–Pretoria, creo -dijo Preston.
Mientras subían el Buffelberg por la carretera del Mootseki, Preston se volvió a mirar al valle. Oscuras nubes de tormenta se habían acumulado detrás de la Quebrada del Diablo.
Mientras observaba, las nubes se acercaron más y cubrieron la pequeña población y su macabro secreto, conocido sólo por un inglés de edad madura en un coche que se alejaba.
Entonces echó la cabeza atrás y se quedó dormido. Aquella noche, Harold Philby fue acompañado desde las habitaciones de los invitados hasta el salón del secretario general, donde el líder soviético le estaba esperando. Philby puso varios documentos delante del viejo. El secretario general los leyó y los dejó sobre la mesa.
–No hay mucha gente involucrada en esto -comentó.
–Permítame hacer dos observaciones importantes, camarada secretario general. En primer lugar, debido a que el "Plan Aurora" es tan confidencial, pensé que era prudente reducir el número de participantes al mínimo imprescindible. Y todavía serán menos los que, por absoluta necesidad, sabrán lo que realmente se pretende.
"En segundo lugar, y debido a la extrema brevedad del tiempo de que disponemos, tendrá que haber algunos recortes; las semanas, o incluso meses, de adiestramiento que habitualmente se requieren para una operación activa e importante, tendrán que reducirse a días. El secretario general asintió lentamente con la cabeza.
–Explique, pues, por qué necesita a estos hombres.
–La clave de toda la operación -siguió diciendo Philby- es el agente ejecutor, el hombre que irá a Gran Bretaña, vivirá semanas allí como inglés y, en definitiva, llevará a cabo "Aurora".
"Para proporcionarle lo necesario habrá doce correos o "mulos". Éstos tendrán que pasar los artículos a través de un puesto de aduana o, en ocasiones, por puntos que no estén controlados. Ninguno sabrá lo que lleva, ni por qué; cada cual habrá aprendido de memoria un lugar de encuentro y otro de retirada, para el caso de no establecer la conexión. Cada cual entregará su paquete al agente ejecutor y regresará a nuestro territorio, donde será sometido inmediatamente a una cuarentena total. Habrá otro hombre, aparte el agente ejecutor, que no regresará jamás. Pero ninguna de estos hombres debe saberlo."Los correos estarán al mando del agente expedidor responsable de que las consignaciones lleguen a poder del agente ejecutor en Gran Bretaña. Será ayudado por un agente de suministros encargado de preparar los paquetes para su entrega. Éste tendrá cuatro subordinados, cada uno de ellos especializado en una cosa."Uno proporcionará documentos y medios de transporte a los correos; otro cuidará de conseguir la alta tecnología necesaria; el tercero suministrará los artefactos preparados y el cuarto asegurará las comunicaciones.
Será vital que el agente ejecutor pueda informarnos de los progresos de los problemas y, sobre todo, del momento en que esté operacionalmente preparado; y nosotros deberemos poder informarle de cualquier cambio de plan y, naturalmente, darle la orden de ejecutarlo."En la cuestión de las comunicaciones, se ha de tener en cuenta otra cosa.
Debido al factor tiempo, será imposible proceder por los canales normales de cartas enviadas por correo o de encuentros personales. Podremos comunicar con el agente ejecutor por señales de Morse en clave, transmitidas en las emisiones comerciales de Radio Moscú, en grabaciones únicas. Pero él, para comunicarse urgentemente con nosotros, necesitará un transmisor en alguna parte de Gran Bretaña. Es un sistema anticuado y peligroso, empleado principalmente en tiempo de guerra. Pero será necesario. Recuerde que lo he mencionado. El secretario general estudió de nuevo los documentos, repasando los operarios que necesitaría el plan. Por fin levantó la cabeza.
–Tendrá usted sus hombres -dijo-. Haré que los elijan uno a uno, los mejores que tengamos, y que los transfieran a servicios especiales.
"Una última advertencia. No quiero que nadie relacionado con "Aurora" establezca el menor contacto con la gente de la KGB dentro de nuestra rezidentura en la Embajada de Londres. Nunca se sabe quién está bajo vigilancia o… Fuese cual fuese la otra cosa que temía, se guardó de expresarla.
–Esto es todo.
–Bueno, ¿qué hacemos ahora? – preguntó el capitán Viljoen.
–Esta noche he permanecido despierto, pensando -confesó Preston-, y hay algo que no concuerda.
–Durmió usted durante todo el viaje de regreso -dijo Viljoen, de mal humor-. En cambio, yo tuve que conducir.
–Sí, pero usted está mucho más en forma que yo -opuso Preston.
Esto gustó a Viljoen, que estaba orgulloso de su físico y cuidaba de él con regularidad.
Se enderezó un poco.
–Quiero seguir la pista del otro soldado -dijo Preston. – ¿Qué otro soldado?
–El que escapó con Marais. Éste no menciona nunca su nombre. Sólo dice "el otro soldado" o "mi camarada". ¿Por qué no da su nombre?
Viljoen se encogió de hombros.
–No lo creería necesario. Debió de darlo a las autoridades del hospital de Wynberg para que pudiesen informar a sus parientes.
–Aquello fue verbal -murmuró Preston-. Los oficia les que le escucharon debían de pasar muy pronto a la vida civil. Sólo permanece el relato escrito, y en él no cita ningún nombre. Quiero seguir la pista del otro soldado.
–Pero está muerto -protestó Viljoen-, lleva cuarenta y dos años enterrado en un bosque polaco.
–Entonces quiero saber quién era. – ¿Por dónde diablos empezamos?
–Marais dice que si conservaron la vida en aquel campamento fue, sobre todo, gracias a los paquetes de comida de la Cruz Roja -dijo Preston, como pensando en voz alta-.
También dice que escaparon poco antes de Navidad. Esto debió de molestar un poco a los alemanes. En tales casos solían castigar a todo el mundo, quitarles privilegios, incluidos los paquetes de comida. Es probable que cual quiera que estuviese allí recuerde aquella Navidad para el resto de sus días. ¿ Podríamos encontrar a alguien que es tuviera en aquel campamento?
No hay ninguna asociación de antiguos prisioneros de guerra en Sudáfrica, pero existe una hermandad de veteranos, exclusiva de los que participaron realmente en los combates.
La llaman Orden de los Cascos de Hojalata, y sus miembros son conocidos por el nombre de MOCHs. Los lugares de reunión de cada rama MOCH son llamados "cráteres de bomba", y el oficial que tenía el mando era el Viejo Toro. Empleando un teléfono cada uno, Preston y Viljoen empezaron a llamar a todos los "cráteres de bomba" de Sudáfrica, tratando de encontrar a alguien que hubiese estado en Stalag 344. Era una tarea muy aburrida. De los once mil prisioneros aliados que habían estado en aquel campamento, la mayoría eran ingleses, canadienses, australianos, neozelandeses o norteamericanos. Los sudafricanos eran una pequeña minoría. Además, muchos habían muerto ya. De los MOCHs, algunos estaban en el campo de golf y otros fuera de su casa. Recibieron pesarosas negativas y un montón de sugerencias que resultaron ser callejones sin salida. Suspendieron el trabajo al ponerse el sol y lo reanudaron el lunes por la mañana. Viljoen consiguió un triunfo poco antes del mediodía: se trataba de un envasador de carne de Ciudad de El Cabo. Viljoen, que hablaba en afrikaans, puso la mano sobre el micrófono.
–Este tipo dice que estuvo en Stalag 344.
Preston cogió el aparato. – ¿Mr. Anderson? Sí, me llamo Preston. Estoy haciendo unas investigaciones sobre Stalag 344… Gracias, muy amable… Sí, creo que usted estuvo allí. ¿Recuerda la Navidad de 1944? Dos jóvenes soldados sudafricanos escaparon de una brigada de trabajo en el exterior… ¡Ah, lo recuerda usted…! Sí, estoy seguro de que fue algo espantoso… ¿Recuerda sus nombres…? ¡Ah, no estaba en su misma choza…! No, claro.. Bueno, ¿recuerda el nombre del suboficial sudafricano…? Bien, suboficial Roberts. ¿Y su nombre de pila? Por favor, trate de recordarlo… ¿Qué? Wally. ¿Está seguro…? Bueno, muchísimas gracias.
Preston colgó el teléfono.
–Suboficial Wally Roberts. Probablemente Walter Ro berts. ¿Podemos ir al Archivo Militar?
El Archivo Militar de Sudáfrica se encuentra, por alguna razón, debajo del Departamento de Educación, y está situado en el número 20 de Visagie Street, en Pretoria. Había más de cien Roberts registrados, diecinueve de ellos con la inicial W, y siete llamados Walter.
Ninguno de ellos coincidía con el hombre que buscaban. Repasaron el resto de los W.
Roberts. Nada. Preston empezó con las fichas de los A. Roberts, y una hora más tarde vio recompensado su esfuerzo. James Walter Roberts fue suboficial durante la Segunda Guerra Mundial; capturado en Tobruk, estuvo prisionero en el norte de África, en Italia y, finalmente, en Alemania del Este. Siguió en el Ejército después de la guerra, ascendió a coronel y se retiró en 1972.
–Pídale a Dios que todavía esté vivo -dijo Viljoen.
–Si lo está, tiene que cobrar una pensión -observó Preston-. El personal de Pensiones tendría que saber algo de él.
Así era. El coronel (retirado) Wally Roberts pasaba el otoño de su vida en Orangeville, pequeña población situada entre lagos y bosques, a ciento sesenta kilómetros al sur de Johannesburgo. Cuando salieron a Visagie Street, había anochecido. Decidieron partir a la mañana siguiente. Fue Mrs. Roberts quien les abrió la puerta del bonito bungalow y examinó, confusa y alarmada, la tarjeta de identidad del capitán Viljoen.
–Ha bajado al lago a dar de comer a los pájaros -les dijo, señalando un sendero.
Encontraron al viejo guerrero echando trocitos de pana una agradecida bandada de aves acuáticas. Se irguió al acercarse ellos y examinó la tarjeta de Viljoen. Después asintió con la cabeza como diciendo "adelante". Era un hombre de setenta y pico de años, recto como una baqueta; vestía prendas de tweed y zapatos castaños bien lustrados, y llevaba bigote blanco. Escuchó gravemente la pregunta de Preston.
–En efecto, lo recuerdo. Me llevaron a presencia del comandante alemán, que estaba hecho un basilisco. Todos los de aquella choza perdimos los paquetes de la Cruz Roja por culpa de aquel incidente. ¡Malditos jóvenes imbéciles! Fuimos evacuados hacia el Oeste el 22 de enero de 1945 y liberados a finales de abril. – ¿Recuerda sus nombres? – preguntó Preston.
–Desde luego. Nunca olvido un nombre. Ambos eran jóvenes, de menos de veinte años diría yo. Y los dos eran cabos. Uno se llamaba Marais; el otro, Brandt. Frikki Brandt. Ambos eran afrikáners. No puedo recordar sus unidades. Nos abrigábamos con todo lo que encontrábamos a mano. Difícilmente podían verse los distintivos de los regimientos.
Le dieron las más efusivas gracias y volvieron a Pretoria para otra sesión en Visagie Street. Por desgracia, Brandt es un apellido holandés muy corriente, con su variación Brand, sin la "t" final, pero que se pronuncia igual. Había cientos de ellos. Al anochecer, y con ayuda del personal del archivo, habían descubierto seis cabos Frederick Brandt, todos ellos difuntos. Dos habían muerto en acción en el norte de África, otros dos en Italia, y uno, en accidente de aviación. Abrieron el sexto expediente. El capitán Viljoen abrió mucho los ojos al contemplar la carpeta abierta.
–Es increíble -dijo a media voz-. ¿Quién pudo hacerlo? – ¡Quién sabe! – respondió Preston-. Pero de esto hace mucho tiempo.
La carpeta estaba completamente vacía.
–Lo siento -se excusó Viljoen, mientras llevaba a Preston de nuevo al "Burgerspark".
Pero parece que aquí se acaba la pista.
A última hora de la tarde, Preston llamó desde su hotel al coronel Roberts.
–Siento molestarle de nuevo coronel. Pero, ¿recuerda usted si el cabo Brandt tenía algún compañero o amigo especial en aquella choza? Sé, por experiencia en el Ejército, que todos los soldados suelen tener un amigo íntimo.
–Tiene razón; generalmente es así. Pero ahora no puedo recordarlo. Lo pensaré esta noche. Si se me ocurre algo, le llamaré por la mañana.
El amable coronel llamó a Preston a la hora del desayuno. La voz tajante sonó en el teléfono como si estuviese dando un parte de guerra al Cuartel General.
–He recordado algo -dijo-. Aquellas barracas fueron construidas para un centenar de hombres. Pero nosotros estábamos apretados allí como sardinas en lata. Más de doscientos en cada barraca. Algunos dormían en el suelo, otros tenían que compartir una litera. Nada de obsceno en ello, ¿sabe? Era una necesidad.
–Comprendo -replicó Preston-. ¿Qué me dice de Brandt?
–Compartía una litera con otro cabo. Éste se llamaba Levinson. De la RILD. – ¿Qué significa esto?
–Real Infantería Ligera de Durban. Levinson pertenecía a ella.
Esta vez el trabajo fue más fácil en Visagie Street. Levinson no era un apellido tan corriente v, además, sabían el regimiento. Sólo se necesitaron quince minutos para encontrar los antecedentes. El hombre se llamaba Max Levinson y había nacido en Durban.
Abandonó el Ejército al terminar la guerra y, por consiguiente, no cobraba pensión y no constaba su dirección. Pero supieron que tenía sesenta y cinco años de edad. Preston examinó la guía telefónica de Durban, mientras Viljoen hacía que la Policía de Durban buscase el nombre en sus archivos. La gestión de éste fue la primera en dar resultado.
Constaban dos multas por aparcamiento indebido y una dirección. Max Levinson regentaba un pequeño hotel en la costa. Viljoen telefoneó y habló con Mrs. Levinson. Ésta confirmó que su marido había permanecido en Stalag 344. En aquel momento estaba pescando.
Estuvieron ociosos hasta que el hombre volvió al anochecer. Entonces Preston habló con él.
La voz del alegre hotelero retumbó en la línea desde la costa oriental.
–Claro que recuerdo a Frikki. El loco bastardo huyó a los bosques. Nunca volví a saber de él. ¿Qué le interesa? – ¿De dónde procedía? preguntó Preston.
–De East London -respondió Levinson sin vacilar. – ¿Qué antecedente tenía?
–Nunca hablaba mucho de esto -contestó Mr. Levinson-. Era afrikáner, desde luego.
Hablaba bien el afrikaans y mal el inglés. Era de clase obrera. ¡Oh!, ahora que lo recuerdo, dijo que su padre era guardagujas de la estación del ferrocarril de aquella población.
Preston se despidió y se volvió a Viljoen.
–East London -dijo-. ¿Podemos ir en automóvil?
Viljoen suspiró.
–Yo no lo aconsejaría -sugirió-. Está a cientos de kilómetros de aquí. Nuestro país es muy extenso, Mr. Preston. Si realmente quiere ir allí, podemos tomar mañana el avión. Haré que un coche de la Policía con chófer vaya a buscarnos. – Un coche sin distintivos, por favor -dijo Preston Y un chófer de paisano.
Aunque la jefatura de la KGB está en el "Centro"en el número 2 de la plaza Cherjinski, en el Moscú central, y aunque el edificio no es pequeño, no podría contener si quiera una parte de uno de los directorios superiores, directorios y departamentos que constituyen esta enorme organización. Por consiguiente, las subjefaturas están desparramadas por todas partes. El Primer Directorio Superior tiene su sede en Yasiénevo, en el cinturón de ronda exterior de Moscú, casi al sur de la ciudad. Casi todo el PDS se alberga en un moderno edificio de siete pisos, de aluminio y cristal, en forma de una estrella de tres puntas, bastante parecida a la insignia de los coches "Mercedes. Fue construido por finlandeses bajo contrato, y al principio debía ocuparlo el Departamento Internacional del Comité Central.
Pero cuando estuvo terminado, no gustó a la gente del DI; éstos preferían estar cerca del centro de Moscú, y por esta razón fue cedido al PDS. Es muy adecuado para el Primer Directorio Superior, por estar fuera de la ciudad y al resguardo de miradas curiosas. El personal del PDS está oficialmente "a cubierto" incluso en su propio país. Como muchos de sus miembros tendrán que ir al extranjero -o han estado ya allí- pasando por diplomáticos, lo que menos les interesa es que los vea salir de la jefatura del PDS cualquier turista curioso que pudiese fotografiarlos cándidamente con su cámara. Pero dentro del PDS hay un Directorio tan secreto que ni siquiera se halla con los demás en Yasiénevo. Si el PDS es secreto, el "S" o Directorio de Ilegales, dentro de él, es secretísimo. No solamente sus miembros no son conocidos por sus colegas del PDS, sino que ni siquiera se conocen entre sí. Su instrucción y adiestramiento son individuales; sólo entre el instructor y un único discípulo. No se presentan todas las mañanas en una oficina, ya que, de hacerlo así, se conocerían los unos a los otros. La razón de esto es sencilla, si tenemos en cuenta la psicología soviética: los rusos son paranoicos en lo tocan te al secreto y la traición, y esto no es característico del régimen comunista, sino que se remonta a los tiempos del 164 zarismo.
Los ilegales son hombres y, ocasionalmente, mujeres bien entrenados para ir a países extranjeros y vivir bajo disfraces impenetrables. Sin embargo, hubo ilegales que fueron descubiertos y colaboraron con sus aprehensores; otros desertaron y "cantaron" todo lo que sabían. Por consiguiente, cuanto menos sepan, tanto mejor. En el espionaje es axiomático que no se puede revelar lo que no se conoce. Por todo esto, los ilegales se alojan en docenas de pequeños apartamentos en el centro de Moscú y acuden uno a uno a los lugares de entrenamiento e instrucción. Para estar cerca de sus "muchachos", el jefe del Directorio "S" sigue teniendo su despacho en el "Centro" en la plaza Cherjinski. Está en la sexta planta, tres pisos por encima del presidente Chebrikov y dos por encima de sus primeros presidentes delegados, generales Tsinev y Kriuchkov. En este sencillo sanctasanctórum fue donde la tarde del miércoles 18 de marzo, mientras Preston estaba hablando con Max Levinson, entraron dos hombres para enfrentarse con el director de los ilegales, un viejo y arrugado veterano que había pasado toda su vida en el espionaje clandestino. Lo que le pidieron no le gustó en absoluto.
–Sólo hay un hombre que reúna esas condiciones -confesó de mala gana-. Es algo excepcional.
Uno de los hombres del Comité Central le presentó una pequeña tarjeta.
–Entonces, camarada comandante general, deberá retirarlo de su servicio y ordenarle que se presente en esta dirección.
El director asintió con la cabeza, malhumorado. Conocía aquella dirección. Cuando los hombres se hubieron marchado, comprobó de nuevo su autorización. Procedía, indudablemente, del Comité Central y, aunque no lo expresaba, no cabía duda de que venía de la más alta autoridad. Suspiró resignadamente. Era duro perder a uno de los mejores hombres que jamás hubiese adiestrado, un agente realmente excepcional; pero era imposible discutir la orden. Él era un militar leal; jamás dejaría de cumplir las órdenes.
Apretó un botón de su teléfono interior.
–Dígale al comandante Valeri Petrofski que venga a mi despacho -dijo.
El primer avión de Johannesburgo a East London llegó puntual a Ben Schoeman, el pequeño y bonito aeropuerto azul y blanco que sirve al cuarto puerto comercial y ciudad de Sudáfrica. El conductor de la Policía estaba esperando en el vestíbulo y les condujo a un "Ford" corriente que había dejado en el aparcamiento. – ¿Adónde vamos, capitán? – preguntó.
Viljoen arqueó una ceja mirando a Preston. A la estación del ferrocarril -respondió Preston-. Más concretamente, a las oficinas de administración. El conductor asintió con la cabeza y arrancó. La moderna estación del ferrocarril de East London está en Fleet Street, y directamente ante ella hay un viejo y bastante destartalado conjunto de edificios de una sola planta, pintados de verde y crema. Son las oficinas de la administración. En el interior, la infalible tarjeta de identidad de Viljoen hizo que les llevasen directamente a presencia del director del Departamento de Finanzas. Éste escuchó la petición de Preston.
–Sí, pagamos pensiones a todos los ferroviarios retirados que aún viven en esta zona -dijo-. ¿Cuál es el nombre?
–Brandt -respondió Preston-. Lamento no saber el nombre de pila. Pero era guardagujas, hace muchos años.
El director llamó a un ayudante y todos se dirigieron al archivo por oscuros corredores. El ayudante buscó durante un rato y volvió con una ficha.
–Aquí está -dijo-. El único que tenemos. Se retiró hace tres años. Koos Brandt. – ¿Cuántos años tiene? – preguntó Preston.
Sesenta y tres -respondió el ayudante después de mirar la ficha.
Preston sacudió la cabeza. Si Frikki Brandt era de la misma edad que Jan Marais, y su padre unos treinta años mayor que él, el viejo tendría ahora más de noventa.
–El hombre que busco tendría ahora unos noventa años -dijo.
El director y su ayudante se mostraron inflexibles. No había otros Brandt retirados.
–Entonces -preguntó Preston-, ¿puede buscar los tres pensionistas más viejos que vivan todavía y reciban su pensión semanal?
–No están registrados por su edad -protestó el ayudante-, sino por orden alfabético.
Viljoen llamó al director aparte y le habló al oído en afrikaans. Dijese lo que dijese, produjo efecto. El director pareció muy impresionado.
–Búsquelo -dijo a su ayudante-. Uno a uno. Todos los nacidos antes de 1910.
Estaremos en mi despacho.
Tuvieron que esperar una hora. Entonces, el ayudante les mostró tres hojas de pensiones.
–Hay uno de noventa -dijo-, pero era mozo de cuerda en la terminal de pasajeros.
Otro de ochenta, que perteneció al servicio de limpieza. Y este otro tiene ochenta y uno. Fue guardagujas en los terrenos de maniobra de la estación.
El hombre se llamaba Fouri, y su dirección estaba en alguna parte del Quigney. Diez minutos más tarde cruzaban en coche el Quigney, el viejo barrio de East London creado hacía cincuenta años o más. Algunos de sus modestos bungalows habían sido "adecentados"; otros estaban sucios y arruinados, y en ellos vivían los obreros blancos mas pobres Desde detrás de More Street pudieron oír el fuerte ruido de los talleres del ferrocarril y de los apartaderos donde se formaban los largos trenes de mercancías que, partiendo de los tinglados de East London, se dirigían al Transvaal vía Pietermaritzburg. Encontraron la casa a una manzana de Moore Street. Una vieja de color abrió la puerta; su cara parecía una nuez arrugada, y llevaba los blancos cabellos recogidos en un moño. Viljoen le habló en afrikaans. La vieja señaló hacia el horizonte y murmuró algo antes de cerrar la puerta de golpe. Viljoen acompañó a Preston al coche.
–Dice que está en el Instituto -murmuró Viljoen al conductor-. ¿Sabe lo que ha querido decir?
–Sí señor. Es el antiguo Instituto del Ferrocarril. Ahora lo llaman Turnbull Park. Está en Peterson Street. Es el club social y recreativo de los ferroviarios.
Resultó ser un edificio grande y de una sola planta, en el centro de un parque vallado y contiguo a tres pistas de bolos. Entraron y pasaron ante una serie de mesas de billar y de compartimientos con televisión, antes de llegar al floreciente bar. – ¿Papá Fourie? – dijo el barman-. Seguro que está ahí afuera viendo jugar a los bolos.
Encontraron al viejo en una de las pistas, sentado bajo el tibio sol otoñal y bebiendo un cuartillo de cerveza. Preston le hizo su pregunta. El viejo le miró fijamente durante un rato, antes de asentir con la cabeza.
–Sí, recuerdo a Joe Brandt. Hace muchos años que murió.
–Tenía un hijo. Frederik o Frikki.
–Es verdad. Bueno, joven, me está usted haciendo retroceder mucho en el tiempo. Frikki era un buen chico. Algunas veces venía a la estación al salir de la escuela. Joe le dejaba subir con él a las locomotoras que hacían maniobras. Algo estupendo para un muchacho, en aquellos tiempos.
–Eso sería a mediados de los años treinta, ¿no? – preguntó Preston.
El viejo asintió con la cabeza.
–Más o menos. Poco después de que Joe y su familia viniesen aquí.
–Alrededor de 1943, el joven Frikki se fue a la guerra -dijo Preston.
Papá Fourie le miró fijamente durante un rato, con unos ojos lacrimosos que trataban de mirar hacia atrás a lo largo de más de cincuenta años de una vida monótona.
–Es verdad -replicó-. El muchacho no volvió. Dijeron a Joe que había muerto en algún lugar de Alemania. Esto le destrozó el corazón. Quería mucho al chico y tenían grandes planes para él. Nunca volvió a ser el mismo, después de aquel telegrama que recibió al terminar la guerra. Murió en 1950, siempre pensé que de un ataque al corazón. Su esposa no tardó en seguirle; quizás un par de años.
–Hace un momento ha dicho usted "poco después de que Joe y su familia viniesen aquí"-le recordó Viljoen-. ¿De qué parte de África vinieron?
Papá Fourie pareció confuso.
–No vinieron de Sudáfrica -replicó.
–Era una familia afrikánder -insistió Viljoen. – ¿Quién le ha dicho esto?
–El Ejército -respondió Viljoen.
El viejo sonrió.
–Supongo que el viejo Frikki debió de hacerse pasar por afrikánder en el Ejército -dijo-. No; procedían de Alemania. Eran inmigrantes. Llegaron a mediados de los años treinta. Joe no habló bien el afrikaans hasta el día de su muerte. Desde luego, el muchacho sí que lo hablaba bien. Lo había aprendido en la escuela.
Cuando volvieron al coche aparcado, Viljoen se volvió a Preston y le preguntó: -¿Y bien? – ¿Dónde están los archivos de Inmigración en Sudáfrica? – preguntó Preston.
–En el sótano del Union Building, junto con los demás archivos del Estado -respondió Viljoen. – ¿Podrían los archiveros hacer una comprobación mientras esperamos aquí? – preguntó Preston.
–Desde luego. Vayamos a la Jefatura de Policía. Podremos telefonear mejor que desde aquí.
La Jefatura de Policía está también en Fleet Street y es una fortaleza de tres plantas, de ladrillos amarillos y ventanas de cristales opacos, precisamente al lado del pabellón de instrucción de los Kaffrarian Rifles. Hicieron su petición y almorzaron en la cantina, mientras un archivero perdía su hora de almorzar en Pretoria, rebuscando en los ficheros.
Afortunadamente, en 1987 existía un sistema de computadoras, y el número de la ficha apareció rápidamente. El archivero retiró el historial, escribió a máquina un resumen y lo puso en el télex. En East London, el télex fue llevado a Preston y Viljoen mientras tomaban el café. Viljoen lo tradujo palabra por palabra. – ¡Santo Dios! – exclamó cuando hubo terminado-. ¿Quién lo habría pensado?Preston pareció pensativo. Se levantó y cruzó la cantina para hablar con su conductor, que estaba en una mesa se parada. – ¿Hay una sinagoga en East London?
–Sí, señor. En Park Avenue. A dos minutos de aquí.
La sinagoga, pintada de blanco y con cúpula negra, rematada por la estrella de David, estaba vacía el jueves por la tarde, salvo por un celador que llevaba un viejo capote del Ejército y un gorro de lana. Éste les dio la dirección del rabino Blum, en los suburbios de Salbourne. Llamaron a su puerta poco después de las tres de la tarde. La abrió él personalmente; era un hombre fornido y barbudo, de ojos grises como el acero y de unos cincuenta y cinco años. Bastó con una mirada: era demasiado joven. Preston se presentó.
–Por favor, ¿podría usted decirme quién era el rabino de aquí antes de usted?
–Desde luego. El rabino Shapiro. – ¿Sabe usted si todavía vive y dónde podría encontrarle? – Pase usted.
Mostrando el camino a Preston, recorrió un largo pasillo y abrió una puerta al final. Daba a un cuarto de estar dormitorio, y en él, un hombre muy anciano estaba sentado ante un hornillo de gas, sorbiendo una taza de té negro.
–Tío Solomon, aquí hay alguien que quiere verte -dijo.
Preston salió de la casa una hora más tarde y se reunió con Viljoen, que había vuelto al coche.
–Al aeropuerto -dijo el conductor. Y, volviéndose a Viljoen-: ¿Podría concertar una reunión con el general Pienaar mañana por la mañana?
Aquella tarde, otros dos hombres fueron trasladados de sus puestos en las Fuerzas Armadas soviéticas, para una misión especial. A unos ciento sesenta kilómetros al oeste de Moscú, cerca de la carretera de Minsk e instalado en un gran bosque, existe un complejo de antenas de radio en forma de platos y varios edificios anexos. Es uno de los puestos de escucha de la URSS para captar señales de radio de las unidades militares del Pacto de Varsovia y del extranjero, aunque también puede recoger mensajes de otras partes muy alejadas de las fronteras soviéticas. Una sección del complejo está aislada y es para uso exclusivo de la KGB. Uno de aquellos hombres era un suboficial radiotelegrafista de esta sección.
–Es el hombre mejor que tengo -se lamentó el coronel jefe a su ayudante cuando se hubieron marchado los hombres del Comité Central-. ¿Que si es bueno? ¡Vaya si lo es! Si dispone del equipo necesario, es capaz de descubrir una cucaracha rascándose el culo en California.
El otro hombre designado era coronel del Ejército soviético y, cuando iba de uniforme, cosa que ocurría raras veces, sus insignias indicaban que pertenecía a Artillería. En realidad, era más científico que soldado y trabajaba en la sección de investigación de dicho Cuerpo.
–Muy bien -dijo el general Pienaar cuando se hubieron sentado alrededor de la mesita de café en los sillones de cuero-, hablemos de nuestro diplomático Jan Marais. ¿Es culpable o inocente?
–Culpable como el mismísimo diablo -replicó Preston. – Me gustaría que me lo demostrase, Mr. Preston. ¿Dónde se descarrió? ¿Dónde le hicieron cambiar de bando?
–Ni se descarrió ni le hicieron cambiar -corrigió Preston-. Nunca dio un paso en falso. ¿Ha leído usted su autobiografía manuscrita?
–Sí, y, como posiblemente le ha indicado el capitán Viljoen, también nosotros hemos comprobado toda la carrera de ese hombre, desde su nacimiento hasta hoy. Y no hemos encontrado ninguna discrepancia.
–Es que no la hay -confirmó Preston-. La historia de sus tiempos de muchacho es absolutamente exacta. Creo que él podría incluso hoy describir aquella época durante cinco horas sin repetirse una sola vez y sin equivocarse en un solo detalle.
–Es verdad. Todo lo que se ha podido comprobar ha resultado cierto -convino el general.
–Todo lo comprobable, sí. Todo es verdad hasta el momento en que los dos jóvenes saltaron del camión alemán en Silesia y echaron a correr. A partir de entonces todo es una sarta de mentiras. Permita que se lo explique empezando por el otro extremo, por la historia de Frikki Brandt, el hombre que huyó con Jan Marais.
–En 1933, Adolfo Hitler subió al poder en Alemania. En 1935, un ferroviario alemán llamado Josef Brandt fue a la Legación sudafricana en Berlín para pedir un visado de inmigración por razones humanitarias; dijo que estaba en peligro de persecución porque era judío. Su petición fue escuchada y le otorgaron el visado para emigrar a Sudáfrica con su joven familia. Sus archivos confirman la instancia y la concesión del visado.
–Es verdad -dijo el general Pienaar-. Durante el periodo de Hitler hubo muchos inmigrantes judíos en Sudáfrica. En esto tenemos un buen historial mejor que el de algunos otros países.
–En setiembre de 1935 -prosiguió Preston-, Josef Brandt, con su esposa y su hijo de diez años, Friedrich, embarcaron en Bremenhaven y, seis semanas más tarde, desembarcaron en East London. Entonces había allí una numerosa comunidad alemana y un grupo menor de judíos. Él decidió quedarse y buscó trabajo en el ferrocarril. Un amable oficial de Inmigración informó al rabino local de la llegada de la nueva familia. El rabino, enérgico joven llamado Solomon Shaphiro. visitó a los recién llegados y trató de ayudarles, animándoles para que se incorporasen a la vida de la comunidad judía. Ellos rehusaron y él presumió que querían asimilarse a la comunidad gentil. Esto le contrarió, pero no sospechó nada."Después, en 1938, el muchacho, que ahora se hacía llamar Frederik o Frikki, cumplió los trece años. Era el tiempo adecuado para su barmitzvah, o mayoría de edad religiosa de los muchachos judíos. Fueran cuales fuesen los deseos de asimilación de los Brandt, era una ocasión importante para un hombre que tenía un hijo único. Aunque ninguno de ellos había estado en la schul, el rabino Shapiro visitó a la familia para preguntar si deseaban que oficiase en la ceremonia. Ellos le dieron un chasco, y entonces no sólo sospechó, sino que estuvo seguro de una cosa.
–Seguro, ¿de qué? – preguntó, perplejo, el general.
–De que no eran judíos -respondió Preston-. La noche pasada me lo dijo. En el barmitzvah, el muchacho es bendecido por el rabino. Pero antes tiene que convencerse éste de que el chico es judío. En la religión judía, esta calidad se adquiere de la madre, no del padre. La madre debe presentar un documento, llamado ketubah, que acredite que es judía.
Ilse Brandt no tenía ketubah. No podía realizarse el barmitzvah.
–Así, pues, entraron en Sudáfrica alegando una falsa condición -dijo el general Pienaar-. Eso era grave en aquellos tiempos.
–Peor aún -replicó Preston-. No puedo demostrarlo, pero pienso que estoy en lo cierto. Josef Brandt no mintió cuando dijo a su Legación que estaba entonces amenazado por la GESTAPO. Pero no lo estaba por ser judío, sino como comunista militante alemán.
Sabía que si decía esto a su Legación, no se le concedería el visado.
–Prosiga -dijo el general, frunciendo el ceño.
–Su hijo Frikki, cuando tuvo dieciocho años, compartía totalmente los ideales secretos de su padre; era un comunista acérrimo, dispuesto a trabajar para el Komintern.
"En 1943, dos jóvenes se incorporaron al Ejército de Sudáfrica y marcharon a la guerra:
Jan Marais, de Duiwelskloof para luchar por Sudáfrica y la Commonwealth británica, y Frikki Brandt, para combatir por su madre ideológica: la Unión Soviética."No se hallaron juntos en el campo de instrucción, ni en el convoy de tropas, ni en Italia, ni en Moosberg. Pero sí en Stalag 344. No sé si entonces había proyectado ya Brandt su plan de fuga, pero eligió por compañero a un joven alto y rubio como él mismo. Creo que fue él, y no Marais, quien inició la carrera hacia el bosque al averiarse el camión.
–Pero, ¿y la pulmonía? – preguntó Viljoen.
–No hubo tal pulmonía -respondió Preston-, ni cayeron en manos de unos partisanos católicos polacos. Lo más probable es que fuesen sorprendidos por partisanos comunistas, a los que Brandt podía hablar en fluido alemán. Debieron de conducirles al Ejército Rojo y, de allí, a la NKVD, con el confiado Marais siguiendo siempre a su compañero.
"El cambio debió de producirse entre marzo y agosto de 1945. Toda aquella historia de las celdas heladas es un cuento. Debieron de sonsacar a Marais todos los detalles de su infancia y de su educación, y Brandt debió de aprenderlos de memoria hasta que, a pesar de su defectuoso inglés, pudo escribir aquel curriculum vitae con los ojos cerrados."Probablemente dieron también a Brandt un curso intensivo de inglés, cambiaron un poco su aspecto, pusieron la insignia de Marais en el cuello de su guerrera y dieron por terminada la transformación. Después de esto, cuando dejó de serles útil, Marais fue probablemente liquidado."Trataron con un poco de dureza a Brandt, para darle la apariencia adecuada, le administraron ciertos productos químicos para ponerle realmente enfermo y lo devolvieron a Potsdam. Pasó algún tiempo en un hospital de Bielefeld y otra temporada en las afueras de Glasgow. En el invierno de 1945, todos los soldados sudafricanos habrían vuelto a casa; era muy improbable que tropezase con alguien del regimiento Wits De La Rey. Y en diciembre embarcó para Ciudad de El Cabo, donde llegó en enero de 1946."Había un problema. No podía ir a Duiwelskloof. No tenía la menor intención de hacerlo. Entonces, alguien del CG de Defensa envió un telegrama al granjero Marais diciéndole que su hijo había vuelto al fin a casa, tras haberlo dado por "desaparecido y, probablemente, muerto ". Para su espanto, Brandt recibió un telegrama (confieso que esto es una presunción, pero parece lógico) apremiándole para que volviese a su hogar.
Entonces se puso de nuevo enfermo y fue ingresado en el hospital militar de Wynberg. "El anciano padre no se desanimó. Telegrafió de nuevo, diciendo que iría a Ciudad de El Cabo.
Brandt, desesperado, apeló a sus amigos del Komintern, y el asunto quedó arreglado.
Atropellaron al viejo en una solitaria carretera del Mootseki Valley, cambiaron a medias un neumático de su coche y simularon que había sido un accidente seguido de fuga. Después de esto, todo fue fácil. El joven no podía ir a Duiwelskloof para el entierro; todos los de la población lo comprendieron, y el abogado Benson no receló nada cuando aquél le pidió que vendiese la finca y enviase el producto de la venta a Ciudad de El Cabo. Se hizo un silencio en el despacho del general, turbado sólo por el zumbido de una mosca sobre el cristal de la ventana. El general asintió varias veces con la cabeza.
–Esto tiene sentido -admitió al fin-. Pero no hay pruebas. No podemos demostrar que los Brandt no fuesen judíos, y menos que fuesen comunistas. ¿Puede usted dar me algo que elimine toda duda?
Preston se metió una mano en el bolsillo y sacó una fotografía, que dejó en la mesa del general Pienaar.
–Ésta es una foto, la última, del verdadero Jan Marais. Como verá usted, fue un buen jugador de críquet cuando era muchacho. Era todo un lanzador. Si se fija usted bien, verá que sus dedos agarran la pelota a la manera de un lanzador experto. Y también verá que es zurdo."Pasé una semana en Londres estudiando a Jan Marais de cerca, gracias a mis gemelos. Al conducir, fumar, comer y beber, no lo hace nunca como los zurdos. Se puede cambiar a un hombre de muchas maneras, general. Se pueden cambiar sus cabellos, su manera de hablar, su cara sus actitudes. Pero no se puede transformar a un lanzador zurdo en el críquet en uno que no lo sea. El general Pienaar, que había jugado al críquet durante la mitad de su vida, contempló la fotografía.
–Entonces, ¿qué es lo que tenemos en Londres, Mr. Preston? – General, tienen ustedes un fanático y acérrimo agente comunista que, desde hace más de cuarenta años, trabaja para la Unión Soviética desde el seno del Servicio Exterior sudafricano.
El general Pienaar levantó los ojos y miró, a través del valle, el monumento de Voortrekke.
–Voy a hacerle trizas y a esparcir sus pedazos por el bushveld.
Preston tosió.
–Teniendo en cuenta que ese hombre representa también un problema para nosotros, ¿puedo pedirle que de tenga su mano hasta después de hablar personalmente con Sir Nigel Irvine?
–Está bien, Mr. Preston -asintió el general Pienaar-, hablaré primero con Sir Nigel. Y ahora, ¿cuáles son sus planes?
–Esta tarde sale un avión para Londres. Quisiera embarcar en él.
El general Pienaar se levantó y le tendió la mano.
–Adiós, Mr. Preston. El capitán Viljoen le llevará hasta el aeropuerto. Y gracias por su ayuda.
En el hotel, mientras hacía sus maletas, Preston llamó a Dennis Grey, que vino a Johannesburgo y tomó un mensaje para su transmisión en clave a Londres. Dos horas más tarde llegó la respuesta. Sir Bernard Hemmings estaría el día siguiente, sábado, en su despacho, para recibirle. Preston y Viljoen llegaron a la puerta de salida justo antes de las ocho de la tarde, en el momento en que hacían la última llamada a los pasajeros de la "South African Airways" con destino a Londres. Preston mostró su tarjeta de embarque y Viljoen el pase que le permitía ir a todas partes. Cruzaron el asfalto bajo la oscuridad fresca de la noche.
–Voy a decirle una cosa, señor inglés: es usted un jagdhond muy bueno.
–Gracias -replicó Preston. – ¿Sabe usted lo que es un jagdhond?
Tengo entendido -dijo precavidamente Preston- que el perro de caza de Ciudad de El Cabo es lento, desgarbado, pero muy tenaz. Fue la primera vez, en aquella semana, que el capitán Viljoen echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Después se puso serio de nuevo. – ¿Puedo preguntarle una cosa?
–Sí. – ¿Por qué puso una flor sobre la tumba del viejo?
Preston miró fijamente el avión que esperaba con las luces de la cabina brillando en la penumbra, a veinte metros de distancia. Los últimos pasajeros subían la escalerilla.
–Se habían llevado a su hijo -respondió-, y después le mataron para impedir que descubriese lo ocurrido. Me pareció que debía hacerlo.
Viljoen le tendió la mano.
–Adiós, John, y buena suerte.
–Adiós Andries.
Diez minutos más tarde, el antílope volador de la aleta del avión de reacción levantó el afilado morro en dirección al cielo y puso rumbo al Norte y a Europa.
–Sí, Sir Bernard.
–Que sigan así todo el fin de semana. No deben ser aprehendidos hasta que el Comité Paragon haya podido enterarse de lo que sabemos. Sé que debes de estar cansado, John, pero, ¿podrás tener el informe redactado por escrito el domingo por la noche?
–Sí, señor.
–Entonces que esté en mi mesa a primera hora del lunes. Llamaré a los miembros del Comité y convocaré una reunión urgente para la misma mañana del lunes.
Cuando el comandante Valeri Petrofski fue introducido en el salón de la elegante dacha de Usovo, estaba sumamente agitado. No conocía aún personalmente al secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, ni se había imaginado que esto pudiese llegar a suceder. Había pasado tres días de enorme confusión, incluso de terror. Desde que su propio director le había designado para una misión especial, había estado secuestrado en un piso del centro de Moscú, vigilado de día y de noche por hombres del Noveno Directorio, de la Guardia del Kremlin. Temía lo peor, aunque no tenía la menor idea de lo que habría podido hacer para merecerlo. Después, aquel domingo por la tarde, recibió de pronto la orden de ponerse su mejor traje de paisano y seguir a los guardias hasta un "Chaika" que esperaba. A continuación rodaron en silencio hacia Usovo. No reconoció si quiera la dacha a la que era conducido. Sólo cuando el comandante Pavlov le dijo: "El camarada secretario general le recibirá ahora", se dio cuenta de dónde estaba. Tenía la garganta seca cuando cruzó la puerta y entró en el salón. Trató de ponerse sobre sí, diciéndose que respondería sincera y respetuosamente a las acusaciones que le fuesen formuladas. Ya dentro de la estancia, se cuadró rígidamente. El viejo de la silla de ruedas le observó en silencio durante varios minutos; después levantó una mano y le hizo una seña para que avanzase. Petrofski dio cuatro pasos al frente y se detuvo de nuevo, todavía en actitud de firmes. Pero cuando habló el líder soviético, no percibió ningún matiz acusador en su tono. Antes al contrario, lo hizo con mucha suavidad.
–Comandante Petrofski, no es usted un maniquí. Avance hasta la luz, para que pueda verle. Y siéntese.
Petrofski se quedó pasmado. Sentarse en presencia del secretario general era algo inaudito para un joven comandante. Hizo lo que se le ordenaba, sentándose en el borde del sillón que le había sido mostrado, con la espalda tiesa y las rodillas juntas. – ¿Tiene alguna idea de por qué le he enviado a buscar?
–No, camarada secretario general.
–No, supongo que no. Era necesario que nadie lo supiese. Por consiguiente, se lo diré yo.
"Hay que realizar una misión. Su resultado será de importancia incalculable para la Unión Soviética y para el triunfo de la Revolución. Si tiene éxito, los beneficios para nuestro país serán extraordinarios; si fracasa, los daños serán para nosotros catastróficos. Le he elegido personalmente a usted, Valeri Alexeivich, para cumplir esta misión. A Petrofski empezó a darle vueltas la cabeza. Su miedo primitivo a la deshonra y al destierro se transformó en un júbilo casi imposible de dominar. Desde que, como brillante estudiante de la Universidad de Moscú, fue desviado de su proyectada carrera en el Ministerio de Asuntos Exteriores para convertirse en uno de los inteligentes jóvenes del Primer Directorio Principal, y desde que se ofreció voluntario y sido aceptado por el exclusivo Directorio de Ilegales, soñó con desempeñar una misión importante. Pero ni en sus sueños más estrafalarios había imaginado una cosa como ésta. Por fin se permitió mirar a los ojos al secretario general.
–Gracias, camarada secretario general.
–Otras personas le instruirán acerca de los detalles -siguió diciendo el secretario general-. Dispondrá de poco tiempo, pero ya ha sido adiestrado para poder explotar al máximo sus facultades, y tendrá todo lo necesario para su misión.
"He querido verle personalmente por una razón. Había que decirle una cosa y he preferido decírsela yo mismo. Si la misión tiene éxito, y no me cabe duda de que lo tendrá, volverá usted aquí para ser ascendido y recibir honores mayores de lo que pueda imaginarse. Yo cuidaré de ello."Pero si algo sale mal; si la Policía o los soldados del país al que será enviado pretenden detenerle, tendrá que dar los pasos necesarios para asegurarse, sin vacilación de que no le cojan vivo. ¿Lo ha entendido, Valeri Alexeivich? – Sí, camarada secretario general.
–Ser apresado vivo, ser rigurosamente interrogado, verse obligado a hablar…, ¡oh, sí!, esto es posible hoy, pues no hay valor que pueda resistir a los productos químicos… y tener que exhibirse delante de una conferencia de Prensa internacional, todo esto sería, de todos modos, un infierno para usted. Pero los daños de semejante espectáculo en la Unión Soviética, en su país de usted, serían incalculables e irreparables.
El comandante Petrofski respiró hondo.
–No fracasaré -dijo-. Pero si fracasase, nunca me cogerán vivo.
El secretario general apretó un botón debajo de la mesa y se abrió la puerta. El comandante Pavlov estaba allí.
–Puede marcharse, joven. Un hombre al que quizás habrá visto usted antes de ahora, le dirá en esta misma casa el objeto de la misión. Entonces irá a otro lugar para una instrucción intensiva. No volveremos a vernos… hasta su regreso.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de los dos comandantes de la KGB, el secretario general se quedó un rato mirando las fluctuantes llamas del fuego de leña. "Un joven magnífico -pensó-. ¡Qué lástima! "
Mientras Petrofski seguía al comandante Pavlov por dos largos pasillos hacia las habitaciones de los invitados, sintió que su caja torácica podía contener a duras penas las emociones de expectación y de orgullo que bullían dentro de ella. El comandante Valeri Alexeivich Petrofski era soldado y patriota ruso hasta la médula. Al estudiar a fondo el idioma inglés, había oído la frase "morir por Dios, por el Rey y por la Patria", y comprendía su significado. Él no tenía Dios, pero el caudillo de su país había confiado personalmente en él, y estaba resuelto a no vacilar en el cumplimiento de su deber, si llegaba el momento de sacrificarse. El comandante Pavlov se detuvo ante una puerta, llamó y la abrió. Se apartó a un lado para dejar entrar a Petrofski. Después cerró la puerta y se retiró. Un hombre de cabellos blancos se levantó de un sillón junto a una mesa cubierta de notas y de mapas y salió a su encuentro.
–Conque es usted el comandante Petrofski -dijo, sonriendo y tendiéndole la mano.
A Petrofski le sorprendió el tartamudeo. Conocía la cara de aquel hombre, aunque nunca había hablado con él. En el folklore del PDP, aquel hombre era de quien se decía a los jóvenes incorporados que era uno de los Cinco Astros, que debía ser respetado y que representaba uno de los mayores triunfos de la ideología soviética sobre el capitalismo.
–Sí, camarada coronel -respondió.
Philby había leído su historial hasta conocerlo a la perfección. Petrofski sólo tenía treinta y seis años y había sido adiestrado durante un decenio de manera que podía hacerse pasar por inglés. Había estado dos veces en Gran Bretaña, para familiarizarse con el ambiente, viviendo siempre de incógnito, sin acercarse a la Embajada soviética ni realizar misión alguna. Estos viajes se organizaban simplemente para que los ilegales pudiesen, antes de empezar a operar, aclimatarse a todo aquello con que se encontrarían un día; cosas sencillas, como abrir una cuenta bancaria, tener una rozadura con otro conductor y saber lo que había que hacer, usar el Metro de Londres y mejorar el empleo de frases de slang moderno. Philby sabía que el joven que tenía ante sí no sólo hablaba perfectamente el inglés, sino que dominaba cuatro acentos regionales y hablaba también un galés y un irlandés intachables. Ahora, él mismo se dirigió a su visitante en inglés:
–Siéntese -dijo-. Voy a describirle a grandes rasgos la misión. Otros se encargarán de darle todos los detalles. El tiempo será corto, desesperadamente corto; por consiguiente, tendrá que absorberlo todo más de prisa que nunca en su vida.
Mientras hablaba, Philby se dio cuenta de que, después de treinta años de ausencia de su país natal, y a pesar de leer todos los periódicos y revistas británicos que se ponían al alcance de su mano, era él quien mostraba falta de práctica, quien usaba una fraseología altisonante y anticuada. El joven ruso hablaba como un inglés moderno de su edad. Philby tardó dos horas en esbozar el plan llamado "Aurora" y lo que significaba éste. Petrofski absorbió todos los detalles. Estaba excitado y asombrado por su audacia.
–Pasará los próximos días con un equipo de sólo cuatro hombres. Ellos le instruirán sobre una larga serie de nombres, lugares, fechas, horas de transmisión, citas y formas de anularlas. Tendrá que aprenderlo todo de memoria. Lo único que llevará consigo será un bloc de hojas utilizables una sola vez. Bueno, eso es todo.
Petrofski asintió con la cabeza mientras hablaba el otro.
–Ya le he dicho al camarada secretario general que no fracasaré -dijo-. Se hará según lo ordenado y en su momento oportuno. Si llegan sus componentes, se hará.
Philby se levantó.
–Muy bien; haré que le lleven de nuevo a Moscú, al lugar donde pasará el tiempo que falta hasta su partida.
Al cruzar Philby la estancia en dirección al teléfono interior, Petrofski se sorprendió al oír un fuerte arrullo en un rincón. Miró y vio una jaula grande en la que les estaba mirando una hermosa paloma con una pata entablillada. Philby se volvió con una sonrisa de disculpa.
–La llamo Hopalong -dijo, mientras marcaba el número para llamar al comandante Pavlov-. La encontré en la calle el invierno pasado, con un ala y una pata rotas. El ala se ha curado, pero la pata sigue molestándole.
Petrofski se acercó a la jaula y rascó la reja con una uña. Pero la paloma retrocedió hacia el lado opuesto. Entonces se abrió la puerta de la estancia y entró el comandante Pavlov.
Como de costumbre, éste no dijo nada, sino que hizo ademán a Petrofski para que le siguiese.
–Hasta la vista, y mucha suerte -dijo Philby.
Los miembros del Comité Paragon se sentaron y todos ellos leyeron el informe de Preston.
–Bueno -dijo Sir Anthony Plumb, abriendo la discusión-, ahora sabemos por fin el qué, cuándo, dónde y quién. Pero todavía no sabemos el porqué.
–Ni cuánto -añadió Sir Patrick Strickland-. Todavía no se ha intentado hacer una valoración de los daños, y tenemos que informar a nuestros aliados, aunque nada importante -salvo nuestro documento falso- haya salido para Moscú desde el mes de enero.
–De acuerdo -convino Sir Anthony-. Caballeros, creo que estaremos de acuerdo en que ha terminado el tiempo de investigar. ¿Qué hemos de hacer con ese hombre? ¿Alguna idea? ¿Brian?
Brian Harcourt Smith estaba hoy sin su director general y representaba él solo a MI5.
Escogió con cuidado sus palabras.
–Somos de la opinión de que con Berenson, Marais y Benotti se cierra el círculo. El Servicio de Seguridad piensa que es improbable que haya más agentes dentro de este círculo. Berenson era tan importante que creemos que, probablemente, todo el anillo fue montado con vistas a él solo.
Hubo cabezadas de asentimiento alrededor de la mesa. – ¿Y qué recomiendan ustedes? – preguntó Sir Anthony.
–Que los cojamos a todos, que destruyamos todo el anillo -dijo Harcourt Smith.
–Hay un diplomático extranjero involucrado -objetó Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior.
–Pienso que Pretoria estará dispuesta a alegar inmunidad en este caso -dijo Sir Patrick Strickland-. A estas horas, el general Pienaar habrá informado de todo esto a Mr. Botha.
Sin duda reclamarán a Marais cuando hayamos charlado con él.
–Bueno, eso parece bastante decisivo -opinó Sir Anthony-. ¿Qué dices tú, Nigel?
Sir Nigel Irvine había estado contemplando el techo, como sumido en sus pensamientos.
Al oír la pregunta, pareció despertar.
–Me estaba diciendo -murmuró- qué haremos cuando les hayamos pillado.
–Interrogarles -replicó Harcourt Smith-. Podemos empezar a valorar los daños e informar a nuestros aliados de la detención de todo el círculo para dorarles un poco la píldora.
–Sí -convino Sir Nigel-, eso está bien. Pero, ¿y después?
Se dirigió a los secretarios de los tres Ministerios y del Gabinete.
–Me parece que tenemos cuatro alternativas. Podemos coger a Berenson y acusarle formalmente de infringir la Ley de Secretos Oficiales, cosa que tendremos que hacer si le detenemos. Pero, ¿ tenemos realmente una acusación que podamos mantener ante el tribunal? Sabemos que estamos en lo cierto, pero, ¿podemos demostrarlo en contra de una defensa hábil? Aparte todo lo demás, una detención y una acusación formales causarían un enorme escándalo que, seguramente, rebotaría contra el Gobierno.
Sir Martin Flannery, secretario del Gabinete, comprendió perfectamente la cuestión. A diferencia de todos los que se encontraban allí, sabía que se intentaba convocar elecciones anticipadas en verano, porque la Primera Ministra se lo había dicho confidencialmente.
Funcionario civil de la vieja escuela durante toda su vida, Sir Martin era absolutamente fiel al Gobierno actual, como lo había sido a los tres Gobiernos anteriores, dos de ellos laboristas.
Brindaría la misma fidelidad a cualquier Gobierno sucesivo, democráticamente elegido.
Frunció los labios.
–Entonces -siguió diciendo Sir Nigel- podríamos dejar a Berenson y a Marais en su sitio, pero tratar de suministrar a Berenson documentos preparados, para que los transmita a Moscú. Pero esto no podría durar mucho. Berenson está demasiado bien situado e informado como para dejarse engañar.
Sir Peregrine Jones asintió con la cabeza. Sabía que Sir Nigel tenía en esto toda la razón.
–O podríamos coger a Berenson y tratar de obtener su plena colaboración en la valoración de los daños a cambio de retirar la acusación. Personalmente aborrezco conceder la inmunidad a los traidores. Nunca se sabe si han dicho toda la verdad o si han mentido, como hizo Blunt. Y siempre acaba por descubrirse el asunto, y entonces el escándalo es aún mayor.
Sir Hubert Villiers, en cuyo Ministerio se hallaba la Asesoría Jurídica de la Corona, frunció el ceño para manifestar su conformidad. También él odiaba los convenios sobre inmunidad y todos sabían que la Primera Ministra pensaba igual que él a este respecto.
–Parece -dijo suavemente el jefe del SSI- que sólo nos queda la detención sin juicio y un interrogatorio riguroso. En una palabra: el tercer grado. Supongo que soy bastante anticuado, pero nunca he tenido mucha confianza en esto. El hombre podría confesar la existencia de cincuenta documentos, pero nunca sabríamos si hubo otros cincuenta.
Hubo un largo silencio.
–Todas las alternativas son bastante desagradables -explicó Sir Anthony Plumb-, pero sospecho que habremos de aceptar la sugerencia de Brian, si es que no existen otras.
–Podría haber otra -indicó Sir Nigel, delicadamente-. Podría ocurrir, bueno, que el reclutamiento de Berenson fuese una auténtica bandera falsa. La mayoría de los presentes ignoraban lo que era un reclutamiento bajo bandera falsa, pero Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior, y Sir Martin Flannery, del Gabinete, fruncieron las cejas, intrigados. Sir Nigel explicó:
–Significa el reclutamiento de una fuente de información por hombres que simulan trabajar para un país con el que simpatiza el sujeto, cuando, en realidad, trabajan para otro.
Los israelíes del Mossad son particularmente expertos en esta técnica. Como son capaces de producir agentes que pueden pasar por súbditos de casi todas las naciones del mundo, los israelíes han conseguido algunos "éxitos" notables con banderas falsas.
"Por ejemplo: un fiel alemán occidental que trabaja en el Oriente Medio es abordado, cuando está con licencia en Alemania, por dos compañeros alemanes que, con pruebas irrefutables, le demuestran que representan a la BND, la rama de Información de Alemania Federal. Le explican un cuento en el sentido de que los franceses, que trabajan en el mismo proyecto en Irak, transmiten secretos tecnológicos contra las prohibiciones de la OTAN.
Hacen esto para conseguir mayores pedidos comerciales. ¿Querría el alemán ayudar a su país informando sobre lo que sucede? El fiel alemán accede y se pasa años trabajando para Jerusalén. Esto ha ocurrido muchas veces."La cosa parece lógica -siguió su exposición Sir Nigel-. Hemos repasado el historial de Berenson hasta la saciedad. Pero, con lo que ahora sabemos, la técnica de la bandera falsa podría ser la solución. Varios de los presentes asintieron con la cabeza al recordar el historial de Berenson. Había empezado su carrera en el Foreign Office al salir de la Universidad. Había progresado, sirviendo tres veces en el extranjero y ascendiendo continuamente, aunque no de modo espectacular, en el Cuerpo Diplomático. A mediados de los años sesenta se había casado con Lady Fiona Glen, y poco después había sido destinado a Pretoria, acompañado de su esposa. Probablemente fue allí donde, al hallarse con la tradicional y casi ilimitada hospitalidad de Sudáfrica, concibió una profunda simpatía y admiración por este país. Pero con un Gobierno laborista en el poder en Gran Bretaña y con Rhodesia en plena rebelión, su cada vez más manifiesta admiración por Pretoria no fue bien recibida. Por lo visto, al regresar a Inglaterra, en 1969, llegó a sus oídos la noticia de que sería destinado a un lugar menos conflictivo; por ejemplo, Bolivia. Los hombres sentados en torno a la mesa sólo podían presumirlo, pero era muy probable que Lady Fiona, bien dispuesta a permanecer en Pretoria, se hubiese negado en redondo a abandonar sus queridos caballos y su vida social para pasar tres años en la cordillera de los Andes. Fuese cual fuere la razón, George Berenson había solicitado el traslado a Defensa, aunque ello era considerado como un retroceso en su carrera. Pero con la fortuna de su esposa, esto importaba poco. Al verse desligado del Foreign Office, había ingresado en varias sociedades en pro de la amistad con Sudáfrica y, en particular, las que se hallaban políticamente situadas a la derecha. Sir Peregrine Jones sabía que las conocidas y demasiado ostensibles simpatías derechistas de Berenson le habían impedido recomendar a éste para un título honorífico, cosa que -ahora lo comprendía- podía haber alimentado su resentimiento. Al leer el informe una hora antes, los altos funcionarios habían presumido que las simpatías sudafricanas de Berenson podían ser la tapadera de un simpatizante soviético secreto. Ahora, la sugerencia de Sir Nigel Irvine proyectaba una luz diferente sobre las cosas. – ¿Una bandera falsa? – murmuró Sir Paddy Strickland-. ¿Quieres decir que sabía realmente que transmitía secretos a Sudáfrica?
–Me impresiona ese enigma -dijo "C". Si hubiese sido todo el tiempo un simpatizante secreto de los soviets o un comunista acérrimo, ¿por qué no le puso el "Centro" bajo un controlador soviético? Hay al menos cinco en su Embajada que podrían haber representado bien este papel.
–Bueno, confieso que no lo sé… -replicó Sir Anthony Plumb.
En aquel momento levantó los ojos y echó un vistazo a lo largo de la mesa, captando la mirada de Nigel Irvine. Éste bajó rápidamente un párpado y lo alzó de nuevo. Sir Anthony Plumb volvió a bajar los ojos sobre el historial de Berenson que tenía delante. "Eres un astuto bastardo, Nigel -pensó. No estás especulando en absoluto. En verdad, lo sabes."
En realidad, Andreiev había informado de algo dos días antes. No era gran cosa: sólo una charla de cantina dentro de la Embajada soviética. Había estado bebiendo con el hombre de la línea N y discutiendo sobre cosas del oficio en general. Había mencionado la utilidad, en ocasiones, de reclutamientos bajo bandera falsa; el representante del Directorio de Ilegales se echó a reír, pestañeó y se golpeó un lado de la nariz con el índice. Andreiev interpretó este ademán en el sentido de que había una operación de falsa bandera en curso en Londres, y de que el hombre de la línea N sabía algo de ello. Cuando Sir Nigel se enteró, fue de la misma opinión. Sir Anthony tuvo otra idea. Si Nigel lo sabía realmente, debía de ser porque tenía una fuente de información dentro de la rezidentura. ¡El viejo zorro!
Entonces se le ocurrió otra idea, ésta menos agradable. ¿Por qué no lo decía a las claras?
Todos los que se hallaban alrededor de la mesa eran de absoluta confianza, ¿no? Sintió en su interior un estremecimiento de inquietud. Levantó la mirada.
–Bueno, creo que deberíamos considerar en serio la sugerencia de Nigel. Parece lógica.
Dinos lo que piensas, Nigel.
–El hombre es un traidor, de esto no cabe la menor duda -dijo "C".. Si se le presentan los documentos que nos devolvió aquella persona anónima, es indudable que sufrirá una fuerte impresión. Pero si se le da a leer el informe de John Preston redactado en Sudáfrica y él piensa que trabajaba para Pretoria, creo que sería incapaz de disimular su derrumbamiento. En cambio, si ha sido siempre un agente comunista, tiene que conocer la ideología de Marais y no será una sorpresa para él. Creo que un observador experto podría percibir la diferencia. – ¿Y si fuese una operación de bandera falsa? – preguntó Sir Perry Jones.
–Entonces tendríamos su completa y franca colaboración para calcular los daños. Más aún, creo que podríamos persuadirle de que cambiase voluntariamente de chaqueta, permitiéndonos montar una importante operación de desinformación contra Moscú. Y esto podríamos brindarlo como un gran obsequio a nuestros aliados.
Sir Paddy Strickland, del Foreign Office, tuvo que callar. Se convino en seguir la táctica de Sir Nigel.
–Una última pregunta. ¿Quién irá a verle? – inquirió Sir Anthony.
Nigel Irvine tosió.
–Bueno, eso corresponde, desde luego, a "Cinco" -replicó-. Pero una operación de desinformación contra el "Centro" tendría que ser llevada a cabo por "Seis". Mas también aquí conozco al hombre adecuado. En realidad, fuimos juntos al colegio. – ¡Dios mío!-exclamó Plumb-. Es bastante más joven que tú, ¿verdad?
–Cinco años más joven. Solía limpiarme los zapatos.
–Muy bien. ¿Están todos de acuerdo? ¿Algún voto en contra? Te has salido con la tuya Nigel. Encárgate de él, es tuyo. Pero tennos al corriente El martes 24, un turista sudafricano llegó de Johannesburgo al aeropuerto londinense de Heathrow, donde pasó los controles sin dificultad. Al salir de la sala de la Aduana, llevando en la mano su maletín, un joven se acercó a él y le preguntó algo al oído. El corpulento sudafricano asintió con la cabeza. El joven tomó el maletín y condujo al viajero a un coche que estaba esperando. En vez de dirigirse a Londres, el conductor siguió el cinturón de ronda M 25 y después la M 3 en dirección a Hampshire. Una hora más tarde se detuvo ante la puerta de una hermosa casa de campo de las afueras de Basingstoke. El sudafricano se quitó el abrigo y fue introducido en la biblioteca. Un inglés con traje de tweed y de la misma edad que el recién llegado se levantó de un sillón junto al fuego para saludarle. – ¡Cuánto me alegro de volver a verte, Henry Pienaar! Ha pasado mucho tiempo.
Bienvenido a Inglaterra. – ¿Cómo te encuentras, Nigel?
Los jefes de los dos Servicios de Información disponían de una hora antes del almuerzo; por consiguiente, después de los preliminares de costumbre, empezaron a discutir el problema que había traído al general Pienaar a la casa de campo mantenida por el SSI y en la que se hospedaban invitados notables, pero clandestinos. Por la tarde, Sir Nigel Irvine había conseguido el acuerdo que buscaba. Los sudafricanos se avendrían a dejar a Jan Marais en su sitio para que Irvine pudiese montar un importante ejercicio de desinformación a través de George Berenson, presumiendo que éste seguiría el juego. Los ingleses tendrían a Marais bajo vigilancia total; ellos respondían que Marais no tendría oportunidad de hacer un vuelo nocturno a Moscú, ya que los sudafricanos tenían ahora que valorar sus propios daños…, ocasionados durante cuarenta años. También se convino en que, cuando terminase el ejercicio de desinformación, Irvine comunicaría a Pienaar que Marais ya no era necesario. Entonces sería llamado a su país, los británicos le "embarcarían" en el reactor sudafricano y los hombres de Pienaar lo detendrían cuando el avión estuviese en el aire, es decir, sobre territorio de soberanía sudafricana. Después de la comida, Sir Nigel se disculpó; su coche le estaba esperando. Pienaar pasaría la noche allí, haría algunas compras en el West End de Londres al día siguiente y tomaría el avión de la noche con destino a su país.
–No le dejéis escapar -dijo el general Pienaar al despedirse de Sir Nigel en la puerta-.
Quiero a ese bastardo en casa cuando termine el año.
–Lo tendrás -le prometió Sir Nigel-. Pero mientras tanto no le asustéis.
Mientras el jefe del SIN trataba de encontrar algo en Bond Street para Mrs. Pienaar, John Preston estaba en Charles Street para una reunión con Brian Harcourt Smith. El director general delegado estaba de un humor muy complaciente.
–Bueno, John, creo que la felicitación es de rigor. El Comité se sintió fuertemente impresionado por sus revelaciones de Sudáfrica.
–Gracias Brian.
–Es la pura verdad. De ahora en adelante, todo el asunto será manejado por el Comité.
No puedo decir qué harán exactamente, pero Tony Plumb me pidió que le expresara su reconocimiento personal. Bueno, ahora… -y extendió las manos, colocándolas sobre la carpeta- hablemos del futuro. – ¿El futuro?
–Verá, me encuentro ante un dilema. Usted ha estado dedicado a este caso durante ocho semanas, parte del tiempo en la calle con los vigilantes, la mayoría de él en el sótano de "Cork" y últimamente, en Sudáfrica. Durante todo este tiempo, el joven March, su número dos, ha dirigido C. L(A) y, por cierto, muy bien.
"Ahora me pregunto qué tengo que hacer con él. No creo que sea justo devolverlo a su puesto anterior, a fin de cuentas, ha rondado por todos los Ministerios, ha hecho algunas sugerencias sumamente útiles y ha introducido un par de cambios muy positivos."Era natural -pensó Preston-. March era un joven trafagón y uno de los protegidos de Harcourt Smith." -Desde luego sé que usted sólo ha estado diez semanas en C. L(A) y que eso es muy poco tiempo; pero, al ver cómo se ha cubierto de gloria, creo que se merece un ascenso. He hablado con Personal, y se da la afortunada circunstancia de que Cranley, de C.5@, va a retirarse anticipadamente al terminar esta semana. Ya sabe que su esposa lleva mucho tiempo delicada, y él quiere llevarla al Lake District. Por consiguiente, cobrará su pensión y se jubilará. Pensé que el puesto le convendría.
Preston reflexionó. ¿C.5©? – ¿Puertos y aeropuertos? – preguntó.
Era otro trabajo de enlace. Inmigración, Aduanas, Rama Especial, Brigada de Delitos Graves, Brigada de Narcóticos; servicios, todos ellos dedicados a vigilar a diversas clases de personajes indeseables que trataban de introducirse o de introducir mercancías ilegales en el país. Preston sospechaba que C.5© tenía que encargarse de todo lo que no era de competencia de otros. Harcourt Smith levantó un dedo admonitorio.
–Es importante, John. Desde luego, la función especial es tener los ojos bien abiertos contra los ilegales y los correos del bloque soviético, y otras cosas por el estilo. Hay que ir de un lado a otro, que es lo que a usted le gusta.
"Y estar lejos de la oficina principal, que es donde se desarrolla la lucha por la sucesión", pensó Preston. Sabía que él era el favorito de Bernard Hemmings, y que Harcourt Smith debía saberlo también. Pensó en protestar, en pedir una entrevista con Sir Bernard y solicitar que le dejasen donde estaba.
–De todos modos, quiero que lo pruebe -dijo Harcourt smith-. Este servicio está también en "Gordon"; por consiguiente, no tendrá que mudarse de casa.
Preston sabía que era objeto de una maniobra. Harcourt Smith había pasado la mitad de su vida trabajando en el sistema de la oficina principal. "Al menos -pensó Preston- podría desempeñar de nuevo una función al aire libre, aunque fuese lo que él calificaba como otro "trabajo de policía". – Entonces espero que empezará el lunes por la mañana -concluyó Harcourt Smith.
El viernes, el comandante Valeri Petrofski entró disimuladamente en Gran Bretaña. Voló desde Moscú a Zurich con pasaporte sueco; metió todos los documentos de identidad en un sobre, que cerró y dirigió a una casa secreta de la KGB en la ciudad, y recogió los papeles de un ingeniero suizo, que le estaban esperando en otro sobre depositado en la oficina de Correos del aeropuerto. Desde Zurich tomó un avión con destino a Dublín. En el mismo vuelo viajaba su escolta, que no sabía ni le importaba lo que estaba haciendo el hombre que tenía a su cargo. Se limitaba a cumplir órdenes. Los dos hombres se reunieron en una habitación del "International Airport Hotel" de Dublín. Petrofski se desnudó y entregó su ropa de estilo europeo. Se puso la que traía su escolta en su bolsa de mano: prendas inglesas de la cabeza a los pies, más un maletín con la acostumbrada mezcolanza de pijama, esponja, novela a medio leer y una muda de ropa interior. Su acompañante había retirado ya del aeropuerto un sobre preparado por el hombre de la Línea N de la Embajada en Dublín y fijado en el tablón de anuncios cuatro horas antes. Contenía una entrada utilizada para la función del "Eblana Theatre" de la noche anterior; un recibo del "New Jury's Hotel" por una noche de estancia, a nombre de la persona adecuada, y la mitad correspondiente al regreso de un billete de ida y vuelta Londres Dublín Londres en "Air Lingus". Por último, Petrofski recibió su nuevo pasaporte. Cuando volvió al vestíbulo y presentó el billete, nadie le prestó atención. Era un inglés que volvía a casa después de un viaje de negocios de un día a Dublín. Entre Dublín y Londres no hay control de pasaportes; los pasajeros que llegan a Londres sólo deben mostrar la hoja de embarque o el billete para identificarse. También pasan por delante de dos hombres, de mirada indiferente, de la Rama Especial, que fingen no ver nada, pero pasan muy pocas, muy pocas cosas por alto. Ninguno de los dos había visto la cara de Petrofski antes de entonces, porque nunca hasta ahora había entrado en Inglaterra por el aeropuerto de Heathrow. Si se lo hubiesen pedido, habría mostrado un pasaporte británico perfecto a nombre de James Duncan Ross. Era un pasaporte que no habría podido ser puesto en tela de juicio por la propia Oficina de Pasaportes, puesto que ella misma lo había expedido. Tras pasar por la Aduana sin sufrir la menor inspección, el ruso tomó un taxi hasta la estación de King's Cross. Allí se dirigió a un armario de la consigna. Tenía la llave. Aquel armario era uno de los varios que tenía alquilados de modo permanente el hombre de la Línea N de la Embajada alrededor de la capital británica, y la llave había sido duplicada hacía tiempo. El ruso sacó un paquete del armario, sellado exactamente igual que cuando había llegado por valija diplomática a la Embajada dos días antes. El hombre de la Línea N no había visto -ni había querido ver- su contenido.
Tampoco preguntaba nunca por qué había que dejar un paquete en determinada estación.
Esto escapaba a su trabajo. Petrofski introdujo el paquete en su saco de mano, sin abrirlo.
Más tarde podría hacerlo tranquilamente. Sabía ya lo que contenía. En King's Cross tomó otro taxi que, cruzando Londres, le llevó a la estación de Liverpool Street, donde subió al primer tren de la noche para Ipswich, en el Condado de Suffolk. Llegó al "Gran White Horse Hotel" con el tiempo justo para la comida. Si un policía curioso se hubiese empeñado en mirar el paquete que el joven inglés llevaba en su bolsa de mano durante el trayecto hasta Ipswich, se habría quedado pasmado. Había en él una pistola finlandesa "Sako" con el cargador lleno y las puntas de cada bala con unas cuidadosas incisiones en forma de X.
Estas incisiones habían sido llenadas con una mezcla de gelatina y cianuro potásico concentrado. No sólo se abrirían al chocar con un cuerpo humano, sino que la víctima no podría recuperarse de los efectos del veneno. Además, el paquete contenía el resto de la "leyenda" de James Duncan Ross. En la jerga del oficio, una "leyenda" es la historia ficticia de un hombre inexistente, confirmada por un montón de documentos perfectamente reales y de todas las clases y colores. Generalmente, la persona en torno a la que se urde la leyenda existió algún día y murió en circunstancias que no dejaron rastro ni causaron mucha excitación. Entonces su identidad es asumida por otra persona y el difunto toma cuerpo, como jamás pudiera tomarlo su esqueleto, gracias a una documentación que abarca todo el curso de una vida. El verdadero James Duncan Ross, o lo poco que quedaba de él, llevaba años pudriéndose en una espesura próxima al río Zambeze. Había nacido en 1950, hijo de Angus y Kirstie Ross, de Kilbride, Escocia. En 1951, Angus Ross, cansado del triste racionamiento de Gran Bretaña en la posguerra, había emigrado con su esposa y su hijo pequeño a Rhodesia del Sur, como se llamaba entonces. Como era ingeniero, consiguió un empleo en una empresa de maquinaria y utensilios agrícolas, y en 1960 estuvo en condiciones de montar un negocio por su cuenta. Prosperó y pudo enviar al joven James a una buena escuela preparatoria y después a Michaelhouse. En 1971, el muchacho, cumplido ya su servicio militar, pudo reunirse con su padre en la compañía de éste. Pero ahora estaban ya en la Rhodesia de Iam Smith, y cada vez era más cruel la guerra contra las guerrillas de la ZIPRA de Joshua Nkomo y de la ZANLA de Robert Mugabe. Todos los varones aptos estaban en la Reserva, y los períodos que había que pasar en el Ejército se hacían más y más largos. En 1976, mientras servía en la infantería rhodesiana, James Ross cayó en una emboscada de la ZIPRA en los tupidos bosques de la ribera meridional del Zambeze y resultó muerto. Los guerrilleros se acercaron, desnudaron el cadáver y volvieron a sus bases en Zambia. No hubiese debido llevar ningún documento de identidad, pero poco antes de que su patrulla se pusiese en marcha, había recibido una carta de su novia y la había guardado en el bolsillo de su guerrera. Así llegó a Zambia y cayó en manos de la KGB. Un oficial muy antiguo de la KGB, Vassili Solodovnikov, era a la sazón embajador de Lusaka y dirigía varias redes en todo el sur de África. Una de ellas se apoderó de la carta dirigida a James Ross, a la casa de sus padres. Las primeras comprobaciones sobre el joven oficial muerto resultaron muy fructíferas. Nacidos en Gran Bretaña, Angus Ross y su hijo James habían conservado siempre sus pasaportes británicos. Por consiguiente, la KGB decidió resucitar a James Duncan Ross. Cuando, tras la independencia de Rhodesia -ahora Zimbabwe-, salieron para Sudáfrica Angus y Kirstie Ross, James decidió por lo visto volver a Inglaterra. Unas manos invisibles sacaron una copia de un certificado de nacimiento en Somerset House, de Londres; otras manos enviaron por correo una instancia pidiendo la renovación del pasaporte. Ésta fue concedida, tras las oportunas comprobaciones. Para hacer una buena leyenda se necesitan docenas de personas y se emplean miles de horas.
La KGB no ha carecido nunca de personal ni de paciencia. Se abren y cierran cuentas bancarias; se renuevan cuidadosamente permisos de conducir antes de su expiración; se compran y venden coches, de manera que el nombre aparezca en la computadora del Centro de Licencias de Vehículos. Se consiguen empleos y se procura ascender; se preparan referencias y se solicitan pensiones de las compañías. Una de las tareas del joven personal de Información consiste en mantener al día esta masa de documentación. Otros equipos ahondan en el pasado. ¿Qué apodo le daban al individuo cuando era pequeño? ¿A qué escuela asistió? ¿Cómo solían llamar los muchachos al profesor de Ciencias cuando no podía oírles? ¿Cómo se llamaba el perro de la familia?Cuando la leyenda está completa, después de años de trabajo, y ha sido aprendida de memoria por el nuevo personaje, se necesitarían semanas de investigación para destruirla…, si es que se llegaba a destruirla.
Esto era lo que Petrofski llevaba en su cabeza y en su bolsa de mano. Era -y podía demostrarlo- James Duncan Ross, y venía del Oeste para hacerse cargo de la representación en Inglaterra de una corporación con sede en Suiza, especializada en programación de computadoras. Tenía un buen saldo en el "Barclays Bank" de Dorchester (Dorset), que se disponía a transferir a la cercana Colchester. Había aprendido a imitar a la perfección la firma de Ross. Gran Bretaña es un país muy respetuoso de la intimidad de las personas. Los británicos son casi los únicos del mundo que no están obligados a llevar consigo sus documentos de identidad personal. Si alguien les pregunta, suele bastarles exhibir una carta que les haya sido dirigida, valga por lo que valiera. Un permiso de conducir es una prueba positiva, aunque los permisos de conducir británicos no llevan la fotografía de su titular. Se confía en que el hombre sea quien afirma ser. Valeri Alexeivich Petrofski estaba absolutamente convencido -mientras comía aquella noche en Ipswich- de que nadie dudaría de que fuera James Duncan Ross, y tenía buenas razones para ello. Después de comer, pidió en la mesa de recepción la guía telefónica comercial de páginas amarillas y buscó la sección correspondiente a los agentes de la propiedad inmobiliaria.
Se conocían vagamente, no tanto de sus tiempos de estudiantes, muchos años antes como por haberse visto ocasionalmente en Whitehall. El jefe del SSI saludó con la cabeza, cortés pero formalmente. Buenas noches, Berenson. ¿Puedo pasar? – Desde luego, desde luego, no faltaría más…
George Berenson estaba aturrullado, aunque ignoraba el objeto de la visita. El empleo por Sir Nigel de su apellido a secas indicaba que el tono de la entrevista sería cortés, pero en modo alguno cordial. No se llamarían campechanamente "George" y "Nigel". – ¿Está Lady Fiona en casa?
–No, ha salido para asistir a una reunión de uno de sus comités. Tenemos el piso para nosotros solos.
Sir Nigel sabía ya esto. Había permanecido sentado en su coche esperando que saliese la esposa de Berenson para entrar en la casa. Despojado de su abrigo, pero reteniendo la cartera de mano, Sir Nigel fue invitado a sentarse en un sillón del cuarto de estar, a menos de tres metros de la ya reparada caja fuerte de detrás del espejo. Berenson se sentó frente a él.
–Bueno, ¿en qué puedo servirle?
Sir Nigel abrió la cartera y depositó cuidadosamente diez fotocopias sobre la mesa de café cubierta por un cristal.
–Creo que debería echar usted un vistazo a esto.
Berenson estudió en silencio la primera fotocopia, la levantó para mirar la segunda y, después, la tercera. Entonces interrumpió su examen y dejó los papeles. Había palidecido intensamente, pero conservaba todavía su aplomo. Mantuvo la mirada fija en los documentos.
–Supongo que no puedo decirle nada.
–No mucho -replicó tranquilamente Sir Nigel-. Nos fueron devueltos hace algún tiempo. Sabemos cómo los perdió usted; por mala suerte, desde su punto de vista. Cuando nos los devolvieron, le tuvimos a usted bajo vigilancia durante algunas semanas, observamos la sustracción del documento sobre la isla de Ascensión, su entrega a Benotti y, después, su paso a poder de Marais. Lo tenemos todo bien amarrado, ¿sabe?
Algo de lo que había dicho era demostrable, pero la mayor parte era un puro farol; no quería que Berenson supiese lo débil que era la acusación contra él. El jefe delegado de Abastecimientos del Ministerio de Defensa irguió la espalda y levantó la mirada. "Ahora viene el desafío -pensó Irvine-, el intento de justificarse." Es curioso que todos sigan el mismo sistema. Berenson le miró a los ojos. El desafío estaba allí.
–Bueno, ya que lo sabe todo, ¿qué va a hacer usted? – Pues voy a hacerle unas preguntas -dijo Sir Nigel-. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo ha durado esto y por qué empezó usted?A pesar de sus esfuerzos por mantener el aplomo y adoptar un aire desafiante, Berenson estaba aún demasiado confuso para reparar en un punto muy sencillo: esta clase de enfrentamiento escapaba a las funciones del jefe del SSI. Los espías al servicio de potencias extranjeras eran detenidos por el Servicio de Contraespionaje. Pero su deseo de justificarse le restó capacidad de análisis.
–En cuanto a lo primero, poco más de dos años.
"Podría ser peor", pensó Sir Nigel. Sabía que Marais llevaba casi tres años en Inglaterra, pero Berenson podría estar "dirigido" por otro agente sudafricano prosoviético antes de aquel tiempo. Por lo visto, no había sido así.
–En cuanto a lo segundo, yo habría pensado que saltaba a la vista.
–Supongamos que soy algo lento -apuntó Sir Nigel-. Por consiguiente, tenga la bondad de ilustrarme. ¿Por qué lo hizo?Berenson lanzó un profundo suspiro. Tal vez, como muchos antes que él, había preparado a menudo mentalmente su propia defensa, arguyendo ante el tribunal de su propia conciencia…, o de lo que pasaba por tal.
–Desde hace muchos años, sostengo la opinión de que la única lucha que vale la pena es la emprendida contra el comunismo y el imperialismo soviético -empezó diciendo.
Sudáfrica es uno de los bastiones en esta lucha. Probablemente el principal, sino el único, al sur del Sahara. Durante mucho tiempo pensé que era vano y ruinoso que las potencias occidentales, fundándose en dudosas consideraciones morales tratasen a Sudáfrica como un leproso, la privasen de toda participación en nuestros planes conjuntos para contrarrestar la amenaza soviética a es cala mundial."Durante años creí que Sudáfrica había sido trata da de mala manera por las potencias occidentales, que era tan injusto como estúpido excluirla de toda participación en los planes preventivos de la OTAN. Sir Nigel asintió con la cabeza, como si nunca se le hubiese ocurrido esta idea. – ¿Y pensó que era justo y adecuado restablecer el equilibrio? – Sí. Y, a pesar de la Ley de Secretos Oficiales, sigo pensándolo.
"La vanidad -pensó Sir Nigel-, siempre la vanidad, el enorme amor propio de los hombres incapaces." Nunn May, Pontecorvo, Fuchs, Prime, todos presentaban la misma actitud el derecho otorgado por ellos mismos de erigirse en Dios, la convicción de que sólo el traidor está en lo justo y de que todos sus colegas son estúpidos; todo ello combinado con ese afán de poder que es como una droga y que se deriva de lo que considera como manipulación de la política, poder que confía en alcanzar, gracias a la transferencia de secretos, para los fines en los que cree y para confusión de sus presuntos adversarios en su propio Gobierno, que le han privado de ascensos o de honores. – ¡Hum! Dígame, ¿empezó esto por propia iniciativa o por la de Marais?
Berenson pensó durante un rato.
–Jan Marais es diplomático. Por consiguiente, no puede usted nada contra él -dijo-.
No puedo dañarle con lo que yo diga. La iniciativa fue suya. Nunca nos vimos cuando yo estaba destinado en Pretoria. Nos conocimos aquí, poco después de su llegada.
Descubrimos que teníamos muchas cosas en común. Me persuadió de que, si estallaba algún día un conflicto con la URSS, Sudáfrica se encontraría sola en el hemisferio meridional, a caballo sobre las rutas vitales del Índico a los mares del Atlántico Sur y probablemente con bases soviéticas instaladas en toda el África negra. A los dos nos pareció que, sin alguna indicación de cómo operaría la OTAN en ambas esferas, se encontraría en dificilísima posición, pese a ser nuestro más firme aliado en aquellos parajes.
–Poderoso argumento -replicó Sir Nigel, asintiendo de mala gana-. Pero cuando descubrimos que Marais era su controlador, me arriesgué y hablé de éste al general Pienaar. Él negó que Marais hubiese trabajado nunca para él.
–Es natural que lo negase.
–Sí, es natural. Pero enviamos a un hombre allí para comprobar lo que había dicho Pienaar. Quizá le gustaría ver su informe.
Sacó de su cartera el informe que había traído Preston de Pretoria, con la fotografía del joven Marais adherida a la parte superior de la primera hoja. Berenson se encogió de hombros y empezó a leer las siete páginas del documento. Al llegar a cierto punto, contuvo de pronto el aliento, se llevó un puño a la boca y se royó uno de los nudillos. Cuando hubo vuelto la última página, se tapó la cara con ambas manos y se balanceó lentamente hacia delante y atrás.¡Oh, Dios mío! – jadeó-. ¿Qué he hecho?
–En realidad, muchísimo daño -respondió Sir Nigel.
Dejó que Berenson absorbiese todo el caudal de su aflicción, sin interrumpirle. Se retrepó en el sillón y contempló, sin compadecerle, al destrozado mandarín. Para Sir Nigel no era más que otro pequeño y asqueroso traidor, capaz de jurar solemnemente fidelidad a su Reina y a su país, y traicionarlos a todos en su propio interés. Un hombre de la misma clase, aunque no de la categoría, de Donald Maclean. Berenson ya no estaba pálido; su rostro tenía el color gris de la ceniza. Cuando apartó las manos de su cara, parecía haber envejecido muchos años. – ¿Hay algo, alguna cosa, que pueda hacer?
Sir Nigel se encogió de hombros, como si nadie pudiese hacer gran cosa. Decidió hurgar un poco más en la herida.
–Desde luego, hay un grupo que exige la inmediata detención. De usted y de Marais.
Pretoria ha alegado la inmunidad de éste. A usted le juzgaría un jurado de la clase media y de edad madura. El fiscal de la Corona cuidaría de esto. Personas honradas, pero de mentalidad sencilla. Probablemente no creerían en un reclutamiento a base de una bandera falsa. A su edad, esto significaría una condena para toda la vida, en Park Hurst o Dartmoor.
Dejó pasar unos minutos para que el otro reflexionase sobre esto.
–Pero se da el caso -siguió diciendo- de que conseguí que el grupo de los duros retrasara un poco la decisión final. Hay otro camino..
–Haré lo que sea, Sir Nigel, lo digo de veras. Cualquier cosa…
"Ya lo creo -pensó el Jefe-, ya lo creo. No puedes imaginártelo." -En realidad serán tres cosas -replicó en voz alta-. Primera: seguirá yendo al Ministerio como si nada hubiera ocurrido; mantendrá su actitud acostumbrada, hará el trabajo rutinario de siempre; ni una onda diminuta turbará la superficie de las aguas."Segunda: en este apartamento, cuando anochezca y si es necesario durante toda la noche, nos ayudará a valorar los daños. La única manera de repararlos en parte es que sepamos todo lo que fue comunicado a Moscú, en sus ínfimos detalles. Si oculta un solo punto o una sola coma, tendrá que estar en la cárcel hasta que reviente.
–Sí, sí, desde luego. Puedo hacerlo. Recuerdo todos los documentos que fueron transmitidos. Todo… Bueno, ha dicho usted tres cosas.
–Sí -replicó Sir Nigel, mirándose las uñas-. La tercera es una trampa. Mantendrá usted relaciones con Marais… -¿Qué?
–No tendrá que verle. Prefiero que no lo haga. No creo que sea lo bastante buen actor como para fingir en su presencia. Sólo establecerá los contactos acostumbrados a través de llamadas telefónicas en clave cuando tenga que hacerle una entrega.
Berenson estaba realmente pasmado.
–Una entrega, ¿de qué?
–De material que mis hombres, en colaboración con otros, prepararán para usted.
Puede llamarlo desinformación. Aparte su trabajo con los de Defensa sobre la valoración de los daños, quiero que colabore conmigo. Que cause algún daño verdadero a los soviets.
Berenson se aferró a esto como se agarra a una tabla el que se está ahogando. Cinco minutos más tarde, Sir Nigel se levantó. Los encargados de valorar los daños vendrían después del fin de semana. Salió del apartamento. Al recorrer el pasillo en dirección al ascensor, sintióse interiormente satisfecho. Pensó en el hombre destrozado y aterrorizado que dejaba a su espalda."De ahora en adelante, bastardo, trabajarás para mí", pensó. La joven que estaba en la oficina de la entrada de "Oxborrow's" levantó la cabeza al entrar el desconocido. Su aspecto le gustó. Mediana estatura, bien plantado, sonriente, de cabellos castaños y ojos color avellana. Le gustaban los ojos color avellana. – ¿Puedo servirle en algo?
–Espero que sí. Soy nuevo en el distrito, pero me han dicho que ustedes alquilan casas amuebladas. – ¡Oh, sí! Querrá hablar con Mr. Knights. Él se encarga de las casas de alquiler. ¿A quién anuncio?
Él sonrió de nuevo.
–Ross -respondió-, James Ross.
Ella pulsó una clavija y habló por el interfono.
–Está aquí un señor llamado Ross, Mr. Knights. Le interesa una casa amueblada. ¿Puede recibirle usted?
Dos minutos más tarde, James Ross se sentó en el despacho de Mr. Knights.
–Acabo de llegar de Dorset para representar a mi compañía en East Anglia -explicó con naturalidad-. Me gustaría que mi esposa y los niños pudiesen venir a reunirse conmigo lo antes posible.
–Entonces, ¿le interesa quizá comprar una casa?
–De momento, no. En primer lugar, deseo buscar la casa más adecuada, y los detalles suelen llevar mucho tiempo. En segundo lugar, es posible que sólo permanezca aquí durante un periodo limitado. Todo dependerá de la oficina principal. Ya sabe usted lo que son estas cosas.
–Desde luego, desde luego. – Mr. Knights lo comprendió perfectamente-. Una casa de alquiler por breve tiempo le ayudará a instalarse en este ambiente, mientras es pera a ver si tiene que quedarse por más tiempo, ¿no es así?
–Exacto -respondió Ross-. Me basta con una cáscara de nuez. – ¿Amueblada o sin amueblar?
–Amueblada, si es que tiene alguna.
–Muy bien -dijo Mr. Knights, cogiendo unas carpetas-. Es casi imposible encontrar casas de alquiler sin amueblar. El propietario no siempre puede conseguir que los inquilinos se marchen al terminar el arrendamiento. De momento tenemos disponibles cuatro casas amuebladas.
Ofreció los papeles a Mr. Ross. Dos de las casas eran visiblemente demasiado grandes para un representante comercial y requerían un servicio numeroso. Las otras dos eran adecuadas. Mr. Knights disponía de una hora y le llevó a ver las dos. Una de ellas era perfecta: una linda casita de ladrillos en una linda callejuela enladrillada, en una linda y pequeña urbanización de una zona exclusiva junto a Belstead Road.
–Creo que es propiedad de un tal Mr. Johnson -dijo Mr. Knights al bajar la escalera-, un ingeniero que trabajaba en Arabia Saudí con un contrato para un año. Pero sólo quedan seis meses en los que puede ser alquilada.
–Me parece muy bien -convino Mr. Ross.
En el número 12 de Cherryhayes Close. Todas las calles aledañas tenían nombres que terminaban en hayes, y por eso todo el complejo era conocido simplemente por "The Hayes"; Brackenhayes, Gorsehayes, Almondhayes y Heather hayes. El número 12 de Cherryhayes, estaba separado de la calzada por una franja de hierba de dos metros de anchura, sin ninguna valla. Un garaje cerrado estaba adosado a uno de los dos lados de la casa; Petrofski sabía que necesitaría un garaje. El jardín trasero era pequeño y estaba vallado, y se llegaba a él por una puerta de la pequeña cocina. La puerta de la planta baja era cristalera y conducía a un estrecho vestíbulo. Frente a dicha puerta estaba la escalera que llevaba al piso superior. Debajo de la escalera había un cuarto trastero. Además, había un cuarto de estar en la parte delantera, y una cocina al final del pasillo que discurría entre la escalera y la puerta del cuarto de estar. En el piso superior había dos dormitorios, uno en la parte de delante y el otro en la de atrás, y el cuarto de baño. Era una casa que no llamaba la atención entre los otros e idénticos edificios de ladrillo de la calle ocupados, en su mayor parte, por jóvenes matrimonios; el marido se dedicaba al comercio o a la industria, y la mujer cuidaba de la casa y de uno o dos retoños. Era la vivienda que elegiría un hombre llegado de Dorset y que esperaba que su esposa y sus hijos se reuniesen con él al terminar el curso escolar, y no quería llamar la atención.
–Me la quedaré -dijo.
–Podríamos volver a mi oficina y concretar los detalles… -le propuso Mr. Knights.
Como se trataba de un alquiler de vivienda amueblada, los detalles eran sencillos. Había que firmar un contrato en regla compuesto de dos hojas, hacer un depósito de una mensualidad y pagar por anticipado el alquiler de un mes. Mr. Ross mostró una referencia de sus patronos en Ginebra y pidió a Mr. Knights que llamase el lunes por la mañana a su Banco de Dorchester, para que diesen la conformidad al cheque que le extendió en el acto.
Mr. Knights dijo que tendría preparada la documentación a satisfacción de todos el lunes por la tarde, si el cheque y las referencias estaban en orden. Ross sonrió. Sabía que lo estarían.
Alan Fox estaba también en su despacho aquel sábado por la mañana, a petición especial de su amigo Sir Nigel Irvine, quien le había telefoneado diciéndole que necesitaba entrevistarse con él. El caballero inglés subió la escalera de la Embajada norteamericana poco después de las diez. Alan Fox era el jefe local de la CIA americana desde hacia mucho tiempo, y conocía a Nigel Irvine desde hacia veinte años.
–Lamento decirte que tenemos, al parecer, un pequeño problema -dijo Sir Nigel cuando se hubo sentado-. Uno de nuestros funcionarios del Ministerio de Defensa nos ha salido rana. – ¡Por el amor de Dios, Nigel, no me digas que se trata de otra filtración! – exclamó Fox, en tono acusador.
Irvine pareció compungido.
–Temo que se trate de eso -confesó-. Algo parecido a vuestro caso Harper.
Alan Fox dio un respingo. La estocada había dado en el blanco. En 1983, los norteamericanos habían sufrido un grave revés al descubrir que un ingeniero que trabajaba en Silicon Valley (California), había "soplado" a los polacos -y, por ende, a los rusos- una gran cantidad de información secreta sobre los sistemas de misiles "Minutemam" de los Estados Unidos. Junto con el anterior caso de espionaje Boyce, el asunto Harper había nivelado un poco el tanteador. Los británicos habían aguantado durante largo tiempo las punzantes alusiones de los norteamericanos sobre Philby, Burgess y Maclean, por no hablar de Blake, Vassall, Blunt y Prime, e incluso después de todos estos años seguían escociéndoles la herida. Por eso los ingleses se sintieron algo mejor cuando los norteamericanos tuvieron dos graves fracasos con Boyce y Harper. Al menos no eran los únicos que tenían traidores en su seno.
–Bueno -dijo Fox-, tienes algo que siempre me ha gustado, Nigel. No puedes ver un cinturón sin sentir el deseo de dar un golpe bajo.
Fox era conocido en Londres por su fustigante ingenio. Se había apuntado un tanto en una de las primeras reuniones del Comité Conjunto de Información, cuando Sir Anthony Plum se había quejado de que, a diferencia de todos los demás, no tenía unas bonitas siglas que describiesen su función. A él sólo se lo conocía como presidente del CCI o coordinador de información. ¿Por qué no podía tener un grupo de iniciales que compusiesen una palabra breve por si solas? – ¿Qué tal estaría -inquirió Fox arrastrando las palabras, desde el extremo de la mesa-"Supreme Head of Intelligence Targetting"? (Jefe Supremo de Objetivos de Información.) Sir Anthony prefirió que no le conociesen como el SHIT (1) de Whitehall, y no volvió a hablar de siglas.
–Está bien -accedió Fox-, ¿es muy grave la cosa?
–Podría ser peor -replicó Sir Nigel, y contó la historia a Fox, desde el principio hasta el final.
El norteamericano se inclinó hacia delante, con vivas muestras de interés. – ¿Quieres decir que le has dado la vuelta, que sólo va a transmitir lo que tú le digas?
–Tendrá que hacerlo, si no quiere pasar todo el resto de su vida comiendo gachas en la cárcel. Y estará todo el tiempo bajo vigilancia. Desde luego, puede tener una clave para avisar a Marais por teléfono, pero no creo que la utilice. En realidad, es un hombre de extrema derecha, y su reclutamiento fue a base de una bandera falsa.
Fox reflexionó durante un rato. – ¿Qué importancia crees que dan a ese Berenson en el "Centro", Nigel?
–El lunes empezaremos la valoración de daños -dijo Irvine-, pero pienso que, dada su alta posición en el Ministerio, deben concederle mucha importancia en Moscú. Puede ser un caso de la competencia de un director. ¿-Podríamos pasar también nosotros informes falsos a través de esta línea? – preguntó Fox.
Su mente empezaba ya a urdir algunas falsedades útiles que Langley podría estar interesado en transmitir a Moscú.
–No quiero sobrecargar los circuitos -dijo Nigel-. Debe mantenerse el ritmo de entrega de material como hasta ahora, y también la clase de material. Pero si, podríamos meteros en el ajo. – ¿Y quieres que convenza a los míos de que no le aprieten las clavijas a Londres?
Sir Nigel se encogió de hombros.
–El daño se ha producido ya. Armar jaleo satisface el amor propio. Pero no es remunerador. Yo prefiero reparar los daños y causar algunos por nuestra cuenta.
–Está bien, Nigel, tú ganas. Diré a los nuestros que no intervengan. Comunícanos en seguida la valoración de los daños. Y prepararemos un par de informaciones sobre nuestros submarinos nucleares en el Atlántico y en el Índico, que harán que el "Centro" busque en una dirección equivocada. Estaré en contacto contigo.
El lunes por la mañana, Petrofski alquiló un modesto coche familiar en una agencia de Colchester. Dijo que venia de Dorchester y estaba buscando casa en Essex y Suffolk. Había dejado el coche a su esposa y a sus hijos en Dorset, y por eso no quería comprar uno para tan poco tiempo. Su permiso de conducir estaba en regla, y en él constaba una dirección en Dorchester. Desde luego, el seguro iba incluido en el alquiler. Deseaba un alquiler a largo plazo, posiblemente de tres meses, y optó por el sistema de presupuesto. Pagó una semana de alquiler en dinero efectivo y extendió un cheque por la mensualidad siguiente. Ahora tenía otro problema más difícil, necesitaría los servicios de un agente de seguros. Buscó a uno de ellos en la propia ciudad, le visitó y le expuso su posición. Había trabajado varios años en el extranjero y, antes de esto, había conducido siempre un coche de la compañía.
Por eso no tenía una compañía regular de seguros en Gran Bretaña. Ahora había resuelto volver al país y empezar un negocio por su cuenta. Tendría que comprar un vehículo, y para ello necesitaría tener cubiertos los riesgos por un seguro. ¿Podía ayudarle el agente?El agente lo haría con mucho gusto. Se aseguró de que el nuevo cliente tuviera permiso de conducir en regla, un permiso internacional de conducción, además de un aspecto solvente y respetable y una cuenta bancaria que, aquella misma mañana, había sido transferida de Dorchester a Colchester. ¿Qué clase de vehículo pensaba comprar? Una motocicleta. Si, una motocicleta. Resultaba mucho más cómoda en un tráfico intenso. Desde luego, en manos de un adolescente era un mal asunto asegurar una motocicleta. Pero tratándose de un profesional maduro, no había problema. Un seguro a todo riesgo sería quizás algo difícil… ¡Ah!, ¿se conformaba el cliente con "daños a terceros"? Muy bien. ¿Y la dirección?
Precisamente estaba buscando una casa. Muy comprensible. Pero, ¿se alojaba en el "Great White Horse", de Ipswich? Era más que suficiente. Entonces, si Mr. Ross quería darle el número de matricula de la motocicleta cuando hiciese la compra, y cualquier cambio de dirección, estaba seguro de que podría formalizar el seguro contra daños a terceros en uno o dos días. Petrofski regresó a Ipswich en su coche alquilado. Había sido un día de mucho trajín, pero estaba convencido de no haber despertado sospechas ni dejado pista que pudiese ser seguida. La agencia de alquiler de automóviles y el hotel tenían una dirección suya inexistente en Dorchester. "Oxborrow's", el agente de la propiedad inmobiliaria, y el agente de seguros, tenían su dirección en el hotel como residencia temporal, y "Oxborrow's" sabía la del número 12 de Cherryhayes. El "Barclays Bank" de Colchecter tenía también su dirección en el hotel mientras estaba "buscando casa". Retendría la habitación en el hotel hasta que el agente le proporcionase la póliza del seguro, y después se marcharía. La posibilidad de que algunas de las partes estableciesen contacto entre ellas era sumamente remota. Aparte "Oxborrow's", la pista se interrumpía en el hotel o en una dirección de Dorchester que no existía. Con tal de que pagase puntualmente los alquileres de la casa y del coche, y el agente recibiese un cheque legitimo por la prima de un año del seguro de la motocicleta, nadie volvería a pensar en él. Había dicho al "Barclays Bank", de Colchester, que le enviasen el estado de cuentas al finalizar cada trimestre, pero a finales de junio haría ya tiempo que se habría marchado. Volvió a la agencia de la propiedad inmobiliaria para firmar el contrato de alquiler y completar las formalidades. Aquel lunes, al atardecer, los primeros componentes del equipo de valoración de daños llegaron al apartamento de George Berenson, en Belgravia, para empezar su trabajo. Era un pequeño grupo de expertos de MI5 y analistas del Ministerio de Defensa. La primera tarea consistía en identificar cada uno de los documentos que habían sido transmitidos a Moscú. Llevaban consigo copias de las fichas del Registro y de las notas de retiradas y devoluciones, para el caso de que a Berenson le fallase la memoria. Más tarde, otros analistas, fundando sus estudios en la lista de documentos transmitidos, tratarían de valorar y mitigar los daños causados, proponiendo lo que aún pudiese cambiarse, los planes que habría que cancelar, las medidas tácticas y estratégicas que habría que anular y las que se podrían conservar.
Los primeros trabajaron durante toda la noche y después pudieron informar de que Berenson les había brindado su total colaboración. Lo que pensaron de él en privado no fue incluido en el informe, porque era algo que no podía ponerse por escrito. Otro equipo, que trabajaba en lo más recóndito del Ministerio, empezó a preparar el siguiente fajo de documentos secretos que Berenson pasaría a Jan Marais y a sus controladores del Primer Directorio Principal de Yasiénevo. John Preston se trasladó el miércoles a su nuevo despacho como jefe de C.5©, llevando consigo su archivo personal. Afortunadamente sólo tenía que subir una planta al tercer piso de "Gordon". Al sentarse a su mesa, vio el calendario que pendía de la pared. Era el primero de abril, Día de los Inocentes."Muy adecuado", pensó amargamente. El único rayo de luz en su horizonte era el conocimiento de que, dentro de una semana, su hijo Tommy estaría en casa para las vacaciones de Pascua.
Permanecerían toda una semana juntos antes de que Julia, de vuelta de esquiar con su amigo en Verbier, reclamase al chico para el resto de las vacaciones. Durante toda una semana, su pisito de Kensington vibraría con el estruendo de la alegría de los doce años, historias de proezas en el campo de rugby, bromas gastadas al profesor de francés y peticiones de más pastel y jalea para el consumo ilegal después de apagarse las luces del dormitorio. Sonrió ante la perspectiva y resolvió tomarse al menos cuatro días de descanso.
Había proyectado unas cuantas expediciones paternofiliales y esperaba que mereciesen la aprobación de Tommy. Le interrumpió Jeff Bright, su jefe de sección delegado. Sabía que Bright habría ocupado su puesto si no se lo hubiese impedido su juventud. Era otro de los protegidos de Harcourt Smith, satisfecho y halagado cuando era regularmente invitado a tomar una copa por el director general delegado, para que le informase de todo lo que sucedía en la sección. Llegaría lejos cuando Harcourt Smith asumiese el cargo de director general.
–Pensé que querrías ver la lista de puertos y aeropuertos que no hemos de perder de vista, John -dijo Bright.
Preston estudió las listas que el otro puso ante él. ¿Había realmente tantos aeropuertos con vuelos que empezaban o terminaban fuera de las Islas Británicas? Y la lista de puertos capaces de recibir buques de carga comerciales procedentes del extranjero ocupaba varias páginas. Suspiró y empezó a leer. Al día siguiente, Petrofski encontró lo que estaba buscando. Siguiendo su política de hacer diversas compras en diferentes poblaciones de la zona de Suffolk Essex, había ido a Stovrmarket. La motocicleta era una ¨BMW K 100" de transmisión por eje, no nueva, pero sí en excelentes condiciones, una máquina grande y potente que llevaba tres años rodando, pero sólo había hecho 35.000 kilómetros. La tienda vendía también accesorios para el conductor: chaqueta y pantalones de cuero negro, guantes, botas con cierre de cremallera al lado y cascos con visera oscura. Compró un equipo completo. Un depósito del veinte por ciento del precio le aseguró que la motocicleta sería suya, pero no pudo llevársela. Pidió que fijasen unas bolsas junto a la rueda trasera, con una caja de fibra de vidrio y candado sobre aquéllas, y le dijeron que podría recoger la máquina con las bolsas dentro de dos días. Desde una cabina telefónica llamó al agente de seguros de Colchester y le dio el número de matricula de la "BMW". El agente le aseguró que la póliza de seguro temporal por treinta días estaría preparada al día siguiente. Se la enviaría por correo al hotel "Great White Horse" de Ipswich. Desde Stowmarket, Petrofski se dirigió hacia el Norte hasta Thetford, en Norfolk, justo en el límite del Condado. Thetford no tenía nada de particular, pero estaba aproximadamente en la línea que le convenía.
Encontró lo que buscaba poco después de almorzar. En Magdalen Street, entre el número 13 A y el local del Ejército de Salvación, había un apartado solar rectangular con treinta y un garajes cerrados. En la puerta de uno de ellos pendía un rótulo:"Para alquilar."
Buscó al propietario, que vivía en la misma localidad, y alquiló el garaje por tres meses; pagó al contado y recibió la llave. El garaje era pequeño y olía a rancio, pero le serviría admirablemente para su propósito. El dueño se había alegrado de cobrar en efectivo, librándose de pagar el impuesto, y no le había exigido que demostrase su identidad. Por consiguiente, Petrofski le había dado un nombre y una dirección falsos. Colgó el traje de motorista, el casco y las botas y empleó el resto de la tarde comprando dos depósitos de plástico de 45 litros en dos tiendas diferentes, llenándolos de gasolina en dos estaciones de servicio distintas y guardándolos en su garaje. Al ponerse el sol regresó a Ipswich y dijo al recepcionista del hotel que dejaría la habitación a la mañana siguiente. Preston se dio cuenta de que se estaba aburriendo hasta casi el punto de volverse loco. Sólo llevada dos días en su nuevo cargo y los había pasado leyendo documentos archivados. Después de almorzar se quedó sentado en la cantina y pensó seriamente en jubilarse antes de tiempo.
Esto planteaba dos problemas. En primer lugar, no le resultaría fácil, a sus cuarenta y pico de años, encontrar un buen empleo, y tanto más cuanto que sus arcanos méritos no eran los más adecuados para despertar el interés de las grandes compañías. El segundo problema era su fidelidad a Sir Bernard Hemmings. Sólo llevaba seis años en el Servicio, pero el viejo había sido muy bueno con él. Preston quería a Sir Bernard y sabía que una espada de Damocles pendía sobre la cabeza del doliente director general. En definitiva, la elección del jefe de MI5 o de MI6, en Gran Bretaña, está en manos del Comité de los llamados "Hombres Prudentes". Para MI5, éstos son normalmente el subsecretario permanente del Ministerio del Interior, del que depende MI5; el subsecretario permanente de Defensa y el secretario del Gabinete y presidente del Comité Conjunto de Información. Éstos "recomiendan" a su candidato predilecto al secretario del Interior y al Primer Ministro, que son los dos políticos más importantes interesados en la cuestión. Es raro que los políticos rechacen la recomendación de los "Hombres Prudentes". Pero antes de tomar una decisión, los mandarines efectuaban "sondeos", a su propia e inimitable manera. Se celebraban discretos almuerzos en clubes, se tomaban unas copas en bares, se discutía en voz baja tomando café. En el caso de elección del director general de MI5, se consultaba al jefe del SSI, pero Sir Nigel Irvine se jubilaría pronto y habría de tener razones muy sólidas para pronunciarse contra un candidato propuesto para el otro Servicio de Información. A fin de cuentas, él no tendría que trabajar con aquél. Entre las personas más influyentes a sondear por los "Hombres Prudentes", estaría el propio director general dimisionario del MI5. Preston sabía que un hombre honrado como Sir Bernard Hemmings se sentiría obligado a hacer una votación con los jefes de sección de las seis ramas de su Servicio. Esta votación pesaría muchísimo en él, fuesen cuales fuesen sus sentimientos personales. Y por algo había aprovechado Brian Harcourt Smith su creciente predominio en el manejo de los asuntos cotidianos del Servicio para colocar a sus protegidos, uno tras otro, al frente de las numerosas secciones. Preston estaba seguro de que a Harcourt Smith le gustaría que él se marchase antes del otoño, como dos o tres más que habían pasado a la vida civil en los últimos doce meses.
–Que se chinche -observó, a nadie en particular, en la casi vacía cantina-. Me quedaré.
Mientras Preston estaba almorzando, Petrofski abandonó el hotel, aumentado ahora su equipaje con una gran maleta llena de ropa que había comprado en la localidad. Dijo al recepcionista que se dirigía a la zona de Norfolk y que, si llegaba alguna carta para él, la retuviese hasta que pasase a recogerla. Telefoneó al agente de seguros de Colchester, el cual le dijo que tenía la póliza de seguro temporal de la motocicleta. El ruso le pidió que no la enviase por correo, pues él la recogería personalmente. Así lo hizo sin pérdida de tiempo, y a última hora de la tarde se trasladó al número 12 de Cherryhayes. Pasó parte de la noche preparando cuidadosamente un mensaje en clave que ninguna computadora podría descifrar. Sabía que el descubrimiento de una clave se fundaba en pautas y repeticiones y que, por muy complicada que fuese, la computadora solía descifrarla. Empleando un one time pad por cada palabra de un mensaje breve, no quedaban pautas ni repeticiones. El domingo por la mañana se dirigió a Thetford, dejó el coche en un garaje y tomó un taxi hasta Stowmarket. Aquí pagó con un cheque conformado el resto del precio de la "BMW"; pidió que le dejasen utilizar el lavabo para cambiarse de ropa, se puso el traje de cuero y el casco, que había traído en una bolsa de lona; guardó la bolsa, la chaqueta y los pantalones de calle y los zapatos, en las bolsas, y se marchó en la moto. La carrera fue larga y le ocupó muchas horas. Hasta última hora de la tarde no llegó de nuevo a Thetford, donde se cambió de ropa, cambió la motocicleta por el coche familiar y regresó tranquilamente a Cherryhayes Close (Ipswich), donde llegó a medianoche. Nadie le observó, pero si alguien lo hubiese hecho, habría visto al simpático y joven Mr. Ross entrando el viernes en el número 12. El sábado por la noche, el brigada Averell Cook, de los Estados Unidos, habría preferido reunirse con su amiga en la cercana población de Bedford. E incluso jugar al billar con sus amigos en la Comisarla. En vez de ello, tenía que hacer el turno de noche en la estación de escucha anglo-norteamericana de Chicksands. La "oficina principal" del complejo británico de observación electrónica y descifrado de claves se halla en la Jefatura de Comunicaciones del Gobierno en Cheltenham (Gloucestershire), al sur de Inglaterra; pero esta jefatura tiene estaciones en varias partes del país, y una de ellas, la de Chicksands, en Bedfordshire, es dirigida conjuntamente por aquella jefatura y por la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana. Quedaban muy atrás los tiempos en que unos hombres permanecían encorvados y atentos a los auriculares, tratando de sorprender y grabar las señales de un Morse manejado por algún agente alemán en Gran Bretaña. Ahora son las computadoras las que realizan el trabajo de escucha, análisis, distinción de los mensajes inocentes de los que no lo son tanto, y grabado y descifrado de estos últimos El brigada Cook estaba seguro, y con razón, de que si alguna antena de las muchas que se alzaban encima de él recogía un murmullo electrónico, lo transmitiría a los bancos de computadoras. Todo se hacia automáticamente, tanto el descubrimiento de las ondas como la grabación de cualquier murmullo en el éter. Si se producía tal murmullo, la siempre vigilante computadora dispararía su botón de "alerta" en lo más hondo de sus entrañas multicolores, grabaría la transmisión, descubriría inmediatamente su origen, instruiría a otras computadoras hermanas del país para que lo comprobasen a su vez, y avisaría al hombre. A las 11.43 de la noche, algo hizo que la computadora disparase su botón de "alerta". Algo o alguien había transmitido una cosa inesperada y fuera de las corrientes y calidoscópicas señales electrónicas que llenan el aire de este planeta durante las veinticuatro horas del día, y la computadora lo había advertido y grabado. El brigada Cook notó la señal de advertencia y descolgó el teléfono. Lo que la computadora había captado era un "chirrido", un sonido breve y estridente, que sólo duraba unos segundos y no tenía sentido para el oído humano. Este chirrido es el resultado final de un procedimiento muy laborioso para enviar mensajes clandestinos. Primero, el mensaje se escribe "por las claras" y lo más breve posible. Después se pone en clave, pero sigue siendo una serie de letras o números. El mensaje cifrado es transmitido en Morse, no al mundo que escucha, sino a un magnetófono. Entonces se graba en la cinta con una velocidad extraordinaria, de modo que los puntos y rayas que constituyen la transmisión quedan comprimidos y se confunden en un chirrido único, que dura sólo unos segundos.
Cuando el aparato transmisor está a punto, el operador se limita a enviar aquel chirrido, recoge sus cosas y se traslada rápidamente a otro lugar. Aquel sábado por la noche, los trianguladores descubrieron en diez minutos el sitio del que procedía el chirrido. Otras computadoras de Menwith Hill, en Yorkshire, y Brady, en Gales, habían captado también el breve chirrido y tomado la dirección. Cuando la Policía local llegó al lugar indicado, éste resultó ser un pequeño aparcamiento junto a una carretera solitaria del distrito de Derbyshire Peak. Allí no había nadie. El mensaje fue enviado debidamente a Cheltenham, don de fue retrasado a un ritmo en que los puntos y rayas podían traducirse a letras. Pero después de veinticuatro horas de actuación de los cerebros electrónicos llamados descifradores de claves, seguían sin hallar la respuesta.
–Probablemente es un transmisor "durmiente" en alguna parte de los Midlands, que ha sido "activado"-informó el primer analista al director general de la JCG-. Pero nuestro hombre parece usar un one time pad nuevo para cada palabra. A menos que podamos recibir muchas más señales, no lograremos descifrarlo.
Se decidió mantener una vigilancia muy atenta del canal que había empleado el remitente secreto del mensaje, aunque, si volvía a transmitir algo, lo haría seguramente por un canal diferente. Un breve y vago informe sobre el incidente fue a parar, entre otras, a las mesas de Sir Bernard Hemmings y Sir Nigel Irvine. El mensaje había sido recibido en otra parte, es decir, en Moscú. Descifrado con una copia de los one time pads empleados en un tranquilo y recóndito lugar próximo a Ipswich, el mensaje informaba a los interesados de que el "hombre en el terreno" había dado por terminadas todas sus labores preliminares antes del tiempo proyectado y estaba en condiciones de recibir su primer correo.