura que los demás seres medievales que había conocido-. Este es el día más maravilloso que haya vivido nunca. Toma un poco más de vino.

Colmó hasta el borde la copa de Jim, que todavía conservaba tres cuartas partes de su vino, y llenó la suya, que había vaciado por completo.

—Y te diré en qué consiste la diferencia -continuó, inclinándose hacia Jim. El vino comenzó a derramarse de su copa, se detuvo ya afuera y volvió a introducirse en ella-. Hasta ahora nadie había entendido cómo era la vida de Melusina. Nadie comprende en lo más mínimo a Melusina. ¡Pobre Melusina!

—Sí -convino Jim, algo distraído-, tiene que ser duro. Tiene que ser muy duro para ti.

Su atención se destinaba en gran medida a perfeccionar una idea que había suscitado el recuerdo de Carolinus y de la transformación de vino en leche. No le había sido fácil llevar los pensamientos por ese curso. Para guardar las apariencias, había bebido una copa y media de vino, más o menos. Aquellas copas eran, no obstante, engañosas, puesto que debían de tener una capacidad de casi medio litro.

Jim se concentró y resolvió que lo que había que hacer era transmutar algo no embriagador en algo capaz de emborrachar.

O -la idea se le presentó, repentina como un fogonazo-de una sustancia ligeramente embriagadora a otra de mucha más graduación.

—Cientos y cientos de años -se lamentaba Melusina con la vista fija en la colcha de la cama-, y no por mi culpa. Después de todo, alguien como yo, con sangre real en las venas… Yo tengo sangre real, ¿sabías?

Tiró a Jim de la manga para reclamar su atención.

—¿Sangre real? -reaccionó Jim-. Oh, estaba casi seguro, por tu regio aspecto.

—En efecto -corroboró Melusina-, sangre real. Soy la hija legítima de Elinas, rey de Albania. Mi madre fue el hada Presina. ¡Pero mi padre era tan cruel! No puedes imaginar hasta qué extremo. Por eso no me quedó más remedio que encerrarlo en una montaña. ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? ¡Seguro que también lo habrías encerrado en una montaña!

Volvió a tirarle de la manga.

—¿No estás de acuerdo?

¡Coñac!, precisó Jim con la fuerza de una revelación. Sí, lo más natural del mundo sería pasar de vino a coñac, dado que el coñac se elaboraba a partir del vino.

—¿No crees que ya hemos tomado bastante vino? -preguntó Melusina cambiando de tema.

Dejó la copa en la cama y agitó la mano. Los pececillos se congregaron y se llevaron no sólo su copa y las dos botellas, sino la copa que Jim tenía en la mano y que aún estaba casi llena.

Jim la miró y advirtió que su atractivo había adquirido de pronto una potencia de al menos dos mil vatios. Tenía que ser entonces o nunca, se decidió.

Sin perder un segundo escribió en la cara interna de su frente:

VINO EN MELUSINA -> COÑAC EN MELUSINA Melusina se arrojó a sus brazos.

—¡Qué sola me siento! -gimió.

Jim cerró los ojos, presa de desánimo y desesperación.

Demasiado tarde. Había reaccionado demasiado tarde. No se le ocurría nada que aún pudiera hacer para salvarse. Permaneció, así, inmóvil durante un minuto, esperando que ella le pidiera algo o que se moviera en sus brazos; pero no hizo nada.

Abrió con cautela los ojos y la miró.

Tenía los ojos cerrados, sombreando las mejillas con sus largas pestañas. Parecía una niña dormida y, cuando Jim le habló, ni abrió los ojos ni le contestó.

Aun siendo una criatura mágica, la transformación repentina de más de un litro de vino en su estómago había producido su efecto. Le había hecho perder el conocimiento.