II
Discontinuidades genéricas en la ciencia ficción: La nave estelar de Brian Aldiss
El tema o la convención narrativa de la nave espacial perdida y convertida en universo ofrece una ocasión particularmente asombrosa para observar las diferencias entre las denominadas vieja y nueva ola de la ciencia ficción, dado que La nave estelar [1958] de Aldiss fue precedida por un buen tratamiento del mismo material por Robert A. Heinlein en Huérfanos del espacio (publicada en 1941 en forma de relatos independientes con el título de «Universo» y «El sentido común»).[375] Tomadas juntas, las versiones de los dos escritores nos ofrecen una visión sinóptica de la línea narrativa básica que describe las experiencias del héroe al aventurarse más allá de los límites claustrofóbicos de su territorio natal, hacia otros compartimentos de un mundo poblado por forasteros y mutantes. El protagonista acaba entendiendo que el espacio por el que se mueve no es el universo sino simplemente una nave gigantesca en tránsito por la galaxia; y este descubrimiento —del que puede decirse que tiene en tal contexto todas las consecuencias científicas significativas que los descubrimientos de Copérnico y Einstein tuvieron en los suyos— adopta la doble forma de texto y cámara secreta. Por una parte, el protagonista aprende a leer el enigmático «Manual de circuitos eléctricos de la nave estelar», un manual de su propio cosmos, complementado con el libro de bitácora de la nave y todo conocimiento sobre sus orígenes; y por otra, avanza hasta la vacía sala de control de la nave que registra la antigua catástrofe —motín y desastre natural convertidos en génesis y caída— que rompió los lazos entre las futuras generaciones de habitantes de la nave; y allí conoce, por primera vez, la experiencia devastadora del espacio profundo y el terror a las estrellas. El relato termina entonces con la llegada de la nave —contra toda expectativa— a su destino inmemorial y desde hace mucho tiempo olvidado, y con el final de lo que un filósofo indígena de las naves espaciales no habría dudado en denominar la «prehistoria» de los habitantes.
Pero esta serie de acontecimientos constituye sólo lo que podríamos denominar la dimensión horizontal del material temático en cuestión. Sobre su base se erige una especie de estructura vertical que equivale a describir las costumbres y la cultura que han evolucionado dentro del ámbito cerrado de la nave perdida. Tanto Heinlein como Aldiss se esfuerzan antropológicamente, de hecho, por señalar la peculiar religión nativa de la nave, orientada en torno a sus fundadores míticos, su ética de supervivencia codificada, cuyos conceptos del bien y del mal derivan de la tradición del gran motín como de una desobediencia primigenia del hombre, junto con sus alegorías características de fórmulas de habla y rituales originadas similarmente en acontecimientos y situaciones desde hace mucho olvidados e incomprensibles («¡Vete de viaje!» = «¡Muérete!»; «¡Por Huff!» = «¡Qué diablos!» en alusión al cabecilla del motín, etc.). Con esta dimensión antropológica del relato, puede decirse que los dos libros cumplen una de las funciones supremas de la ciencia ficción en cuanto género, a saber, el «extrañamiento», en el sentido brechtiano,[376] de nuestra cultura e instituciones; una renovación conmocionada de nuestra visión que de nuevo, y como si fuera por primera vez, nos permite percibir su historicidad y su arbitrariedad, su profunda dependencia de los accidentes de la aventura histórica del hombre.
De hecho, propongo trastocar el orden tradicional de las prioridades estéticas y sugerir que todo este tema no es más que un pretexto para el espectáculo de la formación artificial de una cultura dentro de la situación cerrada de la nave perdida. Dicha hipótesis exige observar más de cerca la función que en estos relatos desempeña lo artificial, que adopta al menos dos formas específicas. En primer lugar, tenemos la artificialidad de la nave espacial de varios kilómetros, una construcción humana usada como instrumento para un proyecto humano. Aquí el lector se ve oprimido por la sustitución de la naturaleza por un espacio cultural (una sustitución dramática e inesperadamente ampliada por Aldiss en el giro final del que hablaré más adelante). Acostumbrado a la idea de que la historia y la cultura humanas obedecen a una especie de ritmo orgánico y natural en su evolución, que emerge lentamente dentro de una situación geográfica y climática dada, bajo las fuerzas modeladoras de acontecimientos (invasiones, invenciones, desarrollos económicos) que en sí mismos se siente que han tenido una lógica interna o «natural», el lector siente la influencia suprema del entorno de la nave como una broma cruel y antinatural. La sustitución de los bosques y las llanuras en las que los hombres han evolucionado por los compartimentos artificiales de la nave espacial no es en sí más que el símbolo externo y sofocante de la decisión original tomada por la humanidad (una grotesca caricatura del gesto creador de Dios) que envió al hombre a una misión tan mortal, y que supuso el origen de esta cultura nueva y artificial. De algún modo, los momentos decisivos de la historia humana real (César y el Rubicón, Lenin en vísperas de la Revolución de Octubre) no se nos aparecen con esta fuerza irrevocable, porque la red de acontecimientos posteriores los reabsorbe y la existencia colectiva del conjunto de la sociedad los «aliena». Pero el acto inaugural de los lanzadores de la nave espacial implica una responsabilidad terrible y divina que no carece de consecuencias políticas serias y sobre la que volveremos. De momento permítaseme sugerir que el efecto de extrañamiento inherente a dicha sustitución de la naturaleza por la cultura parecería involucrar dos impulsos en apariencia contradictorios: por una parte, nos hace dudar vagamente de si nuestras propias instituciones son tan naturales como suponíamos, y si nuestro entorno «real» al aire libre no será tan restrictivo y constrictor como el mundo cerrado de la nave; por otra parte, lanza cierta incertidumbre sobre el principio de lo «natural», que como categoría conceptual ya no parece tan lógico y justificado en sí mismo.
El otro sentido, en el que lo artificial desempeña una función crucial en la narrativa de la nave espacial convertida en universo, está relacionado con el propio autor, llamado, por así decirlo, a reinventar la historia completamente de nuevo, y a idear, a partir de su propia imaginación individual, instituciones y fenómenos culturales que en la vida real sólo se producen a lo largo de dilatados periodos de tiempo y como resultado de procesos colectivos. La verdad histórica siempre es más extraña y más impredecible, más inimaginable, que cualquier ficción: por mucho talento que tenga el novelista, sus invenciones siempre surgen necesariamente de la extrapolación o la analogía con lo real, y esta ley emerge con particular fuerza y visibilidad en la ciencia ficción, con su adscripción genérica a la «historia futura». Esto quiere decir que los rasgos culturales inventados por Aldiss y Heinlein siempre nos llegan a modo de signos: nos piden que los tomemos como equivalentes de los hábitos culturales de nuestras propias vidas cotidianas, nos ruegan que los juzguemos por su intención y no por lo que realmente alcanzan, que los juzguemos con complicidad y no por el empobrecido contenido literal. Pero este fallo de la imaginación, en apariencia inevitable, no es estéticamente tan desastroso como se podría esperar, por el contrario, proyecta un efecto de extrañamiento propio, y nuestra reacción no es tanto la decepción por los lapsos imaginativos de Aldiss y Heinlein como desconcierto ante los límites de la visión humana. Tales detalles nos hacen medir la distancia entre la capacidad creativa de la mente individual y la plenitud impredecible e inagotable de la historia en cuanto aventura humana colectiva. Por ello, la incapacidad suprema del escritor para crear un universo genuinamente alternativo sólo nos devuelve con mucha más seguridad a ésta.
Hasta aquí las similitudes entre ambos libros y la estructura narrativa que comparten. Sus diferencias empiezan a surgir cuando observamos de qué forma aborda cada uno el problema estratégico principal de un relato de este tipo, a saber, en qué grado debe el lector permanecer, junto con el protagonista, en la ignorancia de los datos fundamentales sobre la nave perdida. Ahora se dirá que ambos libros cuentan su secreto ya al principio: Aldiss con su título, y Heinlein con el lema «histórico» inicial, pero retrospectivo, que relata la desaparición de la nave en el espacio exterior. En apariencia, por lo tanto, nos enfrentamos a una historia de aventuras en la que el protagonista descubre algo que ya sabemos, y no a una forma cognitiva o de resolución de enigmas en la que nosotros mismos llegamos a descubrir algo nuevo. Pero los episodios finales de ambos libros se diferencian lo suficiente como para sugerir ciertas distinciones estructurales significativas entre ellos. En el relato de Heinlein, de hecho, la nave perdida aterriza al fin, y la identidad del destino no es tan importante como la finalidad del aterrizaje en sí, que tiene el efecto de satisfacer nuestras expectativas estéticas con un punto final. Por supuesto, el libro podría haber acabado de multitud de formas distintas: la nave podría haberse estrellado, el protagonista podría haber muerto a manos de sus enemigos, los habitantes podrían haber muerto y salido flotando, embalsamados, al espacio intergaláctico como los personajes de Aniara, el poema de Martinson convertido en ópera por Blomdahl. Lo importante es que dichos fines alternativos no ponen en cuestión la categoría básica de un final o una resolución de la trama, sino que reconfirman la convención del relato lineal con un comienzo (in medias res o navigationis), un nudo y un desenlace.
El giro final de la novela de Aldiss, por el contrario, da la vuelta como un guante a todo el concepto de trama de ese tipo. Nos muestra que después de todo había un misterio o enigma que resolver, pero no donde nosotros creíamos que estaba; como si fuera un enigma de segundo grado, un misterio al cuadrado, que trasciende a la cuestión de la nave mundo que nosotros como lectores habíamos dado por sentado desde el principio. El giro final, por lo tanto, vuelve a las primeras páginas para transformar las mismísimas expectativas genéricas allí suscitadas. De repente reidentifica la categoría del relato de un modo completamente inesperado, y nos muestra que hemos estado leyendo un tipo de libro muy distinto del que habíamos empezado. En comparación con todo lo que se encuentra en el relato de Heinlein, donde todos los descubrimientos se producen dentro del marco narrativo, y se basan en la existencia y en la estabilidad de dicho marco, la nueva información que Aldiss nos proporciona en sus últimas páginas tiene consecuencias estructurales mucho más profundas.
La idea de «expectativas genéricas»[377] tal vez nos sirva ahora como herramienta principal para el análisis de La nave estelar, al mismo tiempo que dicha interpretación definirá e ilustrará esta noción más en concreto. Supongo que al lector que llegue a Aldiss después de leer a Heinlein le impresionará sobre todo la densidad «fisiológica» incomparablemente más vívida del estilo del primero. A pesar de todo lo que el título nos dice del mundo en el que estamos a punto de entrar, el lector de La nave estelar, en sus primeras páginas, se encuentra explorando un misterio en el que se sumerge hasta los límites de sus sentidos. En especial, debe encontrar un modo de reconciliar, en su propia mente, los dos campos terminológicos y conceptuales contradictorios que acabo de analizar bajo las rúbricas de naturaleza y cultura: por una parte, las indicaciones de la presencia de una «cubierta», con sus «compartimentos», «barricadas» y «particiones de madera», y por otra, el crecimiento orgánico del «laberinto pónico», a través del cual la tribu avanza lentamente como por una selva «haciendo avanzar la barricada principal, y retroceder las traseras, al otro extremo de los Cuarteles, a una distancia correspondiente» (p. 14). Dicha interpenetración, en apariencia inimaginable, entre lo natural y lo artificial se subraya con una frase como la siguiente: «lo más duro de la tarea de limpiar los pónicos era romper la estructura entrelazada de las raíces, que se extendía como un caos de acero bajo la red, con las torres de zarcillos penetrando profundamente en la cubierta» (p. 14). Tal frase es una invitación a la «rêverie», en el sentido dado por Gaston Bachelard de exploración imaginativa de las propiedades y los elementos del espacio a través del lenguaje; ejerce la función de la poesía como la concibe Heidegger, como una meditación no conceptualizada sobre los mismísimos misterios que supone nuestro estar en el mundo. Su fuerza nace, sin embargo, de las contradicciones internas, del conflicto incomprensible entre el imaginario natural y el artificial, que despierta y estimula nuestras facultades perceptivas al mismo tiempo que parece bloquear su pleno despliegue. Podemos apreciar este mecanismo con más precisión yuxtaponiendo un libro posterior del propio Aldiss, Invernáculo [1962], en el que una Tierra poscivilizada sólo ofrece el más abundante y desenfrenado imaginario orgánico, en el que, con pocas excepciones, lo cultural y lo artificial han desaparecido hace tiempo.[378]
Esto no quiere decir que el libro de Heinlein no tenga momentos análogos de misterio, pero son de tipo más narrativo que descriptivo. Por ejemplo, pienso en el episodio «Universo», ya casi al final, en el que Hugh y su acompañante, perdidos en una parte extraña de la nave, ven un «granjero»:
«¡Eh, compañero de nave!, ¿dónde estamos?»
El campesino los miró lentamente, después los dirigió con monosílabos reacios al corredor principal que los conduciría de nuevo a su propia aldea.
Una rápida caminata de dos kilómetros por un amplio túnel, moderadamente lleno de pasajeros de tráfico, porteadores, algún carretillo que otro, un digno científico meciéndose en una litera portada por cuatro fornidos ordenanzas y precedido por su maestro de armas para apartar del camino a la tripulación común; dos kilómetros de esto los llevaron al común de su propia aldea, un espacioso compartimento con tres cubiertas de altura y un ancho quizá diez veces mayor (pp. 12-13).
Recuerda a Luciano, o al narrador de Rabelais descolgándose por la garganta de Pantagruel y charlando con el campesino que allí encuentra plantando repollos; y cabría decir, en defensa de Heinlein, que la intensidad puramente descriptiva de las páginas de Aldiss debería considerarse un fenómeno estilísticamente tardío, que refleja la descomposición de la trama y la falta de algún gesto genuinamente narrativo, convirtiendo la función narrativa clásica de las novelas en una ilícita función poética que sustituye los acontecimientos y las acciones por objetos y atmósfera. Por otra parte, es cierto que lo que caracteriza a un escritor como Aldiss —y en el sentido más amplio al escritor de la «novela nueva» en general— es precisamente que escribe después de la «novela vieja» y da por supuesta la existencia de ésta. En un sentido hegeliano se puede decir que dicha forma «poética» de escribir incluye en sí, por así decirlo, a la narración más antigua, cancelada y elevada a un nuevo tipo de estructura.
Pero el argumento que quiero plantear es que el material de Aldiss determina las expectativas genéricas de un modo que el episodio de Heinlein no consigue. Este último es meramente un acontecimiento entre otros, mientras que las páginas de Aldiss programan al lector para un tipo de lectura específico, para la exploración fisiológica o bachelardiana, a través del estilo, de las propiedades de un mundo peculiar y fascinante. Que dicha atención fenomenológica sea por el momento primaria tal vez se pueda juzgar por nuestro distanciamiento respecto a Complain, el personaje principal, de quien en la primera parte del libro puede decirse que sirve de mero pretexto para nuestra percepción de este nuevo espacio extraño, y que de hecho equivale a poco más, con sus anhelos y sus furias inexplicables, que a uno cualquiera de los objetos curiosos de su interior, que observamos con imparcialidad etnológica desde el exterior. Verdaderamente, el cambio en nuestro distanciamiento respecto a los personajes, las transformaciones de las propias categorías a través de las cuales los percibimos, se encuentra entre los índices más importantes de lo que hemos denominado expectativa genérica. Tal vez ahora este concepto quede mejor ilustrado si señalamos que las primeras páginas de La nave estelar (aproximadamente hasta el punto en el que Complain es atraído a la trama de Marapper para explorar la nave) proyectan un tipo de narración o género que posteriormente no se ejecuta. De hecho, Invernáculo proporciona una comparación muy útil en este contexto, porque puede considerarse el cumplimiento en un libro de la expectativa genérica suscitada en esta primera sección de La nave estelar. Invernáculo es precisamente, de principio a fin, una narración bachelardiana del tipo que La nave estelar deja de ser en cuanto Complain abandona a su tribu, y por esta razón un producto más homogéneo que ésta última, más prodigioso en su invención estilística, pero más monótono y formalmente menos interesante por el mismo motivo.
Porque la característica formal predominante de La nave estelar es el modo en el que cada nueva sección proyecta un tipo distinto de novela o narración, una nueva expectativa genérica rota, incumplida y sustituida a su vez por otra nueva y en apariencia no relacionada. Tales divisiones son por supuesto aproximativas y cada lector debe proyectarlas de acuerdo con sus propias respuestas. Mi propia sensación es que con la puesta en marcha de la trama de Marapper la novela se transforma en una especie de relato de aventuras, con un territorio hostil y una exploración selvática, en el que el protagonista y sus compañeros, en busca de la sala de control de la nave, empiezan a enfrentarse a obstáculos geográficos, tribus enemigas, seres extraños y disensiones internas. En esta sección, que dura unas veinte páginas, la atención del lector se centra en el éxito o el fracaso de la expedición, y en los problemas de su organización y liderazgo.
Con el descubrimiento, en medio de la noche, de la inmensa Piscina —una visión tan asombrosa, para los viajeros, como para los europeos el lago Victoria y las fuentes del Nilo la primera vez que los vieron— nuestro interés vuelve a cambiar sutilmente, retornando a la estructura de la nave, con sus cubiertas numeradas por las que los hombres avanzan con lentitud. Las cuestiones y las expectativas que ahora surgen parecen una vez más de tipo cognitivo, y sugieren que la mera certidumbre de estar en una nave espacial no resuelve todos los problemas que esto tal vez nos suscite, y en especial no explica por qué la nave, misteriosamente abandonada a su destino, sigue funcionando (por ejemplo, sus generadores siguen produciendo electricidad para el sistema de iluminación).
Pero el resultado de este nuevo tipo de atención al entorno físico no es más que otro cambio de tono o convención narrativa. Porque la aparición inesperada de seres hasta entonces desconocidos —los gigantes y el ejército de ratas inteligentes, capaces de sondear la mente— parece sumergirnos, por un momento, en un argumento de naturaleza casi sobrenatural. Con las ratas en especial nos sentimos peligrosamente cerca de la transición entre la ciencia ficción y el cuento de hadas o la literatura fantástica en general, entre visiones del Cascanueces o incluso propias del cómic. (Este nuevo giro, por cierto, es prueba del inmenso abismo que separa a la ciencia ficción de la fantasía y que podría por lo tanto describirse en función de las expectativas genéricas).
Con la entrada de los exploradores en la civilización más elevada del área de Adelante, la trama de Marapper demuestra ser un fracaso, y otra vez una nueva expectativa genérica sustituye a la anterior. Al ampliarse el enfoque, nosotros mismos nos encontramos en medio de una novela de catástrofe colectiva, porque ahora tenemos a una sociedad en peligro luchando por su vida contra enemigos reales e imaginarios: los forasteros, los gigantes, la ratas y los bárbaros inferiores de las Vías Muertas. De nuevo el cambio genérico se señala mediante un cambio del distanciamiento que experimentamos hacia Complain, que de mero miembro de un equipo se ve ascendido a héroe romántico por su amor con Vyann, una de las líderes políticas del país de Adelante. Nuestra nueva proximidad a Complain y nuestra identificación con él se ve reforzada cuando descubre que el caudillo de la fuerza guerrillera bárbara no es sino su hermano perdido hace mucho (un descubrimiento que pone quizá en movimiento sus propias expectativas genéricas menores, recordando desenlaces de último minuto del relato helenístico à la Heliodoro, o reuniones familiares en tramas de huérfanos o de niños abandonados, como Tom Jones o Cimbelino).
Al final, con el caos apocalíptico en el que termina la novela, los incendios y las peleas campales, la invasión de las ratas, el fallo del sistema eléctrico y la inminente destrucción de la nave, llegamos al giro final ya mencionado. En él los elementos sobrenaturales son, por así decirlo, reabsorbidos por la estructura argumental (me siento tentado de decir realista) de la ciencia ficción, porque descubrimos que gigantes y forasteros realmente existen y pueden explicarse de manera racional. El mecanismo de esta última transformación genérica es una ampliación física del contexto en el que se está dando la acción; por primera vez el entorno interior de la nave deja de ser el límite externo de nuestra experiencia. La nave adquiere una superficie exterior, y una posición en el espacio exterior; lo que hasta entonces ha sido un mundo completo por derecho propio se transforma ahora en una inmenso navío que flota dentro de un sistema aún mayor de coordenadas estables y externas. Al mismo tiempo, la propia función de la nave se altera, porque con el importante descubrimiento final, el interminable viaje sin rumbo por el espacio demuestra haber sido una falsa ilusión, y los habitantes descubren que están en órbita alrededor de la Tierra. Es una órbita que se mantiene desde hace generaciones, de modo que el descubrimiento vuelve al pasado, para transformarlo también y convertir la historia «trágica» de la nave en una especie de farsa horrible. Al final descubrimos que los principales personajes del relato, los personajes con los que nos hemos identificado, son mutantes administrados «por su propio bien» por una comisión científica desde la Tierra, comisión a cuyos representantes los moradores de la nave identificaron instintivamente como gigantes o forasteros.
Así, en su avatar final, La nave estelar se transforma y pasa de relato de exploraciones y de aventuras pseudocosmológicas en el extraño mundo de la nave a ser una fábula política sobre la manipulación del hombre por el hombre. Este género supremo al que se demuestra que pertenece el libro no conduce nuestra atención a las inmensidades del espacio interestelar sino, por el contrario, nuevamente a las intenciones humanas que subyacen al horrible paternalismo que fue responsable del encarcelamiento dentro de la nave, a lo largo de tantas generaciones, de los descendientes de la tripulación original. Si mi interpretación es correcta, el giro final aquí implicado no es simplemente la solución a un enigma afrontado con éxito desde las primeras páginas del libro; por el contrario, sólo ahora se revela por primera vez el enigma que subyace a la obra, resolviéndolo de manera inesperada.
Esta revelación tiene el efecto de desacreditar todos nuestros modos de lectura o expectativas genéricas anteriores. Por encima de la historia de los personajes y del destino de la nave, uno se siente tentado de plantear la existencia de otra trama o línea narrativa en ese conjunto muy distinto de acontecimientos puramente formales que rigen nuestra lectura: nuestros esfuerzos tentativos de identificar, en el transcurso de la lectura, el tipo de libro que estamos leyendo, y nuestra solución final del enigma con el descubrimiento de su carácter social o político.
Dicha descripción no sorprenderá a nadie familiarizado con la estética de la modernidad y consciente del grado en el que los escritores modernos en general han tomado el propio proceso artístico como «tema», asignándose la tarea de no poner en primer plano los objetos percibidos o el contenido de la obra sino, por el contrario, el acto en sí de la recepción y la percepción estéticas. Esto se alcanza en conjunto alterando el aparato perceptivo o el marco, y la noción de discontinuidad genérica sugiere que en La nave estelar el argumento básico puede variarse tanto mediante giros en nuestra actitud perceptiva como por las modificaciones internas del contenido. Recuerda al conocido experimento de Kuleshov, en los primeros tiempos del cine soviético, en el que una sola toma del rostro de un actor parecía expresar felicidad, ironía, hambre o tristeza dependiendo del contexto desarrollado por las tomas a las que la misma se yuxtapone. De hecho, la noción misma de expectativa genérica nos exige distinguir entre el sentido de las frases individuales y nuestra evaluación del todo al que las asignamos como partes y que dicta nuestra interpretación de ellas (un proceso a menudo denominado el «círculo hermenéutico»). La nave estelar de Aldiss confirma dicha noción al mostrar los resultados de una variación y una subversión sistemáticas del contexto narrativo; y el que dicha estructura no es meramente una rareza estética, sino que se encuentra en la corriente dominante de la experimentación literaria, puede demostrarse por comparación con la estructura de la nouveau roman francesa, y en particular con los recursos estilísticos y compositivos de Alain Robbe-Grillet, cuya obra el propio Aldiss ha situado en la categoría de la ciencia ficción, hablando de «L’Année dernière à Marienbad, donde el hotel de lujo, con sus interminables corredores —énormes, sompleux, baroques, lugubres—, se presenta más vívidamente como símbolo de aislamiento de las corrientes de la vida que cualquier nave espacial, sencillamente por ser más terriblemente accesible a nuestra imaginación».[379]
Lo que Aldiss no dice es que dichos símbolos son el producto final de todo un método o procedimiento artístico. En el relato de Robbe-Grillet, por ejemplo, nuestra interpretación de las palabras se ve debilitada desde el principio; a medida que el ojo narrativo avanza lentamente por los contornos de los objetos descritos con tanta minuciosidad, empezamos a sentir una profunda incertidumbre respecto a las posibilidades de la descripción física mediante el lenguaje.[380] De hecho, lo que ocurre es que las palabras siguen siendo las mismas, mientras que sus referentes cambian sin advertencia: los nombres desnudos de los objetos no bastan para transmitir la identidad específica de un único tiempo y lugar, y el lector se ve constantemente obligado a reevaluar las coordenadas de la mesa, la mecedora, el borrador en cuestión, al igual que en la película de Resnais los mismos acontecimientos parecen producirse una y otra vez, en diferentes momentos y en otros escenarios. Tales efectos son muy distintos de lo que ocurre en la literatura onírica o surrealista, en la que es el objeto en sí el que se transforma ante nuestros ojos, y en la que se reafirma la capacidad del lenguaje para registrar las metamorfosis más grotescas: así, en Ovidio, se convoca al lenguaje para expresar lo casi inexpresable y articular en toda su plenitud cosas de las que dudamos que nuestros ojos reales puedan llegar a ver. En la nouveau roman, por el contrario, y en las obras de ciencia ficción relacionadas con ella (por ejemplo, las escenas alucinatorias de novelas de Philip K. Dick como Los tres estigmas de Palmer Eldritch), es la capacidad expresiva de las palabras y los nombres lo que se pone en duda y se subvierte, y esto no se hace desde dentro sino desde fuera, mediante giros imperceptibles pero cruciales en el contexto de la descripción.
Pero hay un modo en el que el material característico de la ciencia ficción disfruta de una relación privilegiada con tales efectos, que parecen comunes a la literatura moderna en general. A uno le gustaría evitar, a este respecto, una reproducción de las gastadas y fastidiosas controversias sobre el realismo literario. Quizá bastaría sugerir que, en los denominados mundos realistas, la referencia a un objetivo compartido o «real» situado fuera del mundo cumple la función estructural básica de unificar la obra desde fuera. Sea cual sea la heterogeneidad de sus materiales, la unidad del referente garantiza así a priori la unidad de la obra «realista». Se colige entonces que cuando, como en la ciencia ficción, dicho referente se abandona, el principal problema formal planteado por la construcción de la trama será el de encontrar un nuevo principio de unidad. Por supuesto, un modo de alcanzarlo es asumiendo una unidad formal que ya exista en la propia tradición, y ésta parece ser la senda adoptada por la denominada ciencia ficción mítica, que encuentra una comodidad espuria en la unidad predeterminada del mito o la leyenda que le sirve de recurso organizativo. (Este procedimiento se retrotrae, por supuesto, al Ulises de Joyce, aunque estoy tentado de afirmar que la grandeza incomparable de este predecesor literario procede de su uso incompleto del mito: Joyce nos permite ver que el «mito» no es más que un recurso organizador, y su tema no es la unidad de experiencia ficticia que supuestamente el mito debe garantizar sino, por el contrario, una fragmentación de la vida en el mundo moderno que inicialmente exigía dicha reunificación).
Allí donde se evita la solución mitológica, la ciencia ficción sigue disponiendo de otro procedimiento organizativo que denominaré collage: la puesta en precaria coexistencia de elementos traídos de diferentes fuentes y contextos, elementos que derivan en su mayor parte de modelos literarios más antiguos y que equivalen a fragmentos rotos de géneros más antiguos y desfasados o de producciones más recientes de los medios de comunicación (por ejemplo, tiras cómicas). En el peor de los casos, el collage resulta en una especie de agregación desesperada de todo lo que se tiene a mano; en el mejor, sin embargo, sirve para poner en primer plano los antiguos modelos genéricos, una especie de efecto de extrañamiento practicado sobre nuestra propia receptividad genérica. Algo de este tipo es lo que he intentado describir en mi interpretación de La nave estelar.
Pero la arbitrariedad del collage como forma tiene el resultado añadido de intensificar, y de transformar de hecho, la función estructural del autor, que ahora es contemplado como fuente y origen supremos de cualquier unidad que la obra pueda mantener. El lector se somete entonces a la autoridad del autor de un modo muy diferente al de las convenciones de la narrativa realista; es, si se quiere, la diferencia entre pedir que lo manipulen y aceptar fingir que no hay ningún agente humano.
Sería posible demostrar, pienso (y a este respecto las obras de Philip K. Dick servirían de principal demostración), que la obsesión temática, en la ciencia ficción, por la manipulación en cuanto fenómeno social y pesadilla al mismo tiempo puede entenderse como la proyección de la forma de la ciencia ficción en su contenido. Esto no quiere decir que el tema de la manipulación no sea, dado el mundo en el que vivimos, eminentemente obvio en lo referente a su propia urgencia, sino sólo que hay una especie de relación privilegiada, una armonía preestablecida, entre este tema y las estructuras literarias que caracterizan a la ciencia ficción. Por ceñir de momento nuestra generalización a La nave estelar, no me parece accidental que la cuestión social fundamental de un libro en el que el autor juega con el lector, cambiando constantemente de dirección, frustrando las expectativas de éste, emitiendo falsas claves genéricas, y en general usando su trama oficial como pretexto para manipular las reacciones del lector, fuera el problema de la manipulación de unos hombres por otros. Y con esto tocamos el punto en el que la forma y el contenido, en La nave estelar, se vuelven uno, y en el que se revela la identidad fundamental entre la estructura narrativa antes analizada y el problema político suscitado por el final del libro.
Que Brian Aldiss es plenamente consciente de este carácter político supremo no sólo resulta evidente desde el prefacio, sino también por las reflexiones ocasionales que hace en todo el libro. Pero, por sus comentarios parece claro que entiende que su fábula —que ilustra los efectos desastrosos que las decisiones sociales a gran escala causan en la vida individual— tiene una tendencia antiburocrática y antisocialista (siendo la burocracia el modo en el que el socialismo es concebido por aquellos a quienes amenaza). «Nada —nos dice— sino el pleno florecimiento de una era tecnológica, como la conocida por el siglo XXIV, podría haber lanzado esta nave milagrosa; pero el milagro era estéril, cruel. Sólo una era tecnológica podría condenar a generaciones no nacidas a existir en ella, como si el hombre fuera un mero protoplasma, sin emoción ni aspiración» (p. 162). Y el prefacio subraya aún más el argumento: «una idea, concebida por el hombre, al contrario que la mayoría de los miles de efectos que comprenden nuestro universo, raramente es equilibrada […] La idea, como todas las ideas, había salido mal y había engullido sus vidas reales» (p. 9). Percibimos aquí los esbozos familiares de la más influyente de las posturas contrarrevolucionarias, elaborada por primera vez y más plenamente por Edmund Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución francesa, para la cual la razón humana, en su imperfección fundamental, es incapaz de sustituir por sí sola y por su propia fuerza el crecimiento orgánico y natural de la comunidad y la tradición. Dicha ideología encuentra confirmación en el propio Terror (de por sí respuesta en general, debería añadirse, de la Revolución a las amenazas externas e internas), que aparece así como la humillación del orgullo revolucionario del hombre, de su presunción al usurpar el lugar de la naturaleza y de la autoridad tradicional.
Pero esta interpretación que Aldiss hace de su propia fábula no es necesariamente la única que se abre ante nosotros. Yo la asociaría, por el contrario, con todo un grupo de relatos de ciencia ficción que implícita o explícitamente suscitan una cuestión política y social de tipo muy distinto, que puede caracterizarse por pertenecer a los problemas éticos de la utopía, o a los dilemas políticos de un futuro en el que la política haya vuelto a convertirse en ética. Esta cuestión vuelve necesariamente a la denominada Directiva Principal, en otras palabras, al derecho de las civilizaciones o culturas avanzadas a intervenir en las formas inferiores de vida social con las que entren en contacto. (Las calificaciones de inferior o superior, o de avanzado y subdesarrollado, deben entenderse aquí, claramente, en un sentido histórico, no meramente cualitativo). Este problema constituye por supuesto una preocupación temática de la ciencia ficción desde sus inicios; véase La guerra de los mundos de H. G. Wells, claramente una fantasía pesarosa, escrita por un victoriano que se pregunta si la brutalidad con la que él ha utilizado a los pueblos coloniales (la extinción de los tasmanos) no podría serle infligida a él por una especie más avanzada con la intención, a su vez, de destruirlo. En nuestro tiempo, sin embargo, dicho tema tiende a reformularse desde un punto de vista positivo que le da una nueva originalidad. Que la destrucción de sociedades menos avanzadas está mal y es inhumana ya no es cuestión, desde luego, de debate inteligente. Lo que sí está en duda es en qué grado hasta la intervención benévola y bienintencionada de culturas superiores en otras inferiores no tendrá, en último término, resultados destructivos. Aunque las convenciones de la ciencia ficción puedan dramatizar esta cuestión en forma de encuentros galácticos, la preocupación tiene una fuente claramente muy terrestre en las relaciones entre sociedades industrializadas y sociedades supuestamente subdesarrolladas de nuestro planeta.
Durante la década de 1950 y comienzos de la de 1960, parece haber estado de moda en la ciencia ficción estadounidense un radical anticolonialismo liberal, análogo a la condena por parte de Estados Unidos de los decadentes imperios coloniales británico y francés. En una parte de esa ciencia ficción (Star Trek), la ley interestelar que prohibía el establecimiento de colonias en planetas ya habitados por una especie inteligente se convirtió en convención aceptada. Sin embargo, las implicaciones completas de este tema, con pocas excepciones como La mano izquierda de la oscuridad [1969] de Ursula Le Guin, sólo se exploraron en la ciencia ficción escrita dentro de los horizontes socialistas, en especial en las obras de Stanislaw Lem y en Qué difícil es ser Dios [1964] de los hermanos Strugatsky. En la ciencia ficción occidental, este tema está presente sobre todo como estereotipo o como preocupación inconsciente, y se manifiesta de formas peculiarmente formalizadas. Yo sugeriría, por lo tanto, que las visiones de intervención extragaláctica, como en El fin de la infancia de Arthur C. Clarke, pertenecen a esta categoría, al igual que muchas de las intrincadas paradojas del viaje en el tiempo, en las que la inesperada aparición del protagonista en el pasado distante suscita el temor a que pueda alterar el curso de la historia de tal modo que, para empezar, le impida nacer. En todos estos rasgos de la ciencia ficción occidental se detecta la presencia, creo, de una represión virtual del motivo ético y político en cuestión, aunque debería aclararse que es una represión que la ciencia ficción comparte con la mayoría de las actividades culturales y artísticas llevadas a cabo en Occidente. De hecho, ese ocultamiento inconsciente de las bases socioeconómicas o materiales subyacentes de la vida, con una concentración concomitante en actividades puramente espirituales, es responsable de los modos de pensar que la teoría marxista clásica designa como idealismo. Equivale a una negativa a conectar la experiencia existencial o personal, la experiencia de nuestra vida privada individual, con el sistema y la organización suprapersonal del capitalismo monopolista que constituye un todo omnipresente.
En el caso actual —por ceñirnos sólo a eso— es nuestra ignorancia voluntaria de la relación estructural inherente entre ese sistema económico y la explotación neocolonialista del Tercer Mundo lo que impide cualquier visión o concepto realistas de la relación correcta entre dos agrupaciones nacionales o sociales distintas. Así, tendemos a considerar las relaciones entre países desde el punto de vista ético, en términos de crueldad o filantropía, con el resultado de que las inversiones empresariales occidentales llegan a parecernos portadoras del progreso y del «desarrollo» en áreas atrasadas. Las verdaderas cuestiones —si el «progreso» es deseable y, de ser así, qué tipo de progreso, si un país tiene derecho a salirse del circuito internacional, si un país más avanzado tiene derecho a intervenir, aunque sea con intención benévola, en la evolución histórica de un país menos avanzado; en resumen, la relación general entre la cultura indígena y la industrialización— son de carácter histórico y político. Para que nuestra literatura pudiera plantearlas, sería necesario que nos planteáramos muchas preguntas más inquisitivas y difíciles sobre nuestro propio sistema de las que en la actualidad estamos dispuestos a hacernos. Debería añadir que esta comparación entre las capacidades formales de la ciencia ficción occidental y la soviética no pretende dar a entender que la Unión Soviética haya resuelto en sentido alguno los problemas anteriores, sino meramente que en la Unión Soviética dichos problemas han surgido de manera plenamente consciente y explícita, de hecho angustiosa, y que su mejor literatura está modelada por la experiencia de tales dilemas y contradicciones.[381]
El interés temático de La nave estelar radica precisamente en la aproximación de dicho dilema hacia el umbral de la conciencia, en el modo en que el tema de la influencia o la manipulación interculturales se suscita hasta alcanzar casi la tematización explícita. En este sentido, poco influye que el lector se tome al pie de la letra las reaccionarias interjecciones políticas de Aldiss, o que las sustituya por la interpretación histórica arriba sugerida; se mantiene el hecho crucial de que en las últimas páginas del libro resurge lo político. La incapacidad estructural de dicho material para permanecer enterrado, su irreprimible tendencia a revelarse en su ser histórico más fundamental, transforma genéricamente la novela en esa fábula política que a lo largo de toda ella permanecía latente, sin nosotros saberlo. Y así, en route hacia el espacio y el escapismo galáctico, nos descubrimos encerrados en el campo de fuerza de las propias realidades políticas terrenas.