IX
El asunto tomó un sesgo especialmente extraño desde el momento en que Vandersloot, por fin, después de más de nueve años de haber realizado la intervención médica, dio el nombre del auxiliar que había estado allí presente. Supuestamente presente, porque la abogada de Vandersloot, una tal Louise Verhees, entregó un escrito al Tribunal de Apelación de La Haya, de 2 de noviembre de 2006, en el que se expresaba como sigue:
Respetabilísimo Tribunal:
La parte demandada en el recurso hace saber con todo el respeto:
1. El auxiliar de anestesia que estuvo presente durante el tratamiento de la señora Roes es muy probable que sea el señor L. R. Sunardi, residente en Voorschoten. El señor Sunardi ha reconocido como suya una de las firmas que aparecen en el informe del tratamiento. Esto significa que el señor Sunardi muy probablemente haya sido el auxiliar en cuestión. Sin embargo, el formulario no aporta plena seguridad al respecto, porque puede ocurrir que el señor Sunardi haya rellenado este formulario, pero bien podría haber estado presente durante el tratamiento otro auxiliar. Teniendo en cuenta el mucho tiempo transcurrido, ni Vandersloot ni el señor Sunardi pueden recordar (con seguridad) si estuvo el señor Sunardi presente durante el tratamiento o lo estuvo otro asistente. La información recabada en el Centro Médico Mariahoeve nos ha mostrado que ya no existen los documentos que podrían probar cuáles fueron los auxiliares que estaban de servicio el día en cuestión.
Doy fe
Licenciada en derecho L. C. Verhees
Procuradora
Esta era la primera vez que Mira y Frederik Roes leían el nombre del auxiliar que habría estado presente en la intervención. Un golpe muy duro: la parte contraria había presentado un escrito del que resultaría que este señor Sunardi habría asistido probablemente a Vandersloot. Y eso mientras que Mira y Frederik Roes sabían que era una soberana mentira, ya que Vandersloot estuvo solo con ella. Vandersloot, por tanto, había conseguido encontrar a alguien dispuesto a mentir por él.
Entonces, Frederik Roes hizo algo que resultaba tan evidente como poco habitual: fue a visitar personalmente a Sunardi. Durante esa visita, comprobó que este hombre vital, cincuentón y originario de Surinam no tenía ni idea de la existencia de este escrito. Además, Sunardi aseguró que el contenido era absolutamente falso: recordaba muy bien que él no estuvo allí. Eso se lo había dejado también muy claro a esa señora Verhees.
¡Así pues, Verhees había presentado un escrito falso!
Sunardi estaba dispuesto a declararlo también ante un tribunal, pero por otra parte respetaba a su antiguo jefe. Mientras que Mira Roes había hablado siempre de un hombre de color del Surinam, Sunardi calló que acudió al grito de socorro de Vandersloot, le ayudó a este a subirla a una camilla y la envolvió en sábanas térmicas durante la intervención, a la vez que no dejaba de hablarle. De todo esto no soltó prenda a Frederik Roes.
Cuando al llegar a casa este se lo contó entusiasmado a su esposa, decidieron llamar de inmediato a su abogada, la señora Sarah Fichtre, para informarle de lo que a ellos les parecían buenas noticias: ¡Sunardi quería testificar que lo que aparecía en el escrito era incorrecto y que él no había estado allí! Al contrario de lo que esperaban, la reacción de Fichtre en absoluto fue entusiasta. Y aún peor. Al día siguiente recibieron una carta en la que les comunicaba que no podía representar sus intereses por más tiempo debido a una cuestión de desconfianza. Según ella, Mira Roes y su esposo no habían cesado de darle muestras de insuficiente confianza en la forma en que llevaba el caso, haciendo ellos averiguaciones por su cuenta en lugar de dejárselo todo a ella.
Así Mira y Frederik Roes, de repente, se encontraron sin abogado en un momento crucial. Cuando se pusieron a buscar otro a toda velocidad, no recibieron más que negativas por todas partes. Uno o dos abogados mostraron interés, pero abandonaron el asunto después de contactar con Fichtre para recabar más información. Con el recelo que les suscitaba por entonces el poder judicial, lo último que querían era que un juez tuviera que asignarles un abogado. Se sentían acorralados y no veían ninguna escapatoria.
Ese era el estado de las cosas en el momento en que Kalman Teller se había dirigido a mí, y, cuando hube hecho recuento de todo, fui muy consciente de que ese paso se había convertido casi en un acto desesperado.
Todo giraba en torno a Sunardi. Si decidía impugnar el escrito de Verhees, a lo que por lo visto estaba dispuesto, dañaría la reputación de la abogada, pero Vandersloot seguiría estando fuera de tiro. El escrito había sido redactado de tal manera que manifestaba que era posible que fuera Sunardi. En caso de necesidad, Vandersloot podría seguir afirmando que, si no había sido él, tendría que haber sido otro, pero que no podía recordar el nombre al haber pasado tantos años. La clave estaba en manos de Sunardi. Que le hubieran nombrado como el auxiliar cuando él no estuvo allí por lo visto le parecía demasiada responsabilidad, pero tampoco quería dejar con el culo al aire a su jefe. ¿Qué sería necesario para conseguir que lo hiciera? ¿Dinero? ¿Presión? ¿O todo estaba perdido ya de antemano? Yo no sabía nada de este hombre, ni de la relación entre él y su antiguo jefe. Si era una relación amistosa, lo más probable es que no quisiera testificar en su contra ni por asomo.