Seguimos en el fin de la historia

Una serie de analistas han afirmado que la tragedia del 11 de septiembre demuestra que yo estaba absolutamente equivocado cuando dije, hace más de una década, que habíamos llegado al fin de la historia. El coro comenzó casi inmediatamente, con George Will, que afirmó que la historia había vuelto de sus vacaciones, y Fareed Zakaria, que declaró el fin del fin de la historia.

A primera vista resulta absurdo, e insultante para la memoria de aquellos que murieron el 11 de septiembre, declarar que este ataque sin precedentes no alcance el nivel de hecho histórico. Pero la forma en que yo utilicé la palabra historia, o, mejor dicho, Historia, era distinta: se refería al avance de la humanidad a lo largo de los siglos hacia la modernidad, caracterizada por instituciones como la democracia liberal y el capitalismo.

Mi observación, hecha en 1989, en la víspera de la caída del comunismo, era que este proceso de evolución parecía estar llevando a zonas cada vez más amplias de la Tierra hacia la modernidad. Y que si mirábamos más allá de la democracia y los mercados liberales, no había nada hacia lo que podíamos aspirar a avanzar; de ahí el final de la historia. Aunque había zonas retrógradas que se resistían a este proceso, era difícil encontrar un tipo de civilización alternativa que fuera viable en la que la gente quisiera de verdad vivir, tras haber quedado desacreditados el socialismo, la monarquía, el fascismo y otros tipos autoritarios de gobierno.

Este punto de vista ha sido discutido por mucha gente, y quizá el más coherente haya sido Samuel Huntington. Él alegó que, más que avanzar hacia un único sistema global, el mundo permanecería enfangado en un “choque de civilizaciones”, donde seis o siete grandes grupos culturales coexistirían sin converger y constituirían las nuevas líneas de fractura del conflicto global. Dado que el ataque perpetrado con éxito contra el centro del capitalismo mundial se debió evidentemente a extremistas islámicos contrarios a la existencia misma de la civilización occidental, los observadores han estado colocando mi hipótesis sobre “el fin de la historia” en una situación de enorme inferioridad con respecto al “choque”' de Huntington.

Yo creo que en el fondo sigo teniendo razón. La modernidad es un poderoso tren de mercancías que no descarrilará por los acontecimientos recientes, por muy dolorosos y sin precedentes que hayan sido. La democracia y los mercados libres seguirán expandiéndose a lo largo del tiempo como los principios dominantes de la organización en gran parte del mundo. Pero merece la pena pensar en el auténtico alcance del desafío actual.

Siempre he creído que la modernidad tiene una base cultural. La democracia liberal y el libre mercado no funcionan en todo tiempo y en todo lugar. Donde mejor funcionan es en sociedades con ciertos valores cuyos orígenes pueden no ser enteramente racionales. No es casualidad que la democracia liberal moderna surgiera primero en el Occidente cristiano, dado que la universalidad de los derechos democráticos se puede interpretar muchas veces como una forma secular de la universalidad cristiana.

La cuestión principal planteada por Samuel Huntington es si las instituciones de la modernidad, como la democracia liberal y el libre mercado, funcionarán sólo en Occidente o si su atractivo es lo suficientemente amplio como para permitirlas abrirse camino en las sociedades no occidentales. Yo creo que es así. La prueba está en los avances que han experimentado la democracia y el libre mercado en regiones como Asia oriental, Latinoamérica, la Europa ortodoxa, el sur de Asia e incluso África. La prueba está también en los millones de inmigrantes del Tercer Mundo que todos los años votan con sus pies por vivir en las sociedades occidentales y que acaban por asimilar los valores de Occidente. El flujo de personas que se mueve en dirección contraria, y el número de los que quieren hacer saltar por los aires a Occidente hasta donde puedan, es, en comparación, insignificante.

Pero parece que hay algo en el Islam, o por lo menos en las versiones fundamentalistas del Islam, que ha predominado en los últimos años, y que hace que las sociedades musulmanas sean especialmente resistentes a la modernidad. De todos los sistemas culturales contemporáneos, el mundo islámico es el que tiene menos democracias (sólo Turquía) y no incluye ningún país que haya hecho la transición del Tercer al Primer Mundo a la manera de Corea del Sur o Singapur.

Hay muchos pueblos no occidentales que prefieren el componente económico y tecnológico de la modernidad y esperan conseguirlo sin tener que aceptar igualmente la política democrática o los valores culturales de Occidente (por ejemplo, China y Singapur). Hay otros a los que les gusta tanto la versión política como la económica de la modernidad, pero simplemente no dan con la forma de alcanzarlas (Rusia es un ejemplo). Para ellos, la transición a la modernidad al estilo occidental puede ser larga y dolorosa. Pero no hay ninguna barrera cultural insuperable que pueda evitar que finalmente lleguen allí, y ellos constituyen las cuatro quintas partes de la población mundial.

El Islam, en cambio, es el único sistema cultural que parece producir con regularidad gente que, como Osama Bin Laden o los talibanes, rechaza la modernidad de pies a cabeza. Esto suscita la pregunta de hasta qué punto son representativas estas personas de la gran comunidad musulmana, y si su rechazo es de alguna forma inherente al Islam. Porque si aquellos que la rechazan son algo más que marginales lunáticos, entonces Huntington tiene razón y vamos hacia un conflicto prolongado que se hace peligroso en virtud de su capacitación tecnológica.

La respuesta que los políticos de Oriente y Occidente han venido dando desde el 11 de septiembre es que los que simpatizan con los terroristas son una 'pequeña minoría' de musulmanes, y que la inmensa mayoría está sobrecogida por lo que ha sucedido. Es importante para ellos decir esto para evitar que los musulmanes como grupo se conviertan en blancos del odio. El problema es que el odio y el disgusto por Estados Unidos y lo que representa están mucho más extendidos que todo eso.

Está claro que el grupo de personas dispuestas a ir en misiones suicidas y a conspirar activamente contra Estados Unidos es pequeño. Pero la simpatía hacia ellas se pudo manifestar en un primer sentimiento de alegría maligna ante la visión de las torres que se desmoronaban, un sentimiento inmediato de satisfacción al ver que Estados Unidos tenía lo que se había merecido, seguidos después, y sólo después, por unas manifestaciones de desaprobación puramente formales. Si medimos por este rasero, la simpatía por los terroristas es una característica de mucho más que una 'pequeña minoría' de musulmanes, y se extiende desde las clases medias de países como Egipto hasta los que emigran a Occidente.

Esta aversión y odio más amplios parecen representar algo más profundo que una mera oposición a las políticas estadounidenses como el apoyo a Israel o el embargo contra Irak, e incluir un odio por la sociedad subyacente. Después de todo, hay mucha gente en el mundo, incluso muchos estadounidenses, que están en desacuerdo con las políticas de Estados Unidos, pero eso no les lanza a paroxismos de rabia y de violencia. Ni tampoco es cuestión necesariamente de ignorancia sobre la calidad de vida en Occidente. El secuestrador suicida Mohamed Atta era un hombre culto de una familia bien de Egipto que había vivido y estudiado en Alemania y Estados Unidos durante varios años. Quizá, como han especulado muchos analistas, el odio nace de un resentimiento hacia el éxito de Occidente y el fracaso musulmán.

Pero, en lugar de psicoanalizar el mundo musulmán, tiene mucho más sentido preguntarse si el Islam radical constituye una alternativa seria a la democracia liberal occidental para los propios musulmanes. (No hace falta decir que, a diferencia del comunismo, el Islam radical no tiene prácticamente ningún atractivo en el mundo contemporáneo, excepto para aquellos que son culturalmente islámicos).

Para los propios musulmanes, el Islam político ha resultado ser mucho más atractivo en abstracto que en la realidad. Tras 23 años de gobiernos religiosos fundamentalistas, la mayoría de los iraníes, y en especial casi todos los menores de 30 años, querrían vivir en una sociedad mucho más liberal. Los afganos que han vivido bajo el régimen talibán sienten más o menos lo mismo. Todo el odio contra Estados Unidos cosechado a golpe de tambor no se traduce en un programa político viable que pueda ser seguido por las sociedades musulmanas en los años venideros.

Seguimos estando en el fin de la historia porque sólo hay un sistema de Estado que continuará dominando la política mundial, el del Occidente liberal y democrático. Esto no supone un mundo libre de conflictos, ni la desaparición de la cultura como rasgo distintivo de las sociedades. (En mi artículo original señalé que el mundo poshistórico seguiría presenciando actos terroristas y guerras de liberación nacional).

Pero la lucha que afrontamos no es el choque de varias culturas distintas y equivalentes luchando entre sí como las grandes potencias de la Europa del XIX. El choque se compone de una serie de acciones de retaguardia provenientes de sociedades cuya existencia tradicional sí está amenazada por la modernización. La fuerza de esta reacción refleja la seriedad de la amenaza. Pero el tiempo y los recursos están del lado de la modernidad, y no veo hoy en Estados Unidos ninguna falta de voluntad de prevalecer.■


FRANCIS FUKUYAMA Publicado en el diario The Wall Street Journal, septiembre 2001