El otro, que vivía solo en una pintoresca casita de las afueras de Edenbridge, tomaba todos los días el mismo tren hasta Londres, iba a pie desde la estación de Charing Cross hasta el Ministerio y desaparecía en el interior de éste. Los vigilantes le "llevaban a casa" todas las noches y montaban guardia hasta que eran relevados, al amanecer, por el primer equipo de día. Ninguno de los dos hombres hacía nada sospechoso. La intervención de la correspondencia y del teléfono sólo reveló facturas corrientes, cartas personales, llamadas sin importancia y una modesta y respetable vida social. Hasta el 13 de febrero. Preston, como director de las operaciones, estaba en el cuarto de la radio del sótano de Cork Street cuando recibió una llamada del equipo "B" que seguía a Richard Peters.
–Joe toma un taxi. Le seguimos en los coches.
En la jerga de los vigilantes, el objetivo es siempre "Joe", "Chummy" o "nuestro amigo".
Cuando el equipo "B" terminó su turno, Preston sostuvo una conversación con su jefe, Harry Burkinshaw. Era un hombrecillo redondo, de mediana edad, veterano en su oficio, que podía pasar horas confundiéndose con el tráfico en una calle londinense y salir disparado si el tipo trataba de escabullirse. Llevaba chaqueta a cuadros, sombrero de fieltro de copa plana, impermeable, y una cámara fotográfica, colgada del cuello, como un turista norteamericano corriente. Como era de rigor en los vigilantes, el sombrero, la chaqueta y el impermeable eran ligeros y reversibles, permitiendo hacer con ellos seis combinaciones. Los vigilantes están orgullosos de sus "disfraces" y de los cambios de papel que pueden efectuar en cuestión de segundos.
–Bueno, ¿qué ha pasado, Harry? – preguntó Preston.
–Salió del Ministerio a la hora de costumbre. Le alcanzamos y le rodeamos. Pero en vez de caminar en la dirección habitual, llegó hasta Trafalgar Square y tomó un taxi. Estaba a punto de terminar nuestro turno. Avisamos a nuestros compañeros del turno siguiente para que esperasen, y seguimos al taxi.
El lo despidió delante de "Panzer's Delicatessen", en Bayswater Road, y empezó a bajar por Clanricarde Gardens. A medio camino entró en el patio delantero de un edificio y bajó la escalera del sótano. Uno de mis muchachos se acercó lo bastante para ver que al pie de la escalera no había nada, salvo la puerta del sótano. Por consiguiente, entró por ella.
Entonces mi hombre tuvo que seguir andando, pues Joe salió y subió la escalera. Volvió a Bays water Road, tomó otro taxi y volvió al West End. Después de esto, reanudó su rutina normal. Al final de Park Lane lo dejamos en manos del otro turno. – ¿Cuánto tiempo estuvo en aquel sótano?
–Treinta o cuarenta segundos -respondió Burkin Shaw-. O le abrieron con una rapidez asombrosa o llevaba una llave. No se veía luz en el interior. Parecía como si se hubiese detenido a recoger una carta o ver si había alguna. – ¿Cómo es la casa?
–Parece muy sucia, un sótano muy sucio. Mañana te entregaré un detallado informe. ¿Puedo marcharme ahora? Los pies me están matando.
Preston pasó la velada reflexionando sobre el incidente. ¿ Por qué diablos había de visitar Sir Richard Peters un sucio sótano en Bayswater? ¡Y durante cuarenta segundos! No podía haberse entrevistado con nadie allí. No habría tenido tiempo. ¿Recoger correspondencia? ¿O dejar un mensaje? Resolvió poner la casa bajo vigilancia y, al cabo de una hora, había ante ella un coche con un hombre y una cámara. Un fin de semana es un fin de semana. Preston hubiese podido hacer que las autoridades civiles empezasen a investigar el apartamento el sábado y el domingo, pero esto habría llamado la atención. La vigilancia tenía que ser ultra secreta. Decidió esperar hasta el lunes. El Comité Albión había designado al profesor Krilov como su presidente y portavoz, y fue él quien comunicó al comandante Pavlov que el Comité estaba dispuesto a presentar sus consideraciones al secretario general. Esto fue el sábado por la mañana. Al cabo de unas horas, cada uno de los cuatro miembros había recibido la orden de presentarse en la dacha del camarada secretario general en Usovo. Los otros tres fueron allí en sus propios coches, Philby fue llevado personalmente por el comandante Pavlov y pudo prescindir del conductor Gregoriev, chófer de la KGB, que había estado a su servicio durante más de dos semanas. Al oeste de Moscú, al otro lado del puente de Uspénskoie y cerca de las orillas del río Moscova, hay un complejo de pueblos artificiales, entre los cuales se encuentran las dachas de fin de semana de los más altos y poderosos personajes de la sociedad soviética. Incluso aquí el sistema de categorías es inflexible. En Peredelkino están las dachas de los artistas, académicos y militares; en Zúkovka, las de los miembros del Comité Central y otros por debajo del Politburó; pero los de este último, los hombres del pináculo Supremo, tienen sus dachas agrupadas alrededor de Usovo, el lugar más exclusivo de todos. La dacha primitiva rusa era una casita de campo, pero éstas son verdaderas mansiones lujosas, rodeadas de cientos de hectáreas de pinares y de bosques de abedules y vigiladas durante las veinticuatro horas del día por patrullas de guardias del Noveno Directorio, para asegurar la intimidad y la seguridad de los vlasti. Philby sabía que todos los miembros del Politburó tenían derecho a cuatro residencias. En primer lugar, el apartamento familiar en Kutúzovski Prospekt, que, a menos que el jerarca cayese en desgracia, pertenecía a la familia para siempre. Después, la villa oficial en los montes Lenin, con servidumbres todas las comodidades y los inevitables micrófonos ocultos, destinada casi exclusivamente a recibir a dignatarios extranjeros. En tercer lugar, la dacha en los bosques del oeste de Moscú, que los jefazos de nueva promoción podían diseñar y construir a su gusto. Por último, la residencia de verano, casi siempre en Crimea, a orillas del mar Negro. Sin embargo, el secretario general tenía desde hacía tiempo su residencia de verano en Kislovodsk, balneario de aguas minerales en el Cáucaso, especializado en el tratamiento de dolencias abdominales. Philby no había estado nunca en la dacha del secretario general en Usovo. Al llegar a ella en el "Chaika" aquella fría tarde, observó que era larga y baja, de piedra tallada, con techo de ripia, mostrando en su estilo, a semejanza de Kutúzovski Prospekt, la sencillez escandinava. En el interior, la temperatura era muy elevada, y el secretario general les recibió en un espacioso salón donde un vivo fuego de leña hacía que el calor fuese aún más fuerte. Tras unas formalidades mínimas, el secretario general ordenó con un ademán al profesor Krilov que le expusiese las ideas del Comité Albión.
–Como puede usted suponer, camarada secretario general, hemos buscado la manera de conseguir que una parte del electorado británico, no inferior al diez por ciento en toda la nación, cambie de actitud en dos cuestiones primordiales. En primer lugar, que pierda confianza en el actual Gobierno conservador, y en segundo lugar, que se convenza de que sus mayores probabilidades de bienestar y de seguridad están en la elección de un Gobierno laborista.
"Para simplificar este estudio, nos preguntamos si habría un solo problema que pudiese influir, o que nosotros pudiésemos hacer que influyese, en toda la elección. Tras profundas consideraciones, llegamos unánimemente a la conclusión de que ningún problema económico -como aumento del desempleo, cierre de fábricas, creciente automatización de la industria e incluso recortes en los servicios públicos- constituiría el motivo único que íbamos buscando."Creemos que sólo hay uno que reúna las condiciones adecuadas: el más grande y más emocional problema político no económico en Gran Bretaña y en toda la Europa Occidental en los momentos actuales. Es la cuestión del desarme nuclear. Esta se ha convertido en la más acucian te en Occidente, y preocupa a millones de personas ordinarias. Básicamente, es un asunto de miedo de las masas, y pensamos que debería ser nuestra arma principal; algo que habríamos de explotar secretamente. – ¿Qué proponen? – preguntó suavemente el secretario general.
–Ya sabe usted, camarada secretario general, cuáles han sido nuestros esfuerzos hasta ahora en este campo. No millones, sino miles de millones de rublos se han gastado para ayudar a las diversas camarillas antinucleares a con vencer a la gente del Oeste europeo de que el desarme nuclear unilateral es realmente sinónimo de sus mejores esperanzas de paz.
Nuestros esfuerzos encubiertos y sus resultados han sido enormes, pero nada en comparación con lo que creemos que deberíamos buscar y conseguir ahora.
"El Partido Laborista británico es el único, de los cuatro que competirán en las próximas elecciones, plenamente partidarios del desarme nuclear unilateral. En nuestra opinión, deberían emplearse todos los medios – dinero, informaciones falsas, propaganda- para persuadir a ese mínimo vacilante del diez por ciento del electorado británico a cambiar sus votos, convencidos de que votar por los laboristas es votar por la paz. El silencio con que esperaron la reacción del secretario general fue casi tangible. Por fin, dijo:
–Esos esfuerzos realizados durante ocho años de que habla usted, ¿han dado resultado?
Pareció como si el profesor Krilov hubiese sido alcanzado por un misil aire aire. Philby comprendió el estado de ánimo del líder soviético y meneó la cabeza. El secretario general lo advirtió y siguió diciendo:
–Durante ocho años hemos hecho un gran esfuerzo por desestabilizar, a este respecto, la confianza en sus Gobiernos de los electores de la Europa Occidental. Es verdad que hoy en día todos los movimientos unilateralistas son tan de izquierda que, de alguna manera, han pasado al control de nuestros amigos y trabajan a nuestro favor. La campaña ha dado ricos frutos en simpatía e influencia. Pero…
El secretario general golpeó súbitamente con las palmas de ambas manos los brazos de su silla de ruedas. Este vio lento ademán por parte de un hombre normalmente tan frío impresionó desagradablemente a sus cuatro oyentes. – ¡Nada ha cambiado! – gritó el secretario general. Después, su voz recobró el tono normal -. Hace cinco años, y también cuatro, todos nuestros expertos del Comité Central y de las Universidades, y los grupos de estudios analíticos de la KGB, dijeron al Politburó que los movimientos unilateralistas eran tan poderosos que podían detener el despliegue de los "Crucero" y de los "Pershing". Nosotros lo creímos. Pero nos dejamos engañar. En Ginebra metimos la pata, persuadidos por nuestra propaganda de que, si aguantábamos el tiempo suficiente, los Gobiernos de la Europa Occidental cederían a las enormes presiones en favor de la "paz" que nosotros apoyábamos de modo encubierto y renunciarían a desplegar los "Pershing" y los "Crucero". Pero los desplegaron, y tuvimos que aguantarnos.
Philby asintió con la cabeza, con estudiada modestia. En 1983 se había arriesgado a redactar un documento sugiriendo que el movimiento "pacifista" en Occidente, a pesar de las ruidosas manifestaciones populares, no provocaría cambios importantes en las elecciones ni alteraría la posición de ningún Gobierno. Y había tenido razón. "Las cosas -pensó-marchaban según lo previsto por él." -Esto es irritante, camaradas, sigue siendo muy irritante -dijo el secretario general -.
Y ahora insisten ustedes en lo mismo. Camarada coronel Philby, ¿cuáles son los resultados de las últimas encuestas de opinión británicas a este respecto?
–Temo que no muy buenos -respondió Philby-. La última sugiere que el veinte por ciento de los británicos está ahora en favor del desarme nuclear unilateral. Pero incluso esto se presta a confusión, entre la clase trabajadora, que por tradición vota a los laboristas, la cifra es más baja. Es muy lamentable, camarada secretario general, que la clase obrera británica figure entre las más conservadoras del mundo. Las encuestas demuestran también que es de las más patrióticas en un sentido tradicionalista. Durante el conflicto de las Malvinas, los más duros sindicalistas arrojaron sus prejuicios por la borda y trabajaron las veinticuatro horas del día para preparar la salida de los buques de guerra.
"Temo que si queremos enfrentarnos con la triste realidad, habremos de reconocer que el obrero británico se ha negado constantemente a ver que lo que más le interesa es ponerse de nuestro lado o, al menos, que se debiliten las defensas británicas. Y no hay motivo para pensar que vayan a cambiar de opinión.
–La triste realidad es precisamente lo que pedí a este Comité que estudiase -añadió el secretario general.
Hizo una nueva pausa, que duró varios minutos.
–Pueden irse, camaradas. Vuelvan a sus deliberaciones. Y tráiganme un plan, un proyecto eficaz con el que podamos explotar, como no hicimos nunca, el miedo de que hablan ustedes; algo que persuada a los hombres y mujeres más equilibrados de la necesidad de eliminar las armas nucleares de su suelo y les induzca a votar al laborismo.
Cuando se hubieron marchado, el viejo ruso se levantó y, apoyándose en un bastón, se acercó lentamente a la ventana. Contempló los crujientes abedules cubiertos por la nieve.
Cuando subió al poder, incluso antes de que enterrasen a su predecesor, se había propuesto realizar cinco tareas en el tiempo que le quedase de vida. Quería ser recordado como el hombre que había aumentado la producción de alimentos y su eficaz distribución que había duplicado los bienes de consumo en número y calidad, mediante un formidable impulso a una industria crónicamente ineficaz, que había reforzado la disciplina del Partido a todos los niveles; que había extirpado la plaga de corrupción que roía los órganos vitales del país y que había asegurado una supremacía definitiva, en hombres y en armas, sobre las apretadas filas de los enemigos de su nación. Cuatro años más tarde sabía que había fracasado en todo ello. Era viejo, estaba enfermo y sabía que se le acababa el tiempo.
Siempre se había enorgullecido de ser un hombre pragmático y realista dentro del marco de una ortodoxia marxista estricta. Pero hasta los hombres pragmáticos tienen sus sueños, y los viejos, sus vanidades. Los suyos eran sencillos: quería un triunfo gigantesco, un gran monumento que fuese suyo y sólo suyo. Sólo él sabía lo mucho que deseaba esto aquella cruda noche de invierno. El domingo, Preston dio una paseo por delante de la casa de Clanricarde Gardens, una calle que se dirigía al Norte desde Bayswater Road. Burkinshaw tenía razón, era una de esas antaño prósperas casas victorianas de cinco plantas que habían ido de mal en peor, y que ahora se alquilaba Por habitaciones. Su pequeño patio delantero estaba lleno de hierbajos; cinco escalones llevaban a la desconchada puerta de entrada. Desde el jardincillo, otro tramo de escalones conducía a un pequeño patio del sótano y a una puerta cuya parte superior se veía a duras penas. Se preguntó una vez más porqué un alto funcionario civil y caballero del Reino había querido visitar un lugar tan poco atractivo. Sabía que en alguna parte estaría el vigilante, probablemente en un vehículo aparcado y con una cámara de gran alcance preparada. No intentó descubrir al hombre, aunque sabía que éste tenía que haberle visto. (El lunes apareció en el informe como "una persona corriente que había pasado a las 11.21 y mostrado algún interés por la casa".
"Gracias por nada", pensó.) El lunes por la mañana visitó el Ayuntamiento y echó un vistazo a la lista de contribuyentes de aquella calle. En la dirección constaba sólo un propietario: un tal Mr.
Michael Z. Mifsud. Le gustó lo de la Z; no podía haber muchos con ella por allí. Hizo una llamada por radio, y el vigilante de Clanricarde Gardens cruzó la calle y observó los rótulos de los timbres de la casa. M. Z. Mifsud constaba en el correspondiente a la planta baja.
"Propietario y residente", pensó Preston, y estuvo seguro de que el resto de la casa estaba destinado al alquiler de habitaciones amuebladas; los inquilinos con muebles propios hubiesen figurado como contribuyentes. Aquella misma mañana, más tarde, buscó antecedentes de Michael Z. Mifsud mediante la computadora de inmigración de Croydon.
Aquel hombre procedía de Malta, como indicaba su apellido, y llevaba treinta años viviendo en el país. Nada se sabía de él, salvo un interrogante quince años atrás. No se añadía más y no se daba ninguna explicación de él. La computadora del Registro de antecedentes penales de Scotland Yard reveló el porqué de aquel interrogante: el hombre había estado a punto de ser deportado. En vez de ello, había cumplido dos años de cárcel por conducta inmoral con ánimo de lucro. Después del almuerzo, Preston fue a visitar a Armstrong en Hacienda, en Charles Street. – ¿Podré ser mañana un inspector de Tributos? – preguntó.
Armstrong suspiró.
–Trataré de arreglarlo. Llámeme antes de la hora de cerrar.
Luego Preston fue a ver al asesor jurídico. – ¿Quiere pedir a la Rama Especial que me proporcione un mandamiento de entrada y registro para esta dirección? También necesito que me acompañe un sargento de la Policía.
En Gran Bretaña, MI5 no puede efectuar detenciones. Sólo pueden practicarlas los oficiales de Policía, salvo en casos de urgencia, en que puede "detenerse a un ciudadano".
Cuando MI5 quiere atrapar a alguien, la Rama Especial suele ayudarle. – ¿No será un allanamiento? – preguntó, con recelo, el abogado.
–Claro que no -respondió Preston-. Esperaré a que aparezca el ocupante de esta planta, y sólo entonces procederé al registro. Según el resultado de éste, puede ser necesaria una detención. Por esto necesito al sargento.
–Está bien -suspiró el abogado-. Acudiré a nuestro complaciente magistrado. Tendrá las dos cosas mañana por la mañana.
Justo antes de las cinco de aquella tarde, Preston recibió su carné de inspector de Tributos. Armstrong le dio otra tarjeta con un número de teléfono.
–Si hay alguna dificultad, haga que el sospechoso telefonee a este número. Es la oficina de impuestos sobre la renta, de Willesden Green. Que pregunte por Mr. Charnley. Él responderá de usted. A propósito, usted se llama Brent.
–Comprendo -asintió Preston.
Mr. Michael Z. Mifsud, que fue interrogado a la mañana siguiente, no era un hombre simpático. Sin afeitar, en vuelto en una bata, parecía malhumorado y sin ganas de colaborar.
Pero hizo pasar a Preston a su desaliñado cuarto de estar. – ¿De qué me está hablando? – protestó Mifsud-. ¿De qué renta? Yo declaro todo lo que cobro.
–Le aseguro que es una comprobación de rutina, Mr. Mifsud. Nada extraordinario. Si usted declara todos sus ingresos, nada tiene que temer.
–No tengo nada que ocultar. Puede preguntárselo a mis asesores fiscales -insistió Mifsud, en tono desafiante.
–Lo haré si usted lo desea -dijo Preston-. Pero le aseguro que los honorarios de los asesores fiscales suelen ser muy elevados. Le hablaré con franqueza: si sus rentas son de legítima procedencia, le dejaré en paz e iré a inspeccionar a otra persona. Pero si, Dios no lo quiera, alguno de estos pisos es alquilado con fines inmorales, la cosa será muy distinta.
Personalmente, sólo me interesa el impuesto sobre la renta; pero si descubriese algo anormal, me vería obligado a denunciarlo a la Policía. ¿Sabe lo que significa lucrarse con transacciones inmorales? – ¿Qué quiere usted decir? – protestó Mifsud-. Aquí no hay ningún negocio inmoral.
Todos son buenos inquilinos Pagan su alquiler y yo pago la renta. Todo está en regla Pero había palidecido un poco y sacó de mala gana los libros donde registraba los alquileres. Preston simuló que todos ellos le interesaban igualmente. Observó que el sótano estaba alquilado a un tal Mr. Dickie por 40 libras a la semana. Tardó una hora en conseguir todos los detalles. Mifsud no había visto nunca al arrendatario del sótano. Pagaba en efectivo, con toda puntualidad. Pero había una carta mecanografiada solicitando el alquiler.
Estaba firmada por Mr. Dickie. Preston se llevó la carta pese a las protestas de Mr. Mifsud. A la hora del almuerzo, la entregó a los grafólogos de Scotland Yard, junto con muestras de la escritura y la firma de Sir Richard Peters. Al terminar la jornada, los del Yard le telefonearon.
Era la misma escritura, pero disfrazada."Así, pues -pensó Preston-, Peters tiene un pied de terre. ¿Para entrevistas reservadas con su controlador? Era lo más probable." Preston dio órdenes: si Peters se encaminaba de nuevo a aquel lugar, tenían que comunicárselo en seguida, dondequiera que estuviese. Tenía que mantenerse la vigilancia del sótano, para el caso de que alguien más se presentase allí. Transcurrió el miércoles, y después el jueves.
Entonces, al salir del Ministerio, Sir Richard Peters detuvo de nuevo un taxi y se dirigió hacia Bayswater. Los vigilantes llamaron a Preston al bar de Gordon Street, y él llamó desde allí a Scotland Yard y sacó de la cantina al sargento de la Rama Especial que le había sido designado. Le dio el teléfono y la dirección.
–Reúnase conmigo en la acera de enfrente lo antes posible, pero sin ruido -dijo.
Todos se reunieron en la fría oscuridad de la acera de enfrente de la casa del sospechoso. Preston había despedido a su taxi doscientos metros calle arriba. El hombre de la Rama Especial había llegado en un coche sin marcas distintivas, que se hallaba aparcado ahora, con su chófer, en una esquina y con las luces apagadas. El sargento detective Lander resultó ser joven y algo novato; era su primera "salida" con gente de MI5 y parecía impresionado. Harry Burkinshaw se materializó saliendo de la sombra. – ¿Cuánto tiempo lleva ahí, Harry?
–Cincuenta y cinco minutos -respondió Burkinshaw. – ¿Algún visitante?
–Ninguno.
Preston sacó su mandamiento de registro y lo mostró a Lander.
–Bueno, entremos -dijo. – ¿Cree que se mostrará violento, señor? – preguntó Lander.
–Espero que no -respondió Preston-. Es un funcionario civil de edad madura. Podría hacerse daño.
Cruzaron la calle y entraron, sin hacer ruido, en el patio delantero. Una luz mortecina ardía detrás de las cortinas del sótano. Bajaron en silencio los peldaños, y Preston tocó el timbre. Se oyó un repiqueteo de tacones en el interior y se abrió la puerta. Una mujer apareció en el marco iluminado. No era una pollita, pero se había acicalado con esmero.
Unos cabellos negros y ondulados le caían sobre los hombros, encuadrando un rostro interesantemente maquillado. La mujer había abusado del rimel, del sombreado de ojos, del colorete y del brillante lápiz de labios. Antes de que tuviese tiempo de ceñirse la bata que llevaba, Preston pudo observar unas medias y unas ligas negras, un corpiño muy ajustado sobre la cintura y sujetado con una cinta roja. Preston la asió de un codo, la condujo por el pasillo hasta el cuarto de estar y la invitó a sentarse. Ella se quedó mirando fijamente la alfombra. Permanecieron sentados en silencio mientras Lander registraba el apartamento.
Lander sabía que los fugitivos se ocultaban a veces debajo de las camas y en los armarios.
Hizo un trabajo concienzudo. Al cabo de diez minutos, volvió de la parte de atrás, ligeramente sofocado. No hay rastro de él, señor. Debió de salir por detrás y saltar la valla del jardín hacia la otra calle.
Precisamente entonces llamaron a la puerta de entrada. – ¿Alguno de los suyos, señor? – preguntó Lander.
Preston sacudió la cabeza.
–No habrían llamado una sola vez -respondió.
Lander se dirigió a la puerta. Preston oyó un juramento tarde resultó que un hombre había llamado a la puerta y, al ver que la abría el detective, trató de escapar. Los hombres de Burkinshaw se habían colocado en lo alto de la escalera y le habían sujetado, hasta que Lander le puso las esposas. Después de esto, el hombre se mostró sumiso y se lo llevaron en el coche de la Policía. Preston se sentó delante de la mujer y esperó a que cesara el tumulto.
–Esto no es una detención -dijo a media voz-, pero creo que deberíamos ir a Jefatura, ¿no le parece?
La mujer asintió tristemente con la cabeza. – ¿Le importa que me cambie de ropa?
–Creo que es una buena idea, Sir Richard -dijo Preston.
Una hora más tarde, un corpulento pero muy afeminado conductor de camión fue dejado en libertad en la comisaría de Policía de Paddington Green, después de advertírsele seriamente lo imprudente que era contestar a los anuncios de citas con personas desconocidas que se publican en ciertas revistas. John Preston acompañó a Sir Richard Peters al campo, se quedó con él hasta medianoche, escuchando lo que tenía que decirle, regresó a Londres y pasó el resto de la noche escribiendo su informe. Una copia de este informe fue presentada a cada miembro del Comité Paragon cuando se reunieron a las once de la mañana del viernes. Las expresiones de asombro y repugnancia fueron generales."¡Qué asco! – pensó Sir Martin Flannery, secretario del Gabinete-. Primero, Hayman; después, Trestail; luego, Dunnett, y ahora éste. ¿Es que esos desgraciados no pueden llevar abrochada la bragueta?"
El último en acabar de leer el informe levantó la cabeza.
–Espantoso -comentó Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior.
–Supongo que no querremos que ese caballero vuelva al Ministerio -dijo Sir Perry Jones, de Defensa. – ¿Dónde está ahora? – preguntó Sir Anthony Plumb, director general del MI5, que estaba sentado junto a Brian Harcourt Smith.
–En una de nuestras casas de campo -respondió Sir Bernard Hemmings-. Ya ha telefoneado al Ministerio, fingiendo que lo hacía desde su casita de Edenbridge, para decir que ayer por la noche había resbalado sobre el hielo y se había roto un hueso del tobillo.
Dijo que se lo habían escayolado y que estará quince días imposibilitado para el trabajo.
Órdenes del médico. Esto nos dará algún tiempo de respiro. – ¿No olvidamos una cuestión? – murmuró Sir Nigel Irvine, de M1-. Aparte sus extrañas aficiones, ¿es el hombre al que buscamos? ¿Es el traidor?
Brian Harcourt Smith carraspeó.
–El interrogatorio, caballeros, está en sus primeras fases -dijo-, si bien parece probable que lo sea. Ciertamente, habrían podido reclutarle por medio de un chantaje.
–El tiempo importa muchísimo -terció Sir Patrick Strickland, del Foreign Office-.
Todavía tenemos pendiente la cuestión de la valoración de los daños y, por lo que a mí atañe, ¿qué hemos de decir, y cuándo, a nuestros aliados?
–Podríamos…, bueno…, intensificar el interrogatorio -sugirió Harcourt Smith-. Creo que de esta manera podríamos tener la respuesta en veinticuatro horas.
Se hizo un silencio incómodo. No complacía a nadie la idea de que uno de sus colegas, con independencia de lo que hubiese hecho, fuese interrogado por el equipo "duro". Sir Martin Flannery sintió que se le encogía el estómago. Le tenía una profunda aversión personal a la violencia.
–Supongo que ello no será necesario en esta fase del asunto, ¿verdad? – preguntó.
Sir Nigel Irvine levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el informe.
–Bernard, ese Preston, el oficial investigador, parece un hombre muy competente.
–Lo es -afirmó Sir Bernard Hemmings.
–Me estaba diciendo.. – prosiguió Nigel Irvine, con engañosa timidez- que parece haber pasado algunas horas con Peters inmediatamente después de los sucesos de Bays Walter. Me pregunto si sería conveniente que este Comité escuchase sus explicaciones.
–He hablado personalmente con él esta mañana -replicó en seguida Harcourt Smith-, y estoy seguro de que puedo responder a cualquier pregunta sobre lo ocurrido.
El jefe de "Seis" se deshizo en disculpas.
–Mi querido Brian, no me cabe duda de ello -dijo-Sólo es que…, bueno…, a veces, al interrogar a un sospechoso se puede sacar una impresión difícil de expresar por escrito. No sé lo que piensa el Comité, pero hemos de tomar una decisión sobre lo que vamos a hacer ahora. Por eso creo que podría ser conveniente escuchar al único hombre que habló con Peters. Hubo muestras de asentimiento alrededor de la mesa. Hemmings envió al visiblemente irritado Harcourt Smith a telefonear a Preston para que viniese. Mientras los "mandarines" esperaban, se sirvió café. Preston llegó treinta minutos más tarde. Los señores importantes le examinaron con cierta curiosidad. Le ofrecieron un sillón en el centro de la mesa, frente a sus propios director general y DGD. Sir Anthony Plumb explicó el dilema del Comité. – ¿Qué ocurrió exactamente entre ustedes? – preguntó Sir Anthony.
Preston pensó un momento.
–En el coche, cuando nos dirigíamos al campo, se derrumbó -dijo-. Hasta entonces había mantenido cierta compostura, aunque bajo una gran tensión. Yo conducía, e íbamos solos en el coche. Entonces empezó a llorar y a hablar.
–Sí -le apremió Sir Anthony-, ¿qué dijo?
–Confesó que le gustaba el fetichismo travestido, pero pareció pasmado ante la acusación de traición. Lo negó acaloradamente y siguió negándolo hasta que le dejé con los vigilantes.
–Bueno, es natural que lo negase -dijo Brian Harcourt Smith-. Todavía puede ser nuestro hombre.
–Sí, podría serlo -convino Preston.
–Pero, ¿cuál es su impresión? – murmuró Sir Nigel Ir vine.
Preston respiró hondo.
–Caballeros, no creo que lo sea. – ¿Podemos preguntar por qué? – dijo Sir Anthony.
–Como ha dicho Sir Nigel, es sólo una impresión -dijo Preston-. He visto a dos hombres cuyo mundo se había derrumbado a su alrededor y que pensaban que su vida ya no tenía objeto. Cuando un hombre empieza a hablar en tal estado de ánimo, tiende a decirlo todo. Si tiene mucho aplomo, como en el caso de Philby o de Blunt, puede aguantar.
Pero éstos eran traidores ideológicos, marxistas con vencidos. Si Sir Richard Peters hubiese sido objeto de un chantaje para obligarle a la traición, creo que habría confesado al derrumbarse cual castillo de naipes o, al menos, no habría mostrado sorpresa al ser acusado de traidor. Y su sorpresa fue enorme. Claro que pudo estar haciendo comedia, pero me parece que entonces no se hallaba en condiciones para ello. O esto, o se merece un Oscar por su interpretación.
Fue un discurso largo para ser pronunciado por un principiante en presencia del Comité Paragon, y durante un rato reinó el silencio. Harcourt Smith miraba a Preston echando chispas por los ojos. Sir Nigel le estudiaba con interés. Conocía el incidente de Londonderry que había inutilizado a Preston como agente secreto en el Ejército. También observó la mirada de Harcourt Smith y se preguntó por qué el DGD de "Cinco" parecía desaprobar a Preston. Su propia opinión era favorable. – ¿Qué piensas, Nigel? – preguntó Anthony Plumb.
Irvine asintió con la cabeza.
–También yo he visto derrumbarse completamente a un traidor cuando se ve descubierto. Vassall y Prime…, ambos eran débiles e inadecuados, y lo soltaron todo cuando se derribó el tinglado. Ahora bien, si no es Peters, parece que sólo queda George Berenson.
–Ha pasado un mes -se lamentó Sir Patrick Strickland-. Tenemos que coger al culpable de alguna manera.
–Pero también es posible que el culpable sea un secretario o ayudante personal de uno de estos dos hombres -observó Sir Perry Jones-, ¿no es verdad, Mr. Preston?
–Cierto, señor -respondió Preston.
–Entonces tendremos que descartar a George Berenson o demostrar que es nuestro hombre -sugirió Sir Patrick Strickland, con impaciencia-. Pero si lo descartamos, nos queda Peters. Y si éste tampoco escupe, volveremos a estar en el punto de partida. – ¿Puedo hacer una sugerencia? – preguntó pausadamente Preston.
Esto causó sorpresa. No le habían llamado para que hiciese sugerencias. Pero Sir Anthony Plumb era un hombre cortés.
–Hágala, por favor -dijo.
–Los diez documentos devueltos por el remitente anónimo estaban cortados por el mismo patrón -explicó Preston.
Todos los que estaban alrededor de la mesa asintieron con la cabeza. – Siete de ellos -siguió diciendo Preston- contenían material referente a los contingentes navales de Gran Bretaña y de la OTAN en el Atlántico, tanto en el Norte como en el Sur. Ésta parece ser una zona de operaciones de la OTAN que interesa particularmente a nuestro traidor o a aquéllos para los que trabaja. ¿Sería posible hacer llegar a la mesa de Mr. Berenson un documento tan enjundioso' que, si es él el culpable, se vea fuertemente tentado a sacar una copia y tratar de transmitirla?
Varias cabezas asintieron reflexivamente. – ¿Quiere decir obligarle a delatarse? – murmuró Sir Bernard Hemmings-. ¿Qué opinas tú, Nigel?
–Creo que me gusta. Podría dar resultado. ¿Es factible Perry?
Sir Perry frunció los labios.
–En realidad, puede ser una cosa más real de lo que te imaginas -dijo-. Cuando estuve en América se discutió la idea -que de momento dejé en suspenso- de que un día podíamos necesitar aumentar el nivel de existencias de carburante y de vituallas en la isla de Ascensión, para abastecer a nuestros submarinos nucleares. Los norteamericanos se mostraron muy interesados y sugirieron que podrían ayudarnos a sufragar los gastos si ellos disfrutaban también de estas facilidades. Con esto se evitaría que nuestros submarinos tuviesen que volver a Faslane y las continuas manifestaciones que se producen allí, y los yanquis no tendrían que volver a Norfolk, Virginia.
"Supongo que podría preparar un documento personal estrictamente confidencial, exponiendo esta idea al nivel político adecuado, y hacerlo llegar a cuatro o cinco mesas, incluida la de Berenson. – ¿Vería normalmente Berenson esta clase de documento? – preguntó Sir Paddy Strickland.
–Ciertamente -replicó Jones-. Como jefe delegado de Abastecimientos de Defensa, su sección es responsable del aspecto nuclear de las cuestiones. Tendría que recibirlo, junto con otras tres o cuatro personas. Se sacarían algunas copias sólo para los colegas más íntimos, que serían luego devueltas y destruidas. Los originales se me devolverían a mano.
Quedó convenido así. El documento sobre la isla de Ascensión estaría el martes en la mesa de George Berenson. Al salir de la oficina del Gabinete, Sir Nigel Irvine invitó a almorzar a Sir Bernard Hemmings.
–Ese Preston es un buen tipo -comentó Irvine-. Me gusta su manera de actuar. ¿Te es adicto?
–Tengo sobradas razones para creerlo -respondió Sir Bernard, intrigado.
–Ah, eso podría explicarlo -murmuró enigmáticamente "C".
El domingo, 22, la Primera Ministra británica pasó el día en su residencia oficial en el campo, en Chequers, Condado de Buckinghamshire. En condiciones de absoluto secreto, pidió a tres de sus más íntimos consejeros del Gabinete y al presidente del Partido que fuesen a verla en privado. Lo que tuvo que decirles les sumió en profundas reflexiones. El próximo junio se cumplirían los cuatro años de su segundo período en el poder. Estaba resuelta a conseguir su tercera victoria electoral sucesiva. Los sondeos económicos indicaban un empeoramiento de la situación en otoño, acompañado de una oleada de peticiones de aumentos de salarios. Podían producirse huelgas. Y ella no quería que se repitiese el "invierno de descontento" de 1978, cuando una oleada de paros laborales había perjudicado la credibilidad del Gobierno laborista y provocado su caída en mayo de 1979.
Además, con la alianza entre socialdemócratas y libera les, a la que los sondeos de opinión concedían un veinte por ciento, el laborismo, bajo su reciente capa de unidad y moderación, había aumentado el índice de sus presuntos sufragios hasta el treinta y siete por ciento del electorado, a sólo seis puntos por debajo de los conservadores. Y la diferencia estaba menguando. Dicho en pocas palabras: quería convocar unas elecciones anticipadas para el mes de junio pero sin la peligrosa especulación que precedió y apresuró su decisión en 1983. Quería una súbita e imprevista declaración y una campaña electoral de tres semanas, pero no en 1988 ni siquiera en el otoño de 1987, sino aquel mismo verano. Conminó a sus colegas a que guardasen silencio, pero propuso como fecha el penúltimo jueves, 18 de junio. El lunes, Sir Nigel Irvine celebró su reunión con Andreiev en Harnpstead Heath, en el más riguroso secreto. Una red de hombres de Irvine había sido dispuesta en el brezal para asegurar que Andreiev no estuviese bajo vigilancia de los propios "gorilas" de KR (contraespionaje) de la Embajada soviética. Pero estaba "limpio". La propia vigilancia por los británicos de los movimientos del diplomático soviético había sido cancelada. Nigel Irvine trataba directamente con Andreiev. Esto era un caso raro, porque los hombres tan encumbrados en el Servicio (en cualquier servicio) como el propio jefe no suelen "tratar" con un agente. Puede ocurrir por la importancia excepcional de éste, o porque el reclutamiento se efectuase antes de que el controlador se convirtiese en director del Servicio y el agente se negase a mantener relación con otra persona. Este era el caso de Andreiev. En febrero de 1972, Nigel Irvine, que a la sazón era sólo Mr. Irvine, había sido jefe de misión en Tokio.
Aquel mes los antiterroristas japoneses habían resuelto "tomar" el cuartel general de la facción de extrema izquierda del Ejército Rojo, que había sido localizado en una villa de las nevadas faldas del monte Taquín, en un lugar llamado Asamaso. En realidad, la Policía nacional hizo el trabajo, pero bajo el mando del temible jefe antiterrorista, Sassa, amigo de Irvine. Gracias a la experiencia adquirida por las unidades de choque del SAS británico, Irvine pudo dar algunos útiles consejos a Sassa, y algunas de sus sugerencias salvaron numerosas vidas japonesas. Consciente de la estricta neutralidad de su país, Sassa no pudo agradecer la ayuda de Irvine de una manera práctica. Pero en un cóctel diplomático celebrado un mes más tarde, el brillante y sutil japonés captó la mirada de Irvine y movió la cabeza en dirección a un diplomático ruso que estaba al otro lado del salón. Después sonrió y se alejó. Irvine habló con el ruso y se enteró de que había llegado recientemente a Tokio y de que se llamaba Andreiev. Irvine había hecho seguir al hombre y descubierto que éste sostenía tontamente una relación clandestina con una muchacha japonesa, delito que supondría la inmediata ruptura con su propia gente. Desde luego, los japoneses estaban ya enterados de esto, porque todos los diplomáticos soviéticos son seguidos discretamente en Tokio en cuanto salen de la Embajada. Irvine montó una trampa, adquirió las fotografías y las grabaciones convenientes y, por último, cayó sobre Andreiev empleando la técnica de te tengo en mis manos. El ruso estuvo a punto de desmayarse, al pensar que le habían descubierto los suyos. Al deshacerse el equívoco, accedió a hablar con Irvine. Era una pieza importante. Entre otras cosas, era un hombre de la Línea N, del Directorio de Ilegales de la KGB. El Primer Directorio de la KGB, responsable de todas las actividades de ultramar, se divide en Directorios, Departamentos Especiales y Departamentos Ordinarios. Los agentes soviéticos ordinarios de la KGB, bajo capa diplomática, proceden de uno de los departamentos "territoriales", y el Séptimo Departamento se ocupa del Japón. Su personal constituye la llamada línea PR cuando actúa en el extranjero y se dedica a buscar información, establecer contactos útiles, leer publicaciones técnicas, etcétera.
–Pero en lo más profundo del Primer Directorio está el Directorio de los Ilegales, o "S", que no tiene límites territoriales. La gente de Ilegales adiestra y dirige a los agentes ilegales, los que no gozan de inmunidad diplomática, los que actúan bajo tierra, perfectamente disfrazados, con documentos falsos y en misiones secretas. Los ilegales operan fuera de la Embajada.
Sin embargo, dentro de cada rezidentura KGB de cada Embajada soviética, hay generalmente un hombre del Directorio "S", conocido cuando actúa en ultramar como miembro de la Línea N. Estos agentes realizan sólo misiones especiales, dirigiendo con frecuencia a naturales del país que espían o se limitan a ayudar y dar apoyo técnico a un secretísimo ilegal procedente del bloque soviético. Andreiev pertenecía al Directorio "S".
Más extraño aún: no era experto en asuntos japoneses, como tenían que serlo todos sus colegas del Séptimo Departamento adscritos a la Embajada. Era experto en lengua inglesa, y la razón de su presencia allí era proseguir un contacto con un sargento mayor de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos que había sido descubierto en San Diego y trasladado a la base conjunta japonesa norteamericana de Tashikawa. Ante la imposibilidad de disculparse con sus superiores de Moscú, Andreiev había aceptado trabajar para Irvine.
Esta relación secreta había terminado cuando el sargento norteamericano, no pudiendo aguantar más, se había suicidado con muy poca elegancia, pegándose un tiro con su revólver reglamentario en la letrina de la comisaría, y Andreiev fue enviado a toda prisa a Moscú. Irvine había pensado en "quemar 3 al hombre allí mismo, pero había desistido. Y entonces apareció Andreiev en Londres. Un paquete de fotografías recientes había ido a parar a la mesa de Sir Nigel Irvine hacía ahora seis meses, y allí estaba él. Excluido del Directorio "S" y devuelto a la Línea PR. Andreiev estaba acreditado como segundo secretario de la Embajada soviética. Sir Nigel le lanzó de nuevo el anzuelo, y Andreiev no tuvo más remedio que colaborar. Pero se negó a ser dirigido por cualquier otra persona, y Sir Nigel accedió a tratar directamente con él. En la cuestión del traidor del Ministerio de Defensa británico, tenía poco que objetar. No sabía nada de ello. Si existía la filtración, el hombre del Ministerio podía estar directamente controlado por algún agente soviético ilegal residente en Gran Bretaña y que debía de estar en contacto directo con Moscú, o podía ser "gobernado" por uno de los tres agentes de la Línea N dentro de la Embajada. Pero estas personas no discutirían un caso de tanta importancia mientras tomaban café en la cantina.
Él, personalmente no había oído nada: pero mantendría los ojos abiertos y aguzaría los oídos. Habiendo convenido esto, los dos hombres de Hampstead Heath se despidieron. El documento de la isla de Ascensión fue distribuido el martes por Sir Peregrine Jones, que había pasado todo el lunes preparándolo. Fue a parar a cuatro hombres. Bertie Capstick había accedido a ir cada noche al Ministerio y comprobar las fotocopias legítimas que se hubiesen tomado. Preston dijo a sus vigilantes que, si George Berenson se rascaba el cogote quería saberlo inmediatamente. Ordenó a su cartero que interceptase la correspondencia y puso en alerta total a su equipo de intervención del teléfono. Luego, se dispusieron a esperar.
–Tengo dos personas ahí dentro -dijo-, y otras dos aquí en la calle. Además de los coches. – ¿Qué pasa allí? – preguntó Preston.
–No puedo verlo -respondió Stewart por medio de su radio personal -. Tengo que esperar hasta que puedan decírmelo los que están allí dentro con él.
En realidad, Mr. Berenson, sentado en un compartimiento estaba tomando su batido y llenando los últimos cuadros del crucigrama del Daily Telegraph que había sacado de su cartera. No prestó atención a los dos estudiantes con pantalones vaqueros que mataban el tiempo en un rincón. Al cabo de media hora, el funcionario pidió la cuenta, la llevó a la caja pagó y salió.
–Está de nuevo en la calle -informó Len Stewart-, y mis dos hombres se han quedado en el interior. Ahora sube por High Street. Me parece que busca un taxi. Puedo ver a mis hombres. Están pagando. – ¿Puede preguntarles lo que hizo él allí? – dijo John Preston. Pensó que todo aquel episodio era algo extraño. Podía ser una heladería especializada, pero había otras en May fair y en el West End, en línea recta del Ministerio a Belgravia. ¿Por qué ir hacia el norte de Regent's Park, a St. John's Wood, para tomar un helado?Llegó de nuevo la voz de Stewart:
–Viene un taxi. Lo para. Espere, ahora salen mis hombres del establecimiento.
Hubo una pausa en la transmisión. Después:
–Parece que ha tomado su helado y terminado el crucigrama del Daily Telegraph.
Después ha pagado y salido. – ¿Dónde está el periódico? – preguntó Preston.
–Lo dejó cuando hubo terminado… Espere… El dueño acudió a limpiar la mesa y se llevó la copa sucia y el periódico a la cocina… El hombre ha subido al taxi y éste arranca. ¿Qué hacemos ahora? ¿Le seguimos?
Preston pensó furiosamente. Harry Burkinshaw y el equipo "B" habían sido desligados de Sir Richard Peters y gozaban de unos días de descanso. Habían estado semanas bajo la lluvia, la niebla y el frío. Ahora sólo disponía de un equipo. Si lo dividía y perdía a Berenson, que podía ir a establecer un contacto en otra parte, Harcourt Smith le despellejaría. Tomó su decisión.
–Len, que un coche con sólo su conductor siga al taxi. Sé que esto no será bastante si él se apea y sigue a pie. Pero dedique el resto de sus hombres a la heladería.
–Así lo haremos -convino Len Stewart, y cortó la comunicación.
Preston tuvo suerte. El taxi fue directamente al club de Mr. Berenson, en el East End, y le dejó allí. El hombre entró en el club. "Pero era posible -pensó Preston- que el contacto estuviese allí."
Len Stewart entró en la heladería y permaneció sentado allí hasta la hora de cerrar, tomando café y leyendo el Evening Standard. No ocurrió nada. Cuando iban a cerrar, le dijeron que se marchase y él obedeció. Desde la calle los cuatro hombres del equipo vieron salir a los empleados del establecimiento y observaron cómo el dueño cerraba la puerta y apagaba las luces. Desde Cork Street, Preston trataba de hacer intervenir el teléfono de la heladería y de conseguir antecedentes de su dueño. Resultó ser un tal signore Benotti, inmigrante legal, oriundo de Nápoles, que había llevado una vida intachable durante veinte años. A medianoche, Preston hizo intervenir los teléfonos de la heladería y del domicilio particular del signore Benotti, en Swiss Cottage. Nada de esto dio resultado. Preston pasó una noche en blanco en Cork Street. El relevo de Stewart había entrado en funciones a las ocho de la tarde y vigilado la heladería y la casa de Benotti duran te toda la noche. A las nueve de la mañana del viernes, Benotti volvió a su establecimiento, y a las diez abrió las puertas. Len Stewart y el turno de día empezaron su trabajo a la misma hora. A las once, Stewart llamó por radio.
–Hay una pequeña camioneta de reparto ante la puerta de entrada -dijo a Preston-.
Parece que el hombre de la camioneta está cargando cubos de helados de cuatro litros. Yo diría que es un servicio de helados a domicilio.
Preston revolvió su vigésima taza de horrible café. Tenía la mente nublada por falta de sueño.
–Ya sé -dijo-. Se han registrado encargos por teléfono. Destaque un coche y dos personas para que no pierdan de vista la camioneta. Que tomen nota de todos los recipientes de helados que se entreguen.
–Sólo me quedará un coche y dos hombres, incluido yo mismo -replicó Stewart-, y esto es muy poco.
–Se está celebrando una conferencia en "Charles,. Trataré de conseguir un equipo adicional -dijo Preston.
La camioneta de reparto de helados hizo doce entregas aquella mañana, todas ellas en la zona de St. John's Wood y Swiss Cottage, con dos en el extremo sur de Marylebone.
Algunas de las entregas se realizaron en bloques de apartamentos, donde era difícil que los vigilantes se acercasen sin llamar la atención; pero anotaron todas las direcciones.
Después, la camioneta volvió a la heladería. Por la tarde no hubo reparto. – ¿Quiere dejar la lista en "Cork" al volver a casa? – preguntó Preston a Stewart.
Aquella noche, los que tenían intervenido el teléfono informaron de que Berenson había recibido cuatro llamadas mientras estuvo en casa, incluida una en que el que llamaba se había equivocado de número. Él no había telefoneado a nadie. Todo había sido grabado en cinta magnetofónica. ¿Quería Preston oírlo? No parecía haber nada sospechoso. Pero Preston pensó que nada perdería con escuchar. El sábado por la mañana, Preston realizó la prueba más extraordinaria de su vida. Empleando un magnetófono montado por los de Ayuda Técnica y valiéndose de una serie de pretextos, telefoneó a todos los que habían recibido helados el día anterior, cuando se ponía una mujer al aparato, le preguntaba si podía hablar con su marido. Como era sábado, halló a todos en casa, menos a uno. Una voz le pareció ligeramente familiar. ¿Por qué? ¿Por el acento? ¿Y dónde había podido oírla antes? Comprobó el nombre del dueño de la casa. No le dijo nada. Almorzó de mal humor en un café próximo a Cork Street. Se le ocurrió la analogía cuando estaba tomando el café.
Volvió corriendo a Cork Street y escuchó de nuevo las grabaciones. Era posible; no cierto, pero posible. Scotland Yard, entre las numerosas especialidades de su Departamento de ciencia forense, tiene una sección dedicada al análisis de la voz, muy útil cuando un "presunto" delincuente cuyo teléfono ha sido intervenido niega que sea su voz la grabada.
Como MI5 no tiene estas facilidades ha de confiar en Scotland Yard para esta clase de cosas y suele conseguir su ayuda por mediación de la Rama Especial. Preston llamó al sargento detective Lander, le encontró en su casa y fue el propio Lander quien concertó una reunión urgente, para la tarde de aquel mismo sábado en la sección de análisis de voces de Scotland Yard. Sólo había un técnico disponible, que, por cierto, se mostró reacio a dejar de ver el partido de rugby en la televisión para acudir al trabajo; pero lo hizo. Joven, delgado y con gafas de cristal de roca, pasó las cintas media docena de veces, observando cómo la línea iluminada subía y bajaba en la pantalla del osciloscopio, registrando los menores matices de tono y timbre de las voces.
–Es la misma voz -decidió al fin-. No cabe la menor duda.
El domingo, Preston identificó al dueño de aquella voz por medio de la Lista diplomática.
También llamó a un amigo del Departamento de Física de la Universidad de Londres, le estropeó el día libre al pedirle un importante favor y, por último, telefoneó a Sir Bernard Hemmings en su casa de Surrey.
–Creo que hay algo de lo que deberíamos informar al Comité Paragon, señor -dijo-. ¿Le parece bien mañana por la mañana?
El Comité Paragon se reunió a las once, y Sir Anthony pidió a Preston que presentase su informe. Había un ambiente de expectación, aunque Sir Bernard Hemmings parecía muy serio. Preston detalló los sucesos de los dos primeros días desde la distribución del documento sobre la isla de Ascensión, haciéndolo con la mayor brevedad posible. Los oyentes dieron muestra de interés al enterarse de la extraña y breve llamada de Berenson desde un teléfono público la noche del miércoles. – ¿Grabaron la llamada? – preguntó Sir Peregrine Jones.
–No, señor; no pudimos acercarnos lo bastante -respondió Preston.
–Entonces, ¿por qué cree que llamó?
–Creo que Mr. Berenson avisó a su controlador sobre una "entrega" inminente, empleando probablemente una clave para indicar la hora y el lugar. – ¿Tiene alguna prueba de ello? – preguntó Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior.
–No, señor.
Preston describió a continuación la visita a la heladería, el abandono del Daily Telegraph y el hecho de que éste fuese recogido personalmente por el dueño. – ¿Consiguieron hacerse con el periódico? – preguntó Sir Paddy Strickland.
–No, señor si hubiésemos irrumpido en la heladería, esto hubiese podido llevar a la detención de Mr. Benotti y quizá de Mr. Berenson, pero Benotti habría podido alegar su ignorancia total de que hubiese algo dentro del periódico, y Mr. Berenson habría podido decir que había sido un terrible descuido.
–Pero, ¿cree usted que la visita a la heladería fue para hacer la "entrega"? – preguntó Sir Anthony Plumb.
–Estoy seguro de ello -respondió Preston.
Siguió describiendo el reparto de recipientes de helado de cuatro litros a una docena de parroquianos la mañana siguiente; la manera en que había obtenido muestras de la voz de once de ellos y la llamada recibida aquella misma noche por Berenson, de alguien que había "equivocado el numero" -La voz del hombre que le llamó aquella noche y dijo que se había equivocado de número, se disculpó y colgó, era la misma de uno de los que recibieron un cubo de he lado.
Se hizo un silencio alrededor de la mesa. – ¿No pudo ser una coincidencia? – preguntó Sir Hubert Villiers, en tono dubitativo-. En esta ciudad son muchas las personas completamente inocentes que se equivocan al marcar el número de un teléfono. Yo mismo recibo continuamente llamadas equivocadas.
–Comprobé eso ayer con un amigo que dispone de una computadora -dijo pausadamente Preston-. Son de menos de una entre un millón las probabilidades de que un hombre, en una ciudad de doce millones de habitantes, entre a tomar un batido en una heladería, y esta heladería sirva a doce parroquianos a la mañana siguiente, y uno de estos parroquianos "equivoque el número" al llamar a medianoche al que se tomó el batido. La llamada telefónica del viernes por la noche fue para acusar recibo del envío.
–Veamos si lo he entendido -dijo Sir Perry Jones-. Berenson recobró de sus tres colegas las fotocopias de mi documento falso y simuló que las destruía. En realidad, conservó una. La metió dentro del periódico y la dejó en la heladería. El dueño recogió el periódico, envolvió el documento secreto en plástico y lo entregó a la mañana siguiente al controlador en un cubo de helado. Entonces, el último avisó a Berenson que lo había recibido.
–Eso es lo que creo que ocurrió -admitió Preston.
–Una probabilidad entre un millón -murmuró Sir Anthony Plumb-. ¿Qué piensas tú, Nigel?
El jefe del SSI sacudió la cabeza.
–No creo en las probabilidades de una entre un millón -replicó-. No en nuestro trabajo, ¿verdad, Bernard? No; fue una entrega en toda regla desde la fuente hasta el controlador por medio de un enlace, del signore Benotti. John Preston tiene razón. Le felicito. Berenson es nuestro hombre.
–Y después de hacer este descubrimiento, ¿ qué, Mr. Preston? – preguntó Sir Anthony.
–He trasladado la vigilancia de Mr. Berenson al controlador -comunicó Preston-. He identificado a éste. En realidad, esta mañana me uní a los vigilantes y le seguí desde su piso en Marylebone donde vive solo como soltero, hasta su oficina. Es un diplomático extranjero.
Se llama Jan Marais. – ¿Jan? Parece checo -dijo Sir Perry Jones.
No exactamente -intervino Preston, con aire sombrío-. Jan Marais es diplomático acreditado en el personal de la Embajada de la República de Sudáfrica. Se hizo un silencio de asombro e incredulidad. Sir Paddy Strickland, en un lenguaje poco usado por los diplomáticos, farfulló: -¡Maldita sea!
Todos los ojos se volvieron a Sir Nigel Irvine. Éste se hallaba sentado en el extremo de la mesa y parecía terriblemente impresionado. " Si es verdad -pensó-, haré de sus pelotas aceitunas para el cóctel."
Estaba pensando en el general Henry Peinar, jefe del Servicio de Información Nacional de Sudáfrica sucesor del difunto y no malogrado BOSS. Una cosa era que los sudafricanos contratasen a unos cuantos ladrones londinenses para robar los archivos del Congreso Nacional africano; pero "introducir" un espía en el Ministerio de Defensa británico era una declaración de guerra entre Servicios.
–He de decirles, caballeros, que, si me lo permiten, dedicaré unos cuantos días a investigar más a fondo este asunto -dijo Sir Nigel.
Dos días más tarde el 4 de marzo, uno de los ministros a quien había confiado Mrs.
Thatcher su deseo de anticipar las elecciones generales, estaba desayunando con su esposa en su magnífica casa de Holland Park, Londres. La esposa hojeaba una serie de folletos de viajes de vacaciones.
–Corfú es un buen sitio -dijo-. O Creta.
Como no obtuviese respuesta, insistió:
–Este verano deberíamos disfrutar de quince días de completo descanso, querido. A fin de cuentas, han pasado casi dos años. ¿Qué te parecería en el mes de junio? Antes de la aglomeración, pero cuando el tiempo es mejor.
–En junio, no -replicó el ministro sin levantar la cabeza.
–Pero junio es hermoso -protestó ella.
–No en junio -repitió él -. Cualquier otro mes, pero no el de junio.
Ella abrió mucho los ojos. – ¿Por qué es tan importante junio?
–Olvídalo. – ¡Astuto y viejo zorro! – exclamó ella con desaliento-. Es por Margaret, ¿verdad?
Aquella pequeña charla íntima en Chequers hace una semana. Ella va a ir al campo. Que me aspen si me equivoco. – ¡Calla! – dijo su marido, pero, después de veinticinco años de matrimonio, ella sabía que había acertado.
Levantó la cabeza y vio a Emma, su hija, en el umbral de la puerta. – ¿Vas a salir, querida?
–Sí -respondió la muchacha-. Hasta luego.
Emma Lockwood tenía diecinueve años, estudiaba en una academia de Bellas Artes y era partidaria, con todo el entusiasmo de su juventud, de la "política radical". De testaba las opiniones políticas de su padre y trataba de protestar contra ellas con su propio estilo de vida. Para desesperación tolerante de sus padres, no faltaba a ninguna manifestación antinuclear ni a los más ruidosos actos de protesta de la extrema izquierda. Una de sus maneras de protestar era acostarse con Simon Devine, profesor de una escuela politécnica al que había conocido en una manifestación. Como amante no era gran cosa, pero le impresionaban su curioso trosquismo y su odio patológico contra la "burguesía", en el que parecía incluir a todos aquellos que no pensaban como él. A quienes discrepaban de él todavía más que los burgueses, les llamaba fascistas. Aquella tarde, en su habitación, le contó Emma lo que había oído desde la puerta del cuarto donde desayunaban sus padres.
Devine era miembro de varios grupos revolucionarios estudiantiles y escribía artículos para publicaciones de la izquierda dura, muy apasionadas y de poca circulación. Dos días después mencionó la noticia que había obtenido de Emma Lockwood a uno de los directores de un libelo para el que había preparado un artículo pidiendo a todos los trabajadores de la empresa automovilística de Cowley, amantes de la libertad que destruyesen la línea de producción como represalia por haber sido despedido por robo uno de los suyos. El director advirtió a Devine de que un rumor no era suficiente para publicar un artículo sobre él, pero que discutiría la información con sus colegas, y le aconsejó que, de momento, no dijese nada. Cuando Devine se hubo marchado, el director discutió el asunto con uno de SUS colegas, que era su enlace, y éste transmitió la información al controlador que estaba en la residencia de la Embajada soviética. El 11 de marzo llegó a Moscú la noticia. De haberlo sabido, Devine se habría horrorizado. Como ardiente seguidor de la llamada de Trotsky para la inmediata revolución mundial, odiaba Moscú y todo lo que éste representaba. Sir Nigel Irvine había quedado muy impresionado por la revelación de que el controlador de un espía importante dentro del establismment británico era un diplomático sudafricano, y siguió el único camino de que disponía: acudir directamente al SIN de Sudáfrica y pedir una explicación. Las relaciones entre el SSI británico y el SIN sudafricano (y su predecesor, el BOSS) serían calificadas de inexistentes por cualquier político de ambos países,
"Distanciadas" sería un término más exacto. En realidad existen, pero, por razones políticas, son difíciles. Debido a la repugnancia general que inspira la doctrina del apartheid, la relación ha sido siempre mal vista por los sucesivos Gobiernos británicos, sobre todo por los gobiernos laboristas. Durante los años de régimen laborista entre 1964 y 1979, se permitió que continuase, debido al problema de Rhodesia. El Primer Ministro laborista Harold Wilson reconoció que necesitaba toda la información que pudiese obtener sobre la Rhodesia de Ian Smith para justificar sus sanciones, y los sudafricanos podían proporcionársela. Cuando terminó aquel asunto, los conservadores habían recuperado el poder en mayo de 1979, y las relaciones continuaron, debido, esta vez, a la preocupación por Namibia y Angola, donde había que confesar que los sudafricanos tenían buenas redes de información. Las relaciones no interesaban a una sola de las partes. Los británicos recibieron un soplo de los alemanes occidentales sobre la relación con Alemania del Este de la esposa del comodoro de la Marina sudafricana Dicter Herhardt, que más tarde fue detenido como espía del bloque soviético. Los británicos informaron también a los sudafricanos sobre una pareja de "ilegales" soviéticos; que habían penetrado en Sudáfrica, empleando los archivos enciclopédicos del SSI sobre tales caballeros. En 1967 se produjo un desagradable incidente, cuando un agente del BOSS, un tal Norman Blackburn, que trabajaba como barman en el "Zambezi Club", hechizó a una de las Garden Girls. Estas son secretarias del 10 de Downing Street y reciben ese nombre porque trabajan en una habitación que da al jardín. La enamorada Helen -sólo damos el patronímico por que hace tiempo que lleva una vida digna con su familia- transmitió varios documentos secretos a Blackburn antes de que se descubriese el caso. Esto causó gran "revuelo" y llevó a Harold Wilson a la firme convicción de que todo lo que marchaba mal, incluidos el vino agriado y las malas cosechas, se debía al BOSS. Después de aquello, las relaciones tomaron un rumbo más normal. Los británicos mantienen allí un jefe de ser vicio, con conocimiento del SIN y que suele residir en Johannesburgo. Los británicos no toman "medidas activas" en territorio sudafricano. Los sudafricanos tienen varios agentes en su Embajada en Londres de los que el SSI tiene conocimiento, y unos pocos fuera de la Embajada, que son vigilados atentamente por MI5.
La tarea de estos últimos consiste en observar las actividades en Londres de varias organizaciones revolucionarias sudafricanas, como ANC, SWAPO, etcétera. Mientras los sudafricanos se limiten a esta labor, nadie se mete con ellos. El jefe británico del Servicio en Johannesburgo pidió y obtuvo una entrevista personal con el general Henry Pienaar y transmitió a su superior en Londres lo que le había dicho el jefe del SIN. Sir Nigel convocó una reunión del Comité Paragon para el 10 de marzo.
–El grande y buen general Pienaar jura por todo lo que considera sagrado que no sabe nada de Jan Marais. Afirma que Marais no trabaja ni ha trabajado nunca para él. – ¿Dice la verdad? – preguntó Sir Paddy Strickland.
–En este juego, nunca se puede estar seguro de cuál es la verdad -respondió Sir Nigel -. Pero en este caso podría serlo. En primer lugar, si no lo fuese, habría sabido hace tres días que hemos descubierto a Marais. Si éste estuviese a su servicio, habría comprendido que nuestra venganza sería terrible. No ha sacado de aquí a ninguno de sus hombres, cosa que pienso que habría hecho si se considerase culpable.
–Entonces, ¿quién diablos es Marais? – preguntó Sir Perry Jones.
–Pienaar dice que tiene tanto interés como nosotros en saberlo -respondió "C"-. En realidad aceptó mi petición de que un investigador nuestro colabore con los suyos en la caza. Deseo enviar un hombre allí. – ¿Cuál es ahora la posición de Berenson y de Marais? – preguntó Sir Anthony Plumb a Harcourt Smith, que representaba a "Cinco".
–Ambos están bajo discreta vigilancia, pero no se ha tomado ninguna medida drástica.
No se ha irrumpido en el apartamento de ninguno de los dos. Sólo interceptación de la correspondencia, escucha de los teléfonos y observación, por los vigilantes, durante las veinticuatro horas del día -respondió Harcourt Smith. – ¿Cuánto tiempo necesitas, Nigel? – preguntó Plumb.
–Diez días.
–Está bien, pero no más. Dentro de diez días tendremos que actuar contra Berenson con todo lo que tengamos e iniciar la valoración del daño, tanto si quiere colaborar como si no.
Al día siguiente, Sir Nigel Irvine telefoneó a Sir Bernard Hemmings a su casa de las afueras de Farnham, don de se hallaba confinado el enfermo.
–Bernard, quiero hablarte de ese hombre tuyo, Preston. Sé que es algo desacostumbrado, pues podría enviar a uno de los míos, pero me gusta su estilo. ¿Podrías prestármelo para el viaje a Sudáfrica?
Sir Bernard accedió. Preston se trasladó a Johannesburgo en el vuelo de la noche del 12 al 13 de marzo. Hasta que estuvo en el aire no llegó la información a conocimiento de Brian Harcourt Smith. Éste se enfadó mucho, pero comprendió que no podía hacer nada. El Comité Albión se presentó al secretario general en la tarde del 12 y fue recibido en el apartamento de Kutúzovski Prospekt. – ¿Qué tienen que comunicarme? – preguntó pausadamente el líder soviético.
El profesor Krilov, como presidente del Comité, hizo un ademán al gran maestro Rogov, el cual abrió la carpeta que tenía delante y empezó a leer. Como siempre que se hallaba en presencia del secretario general, Philby se sintió impresionado, incluso pasmado, ante el poder absoluto de aquel hombre. Durante las investigaciones del Comité habría bastado la mera mención de su nombre como autoridad suprema para conseguir todo lo que hubiesen querido en la URSS, sin que les hiciesen preguntas. Como estudioso del poder y sus aplicaciones, Philby admiraba la manera implacable y astuta con que el secretario general se había asegurado un poder total sobre todos los resortes vitales de la Unión Soviética.
Arios antes, cuando le otorgaron la poderosa presidencia de la KGB, no fue designado por Breznev, sino por la eminencia gris del Politburó, el ideólogo del partido, Mijaíl Súslov. Con esta independencia residual de Breznev y su "mafia" personal, había conseguido que la KGB no se convirtiese nunca en un perro fiel de Breznev. Cuando, en mayo de 1982, muerto Súslov y agonizante Breznev, abandonó la KGB para volver al Comité Central, no cometió el mismo error. Dejó tras él, como presidente de la KGB, al general Fedorchuk, su lugarteniente personal. Desde el interior del partido, el actual secretario general consolidó su posición en el Comité Central y esperó, a lo largo de los breves períodos de Andrópov y Chernenko, la inevitable sucesión. A los pocos meses de esta sucesión se había asegurado todas las fuentes de poder: el partido, las Fuerzas Armadas, la KGB y el Ministerio del Interior: el MVD. Con todos los ases en sus manos, nadie se atrevería a oponerse a él ni a conspirar.
–Hemos trazado un plan, camarada secretario general -dijo el doctor Rogov, empleando el tratamiento formal, ya que estaban en presencia de otros-. Es un plan concreto, una medida activa, una proposición para producir tal desestabilización entre el pueblo británico, que el caso de Sarajevo y el incendio del Reichstag parecerán insignificantes. Lo hemos llamado "Plan Aurora".
Tardó una hora en leer todos los detalles. De vez en cuando levantaba la cabeza para ver si había alguna reacción, pero el secretario general era gran maestro en un juego mucho más importante que el ajedrez, y su cara permanecía impasible. Por fin terminó el doctor Rogov. Se hizo un silencio y todos esperaron.
–Tiene sus riesgos -dijo suavemente el secretario general -. ¿Qué garantía tenemos de que no salga el tiro por la culata como en ciertas… otras operaciones?
No había mencionado la palabra, pero todos supieron a qué se refería. En su último año en la KGB se había visto gravemente afectado por el horrible fracaso del asunto Wojtyla.
Habían tardado tres años en desvanecerse el estruendo y las acusaciones, y se había producido una publicidad mundial que en modo alguno favorecía a la URSS. A principios de la primavera de 1981, el Servicio Secreto búlgaro había informado de que sus agentes entre la comunidad turca de Alemania Federal habían descubierto a un tipo extraño. Por razones étnicas, culturales e históricas, Bulgaria, el satélite más fiel y sumiso de Rusia, estaba profundamente interesada en Turquía y los turcos. El hombre a quien habían descubierto era un terrorista de pelo en pecho que había sido adiestrado por la extrema izquierda en el Líbano, había matado en Turquía por encargo de los "lobos grises" de la extrema derecha, escapado de la cárcel y huido a Alemania Federal. Lo más extraño era que había expresado una obsesión personal por matar al Papa. ¿Arrojarían a Mehmed Alí Agca al océano o le darían fondos y documentos falsos, además de una pistola, y le dejarían marchar?En circunstancias normales, la reacción de la KGB habría sido la más prudente: matarle. Pero las circunstancias no eran normales. Karol Wojtyla, primer Papa polaco de la Historia, representaba una gran amenaza. Polonia estaba soliviantada; el régimen comunista podía saltar allí en pedazos gracias al movimiento disidente Solidaridad. El disidente Wojtyla había visitado ya Polonia en una ocasión, con desastrosos resultados desde el punto de vista soviético. Había que pararle los pies o desacreditarle. La KGB respondió a los búlgaros:
"adelante, pero nosotros no queremos saber nada". En mayo de 1981, provisto de dinero, documentos falsos y una pistola, Agca fue acompañado a Roma, colocado en la dirección adecuada y dejado que siquiera lo que le dictaba su cabeza. Como resultado de ello, muchas personas perdieron la suya.
–Con el debido respeto, no creo que puedan compararse los dos casos -dijo el doctor Rogov, que había sido el principal artífice del "Plan Aurora" y estaba dispuesto a defenderlo-. El caso Wojtyla fue un desastre por tres razones: el objetivo no murió; el asesino fue capturado vivo, y, lo peor de todo, no existía un plan bien urdido para culpar a otros de conspiración, por ejemplo, a la extrema derecha italiana o norteamericana. Hubiese tenido que haber un montón de pruebas verosímiles para convencer al mundo de que era la derecha la que había impulsado a Agca.
El secretario general asintió con la cabeza, como un viejo lagarto. – Ahora -siguió diciendo Rogov- la situación es diferente. Puede haber salidas y atajos en todas las fases.
El ejecutor sería un gran profesional, que se suicidaría antes de ser capturado. Los artefactos físicos son, en su mayor parte, inofensivos en apariencia, y ninguno de ellos podría ser relacionado con la URSS. El oficial ejecutor no puede sobrevivir a la ejecución del plan. Y hay planes secundarios subsiguientes para que la culpa recaiga, firme y convincentemente, sobre los norteamericanos.
El secretario general se volvió al general Marchenko: -¿Daría resultado? – preguntó.
Los tres miembros del Comité se sintieron incómodos. Habría sido más fácil captar la reacción del secretario general y mostrarse de acuerdo con él. Pero él no había dejado traslucir nada de lo que pensaba. Marchenko res piró hondo y asintió con la cabeza.
–Es factible -convino-. Creo que se necesitarían de diez a dieciséis meses para ponerlo en práctica. – ¿Camarada coronel? – preguntó a Philby el secretario general.
El tartamudeo de Philby aumentó mientras hablaba. Siempre le ocurría esto cuando se hallaba bajo tensión.
–En cuanto a los riesgos, no soy el más capacitado para juzgarlos. Ni la cuestión de su posibilidad técnica. En cuanto a los efectos, es indudable que inclinaría a más del diez por ciento de los electores "indecisos" británicos a votar por los laboristas. – ¿Camarada profesor Krilov?
–Yo debo manifestar mi oposición, camarada secretario general. Lo considero sumamente aventurado, tanto en su ejecución como en sus posibles consecuencias. Es totalmente contrario a los términos del Cuarto Protocolo. Si éste se quebrantase, todos sufriríamos por ello.
El secretario general pareció sumirse en profunda meditación, que nadie se atrevió a turbar. Los ojos sólo entreabiertos rumiaron durante cinco minutos detrás de las brillantes gafas. Al fin levantó la cabeza. – ¿No hay notas, ni grabaciones, ni fragmentos de este plan fuera de esta habitación?
–Nada -declararon los cuatro hombres del Comité.
–Recojan los legajos y las carpetas y dénmelos -ordenó el secretario general.
Cuando lo hubieron hecho, prosiguió, con su monotonía habitual:
–Es un plan desaforado, loco, atrevido e increíblemente peligroso -salmodió-. Queda disuelto el Comité. Volverán ustedes al ejercicio de sus profesiones y no mencionarán jamás el Comité Albión ni el "Plan Aurora".
Seguía sentado allí, contemplando fijamente la mesa, cuando los cuatro hombres, sumisos y humillados, salieron de la estancia. Se pusieron los abrigos y los sombreros en silencio, casi sin mirarse, y fueron acompañados a sus coches. En el cavernoso patio, cada cual subió a su automóvil. Philby, en su "Volga" personal, esperó a que el conductor, Gregoriev, pusiese el motor en marcha, pero el hombre si guió sentado inmóvil. Las otras tres limosinas abandonaron el patio, pasaron por debajo del arco y salieron al bulevar.
Alguien golpeó la ventanilla de Philby. Éste bajó el cristal y vio la cara del comandante Pavlov.
–Tenga la bondad de acompañarme, camarada coronel.
–A Philby se le encogió el corazón. Ahora comprendió que sabía demasiado; era el único extranjero del grupo. El secretario general tenía fama de atar siempre los cabos sueltos. Siguió al comandante Pavlov al interior del edificio. Dos minutos más tarde, era introducido de nuevo en el salón del secretario general. El viejo seguía en su silla de ruedas junto a la mesa de café. Hizo un ademán a Philby, invitándole a sentarse. El traidor británico se apresuró a obedecer. – ¿Qué le ha parecido realmente todo esto? – preguntó suavemente el secretario general.
Philby tragó saliva.
–Ingenioso, audaz y aventurado; pero, si saliese bien, sería eficaz -dijo.
–Es brillante -murmuró el secretario general-. Y será puesto en práctica. Pero bajo mi dirección personal. La operación será exclusivamente mía, de nadie más. Y usted colaborará íntimamente en ella. – ¿Puedo preguntarle una cosa? – se atrevió a decir Philby-. ¿Por qué yo? Soy extranjero, aunque he servido a la Unión Soviética durante toda mi vida y he vivido un tercio en ella. Pero sigo siendo extranjero.
–Precisamente -replicó el secretario general-, y no tiene nadie que le ampare, salvo yo. No podría empezar a conspirar contra allí. Se despedirá de su esposa y de sus hijos y despachará a su chófer. Pasará a residir en las habitaciones de los invitados de mi dacha en Usovo. Allí montará el equipo que habrá de realizar el "Plan Aurora". Tendrá todas las autorizaciones que necesite; las recibirá de mi oficina en el Comité Central. Pero no se dejará ver personalmente.
Apretó un botón debajo de su mesa.
–Trabajará siempre bajo la mirada de este hombre. Creo que ya le conoce. Se había abierto la puerta y aparecido el rostro frío e impasible del comandante Pavlov.
–Es muy inteligente y extraordinariamente receloso dijo el secretario general, en tono encomiástico-. También es absolutamente fiel. Y es sobrino mío.
Mientras Philby se levantaba para acompañar al comandante, el secretario general le tendió una tira de papel. Era un papel muy fino que procedía del Primer Directorio e iba dirigido a la "atención personal del secretario general del PCUS". Philby lo miró con incredulidad.
–Sí -dijo el secretario general-, llegó ayer a mi poder. No dispondrá usted de los diez a dieciséis meses del general Marchenko. Por lo visto, Mrs. Thatcher va a hacer su maniobra en junio. Tenemos que hacer la nuestra una semana antes que ella.
Philby suspiró. En 1916 se habían necesitado diez días para hacer la revolución rusa. El mayor traidor británico tenía noventa para garantizar la de Gran Bretaña.
Desde la terraza, dos hombres del SIN sudafricano observaron su llegada, pero no hicieron nada para acercarse mas. Había que pasar por la Aduana y por Inmigración, y, a la media hora de haber aterrizado el avión, los dos ingleses rodaban a toda velocidad hacia Pretoria.
Preston contempló con curiosidad el paisaje del highveld; no correspondía en absoluto a la imagen que se había forjado de África; se hallaba sencillamente en una carretera asfaltada de seis carriles, que atravesaba una llanura yerma y estaba flanqueada de granjas y fábricas modernas de estilo europeo.
–Le he reservado habitación en el "Burgerspark" -dijo Grey-. Está en el centro de Pretoria. Me dijeron que prefería usted alojarse en un hotel y no en la Residencia.
–Sí -dijo Preston-. Muchas gracias.
–Iremos primero allí. Tenemos una cita con la Bestia a las once. Este título, no demasiado afectuoso, había sido en un principio otorgado a Van DenBerg, general de la Policía y jefe de la antigua Oficina de Seguridad del Estado, BOSS. Después del llamado escándalo Muldergate, en 1979, se disolvió el desgraciado matrimonio de la rama de Información del Estado de Sudáfrica y su Policía de Seguridad, para gran alivio de los agentes profesionales de información y del Servicio exterior, algunos de los cuales habían sido continuamente puestos en aprietos por la dura táctica de la BOSS. La rama de Información había sido reconstituida bajo el nombre de Servicio de Información Nacional, y el general Henry Pienaal fue trasladado a él desde su puesto de jefe de Información Militar.
No era general de la Policía, sino del Ejército, y aunque no era oficial de Información de toda la vida, como Sir Nigel Irvine, sus años de recogida de información militar le habían enseñado que hay varias maneras de matar pulgas. Cuando el general Van Den Berg pasó a la situación de retirado, aún decía, a los que quisieran escucharle, que "la mano de Dios le protegía". Con muy poca amabilidad, los ingleses habían pasado su apodo de la Bestia al general Pienaar. Preston se registró en el hotel de la Van Der Walt Street, dejó sus maletas, se lavó y afeitó rápidamente y fue a reunirse con Grey en el salón a las diez y media. De allí se dirigieron en coche a Union Building. La sede de la mayor parte del Gobierno sudafricano es un enorme y largo bloque de piedra arenisca color castaño claro de tres pisos de altura, y con su fachada de 400 metros adornada con cuatro columnatas salientes. Se levanta en el centro de Pretoria, sobre una colina que mira al Sur a través de un valle por cuyo fondo discurre Kerk Straat, y la explanada de delante del bloque tiene una vista panorámica a través del valle hasta las pardas colinas del Highveld al Sur, rematada por la mole cuadrada del Voortrek ker Monument. Dennis Grey se identificó en la mesa de recepción y mencionó su cita. A los pocos minutos apareció un joven oficial, que les condujo al despacho del general Pienaar. El cuartel general del jefe del SIN está en el piso alto y en el extremo occidental del edificio. Grey y Preston fueron conducidos a lo largo de interminables pasillos decorados con lo que parecía ser un motivo de color castaño y crema del servicio civil sudafricano y revestidos de paneles de madera oscura. El despacho del general está al final del último corredor de la tercera planta, flanqueado, a la derecha, por un despacho donde trabajan dos secretarias, y, a la izquierda, por otro en el que están dos oficiales. El oficial acompañante llamó a la última puerta, esperó que le diesen permiso e hizo pasar a los visitantes británicos. El despacho era sombrío y severo, con una grande y visiblemente desembarazada mesa frente a la puerta y cuatro sillones de cuero alrededor de una mesita baja cerca de la ventana, que daba a Kerk Straat y a las colinas del otro lado del valle. En todas las paredes había una serie de mapas, sin duda operacionales, protegidos por cortinillas verdes. El general Pienaar era un hombre alto y corpulento, que se levantó al entrar ellos y se adelantó para estrecharles la mano. Grey hizo las presentaciones, y el general les invitó a sentarse en los sillones de cuero. Les sirvieron café, pero la conversación se mantuvo al nivel de una charla intrascendente. Grey comprendió la insinuación, se despidió y se fue. El general Pienaar miró fijamente a Preston durante un rato.
–Bueno, Mr. Preston -dijo en un inglés casi sin acento-, hablemos de nuestro diplomático Jan Marais. Ya le dije a Sir Nigel, y ahora se lo digo a usted: no trabaja para mí ni para mi Gobierno; al menos, no como controlador de agentes en Gran Bretaña. ¿Ha venido usted a tratar de descubrir para quién trabaja?
–Ésa es mi intención, si puedo, general.
El general Pienaar asintió varias veces con la cabeza.
–Prometí a Sir Nigel que le prestaríamos toda la ayuda que pudiésemos. Y cumpliré mi palabra.
–Gracias, general.
–Pondré a su servicio a uno de mis dos oficiales personales. Él le ayudará en todo lo necesario; le facilitará el acceso a los archivos que desee examinar; actuará de intérprete en caso necesario. ¿Habla usted afrikaans?
–No, general; ni una palabra.
–Entonces habrá que hacer algunas traducciones y necesitará un intérprete.
Pulsó un botón encima de la mesa y, al cabo de unos segundos, se abrió la puerta y entró un hombre de la misma corpulencia que el general, pero mucho más joven. Preston calculó que tendría poco más de treinta años. Tenía cabellos castaños y cejas color de arena. – Permita que le presente al capitán Andries Viljoen. Andy, éste es Mr. John Preston, de Londres, el hombre con quien vas a trabajar. Preston se levantó para estrecharle la mano. Percibió una hostilidad apenas disimulada en el joven afrikánder, tal vez un reflejo de los sentimientos más velados de su superior.
–He puesto una habitación a su disposición en este mismo pasillo -dijo el general Pienaar-. Bueno, no perdamos más tiempo, caballeros. Vayan a lo suyo.
Cuando estuvieron solos en el despacho que se les había reservado, Viljoen preguntó: -¿Por dónde quiere empezar, Mr. Preston?
Preston suspiró para sus adentros. La campechanía del tratamiento en "Charles" y "Gordon", donde le llamaban por su patronímico, le resultaba mucho más agradable.
–Por los antecedentes personales de Jan Marais, si no le importa, capitán Viljoen.
La satisfacción del capitán saltó a la vista al sacar el legajo de un cajón de la mesa.
–Naturalmente, los hemos examinado ya -dijo-. Yo mismo los saqué hace unos días de Registro de Personal del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Colocó ante Preston un grueso legajo con cubierta de piel.
–Si puede servirle de ayuda, resumiré lo que pudimos sacar de esto. Marais ingresó en el Servicio Exterior de Sudáfrica en Ciudad de El Cabo, la primavera de 1946. Lleva poco más de cuarenta años en el Servicio y tiene que jubilarse en diciembre. Procede de una buena familia afrikánder y nunca ha recaído la menor sospecha sobre él. Por eso resulta tan misterioso su comportamiento en Londres.
Preston asintió con la cabeza. No necesitó que se lo dijese más claramente. Aquí pensaban que Londres se había equivocado. Abrió el legajo. Entre los documentos de encima, había una hoja escrita a mano en inglés.
–Ésa es su autobiografía manuscrita -dijo Viljoen-, requisito que se exige a todos los candidatos al Servicio Exterior. En aquellos tiempos, cuando el partido unido de Jan Smuts estaba en el poder, el inglés se usaba mucho más que hoy. Actualmente, ese documento habría sido escrito en afrikaans. Desde luego, los candidatos deben hablar ambas lenguas con fluidez. – Entonces creo que será mejor que empiece con esto -sugirió Preston-.
Mientras lo leo, ¿tendría usted la bondad de hacer una sinopsis de su carrera en el Servicio?
En particular, sus destinos en el extranjero, dónde, cuándo y por cuánto tiempo.
–Muy bien -asintió Viljoen-. Si fue por mal camino, si le corrompieron, probablemente ocurrió en algún lugar del extranjero.
El hincapié que hizo Viljoen en la palabra "si" bastó para expresar sus dudas, y el efecto corrosivo de los extranjeros sobre los buenos afrikánders se revelaba claramente en el énfasis puesto en la palabra "extranjero". Preston empezó a leer. Nací, en agosto de 1925, en la pequeña población de Duiwetskloof, en el norte de Transvaal, hijo único de un agricultor del Mootseki Valley, en las afueras del pueblo Mi padre, Laurens Marais, era afrikánder puro, pero mi madre, Mary era de origen inglés. Fue un matrimonio desacostumbrado en aquella época, pero gracias a ello aprendí a la perfección tanto el inglés como el afrikaans. Mi padre era mucho más viejo que mi madre, la cual estaba delicada y murió cuando yo tenía diez años, durante una de las epidemias de fiebre tifoidea que en aquellos tiempos asolaban la región de vez en cuando. Mi padre tenía cuarenta y seis años cuando yo nací, y mi madre, sólo veinticinco. Él cultivaba principalmente patatas, tabaco, un poco de trigo, y criaba gallínas, patos, pavos, ganado bovino y corderos. Toda su vida fue firme simpatizante del Partido Unido, y me puso el nombre de Jan en honor del mariscal Jan Smuts. Preston interrumpió la lectura:
–Supongo que todo esto no perjudicaría su candidatura -sugirió.
–En absoluto -dijo Viljoen, mirando el papel-. El Partido Unido estaba entonces todavía en el poder. El Partido Nacional no lo conquistó hasta 1948.
Preston siguió leyendo. Cuando tenía siete años empecé a ir a la Escuela de Agricultura local de Duiselskloof, y a la edad de doce fui a la Superior de Merensky, que había sido fundada cinco años antes. Cuando estalló la guerra de 1939, mi padre, que era gran admirador de Gran Bretaña y del Imperio, solía seguir todas las noticias sobre la guerra en Europa en su aparato de radio, sentado en la terraza por la noche, al terminar el trabajo.
Cuando murió mi madre, nos unimos todavía más, y pronto empecé a sentir afán por participar en la guerra. Dos días después de cumplir los dieciocho años, en agosto de 1943, me despedí de mi padre y tomé el tren hacia Pietersburg, donde hice transbordo para tomar el de Pretoria. Mi padre me acompañó hasta Pietersburg, y la última vez que le vi estaba en el andén despidiéndome con la mano. Al día siguiente entré en la Jefatura de Defensa de Pretoria, hice una declaración formal, firmé y fui enviado al campamento de Roberts Heights para instrucción básica, lucha cuerpo a cuerpo y empleo de armas de fuego. También me presenté voluntario para el galón rojo. – ¿Qué significa eso del "galón rojo"? – preguntó John Preston.
Viljoen levantó la cabeza interrumpiendo su escritura En aquellos tiempos, sólo los voluntarios podían ser enviados a luchar fuera de las fronteras de Sudáfrica – explicó Viljoen-. No podían ser obligados a hacerlo. Los que se presentaban voluntarios para combatir en ultramar recibían un galón rojo para llevarlo en el uniforme.
Desde Roberts Heights fui enviado al regimiento Witwatersrand Rifles – De la Rey, que había sido unificado después de las bajas sufridas en Tobruk, para formar el Wits- De La Rey. Fuimos enviados en tren a un campamento de tránsito en Hay Paddock, cerca de Pietermaritzburg, Y destinados como refuerzo a la Sexta División sudafricana, en espera de ser llevados a Italia. Por último, embarcamos todos en Durban, en el Duchess of Richmond, pasamos por el canal de Suez y desembarcamos en Tarento a finales de enero.
La mayor parte de aquella primavera italiana la empleamos en avanzar hacia Roma, y con la Sexta División, a la sazón compuesta por la 12ª Brigada Motorizada de AS y con la 1ª Brigada Acorazada de AS los Wits De La Rey cruzamos Roma y empezamos el avance sobre Florencia. El 13 de julio, yo estaba en una avanzadilla en el monte Benichi, en las montañas de Chianti, con una patrulla de exploración de la compañía "C". En un terreno poblado de tupidos bosques, me encontré separado del resto de la patrulla después del anochecer, y a los pocos minutos me vi rodeado por tropas alemanas de la División Hermann Goering. Como decían ellos, me "metieron en el saco". Tuve la suerte de conservar la vida, pero me subieron a un camión con otros prisioneros aliados y nos enviaron a una "jaula", o campamento provisional, en un lugar llama do La Tarina, al norte de Florencia. Recuerdo que el prisionero sudafricano de más categoría era el suboficial Snyman. No estaríamos mucho tiempo allí. Al avanzar los aliados a través de Florencia, fuimos brutalmente evacuados durante la noche. Aquello fue el caos. Algunos prisioneros trataron de escapar y fueron muertos a tiros. Los dejaron tirados en la carretera, y los camiones pasaron sobre ellos. De los camiones fuimos trasladados a vagones de ferrocarril para el transporte de ganado, y viajamos hacia el Norte durante días, atravesando los Alpes y llegando, al fin, al campo de prisioneros de guerra de Moosberg, a cuarenta kilómetros al norte de Munich. Pero tampoco esto fue por mucho tiempo. Después de sólo catorce días, aproximadamente la mitad de nosotros fuimos sacados de Moosberg y enviados de nuevo a un tren, donde nos metieron una vez más en vagones de ganado. Casi sin comer ni beber nada. rodamos a través de Alemania durante seis días con sus noches, y a finales de agosto de 1944 fuimos, al fin, descargados y enviados a otro campo mucho más grande. Nos enteramos de que lo llamaban Stalag 344 y estaba en Lamsdorf, cerca de Breslau, en la que era entonces Silesia alemana. Pienso que Stalag 344 debía de ser el Stalag peor de todos.
Había allí once mil prisioneros de guerra aliados; las raciones eran virtualmente para morirse de hambre, y si nos mantuvimos vivos, fue principalmente gracias a los paquetes de la Cruz Roja. Yo era entonces cabo, y como tal, tuve que incorporar me a destacamentos de trabajadores y era enviado cada día, con otros muchos, en camiones, para trabajar en una fábrica de petróleo sintético situada a diecinueve kilómetros de distancia. Aquel invierno fue muy crudo en la llanura silesiana. Un día, precisamente antes de la Navidad, nuestro camión se averió. Dos prisioneros trataron de repararlo bajo la vigilancia de los guardias alemanes.
A algunos de nosotros se nos permitió apearnos junto a la parte trasera del camión. Un joven soldado sudafricano que estaba cerca de mí miró hacia el bosque de pinos, a sólo unos veintisiete metros de nosotros; después me miró y arqueó una ceja. Nunca sabré por qué lo hice, pero un momento después corríamos los dos sobre la nieve, que nos llegaba a los muslos mientras nuestros camaradas empujaban a los guardias alemanes para desviar su puntería. Llegamos vivos a la orilla del bosque y penetramos, corriendo, en la espesura. – ¿Quiere que vayamos a almorzar? – preguntó Viljoen-. Tenemos una cantina en la casa. – ¿Cree usted que podrían traernos unos bocadillos y café aquí? – preguntó Preston.
–Desde luego. Llamaré para que lo traigan.
Preston reanudó la lectura del relato de Jan Marais. Pronto descubrimos que, en realidad, habíamos salido del fuego para caer en las brasas, salvo que aquello no era fuego, sino un infierno helado, donde la temperatura descendía por la noche a treinta grados bajo cero.
Llevábamos los pies envueltos en papeles dentro de las botas pero ni esto ni nuestros capotes nos resguardaban del frío. Después de dos días, nuestra debilidad era tan grande, que a punto estuvimos de rendirnos. La segunda noche empezábamos a dormirnos en un granero arruinado, cuando alguien nos despertó sacudiéndonos. Pensamos que debían de ser los alemanes, pero yo conocía algunas palabras de su idioma gracias al atrikuats, y comprendí que aquellas voces no eran alemanas, sino polacas; habíamos sido descubiertos por una banda de partisanos polacos. Estuvieron en un tris de fusilarnos como desertores alemanes, pero yo grité que éramos ingleses, y uno de los hombres pareció entenderme.
Resultó que, si bien la mayoría de los ciudadanos de Breslau y Lamsdorf eran de raza germana, los campesinos eran de sangre polaca y, al avanzar las tropas rusas, muchos de ellos se habían metido en los bosques para hostigar a los alemanes en retirada. Había dos clases de partisanos: los comunistas y los católicos. Tuvimos suerte, pues fue un grupo de combatientes de la resistencia católica el que nos sorprendió Nos mantuvieron durante todo aquel crudo invierno, mientras los cañones rusos tronaban en el Este y proseguían su avance. Entonces, en enero, mi camarada cogió una pulmonía. Traté de cuidarle, pero sin antibióticos, murió y le enterramos en el bosque. Preston masticó pensativamente sus bocadillos y sorbió su café. Observó que sólo quedaban unas pocas páginas. En marzo de 1945, el Ejército ruso cayó de pronto sobre nosotros. Desde los bosques podíamos oír sus carros blindados que rodaban hacia el Oeste por las carreteras. Los polacos prefirieron quedarse en los bosques, pero yo no pude soportarlo más. Me mostraron el camino, y, una mañana, con las manos en alto, salí del bosque y me entregué a un grupo de soldados rusos. Al principio creyeron que era alemán, y a punto estuvieron de matarme. Pero los polacos me habían dicho que gritase angleeski, y lo hice repetidamente. Bajaron sus rifles y llamaron a un oficial. Este no hablaba inglés, pero, después de examinar la insignia del cuello de mi guerrera, dijo algo a sus soldados, y todo fueron sonrisas. Pero si había esperado una pronta repatriación, me equivoqué una vez más. Me entregaron a la NKVD.
Durante cinco meses recibí un trato brutal en una serie de húmedas y heladas celdas, siempre en confinamiento solitario. Me aplicaron repetidas veces el tercer grado en los interrogatorios, con la intención de hacerme confesar que era un espía. Yo lo negaba y ellos me devolvían desnudo a mi celda. A finales de la primavera (la guerra tocaba a su fin en Europa, pero yo no lo sabía), mi salud se quebrantó completamente, y entonces me dieron un catre para dormir y una comida mejor, aunque incomestible para un sudafricano corriente. Entonces debió de llegar alguna orden desde arriba. En agosto de 1945, más muerto que vivo, fui llevado muchos kilómetros en un camión hacia Potsdam Alemania, y allí me entregaron al Ejército británico. Fueron mucho más amables de lo que puedo expresar y, tras un período en un hospital militar de las afueras de Bielefeld, me enviaron a Inglaterra.
Pasé otros tres meses en el Killearn EMS Hospital, al norte de Glasgots, y, por fin, en diciembre de 1945, embarqué en el Ile de France, en Southampton, con destino a Ciudad de El Cabo, adonde llegué en enero de este año. En Ciudad de El Cabo me enteré de la muerte de mi padre, el último pariente que me quedaba en el mundo. Esto me afligió tanto, que sufrí una recaída en mi salud e ingresé en el hospital militar de Wynberg, aquí, en Ciudad de El Cabo, donde permanecí más de dos meses. Ahora estoy dado de alta, gozo de buena salud y, por tanto, solicito el ingreso en el Servicio Exterior de Sudáfrica. Preston cerró el legajo, y Viljoen levantó la cabeza.
–Bueno -comentó el sudafricano-, desde entonces su carrera ha sido regular e intachable, aunque no espectacular, y ha ascendido a la categoría de primer secretario. Ha tenido ocho destinos en el extranjero, todos ellos en países firmemente prooccidentales.
Esto ya es mucho, pero, además, es soltero, cosa que puede hacer la vida más fácil en el Servicio, salvo a nivel de embajador o de ministro plenipotenciario, donde una esposa es más o menos conveniente. ¿Piensa aún que le corrompieron en el curso de sus actividades?
Preston se encogió de hombros. Viljoen se inclinó sobre la mesa y dio unas palmadas sobre el legajo. – ¿Ha visto lo que le hicieron esos rusos bastardos? Por eso creo que están ustedes equivocados, Mr. Preston. Lo único que pasa es que le gustan los helados y que se equivocó al llamar por teléfono. Una coincidencia.
–Es posible -admitió Preston-. Pero en esta autobiografía hay algo raro.
El capitán Viljoen sacudió la cabeza.
–Tuvimos este legajo en nuestras manos desde que su Sir Nigel Irvine se puso al habla con el general. Lo hemos repasado una y otra vez. Es absolutamente exacto. Los nombres, los lugares, los campamentos, las unidades militares, las campañas y los menores detalles.
Incluso lo que solía cultivarse antes de la guerra en el Mootseki Valley. Los de Agricultura lo confirmaron. Ahora cultivan tomates y aguacates, pero en aquellos tiempos producían tomates y tabaco. Nadie hubiese podido inventar esta historia. No; si lo corrompieron, cosa que dudo, fue en algún lugar del extranjero.
Preston pareció malhumorado. A través de la ventana se veía que estaba anocheciendo.
–Muy bien -dijo Viljoen-. Estoy aquí para ayudarle. ¿Por dónde quiere empezar ahora? – Me gustaría empezar por el principio -sugirió Preston-. Ese lugar, Duiwelskloof, ¿está lejos?
–A unas cuatro horas en coche. ¿Quiere usted que vayamos allí?
–Sí, se lo ruego. ¿Podríamos salir temprano? ¿Qué le parece a las seis de la mañana?
–Tomaré un coche del Parque Móvil y estaré en su hotel a las seis -dijo Viljoen.
Hay un buen trecho por la carretera del Norte hacia Zimbabwe, pero ésta es moderna, y Viljoen había tomado un "Chevair" sin insignia, el coche que suele emplear el SIN. Devoró los kilómetros a través de Nylstroom y Port Gietersrus hasta Pietersburg, adonde llegaron en tres horas. El viaje dio oportunidad a Preston de ver los grandes e ilimitados horizontes africanos que impresionan al visitante europeo, acostumbrado a menos dimensiones. En Pietersburg torcieron al Este y rodaron cincuenta kilómetros sobre el llano del medio, con más horizontes infinitos bajo la bóveda de un cielo azul como el huevo del petirrojo, hasta que llegaron al risco llamado Buffalo Hill, donde el veld medio se hunde en el valle de Mootseki. Al iniciar el descenso por la serpenteante carretera, Preston contuvo el aliento con asombro. Allá abajo, a lo lejos, se extendía el valle, rico y lozano, con su despejado fondo de chozas africanas en forma de colmena, las rondavels, rodeadas de kraals, corrales de ganado y campos de maíz indio. Algunas rondavels estaban encaramadas en la falda del Buffelberg, pero parte estaban desparramadas en el fondo del valle. Desde los techos, e incluso desde la altura en que se hallaba, Preston podía distinguir muchachos africanos que conducían pequeños rebaños de bueyes gibosos y mujeres inclinadas en pequeños huertos."Al fin -pensó- estaba en el África africana.. Debió de ser casi igual que ahora cuando el endiablado Mzilikazi, fundador de la nación matabele, marchó hacia el Norte para librarse de las iras de Chaka Zulu, cruzar el Limpopo y fundar el reino de los hombres de largos escudos. La carretera descendía y se retorcía bajando del monte hasta el Mootseki.
Cruzaba el valle una hilera de colinas y, entre ellas, una profunda garganta por la que discurría la carretera. Era la Quebrada del Diablo, la Duiwelskloof. Diez minutos más tarde estuvieron en la hondonada, pasaron lentamente por delante de la nueva escuela primaria y bajaron por Botha Avenue, calle principal de la pequeña población. – -;Adónde quiere ir? – preguntó Viljoen.
–Cuando murió el viejo Marais, debió de dejar un testamento -murmuró Preston-. Y éste tuvo que ser ejecutado, lo cual significa la intervención de un abogado. ¿Podemos averiguar si hay un abogado en Duiwelskloof y si está en casa el sábado por la mañana?
Viljoen entró en el patio del garaje "Kirstens" y señaló el "Imp Inn", al otro lado de la calle.
–Vaya allí, tome un café y pida otro para mí. Yo dejaré aquí el coche y preguntaré.
Cinco minutos más tarde se reunió con Preston en el salón del hotel. – Hay un abogado -dijo mientras sorbía el café- y es de origen inglés. Se llama Benson. Vive ahí mismo, al otro lado de la calle, a dos puertas del garaje. Y probablemente estará en casa esta mañana. Vayamos allá.
Mr. Benson no estaba en casa. Viljoen mostró a la secretaria una tarjeta en una funda de plástico, y esto causó un efecto inmediato. La joven habló en afrikaans por un teléfono interior y fueron introducidos en seguida en el despacho de Mr. Benson, hombre amable y rubicundo que lucía un traje color castaño claro. Saludó a los dos en afrikaans. Viljoen le respondió en su inglés de marcado acento.
–Éste es Mr. Preston. Ha venido de Londres, Inglaterra. Desea hacerle unas preguntas.
Mr. Benson les invitó a sentarse y se acomodó de nuevo en el sillón tras la mesa. – ¿En qué puedo servirle? – preguntó. – ¿Quiere decirme cuántos años tiene? – preguntó, a su vez, Preston.
Benson le miró con asombro. – ¿Ha venido de Londres para preguntarme los años que tengo? Bueno, pues cincuenta y tres.
–Luego tenía doce en 1946.
–Sí. – ¿Sabe quién ejercía de abogado aquel año en Duiwelskloof?
–Desde luego. Mi padre, Cedric Benson. – ¿Vive todavía?
–Sí. Tiene más de ochenta años y me cedió su bufete hace cinco. Pero está tan campante. – ¿Podría hablar con él?
Por toda respuesta, Mr. Benson cogió el teléfono y marcó un número. Debió de contestarle su padre, porque Benson dijo que había unos visitantes, uno de ellos de Londres, que deseaban hablar con él. Después colgó.
–Vive a unos diez kilómetros de aquí, pero todavía conduce su automóvil, para espanto de los usuarios de la carretera. Me ha dicho que vendrá en seguida.
–Mientras tanto, ¿podría usted consultar sus archivos del año 1946 y ver si su padre tramitó el testamento de un agricultor local, un tal Laurens Marais, que murió en enero de aquel año? – preguntó Preston.
–Lo intentaré -replicó Benson hijo-. Desde luego, ese Mr. Marais pudo haber acudido a un abogado de Pietersburg. Pero la gente de la localidad salía poco de aquí por aquellos tiempos. La documentación de 1946 tiene que estar en alguna parte. Discúlpeme.
Salió del despacho. La secretaria les sirvió café. Diez minutos más tarde se oyeron voces en la oficina contigua. Entraron los dos Benson, el hijo, con una polvorienta caja de cartón.
El viejo tenía cabellos blancos y parecía tan despabilado como un joven alcotán. Después de las presentaciones Preston expuso su problema. Sin decir palabra, el viejo Benson se sentó en el sillón tras la mesa, obligando a su hijo a acercar otro. Se puso las gafas y observó a los visitantes por encima de ellas.
–Recuerdo a Laurens Marais -dijo-. Sí, tramitamos aquí su testamento cuando murió.
Yo mismo me encargué de ello.
El hijo le pasó un amarillento documento cubierto de polvo y atado con una cinta roja. El viejo sopló el polvo, desató la cinta y desenrolló el papel. Empezó a leerlo en silencio. – ¡Ah, sí, ahora lo recuerdo! Era viudo. Vivía solo. Tenía un hijo, Jan. Un caso muy triste.
El muchacho acababa de regresar de la Segunda Guerra Mundial. Laurens Marais se disponía a ir a Ciudad de El Cabo a visitarle cuando murió. Una tragedia. – ¿Puede informarme sobre el testamento? – preguntó Preston.
–Todo pasaba a su hijo -respondió simplemente Benson-. Las tierras, la casa, el equipo y el ajuar. Bueno, había los acostumbrados legados en dinero para los trabajadores nativos, el capataz, etcétera. – ¿Alguna manda de naturaleza personal? – insistió John Preston.
–A ver. Aquí hay una. "Y a mi viejo y buen amigo Joop van Rensberg, mi juego de ajedrez de marfil, en recuerdo de las muchas y agradables veladas que pasamos jugando en la grania". Esto es todo. – ¿Estaba el hijo de regreso en Sudáfrica cuando murió su padre? – preguntó Preston.
–Debía de estar. El viejo Laurens estaba a punto de ir a verle. Un largo viaje en aquellos tiempos. No había líneas aéreas. Se iba en tren. – ¿Se encargó usted de la venta de la finca y de los otros bienes, Mr. Benson?
–Los subastadores realizaron la venta, en la misma finca. Ésta pasó a los Van Zyl.
Compraron todo el lote. Ahora, toda aquella tierra pertenece a Bertie van Zyl. Pero yo estuve presente como albacea testamentario. – ¿Hubo algún recuerdo personal que no fuese vendido? – preguntó Preston.
El viejo frunció las cejas.
–Creo que no. Todo fue subastado. ¡Oh, ahora recuerdo que había un álbum de fotografías! No tenía valor comercial. Me parece que se lo di a Mr. Van Rensburg. – ¿Quién era?
–El maestro de escuela -respondió el hijo-. Él me enseñó hasta que fui a la superior de Merensky. Dirigió la vieja escuela rural hasta que construyeron la primaria. Entonces se retiró aquí, a Duiwelskloof. – ¿Vive todavía?
–No, murió hace unos diez años -replicó el viejo Benson-. Yo asistí al entierro.
–Pero tenía una hija -apuntó Benson hijo, deseoso de ayudar-. Cissy. Estudió conmigo en Merensky. Debemos de tener la misma edad. – ¿Sabe lo que fue de ella?
–Desde luego. Se casó hace años. Con el dueño de una aserrería que está junto a la carretera de Tzaneen.
–Una última pregunta -dijo Preston, dirigiéndose al viejo-. ¿Por qué vendieron la propiedad? ¿No la quería el hijo?
–Por lo visto no -contestó el viejo-. Entonces se hallaba en el hospital militar de Wynberg. Me envió un telegrama. Me dieron su dirección las autoridades militares, y éstas confirmaron su identidad. En el telegrama me pedía que vendiese toda la propiedad y le enviase el dinero. – ¿No vino para el entierro?
–No había tiempo para nada. En enero es verano en Sudáfrica. En aquellos tiempos había pocas facilidades para conservar los cadáveres en el depósito. Los cuerpos tenían que ser enterrados sin pérdida de tiempo. En realidad, no creo que él volviese nunca por aquí. Es comprensible. Muerto su padre, no tenía ningún motivo para hacerlo. – ¿Dónde está enterrado Laurens Marais?
–En el cementerio de la colina -respondió el viejo Benson-. ¿Es eso todo? Entonces, me iré a almorzar.
Al este y al oeste de las montañas de Duiwelskloof, el clima varía de un modo sorprendente. Al oeste de la cordillera, la lluvia recogida en el Mootseki es de unos cincuenta centímetros al año. Al este de la cordillera, las grandes nubes procedentes del océano Índico cruzan sobre Mozambique y el Parque Kruger y se estrellan contra las montañas, cuyas vertientes orientales reciben hasta dos metros de lluvia al año. A este lado, la industria vive de los bosques de eucaliptos. A diez kilómetros, subiendo por la carretera de Tzaneen, Viljoen y Preston encontraron la aserrería de Mr. Du Plessis. Fue su esposa, la hija del maestro de escuela, quien les abrió la puerta; era una mujer rolliza y de mejillas coloradas, de unos cincuenta años, y llevaba las manos y el delantal cubiertos de harina.
Estaba en plena tarea de cocer pan. Escuchó atentamente lo que le dijeron y sacudió la cabeza.
–Recuerdo que cuando era pequeña iba a aquella finca y que él jugaba al ajedrez con Marais -dijo-. Esto debía de ser en 1944 y 1945. Recuerdo el juego de ajedrez de marfil, pero no el álbum.
–Cuando su padre murió, ¿heredó usted sus bienes?preguntó Preston.
–No -respondió Mrs. Du Pessis-. Verá usted, mi madre murió en 1955. Al quedarse papá viudo, yo cuidé de él hasta que me casé en 1958, cuando tenía veintitrés años. Él no podía apañarse. Su casa estaba siempre revuelta. Seguí yendo a cocinar para él y a hacer la limpieza. Pero cuando llegaron mis hijos, esto fue demasiado para mí.
"Entonces, en 1960, su hermana enviudó también. Vivía en Pietersburg. Era lógico que viniese a vivir con mi padre y cuidase de él. Y así lo hizo. Cuando mi padre murió, yo le había dicho ya que se lo dejase todo a ella: la casa, los muebles y todo lo demás. – ¿Qué fue de su tía? – preguntó Preston. – ¡Oh, todavía vive allí! En un modesto bungalow situado exactamente detrás del "Imp Inn" de Duiwelskloof.
Accedió a acompañarles. Su tía, Mrs. Winter, estaba en casa; era una mujer vivaracha como un gorrión, y sus cabellos eran de un blanco azulado. Después de escucharles, fue a un armario y sacó una caja plana.
–Al pobre Joop le gustaba jugar con esto -dijo. Era el juego de ajedrez de marfil-. ¿Es esto lo que les interesa?
–No precisamente; me interesa más el álbum de fotografías -aclaró Preston.
Ella pareció confusa. – Hay una caja de trastos viejos en el desván -dijo-. La subí allí cuando él murió. Sólo hay papeles y cosas de sus días de maestro.
Andries Viljoen subió al desván y bajó la caja. Debajo de amarillentos papeles de la escuela estaba el álbum de familia de los Marais. Preston lo hojeó despacio. Todo estaba allí; la frágil y linda novia de 1920, la tímida y sonriente madre de 1930, el ceñudo muchacho montado en su primer pony, el padre con la pipa entre los dientes, tratando de no parecer demasiado orgulloso con su hijo al lado y una serie de conejos sobre la hierba, delante de ellos. Al final había una foto monocromática de un muchacho en traje de críquet, un guapo chico de diecisiete años, dirigiéndose al wicket para golpear la bola. Al pie de la foto se leía:
"a Janni, capitán de críquet, Merensky High, 1943." Era la última fotografía. – ¿Puedo llevármela? – preguntó Preston.
–Desde luego -respondió Mrs. Winter. – ¿Le habló alguna vez su difunto hermano de Mr. Marais?
–Sí. Fueron buenos amigos durante muchos años. – ¿Le dijo alguna vez de qué murió?
Ella frunció el ceño. ¿No se lo han dicho en el despacho del abogado? ¡Oh! El viejo Cedric debe de estar perdiendo la memoria. Según me dijo Joop, fue un accidente en el que el causante se dio a la fuga. Parece ser que el viejo Marais se había detenido para reparar un pinchazo y fue alcanzado por un camión que pasaba. Entonces se pensó que había sido cosa de unos negros borrachos…
–Se llevó la mano a la boca y miró, aturrullada, a Viljoen-. Creo que no debo añadir más. Bueno, en todo caso, nunca descubrieron al conductor. Al descender de nuevo hacia la carretera principal, pasaron por delante del cementerio. Preston pidió a Viljoen que detuviese el coche. Era un lugar agradable y tranquilo, más elevado que la población, flanqueado de pinos y abetos, dominado en su centro por un viejo árbol mwataba con el tronco hendido y cercado por un seto de euforbios. En un rincón encontraron una lápida cubierta de musgo. Preston rascó el musgo y descubrió la inscripción grabada en el granito:
"Laurens Marais. 1879 1946. Amado esposo de Mary y padre de Jan. Siempre con Dios.