I

Las variedades de lo utópico

A menudo se ha observado que necesitamos distinguir entre la forma utópica y el deseo utópico: entre el texto o el género escritos y algo parecido a un impulso utópico detectable en la vida cotidiana y en sus prácticas mediante una hermenéutica especializada o un método interpretativo. ¿Por qué no añadir a esta lista la práctica política, en la medida en que movimientos sociales completos han intentado hacer realidad una visión utópica, se han fundado comunidades y librado revoluciones en su nombre, y dado que, como hemos visto, el término en sí está de nuevo presente en los enfrentamientos discursivos actuales? En cualquier caso, la futilidad de las definiciones puede medirse por el modo en el que excluyen áreas completas del inventario preliminar.[13]

En este caso, sin embargo, el inventario tiene un punto de partida cómodo e indispensable: se trata, por supuesto, del texto inaugural de Tomás Moro [1517], casi exactamente contemporáneo a la mayoría de las innovaciones que parecen haber definido la modernidad (la conquista del Nuevo Mundo, Maquiavelo y la política moderna, Ariosto y la literatura moderna, Lutero y la conciencia moderna, la imprenta y la esfera pública moderna). Dos géneros relacionados han tenido similares nacimientos milagrosos: la novela histórica, con Waverly en 1814, y la ciencia ficción (ya se date en el Frankenstein de Mary Shelley por las mismas fechas [1818] o en La máquina del tiempo de Wells, en 1895).

Tales puntos de partida genéricos siempre están incluidos y aufgehoben de algún modo en la evolución posterior, y en buena medida en el conocido paso del espacio al tiempo dado por las utopías; de los relatos de viajeros exóticos a las experiencias de visitantes al futuro. Pero lo que caracteriza singularmente a este género es su intertextualidad explícita: pocas formas literarias se han afirmado con tanto descaro como argumento y contraargumento. Pocas han exigido tan abiertamente la remisión de una obra a otra y el debate dentro de cada nueva variante: ¿quién puede leer a Morris sin Bellamy?, ¿o de hecho a Bellamy sin Morris? Y por lo tanto cada texto comporta toda una tradición, reconstruida y modificada con cada nueva adición, y amenaza con convertirse en una mera cifra dentro de un inmenso hiperorganismo, como el enjambre de seres sensibles y dotado de mente de Stapledon.

Pero las obras completas de Ernst Bloch están para recordarnos que la utopía es mucho más que la suma de sus textos individuales. Bloch postula un impulso utópico que rige todo lo orientado al futuro en la vida y la cultura; y lo abarca todo, desde los juegos a los medicamentos patentados, desde los mitos al entretenimiento de masas, desde la iconografía a la tecnología, desde la arquitectura al eros, desde el turismo a los chistes y el inconsciente. Wayne Hudson resume expertamente su obra magna como sigue:

En El principio de la esperanza Bloch proporciona una inaudita revisión de las imágenes del deseo y los sueños humanos de una vida mejor. El libro empieza con los pequeños sueños (Primera parte), seguidos por una exposición de la teoría de la conciencia anticipadora de Bloch (Segunda parte). En la Tercera parte, Bloch aplica su hermenéutica utópica a las imágenes del deseo halladas en el espejo de la vida corriente: al aura utópica que rodea a un nuevo vestido, a la publicidad, a las máscaras hermosas, a las revistas ilustradas, a los trajes del Ku Klux Klan, al exceso festivo del mercado anual y al circo, a los cuentos de hadas y el sensacionalismo, a la mitología y a la literatura de viajes, a los muebles antiguos, las ruinas y los museos, y a la imaginación utópica presente en el baile, la pantomima, el cine y el teatro. En la Cuarta parte, Bloch se fija en el problema de cómo construir un mundo adecuado a la esperanza y a diversos «esbozos de un mundo mejor». Proporciona un análisis de 400 páginas sobre las utopías médicas, sociales, técnicas, arquitectónicas y geográficas, seguido de un análisis de los paisajes del deseo en la pintura, la ópera y la poesía; las perspectivas utópicas en la filosofía de Platón, Leibniz, Spinoza y Kant, y el utopismo implícito en movimientos a favor de la paz y del ocio. Por último, en la Quinta parte, Bloch recurre a las imágenes de deseo del momento colmado que revelan que la «identidad» es la suposición fundamental de la conciencia anticipadora. De nuevo, el barrido es impresionante a medida que Bloch abarca experiencias felices y peligrosas de la vida ordinaria; el problema de la antinomia entre el individuo y la comunidad; las obras del joven Goethe, Don Juan, Fausto, El Quijote, las obras teatrales de Shakespeare; la moral y la intensidad en la música; las imágenes de esperanza contra la muerte, y la creciente autoinyección del hombre en el contenido del misterio religioso.[14]

Retomaremos a Bloch en breve, pero debería quedar ya claro que su obra suscita un problema hermenéutico. El principio interpretativo de Bloch es más eficaz cuando revela el funcionamiento del impulso utópico en lugares insospechados, en los que está oculto o reprimido. ¿Pero qué ocurre, en tal caso, con los programas utópicos deliberados y plenamente conscientes de sí mismos? ¿Deben tomarse también como expresiones inconscientes de algo aún más profundo y primordial? ¿Y qué ocurre con el proceso interpretativo en sí y con la propia filosofía del futuro establecida por Bloch, la cual supuestamente ya no necesita tal decodificación o reinterpretación? Pero a menudo el exégeta utópico no es el diseñador de las utopías, y ningún programa utópico lleva el nombre propio de Bloch.[15] Funciona aquí la misma paradoja hermenéutica a la que Freud se enfrentaba cuando, en la búsqueda de precursores para su análisis de los sueños, detectó por fin una desconocida tribu aborigen para la que todos los sueños tenían significados sexuales (excepto los sueños abiertamente sexuales en sí, que significaban otra cosa).

Haríamos mejor, por lo tanto, en plantear dos líneas de descendencia distintas a partir del texto inaugural de Moro: una centrada en la realización del programa utópico; la otra un impulso utópico oscuro pero omnipresente que aflora en diversas expresiones y prácticas encubiertas. La primera de estas líneas es sistémica, e incluye la práctica política revolucionaria cuando tiene por objetivo la fundación de una sociedad completamente nueva, junto con los ejercicios escritos en el género literario. Sistémicas son también todas esas secesiones utópicas conscientes del orden social que son las denominadas comunidades intencionales; pero también los intentos de proyectar nuevas totalidades espaciales, en la propia estética de la ciudad.

La otra línea de descendencia es más oscura y más variada, como corresponde a una inversión proteica en múltiples asuntos dudosos y equívocos: reformas liberales y fantásticas ideas comerciales, estafas engañosas pero tentadoras del aquí y el ahora en las que la utopía hace de mero atractivo y seducción para la ideología (siendo también la esperanza, después de todo, el principio de los juegos de confianza más crueles y de la charlatanería como bello arte). Aun así, quizá puedan identificarse algunas de las formas más obvias: la teoría política y social, por ejemplo, incluso cuando —especialmente cuando— tiene por objetivo el realismo y la eliminación de todo lo utópico; también las reformas sociales fragmentarias y las reformas «liberales», cuando son meramente alegóricas de una transformación a gran escala de la totalidad social. Y, ya que hemos identificado la ciudad en sí como forma fundamental de la imagen utópica (junto con la forma de la aldea, ya que refleja el cosmos),[16] tal vez deberíamos hacerle sitio al edificio individual como espacio de inversión utópica, esa parte monumental que no puede ser el todo y sin embargo intenta expresarlo. Tales ejemplos sugieren que quizá sería bueno pensar en el impulso utópico y en su hermenéutica desde el punto de vista de la alegoría; en ese caso, desearíamos reorganizar en un momento la obra de Bloch en tres niveles distintos de contenido utópico: el cuerpo, el tiempo y la colectividad.

Pero la distinción entre ambas líneas amenaza con recuperar el antiguo y muy criticado objetivo filosófico de distinguir entre lo auténtico y lo falso, incluso cuando pretenda de hecho revelar la autenticidad más profunda de lo que no lo es. ¿No tiende esto a hacer revivir ese antiguo idealismo platónico del verdadero y el falso deseo, el verdadero y el falso placer, la satisfacción o felicidad genuina y la ilusoria? Y esto en una época en la que ya de por sí estamos más inclinados a creer en la falsa impresión que en la verdad.[17] Como yo tiendo a simpatizar con esta última postura, más posmoderna, y también deseo evitar una retórica que opone lo reflexivo o autoconsciente a su irreflexivo número opuesto, prefiero plantear la distinción desde un punto de vista más espacial. En ese caso, el programa o la realización propiamente utópicos implicarán una aceptación del cierre (y por lo tanto de la totalidad): ¿no fue Roland Barthes quien observó, acerca del utopismo de Sade, que «tanto aquí como en cualquier otra parte es el cierre el que permite la existencia del sistema, es decir, de la imaginación»?[18]

Pero ésta es una premisa que no carece de todo tipo de consecuencias significativas. En Moro, ciertamente, el cierre se alcanza mediante ese gran foso que el fundador hace cavar entre la isla y el continente y que por sí solo le permite convertirse en utopía: una secesión radical, acentuada aún más por la brutalidad maquiavélica de la política exterior utópica —soborno, asesinato, mercenarios y otras formas de Realpolitik— que rechaza todas las nociones cristianas de hermandad universal y derecho natural y decreta la diferencia fundacional entre ellos y nosotros, enemigo y amigo, de un modo perentorio digno de Carl Schmitt y característico de un modo u otro de todas las utopías posteriores pensadas para sobrevivir dentro de un mundo todavía no convertido en el Estado mundial de Bellamy: como atestigua el triste destino de La isla de Huxley o las precauciones que exigen situaciones tan diferentes como las comunidades Walden de Skinner o el Marte de Stanley Robinson.[19]

La totalidad es, por lo tanto, precisamente esta combinación de cierre y sistema, en nombre de la autonomía y la autosuficiencia y que en último término constituye la fuente de esa otredad, o diferencia radical, incluso alienígena, ya mencionada y que retomaremos en cierta profundidad. Pero es precisamente esta categoría de totalidad la que preside las formas de realización utópica: la ciudad utópica, la revolución utópica, la comuna o la aldea utópicas, y por supuesto el texto utópico en sí, en toda su diferencia radical e inaceptable respecto a los géneros literarios más legítimos y estéticamente satisfactorios.

Con igual claridad, por lo tanto, es esta impresión de la forma y la categoría de totalidad la que prácticamente por definición carece de las formas múltiples investidas por el impulso utópico de Bloch. Aquí nos referimos, por el contrario, a un proceso alegórico en el que diversas metáforas utópicas se filtran en la vida cotidiana de las cosas y de las personas y ofrecen una prima de placer superior y a menudo inconsciente, no relacionada con su valor funcional ni con las satisfacciones oficiales. El procedimiento hermenéutico es, por lo tanto, un método de dos pasos en el que, en un primer momento, los fragmentos de experiencia delatan la presencia de figuras simbólicas —belleza, integridad, energía, perfección— que sólo posteriormente serán identificadas como las formas por las cuales se puede transmitir un deseo en esencia utópico. Obsérvese que a este respecto Bloch apela a menudo a las categorías estéticas clásicas (que de por sí también son en último término teológicas) y en esa medida su hermenéutica tal vez pueda ser captada también como una forma definitiva de estética idealista alemana que se agota a finales del siglo XX, y en el movimiento moderno. Bloch tenía gustos mucho más ricos y variados que Lukács e intentaba acomodar la cultura popular arcaica, tanto vanguardista como realista y neoclásica, en su estética utópica; pero ésta es perfectamente capaz de asimilar gustos culturales de masa posmodernos y no europeos, y por eso he propuesto reorganizar su inmenso compendio de un nuevo modo tripartito (cuerpo, tiempo y colectividad) que se corresponde más de cerca con los niveles de la alegoría contemporánea.

El materialismo ya está omnipresente en una atención al cuerpo que busca corregir cualquier idealismo o espiritualismo que perdure en este sistema. La corporeidad utópica también es, sin embargo, algo recurrente que inviste hasta a los productos más subordinados y vergonzantes de la vida cotidiana, tales como aspirinas, laxantes y desodorantes, transplantes de órganos y cirugía plástica, todos los cuales albergan mudas promesas de transfigurar el cuerpo. La interpretación que Bloch hace de estos suplementos utópicos —la dosis de exceso utópico cuidadosamente medido en nuestras mercancías y cosido como un hilo rojo en nuestras prácticas de consumo, ya sea sobrio y utilitario o enloquecido y adictivo— reúne ahora los mitos blakeanos de los cuerpos eternos de Northrop Frye proyectados sobre el cielo. Mientras tanto, las alusiones a la inmortalidad que acompañan a estas imágenes parecen hacernos avanzar urgentemente hacia el plano temporal, tornándose verdaderamente utópicas sólo en aquellas comunidades de los increíblemente longevos,[20] como en Volviendo a Matusalén de Shaw, o de los inmortales, como en la película Zardoz [1974] de Boorman, ofreciéndoles significativamente munición a los antiutópicos con el deterioro adjunto de la visión utópica: el tedio suicida de los longevos ancianos de Shaw, o el tedio asexuado de los habitantes de Vortex en Zardoz. Mientras tanto, la política liberal incorpora parte de este impulso particular en las plataformas políticas que ofrecen potenciar la investigación médica y establecer una cobertura sanitaria universal, aunque el atractivo de la eterna juventud encuentra lugar más apropiado en el programa secreto de la derecha y de los ricos y privilegiados; en fantasías sobre el tráfico de órganos y las posibilidades tecnológicas de la terapia rejuvenecedora. La trascendencia corpórea, por lo tanto, también encuentra ricas posibilidades en el ámbito espacial, desde las calles de la vida diaria y las habitaciones de la vivienda y del lugar de trabajo, hasta el ámbito mayor de la ciudad, que en tiempos antiguos reflejaba en sí misma el propio cosmos físico.

Pero la vida temporal del cuerpo ya resitúa el impulso utópico en lo que es la preocupación fundamental de Bloch como filósofo, a saber, la ceguera de toda la filosofía tradicional al futuro y a sus dimensiones singulares, y el ataque a ideologías, como la anamnesia platónica, tercamente fijadas en el pasado, en la niñez y en los orígenes.[21] Es un empeño polémico que comparte con los filósofos existencialistas en particular, y quizá más con Sartre, para quien el futuro es la praxis y el proyecto, que con Heidegger, para quien el futuro es la promesa de mortalidad y la muerte auténtica; y lo separa decisivamente de Marcuse, cuyo sistema utópico se basaba significativamente no sólo en Platón, sino en la misma medida en Proust (y Freud), para plantear un argumento fundamental sobre la memoria de la felicidad y los vestigios de la gratificación utópica que sobreviven en un presente caído y le proporcionan una «duradera reserva» de energía personal y política.[22]

Pero vale la pena señalar que en algún punto las discusiones sobre la temporalidad siempre se bifurcan en las dos sendas de la experiencia existencial (en la que parecen predominar las cuestiones de memoria) y del tiempo histórico, con sus urgentes interrogaciones al futuro. Yo sostengo que es precisamente en la utopía donde estas dos dimensiones se reúnen sin fisuras y donde el tiempo existencial es introducido en un tiempo histórico que paradójicamente también constituye el fin del tiempo, el fin de la historia. Pero no hace falta pensar en esta combinación de tiempo individual y colectivo como si se tratase de un eclipse de la subjetividad, aunque la pérdida de individualidad (burguesa) es ciertamente uno de los grandes temas antiutópicos. Pero la despersonalización ética ha sido un ideal en gran número de religiones y también en buena parte de la filosofía, mientras que la trascendencia de la vida individual ha encontrado representaciones muy distintas en la ciencia ficción, en la que a menudo sirve de reajuste de la biología individual a los ritmos temporales incomparablemente más largos de la propia historia. Así, la ampliación de la longevidad en el caso de los colonos de Marte de Kim Stanley Robinson les permite coincidir más tangiblemente con las evoluciones históricas a largo plazo, mientras que el recurso de la reencarnación, en su relato alternativo titulado Tiempos de arroz y sal,[23] permite volver a entrar una y otra vez en la corriente de la historia y de la evolución. Pero la tercera vía en la que el tiempo individual puede identificarse con el colectivo está en la propia experiencia de la vida cotidiana, de acuerdo con Roland Barthes, el signo más puro de la representación utópica: «la marque de l’Utopie, c’est le quotidien».[24] Lugar donde divergen el tiempo biográfico y la historia, esta vida cotidiana permite a lo existencial plegarse en instantes sucesivos al espacio de lo colectivo, al menos en la utopía, donde la muerte se mide en generaciones y no en individuos biológicos.

El viajero de Stapledon, por su parte, vive el tiempo en una relatividad einsteiniana indeterminable, pero también se combina con toda una serie de individuos y sus temporalidades en una experiencia colectiva para la que carecemos de categorías lingüísticas o metafóricas ya formadas. Es un análisis que por sí mismo merece citarse, y marca el modo en el que una inversión temporal del impulso utópico avanza hacia esa forma definitiva que es la figura de la colectividad:

No debe suponerse que esta extraña comunidad mental borrase las personalidades de cada uno de los exploradores. El habla humana no tiene términos precisos para describir nuestra peculiar relación. Sería tan incierto decir que habíamos perdido nuestra individualidad, o que estábamos disueltos en una individualidad comunitaria, como decir que éramos al mismo tiempo individuos distintos. Aunque el pronombre «yo» se aplicaba entonces a todos nosotros colectivamente, el pronombre «nosotros» también se nos aplicaba. En un aspecto, a saber, la unidad de la conciencia, éramos de hecho un solo individuo sensible; pero al mismo tiempo éramos importante y deliciosamente distintos unos de otros. Aunque sólo había un único «yo» comunitario, también había, por así decirlo, un «nosotros» múltiple y variado, una compañía observada de personalidades muy diversas, cada una de las cuales expresaba creativamente su propia contribución única a toda la empresa de la exploración cósmica, mientras que todas estaban reunidas en un tejido de sutiles relaciones personales.[25]

En este punto la expresión del impulso utópico se ha acercado a la superficie de la realidad todo lo que puede sin convertirse en un proyecto utópico consciente y pasar a esa otra línea de desarrollo que hemos denominado el programa utópico y la realización utópica. Las primeras fases de la inversión utópica estaban aún encerradas en los límites de la experiencia individual, lo cual tampoco quiere decir que la categoría de la colectividad esté libre de límites. Ya hemos insinuado su requisito estructural de cierre, al que volveremos más tarde.

Por el momento, sin embargo, baste observar que, sin llegar a una política utópica consciente, lo colectivo conoce una variedad de expresiones negativas cuyos peligros son muy diferentes de los del egotismo y el privilegio individuales. El narcisismo caracteriza a ambos, sin duda, pero es el narcisismo colectivo el que se identifica más fácilmente en las diversas prácticas xenófobas y racistas, todas las cuales tienen su impulso utópico, como sabidamente he intentado explicar en otra parte.[26] La hermenéutica de Bloch no está diseñada para excusar estos impulsos utópicos deformados, sino que por el contrario alberga la apuesta política de que el proceso de desenmascaramiento puede apropiarse de sus energías, y la conciencia puede liberarlas, de un modo análogo a la cura freudiana (o la reestructuración del deseo lacaniana). Ésta bien podría ser una esperanza peligrosa y descaminada, pero la dejamos atrás cuando volvemos al proceso de construcción utópica consciente.

Los niveles de la alegoría utópica, de las inversiones del impulso utópico, pueden por lo tanto representarse como sigue:

LO COLECTIVO (anagógico)

TEMPORALIDAD (moral)

EL CUERPO (alegórico)

INVERSIÓN UTÓPICA (el texto)

Arqueologías del futuro
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