XXXIV

Ahora que estaba tan cerca de la playa y de las dunas, decidí aprovechar el inesperado buen tiempo y no regresar a Ámsterdam hasta que no se pasara la hora punta. Cuando llegué junto al mar, me quité los zapatos y los calcetines y me remangué las perneras de los pantalones. El agua estaba helada, pero, después de caminar un rato, la sensación era deliciosa. Al principio me sentía enfadado por lo que Kalman Teller a simple vista me reprochaba, pero la irritación iba disminuyendo a cada paso y, al cabo de media hora, ya había desaparecido del todo y me limitaba a disfrutar del mar y de la luz del sol que en él se reflejaba. Me detenía de vez en cuando para mirar al sol con los ojos cerrados. Junto a las escaleras que dan a la playa en el Kurhaus había mucha gente todavía, pero, conforme iba alejándome, la calma aumentaba. Después de caminar más o menos una hora, me dirigí al interior, salté una valla con alambre de espino y busqué un lugar resguardado en lo más hondo de las dunas, donde desapareció de inmediato el escaso viento que había estado soplando, y así, al final del día, se estaba aquí de maravilla. Me tumbé de espaldas sobre la arena caliente y me quedé mirando el cielo, cruzado por una fina franja blanca que se difuminaba un poco en un extremo, aunque el avión a reacción que había dejado la huella hacía tiempo que había desaparecido. Así, de vez en cuando sonaba el graznido de una gaviota, pero por lo demás no se oía ningún ruido. Mientras dejaba que se escurriera la arena entre mis dedos, pensé en otros veranos. Cómo cuando era niño tenía que pasar con la bicicleta por delante de la abadía secular y subir por las tres colinas de Egmond-Binnen para llegar a la playa, los nombres de los amigos con quienes había quedado, los torpes acercamientos a las chicas tras las que íbamos. Eran recuerdos de una felicidad indiscutible.

En la terraza de un chiringuito en la playa me pedí un menú con patatas fritas, ensalada y un lenguado frito y luego regresé paseando por el Scheveningseweg. De camino al coche iba dejando atrás solemnes casas antiguas, a veces individuales, a veces pareadas o adosadas, todas con un aspecto distinto; altas, con tejados a dos aguas, adornados con aleros de madera artísticamente labrados, ventanas con vidrieras y galerías de madera blanca. En los profundos jardines delanteros, que subían en dirección a las casas, aparecían las placas con los nombres de las empresas que tenían allí sus oficinas. Antes eran las viviendas de los ricos que se podían permitir una casa grande junto al paseo marítimo de Scheveningen y, ahora, las personas que aún seguían viviendo aquí seguro que gozaban también de una posición desahogada.

De repente, mi mirada fue a parar a una placa de piedra en la fachada que tenía esculpido un nombre: Pension De Kapitein. Pasó un tiempo antes de que pudiera ubicar el nombre, pero entonces recordé que el colega de Kalman Teller me contó que había estado aquí de visita varias veces, hasta que cerraron la pensión en la década de los años sesenta. Ahora, por lo visto, vivía una familia con niños pequeños, ya que un niño y una niña jugaban en el jardín delantero. Con muchas risas y cháchara, descendían rodando sobre sus costados por el césped empinado, volvían a subir a lo alto del promontorio y después caían otra vez dando vueltas.

Llevaba ya un buen rato mirando a los niños y la casa cuando una mujer apareció por la puerta principal.

Subió un par de pasos por el sendero y me preguntó:

—¿Puedo ayudarle en algo?

¿Se creía que estaba mirando a sus hijos? Para evitar situaciones incómodas, respondí rápido:

—Esto antes era una pensión, ¿no? Conozco a alguien que vivió aquí, pero fue hace ya mucho tiempo. Por lo menos treinta años.

Estaba todavía bastante alejada de mí y me dijo:

—Sí, es cierto. Antes era una pensión para veraneantes.

—El señor de quien le hablo no era un veraneante. Vivía aquí de continuo. Era un buen amigo de la señora que llevaba esto entonces. A cambio de alojamiento y comida, ayudaba en las tareas de la casa y cuidaba de los niños.

La mujer parecía tener unos treinta años y, por lo tanto, ni siquiera habría nacido cuando Kalman Teller se mudó, pero al parecer desperté su interés. Descendió por el sendero y se detuvo ante la cancilla de hierro fundido que nos separaba.

—Esa señora era mi abuela. Y es cierto lo que usted dice, aquí también vivían personas de manera permanente. ¿Dice usted que ese señor cuidaba además de sus hijos?

—Sí, en efecto. La persona de la que le estoy hablando se llama Teller, Kalman Teller. Tendría unos treinta años cuando estuvo viviendo aquí. A usted no le dirá nada, pero era un refugiado húngaro, un judío que después de la guerra se vino a los Países Bajos. Aquí estuvo trabajando en la Shell. —Y aunque no me lo había dicho el propio Kalman Teller, sino su antiguo compañero de trabajo, añadí—: Por lo que he oído, su abuela debió de haber sido una excelente patrona.

Durante todo el tiempo había mantenido un rostro amable y franco, pero ahora ese comentario le arrancaba también por primera vez una sonrisa:

—Mi abuela hace ya mucho tiempo que murió, pero era una anfitriona fabulosa, en efecto. La gente venía a la pensión por ella. ¿Cómo decía usted que se llama su amigo? Si cuidaba de sus hijos, tendrá que haber cuidado también de mi madre.

—Teller. Kalman Teller.

Se quedó pensando un momento y meneó despacio la cabeza, pero no parecía estar segura del todo.

—Tiene las manos muy mutiladas, le faltan varios dedos. Tal vez eso le diga algo.

—Sí —sonó aún titubeante, pero en su rostro vi que de algún lugar emergía un recuerdo—. Sí, creo que mi madre alguna vez ha contado algo de él. ¿Sabe una cosa? ¿Tiene prisa?

—No, qué va.

Ya había cogido el teléfono móvil y dijo:

—Llamaré a mi madre. Así se lo podemos preguntar a ella directamente.

Escuché cómo la llamaba y le explicaba cómo había entablado conversación conmigo. Cuando pronunció el nombre de Kalman Teller, al otro lado de la línea se produjo tanto revuelo que casi pude oír cada palabra que decía la madre.

—Te lo paso —concluyó la hija entregándome el teléfono.

—¿Sigue vivo, vive Kalman todavía? —me preguntó de una manera tan insistente que de inmediato comprendí que se trataba de algo más que una curiosidad o interés normales.

Escuchó mi respuesta y dijo entonces:

—¿Tiene usted prisa? Puedo estar ahí dentro de cinco minutos. Vivo aquí cerca.

La hija me invitó a que esperara dentro. Recogió un triciclo y unos cuantos juguetes del césped y fue dirigiendo a los niños, que iban delante, para que entraran. Esperé tras ella en el pasillo mientras enviaba arriba a su prole protestona, conminándoles a que se pusieran los pijamas, se lavaran los dientes y se acostaran en seguida. Me precedió hacia la sala posterior de un enorme espacio con dos salones y me preguntó si quería beber algo. Mientras ella estaba en la cocina, miré a mi alrededor y me pregunté qué función desempeñaría esta sala cuando la casa era aún una pensión. ¿Comerían aquí los huéspedes? ¿Cuánto habría cambiado en realidad? Era una habitación con techos altos de madera labrada, con una gran chimenea delante en la que ahora había una estufa. El suelo lo conformaban anchas tablas, y entre el salón delantero y el salón trasero había a ambos lados unos cuantos armarios ocultos tras unas puertas. La madera era desigual por las muchas capas de pintura que a lo largo de los años se le habían ido aplicando. No parecía haber cambiado mucho. ¿Habría desayunado aquí el propio Kalman Teller, o parte de sus tareas domésticas era servir a los huéspedes?

En menos de una hora estaba sentado a la mesa con una versión mayor de la hija, que nos había dejado solos para ir arriba a acostar a los niños. La mujer que se encontraba frente a mí no solo guardaba un gran parecido físico con su hija, sino que también tenía la misma mirada franca y los modales de grácil desenvoltura. No se había acabado de sentar cuando sacó una foto del bolso que dejó delante en la mesa. Era una vieja foto en blanco y negro en la que estaba posando la familia ante el fotógrafo. Como era habitual en aquella época, todo el mundo parecía algo envarado, mirando fijamente a la cámara. Fue señalándome las personas una a una: «Mi padre y mi madre, mis dos hermanos, esta soy yo y el muchacho que está detrás de mi madre es Kalman».

Se confirmó lo que pensaba: Kalman Teller había sido un muchacho hermoso y tan alto que superaba incluso en altura al padre de la familia. Busqué sus manos, pero las mantenía ocultas tras la silla en la que estaba sentada la madre.

Después de que me hubiera acribillado con unas cuantas preguntas, le quedó claro que yo poco podía contar. Pero eso lo había compensado con creces el hecho de que pudiera ponerla en contacto con él. Fui incapaz de resistirme a darle su número de teléfono. Estaba tan entusiasmada que supuse que no espera ría mucho para llamarle, lo que significaba también que él se enteraría de que había ido a visitarla y a recabar información sobre su persona. En el caso de que pusiera reparos, este era el momento de averiguar tanto como me fuera posible.

No me costó mucho llevar la conversación a la época en que había estado viviendo aquí. Kalman Teller no tenía ni veinte años cuando llegó por primera vez a la pensión. Una de las cosas que hacía para su patrona era, en efecto, cuidar de los niños. Unos gemelos de cuatro años y una niña de doce: la mujer que estaba sentada ahora frente a mí. Me contó que la realidad era más bien que ella y Kalman Teller cuidaban juntos de los chicos, porque con sus doce años ya se las arreglaba bastante bien. Su padre era capitán de un barco transoceánico y a menudo se pasaba meses enteros fuera de casa. Su esposa se quedaba entonces allí completamente sola, y, aunque la hija debía echarle una mano con absolutamente todo, consideraba una suerte haber encontrado a alguien como Kalman que pudiera ayudarla en la pensión y con los gemelos. En los años anteriores a que Kalman encontrara un buen empleo en la Shell, había cambiado muchas veces de trabajo, no se quedaba mucho tiempo en ningún sitio y estaba encantado con sus ocupaciones en la casa a cambio de alojamiento y comida.

—En aquella época solía enfermar con frecuencia y le solían despedir de todas partes. Antes las cosas eran así y no tenías derecho a un subsidio de desempleo. Según mi madre, a veces también le echaban porque los clientes se quejaban de que les parecía muy desagradable tener que verle las manos.

—¿Y eso no le suponía ningún problema a su madre? ¿No tenía miedo por la clientela de la pensión? —pregunté.

—No, hombre, claro que no. A quien le supusiera un problema podía marcharse. Usted no conoció a mi madre, para esa clase de cosas era muy resuelta. Tal vez algún veraneante puede que haya dicho algo alguna vez, pero los residentes habituales eran también un grupo variopinto. Habían visto ya cosas mucho más extrañas y se llevaban también de maravilla con Kalman. Y a ella no le repugnaban en absoluto; hasta solía masajeárselas de vez en cuando, sobre todo en los meses de invierno, cuando le dolían mucho.

—¿Y cómo sufrió esas mutilaciones?

—Fue en la guerra. Sabrá usted que estuvo en un campo de concentración, ¿no?

—Sí, ya lo había oído, pero ¿no sabe usted cómo ocurrió exactamente?

Se quedó pensándolo un rato y respondió:

—Quizá se lo contara a mi madre, pero no, no me acuerdo. Ocurrió en la guerra, en realidad no sé nada más. El caso es que yo también llegué a acostumbrarme. Ni siquiera a mis hermanos les daba aprensión. Jugaban con él como si nada.

—En opinión de su antiguo compañero de trabajo, su madre sentía debilidad por el señor Teller.

No pudo evitar una sonrisa y corroboró:

—Eso era evidente para todo el mundo. Estaba loca por él, le consideraba su cuarto hijo. —Señaló la foto y continuó—: Por supuesto que tenía que salir en la foto con toda la familia. Y a ninguno de nosotros nos molestaba. Kalman era muy tímido y prefería mantenerse en un segundo plano, pero con nosotros siempre se ha portado de maravilla.

—Pero al final, le perdió de vista.

—Sí, sí. Tras el fallecimiento de mi madre, se fueron enfriando las relaciones. Tenga en cuenta que el vínculo más fuerte lo tenía con ella.

Volví a mirar la foto. El muchacho era tan inmensamente guapo que no pude evitar hacer el comentario:

—¿Tenía novias?

—Sí, pero al final no cuajaba. Quizá tuviera mala suerte y no hubiera ninguna chica que quisiera aceptarle tal como era.

—¿Se refiere usted a las manos?

—Sí, también, pero no solo. Kalman tenía muchos problemas con la cabeza. De vez en cuando sufría pesadillas y, como ya le decía antes, era muy poco sociable. Creo que mi madre era la única que lograba llegar hasta él. O quizá debería decir mejor que ella era la única a la que él se lo permitía.

Divagó y evocó recuerdos de la época en que la pensión siempre estaba llena y siempre había algo que hacer con la mezcolanza de residentes fijos y temporales. Le dejaban acompañar a los artistas de revista que actuaban en el Kurhaus y, mientras hojeaba sus álbumes de fotos, escuchaba las historias de los colonos que habían estado en Indonesia hablando sobre las costumbres de ese lejano y misterioso país. Cuando después lo contaba en el colegio, los niños le preguntaban si podían acompañarla a casa. Y luego tenía además un padre que contaba fabulosas historias sobre viajes lejanos.

—¿Los bañistas en verano eran sobre todo alemanes, como ahora? —le pregunté.

—Los primeros años después de la guerra no, naturalmente, pero más tarde, cuando la economía fue mejorando, desde luego que aumentaron. Al principio eran las personas más ricas, pero hoy en día cualquier alemán puede permitirse unas vacaciones en nuestro país.

—¿Y al señor Teller no le resultaba esto difícil? A fin de cuentas, él había estado en un campo de concentración.

Tuvo que pensárselo un momento antes de responder:

—Tal vez mi madre haya hablado alguna vez con él sobre el tema, pero yo no recuerdo que haya habido nunca problemas.

Entre tanto, la hija se nos había unido a la mesa y se mezclaba ahora por primera vez en la conversación.

—Sin embargo, si te pones a pensarlo, es extraño. Puede que un superviviente judío de un campo de concentración le haya servido la comida a personas que intentaron exterminarle a él y al resto de su pueblo.

—Sí, mi niña —dijo la madre—, ¿qué puedo responder a eso? Después de la guerra la vida continuó como si nada, ¿no? Y para tu abuela todo aquel que se portara como es debido era bien recibido. Pero puedo asegurarte que si hubiera habido alguien al que se le hubiera ocurrido formular algún comentario antisemita, tu abuela lo habría puesto en seguida de patitas en la calle.

Nos quedamos un momento en silencio sentados a la mesa. La hija se había levantado para traer algo de beber mientras la madre cogía la foto y se quedaba mirándola largo rato.

Esperó a que regresara su hija y volvió a tomar la palabra:

—Me contaba que le contrató Kalman para ayudar a alguien que estaba involucrado en un juicio. Bueno, una cosa así no me sorprende de él. Tan retraído y distante como parece, es una estupenda persona por dentro. Usted decía que había oído que mi madre sentía debilidad por él, ¿no? Eso se debía también a que fue el único que consiguió llegar hasta Dirk, el gemelo que nació primero de mis dos hermanos. Hoy en día probablemente le habrían diagnosticado autismo, pero entonces no teníamos ni idea. Estaba muy volcado en su mundo y a mi madre eso no le parecía normal; intentaba de todo para acercarse a él. Mi padre también era un hombre bastante callado y se encogía de hombros: «Déjale al muchacho jugar como le apetezca». Pero, naturalmente, mi madre había comprendido muy bien que era incapaz de llegar de veras hasta él. Kalman sí que era capaz. —Miró a su hija y dijo—: Tu tío podía pasarse horas enteras rodando por el césped de delante de la casa, igual que tus hijos lo hacen ahora, pero en su caso se trataba de una especie de autismo extraño. Continuaba tirándose y en su rostro no podías apreciar nada de alegría por el juego. —Se dirigió a mí—: A mi madre le parecía terrible. Cuando intentaba detenerle, se ponía histérico. El único que conseguía algo era Kalman. Pasó un tiempo antes de que mi madre se diera cuenta, pero a partir de ese momento solía acudir a él. En esos casos, se sentaba primero cerca de Dirk así sin más, en silencio, como tan bien sabía hacer. No decía nada y apenas le miraba, pero en cambio ocurría algo. El hecho de que Kalman estuviera allí ya tranquilizaba un poco a Dirk. Kalman se quedaba allí sentado sin hacer nada, a veces durante tanto tiempo que mi madre llegaba a preocuparse un poco. «Hola, Kalman», decía Dirk entonces por fin. «Hola, Dirk», respondía Kalman a su vez, tranquilo. Cuando Dirk se había calmado, permitía que Kalman se sentara a su lado y le pasara el brazo por encima del hombro. A veces también se sentaba en el regazo de Kalman. Eso indicaba que ya estaba tranquilo del todo, pero gracias a ese contacto con Kalman le resultaba a mi madre también posible hablar con él. Cuando le hacía alguna pregunta, obtenía una auténtica respuesta. Yo, desde luego, también estuve alguna vez con ellos y me parecía fabuloso ver lo bien que lo hacía mi madre. Después de instantes como esos se la veía también muy animada. Entonces nos llevaba a tomar un helado, preparaba comida rica, se ponía a cantar mientras limpiaba la casa y nos abrazaba más de lo que era habitual. Deben de haber sido sus manos, y no me pregunte cómo es posible algo así, pero gracias a Kalman mi madre pudo relacionarse de veras con su hijo. No creo que le supusiera ninguna molestia hacerlo, aunque después se le veía siempre muy cansado y pálido. Esto duró unos cuantos años. Hasta que mi hermano se ahogó en el mar.

Miró a su hija y le dijo: «Tu abuela tenía la energía de tres hombres, pero después ya nunca volvió a ser la misma».

Y a mí: «También para Kalman fue un duro golpe. Si ya de por sí reía poco, a partir de entonces rio menos aún».