XI

Sunardi y su esposa vivían en el piso bajo de un inmueble de tres plantas. Las casas eran antiguas, construidas con un ladrillo rojo que en el curso del tiempo se había oscurecido, anticuados marcos de ventana de madera y, sobre las puertas, vidrieras de colores; en la parte posterior había un balcón que se extendía a todo lo ancho de la vivienda, adornado con una baranda de madera labrada. Ya no se construían viviendas tan costosas de mantener como estas, o debías pagar mucho dinero por ellas si imitaban el estilo retro. En la parte posterior, Sunardi tenía las puertas abiertas a un profundo jardín trasero. También por los jardines podía verse lo antiguo que era este barrio: abetos tan altos que sobresalían muy por encima de la azotea, hayas con ramas que se abrían ampliamente en abanico, rosales de voluminosos troncos, enormes rododendros bajo los cuales el sol no podía alcanzar el suelo ni siquiera en verano. La parte posterior de los jardines estaba limitada por pequeños cobertizos de piedra recubiertos de musgo. El barrio me produjo en seguida una sensación agradable, era un oasis de paz y silencio, como si el tiempo se hubiera detenido allí.

Después de haber dado una vuelta a la manzana, decidí llamar al timbre de la puerta, pero la casualidad me fue propicia, porque en ese preciso instante salía Sunardi. Un inesperado golpe de suerte, ya que así podría hablar con él sin que estuviera presente su esposa.

Según Frederik Roes, a la mujer de Sunardi no le entusiasmó su visita. Le dijo sin muchos circunloquios que debía dejar en paz a su marido. No le apetecía nada que le involucraran en ningún pleito y estaba convencida de que en esta suerte de causas era precisamente el hombre de a pie quien corría el riesgo de convertirse en víctima. Vandersloot tenía dinero y contactos, pero su esposo era un enfermero normal y corriente que había trabajado mucho durante toda su vida y al que ya no le quedaba tanto para jubilarse. Al final le echarían todas las culpas y ¿quién iba a querer contratarle si le despedían? Aunque Frederik Roes le había explicado que eso no pasaría nunca, no se avino a razones. Se enfadó bastante porque su esposo, pese a todo, quiso atender a Frederik Roes, y no es que se esforzara por ocultarlo.

Sunardi era un hombrecillo pequeño de unos cincuenta años, con cabello gris ensortijado. Llevaba puesto un chándal verde y amarillo de la selección brasileña de fútbol. Por un momento temí verme obligado a correr tras él, pero pasó por delante de mí con una bolsa de plástico en la mano derecha; si bien a paso ligero, resultaba fácil de seguir. Después de haber cruzado un par de calles con bastante tráfico, entró en un parque pasando por un pequeño puente de madera. Dejamos a un lado un campo de minigolf cerrado, cuyas pistas habían desaparecido en su mayoría bajo una alfombra de hojas caídas, un complejo de jardines de ocio, una granja infantil donde un par de cabras se estaban rebozando en el barro, y nos detuvimos junto a un estanque. Allí descubrí lo que había en la bolsa de plástico. No había acabado de sentarse en un banco cuando los patos de la orilla y los que nadaban en el agua ya estaban acercándosele. No tuvo que decir nada ni hacer ninguna seña. Abrió la bolsa y sacó de ella pedazos de pan. En lugar de echarlo al suelo, iba alimentando a los patos uno a uno, para lo que tenían que acercarse hasta que les fuera posible picotearle el pan. Aunque no se dejaban acariciar, sí que permitían que les apartara levemente con el dorso de la mano cuando se ponían muy pesados.

La situación era increíble: un hombre que podía desempeñar un papel crucial en un asunto que había arruinado por completo la vida de dos personas estaba aquí sentado dando de comer con toda tranquilidad a los patos mientras charlaba con ellos. Quizá su propia mujer le considerara un angelote por haber atendido a Frederik Roes, pero de momento no me despertaba ninguna simpatía.

Cuando me senté a su lado y le saludé, me miró algo sorprendido, como si se preguntara por qué me había sentado justo en este banco, para devolverme el saludo a continuación.

—Por lo que se ve, le conocen bien —le dije.

—Sí, es cierto.

—Parecen bien alimentados, les vendrá muy bien para cuando llegue el invierno, dentro de poco.

—Sí, seguro que tampoco soy el único que les da de comer.

Tal vez pensara Sunardi que yo era un homosexual que quería relaciones, porque al poco rato hizo ademán de ponerse en pie para marcharse. Vació la bolsa y dijo:

—Hasta la vista.

No había nadie en el parque y, cuando estaba levantándose, le puse la mano en el hombro y le empujé suavemente para que volviera a sentarse en el banco.

—Usted es el señor Sunardi, ¿no es cierto?

Por su rostro pasó la sombra de una mirada asustada. Acuciado por la incertidumbre de lo que podía esperarse, echó un rápido vistazo a su alrededor, pero no podía contar con ayuda.

—No tiene por qué tener miedo. Solo quiero hablar con usted. Sobre Mira Roes. —Se quedó tan petrificado que, por un momento, pareció como si fuera a quedarse en el sitio—. Veo por su reacción que no es un tema del que le guste hablar, pero me temo que tendremos que tratar el asunto de todas formas.

—¿Tratar el qué? ¿Y quién es usted?

—Soy un amigo de la familia. El señor Roes vino hace poco a visitarle, ¿no es cierto?

—Sí, ¿y qué? Ya le dije que iba a testificar, ¿no?

—Sí, están muy contentos. Lo que pasa es que aseguran que no es toda la historia.

—Yo le conté lo que sabía. ¿Qué más quieren?

Fue un intento titubeante para reponerse, tan poco convincente que inspiraba lástima.

—Usted quiere testificar que no estuvo presente durante la intervención, ¿digo bien?

—Sí, dice usted muy bien. Fue lo que le dije también al señor Roes. Esa abogada miente, y el escrito es falso, nada de lo que aparece en él es cierto. Yo no estuve allí y tampoco quiero tener nada que ver con ese asunto. Nada, nada en absoluto. Usted o quienes quiera que sean deben dejarme en paz.

—Yo le creo. Usted testifica, dice la verdad y entonces ya estará liberado y no se le implicará en nada más. Y Vandersloot dice luego que se ha equivocado y, a continuación, que ya no recuerda quién le asistió, si al final usted no fue. Y punto.

—Más no puedo hacer.

—Sí que puede. Según Mira Roes, fue usted la persona que acudió corriendo a ayudar a Vandersloot cuando la cosa se puso fea. Solo si quiere declarar también eso, ella y su esposo tendrán un caso contra él. Eso es lo que vengo a pedirle en su nombre. El calvario de estas personas dura ya diez años, tiene que terminar de una vez por todas, y eso depende en gran parte de usted.

Había estado evitando mi mirada en la medida de lo posible, pero ahora sí que la clavó en mí. Le había puesto toda la persuasión a mis palabras, pero en él habían producido el efecto contrario, llevándole a sentirse acorralado.

—¿Cree usted que es tan sencillo? —respondió con una voz chillona, que sonó como un gallo debido a la tensión.

—¿Por qué no es tan sencillo? ¿Tiene miedo de perder su trabajo? ¿O está protegiendo a Vandersloot por alguna suerte de lealtad? Eso está del todo fuera de lugar: ese hombre lleva mintiendo diez años. Y para su trabajo seguro que se llega a un acuerdo. A fin de cuentas, no se trata de usted.

La frustración le llevó a apretar los puños.

—¿Que no se trata de mí? Mi trabajo, fidelidad, ¿de qué está usted hablando? ¡Todo gira en torno a mí!

Estaba tan excitado que el par de patos que aún rondaban por allí, confiando en que hubiera más pan, levantaron el vuelo en busca de la seguridad del agua. Se trataba de una breve reanimación y, a continuación, fue como si se vaciara por completo.

—Me parece terrible lo que le pasó, pero yo no puedo hacer nada por ellos. Dígaselo. Por favor.

Quizá confiaba en que me conformara con el tono fatalista con que había pronunciado estas palabras y que luego me marcharía, pero seguí allí sentado como si nada.

Tras un breve silencio, su voz sonó más desesperada:

—Por favor, déjeme en paz.

Era un clamor en el desierto. Si todo se reducía a eso, ¿qué quedaba entonces? ¿Y qué iba a contarles a Mira y a Frederik Roes? ¿Hemos estado charlando tan ricamente sentados en un banco del parque, pero el señor Sunardi no puede ayudaros?

—¿A qué se refiere con que todo gira en torno a usted?

Esperé una respuesta en vano.

—El silencio no es suficiente, señor Sunardi. No soy un amigo de la familia, soy alguien a quien han contratado para descubrir qué es exactamente lo que está pasando. Mira y Frederik Roes esta vez quieren hacer bien las cosas y para eso han recurrido a mí. No pienso parar hasta haber cumplido con mi trabajo. ¿Lo entiende?

Sin responder, Sunardi se quedó con la mirada perdida a lo lejos. Ya le había metido bastante presión por el momento, así que le dije: «Váyase». Entonces se levantó: «Todavía no se ha librado de mí».

Me retrepé en el banco y miré los patos que se mecían en el agua. Sunardi tenía miedo de algo. Tendría que haberle retenido para hablarle hasta convencerle de que me contara lo que estaba pasando. Su estado de nerviosismo era tal que no habría necesitado mucho para sacarle algo. Pero yo no me encontraba en situación de poder hacerlo y la policía no tenía ninguna razón para detenerle. Cuanto más lo pensaba, tanto peor me sentía. ¿Cómo era posible que alguien que había estado fuera de la circulación durante casi diez años tuviera ese miedo tan a flor de piel por algo que había sucedido tanto tiempo atrás, un miedo que casi le provocaba espasmos? Si este hombre tenía en sus manos la clave que llevaba a una solución, habría que vigilarle las veinticuatro horas del día y debería conseguir averiguar lo máximo posible sobre él. En lugar de seguir este procedimiento, le había avisado para dejar después que se fuera. Si quería evitar que un error de cálculo por mi parte se convirtiera en el enésimo revés de Mira y Frederik Roes, debía corregirlo tan rápido como me fuera posible.