PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1

El hombre de gris resolvió apoderarse de los diamantes Glen a medianoche. Siempre que estuviesen todavía en la caja fuerte del apartamento y se hubiesen marchado los ocupantes de éste. Necesitaba saberlo. Por consiguiente, esperó y vigiló. A las siete y media recibió la recompensa. La grande y amplia limusina salió del aparcamiento subterráneo con la vigorosa gracia inherente a su nombre. Se detuvo un instante en la boca del túnel, mientras su conductor observaba el tráfico de la calle; después entró en la calzada y se dirigió a Hyde Park Corner. Sentado ante el volante del "Volvo estate" de alquiler, frente al lujoso bloque de apartamentos, Jim Rawlings, con su uniforme de chofer, también alquilado, lanzó un suspiro de alivio. Atisbando sin ser visto desde el otro lado de Belgravia Street, había observado lo que esperaba ver: el marido, al volante, y la esposa, a su lado. Tenía el motor en marcha y la calefacción encendida, para resguardarse del frío. Poniendo la marcha automática en posición de "arranque", salió de la hilera de coches aparcados y siguió al Daimler- Jaguar.

La mañana era fría y clara, con una pálida pincelada de luz sobre Green Park, al Este, y los faroles de la calle todavía encendidos. Rawlings estaba al acecho desde las cinco y, aunque unas pocas personas habían pasado por la calle, nadie se había fijado en él. Un chofer, en un automóvil grande, en Belgravia, el más rico de los distritos del West End londinense, no llama la atención, y menos aún si lleva cuatro maletas y una canasta en la parte trasera y es la mañana del 31 de diciembre. Muchos ricachones se estarían preparando para abandonar la capital y celebrar las fiestas en sus casas de campo. En Hyde Park Corner, iba a unos cincuenta metros detrás del Jaguar y había permitido que un camión se interpusiese entre ellos. Al subir por Park Lane, Rawlings sintió temor por un instante; había allí una sucursal del "Coutts Bank" y tuvo miedo de que la pareja del "Jaguar" se detuviese para depositar los diamantes en la caja de seguridad nocturna. En Marble Arch lanzó un segundo suspiro de alivio. La limusina que le precedía no giró alrededor del arco para ir hacia el Sur por Park Lane en dirección al Banco. Siguió directamente por Great Cumberland Place, entró en Gloucester Place y continuó hacia el Norte. Así, pues, los ocupantes del lujoso apartamento del piso octavo de Fontenoy House no dejaban las joyas en el "Coutts"; o las tenían en el coche y las llevaban con ellos al campo, o las habían dejado en el apartamento para el período de Año Nuevo. Rawlings confió en que fuese esto último. Siguió al "Jaguar" hasta Hendon, vio que aceleraba en el último kilómetro antes de llegar a la autopista M l, entonces dio media vuelta para regresar al centro de Londres. Evidentemente, tal como había esperado, iban a reunirse con el hermano de la esposa, duque de Sheffield, en su finca del norte de Yorkshire, a más de seis horas en coche. Esto le daría un mínimo de veinticuatro horas, más de lo que necesitaba. No tenía duda de que "tomaría" el apartamento de Fontenoy House; a fin de cuentas, era uno de los mejores ladrones de Londres A media mañana había devuelto el Volvo a la compañía de alquiler de automóviles; el uniforme, a la tienda de alquiler de trajes, y las maletas vacías, al armario. Estaba de nuevo en su cómoda y ricamente amueblada vivienda del piso alto de un edificio que había sido almacén de té en su Wandsworth natal. Aunque había prosperado, seguía siendo un londinense del Sur, por nacimiento y por crianza, y, aunque Wandsworth no era tan elegante como Belgravia o Mayfair, era su "feudo". Como todos los de su clase, se le hacía cuesta arriba abandonar la seguridad de su propio feudo. En él se sentía razonablemente a salvo, aunque en los bajos fondos locales y entre la Policía era conocido como un "face", término con el que se designa al delincuente o malhechor en el mundo del hampa londinense. Como todos los malhechores con éxito, mantenía un aspecto modesto en su ambiente, tenía un coche vulgar y su único lujo era la elegancia de su apartamento. Cultivaba, entre las capas más bajas del hampa, una deliberada vaguedad sobre la exacta naturaleza de sus actividades y, aunque la Policía sospechaba acertadamente cuál era su especialidad, su "historial" estaba limpio, aparte un breve período entre rejas en su adolescencia. Su evidente éxito y la vaguedad sobre su manera de conseguirlo llevaban el respeto de los jóvenes aspirantes al oficio, que se sentían dichosos de realizar pequeños encargos por su cuenta.

Incluso los duros, que atracaban en pleno día las oficinas donde se pagaban los salarios, con escopetas de cañones recortados y mangos de hacha, le dejaban en paz. Naturalmente, había de tener una ocupación "aparente" para justificar el dinero que ganaba. Todos los faces afortunados tenían alguna forma de negocio legítimo. Los predilectos han sido siempre la conducción o propiedad de pequeños vehículos de transporte, las tiendas de abacería o el tráfico en chatarra y otros artículos en general. Todas estas actividades aparentes permiten buenos beneficios ocultos, manejo de dinero, tiempo libre, una serie de escondrijos y la posibilidad de emplear un par de "duros" o "matones". Éstos son hombres broncos, de poco seso, pero mucha fuerza, que también necesitan un empleo aparentemente legítimo para disimular su profesión habitual de músculos de alquiler. En realidad, Rawlings tenía un negocio de chatarra y un patio de automóviles de desecho. Esto le permitía tener un taller mecánico bien equipado, metales de todas clases, cables eléctricos, ácido de baterías y dos corpulentos matasietes que empleaba tanto para su negocio como en calidad de guardaespaldas si a veces tenía algún "tropiezo" con bellacos que decidiesen crearle dificultades. Después de ducharse y afeitarse, Rawlings revolvió unos cristales de azúcar en su segundo café de la mañana y estudió de nuevo los apuntes que le había dejado Billy. Billy era su aprendiz, un muchacho listo, de veintitrés años, que un día llegaría a ser bueno, e incluso muy bueno, en el oficio. Todavía estaba empezando a moverse en las orillas del mundo del hampa, y por eso ansiaba hacer favores a un hombre de prestigio, aparte la valiosa instrucción que obtendría al hacerlo. Veinticuatro horas antes Billy había llamado a la puerta del apartamento del pisó octavo de Fontenoy House, llevando un gran ramo de flores y vestido con la librea de una lujosa floristería. Gracias a estos "adminículos" había pasado sin dificultad por delante del conserje en el vestíbulo, donde había observado la exacta disposición de la entrada, la garita del portero y la situación de la escalera. Había sido la propia dama de la casa la que había abierto personalmente la puerta, y su semblante se había iluminado de sorpresa y de satisfacción al ver las flores. Las enviaba, aparentemente, el comité del Fondo Benéfico para Veteranos Pobres, del que Lady Fiona era protectora y a cuyo baile de gala tenía que asistir aquella misma noche del 30 de diciembre de 1986. Rawlings había pensado que aun en el caso de que, durante el baile, mencionase el ramo a algún miembro del comité, éste presumiría que lo había enviado otro miembro en nombre de todos. En la puerta, la dama había mirado la tarjeta, exclamando:

"¡Oh, es adorable!", con el delicado acento de las de su clase, y tomado el ramo. Entonces, Billy había alargado su talonario de recibos y un bolígrafo. Incapaz de sujetar al mismo tiempo las tres cosas, Lady Fiona se había retirado aturrullada al cuarto de estar para depositar el ramo, dejando a Billy unos segundos solo en el pequeño recibidor. Con su aire infantil, sus sedosos cabellos rubios, ojos azules y tímida sonrisa, Billy era un encanto.

Presumía que podía darle el pego a cualquier ama de casa de edad madura de la metrópoli.

Pero pocas cosas pasaban inadvertidas a sus ojos de niño. Ya antes de pulsar el timbre, había pasado un minuto estudiando la puerta por fuera, su montante y la pared circundante en el rellano. Buscaba un pequeño zumbador no más grande que una nuez, o un botón negro o interruptor con el que silenciar aquél. Sólo cuando se hubo convencido de que no había nada, llamó al timbre. Al quedarse solo en el recibidor, volvió a hacer lo mismo: buscó el posible zumbador o interruptor en la parte interior del montante de la puerta y en las paredes Tampoco vio ninguno. Cuando el ama de la casa volvió para firmar el recibo, Billy sabía que la puerta tenía un cerrojo de seguridad, que identificó, satisfecho, como un "Chubb" y no como un "Brahmah", que tiene fama de invulnerable. Lady Fiona tomó el bloc y el bolígrafo y trató de firmar el recibo de las flores. Imposible. La carga del bolígrafo había sido extraída hacía tiempo, y el resto de 1a tinta se había gastado en una hoja blanca de papel. Bill se deshizo en disculpas. Sonriendo alegremente, Lady Fiona le dijo que no se preocupase, que estaba segura de que tenía uno en su bolso, y se dirigió de nuevo al cuarto de estar. Billy había comprobado ya lo que buscaba. La puerta estaba ciertamente conectada a un sistema d alarma. Sobresaliendo del borde de la puerta abierta, a buena altura en el lado de los goznes, había un pequeño vástago de contacto. Frente a él, en la jamba de la puerta, se veía un casquillo diminuto. Yo sabía que dentro de este casquillo tenía que haber un microinterruptor "Pye". Con la puerta cerrada, el vástago quedaba introducido en el casquillo y hacía contacto. Instalado y activado el aparato de alarma, el microinterruptor haría que aquél se disparase si se rompía el contacto, es decir, si se abría la puerta. Billy tardó menos de tres segundos en sacar su tubo de cola especial, introducir un buen grumo en el orificio que contenía el microinterruptor y apretarlo con una bolita de plasticina y cola especial. En cuatro segundos, aquello se endureció como una piedra y el interruptor quedó aislado del vástago del borde de la puerta. Cuando volvió Lady Fiona con el recibo firmado, encontró al simpático joven apoyado en la jamba de la puerta pero éste se irguió con una sonrisa de disculpa, enjugado al propio tiempo cualquier material sobrante que hubiese quedado en la yema del pulgar. Más tarde, Bill dio a Jim Rawlings una descripción completa de las condiciones de la entrada, la garita del portero, la situación de la escalera y de los ascensores, el rellano del apartamento, el pequeño recibidor de éste y todo lo que había podido ver del cuarto de estar. Mientras sorbía su café, Rawlings confiaba en que, hacía cuatro horas, el dueño del apartamento había llevado sus maletas al rellano y vuelto al recibidor para montar la alarma. Como de costumbre, ésta no había sonado. Al cerrar la puerta a su espalda, el hombre habría hecho girar la llave en la cerradura de seguridad, convencido de que la alarma estaba dispuesta y activada. Normalmente, el vástago habría estado en contacto con el microinterruptor "Pye". El giro de la llave habría establecido el circuito completo activando todo el sistema. Pero con el vástago aislado del interruptor, al menos el sistema de la puerta habría quedado inutilizado. Rawlings estaba seguro de que podría abrir la cerradura en menos de treinta minutos. Habría otras trampas dentro del apartamento, pero ya se las ingeniaría cuando se encontrase con ellas.

Terminado el café, buscó su archivo de recortes de periódico. Como todos los ladrones de joyas, Rawlings seguía atentamente las noticias de sociedad. Este legajo particular se refería enteramente a las apariciones de Lady Fiona en ceremonias sociales y al juego de diamantes perfectos que había lucido en el baile de gala de la noche anterior… por última vez, si Jim Rawlings se salía con la suya. A más de mil quinientos kilómetros al Este, el viejo plantado ante la ventana del cuarto de estar del apartamento delantero del tercer piso de Prospekt Mira 111 pensaba también en la medianoche. Ésta anunciaría el 1.° de enero de 1987, que coincidía con su setenta y cinco aniversario. Era bastante más del mediodía, pero iba aún en bata aquellos días no tenía ningún motivo para levantarse temprano y acicalarse al objeto de ir a la oficina. No tenía ninguna oficina a la que ir. Su esposa rusa, Erita, treinta años menor que él, había llevado a sus dos chicos a patinar en los paseos inundados y helados del Parque Gorki; por consiguiente, estaba solo. Captó su imagen en un espejo de la pared, y lo que vio no le causó más alegría que la contemplación de su vida o de lo que quedaba de ella. La cara, siempre arrugada, presentaba ahora surcos más profundos. Los cabellos, antaño negros y espesos, eran ahora blancos como la nieve, ralos y lacios. La piel, después de toda una vida de beber copiosamente y de fumar sin cesar, aparecía pecosa y manchada. Afligido, desvió la mirada. Volvió a la ventana y miró hacia la calle cubierta de nieve. Unos cuantos babushkas, embozados y abrigados, barrían la nieve, que volvería a caer aquella noche. Se dijo que había pasado mucho tiempo, veinticuatro años casi exactos, desde que abandonara su infructuoso e inútil exilio en Beirut para venir aquí. Quedarse allí no habría tenido objeto. Nick Elliot y los demás de la "Empresa" lo habían comprendido ya, y él había tenido que reconocerlo al fin. Por eso había venido, dejando que su esposa y sus hijos se reuniesen más tarde con él, si así lo deseaban. Al principio pensó que era como volver a casa, a una casa espiritual y moral. Se había lanzado a la nueva vida, había creído realmente en la filosofía y en su definitivo triunfo. ¿Por qué no? La había servido durante veintisiete años. Había sido feliz y se había sentido realizado en aquellos primeros años de mediados de los sesenta. Desde luego, había tenido que sufrir interminables sesiones cuya finalidad era la de asegurarse de que no revelaría información secreta al cesar en su anterior puesto, pero había sido muy apreciado por el Comité de Seguridad del Estado. A fin de cuentas, era uno de los Cinco Astros, el más grande de todos, junto con Burgess, Maclean, Blunt y Blake, que habían ahondado en el corazón del establishment británico y lo habían traicionado. Burgess, cuyas borracheras y locuras lo habían llevado a una muerte prematura, estaba ya en la tumba antes de que él llegase. Maclean fue el primero en perder sus ilusiones, si bien era verdad que estaba en Moscú desde 1951. En 1963 estaba irritado y amargado, y lo hacía pagar a Melinda, que, al fin, le había abandonado para venir aquí, a este apartamento. En todo caso, Maclean, desilusionado y resentido, continuó hasta que el cáncer se apoderó de él, cuando odiaba a sus anfitriones y éstos le odiaban a él. Blunt había sido "pillado" y deshonrado en Inglaterra. Ahora sólo quedaban él y Blake, pensó el viejo. En cierto modo, envidiaba a Blake, completamente asimilado, absolutamente contento, que les había invitado, a él y a Erita, para la víspera de Año Nuevo. Desde luego, Blake tenía antecedentes cosmopolitas: madre holandesa y padre judío. En cambio, para él, personalmente, no podía haber asimilación; lo supo después de los primeros cinco años.

Por aquel entonces había aprendido a hablar y escribir el ruso con fluidez, pero aún conservaba un marcado acento inglés. Aparte esto, había llegado a odiar la sociedad, una sociedad total, irreversible e inalterablemente extraña. Pero esto no era lo peor; en los siete años siguientes a su llegada, había perdido sus últimas ilusiones políticas. Todo era un embuste, y había sido lo bastante listo para verlo. Había pasado su juventud y su madurez sirviendo a una mentira, mintiendo por la mentira, traicionando por la mentira, renegando de aquella "tierra verde y agradable"…, y todo por una mentira. Durante años, en que tuvo a su disposición, como le correspondía por derecho, todos los periódicos y revistas británicos, siguió los partidos de críquet mientras asesoraba sobre el fomento de las huelgas; contempló los viejos lugares familiares en las revistas, mientras preparaba información falsa para llevarlos a la ruina; permaneció sin llamar la atención, en un taburete del "Nacional", oyendo las risas y las bromas británicas en su idioma, mientras aconsejaba a los jefazos de la KGB, incluido el propio presidente, sobre la mejor manera de sembrar la confusión en aquella pequeña isla. Y continuamente, durante los últimos quince años, sintió en su interior un gran vacío desesperado, que ni siquiera habían podido llenar la bebida ni las muchas mujeres que había tenido. Ahora era demasiado tarde, se dijo; nunca podría volver atrás. Y, sin embargo, sin embargo… Sonó el timbre. Esto le sorprendió. El 111 de Prospekt Mira es un bloque de absoluta propiedad de la KGB, en una calle tranquila del centro de Moscú que tiene por inquilinos a muchos miembros importantes de la KGB y a algunos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores. Un visitante habría tenido que pasar por la conserjería, y no podía ser Erita, pues tenía su propia llave. Cuando abrió la puerta, vio a un hombre ante él. Era joven y de buen aspecto, envuelto en un abrigo bien cortado y con un gorro de piel, sin insignia, en la cabeza. Su cara era impasible y fría, pero no a causa del viento helado de la calle, pues sus zapatos indicaban que había pasado de un coche con calefacción al caliente bloque de apartamentos sin pisar la nieve helada. Unos ojos azules e inexpresivos miraron fijamente al viejo, sin afecto ni hostilidad. – ¿Camarada coronel Philby? – preguntó.

Philby se sorprendió. Los amigos íntimos, los Blake y otra media docena, le llamaban Kim. Para los demás, había vivido muchos, muchísimos años oculto bajo un seudónimo.

Sólo para unos pocos altos gerifaltes era Philby, coronel retirado de la KGB.

–Sí.

–Soy el comandante Pavlov, del Noveno Directorio, al servicio personal del secretario general del PCUS.

Philby conocía el Noveno Directorio de la KGB. Suministraba guardaespaldas al personal más importante del partido y vigilantes a los edificios donde trabajaban y vivían. Cuando iban de uniforme -cosa que actualmente ocurría sólo dentro de los edificios del partido y en las ceremonias- llevaban como distintivos galones de color azul eléctrico en la gorra, charreteras y placas en las solapas, y eran también conocidos como Guardias del Kremlin.

Pero cuando actuaban como guardaespaldas llevaban trajes de paisano perfectamente cortados; tenían buen aspecto, estaban bien adiestrados, eran de una fidelidad a toda prueba e iban armados. Muy bien -replicó Philby.

Esto es para usted, camarada coronel.

El comandante le tendió un sobre largo de papel, de primera calidad. Philby lo tomó. Y esto también -añadió el comandante Pavlov, alargándole una cartulina cuadrada con un número de teléfono.

–Gracias -dijo Philby.

Sin añadir palabra, el comandante hizo una ligera reverencia, giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo. Segundos más tarde, Philby observó desde su ventana cómo arrancaba el brillante "Chanca" negro, con la matrícula distintiva del Comité Central y el número precedido por las iniciales MOC. Jim Rawlings resiguió con una lupa la fotografía de la revista de sociedad. En ella estaba la mujer a quien había visto aquella mañana saliendo de Londres hacia el Norte con su marido, aunque la foto había sido tomada hacía un año.

Estaba de pie en una fila de presentación, mientras la dama que se hallaba junto a ella saludaba a la princesa Alejandra. Y llevaba las piedras. Rawlings, que estudiaba durante meses antes de dar un golpe, conocía tan bien su procedencia como la fecha de su propio nacimiento. En 1905, el joven conde de Margate había regresado de África del Sur trayendo cuatro magníficas piedras sin tallar. Con ocasión de su matrimonio, en 1912, ordenó a Cartier, de Londres, que las tallase y montase como regalo para su joven esposa. Cartier las había hecho tallar a "Aascher's" de Ámsterdam, considerados ya entonces como los mejores del mundo después de su hazaña al labrar el enorme Cullinan. Las cuatro gemas originales se habían convertido en dos pares de diamantes que hacían juego, en forma de pera, con 58 facetas, un peso de diez quilates cada piedra de uno de los pares y veinte quilates cada una de las del otro. De nuevo en Londres, Cartier montó aquellas piedras en oro blanco, rodeándolas de cuarenta piedras más pequeñas, para crear un juego de una diadema con una de las gemas más grandes como pieza central, un pinjante con el otro diamante grande en el centro y dos pendientes iguales con los dos más pequeños. Antes de que se terminase el trabajo murió el padre del conde, séptimo duque de Sheffield, y el conde le sucedió en el título. Las joyas fueron conocidas como los diamantes Glen, por el nombre de la familia de la Casa de Sheffield. Al morir el octavo duque en 1936, los transmitió a su hijo, que, a su vez, tuvo dos hijos, una hembra nacida en 1944 y un varón nacido en 1949. Y la imagen de esta hija -ahora una mujer de cuarenta y dos años- era la que veía Jim Rawlings a través de su lupa."No volverás a llevarlos, querida", se dijo Rawlings. Después empezó a comprobar una vez más el equipo que necesitaba para la noche. Harold Philby rasgó el sobre con un cuchillo de cocina, extrajo la carta y la desdobló encima de la mesa del cuarto de estar. Le interesó: procedía del propio secretario general del PCUS, mostraba la clara y estudiada caligrafía del líder soviético y estaba, naturalmente, escrita en ruso. El papel era de tan buena calidad como el sobre, y no llevaba membrete. Debió de escribirla en su apartamento particular del número 26 de Kutuzovski Prospecta, el enorme bloque donde, desde los tiempos de Stalin, se hallaban los suntuosos hogares en Moscú de los más altos jerarcas del partido. En el ángulo superior derecho, se leía: Miércoles, 31 de diciembre de 1986, por la mañana. Seguía luego el texto:

Querido Philby:

Me ha llamado la atención una observación que hizo usted en una cena celebrada recientemente en Moscú, a saber, que "la estabilidad política de Gran Bretaña es constantemente exagerada aquí en Moscú, sobre todo en los tiempos actuales". Celebraría recibir de usted una ampliación y aclaración de este comentario. Ponga por escrito esta explicación y diríjala personalmente a mí, sin guardar ninguna copia ni valerse de secretarias. Cuando esté lista, llame al número de teléfono que le ha dado el comandante Pavlov, hable personalmente con él, y él irá a su residencia a buscarla. Mis felicitaciones por su cumpleaños de mañana. Sinceramente… La carta terminaba con la firma. Philby suspiró lentamente. Por lo visto, había habido micrófonos ocultos en la cena ofrecida por Kriuchkov a los antiguos oficiales de la KGB el día 26. Lo había sospechado a medias. Como primer presidente delegado de la KGB y jefe de su Directorio Principal, Vladimir Alexandrovich Kriuchkov era, en cuerpo y alma, criatura del secretario general. Aunque se hacía llamar coronel general, Kriuchkov no era militar, ni siquiera oficial profesional de información; era un apparatchik del partido hasta la médula de los huesos, uno de los incorporados por el actual líder soviético cuando había sido presidente de la KGB. Philby volvió a leer la carta y la dejó a un lado. "El estilo del viejo no había cambiado", pensó. Breve hasta la rigidez, claro y conciso, desprovisto de estudiada cortesía y sin permitir contradicciones. Incluso la referencia al cumpleaños de Philby era bastante breve y demostraba sólo que había pedido su expediente. Sin embargo, Philby estaba impresionado. Una carta personal del más glacial y remoto de los hombres era cosa desacostumbrada, y muchos se habrían estremecido ante semejante honor. Años atrás había sido diferente. Cuando el actual líder soviético había llegado a la KGB como presidente, Philby llevaba ya años allí y era considerado como un personaje. Daba conferencias sobre las agencias de in formación occidentales en general y sobre el SSI británico en particular. Como todos los miembros del partido designados para mandar a profesionales de otra disciplina el nuevo presidente había cuidado muy bien de poner en los puestos clave a hombres de su confianza. Philby, aunque respetado y admirado como uno de los Cinco Astros, se había dado cuenta de que un patrono en los lugares más encumbrados sería muy útil en aquella sociedad conspiradora por antonomasia. El presidente, mucho más inteligente y culto que su predecesor, Semichastni, había mostrado curiosidad, sin llegar a fascinación, pero mucho más que un simple interés, por Gran Bretaña. Muchas veces, durante aquellos años, había pedido a Philby interpretaciones o análisis de los sucesos de Gran Bretaña, de sus personalidades y sus probables reacciones y Philby le había complacido de buen grado. Era como si el presidente de la KGB quisiese comparar con otras críticas lo que llegaba a su mesa procedente de los expertos sobre "Gran Bretaña" de la casa y de su propia antigua oficina, el Departamento Internacional del Comité Central, dirigido por Boris Ponomarev. Varias veces había atendido el discreto consejo de Philby en cuestiones relativas a Gran Bretaña. Habían pasado cinco años desde que Philby viera cara a cara al nuevo zar de todas las Rusias. En mayo de 1982 había asistido a una recepción con motivo de la vuelta del presidente de la KGB al Comité Central, aparentemente como secretario, aunque en realidad con objeto de prepararse para la muerte inminente de Breznev y asegurar su propio ascenso. Y ahora buscaba de nuevo una interpretación de Philby. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el regreso de Erita y los chicos, sofocados después de patinar y tan ruidosos como siempre. En 1975, mucho después de la partida de Melinda Maclean, cuando los jefazos de la KGB hubieron decidido que su libertinaje y sus borracheras habían perdido su encanto (al menos para la organización) Erita recibió la orden de ir a vivir con él. Pertenecía a la KGB, cosa rara, pues era también judía; tenía treinta y cuatro años y era morena y robusta. Se habían casado el mismo año.

Después del matrimonio, se había impuesto el notable atractivo personal de Philby. Ella se enamoró sinceramente de él y se negó en redondo a seguir informando sobre él a la KGB.

El oficial encargado del caso se encogió de hombros informó a su vez de la cuestión y le dijeron que no se preocupase más por ello. Los hijos vinieron dos y tres años más tarde. – ¿Algo importante, Kim? – preguntó ella, mientras él se levantaba y se metía la carta en un bolsillo.

Philby sacudió la cabeza. La mujer quitó las gruesas y forradas chaquetas a los chicos y las colgó en el armario.

–Nada querida -respondió.

Pero ella vio que estaba preocupado por algo. Sabía que no debía insistir.

–Por favor, no bebas demasiado en casa de los Blake esta noche.

–Lo intentare -dijo él, con una sonrisa.

En realidad, iba a permitirse una última borrachera. Bebedor de toda la vida, que, cuando empezaba a trasegar en una fiesta, no solía parar hasta derrumbarse, hizo caso omiso de los consejos de cien médicos que le ordenaban dejar de beber. Le obligaron a no fumar, y esto fue ya muy mala cosa Pero aún no renunciaba al alcohol; sabía que podía dejarlo cuando quisiera y que, después de la fiesta de aquella noche, tendría que abstenerse durante una temporada. Recordó la observación que hiciera en el banquete de Kriuchkov y las ideas que la provocaron. Sabía lo que pasaba y lo que se pretendía en el seno del Partido Laborista británico. Otros habían recibido el caudal de información que él había estudiado a lo largo de los años y que aún le era transmitido a modo de favor. Pero sólo él había sido capaz de juntar todas las piezas, ensamblándolas dentro del marco de la psicología de masas británica para obtener la imagen real. Si tenía que hacer justicia a la idea que se estaba formando en su mente, tendría que describir aquella imagen en palabras; preparar para el líder soviético una de las mejores piezas que jamás hubiese redactado. Podía enviar a Erita y a los chicos a la dacha para el fin de semana. Y este fin de semana pondría manos a la obra, solo en el apartamento. Pero antes, una última borrachera. Jim Rawlings estuvo entre las nueve y las diez de aquella noche sentado en otro coche alquilado -éste más pequeño-, delante de Fontenoy House. Vestía un bien cortado esmoquin y no llamaba la atención. Observaba la posición de las luces en lo alto del bloque de apartamentos. Desde luego, el piso que constituía su objetivo estaba a oscuras, pero le alegró ver que los apartamentos de encima y de debajo de aquél tenían las luces encendidas. A juzgar por el aspecto de las personas que se veían detrás de las ventanas, estaban celebrando sendas fiestas de Año Nuevo. A las diez, con el coche aparcado discretamente en una calle lateral a dos manzanas de distancia, se dirigió a la entrada principal de Fontenoy House. Había estado entrando y saliendo tanta gente, que la puerta estaba cerrada, pero no con llave. En el vestíbulo, a mano izquierda, estaba la garita del portero, tal como había dicho Billy Rice. Dentro de ella, el portero de noche veía la televisión en su aparato portátil japonés. El hombre se levantó y se asomó a su puerta, como para decir algo. Rawlings llevaba una botella de champán adornada con un gran lazo de cinta de color. Agitó una mano, saludando como si estuviese un poco ebrio.

–Buenas noches -gritó, y añadió-: ¡Ah, y feliz Año Nuevo!

Si el viejo portero había pensado preguntarle su nombre o su destino, se abstuvo de hacerlo. Al menos se estaban celebrando seis fiestas en el bloque. La mitad de ellas parecían ser de "casa abierta"; ¿cómo iba a comprobar él las listas de invitados? – ¡Ah…, bueno…, gracias, señor! Y feliz Año Nuevo -gritó, pero el hombre vestido de esmoquin se alejaba ya por el pasillo.

El portero volvió a su película. Rawlings subió al primer piso por la escalera y, después, tomó el ascensor hasta el octavo. A las diez y cinco minutos estaba delante de la puerta del apartamento que buscaba. Tal como le había informado Billy, no había zumbador y la cerradura era una "Chubb" de seguridad. A unos seis centímetros sobre ésta, había una segunda cerradura automática "Yale" para el uso cotidiano. La cerradura "Chubb" tiene un total de 17.000 combinaciones y permutaciones. Es un cierre de cinco palancas, pero no constituye problema insuperable para un "experto", ya que sólo hay que encontrar las dos y media primeras palancas; las otras dos y media son iguales, pero a la inversa, de modo que la llave funciona igualmente cuando se introduce desde el otro lado de la puerta. Después de salir del colegio, a los dieciséis años, Rawlings había pasado diez años trabajando con y para su tío Albert en la ferretería de éste. El taller era una buena pantalla para el viejo, que también había sido un ladrón distinguido en sus buenos tiempos. Ello permitió que el ansioso y joven Rawlings conociese todas las cerraduras existentes en el mercado y la mayor parte de las pequeñas cajas de caudales. Después de diez años de práctica continua y con las expertas enseñanzas de tío Albert, Rawlings podía abrir casi todas las cerraduras que se fabricaban. Sacó del bolsillo una anilla con doce llaves maestras todas ellas fabricadas en su taller. Eligió y probó tres de ellas, una tras otra, y, por fin, se decidió por la sexta de la anilla. Insertándola en la "Chubb", empezó a detectar los puntos de presión en el interior de la cerradura. Después sacando del bolsillo superior de su chaqueta un paquete plano de finas limas de acero, empezó a trabajar con ellas sobre el metal más blando de la llave maestra. A cabo de diez minutos tenía la configuración o "perfil" que necesitaba de las dos y media primeras palancas. Después de otros quince minutos había reproducido el mismo perfil a la inversa. Insertó la llave terminada en la cerradura "Chubb" y la hizo girar despacio y con cuidado. La cerradura se abrió. Esperó sesenta segundos, por si el relleno de plasticina y cola especial de Billy no hubiese "aguantado" dentro de la jamba de la puerta.

No sonó ninguna alarma. Lanzó un suspiro de alivio y empezó trabajar en la "Yale" con una fina ganzúa de acero. Tardó en ello un minuto; luego se abrió la puerta sin ruido. El interior estaba a oscuras, pero la luz del corredor exterior le permitía ver en líneas generales el vacío recibido. Tenía unos veinte metros cuadrados y estaba alfombrado. Sospechó que debajo de la alfombra habría una alarma a presión en alguna parte, pero no demasiado cerca de la puerta, para que no pudiese hacerla sonar el propio dueño. Entró en el recibidor, arrimándose a la pared, cerró la puerta a su espalda y encendió la luz. A su izquierda había una puerta entreabierta, a cuyo través pudo ver un lavabo. A su derecha, otra puerta, casi con toda seguridad la de un armario para guardar los abrigos y que contenía un sistema de control de la alarma: no debía tocarla. Sacando un par de alicates de un bolsillo del pecho, se agachó y levantó la alfombra, separándola del fino listón de su borde. Al alzarse la cuadrada alfombra, descubrió el resorte a presión en el mismo centro del recibidor. Sólo había uno. Volvió a colocar suavemente la alfombra en su sitio, pasó alrededor de ella y abrió la puerta grande que tenía delante. Como había dicho Billy, era la del cuarto de estar.

Permaneció varios minutos en el umbral, hasta que identificó el interruptor y encendió las luces. Esto era un poco arriesgado, pero se hallaba en el octavo piso, los dueños estaban en Yorkshire, y no tenía tiempo de trabajar con una linterna en una habitación llena de trampas. La estancia era oblonga, de unos siete por cinco metros, alfombrada y ricamente amueblada. Delante de él estaban las grandes ventanas de cristales que daban al Sur y a la calle. A su derecha, la pared contenía una chimenea de piedra con un quemador de gas para imitar el fuego de leña, y, en un rincón una puerta que presumiblemente conducía al dormitorio de los dueños. La pared de la izquierda tenía dos puertas, una de las cuales se abría a un pasillo que, sin duda llevaba a los dormitorios de los invitados, mientras que la otra, cerrada, conducía tal vez al comedor y a la cocina. Pasó otros diez minutos de pie e inmóvil, escrutando las paredes y el techo. La razón de esto era sencilla: podía haber una alarma estática que Billy Rice no hubiese visto pero que detectaría el calor o el movimiento de cualquiera que entrase en la habitación. Si sonaban los timbres podría salir de allí en tres segundos. No había timbres. El sistema se basaba en alambres conectados a la puerta y probablemente a las ventanas, que no pensaba tocar, y en una serie de resortes a presión.

Estaba seguro de que la caja fuerte estaría en aquella habitación o en la del dueño, y en una pared exterior, ya que las interiores no podían tener el grosor suficiente. La descubrió momentos antes de las once. Exactamente delante de él, en un trozo de pared de veinticinco centímetros entre las dos amplias ventanas, había un espejo con marco dorado, que no pendía ligeramente separado de la pared como los cuadros, proyectando una estrecha sombra en el borde, sino que estaba pegado y como empotrado en la pared.

Empleando los alicates para levantar el borde de la alfombra, avanzó arrimado a las paredes y descubrió los finos alambres que iban desde el zócalo hasta los resortes a presión situados, sin duda, hacia el centro de la estancia. Cuando llegó al espejo, vio debajo de éste uno de los resortes. Pensó en quitarlo, pero en vez de ello, levantó una mesa grande y baja de café que estaba cerca y la colocó sobre el resorte, con las patas lejos de sus bordes.

Ahora sabía que si permanecía junto a las paredes o sobre algún mueble -ninguno de éstos podía contener un resorte a presión-, estaría seguro. El espejo se mantenía adosado a la pared mediante una placa imantada y conectada a un alambre. Esto no era problema.

Deslizó una laminilla de acero imantado entre los dos imanes del cierre, uno en el marco del espejo y el otro en la pared. Manteniendo la laminilla sustitutoria pegada al imán de la pared, desprendió de ésta el espejo. El imán de la pared no opuso resistencia; seguía en contacto con otro imán y, por ello, no podía denunciar la ruptura del contacto. Rawlings sonrió. La caja fuerte era una bonita y pequeña "Hamber" modelo D. Sabía que la puerta estaba hecha con una plancha de acero templado y muy resistente, doce milímetros de grueso; el gozne era una varilla vertical de acero templado, que se introducía en el marco hacia arriba y hacia abajo desde la puerta. El mecanismo de seguridad consistía en tres cerrojos de acero colado que, emergiendo de la puerta, penetraban en el marco hasta una profundidad de poco más de tres centímetros. Detrás de la cara de acero de la puerta había un estuche metálico de cinco centímetros de profundidad que contenía los tres cerrojos, el vertical de control que regía sus movimientos y la cerradura de combinación de tres discos que tenía ahora ante sí. Rawlings no pretendía manipular nada de esto. Había una manera más sencilla: cortar la puerta de arriba abajo, justo en el lado del gozne de los discos de la combinación. Esto dejaría el sesenta por ciento de la puerta -donde estaban la cerradura de combinación y los tres cerrojos-, adherido al marco de la caja fuerte. El otro cuarenta por ciento se abriría dejando espacio suficiente para meter la mano y sacar el contenido.

Volvió al recibidor, donde había dejado su botella de champán, y regresó con ella.

Poniéndose en cuclillas sobre la mesita de café, desenroscó el fondo de la falsa botella y la vació del contenido. Aparte un detonador eléctrico en vuelto en algodón en una cajita, una serie de pequeños imanes y un rollo de cable eléctrico corriente de cinco amperios, llevaba un trozo de CLC, o Charge Linear Cutting, como lo llamaban. Rawlings sabía que la mejor manera de cortar una plancha de acero de doce milímetros y medio era emplear la teoría de Monroe, que había tomado su nombre del inventor del principio de "carga modelada". El CLC era un trozo de metal en forma de V, rígido, pero ligeramente flexible, envuelto en explosivo plástico. Lo fabricaban en Gran Bretaña tres compañías, una de ellas oficial y las otros dos correspondientes al sector privado. Sólo podía obtenerse mediante riguroso permiso, pero Rawlings, como ladrón profesional, tenía un contacto, un empleado infiel de una de las compañías del sector privado. Con la rapidez del experto, Rawlings preparó la longitud que necesitaba y la aplicó a la parte exterior de la puerta de la "Hamber", de arriba abajo, justo a un lado de los discos de la combinación. Insertó el detonador en un extremo del CLC; de aquél salían dos cables retorcidos de cobre. Desenrolló los hilos y los separó, para evitar más tarde un cortocircuito. Sujetó a cada hilo uno de los de su cable corriente, que, a su vez, terminaba en un enchufe doméstico de tres púas. Lo desenrolló cuidadosamente y, dando la vuelta a la habitación, se dirigió al pasillo que conducía a las habitaciones de los invitados. El tabique del corredor le protegería de la explosión. Pasó ligeramente a la cocina y llenó de agua una gran bolsa de politeno que llevaba en el bolsillo.

Después fijó ésta con chinchetas a la pared para que colgase sobre el explosivo de la puerta de la caja fuerte. El tío Albert le había dicho que los cojines de plumas estaban muy bien para los pájaros y la televisión, pero que, para absorber un choque, no había nada como el agua. Faltaban veinte minutos para la medianoche. En el piso de arriba, la fiesta se hacía cada vez más ruidosa. Incluso en este lujoso bloque, marcado por la intimidad, podía oír claramente los gritos y el ruido del baile. Lo último que hizo antes de retirarse al pasillo fue encender el televisor. Ya en el pasillo, localizó un enchufe, se aseguró de que el interruptor estaba "cerrado" e introdujo en él el cable. Luego esperó. Un minuto antes de medianoche, el ruido del piso de arriba era ensordecedor. Pero cesó de pronto, como si alguien hubiese ordenado silencio. Rawlings pudo oír el televisor que habían conectado en el cuarto de estar. El tradicional programa escocés, con sus baladas y sus bailes de la Highland, debió de pasar a la imagen estática del reloj llamado "Big-Ben", en lo alto del Parlamento londinense. El comentarista de Televisión contaba los segundos que faltaban para la medianoche, mientras la gente llenaba sus copas en todo el Reino. Entonces empezaron a sonar los cuartos. Después de los cuartos hubo una pausa. Y entonces sonó Great Tom:

CLONG, el estruendoso estampido de la primera campanada de las doce. Resonó en veinte millones de hogares de todo el país; retumbó en el apartamento del noveno piso de Fontenoy House y fue ahogado por el griterío y las voces que cantaban Auld Lang Syne. Al sonar la primera campanada en el piso octavo, Jim Rawlings "abrió" el interruptor. Sólo él oyó el sordo estallido. Esperó un minuto, conectó el cable y volvió hacia la caja fuerte, recogiendo sus cosas al pasar. Las nubecillas de humo se estaban desvaneciendo. De la bolsa llena de agua sólo quedaban unas pocas manchas de humedad. La puerta de la caja fuerte parecía haber sido hendida de arriba abajo por un hacha manejada por un gigante.

Rawlings sopló sobre unas cuantas volutas de humo y, con su mano enguantada, hizo girar sobre los goznes la parte más pequeña de la puerta. El estuche metálico había sido destrozado por la explosión, pero todos los cerrojos del otro lado de la puerta estaban en sus casquillos. La parte que había abierto era lo bastante grande como para que pudiese ver el interior. Una caja para dinero y una bolsa de terciopelo; sacó la bolsa, desató el cordón y vació el contenido sobre la mesita de café. Las joyas brillaron bajo la luz, como dotadas de un fuego propio: los diamantes Glen. Rawlings guardó de nuevo en la falsa botella de champaña el resto de su equipo: el cordón eléctrico, la caja vacía del detonador, las chinchetas y el resto del CLC. Pero entonces se dio cuenta de un problema que no había previsto: el pinjante y los pendientes se los podría meter en los bolsillos del pantalón, pero la diadema era más ancha y más alta de lo que había pensado. Miró a su alrededor, en busca de un recipiente que no llamase la atención. Lo encontró en el escritorio, a poca distancia.

Vació el contenido de la cartera en el asiento de un sillón: billeteros, tarjetas de crédito, libretas de direcciones y un par de carpetas. Era lo que necesitaba. En la cartera cabían todas las joyas Glen y la botella de champán: habría sido extraño que llevase ésta al salir de una fiesta. Después de echar una última mirada al cuarto de estar, Rawlings apagó la luz, volvió al recibidor y cerró la puerta. Una vez en el pasillo, cerró la puerta de entrada, la que tenía la cerradura "Chubb", y un minuto más tarde pasó por delante de la garita del portero y se perdió en la noche. El viejo ni siquiera le miró. Era casi la medianoche de aquel primero de enero cuando Harold Philby se sentó a la mesa del cuarto de estar de su piso de Moscú.

Había cogido su borrachera la noche anterior, en la fiesta de los Blake, pero ni siquiera la había disfrutado. Su mente estaba demasiado absorta en lo que tendría que escribir.

Durante la mañana se había recobra do de la inevitable resaca, y ahora, con Erita y los chicos durmiendo en sus camas, tenía la paz y la tranquilidad que necesitaba para poner orden en sus ideas. Se oyó un "arrullo" al otro lado de la habitación. Philby se levantó, se acercó a una jaula grande que había en el rincón y miró, a través de la reja, una paloma que tenía una pata entablillada. Siempre le habían gustado mucho los animales, desde una raposa, cuando estaba en Beirut, hasta la serie de canarios y periquitos en el apartamento que ahora ocupaba. La paloma avanzó en la jaula, tambaleándose a causa de su pata rota.

–No te preocupes, amiga -dijo Philby-. Pronto te quitaremos eso y podrás volar de nuevo.

Volvió a la mesa. "Tienes que hacerlo bien", se dijo por enésima vez. El secretario general era un mal tipo como para indisponerse con él, y difícil de engañar. Algunos de aquellos altos oficiales de las Fuerzas Aéreas que habían armado aquel follón en 1983, al perseguir y derribar un reactor coreano, habían encontrado sus frías tumbas bajo el helado suelo de Kamchatka, por su recomendación personal. Víctima de graves quebrantos de salud, confinado parte del tiempo en una silla de ruedas, no dejaba de ser por ello el amo indiscutible de la URSS. Su palabra era ley; su cerebro seguía siendo de una viveza extraordinaria, y nada pasaba inadvertido a sus pálidos ojos. Tomando lápiz y papel, Philby empezó a esbozar el primer borrador de su respuesta. Cuatro horas más tarde, antes de medianoche en Londres, el dueño del apartamento de Fontenoy House volvió solo a la capital. Alto, distinguido, de cabellos grises y cincuenta arios, se dirigió inmediatamente al aparcamiento del sótano, empleando para ello su tarjeta de plástico, y llevó la maleta al ascensor, en el que subió al octavo piso. Estaba de pésimo humor. Había conducido durante seis horas, después de abandonar la casa señorial de su cuñado tres días antes de lo previsto, debido a una fuerte disputa con su mujer. A ésta, rígida y caballuna, le gustaba el campo tanto como lo odiaba él. Contenta de poder recorrer los desiertos páramos de Yorkshire en mitad del invierno, le hablaba del tristemente enjaulado en casa con su hermano, el décimo duque, lo cual era, en cierto modo, aún peor, pues el dueño de la casa, que se jactaba de saber apreciar las virtudes varoniles, estaba convencido de que el pobre hombre era gay. La cena de la víspera de Año Nuevo había sido espantosa para él, rodeado como estuvo por los compinches de su esposa, que no paraban de hablar de caza, de tiro y de pesca, todo ello puntuado por la risa fuerte y estridente del duque y de sus demasiado guapos camaradas. Aquella mañana había hecho una observación a su esposa, y ésta había perdido los estribos. Como resultado de ello, se dijo que habría de regresar solo hacia el Sur, después del té; ella permanecería allí el tiempo que quisiera, que muy bien podía ser un mes. Entró en el recibidor de su apartamento y se quedó parado; el sistema de alarma habría tenido que emitir un fuerte y repetido "pip", durante treinta segundos, antes de que sonase la alarma general, tiempo que él habría aprovechado para desconectar el aparato.

"Probablemente se habrá averiado", pensó. Se dirigió al armario de los abrigos y cerró con su llave todo el sistema. Después entró en el cuarto de estar y encendió la luz. Dejando la maleta en el suelo, contempló la escena boquiabierto, aterrorizado. Las manchas de humedad se habían evaporado por el calor, y el televisor estaba apagado. Lo que le llamó inmediatamente la atención fue la pared chamuscada y la destrozada puerta de la caja fuerte. Cruzó la estancia en unas pocas zancadas y miró dentro de la caja. No había duda: los brillantes habían desaparecido. Miró a su alrededor, vio sus cosas tiradas sobre el sillón ante la chimenea y la alfombra, levantada en sus bordes junto a las paredes. Se dejó caer en el otro sillón, frente al hogar, pálido como un muerto. – ¡Oh, Dios mío! – jadeó.

Parecía aturdido por la magnitud del desastre y permaneció en el sillón durante diez minutos, respirando fatigosamente y contemplando el desastre. Por último, se levantó y se dirigió al teléfono. Con dedo tembloroso, marcó un número. Sonó el timbre al otro extremo de la línea, pero nadie respondió. A la mañana siguiente, poco antes de las once, John Preston bajó por Curzon Street en dirección a la jefatura del Departamento para el que trabajaba, al otro lado de la esquina del "Mirabelle Restaurant", en el que sólo unos pocos empleados del Departamento podían permitirse el lujo de comer. La mayoría de los miembros del Servicio Civil hacían puente aquella mañana del viernes, ya que el jueves había sido el primer día del año, o sea, fiesta oficial que se prolongaría hasta el fin de semana. Pero Brian Harcourt Smith había pedido a Preston que acudiese, y él había obedecido. Creía saber de qué quería hablarle el director general delegado de MI5. Durante tres años, más de la mitad del tiempo que llevaba en M15 desde su incorporación, en el verano de 1981, John Preston había trabajado en la rama F. 1 del Servicio, dedicada a la vigilancia de las organizaciones políticas extremistas de la izquierda y de la derecha, a la investigación dentro de ellas y a la introducción de agentes en su seno. Durante dos de aquellos años, había estado en F. 1, a la cabeza de la sección (D), que estudiaba la penetración de elementos de extrema izquierda en el Partido Laborista británico. Hacía dos semanas, justo antes de Navidad, había presentado el informe resultante de sus investigaciones. Sólo le sorprendía que hubiese sido leído y digerido con tanta rapidez. Se presentó en recepción, exhibió su tarjeta, le examinaron, llamaron a la oficina del DGD para comprobar que le esperaban allí, y le autorizaron a subir al piso alto del edificio. Lamentaba no poder ver personalmente al director general. Le gustaba Sir Bernard Hemmings, pero era un secreto a voces dentro de "Cinco" que el viejo estaba enfermo y pasaba cada vez menos tiempo en la oficina. En sus ausencias, la dirección cotidiana del Departamento pasaba progresivamente a manos de su ambicioso delegado, hecho que no complacía a algunos de los veteranos más antiguos del Servicio. Sir Bernard era un hombre de "Cinco" desde hacía mucho tiempo, y antaño había hecho su trabajo en la calle. Podía establecer empatía con los hombres que recorrían las calles, y descubrían sospechosos. Seguían la pista a correos hostiles y se infiltraban en organizaciones subversivas. Harcourt Smith era universitario, con títulos de primera clase, y había sido principalmente un importante hombre de oficina que se movía hábilmente entre los Departamentos y ascendía continuamente en el escalafón.

Pulcramente vestido, como siempre, recibió calurosamente a Preston en su despacho. A Preston le escamó aquel calor. Otros habían sido recibidos afectuosamente, según se decía, y habían sido despedidos del Servicio una semana más tarde. Harcourt Smith hizo sentar a Preston ante su mesa y se sentó detrás de éste. El informe de Preston estaba sobre la carpeta.

–Hablemos de su informe, John. Comprenderá que, como todo su trabajo, lo tomo sumamente en serio.

–Gracias -replicó Preston.

–Tan en serio -siguió diciendo Harcourt Smith-, que he pasado la mayor parte de estas fiestas en este despacho releyéndolo y reflexionando sobre él.

Preston pensó que lo más prudente era guardar silencio.

–Es… ¿cómo lo diría…?, muy radical…, sin reservas, ¿eh? La cuestión consiste, y esto tengo que preguntármelo antes de que este Departamento proponga cualquier clase de política fundada en el informe, en que todo sea o no absolutamente cierto. ¿Puede comprobarse? Esto es lo que me preguntarán a mí.

–Mire, Brian, he pasado dos años en esta investigación. Mi gente ha calado hondo, muy hondo. Los hechos que he establecido como tales son ciertos. – ¡Oh, John! Nunca he discutido los hechos que usted me ha presentado. Pero las conclusiones que saca de ellos…

–Creo que se fundan en la lógica -replicó Preston.

–Una gran disciplina, yo mismo la estudié antaño -prosiguió Harcourt Smith-. Pero no siempre ha sido confirmada por pruebas evidentes, ¿verdad? Tomemos por ejemplo esto…

–Buscó algo en el informe y recorrió una línea con un dedo-. El MBR. Muy extremado, ¿no le parece? – ¡Oh, sí, Brian, muy extremado! Pero es que se trata de una gente muy extremista.

–No lo dudo. Pero, ¿no habría sido conveniente adjuntar a su informe una copia del MBR?

–Por lo que he podido averiguar, no ha sido escrito. Es una serie de intenciones, aunque muy firmes, en la mente de ciertas personas.

Harcourt Smith se pasó los labios por los dientes con aire afligido.

–Intenciones -dijo, como si esta palabra le intrigase-, sí, intenciones. Pero sabe muy bien, John, que hay muchas intenciones en la mente de muchas personas en lo tocante a este país, y no todas ellas amistosas. Pero no podemos aconsejar una política de medidas o contramedidas sobre la base de estas intenciones…

Preston se disponía a hablar cuando Harcourt Smith se levantó para indicar que la entrevista había terminado.

–Mire, John, déme un poco más de tiempo. Tendré que pensar en ello y hacer quizás algunos sondeos antes de decidir la mejor manera de emplearlo. A propósito, ¿cómo se encuentra en F. L(D)?

–Muy bien -respondió Preston, levantándose a su vez.

–Quizá tenga algo para usted que todavía le gustará más -dijo Harcourt Smith.

Cuando Preston se hubo marchado, Harcourt Smith se quedó mirando durante unos minutos la puerta por donde había salido. Parecía sumido en honda reflexión. Era imposible limitarse a romper el expediente, que consideraba enojoso y que podría llegar a ser peligroso algún día. Había sido iniciado formalmente por un jefe de sección. Tenía un número de archivo. Pensó intensa y largamente en ello. Después tomó su bolígrafo rojo y escribió cuidadosamente sobre la cubierta del Informe Preston. Llamó a su secretaria. Mabel -dijo al entrar ésta-, baje esto al Registro, por favor. Inmediatamente.

La muchacha echó un vistazo a la cubierta del expediente. Aparecían escritas en ellas las letras NMA y las iniciales de Brian Harcourt Smith. En el Servicio, NMA significa "No Más Acción". El informe iba a ser enterrado.

CAPÍTULO II

Hasta el domingo siguiente, 4 de enero, no pudo con seguir el dueño del apartamento de Fontenoy House que le respondiese el número al que había estado llamando cada hora durante tres días. Tras una breve conversación, concertó un encuentro con otro hombre antes de la hora del almuerzo, en un compartimiento reservado de uno de los salones públicos de un discretísimo hotel del West End. El recién llegado tenía unos sesenta años, cabellos de un gris acerado, vestía sobriamente y tenía el aire de un funcionario civil, cosa que era en cierto modo. Fue el segundo en llegar y, tras sentarse, se disculpó.

–Lamento muchísimo haber estado ausente los tres últimos días -dijo-. Como soy soltero, unos amigos me invitaron a pasar las fiestas de Año Nuevo con ellos fuera de la ciudad. Y ahora, ¿cuál es el problema?

El dueño del apartamento se lo dijo en breves y claras palabras. Había tenido tiempo de pensar exactamente cómo comunicaría la enormidad de lo ocurrido, y eligió muy bien las frases. El otro hombre escuchó la narración con creciente gravedad.

–Desde luego, tiene usted toda la razón -comentó al cabo de un rato-. Puede ser muy grave. Cuando volvió usted el jueves por la noche, ¿llamó a la Policía? ¿O lo hizo después?

–No; pensé que era mejor hablar primero con usted. – ¡Ah! En cierto modo, es lástima que no lo hiciese. Pero ahora es demasiado tarde. Sus investigadores descubrirían que la caja fuerte fue reventada hace tres o cuatro días. Y esto sería difícil de explicar. A menos que… -¿Sí? – preguntó ansiosamente el dueño del apartamento.

–A menos que pudiese sostener que el espejo estaba en su sitio y todo tan en orden, que pudo vivir allí tres días sin darse cuenta del robo.

–Muy difícil -replicó el dueño del apartamento-. La alfombra había sido levantada en todos sus bordes. El muy bastardo debió de deslizarse junto a las paredes para evitar los resortes a presión.

–Sí -murmuró el otro-. Además, usted habría llevado normalmente los diamantes al Banco el viernes, ¿verdad?

–Sí.

–Por consiguiente, sería insostenible. Y también temo que no podría pretender haber pasado los tres días en otra parte. – ¿Dónde? Me habrían visto. Y nadie me vio. ¿En un club? ¿En un hotel? Tendría que constar en el libro de registro.

–Así es -replicó su confidente-. No, no daría resultado. Para bien o para mal, la suerte está echada. Ahora es demasiado tarde para llamar a la Policía.

–Entonces, ¿qué diablos voy a hacer? – preguntó el dueño del apartamento-.

Sencillamente, hay que recobrar las joyas. – ¿Cuánto tiempo estará su esposa ausente de Londres? – preguntó el otro. – ¡Qué sé yo! Le gusta estar en Yorkshire. Espero que algunas semanas.

–Entonces tendremos que sustituir la caja fuerte reventada por una nueva y del mismo modelo. También habrá que hacer una copia de las joyas. Esto requerirá tiempo.

–Pero, ¿qué me dice de las que han sido robadas? – preguntó desesperadamente el dueño del apartamento-. No podemos dejar que estén rodando por ahí. Tengo que recuperarlas.

–Cierto -asintió el otro-. Mire, como puede imaginarse, mi gente tiene algunos contactos en el mundo de los diamantes. Puedo ordenar que se hagan pesquisas. Las joyas serán, casi con toda seguridad, pasadas a uno de los centros principales para su transformación. No podrían venderse en su estado actual. Son demasiado conocidas. Veré si se puede seguir la pista del ladrón y recuperarlas.

El hombre se levantó y se dispuso a marcharse. Su amigo permaneció sentado, con evidente preocupación. El primero estaba también desalentado, pero lo disimulaba mejor.

–No haga ni diga nada a partir de ahora -le aconsejó-. Procure que su esposa esté el mayor tiempo posible en el campo. Compórtese con toda normalidad. Y esté tranquilo, seguiremos en contacto.

A la mañana siguiente, John Preston era una persona más entre las muchas que volvían al centro de Londres después de los cinco días de vacaciones de Año Nuevo. Como vivía en South Kensington, le convenía ir en Metro a su trabajo. Se apeó en Goodge Street y siguió a pie los quinientos metros restantes; era un hombre que no llamaba la atención, de estatura y complexión medianas y cuarenta y seis años de edad; llevaba un impermeable gris e iba sin sombrero, a pesar del frío. Cerca del final de Gordon Street, cruzó la entrada de un edificio vulgar que podía ser un bloque de oficinas como cualquier otro, sólido pero no moderno, y que se decía sede de una compañía de seguros. Pero en el interior, el vestíbulo ofrecía señales que le diferenciaban de otros bloques de oficinas del barrio. Por ejemplo, había tres hombres en el zaguán: uno junto a la puerta, otro detrás de la mesa de recepción y el tercero cerca de las puertas de los ascensores. Todos ellos tenían una corpulencia y unos músculos que no se asociaban normalmente a la suscripción de pólizas de seguro.

Cualquier ciudadano despistado que hubiese querido hacer negocio con esta compañía particular y rehusado la invitación de ir a otra parte, habría pasado un mal rato al enterarse de que sólo podían pasar más allá del vestíbulo aquellos cuya identidad fuese aprobada por la pequeña computadora que había bajo la mesa de recepción. El Servicio de Seguridad británico, más conocido como MI5, no ocupa un solo edificio. Discreta, pero incómodamente, se halla repartido en cuatro bloques de oficinas. El Cuartel General se encuentra en Charles Street, no ya en la vieja jefatura de Leconfield House, habitualmente mencionada en los periódicos. El bloque que le sigue en importancia se halla en Gordon Street y es conocido simplemente como "Gordon", de la misma manera que la jefatura es conocida sencillamente como "Charles". Los otros dos locales están en Cork Street (conocido como "Cork") y en un modesto anexo en Marlborough Street, igualmente conocido por sólo el nombre de la calle.

El Departamento se divide en seis ramas, distribuidas en todos los edificios. También discretamente, pero de manera que induce a confusión, algunas de las ramas tienen secciones en edificios diferentes. Para evitar un excesivo gasto de zapatos, todas ellas están relacionadas por líneas telefónicas sumamente secretas, con un sistema infalible para la identificación de las credenciales del visitante. La rama "A" se ocupa, en sus diversas secciones, de Política, Ayuda técnica, propiedad, establishment, Registro Proceso de datos, y contiene la Asesoría jurídica y el Servicio de Vigilancia. Este último está formado por un grupo idiosincrásico de hombres y (algunas) mujeres de todos los tipos y edades, ingeniosos y conocedores del trabajo en la calle, y capaces de montar los mejores equipos de vigilancia personal del mundo. Hasta los "adversarios" hubieron de reconocer que los "vigilantes" de MI5 eran casi invencibles en su campo. A diferencia del Servicio Secreto de Información (MI6), que dirige la información extranjera y ha incluido muchos norteamericanismos en su jerga, el Servicio de Seguridad (MI5), que cuida del contraespionaje interior, funda principalmente su jerga en antiguas expresiones de la Policía. Evita términos tales como "vigilancia operativa" y sigue llamando simplemente "los vigilantes" a sus equipos de seguimiento. La rama "B" comprende: Reclutamiento, Personal, Valoración, Ascensos, Pensiones y Finanzas (salarios y gastos operacionales). La rama "C" se ocupa de la seguridad del Servicio Civil (de su personal y de sus edificios) de la seguridad de los contratistas (principalmente de las empresas civiles que realizan trabajos de defensa y de comunicaciones), de la Seguridad Militar (en íntima relación con el personal de seguridad de las Fuerzas Armadas) y de Sabotaje (real o posible). Antiguamente había una rama "D", pero, fruto de la misteriosa lógica conocida sólo por sus practicantes en el mundo de la información secreta, fue llamada hace tiempo rama "K". Es una de las más importantes, y su sección principal se denomina, simplemente, Soviet, y está subdividida en Operaciones, Investigaciones en el campo y Orden de batalla. "K" comprende asimismo los satélites soviéticos, también con las mismas tres subdivisiones, Investigación y, por último, Agentes.

Como puede imaginarse, "K" dedica sus nada desdeñables esfuerzos a seguir la pista de los numerosos agentes de los soviets y de sus satélites que operan, o tratan de operar, en las diversas Embajadas, Consulados, Legaciones, misiones comerciales, Bancos, nuevas agencias y empresas mercantiles que el indulgente Gobierno británico ha permitido que se desparramasen por toda la capital y (en el caso de los Consulados) las provincias. La rama "K" incluye también una modesta oficina ocupada por el oficial encargado del enlace entre MI5 y su Servicio hermano, MI6. Este oficial es en realidad un hombre "Seis", dependiente de Charles Street en lo tocante a la realización de sus deberes de enlace. Esta sección es conocida simplemente como K.7. La rama "E" (que continúa la secuencia alfabética) se ocupa del Comunismo internacional y de sus adeptos que pueden desear visitar Gran Bretaña con fines nefandos, así como de la variedad nacida en el país y que puede querer ir al extranjero con el mismo propósito. También dentro de "E" en el Lejano Oriente tiene oficiales de enlace en Hong Kong, Nueva Delhi, Canberra y Wellington, mientras que Todas las Regiones hacen lo propio en Washington, Ottawa, Indias Occidentales y otras capitales amigas. Por último, la rama "F", a la que pertenecía John Preston, al menos hasta esta mañana, comprendía Partidos políticos (de extrema izquierda), Partidos políticos (de extrema derecha), Investigación y Agentes. La rama "F" se aloja en "Gordon", en la cuarta planta, y aquella mañana de enero, John Preston se dirigió al des pacho que tenía en ella.

Quizá no había pensado que su informe de tres semanas antes le constituiría como figura del mes a los ojos de Brian Harcourt Smith, pero sí creía que tal informe llegaría a la mesa del propio director general, Sir Bernard Hemmings. Y confiaba en que Hemmings estaría dispuesto a comunicar su información y sus en parte presuntos descubrimientos al presidente del Comité Conjunto del Servicio Secreto o al subsecretario permanente del Ministerio del Interior, que era el Ministerio político del que dependía MI5. Un buen subsecretario habría creído probablemente conveniente que su ministro le echase un vistazo, y el ministro del Interior podía haber llamado la atención del jefe del Gobierno sobre ello. El memorando que, al llegar, encontró sobre su mesa, le indicó que nada de esto iba a suceder. Después de leer la hoja de papel, se retrepó en su sillón, sumido en sus pensamientos. Estaba dispuesto a mantener aquel informe y, si hubiese llegado a mayor altura, sin duda le habrían formulado muchas preguntas. Y habría podido contestar las; y habría podido contestarlas, porque estaba convencido de que tenía razón. Es decir, habría podido contestar las como jefe de F. L(D), pero no después de ser trasladado a otro Departamento. Después de un traslado, sería el nuevo jefe de F. L(D) quien tendría que plantear la cuestión del Informe Preston, y estaba convencido de que el hombre designado para sucederle -casi con toda seguridad, uno de los más fieles protegidos de Harcourt Smith-, no haría tal cosa. Hizo una llamada a Registro. Sí, había sido archivado. Anotó el número de registro, por si acaso. – ¿Qué quieres decir con eso de NMA? – preguntó, con incredulidad-. Está bien, lo siento, sí, ya sé que no es cosa tuya, Charlie. Sólo lo he preguntado porque me ha sorprendido un poco; eso es todo.

Colgó el teléfono y se echó atrás, pensando profundamente. Cosas que un hombre no debería pensar de su oficial superior, aunque no hubiese una empatía personal entre ellos.

Pero las ideas persistían. Era posible -admitió- que si su informe hubiese pasado más arriba, su contenido general habría llegado a conocimiento de Neil Kinnock, jefe de la oposición del Partido Laborista en el Parlamento, el cual no se habría sentido muy satisfecho. También era posible que los laboristas ganasen las próximas elecciones, que debían celebrarse dentro de diecisiete meses, y que Brian Harcourt Smith mantuviese la esperanza de que uno de los primeros actos del nuevo Gobierno sería confirmarle como director general de MI5. No era ninguna novedad no ofender a políticos influyentes en el poder, o que pudiesen llegar a desempeñarlo. Para un hombre de carácter débil y vacilante, o de ambición desmedida, la renuencia a dar malas noticias podía ser motivo poderoso de inercia. Todos los del Servicio recordaban el caso de un antiguo director general, Sir Roger Hollis. Hasta hoy no se había revelado completamente el misterio, aunque los partidarios de ambos bandos tenían firmes convicciones sobre él. En 1962 y 1963, Roger Hollis había conocido casi desde el principio todos los detalles del que después fue llamado caso Christine Keeler. Había tenido sobre su mesa durante semanas si no meses -antes de que estallase el escándalo-, informes sobre las fiestas de Cliveden; sobre Stephen Ward, que era quien proporcionaba las muchachas e informaba en todo caso, y sobre el agregado soviético Ivanov, que compartía con el ministro de la Guerra británico los favores de la misma joven. Sin embargo, había permanecido inactivo y no había solicitado, como era su deber, una entrevista personal con el Primer Ministro, Harold Macmillan. Por falta de esa advertencia, Macmillan se había visto envuelto en el escándalo. El asunto se había enconado y supurado durante todo el verano de 1963, con grave daño para Gran Bretaña en el país y en el extranjero, como si todo se hubiese fraguado en Moscú. Años más tarde, seguía discutiéndose acaloradamente. ¿Había sido Roger Hollis un hombre incompetente hasta la estupidez, o había sido algo mucho, mucho peor…? – ¡Al cuerno con todo! – exclamó Preston, apartando es tos pensamientos de su mente.

Releyó el memorando. Era del jefe de B.4 (Ascensos) y le notificaba que aquel mismo día era trasladado y ascendido a jefe de C. L(A). El tono de franca camaradería era el que suele emplearse para amortiguar los golpes."El DGD me dice que sería muy conveniente que el Año Nuevo empezase con todas las plazas vacantes ocupadas… Le quedaríamos muy agradecidos si pudiese ordenar todos los asuntos pendientes y pasarlos al joven Maxwell sin mucha dilación, dentro de un par de días si es posible… Mis mejores deseos de que se encuentre satisfecho en su nuevo cargo… (Bla, bla, bla), pensó Preston. Sabía que C. L se ocupaba del personal y los edificios del Servicio Civil, y que la Sección A correspondía a la capital. Quedaría a su cargo la seguridad de todos los Ministerios de Su Majestad en Londres.

–Un maldito trabajo de policía -gruñó, y empezó a llamar a los de su equipo para despedirse.

A más de un kilómetro de allí, en el propio Londres, Jim Rawlings abrió la puerta de una pequeña, pero ele gante joyería de una calle lateral, a menos de doscientos metros del intenso tráfico de Bond Street. La tienda estaba en penumbra, pero las discretas luces incidían en vitrinas que contenían plata georgiana, mientras que en los compartimientos del iluminado mostrador podían verse joyas de una época remota. Saltaba a la vista que aquel establecimiento estaba especializado en piezas antiguas más que en sus equivalentes modernas. Rawlings vestía un pulcro traje oscuro, camisa de seda y corbata de color discreto, y llevaba en la mano una cartera mate de ejecutivo. La muchacha tras el mostrador levantó la cabeza y le dirigió una mirada aprobadora. A sus treinta y seis años, el hombre tenía un aspecto esbelto y distinguido, con un aire que era en parte de caballero y en parte de truhán, combinación que siempre resultaba útil. Ella sacó el pecho y le dedicó una brillante sonrisa. – ¿En qué puedo servirle?

–Quisiera hablar con Mr. Zablonsky. Asunto personal. Su acento cockney indicaba que no era probable que fuese un cliente. La cara de la mujer se ensombreció. – ¿Es un representante? – preguntó.

–Dígale sólo que Mr. James quisiera hablar con él -dijo Rawlings.

Pero en aquel momento se abrió la puerta con espejos del fondo de la tienda y apareció Louis Zablonsky. Era un hombre bajito y arrugado; tenía cincuenta y seis años, pero parecía más viejo. – ¡Mr. James -exclamó, efusivamente-, cuánto me alegro de verle! Pase a mi despacho, por favor. ¿Cómo se encuentra? – Condujo a Rawlings al otro lado del mostrador y le hizo entrar en su santuario-. Está bien, querida Sandra.

Ya dentro del pequeño y atestado despacho, cerró la puerta con espejos, a cuyo través podía verse la tienda. Indicó a Rawlings la silla colocada delante de la mesa antigua, y él se sentó en el sillón basculante detrás de ella. Una única lámpara arrojaba su luz sobre la carpeta. El hombre miró vivamente a Rawlings.

–Bueno, Jim, ¿qué te traes entre manos?

–Tengo algo para ti, Louis, algo que te gustará. Por con siguiente, no me digas que es basura.

Rawlings abrió su cartera. Zablonsky extendió las manos.

–Jim, ¿puedo…?Se interrumpió al ver lo que Rawlings colocaba sobre la carpeta.

Cuando todas las joyas estuvieron allí, las miró con incredulidad.

–Las joyas Glen -dijo en voz baja-, te has apoderado de los diamantes Glen. Ni siquiera han hablado todavía de ello los periódicos.

–Tal vez ellos están aún fuera de Londres -replicó Rawlings-. La alarma no sonó. Soy muy hábil, ya lo sabes.

–El mejor, Jim, el mejor. Pero las joyas Glen… ¿Por qué no me lo dijiste?

Rawlings sabía que la cosa habría sido más fácil para todos si antes del robo se hubiese proyectado el destino de las joyas. Pero él trabajaba a su manera, con extrema da precaución. No confiaba en nadie, y menos en un perista, aunque Louis Zablonsky era el más distinguido en el mercado. Un perista capturado por la Policía y expuesto a una larga sentencia de prisión era muy capaz de dar información sobre un futuro robo a cambio de su propia libertad. La Brigada Criminal de Scotland Yard conocía a Zablonsky, aunque éste no había estado nunca en una de las cárceles de Su Majestad. Por eso no anunciaba nunca Rawlings sus acciones y se presentaba siempre sin previo aviso. Por consiguiente, no respondió. Zablonsky se sumió en la contemplación de las joyas que centelleaban sobre su carpeta. También él sabía su procedencia sin necesidad de que se lo dijesen. Al heredar las joyas en 1936, el noveno duque de Sheffield tenía dos hijos, un varón y una hembra, Lady Fiona Glen. Cuando murió en 1980, no las legó a su hijo, heredero del título, sino a su hija.

En 1974, cuando su hijo tenía veinticinco años, el contrariado duque se había visto obligado a reconocer que el exótico joven era lo que los reporteros de sociedad llaman soltero por naturaleza. No habría ninguna linda joven condesa de Margate o duquesa de Sheffield que llevase los famosos diamantes Glen. Por eso habían ido a parar a la hija. Zablonsky sabía que, después de la muerte del duque, Lady Fiona las había llevado ocasionalmente, con el renuente permiso de los aseguradores, por lo general en las fiestas de caridad que solía frecuentar. El resto del tiempo lo pasaban donde lo habían pasado durante tantos años: en la oscuridad de las cámaras acorazadas de "Coutts", en Park Lane. Sonrió. – ¿La fiesta de caridad de Grosvenor House, en vísperas del Año Nuevo? – preguntó. Rawlings se encogió de hombros-. ¡Oh!, eres un chico malo, Jim! Pero de mucho talento.

Aunque hablaba con fluidez el polaco, el yiddish y el hebreo, Louis Zablonsky, después de cuarenta años de vivir en Gran Bretaña, no había llegado a dominar por completo el inglés, que hablaba con acento claramente polaco. Debido también a que las había aprendido en libros escritos hacía muchos años, empleaba equivocadamente frases que hoy se considerarían camp. Rawlings sabía que Louis Zablonsky no tenía nada de gay. En realidad sabía- porque Beryl Zablonsky se lo había dicho- que el viejo había sido castrado en un campo de concentración cuando era un muchacho. Zablonsky seguía admirando los diamantes como admira un verdadero conocedor cualquier obra maestra.

Recordaba vagamente haber leído en alguna parte que, a mediados de los años sesenta, Lady Fiona Glen se había casado con un joven y prometedor funcionario civil que, a mediados de los ochenta, se había convertido en influyente personaje de un Ministerio, y que la pareja vivía en algún lugar del West End, donde llevaba una vida de lujo gracias, en gran parte, a la fortuna particular de la esposa.

–Bueno, ¿qué dices, Louis?

–Estoy impresionado, querido Jim. Muy impresionado. Pero también perplejo. Ésas no son piedras corrientes. Serian identificadas en cualquier lugar del mundo de los diamantes. ¿Qué voy a hacer con ellas? – Espero que tú me lo digas -replicó Rawlings.

Louis Zablonsky abrió las manos.

–No voy a engañarte, Jim. Te lo diré sin ambages. Las joyas Glen están probablemente aseguradas en 750.000 libras, que es aproximadamente lo que costarían si las vendiese legalmente en el mercado Cartier. Pero, naturalmente, no pueden venderse así.

"Hay dos posibilidades. Una de ellas es encontrar un comprador muy rico dispuesto a adquirir los famosos diamantes Glen a sabiendas de que no podrá mostrarlos nunca ni reconocer su propiedad: un avaro rico que se contente con contemplarlos en privado. Hay gente de esta clase, aunque muy poca. De una de estas personas se podría obtener, quizá la mitad del precio que te he indicado. – ¿Cuándo podrías encontrar un comprador así?

Zablonsky se encogió de hombros.

–Este año, el próximo, alguna vez o nunca. Esto no puede anunciarse en las columnas de los periódicos.

–Demasiado tiempo -opuso Rawlings-. ¿La otra posibilidad?

–Sacar los diamantes de sus monturas, cosa que reduciría el valor a 600.000 libras; tallarlos de nuevo y venderlos por separado como cuatro gemas individuales, desparejadas.

Con esto podrían obtenerse 300.000 libras. Pero el artífice querría una tajada. Si yo corriese personalmente con estos gastos, creo que podría darte 100.000 libras… pero al finalizar la operación. Cuando se hubiesen realiza do las ventas. – ¿Qué puedes darme de momento? No puedo vivir del aire, Louis. – ¿Quién puede hacerlo? – dijo el viejo perista-. Mira, por la montura de oro blanco quizá pueda obtener 2000 libras en el mercado negro. Por las cuarenta piedras pequeñas, en el mercado legal, digamos 12.000 libras. Esto suma 14.000 libras, que puedo recuperar rápidamente. Podría darte de momento la mitad, en efectivo. ¿Qué me dices?

Hablaron otra media hora y cerraron el trato. Louis Zablonsky sacó 7.000 libras de su caja de caudales. Rawlings abrió su cartera y depositó en ella los fajos de billetes usados.

–Muy bien -convino Zablonsky-. ¿Te has quedado con algo?

Rawlings sacudió la cabeza.

–Lo he traído todo -replicó.

Zablonsky murmuró algo y agitó un dedo bajo la nariz de Rawlings.

–Líbrate de ello, Jim. Nunca guardes nada después de un trabajo. No vale]a pena correr el riesgo.

Rawlings, pensativo, asintió con la cabeza, se despidió y se fue. John Preston había pasado todo el día en busca de los diferentes miembros de su equipo de investigación para despedirse. Lamentaron su marcha, y esto le satisfizo. Ahora tenía que ocuparse del papeleo. Bobby Maxwell había entrado a saludarle. Era agradable, ansioso de hacer carrera en "Cinco" y buscando sus mejores oportunidades de ascenso en la política de enganchar su carro a la estrella en auge de Brian Harcourt Smith. Preston no podía reprochárselo. El había ingresado tarde, al pasar directamente al servicio desde el Cuerpo de Información del Ejército en 1981, a la edad de cuarenta y un años. Sabía que nunca llegaría a la cima. La jefatura de una sección representaba casi el límite para los que entraban tarde.

Ocasionalmente, cuando quedaba vacante el puesto de director general, era ocupado por alguien ajeno al Servicio si no existía un candidato evidentemente adecuado dentro de él, siempre para gran desilusión de los que trabajaban en "Cinco". Pero los DGD, todos los directores de las seis ramas y de la mayor parte de los departamentos dentro de las ramas, eran, por tradición, miembros antiguos del personal. Había convenido con Maxwell en que terminaría de arreglar los papeles el lunes y dedicaría todo el día siguiente a instruir a su sucesor sobre todos los asuntos e investigaciones pendientes. Se habían despedido hasta la mañana siguiente, deseándose mutuamente buena suerte. Miró su reloj. La noche sería larga. Tendría que sacar de su caja fuerte personal todos los expedientes actuales, ver los que podían pasar sin peligro a Registro y emplear la mitad de la noche revisando página por página los "acasos" pendientes, para instruir a Maxwell por la mañana. Primero necesitaba un buen trago. Bajó en el ascensor al segundo sótano, donde "Gordon" tiene un bar muy acogedor y bien abastecido. Louis Zablonsky trabajó todo aquel martes encerrado en su trastienda. Sólo en dos ocasiones tuvo que salir para ver personalmente a un cliente. Fue un día de calma y, contra su costumbre, se alegró de ello. Trabajó sin chaqueta y con las mangas de la camisa arremangadas sobre los casi lampiños antebrazos, desprendiendo cuidadosamente los diamantes Glen de sus monturas de oro blanco. Las cuatro piedras principales -las dos gemas de diez quilates de los pendientes y la pareja que hacía juego de la diadema y el pinjante- saltaron fácilmente y en poco tiempo. Una vez separadas de sus monturas, pudo examinarlas más de cerca. Eran realmente hermosas, resplandecientes bajo la luz. Eran diamantes de matiz blanco azulado, llamados también antaño Top River, pero clasificados ahora como "D sin tara" en la escala GIA. Cuando se cansó de admirarlos, los dejó caer en una bolsita de terciopelo. Después empezó el prolijo trabajo de desmontar las cuarenta piedras más pequeñas. Mientras lo hacía, la luz revelaba ocasionalmente una marca desvaída en forma de un número de cinco cifras en el lado interno de su antebrazo izquierdo. Para cualquiera que conociese el significado de estas señales, el número sólo podía significar una cosa: era la marca de Auschwitz. Zablonsky había nacido en 1930, tercer hijo de un joyero judío polaco de Varsovia. Tenía nueve años cuando los alemanes invadieron Polonia, y en 1940 había sido cerrado el ghetto de Varsovia; quedaron presos en él cerca de 400.000 judíos, y la comida se racionó muy por debajo del nivel de subsistencia.

El 19 de abril de 1943, los 90.000 supervivientes del ghetto se rebelaron bajo el mando de los pocos hombres aptos que quedaban. Louis Zablonsky acababa de cumplir entonces los trece años, pero estaba tan flaco y extenuado, que aparentaba cinco menos. Cuando, por fin, cayó el ghetto en manos de las tropas Waffen SS del general Juergen Stroop, el 16 de mayo, fue uno de los pocos que sobrevivieron a los fusilamientos en masa. La mayoría de los habitantes, unos 60.000, habían muerto ya, en combate, por las bombas, aplastados bajo las ruinas de los edificios o ejecutados. Los restantes 30.000 eran casi exclusivamente viejos, mujeres y niños. Zablonsky fue apresado junto a estos últimos. La mayoría fueron enviados a Treblinka, donde murieron. Pero por una de esas raras circunstancias que en ocasiones deciden entre la vida y la muerte, se averió la máquina del tren que arrastraba el vagón de ganado donde iba Zablonsky. El vagón fue enganchado a otra máquina y terminó en Auschwitz. Aunque destinado a morir, le perdonaron la vida cuando dijo que su profesión era la de joyero y le encargaron el trabajo de recoger y clasificar las joyas que les quitaban a los judíos que ingresaban en el campo. Entonces, un día, fue llamado al hospital y puesto en manos de un hombre rubio y sonriente al que llamaban Mengele y que seguía practicando sus experimentos de maníaco en los órganos genitales de los judíos adolescentes. Y Louis Zablonsky fue castrado, sin anestesia, en la mesa de operaciones de Josef Mengele.

Arrancó la última de las cuarenta piedras pequeñas de la montura de oro y comprobó que no había olvidado ninguna. Contó las piedras y empezó a pesarlas. Eran cuarenta en total, con un peso medio de medio quilate, pero en su mayor parte más pequeñas. Un material adecuado para anillos de esponsales, con un valor de unas 12.000 libras en total. Podía colocarlas a través de Hatton Garden sin que nadie sospechase. Operaciones al contado, pues conocía a los traficantes. Después empezó a machacar las monturas de oro blanco hasta convertirlas en una masa amorfa. A finales de 1944, los supervivientes de Auschwitz fueron obligados a marchar hacia el Oeste, y Zablonsky terminó en Bergen Belsen, donde, más muerto que vivo, lo liberó al fin el Ejército británico. Después de un tratamiento intensivo en un hospital, Zablonsky fue llevado a Inglaterra, bajo el patrocinio de un rabino del norte de Londres, y, tras un período de rehabilitación, se convirtió en aprendiz de joyero.

A principios de los años sesenta se despidió de su patrono y abrió su propia joyería, la primera en el East End, y diez años más tarde, la actual y más próspera del West End. En el East End, y en sus muelles, había empezado a traficar con gemas importadas por los marineros: esmeraldas de Ceilán, diamantes de África, rubíes de la India y ópalos de Australia. Ahora, a mediados de los ochenta, era un hombre rico gracias a sus dos empresas: la legal y la ilícita; uno de los principales peristas de Londres, especia lista en diamantes, con una gran casa aislada en Golders Green, y uno de los puntales de su comunidad en el lugar. Cuando las monturas de oro blanco se hubieron convertido en una bola de metal, guardó ésta en una bolsa junto con otros residuos. Dijo a Sandra que podía marcharse, cerró la tienda, arregló su despacho y salió, llevándose las cuatro piedras grandes. Camino de su casa, hizo una llamada telefónica desde una cabina pública a un número de las afueras de Amberes, en Bélgica, correspondiente a un pueblecito llamado Nijlen. Cuando llegó a casa, llamó a la "British Airways" y reservó un pasaje para un vuelo del día siguiente a Bruselas. Junto al Támesis, en su orilla sur, donde antaño habían estado los arruinados muelles de una empresa moribunda, se estaba realizando un gran programa de desarrollo iniciado a principios de los años ochenta. Tal programa había dejado grandes montones de cascotes entre los nuevos edificios, paisajes lunares donde los hierbajos se mezclaban con los ladrillos caídos y el polvo. Se pretendía que todo esto sería cubierto un día por los nuevos bloques de apartamentos, centros comerciales y aparcamientos de varios pisos, pero nadie sabía cuándo se convertiría esto en realidad. Cuando hacía calor, los borrachos acampaban en estos eriales, y cualquier persona del sur de Londres que quisiese desprenderse de alguna prueba comprometedora, sólo tenía que llevar el artículo al centro de aquel paraje abandonado y destruirlo mediante el fuego. A hora avanzada de la tarde de aquel martes 6 de enero, Jim Rawlings caminaba por una zona de varias hectáreas, tambaleándose en la oscuridad al tropezar con cascotes invisibles. Si alguien le hubiese estado observando -y no era así-, habría visto que llevaba en una mano una lata de petróleo de diez litros, y en la otra, una hermosa cartera de piel de becerro cosida a mano.

El miércoles por la mañana, Louis Zablonsky cruzó sin dificultad el aeropuerto de Heathrow.

Con un abrigo grueso y un sombrero blando de theed, un maletín en la mano y una pipa grande de escaramujo en la boca, se unió a la ola diaria de hombres de negocios que volaban de Londres a Bruselas. Ya en el avión, una de las azafatas se inclinó sobre él y murmuró:

–Lamento decirle que no puede encender la pipa en el avión, señor.

Zablonsky se disculpó profusamente y se metió la pipa en el bolsillo. No le importó. No fumaba y, aunque la hubiese encendido, habría tirado muy mal. Porque había cuatro brillantes en forma de pera y de 58 facetas embutidos en la cazoleta, debajo del tabaco prensado. En el "Nacional" de Bruselas alquiló un coche y se dirigió al Norte por la autopista de Zaventen a Mechelen, donde torció al Nordeste, hacia Lier y Nijlen. La mayor parte de la industria belga del diamante está centrada en Amberes y localizada especialmente en y alrededor de la Pelikaanstraat, donde las grandes empresas tienen sus salones de exposición y sus talleres. Pero como la mayor parte de las industrias, la del diamante depende parcialmente, para su funcionamiento, de una masa de pequeños proveedores y trabajadores a destajo, que operan individualmente en sus propios talleres y a los que se en carga parte de la manufactura de monturas, limpieza y pulido. Algunos de estos trabajadores a destajo viven en Amberes, y los judíos -muchos de ellos, oriundos del Este de Europa-predominan entre ellos. Pero al este de aquella ciudad se halla una zona conocida por el nombre de Kempen, un racimo de lindas aldeas donde están también ubicados docenas de pequeños talleres que realizan trabajos a destajo para la industria de Amberes. En el centro de Kempen se encuentra Nijlen, en la carretera principal y la línea férrea de Lier a Herentals.

En mitad de la Molenstraat vivía un tal Raoul Levy, judío polaco que se había instalado en Bélgica después de la guerra y que resultaba ser también primo segundo de Louis Zablonsky, de Londres. Levy era pulidor de diamantes, viudo, y vivía solo en uno de los pequeños y bonitos bungalows de ladrillo rojo que flanquean el lado de poniente de la Molenstraat. Su taller estaba en la parte posterior de la casa. Y allí se dirigió Zablonsky para encontrarse con su pariente, poco después de la hora del almuerzo. Discutieron durante una hora y cerraron el trato. Levy volvería a pulir las piedras, con la menor pérdida de peso posible, pero de manera que no pudiesen ser reconocidas. Convinieron el precio de 50.000 libras, la mitad al contado y la otra mitad al ser vendidas las cuatro piedras. Después, Zablonsky se marchó y volvió a Londres. Lo malo de Raoul Levy no era que careciese de destreza, sino que se sentía solo. Por eso esperaba con ilusión su única excursión de todas las semanas. Le gustaba tomar el tren hasta Amberes, dirigirse a su café predilecto, donde todos sus compinches se reunían por la noche, y hablar de "negocios". Tres días más tarde, fue allí y habló quizá demasiado. Mientras Louis Zablonsky estaba en Bélgica, John Preston se instalaba en su nuevo despacho del segundo piso. Se alegraba de no tener que cambiar "Gordon" por otro edificio. Su antecesor se había retirado al terminar el año, y el jefe delegado de C. L(A) había desempeñado el cargo sólo durante unos días, sin duda con la esperanza de que sería confirmado en él. Pero puso al mal tiempo buena cara e instruyó prolijamente a Preston sobre todo lo referente a su función, que éste pensó que era, sobre todo, cosa de rutina. Al quedarse solo aquella tarde, Preston echó un vistazo a la lista de edificios ministeriales que caían bajo su Sección A. Era más larga de lo que había imaginado, pero en su mayor parte no afectaban a la seguridad, salvo por filtraciones que pudiesen ser políticamente engorrosas. Por ejemplo, las filtraciones de documentos concernientes a proyectados recortes de la Seguridad Social eran siempre peligrosas, ya que los sindicatos de funcionarios civiles habían reclutado mucho personal con opiniones políticas de extrema izquierda; pero, normalmente, esto podía dejarse para los agentes de seguridad interior del Ministerio. Para él, los importantes eran el Foreign Office, el Consejo de Ministros y el Ministerio de Defensa, todos los cuales recibían documentos de alcance cósmico. Pero todos ellos disponían de buenos servicios de seguridad, en manos de sus propios equipos internos. Preston suspiró. Empezó a hacer una serie de llamadas telefónicas, concertando entrevistas para conocer a los jefes de Seguridad de los principales Ministerios. Entre estas llamadas contempló el montón de papeles personales que había bajado de su antiguo despacho, situado dos pisos más arriba. Mientras esperaba la llamada de contestación de un funcionario que estaba ocupado en otro sitio al telefonearle él, se levantó, abrió su nueva caja fuerte personal e introdujo en ella, uno a uno, los legajos. El último de ellos fue su informe del mes pasado, el ejemplar que había reservado para él mismo. Aparte el que sabía que había sido archivado con la nota de NMA, era el único que existía. Se encogió de hombros y lo metió en el fondo de la caja. Probablemente, nunca volvería a ser examinado, pero no veía por qué no podía guardarlo, en memoria de los viejos tiempos. A fin de cuentas, había sudado mucho para redactarlo.

CAPÍTULO III

Moscú,

Miércoles, 7 de enero de 1987

De: H. A. R. Philby A: Secretario general del PCUS.

Permítame empezar, camarada secretario general, con un breve esbozo de la historia del Partido Laborista británico y de su continua penetración y, en definitiva, afortunado dominio por parte de la izquierda dura en el curso de los últimos veinticinco anos. Creo que sólo partiendo de esta narración pueden verse en su debida perspectiva los acontecimientos de los últimos años y los que se prevén para los próximos meses. Desde que Hugh Gaitskell fue atacado por la toxina vírica desconocida que acabó por matarle, difícilmente habría podido seguir el Partido Laborista británico una evo lución más esperanzadora si su guión histórico se hubiese redactado aquí, en Moscú. Desde luego, podemos estar seguros de que siempre ha habido, dentro del Partido Laborista, un ala abnegada ardientemente prosoviética y marxista leninista. Pero, duran te la mayor parte de la historia de aquel partido, fue una pequeña minoría incapaz de influir en el curso de los acontecimientos, en la formulación de la política o, más importante aún, en la selección de los candidatos y de la jefatura del propio Partido. Mientras el Partido estuvo bajo la fuerte influencia del resuelto Clement Attlee o del apasionado Hugh Gaitskell, la situación tenía forzosamente que continuar. Ambos hombres sostenían tercamente la Lista de los Proscritos, según la cual toda una serie de grupos de inspiración marxista leninista, trosquista o revolucionaria y sus miembros, tenían prohibido el ingreso en el Partido Laborista y, con mayor razón, el desempeño de cargos dentro de él. Cuando en enero de 1963 murió Hugh Gaitskell, el hombre que en 1960 había puesto en pie a la Conferencia del Partido en Scarborough al proclamar que había que "luchar, luchar y seguir luchando" por el alma (tradicional) del partido, la jefatura de éste pasó a manos de Harold Wilson que la retuvo durante trece años.

Era un hombre dominado por dos características que tuvieron mucho que ver con lo que le sucedió al Partido en aquellos trece años. A diferencia de Attlee, tenía una vanidad de proporciones casi cósmicas, y, a diferencia de Gaitskell, era casi capaz de todo para evitar la lucha. Dándose cuenta de esto, nuestros amigos dentro del partido emprendieron cuidadosamente la tan esperada campaña para profundizar más y en mayor número en la estructura del Partido. Durante algunos años, fue un trabajo duro y agotador. Entonces, en 1972, nuestros amigos prosoviéticos del Comité Ejecutivo Nacional (llamado, en adelante, CEN) probaron la temperatura del ambiente votando una resolución por la que se excluía el Departamento de Estudios Laboristas de la Lista de Proscritos. Tal Departamento, a pesar de su nombre deliberadamente engañoso, no tenía nada que ver con el Partido Laborista, sino que era un cuerpo completamente dominado por los comunistas. Afortunadamente, los centristas no reaccionaron contra esta maniobra. Al año siguiente, 1973, la izquierda dura del CEN con siguió abolir totalmente la Lista. El efecto de esto superó los sueños del grupo marxista leninista dentro del Partido. Pocos de sus componentes eran de la nueva hornada; la mayoría se habían convertido al marxismo leninismo prosoviético en los años treinta.

Necesitaban aumentar su número dentro del Partido; sabían que muchos de sus, y nuestros, compañeros de viaje, no eran miembros del Partido, y que había toda una nueva generación de activistas políticos de izquierda dura que estaban buscando un hogar político. Al abrirse las compuertas, ingresaron en tropel en las filas del partido, en grupos de todas las edades.

Desde 1973, el absolutamente vital CEN ha estado raras veces fuera del dominio de la mayoría de extrema izquierda, y, gracias al hábil empleo de este instrumento, la constitución del partido y su composición a los más altos niveles han cambiado hasta el punto de que no pueden reconocerse. Y ahora una breve digresión, camarada secretario general Para explicar exactamente a quiénes me refiero al decir "nuestros amigos", en el seno del Partido Laborista británico y del movimiento Trade Union. Pertenecen a dos categorías: los que lo son deliberadamente y los inconscientes. Dentro de la primera categoría no incluyo a la llamada izquierda blanda ni a la aberración trosquista, ambas enemigas de Moscú, aunque por diferentes razones. Incluyo a los de la izquierda dura y, dentro de ella, a la extrema izquierda. Sus miembros son acérrimos marxistas leninistas y no les gusta que les llamen comunistas, ya que esto implica pertenecer al inútil Partido Comunista británico. Sin embargo, son buenos amigos de Moscú, y nueve de cada diez actuarán de acuerdo con los deseos de Moscú, aunque éstos no sean expresados y aunque las personas en cuestión afirmen enérgicamente que actúan por razones "británicas" o "de conciencia". El segundo grupo de amigos, ahora dominante, en el seno del Partido Laborista británico, lo constituyen. personas profundamente partidarias, política y emocionalmente, de una forma de socialismo situada tan a la izquierda, que puede calificarse de marxismo leninismo y que, en cualquier circunstancia o contingencia, reaccionan casi siempre y de manera espontánea, en un sentido totalmente paralelo a, o coincidente con, los deseos de la política exterior soviética con respecto a Gran Bretaña y-o la Alianza Occidental; personas que no necesitan recibir enseñanzas o instrucciones y que, probablemente, se ofenderían si se pretendiese dárselas; personas que, deliberadamente o no, impulsadas por la convicción, por un patriotismo torcido, por el deseo de destruir, por el lucro o el afán de progresar, por el miedo a presiones de intimidación, para darse importancia o por el deseo de caminar con el rebaño, actuarán de la manera más conveniente a nuestros intereses soviéticos. Desde luego, todos ellos afirman buscar la democracia. Afortunadamente, la inmensa mayoría de los británicos actuales entienden por "democracia" un Estado pluralista (de múltiples partidos), cuyos organismos de gobierno son elegidos por sufragio universal fundado en el voto secreto y a intervalos periódicos. En cambio, nuestros amigos de la izquierda dura británica, por ser personas que comen, beben, respiran, duermen, sueñan y trabajan todas las horas del día en política de izquierda, se refieren a una "democracia de los comprometidos" con sus papeles dominantes ejercidos por ellos mismos y los que piensan como ellos. Por fortuna, la Prensa británica hace muy poco por corregir este equívoco. Ahora debo mencionar, camarada secretario general, y comentar el problema que durante muchos años dividió el ataque de la izquierda dura en el movimiento laborista británico. Fue la dicotomía de los dos conocidos "caminos al socialismo" que discurrieron paralelamente en el pensamiento de la izquierda dura en Gran Bretaña durante decenios y que sólo fue resuelta en 1976, hace casi exactamente diez años. Los caminos gemelos, y en competencia de la izquierda dura para progresar en el interior de Gran Bretaña fueron durante mucho tiempo el "camino parlamentario al socialismo" y el "camino industrial al socialismo". El primero veía sus mayores probabilidades en apoderarse progresivamente del Partido Laborista británico, que se emplearía como instrumento para conseguir el poder y conseguir una sociedad realmente revolucionaria. Et segundo prefería la movilización en masa de la clase trabajadora en el movimiento Trade Union, que terminaría con los obreros lanzándose a la calle y consiguiendo de esta forma la sociedad revolucionaria. No hay que olvidar que los verdaderos cimientos del marxismo leninismo en Gran Bretaña han estado siempre en el interior del movimiento Trade Union. Entre otras cosas, la base sindical fue siempre mucho más numerosa que en el seno del Partido Laborista parlamentario, y por eso, durante años, fue el sector de las Trade Unions quien llevó la iniciativa, que culminó en la cima absoluta de su poder en 1976. Cuando volvió al poder en 1974, después de la caída del Gobierno Heath, Wilson sabía que no podía indisponerse con las Trade Unions. Si se enfrentaba con ellas, dividiría el Partido y perdería su puesto. Además, por aquel entonces, Gran Bretaña se estaba hundiendo de prisa, industrial, comercial y económicamente, a causa de las huelgas provocadas por los sindicatos, las exigencias de aumentos de salarios, el descenso de la productividad, el aumento de los costos y la enorme subida de los impuestos personales. En abril de 1976, Harold Wilson se dio cuenta de que había perdido el control de los sindicatos y de la economía. Como economista que era, sabía que el cataclismo era inminente. Dimitió, cuando se hallaba aparentemente en la cima de su poder, dejando que James Callaban se enfrentase con el temporal. A finales del verano, Gran Bretaña se hallaba al borde de la bancarrota y necesitaba un importante y urgente empréstito del Fondo Monetario Internacional. Pero el FMI se mostró inflexible: tenía que haber condiciones. En la Conferencia del Partido Laborista del mes de octubre, el canciller del Exchequer británico tuvo que suplicar literalmente a los jefazos sindicales la reducción de salarios y la aceptación de una disminución en los gastos del sector público. Philby se levantó y se dirigió a la ventana. Recordaba muy bien aquel traumático otoño, y suspiró tristemente. El había sido un oyente secreto y un consejero disimulado cuando los sindicalistas británicos establecieron contactos y fueron instruidos por Moscú sobre lo que había que hacer. Fue una lástima; sabía que, desde la guerra civil del siglo XVII, no había estado Gran Bretaña más cerca de caer en manos de un régimen revolucionario; nunca, desde entonces, había estado tan cerca de un Gobierno totalmente extraparlamentario. Volvió a su máquina de escribir. Recordará usted, y lo lamentará igual que yo, que el consejo de Moscú fue que los sindicatos aceptasen el llamamiento a la moderación del Gobierno Callaghan. Al cabo de quince días, la agresividad sindical se había derrumbado, dando paso al convenio social entre el Gobierno y las Trade Unions. Hasta el día de hoy, ni los británicos comprenden la razón de aquello. Por consiguiente, permítame reiterarle lo que ya debe saber, dado que guarda relación con lo que vendrá después. Hubo, pues, que acceder a la súplica del canciller y abandonar la ocasión de sacar a la calle a millones de trabajadores para enfrentarlos con el Ejército y la Policía. Sólo existía, y sigue existiendo, una razón para esto.

Como arguyó convincentemente entonces el profesor Krilov, la Historia nos enseña que las democracias sólidas sólo pueden ser derribadas por la acción de las masas en la calle cuando la Policía y las Fuerzas Armadas han sido penetradas por un número tan considerable de revolucionarios que pueda esperarse que se nieguen a obedecer las órdenes de sus oficiales y se pasen a los manifestantes. Y esto fue lo malo en Gran Bretaña. A pesar de los repetidos intentos, a lo largo de los años, para conseguir el derecho a "organizar" sobre una base sindical -es decir, infiltrar activistas en los sindicatos-, esto no se ha logrado nunca en aquel país. Entonces se calculó, y creo que correctamente, que los soldados y los policías británicos permanecerían fieles a la Reina, al Trono, a la Corona (llámese como se quiera) y obedecerían las órdenes de sus oficiales. Si esto hubiese ocurrido, habría fracasado el intento de cambiar el curso de la historia británica desde la calle, en vez de hacerlo desde las Cámaras del Parlamento. Y este hecho hubiese podido retrasar la causa de nuestros verdaderos amigos en varias décadas o quizás en medio siglo.

A partir de entonces se hicieron más esfuerzos para remediar esta laguna en las posibilidades previstas británicas y para infiltrar activistas sindicales en la Policía y las Fuerzas Armadas. Pero fue inútil. James Callaghan, antiguo asesor de la Federación de Policía, no quiso saber nada de esto. Con la llegada de Margaret Thatcher, en mayo de 1979, se estropeó todo el asunto. Nuestros amigos han hecho lo que han podido. Desde que se hicieron con el control de numerosos e importantes suburbios de la metrópoli a través de la Prensa y demás medios de difusión, a todos los niveles, han realizado, personalmente o valiéndose de jóvenes violentos de las facciones tronquistas como tropas de choque, una furiosa campaña para denigrar, difamar y socavar a la Policía británica. Naturalmente, su objetivo es viciar o destruir la con fianza del público británico en su Policía, que, desgraciadamente, sigue siendo la más afable y disciplinada del mundo. Los resultados han sido poco satisfactorios; ha habido éxitos ocasionales al explotar agravios locales, verdaderos abusos en las zonas de corrupción o brutalidad de la Policía, y alguna algarada bien organizada. Pero, en conjunto, la clase trabajadora británica permanece lamentablemente aferrada a la idea de la ley y el orden, y la clase media parece que sigue haciendo causa común con la Policía. He narrado todo esto con el único fin de establecer una tesis: que el "camino industrial" al socialismo, la movilización en masa de millones de personas en la calle para derribar el Gobierno electo, ha quedado definitivamente cerrado.

Ahora hay que acudir al "camino parlamentario" más tranquilo, más disimulado, pero probablemente, en definitiva, más eficaz. Este seguimiento, a lo largo de los años, del camino parlamentario al verdadero socialismo revolucionario, se encuentra ahora en los umbrales del triunfo. Ha llegado tan lejos gracias a la casi siempre exitosa campaña de la izquierda dura para apoderarse del Partido Laborista desde dentro; a varios cambios decisivos en la constitución del partido, y al éxito del programa de autonegación que nuestros verdaderos amigos se han visto obligados a adoptar después del desastre electoral de 1983. Con la desviación del camino industrial, liquidado en el otoño de 1976, nuestros amigos marxistas leninistas del Partido Laborista pudieron dedicarse con empeño a la lucha por apoderarse disimuladamente del Partido, programa facilitado por la abolición, tres años antes, de la Lista de Proscritos. El Partido Laborista se ha sostenido siempre, como un trípode, sobre tres bases: las Trade Unions, los Partidos laboristas de distrito -uno en cada uno de los distritos que constituyen el cuadro electoral británico- y el Partido Laborista parlamentario, o sea, el grupo de parlamentarios laboristas elegidos en las previas elecciones generales. El jefe del Partido es siempre elegido entre éstos. Las Trade Unions constituyen la fuerza más poderosa de las tres y ejercen su poder de dos maneras. Primera: son los pagadores del Partido, llenando sus arcas con las contribuciones políticas deducidas de los salarios de millones de trabajadores. Segunda: disponen, en la Conferencia del Partido, de un enorme "bloque de votos", emitidos por el Ejecutivo Nacional de la Unión en nombre de millones de miembros incontrolados. Estos votos pueden asegurar la aprobación de cualquier resolución y elegir hasta un tercio del importantísimo Comité Ejecutivo Nacional del Partido. Estos comités ejecutivos de la Unión son absolutamente vitales; comprenden los activistas sindicales que trabajan todo el tiempo en ellos y los cargos que resuelven la política de los sindicatos. Están en la cima de la pirámide cuyos rangos medios son los funcionarios de zona y cuyos rangos inferiores son los funcionarios de rama. Así, era esencial que los activistas de la izquierda dura consiguiesen el control efectivo de los altos cargos sindicales, cosa que se logró en realidad. El gran aliado de nuestros amigos en esta tarea ha sido siempre la apatía de la mayoría moderada de los miembros sindicales, que no se molestan en asistir a las reuniones de ramas de las Trade Unions. Así, los activistas, que nunca dejan de asistir, han sido capaces de apoderarse de miles de ramas, cientos de zonas y la flor y nata de los comités ejecutivos nacionales. En el momento actual, los diez sindicatos más importantes de los ochenta afiliados al Partido Laborista controlan la mitad de los votos del movimiento sindical; nueve de estos diez tienen un control de izquierda dura en la cima, cuando no eran más que dos a principios de los años, setenta. Todo esto ha sido logrado por no más de diez mil hombres abnegados entre millones de trabajadores británicos. La importancia de este voto sindical dominado por la izquierda dura quedará clara cuando describa el Colegio Electoral que elige el nuevo jefe del Partido; en este llamado Colegio, las Trade Unions tienen el cuarenta por ciento de los votos. Pasemos ahora a los Partidos laboristas de distrito o PLD. En su centro están los comités generales de dirección, que, aparte de resolver los asuntos cotidianos del Partido dentro del distrito electoral, tienen otra función vital: elegir el candidato laborista al Parlamento. En la década de 1973 a 1983, jóvenes y duros activistas de la extrema izquierda empezaron a introducirse en los distritos y, asistiendo asiduamente a las aburridas y poco numerosas reuniones de los PLD, echaron a los antiguos poseedores de cargos y consiguieron el control de un Comité General de Dirección tras otro. Cada vez que un distrito caía en manos de los nuevos activistas de la izquierda dura, se hizo más y más difícil la posición de la mayoría centrista de miembros del Parlamento que representaba aquellos distritos. Sin embargo, no podían ser eliminados fácilmente. Para el verdadero triunfo de la izquierda dura era necesario debilitar, en realidad anular, la independencia de conciencia del miembro del Parlamento; transformarle de defensor de los intereses de todos sus electores, en simple delegado de su Comité General de Dirección. Esto fue brillantemente conseguido por la izquierda dura en Brighton, en 1979, con la aprobación de una nueva norma que exigía la anual reselección (o deselección) de los miembros del Parlamento por sus comités de dirección. Esta norma produjo una desviación masiva de poder. Todo un grupo de centristas se separó para formar el Partido Socialdemócrata; otros que no fueron seleccionados abandonaron la política; algunos de los más capacitados, cansados de luchar, se resignaron. Pero, a pesar de verse debilitados y humillados, los parlamentarios laboristas conservaron una función vital: ellos, y sólo ellos, podían elegir al jefe del Partido. Era crucial, para completar la triple captura, arrancarles este poder. Esto se logró, también a instancias de la izquierda dura, en 1981, con la creación del Colegio Electoral, en el cual el treinta por ciento de los votos lo tiene el Partido parlamentario; el treinta por ciento, los Partidos de distrito, y el cuarenta por cierto, las Trade Unions. El Colegio elige cada nuevo líder cómo y cuándo lo considera necesario, y lo confirma anualmente. La lucha por el control que he descrito nos lleva al relato de las elecciones generales de 1983. El apoderamiento era casi completo, pero nuestros amigos habían cometido dos errores, aberraciones de la doctrina leninista de precaución y disimulo.

Habían salido, demasiado abierta y visiblemente, a ganar aquellas titánicas batallas, y la convocatoria prematura a elecciones generales les pilló desprevenidos. La izquierda dura necesitaba un año más para consolidarse, serenarse y unificarse. Y no lo tuvo. El Partido, con la prematura carga del manifiesto de la izquierda dura más extremista de la Historia, estaba en completo desorden. Peor aún, el público británico había visto la verdadera cara de la izquierda dura. Como recordará usted, las elecciones de 1983 fueron aparentemente un desastre para el Partido Laborista, dominado ahora por la izquierda dura. Sin embargo, opino que el resultado fue, en realidad, una suerte disfrazada, pues condujo al esforzado y abnegado realismo al que nuestros verdaderos amigos dentro del Partido convinieron en someterse durante los cuarenta últimos meses. En resumen, de los 650 distritos electorales de Gran Bretaña, el Partido Laborista sólo ganó 209 en 1983. Pero esto no fue tan malo como parecía. Así, de los 209 parlamentarios laboristas elegidos, 100 pertenecen ahora firmemente al ala izquierda, y cuarenta de ellos, a la izquierda dura. Tal vez no sean muchos, pero el Partido Laborista parlamentario actual es el más izquierdista que jamás se sentó en la Cámara de los Comunes. En segundo lugar, la derrota en las urnas fue un revulsivo para los estúpidos que pensaban que había terminado la lucha por el control total.

Pronto se dieron cuenta de que, después de las enconadas, pero necesarias, luchas de nuestros amigos para hacerse con el control del Partido entre 1979 y 1983, había llegado el momento de restablecer la unidad y de reparar la dañada base de poder en el país, con vistas a las próximas elecciones. Este programa empezó bajo la orquestación de la izquierda dura en la Conferencia del Partido de octubre de 1983, y desde entonces ha continuado sin la menor desviación. En tercer lugar, todos vieron la necesidad de volver ala clandestinidad exigida por Lenin a los verdaderos fieles que operaban dentro de una sociedad burguesa. Así, el leit motiv de toda la conducta de la izquierda dura en los últimos cuarenta meses fue la vuelta a aquella clandestinidad que tan buenos resultados había dado a principios y mediados de los años setenta. Esto se combinó con un retorno a un aparente y sorprendente grado de moderación. Lograr esto requirió un gran esfuerzo de disciplina, pero, una vez más, los camaradas no estuvieron faltos de ella. Efectivamente, desde octubre de 1983, la izquierda durase ha vestido con el ropaje de la cortesía, la tolerancia y la moderación; se insiste constantemente en la importancia primordial de la unidad del Partido y, para conseguirla, se han hecho concesiones hasta ahora imposibles en el dogma de la izquierda dura. Tanto el ala centrista, satisfecha y amistosa, como los medios de difusión, parecen haberse dejado convencer completamente por la nueva y aceptable fachada de nuestros amigos marxistas leninistas.

Más secretamente, se ha conseguido el dominio sobre el Partido Todos los comités influyentes están ahora en manos de la izquierda dura o podrían ser conquistados en una sola reunión de urgencia. Pero -y este "pero" es importante- generalmente se ha dejado la presidencia de estos comités clave en manos de personas de la izquierda blanda e incluso ocasionalmente, cuando la supremacía del voto es abrumadora, en manos de los centristas.

A nivel de distrito, el dominio de los PLD locales por elementos de la izquierda dura ha proseguido calladamente y llamando poco la atención del público y de los medios de difusión. Lo propio ha ocurrido en el movimiento de las Trade Unions, tal como ya he mencionado. Nueve de las Diez Grandes y la mitad de las setenta restantes pertenecen ahora a la izquierda dura, y también aquí se ha mantenido la imagen, deliberadamente, muy por debajo de lo que era antes de 1983.

En resumen, todo el Partido Laborista de Gran Bretaña pertenece ahora directamente a la izquierda dura, a través de hombres de paja de la izquierda blanda o de centristas intimidados, o pendiente de que se celebre una reunión de urgencia del comité adecuado; y ni los miembros corrientes del Partido o de los sindicatos, ni los medios de difusión, ni la masa de los antiguos votantes del laborismo, parecen haberse dado cuenta de ello. Por lo demás, la izquierda dura lleva cuarenta meses preparándose para las próximas elecciones generales británicas, como si se tratase de una campaña militar. Para ganar una mayoría simple en el Parlamento británico necesitaría 325 escaños, digamos 330. Actualmente se considera que tiene 210 "en el bolsillo". Los otros 120, perdidos en 1979 o 1983 o en ambos años, se piensa que pueden ganarse, y han sido designados como objetivos. Es un hecho comprobado, en la vida política británica, que el pueblo, después de dos términos completos de estancia de un Partido en el Poder, suele pensar que ha llegado la hora del cambio, aunque el Gobierno que cesa no sea realmente impopular. Pero los británicos sólo cambiarán si confían en que el cambio será para avanzar. El objetivo del Partido Laborista durante los últimos cuarenta meses ha sido recuperar aquella confianza, aunque fuese mediante subterfugios por parte de nuestros amigos dentro de él. A juzgar por recientes encuestas de opinión pública, la campaña ha sido esencialmente fructífera, pues la diferencia de porcentaje entre los conservadores en el poder y el Partido Laborista, se ha reducido en unos cuantos puntos. Teniendo también en cuenta que, según el sistema británico, ochenta escaños "marginales" determinan realmente el resultado de unas elecciones, y que los marginales son inclinados a un lado o a otro por ese quince por ciento que constituyen los "votos flotantes", el Partido Laborista tiene la posibilidad de volver al Gobierno en las próximas elecciones generales. En un segundo y concluyente memorando procuraré, camarada secretario general, exponer la manera en que, si se da aquella circunstancia, proyectan nuestros amigos de la izquierda dura derribar a Neil Kinnoch de la jefatura del Partido Laborista en el momento de su victoria e imponer a Gran Bretaña su primer jefe de Gobierno marxista-leninista, junto con un programa legislativo socialista realmente revolucionario. Sinceramente suyo,

HAROLD ADRIAN RUSSELL PHILDY

CAPÍTULO IV

Eran cuatro los hombres que fueron a visitar a Raoul Levy. Altos y corpulentos, llegaron en dos automóviles. El primer coche se detuvo ante el bungalow de Levy, en la Molenstraat, mientras que el segundo separó a unos cien metros calle arriba. Dos hombres se apearon del primer coche y se dirigieron con paso vivo a la puerta de la entrada. Los dos conductores esperaron, con las luces apagadas y los motores en marcha. Eran poco más de las siete de la tarde; el tiempo era crudo, y la oscuridad, total, y no pasaba nadie por la Molenstraat a tales horas del 15 de enero. Los hombres que llamaron a la puerta eran resueltos e iban a la suya, como si no pudiesen perder tiempo y deseasen terminar su trabajo lo antes posible.

No se presentaron cuando Levy abrió la puerta. Se limitaron a entrar y cerrar la puerta a sus espaldas. La protesta de Levy empezaba a brotar de su garganta cuando fue bruscamente interrumpida por cuatro dedos clavados en su plexo solar. Los dos hombrones le echaron el abrigo sobre los hombros, le encasquetaron el sombrero, cerraron la puerta de golpe y le llevaron con destreza hacia el coche, cuya puerta trasera se abrió al acercarse ellos.

Cuando arrancaron, con Levy entre ellos en el asiento trasero, sólo habían transcurrido veinte segundos. Le llevaron al Kesselse Heide, un gran parque público situado al noroeste de Nijlen, cuyo espacio de césped, brezos, robles y coníferas diversas estaba absolutamente desierto. Lejos de la carretera, en el corazón del brezal, se detuvieron los dos coches. El conductor del segundo vehículo, que sería el encargado del interrogatorio, se deslizó en el asiento adyacente al del conductor. Se volvió hacia la parte trasera del automóvil e hizo una señal con la cabeza a sus dos colegas. El que estaba sentado a la derecha de Levy rodeó con los brazos al pequeño pulidor de diamantes para que se estuviese quieto y le tapó la boca con una de sus manos enguantadas. El otro hombre sacó un par de pesados alicates, cogió la mano izquierda de Levy y le aplastó hábilmente tres nudillos, uno tras otro. Lo que espantó a Levy, más aún que el terrible dolor, fue que no le hubieran preguntado nada. Parecían no tener interés por nada. Cuando los alicates le destrozaron el nudillo del cuarto, Levy chilló para que le hiciesen preguntas. El interrogador del asiento delantero asintió con la cabeza y dijo: -¿Quieres hablar?

Levy asintió furiosamente con la cabeza. El hombre le quitó la mano de la boca. Levy soltó un largo y entrecorta do gemido. Cuando hubo terminado, preguntó el inquisidor: -¿Dónde están los diamantes de Londres?

Hablaba en flamenco, pero con marcado acento extranjero. Levy se lo dijo inmediatamente. Ninguna cantidad de dinero podía compensar la pérdida de sus manos y de su vida. El interrogador consideró fríamente la información.

–Las llaves -dijo.

Estaban en el bolsillo del pantalón de Levy. El interrogador las cogió y bajó del coche.

Poco después, el segundo automóvil rodó sobre la crujiente hierba y se dirigió a la carretera.

Estuvo ausente durante cincuenta minutos. Durante este tiempo, Levy no paró de temblar y de cogerse la destrozada mano. Los hombres de ambos lados parecían haber perdido todo interés por él. El conductor permaneció sentado y mirando fijamente al frente, con las manos enguantadas sobre el volante. Cuando volvió el inquisidor, no mencionó para nada las cuatro gemas que llevaba en el bolsillo. Se limitó a decir:

–Una última pregunta. ¡Quién los trajo?

Levy sacudió la cabeza. El interrogador suspiró a causa de la pérdida de tiempo, e hizo una señal con la cabeza al hombre sentado a la derecha de Levy. Los dos brutos invirtieron sus papeles. El de la derecha tomó los alicates y la mano derecha de Levy. Después de aplastarle dos nudillos de esta mano, Levy se lo dijo. El interrogador le hizo un par de breves preguntas complementarias y pareció satisfecho. Bajó del automóvil y volvió al suyo. Los dos vehículos volvieron uno tras otro a la carretera. Regresaron hacia Nijlen. Al pasar por delante de su casa, Levy vio que estaba cerrada y a oscuras. Esperó que le dejasen allí, pero no lo hicieron. Cruzaron el centro de la población y continuaron hacia el Este. Las luces de los cafés, cálidos y cómodos refugios contra el aire helado del invierno, pasaban por delante de las ventanillas del coche, pero nadie salía de allí. Levy pudo ver incluso la palabra "Politic" en un rótulo de neón azul sobre la comisaría de Policía, frente a la iglesia, pero tampoco salió nadie de ella. A tres kilómetros al este de Nijlen, la Looy Straat cruza las vías del ferrocarril en un punto donde la línea de Lier a Herentals es recta como una flecha, y las grandes loco motoras diesel eléctricas alcanzan velocidades de más de cien kilómetros por hora. A ambos lados del paso a nivel hay unas granjas. Los dos coches se detuvieron antes de aquel cruce y apagaron las luces y los motores. Sin decir palabra, el conductor abrió la guantera, sacó una botella y la tendió a sus dos colegas. Uno de éstos le tapó la nariz a Levy y el otro le obligó a engullir el blanco aguardiente de una marca local. Cuando hubo trasegado tres cuartos de botella, interrumpieron la operación y le soltaron. Raoul Levy empezó a sumirse en una obnubilación alcohólica. Incluso menguó un poco su dolor. Los tres hombres del coche y el que les precedía, esperaron. A las once y cuarto, el interrogador llegó del primer automóvil y murmuró algo a través de la ventanilla. Levy estaba ya inconsciente, pero se movía a sacudidas. Los que estaban a su lado le sacaron del coche y le llevaron medio a rastras hacia la vía. A las once y veintiún minutos le dieron un fuerte golpe en la cabeza con una barra de hierro, y Levy murió. Después le depositaron sobre los raíles, con las destrozadas manos encima de uno de ellos y la rota cabeza junto a él. A las once y nueve minutos en punto, como siempre, Hans Grobbelaar sacó el último tren directo nocturno de la estación de Lier. Era un viaje de rutina y estaría en la caliente cama de su casa en Herentals a la una de la madrugada. No había ninguna parada en el trayecto y cruzó puntualmente Nijlen a las once y diecinueve. Después de los cruces de vía de aquella población, aceleró la marcha y enfiló la recta hacia el paso a nivel de Looy Straat, a más de cien kilómetros por hora, con el faro de la gran "6.268" iluminando la vía a una distancia de cien metros. Poco antes de llegar a Looy Straat vio una figura tendida en la vía y frenó.

Chorros de chispas brotaron de las ruedas. El tren de mercancías empezó a detenerse, pero no con la rapidez suficiente. Hans, boquiabierto, observó, a través del parabrisas, cómo avanzaba el faro en dirección a la encogida figura. A dos ferroviarios les había ocurrido esto antes que a él; las víctimas habían sido suicidas o borrachos, nadie lo sabía ni lo supo jamás. Habían dicho que con aquella clase de máquina ni siquiera se sentía el golpe. El no lo sintió. La chirriante locomotora pasó sobre el lugar a cuarenta y ocho kilómetros por hora.

Cuando, por fin, se detuvo, Hans no se atrevió a mirar. Corrió a una de las granjas y dio la alarma. Cuando llegó la Policía con linternas, la masa que había debajo de las ruedas parecía jalea de fresas. Hans Grobbelaar no llegó a su casa hasta el amanecer. Aquella misma mañana, pero cuatro horas más tarde, John Preston entró en el vestíbulo del Ministerio de Defensa en Whitehall, se acercó a recepción y se identificó por medio de su pasaporte universal. Tras la inevitable comprobación con el hombre al que iba a ver, fue conducido al ascensor y, a lo largo de varios corredores, a la oficina del jefe de seguridad interior del Ministerio, en una habitación de la parte trasera del edificio, con vistas al Támesis. El general de brigada Vertió Capstick había cambiado poco desde que Preston le viera por última vez en Ulster, hacía años. Alto, vivaracho y cordial, de mejillas coloradas que le daban más aspecto de agricultor que de soldado, avanzó exclamando: -¡Johnny, hijo mío, qué sorpresa! Pasa, pasa.

Aunque sólo tenía diez años más que Preston, Bertie Capstick tenía la costumbre de llamar "hijo mío" a casi todos los que eran más jóvenes que él, y esto le daba un aire paternal que concordaba con su aspecto. Pero antaño había sido un rudo soldado, que había penetrado profundamente en territorio terrorista durante la campaña de Malasia y mandado más tarde un grupo de expertos en infiltración en las selvas de Borneo, durante la que ahora era llamada emergencia de Indonesia. Capstick le invitó a sentarse y sacó de un armario una botella de licor de malta. – ¿Quieres un trago?

–Es muy temprano -protestó Preston.

Eran poco más de las once.

–Tonterías. Bebamos por los viejos tiempos. De todos modos, el café que sirven aquí es horrible.

Capstick se sentó y empujó el vaso hacia Preston en cima de la mesa.

–Bueno, ¿qué te han hecho, hijo mío?

Preston hizo una mueca.

–Ya te dije por teléfono lo que me habían encargado -dijo-. Un maldito trabajo de policía. Y no quiero ofenderte, Bertie.

–Bueno, lo mismo me ocurre a mí, Johnny. Estoy hecho polvo. Claro que ahora soy OR (oficial retirado), y por eso no me va tan mal. Me jubilé a los cincuenta y cinco y conseguí este enchufe. No está mal del todo. Tomo el tren todos los días, compruebo todas las medidas de seguridad, me cercioro de que nadie se porta mal y vuelvo a casa junto a mi mujercita. Podría ser peor. De todos modos, brindemos por los viejos tiempos.

–Salud -dijo Preston, y bebieron ambos.

"Los viejos tiempos no habían sido tan buenos", pensó Preston. Cuando había visto por última vez a Bertie Capstick, a la sazón coronel, hacía casi seis años, el engañosamente extrovertido oficial era director delegado de información militar en Irlanda del Norte y trabajaba en aquel complejo de edificios de Lisburn cuyos bancos de datos podían decir al investigador hasta qué hombre del IRA se había rascado recientemente las nalgas. Preston había sido uno de sus "muchachos", que trabajaba de paisano y bajo disfraz, moviéndose en los peligrosos ghettos provo para hablar con confidentes o recoger mensajes en buzones secretos. Bertie Capstick le había apoyado fielmente ante los severos servidores civiles de Holyrood House cuando Preston fue "quemado" y casi muerto en el curso de una misión encargada por Capstick. Esto había ocurrido el 28 de mayo de 1981, y los periódicos habían publicado algunos detalles sueltos al día siguiente: Preston había entrado en el distrito de Bogside en Londonderry, en un coche sin distintivos, para entrevistarse con un confidente.

Nunca se supo si hubo una filtración en las alturas, si el coche que conducía había sido empleado demasiado a menudo o si su cara había sido identificada por el espionaje de los provos. Lo cierto fue que aquello constituyó un fracaso. Al entrar en el reducto republicano, un coche con cuatro provos armados salió de una calle lateral y le siguió. Preston lo descubrió rápidamente por el espejo retrovisor y anuló la cita. Pero los provisionales no se contentaron con esto. En el corazón del ghetto cruzaron su automóvil delante de él y se apearon de pronto, dos con "Armalites" y uno con una pistola. Sin ningún lugar al que poder ir, salvo al cielo o al infierno, Preston tomó la iniciativa. Contra todas las probabilidades, y para consternación de sus atacantes, saltó de su coche y rodó por el suelo en el preciso instante en que los "Armalites" acribillaban su vehículo. El tenía en la mano su "Browning" de trece proyectiles de nueve milímetros. La vació contra ellos desde el suelo. Ellos habían esperado que muriese decentemente, y estaban muy juntos. Los rápidos disparos mataron a dos atacantes en el acto y arrancaron un trozo de carne del cuello del tercero. El conductor provo arrancó a toda velocidad y desapareció entre una humareda de caucho recalentado.

Preston se dirigió a un refugio donde había cuatro soldados SAS, que le retuvieron hasta que llegó Capstick para llevarle a casa. Naturalmente, se armó un jaleo de todos los diablos: investigaciones, interrogatorios, preocupación en las alturas. Desde luego, no podía pensarse en que continuase en su puesto. Estaba total y realmente "quemado", según la jerga del oficio, es decir, había sido identificado. Ya no podía ser útil. El provo superviviente le reconocería si volvía a verle. Ni siquiera le permitieron que volviese a su antiguo regimiento de paracaidistas, en Aldershot. ¿ Quién sabía cuántos provos estarían rodando por Aldershot?Le habían ofrecido Hong Kong o la puerta de salida. Entonces, Bertie Capstick habló con un amigo. Había una tercera alternativa. Abandonar el Ejército a sus cuarenta y un años con el grado de comandante, o ingresar tardíamente en MI5. Había elegido esto último. – ¿Algo de particular? – preguntó Capstick.

Preston sacudió la cabeza.

–Sólo una serie de visitas para darme a conocer -dijo.

–No te preocupes, Johnny. Ahora que sé que estás aquí, te llamaré si surge algo que parezca más importante que malversar los fondos de Navidad. A propósito, ¿cómo está Julia?

–Lamento decirte que me dejó. Hace tres años. – ¡Oh, lo siento!

El rostro de Bertie Capstick se contrajo con sincero pesar. – ¿Otro tipo?

–No. No entonces. Supongo que ahora habrá alguien. Fue sólo por cuestión de trabajo…, ya sabes. Capstick asintió tristemente con la cabeza.

–Mi Betty fue siempre muy buena a este respecto -replicó-. He pasado mi vida fuera de casa. Pero ella no se movía. Mantenía el fuego encendido. Sin embargo, esto no es vida para una mujer. He visto muchos casos como el tuyo. En fin, mala suerte. ¿Ves al chico?

–De vez en cuando -dijo Preston.

Capstick no podía haberle tocado un nervio más sensible. Preston guardaba dos fotografías en su pequeño y solitario piso de South Kensington. Una era de Julia y él, el día de su boda; él, a sus veintiséis años, muy elegante con su uniforme del Regimiento de Paracaidistas, y ella, a los veinte, hermosa con su vestido blanco. La otra fotografía era de su hijo, Tommy, que significaba para él más que la vida misma. Habían llevado una vida normal en una serie de residencias para oficiales casados, y Tommy nació al cabo de ocho años. Su llegada había entusiasmado a John Preston, pero no a su esposa. Poco después, Julia había empezado a cansarse de los trabajos de la maternidad, a lamentarse de la soledad en que la dejaban las ausencias de su marido y a quejarse de la falta de dinero. Le atosigaba para que abandonase el Ejército y ganase más en la vida civil, negándose a comprender que a él le gustaba su trabajo y que el tedio de una mesa en un comercio o una industria le habría llevado a la locura. Fue trasladado al Cuerpo de Información, pero esto empeoró las cosas. Le enviaron al Ulster, donde las mujeres no podían seguir a sus maridos. Entonces empezó su trabajo subterráneo y se rompió todo contacto. Después del incidente de Bogside ella expresó claramente lo que sentía. Hicieron otra prueba, viviendo en los suburbios mientras él trabajaba en "Cinco", volviendo casi cada noche a Sydenham.

Esto había resuelto la cuestión de las ausencias, pero las relaciones matrimoniales se habían agriado. Julia quería más de lo que podía ofrecerle el salario de él, por haber ingresado tardíamente en "Cinco". Ella había aceptado un trabajo de recepcionista en una casa de modas del West End, cuando Tommy, que a la sazón tenía ocho años, había ingresado, a instancias de ella, en un colegio de pago local, próximo a su pequeña casa.

Esto había empeorado aún más su economía. Un año más tarde, Julia se había separado definitivamente de su marido, llevándose a Tommy. El sabía que ahora vivía con su jefe, lo bastante viejo como para ser su padre, pero capaz de ofrecerle una vida de lujo y de pagar el internado de Tommy en un colegio preparatorio de Tombridge. Ahora, Preston veía raras veces a su hijo de doce años. Había propuesto el divorcio a su esposa, pero ésta lo rechazó, Después de tres años de separación, él habría podido conseguirlo de todas maneras, pero ella le había amenazado con reclamar la patria potestad de Tommy si no podía mantener al muchacho y pasarle a ella una pensión. Estaba atrapado y lo sabía. Ella le permitía tener a Tommy una semana en los períodos de vacaciones y un domingo en cada curso.

–Bueno, tengo que marcharme, Bertie. Ya sabes dónde estoy, si ocurre algo importante.

–Claro, claro -replicó Bertie Capstick, acompañándole hasta la puerta-. Cuídate mucho, Johnny. Ya quedan pocos buenos chicos como nosotros.

Se despidieron alegremente, y Preston volvió a Gordon Street. Louis Zablonsky reconoció a los hombres que llegaron en una camioneta y llamaron a su puerta a hora avanzada de la noche de aquel sábado. Estaba solo en la casa, como era costumbre los sábados; Beryl había salido y no volvería hasta la madrugada. Presumió que ellos lo sabían. Estaba viendo la última película en la televisión cuando sonó la llamada, y no le dio importancia. Fue a abrir la puerta, y ellos entraron en el recibidor cerrándola a sus espaldas. Eran tres. A diferencia de los cuatro que habían visitado a Raoul Levy dos días antes -incidente del que nada sabía, pues no leía los periódicos belgas-, éstos eran matones del East End londinense,

"gorilas" en la jerga de los bajos fondos. Dos de ellos eran brutos, delincuentes vulgares, capaces de cualquier cosa por obedecer las órdenes del tercero. Este era delgado, picado de viruelas, de aspecto ruin y sucios cabellos rubios. Zablonsky no les conocía personal mente; pero los "reconoció": los había visto. De uniforme, en los campos de concentración.

Esto debilitó su voluntad de resistir. Comprendió que sería inútil. Los hombres de aquella clase siempre hacían lo que querían con la gente como él. Ni las súplicas ni la resistencia servirían de nada. Le empujaron hacia el cuarto de estar y lo arrojaron sobre su propio sillón.

Uno de los hombrones se colocó detrás de aquél, se inclinó hacia delante y sujetó a Zablonsky. El otro se quedó a un lado, acariciándose un puño con la palma de la otra mano.

El rubio arrastró un taburete, lo dejó ante el sillón, se sentó a horcajadas en él y miró fijamente la cara del joyero.

–Pégale -dijo.

El "gorila" que estaba a la derecha de Zablonsky descargó un fuerte puñetazo en la boca de éste. Llevaba nudillos de metal. La boca del joyero se convirtió en una masa amorfa de dientes, labios, sangre y encías. El rubio sonrió.

–Ahí no -le reprendió amablemente-. Suponemos que va a hablar, ¿no es cierto? Más abajo.

El bruto largó otros dos puñetazos, esta vez al pecho de Zablonsky. Crujieron varias costillas. Un aullido estridente brotó de la boca del joyero. El rubio sonrió. Le gustaba aquel ruido. Zablonsky se agitó débilmente, pero habría podido evitarse este trabajo. Los musculosos brazos le sujetaban con fuerza desde detrás del sillón, como le habían sujetado aquellos otros brazos sobre la mesa de piedra en el sur de Polonia tantos años atrás, mientras el hombre rubio seguía sonriendo.

–Has sido muy malo, Louis -murmuró el rubio-. Has hecho enfadar a un amigo mío.

Sabe que tienes algo que le pertenece y quiere que se lo devuelvas.

Dijo al joyero lo que era. Zablonsky se tragó parte de la sangre que tenía en la boca.

–No está aquí -gimió.

El rubio reflexionó.

–Registrad la casa -dijo a sus compañeros-. No pondrá dificultades. Revolvedlo todo.

Los dos "gorilas" registraron la casa, dejando al rubio con el joyero en el cuarto de estar.

Trabajaron minuciosamente durante una hora. Cuando hubieron terminado, no quedó por registrar ni un armario, una alacena, un cajón, una cesta o un escondrijo. El rubio se contentó con dar unos golpecitos en las costillas rotas del viejo. Poco después de medianoche, los "gorilas" volvieron del ático.

–Nada -dijo uno de ellos.

–Bueno, ¿quién lo tiene, Louis? – preguntó el rubio.

El no quiso decírselo, con que le golpearon una y otra vez hasta que lo hizo. Cuando el que estaba detrás del sillón lo soltó, cayó hacia delante sobre la alfombra y rodó sobre un costado. Su piel se estaba amoratando alrededor de los labios, los ojos estaban fijos y su respiración era breve y jadeante. Los tres hombres le miraron.

–Sufre un ataque al corazón -comentó curiosamente uno de ellos-. La está palmando.

–Le has pegado demasiado fuerte, ¿no? – dijo sarcásticamente el rubio-. Vámonos.

Ya sabemos el nombre. – ¿Crees que ha dicho la verdad? – preguntó uno de los brutos.

–Sí; hace una hora tampoco nos mintió -respondió el rubio.

Los tres salieron de la casa, montaron en la camioneta y se alejaron. En la carretera, al sur de Golders Green, uno de los "gorilas" preguntó al rubio: -¿Qué vamos a hacer ahora?

–Cállate; estoy pensando -replicó el rubio.

Al pequeño sádico le gustaba considerarse un jefe de criminales. En realidad, era muy poco inteligente y se hallaba perplejo. De una parte, sólo le había encargado visitar a un hombre y recuperar unos bienes robados. De otra parte, no los había recuperado. Cerca de Regent's Park, vio una cabina telefónica.

–Párate aquí -dijo-. Tengo que llamar por teléfono.

El hombre que le contrató le había dado un número de teléfono, otra cabina telefónica y tres horas exactas en las que podía llamarle. Para la primera faltaban sólo unos minutos.

Beryl Zablonsky volvió de su velada sabatina poco antes de las dos de la madrugada.

Aparcó su "Metro" al otro lado de la calle y entró en la casa, sorprendida al ver que las luces estaban todavía encendidas. La esposa de Louis Zablonsky era una bonita judía de clase trabajadora, la cual había aprendido muy pronto que era estúpido y egoísta esperarlo todo de la vida. Hacía diez años, cuando tenía veinticinco, Zablonsky la sacó de la segunda fila de coristas de una mala comedia musical y le pidió que se casara con él. Le explicó lo referente a su impotencia, pero ella lo aceptó, a pesar de todo. Aunque parezca extraño, resultó bien el matrimonio. Se mostró sumamente amable y trató a su esposa como un padre demasiado indulgente. La mujer le mimaba casi como una hija. Le había dado todo lo que había podido una bonita casa, vestidos, chucherías, dinero para sus gastos y tranquilidad, y ella le estaba agradecida. Naturalmente, había una cosa que él no podía darle pero era comprensivo y tolerante. Lo único que pedía era no saber quiénes eran los otros, ni que ella le presentase a uno de ellos. A sus treinta y cinco años, Beryl estaba algo ajamonada, llamaba un poco la atención, tenía la sensualidad y el atractivo que seduce a los hombres más jóvenes y correspondía de buen grado a estos sentimientos Tenía un pequeño estudio en el East End para sus citas donde disfrutaba desvergonzadamente de sus veladas de sábado. Dos minutos después de entrar en la casa, Beryl Zablonsky lloraba y pedía una ambulancia por teléfono. Seis minutos más tarde llegaron los sanitarios, pusieron al moribundo en una camilla y se esforzaron en conservar la vida hasta llegar al Hampstead Free. Beryl fue con él en la ambulancia. Durante el trayecto, él tuvo un breve período de lucidez dijo a su esposa que acercase la cabeza a su sangrante boca. Ella, aguzando el oído, captó sus pocas palabras frunció el ceño, confusa. Fue todo lo que dijo él. Cuando llegaron a Hampstead, Louis Zablonsky fue un caso más de los que aquella noche "ingresaron cadáveres" en el hospital. Beryl Zablonsky sentía aún cierta debilidad por Jimmy Rawlings. Había tenido unos breves amoríos con él hace siete años, antes del matrimonio de Jim. Sabía que es matrimonio se había roto y que él vivía de nuevo solo en el apartamento de aquel piso alto de Wandsworth cuyo número de teléfono recordaba de memoria por haberlo marcado tantas veces. Cuando le telefoneó, todavía estaba llorando y, al principio, Rawlings, adormilado como estaba, no reconoció la voz. Le llamaba desde una cabina pública del departamento de urgencias, y el aparato no cesaba de hacer ruido mientras ella echaba más monedas. Cuando, al fin, supo quién era, Rawlings escuchó el mensaje con creciente interés. – ¿Es todo lo que dijo…? ¿Sólo eso? Está bien, amor, cree que lo siento, lo siento de veras. Te veré cuando se apague todo ese follón. Piensa si puedo hacer algo por ti. Y… muchas gracias, Beryl.

Rawlings colgó el teléfono, pensó un momento e hizo dos llamadas seguidas. Ronnie, el chatarrero, fue el primero en llegar; Syd se presentó diez minutos más tarde. Ambos, de acuerdo con las instrucciones recibidas, venían preparados. Llegaron justo a tiempo. Porque el grupo visitante subió los ocho tramos de escalera quince minutos más tarde. Al rubio no le gustaba aceptar el segundo contrato, pero el dinero adicional que le había prometido la voz por teléfono era demasiado como para ser rechazado. Él y sus compinches eran del East End y aborrecían pasar al sur del río. La inquina entre las bandas del East End y la chusma del sur de Londres es legendaria en los bajos fondos de la capital, y que uno del Sur "suba al Este" sin ser invitado, o viceversa, es garantía casi segura de una fuerte trifulca. Sin embargo, el rubio pensó que, a las tres y media de la mañana, todo estaría bastante tranquilo, podría realizar su trabajo y volver a sus "lares" sin ser descubierto. Cuando Jim Rawlings abrió la puerta, una vigorosa mano le empujó por el pasillo hacia el cuarto de estar. Los dos "gorilas" entraron los primeros, con el rubio en retaguardia. Rawlings retrocedió rápidamente para dejarles entrar. Cuando el rubio cerró la puerta a su espalda, Ronnie salió de la cocina y derribó al primer "gorila" de un golpe con el mango de un hacha.

Syd salió del armario de los abrigos a toda prisa y estrelló una barra de hierro contra el cráneo del segundo hombre. Ambos se derrumbaron como bueyes en el matadero. El rubio iba a descorrer el pestillo de la puerta, tratando de refugiarse en el rellano, cuando Rawlings, pasando por encima de los cuerpos de los caídos, le agarró por el cogote e hizo que se diese de narices contra el cristal de un cuadro de la Virgen; nunca estuvo el hombrecillo más cerca de la religión organizada. El cristal se rompió, y varios añicos se clavaron en las mejillas del rubio. Ronnie y Syd ataron a los dos "gorilas", mientras Rawlings llevaba al rubio al cuarto de estar. Minutos más tarde, el rubio, al que sujetaba Ronnie por los pies y Syd por la cintura, sobresalía varios centímetros de la ventana, a una altura de ocho pisos sobre la calle. – ¿Ves ese aparcamiento, ahí abajo? – le preguntó Rawlings.

A pesar de la oscuridad de la noche invernal, el hombre pudo distinguir el brillo de los faroles sobre la hilera de coches. Asintió con la cabeza.

–Bueno, dentro de veinte minutos, ese aparcamiento estará lleno de gente en torno a un plástico. ¿Adivinas quién estará debajo de él, hecho papilla?

El rubio, consciente de que sus esperanzas de vida podían medirse por segundos, gritó:

–Está bien, escupiré.

Le entraron y lo hicieron sentar. Trató de congraciarse.

–Mire usted, señor, todos somos gatos viejos. A mí sólo me contrataron para hacer un trabajo, ¿sabe? Recuperar algo que había sido birlado…

–De aquel viejo de Golders Green -insinuó Rawlings -Sí; bueno, él dijo que usted lo tenía; por eso vinimos aquí.

–Era amigo mío. Y está muerto.

–Bueno, lo siento, señor. Yo no sabía que estuviese delicado del corazón. Los chicos sólo le dieron unos golpecitos. – ¡Vete a la mierda! Tenía la boca destrozada y todas las costillas rotas. Y ahora dime: ¿A qué has venido?

–El rubio se lo dijo. – ¿Qué…? – preguntó Rawlings, con incredulidad.

El rubio se lo repitió.

–No sé nada más, señor. Sólo me pagaron para recuperarla. O para descubrir adónde había ido a parar.

–Bueno -dijo Rawlings-. Tentado estoy de arrojaros a ti y a tus amigos al Támesis, con unos calzoncillos de cemento antes de que salga el sol. Pero no lo considero necesario.

Por consiguiente, os dejaré marchar. Dile a tu patrón que estaba vacía. Completamente vacía. Y que la quemé reduciéndola a cenizas. No queda nada de ella. Supongo que no pensarás que iba a quedarme con algo que pudiese comprometerme después de un trabajo.

No soy tan imbécil. Ahora, ¡largaos!

Desde la puerta, Rawlings llamó a Ronnie.

–Acompañadlos hasta la otra orilla del río. Y hacedle un regalo a esa rata de mi parte, en memoria del viejo. ¿De acuerdo?

Ronnie asintió con la cabeza. Minutos más tarde, en el aparcamiento, el más grave de los hombres del East End fue metido en la parte trasera de su camioneta, todavía atado. El que estaba medio consciente fue empujado ante el volante, con las manos desatadas y la orden de conducir. El rubio fue arrojado sobre el asiento junto al chofer, con los brazos fracturados sobre el regazo. Ronnie y Syd les siguieron hasta el puente de Waterloo. Después dieron media vuelta y se fueron a casa. Jim Rawlings estaba perplejo. Se preparó una taza de café y reflexionó. Ciertamente, se había propuesto quemar la cartera entre los cascotes. Pero estaba tan bien trabajada a mano, y el cuero pulido brillaba tanto a la luz de las llamas… La había examinado, buscando alguna señal por la que pudiese ser identificada. No había ninguna. Y, contra su mejor juicio y los consejos de Zablonsky, había resuelto quedarse con ella. Se dirigió a un alto aparador y la bajó de él. Esta vez la examinó como un buen ladrón profesional. Tardó diez minutos en encontrar, en el lado de la cartera correspondiente al gozne de la tapa, un botón que se deslizaba hacia un lado al ser empujado con fuerza con la yema del pulgar. Sonó un chasquido en el interior. Cuando volvió a abrirla, el fondo se había levantado unos diez milímetros en uno de los lados. Con un cortapapeles, acabó de levantarlo y vio un compartimiento plano entre el fondo falso y el real. Con unas pinzas, extrajo diez hojas de papel que había allí. Rawlings no era experto en documentos oficiales, pero pudo ver el sello del Ministerio de Defensa y las palabras TOP SECRET, que son comprensibles en todos los idiomas del mundo. Se sentó y silbó en voz baja. Rawlings era un pícaro y un ladrón, pero, como una buena parte del hampa londinense, no quería que nadie "se cagase" en su país. Es cosa sabida que los presos convictos de alta traición y los corruptores de menores tienen que estar aislados en la cárcel, porque, si les dejaran a solas con los profesionales, lo más probable es que saliesen mal parados. Rawlings sabía de quién era el apartamento que había forzado, pero el robo no había sido denunciado y sospechaba -por razones que sólo podía imaginar- que nunca lo sería. Por consiguiente, esto no debía preocuparle. Por otra parte, ahora que Zablonsky había muerto, lo más probable era que los diamantes hubiesen desaparecido para siempre y, con ellos, la parte que a él le correspondía Empezó a odiar al dueño de aquel apartamento. Había tocado los papeles sin guantes y sabía que sus huellas dactilares estaban en los archivos de la Policía.

No se atrevía a identificarse y, por consiguiente, tuvo que limpiar los papeles con un paño, borrando al mismo tiempo las huellas del traidor. Aquel domingo por la tarde echó un sobre corriente de color castaño, bien cerrado y con un exceso de franqueo en un buzón de Elephant and Castle. No recogían hasta el lunes por la mañana, y el paquete no llegaría a su destino hasta el martes. Aquel día, 20 de enero, el general de brigada Bertie Capstick llamó por teléfono a John Preston en "Gordon". La afectada afabilidad de su voz había desaparecido.

–Johnny, ¿recuerdas lo que hablamos el otro día? que si ocurría algo… Pues bien, ya ha ocurrido. Y no se trata de los fondos de Navidad. Es algo gordo, Johnny. Alguien me ha enviado algo por correo. No es una bomba, aunque podría ser algo peor. Parece que tenemos una filtración aquí, Johnny. Y tiene que ser en las alturas. Esto significa que bajo la jurisdicción de tu Departamento. Creo que deberías bajar y echar un vistazo.

Aquella misma mañana, en ausencia del dueño, pero previo acuerdo y valiéndose de llaves que les habían sido facilitadas, dos trabajadores entraron en el apartamento del octavo piso de Fontenoy House. Durante el día arrancaron de la pared la destrozada caja fuerte "Hamber" y la sustituyeron por otra de idéntico modelo. Al anochecer, la pared volvía a estar igual que antes. Entonces se marcharon.

CAPÍTULO V

Hasta el lunes 19 de enero, cuando los chicos volvieron al colegio y Erita salió de compras, no se sintió Harold Philby en condiciones de redactar el texto definitivo de su segundo memorandum al secretario general del PCUS. No le habían acusado recibo de su primer informe ni tenía la menor idea de la impresión que había causado. Si quería que el líder soviético aceptase su opinión, esto dependería, sin duda, de las importantes revelaciones obtenidas en el segundo documento. De:

H. A. R. Philby A: Secretario general del PCUS Concluyo mi respuesta en dos partes a su requerimiento de vísperas de Año Nuevo: El 7 de mayo de 1981, millones de londinenses acudieron a las urnas para elegir el nuevo Gran Consejo de Londres. El GAL era regido entonces por los conservadores bajo la jefatura de Sir Érase Cúter. El grupo laborista buscaba la elección bajo el liderazgo de M. Andrew Mclntosh, político muy popular del ala centrista y defensor de los valores tradicionales del laborismo. Se cerraron las urnas y, después del recuento de votos, resultó que los laboristas habían ganado. Mclntosh fue el nuevo líder de GCL. Al cabo de dieciséis horas -no días, ni semanas, ni meses sino sólo dieciséis horas-, Andrew Mclntosh fue destituido de la jefatura laborista, y sustituido por un activista de la izquierda dura llamado Ken Livingstone, de quien sólo habían oído hablar el cinco por ciento de los londinenses. Fue un golpe realmente brillante, del que se habría enorgullecido el propio Lenin. Se había tardado no horas, sino semanas y meses, para forjar la alianza de los delegados izquierdistas duros de los distritos que formaron la ínfima mayoría que derribó a Mclntosh, y el mérito principal de ello debe atribuirse al propio Livingstone. Aunque es un hombrecillo de voz nasal y aspecto vulgar, de esos que se olvidan fácilmente, Livingstone ha de mostrado ser un político consumado según la técnica de la izquierda dura. Trabajador incansable desde su adolescencia, contentándose con vivir -al menos hasta su aparición como líder del GCL-en un piso diminuto de una sola habitación, y al margen, según parece, de toda vida social, de ocio o de familia, vive, come y respira política durante las veinticuatro horas del día. Por muy oscura que sea una reunión, por muy ridícula que sea una causa, por muy poca importancia que tenga aparentemente un comité, él no deja de asistir para prodigar sus bendiciones y dirigir unas palabras, siempre que haya posibilidad de establecer un nuevo contacto, de hacer un nuevo favor o de influir en un delegado para conseguir un voto que más adelante puede resultar útil. Como resultado de ello, y empleando como trampolín su base en el Consejo, consiguió construir en cinco años una máquina política personal de la izquierda dura que ahora actúa en todo el país, extendiendo sus tentáculos mucho más allá de los confines de Londres. Ahora miembro del Parlamento -lo intentó en 1983 y fracasó, pero ganó el escaño para los laboristas tres años más tarde-, es, desde nuestro punto de vista, un hombre al que hay que tener en cuenta. Brillante director de comité, puede muy bien convertirse en la eminencia gris del movimiento de la izquierda dura para dominar la política británica. Refiero todo esto porque el coup d'etat de Livingstone es el modelo en que habrá de fundarse la asunción definitiva de la jefatura del Partido Laborista, no antes de su triunfo electoral, sino unos pocos días después. Y la palabra coup d´etat no es una exageración. El gran Londres tiene más de once millones de habitantes, el veinte por ciento de la población de Gran Bretaña; es tan extenso como Liechtenstein o Luxemburgo (es decir, como un mini Estado) y tiene un presupuesto mayor que el de ochenta de las ciento cincuenta naciones representadas en la ONU. Pasemos a un punto concreto. Dentro del corazón de la izquierda dura del Partido Laborista británico y del movimiento de las Trade Unions existe un grupo de veinte personas que puede decirse que representa el ala ultra. No puede ser llamado comité, porque sus miembros raras veces se reúnen en un lugar, aunque mantienen contacto continuo. Cada cual ha pasado su vida abriéndose paso lentamente en el aparato interior del Partido; cada cual tiene en la punta de los dedos una capacidad de manipulación que excede en mucho a la normal de su cargo o posición aparentes. Y todos son "verdaderos fieles" del marxismo leninismo. Son veinte en total, diecinueve hombres y una mujer. Nueve son sindicalistas; seis (incluida la mujer), miembros laboristas del Parlamento; dos, académicos, y hay, además, un noble, un abogado y un editor. Estos son los que prepararán y desencadenarán el ataque. Antes de revelar lo que se pretende, debo hacer una última digresión para explicar cómo es elegido el líder del Partido Laborista y cómo puede ser derribado gracias a las normas recientemente aprobadas. Desde la iniciación del Colegio Electoral en 1980 hasta el año pasado, las nominaciones para el puesto de líder del Partido, después de una elección, se cerraban treinta días después de prestar juramento los miembros del Parlamento. Seguían tres meses, durante los cuales los candidatos rivales podían defender sus aspiraciones antes de la reunión del Colegio Electoral. En el caso de una victoria laborista, sería imposible, por este procedimiento, trabajar en favor de cualquier candidato que tratase de derribar al recién elegido y triunfante líder. Pero en 1986 se propuso y fue aprobada por un pelo una pequeña "reforma". Con estas nuevas normas, se presume que el triunfante Primer Ministro laborista será confirmado rápida y eficazmente en su liderazgo por estos medios: en cualquier época del año en que se celebre una elección, y en el caso de victoria laborista, las nominaciones para la jefatura del Partido tienen que "presentarse" dentro de tres días a partir de la declaración de resultados. Entonces debe celebrarse una reunión extraordinaria del Colegio Electoral en el plazo de siete días después de aquella declaración. Después de la reunión del Colegio Electoral y de la "elección" del líder del Partido Laborista, ésta no puede discutirse durante dos años, sin contar el corriente. A los que vacilaron en apoyar la reforma se les indicó que el procedimiento era sólo una formalidad; el líder triunfante del Partido, en espera de ser llamado a Buckingham Palace para ser encargado por la Reina de la formación del nuevo Gobierno, sería así masivamente reforzado por una reelección sin oposición. Los que vacilaban podían estar seguros de que no habría nadie tan temerario como para hacerle la contra al vencedor. En realidad se intentaba lo contrario. Inmediatamente después de la victoria laborista en las urnas, antes de que el líder triunfante fuese llamado a Palacio, sena nominado un candidato alternativo para 1ª reunión extraordinaria del Colegio Electoral. Este sería seleccionado entre la izquierda dura para convertirse en el primer jefe de Gobierno marxista leninista de Gran Bretaña. El escándalo sacudiría a todo el Partido y a todo el país, pero sólo un bando estaría plenamente preparado para enfrentarse con la situación. El líder triunfante del Partido tendría que disputar la elección amparándose en los elementos centristas y moderados en abrumada confusión. La izquierda dura se valdría de todos los recursos para asegurar la elección del nuevo candidato al puesto y ganaría. Primero, las Trade Unions. Algunos sindicatos, antes de depositar su voto en el Colegio Electoral, están obligados a consultar a sus miembros mediante votación por correo otros, en reuniones del ramo; otros, en una conferencia nacional de delegados. Pero nada de esto puede hacerse en cuatro días. Los comités ejecutivos nacionales tendrían que votar en nombre de todos sus miembros sin consultarles, y, como he apuntado antes, estos comités son, en su mayoría, de izquierda dura. Segundo los distritos. Aquí se calcula que la mitad votaría a favor del nuevo candidato; esta campaña en la raíz sería ayudada por la publicación de una carta falsa, aparentemente dirigida por el líder del Partido al agente nacional, indicando su deseo de volver muy pronto al antiguo método de elección del líder por sólo el Partido parlamentario, evitando así la participación de los distritos en la elección. Por último, el Partido parlamentario. Con el ingreso de nuevos miembros del Parlamento, muchos de ellos de la izquierda dura, y todos conscientes de que debían sus cargos a los comités de dirección de sus distritos electorales, se calcula que la mitad votaría por el nuevo líder, ya que no tendría compromiso alguno con el antiguo. Y su preponderancia en las Trade Unions inclinaría la balanza en favor del nuevo líder. Hasta hace poco había una duda importante en el plan. ¿Cuál sería la reacción del Trono? Después de un profundo estudio, la respuesta, que me parece acertada, es: ninguna. Por dos razones. Primera: los precedentes. Cuando, en abril de 1976, Harold Wilson dimitió de su cargo de Primer Ministro, la Reina tuvo que esperar dos semanas hasta conocer la identidad de su nuevo jefe de Gobierno y poder invitarle a Buckingham Palace para la ceremonia ritual del besamanos. En este caso, la espera sería de diez días. Segundo: La Constitución. Dado que el Trono no formuló objeciones, como custodio de la Constitución británica -no escrita-, a las diversas reformas de la Constitución del Partido Laborista cuando se realizaron, sus asesores tendrían que señalarle que formularlas ahora, cuando dicha Constitución tenía que operar, sería un caso de desviación flagrante. Hasta el punto de que podría provocar una crisis constitucional dentro del Reino. Así, el nuevo líder del Partido y Primer Ministro -apoyado por un SEP dominado por la izquierda dura-, tendría carta blanca para reformar totalmente su Gabinete a su propia imagen y empezar a trabajar sobre el proyectado programa legislativo que se consigna más adelante. Dicho en pocas palabras: el pueblo habría votado un Gobierno aparentemente de izquierda blanda tradicionalista o, como máximo, reformista; pero se implantaría un régimen total de izquierda dura, sin la enojosa necesidad de una elección intermedia. En cuanto al programa legislativo al que he hecho referencia, constituye en éste momento un plan de veinte medidas deseables que, por evidentes razones, no se han puesto todavía por escrito. Algunas de estas medidas figuran ya claramente en el manifiesto del Partido Laborista; otras están también en él, pero en forma disimulada; otras fueron propuestas seriamente en pasadas conferencias del Partido Laborista, pero no aprobadas, aunque los votos se han acercado cada vez más a los necesarios para la aprobación formal en el curso de los últimos diez años. Todas las otras medidas fueron propuestas en diversas ocasiones, durante los últimos veinte años, dentro del ala izquierda dura del Partido Laborista. El plan de veinte puntos es conocido como Manifiesto para la Revolución Británica, o MRB para abreviar. Con signo a continuación las veinte proposiciones, con notas explicativas cuando es necesario aclarar lo que se pretende.

Observará usted que las quince primeras se refieren a cuestiones británicas internas y poco aplicables directamente a la política soviética, salvo en cuanto pondrían a Gran Bretaña al borde de la extinción económica y del caos social. Pero las cinco últimas afectan mucho a la Unión Soviética y le reportarían incalculables beneficios. He aquí los puntos del MRB:

1. Abolición de todo el sector privado de la Medicina. Todos los hospitales y clínicas particulares, con su personal, instalaciones y equipo, pasarán al Estado, con indemnización cuando se considere justo.2. Abolición de todo el sector privado de la educación. Todos los colegios y escuelas, con sus edificios, terrenos, equipo e instalaciones, serán absorbidos por el sector estatal, también con indemnización cuando se considere justo.3. Nacionalización de los cuatro importantes Bancos de emisión y de los veinte grandes Bancos mercan tiles, y aprobación de una legislación que permita extender la nacionalización a otros Bancos si crecen demasiado. Prohibición de transferencia de fondos y depósitos de los Bancos públicos a los del sector privado.4. Nacionalización de las 500 compañías industriales y comerciales más importantes del actual sector privado. La indemnización se fijará sobre el valor en existencias tres meses después de la nacionalización, y será pagadera en bonos del Tesoro amortizables a diez años.5. Abolición inmediata de la Cámara de los Lores y de su poder de veto legislativo. Esto consta ya desde hace algunos años en el manifiesto del Partido Laborista, incluida la frase "y su poder de veto legislativo". Afortunadamente, la inmensa mayoría del pueblo británico no ha advertido la intención con tenida en esta frase.

En realidad, la Cámara de los Lores sólo tiene poder para demorar la aprobación de una ley pidiendo a la Cámara de los Comunes que la enmiende o reconsidere. Sólo en un caso conserva una verdadera facultad de veto. Según la Sección 2 del Acta del Parlamento de 1911, los Lores perdieron su poder de veto salvo en el caso de que la Cámara de los Comunes prolongase su vida por decisión unilateral. Por consiguiente, la abolición de este poder es vital para nuestros amigos británicos. Salta a la vista que la revolución británica no puede ser detenida o rechazada por voluntad del electorado. No tendría que haber más elecciones generales, y esta situación podría garantizarse fácilmente con la aprobación de una ley de poderes de emergencia perpetuando la Cámara de los Comunes.6. Institución de un Comité Nacional de Orientación Editorial. El Comité tendría su sede en la capital de la nación, con representaciones en todas las oficinas editoriales de periódicos, revistas, etc., del país. Cada uno de estos comités delegados estaría compuesto por un miembro del personal de redacción, un representante del sindicato de imprenta y una persona local nombrada por la Oficina Central. Las decisiones sobre las cuestiones a publicar se tomarían por mayoría simple entre los tres. El director asistiría como observador.7. Institución de un nuevo Consejo Nacional de Radio difusión, en sustitución de la Junta de Gobierno de la BBC, el BBC Charter y la Autoridad Independiente de Radiodifusión. Tendría facultades de orientación sobre toda la programación y todos los nombramientos de personal en todos los medios audiovisuales.8. Institución de un Consejo Nacional para la Reforma de los Tribunales de Justicia, aparentemente para corregir las enojosas dilaciones en el procedimiento judicial, aunque en realidad, para destituir a los jueces poco enérgicos, nombrarles sustitutos, vetar o aprobar todos los nombramientos dentro de la judicatura, abreviar o abolir muchos procedimientos de apelación y ampliar las vistas a puerta cerrada para los delitos contra el orden público o el comportamiento antisocial.9. Institución de un Consejo de Orientación de la Educación, con facultad para aprobar o vetar todos los nombramientos de catedráticos, profesores y profesores auxiliares, y revisar los programas docentes de la nación, para asegurar la adopción de sistemas más avanzados socialmente en los colegios y las Universidades.10. Aprobación de la Ley de las Trade Unions (ampliación a las Fuerzas Armadas y a la Policía), declarando la obligatoriedad de inscripción en el sindicato adecuado de todos los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía, y la introducción en ellas de organizadores y educadores sindicales civiles.

Naturalmente, en esta situación cerrada, la expulsión del sindicato significaría el apartamiento del Cuerpo.11. Aprobación de la Ley de Jefaturas de Policía. Esta ley sometería a todas las fuerzas de Policía a la Jefatura local, designada entre elementos progresistas de la Administración local y del movimiento de las Trade Unions, con facultades para nombrar todos los cargos, desde el de comisario, hasta el de sargento, y con voz preponderante para fijar la estrategia y la táctica policiales en la comunidad local.12.

Aprobación de la Ley de Orden Público (Seguridad de la Comunidad), cuyo principal objeto sería la creación de milicias de trabajadores en sustitución de la guardia civil especial. Las milicias ayudarían a la Policía local a mantener el orden público y, principalmente, a amparar las manifestaciones pacíficas y ordenadas en pro del Gobierno e impedir sus interrupciones por parte de elementos antisociales que quisieran expresar su desagrado.13. La Ley de Control de Cambios (Restauración). Esto habla por sí solo. Sería absolutamente necesario prohibir toda salida de dinero y de valores del país.14. Aprobación de la Ley de Responsabilidad de la Riqueza Privada, que exigirá el registro de todas las tierras, cuadros, joyas, artefactos, obligaciones, acciones, depósitos, vehículos, pensiones, casas, etc., previo a su tributación o, en defecto de ello, a su nacionalización.15. Aprobación de la Ley de Control de Inversiones, que exigirá el registro de todos los fondos corporativos, como los de las compañías de seguros, rentas vitalicias, etc., para que se puedan dirigir las futuras inversiones hacia proyectos que gocen del beneplácito del Estado, por consejo (obligatorio) de expertos nombrados por el Gobierno.16. Salida inmediata de la Comunidad Económica Europea, con independencia de toda obligación nacida de los tratados.17. Reducción urgente de todas las Fuerzas Armadas convencionales de Gran Bretaña a un quinto de su volumen actual.18. Inmediata prohibición y destrucción de todas las armas nucleares británicas y desmantelamiento de los dos Establecimientos de Investigación de Armas Avanzadas, de Harwell y Aldermaston.19. Expulsión inmediata de Gran Bretaña de todas las fuerzas de los Estados Unidos, nucleares y convencionales, junto con todo su personal y material.20. Inmediata retirada, y rechazo, de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Considero innecesario subrayar, camarada secretario general, que las cinco últimas proposiciones destruirían la defensa de la Alianza Occidental más allá de toda esperanza de reparación durante la actual generación e incluso para siempre. Evidentemente, todo lo que he esbozado y descrito en mis dos memorándums depende, para su plena vigencia, de una victoria del Partido Laborista, y las próximas elecciones, previstas para la primavera de 1988, pueden ser muy bien la última oportunidad. Todo lo que dejo indicado más arriba es, en realidad, lo que quise decir con mi observación, durante la cena del general Kriuchkov, de que la estabilidad política de Gran Bretaña está siendo constantemente exagerada en Moscú, sobre todo, en los tiempos actuales. Sinceramente suyo,

HAROLDO ADRIAN ROUSSELL

PHILBY

La respuesta del secretario general al segundo y último memorándum llegó con sorprendente y satisfactoria rapidez; apenas dos días después de haber puesto Philby el memorándum en manos del comandante Pavlov, el joven e inescrutable oficial, de fría mirada, del Noveno Directorio. El comandante trajo un sencillo sobre de papel Manila, lo entregó a Philby y se marchó sin decir palabra. Era otra carta escrita de puño y letra del secretario general, breve y concisa como de costumbre. En ella, el líder soviético daba las gracias a su amigo Philby por el esfuerzo realizado. Había podido comprobar que el contenido general de los dos memorándums era exacto. Como consecuencia de ello, consideraba que la victoria del Partido Laborista británico en las próximas elecciones generales era cuestión de absoluta prioridad para la URSS. Iba a constituir un pequeño y restringido comité asesor, exclusivamente responsable ante él mismo, para que le aconsejase sobre posibles medidas a tomar en el futuro. Suplicaba y exigía a Harold Philby que actuase como consejero de dicho comité.

CAPÍTULO VI

Preston se sentó en el despacho del preocupado Bertie Capstick y examinó las diez hojas fotocopiadas esparcidas sobre la mesa, leyéndolas una a una con gran atención. – ¿Cuántas personas han tocado el sobre? – preguntó.

–Naturalmente el cartero. Y sabe Dios cuánta gente de la oficina de clasificación de la correspondencia. Dentro de esta casa el personal de recepción, el ordenanza que lleva el correo de la mañana a los despachos, y yo. No creo que puedas sacar gran cosa del sobre. – ¿Y los papeles contenidos en él?

–Sólo yo, Johnny. Desde luego, no supe lo que eran hasta que los saqué.

Preston pensó durante un rato.

–Aparte la persona que los echó al correo, supongo que deben de contener las huellas digitales de la que los sacó. Tendré que pedir a Scotland Yard que los examine en busca de tales huellas. Aunque personalmente no espero gran cosa de ello. Ahora, pasemos al contenido. Parece un material muy enjundioso.

–Mucho -replicó tristemente Capstick-. No hay nada que no sea top secret. Algunos informes son muy delicados, se refieren a nuestros aliados de la OTAN, a planes de urgencia de ésta para contrarrestar diversas amenazas soviéticas…, cosas por este estilo.

–Está bien -dijo Preston-, examinemos las posibilidades. Presta atención.

Supongamos que esto ha sido enviado por un ciudadano consciente de su deber que, por alguna razón, no quería ser identificado. Es normal que la gente no quiera meterse en líos. ¿Dónde pudo encontrarlo esa persona? ¿En una cartera olvidada en un guardarropa, en un taxi o en un club?

Capstick sacudió la cabeza.

–No legalmente, Johnny. Este material no hubiese debido salir de la casa en ninguna circunstancia, salvo, posiblemente, para ser llevado en valija sellada al Foreign Office o al Consejo de Ministros. Pero no hay constancia de que haya sido manipulada ninguna correspondencia secreta. Además, no hay en los documentos ninguna indicación de destino fuera de la casa, como la habrían llevado de haber salido legalmente. Las personas que tienen acceso a esta clase de material conocen perfectamente las reglas. Nadie, absolutamente nadie, se lleva estas cosas a casa para estudiarlas. ¿Contesta esto tu pregunta?

–Bastante -replicó Preston-. Eso vino de fuera del Ministerio. Luego tuvo que ser sacado de él. Ilegalmente. ¿Por negligencia inexcusable o por un deliberado intento de filtración?

–Fíjate en las fechas de origen -dijo Capstick-. Estas diez hojas abarcan un período de un mes. Es imposible que llegasen a una sola mesa el mismo día. Tienen que haber sido recogidas durante un tiempo.

Preston, cubriéndose la mano con el pañuelo, volvió a meter los diez documentos en el sobre en que habían llegado.

–Tendré que llevarlos a Charles Street, Bertie. ¿Puedo usar tu teléfono?

Llamó a Charles Street y pidió que le pusieran con el despacho de Sir Bernard Hemmings. El director general estaba allí y, después de algunas dilaciones y de insistir Preston varias veces, se puso al aparato. Preston sólo le pidió una entrevista personal dentro de unos minutos, y le fue concedida. Colgó el aparato y se volvió a Capstick.

–De momento, Bertie, no hagas ni digas nada. A nadie. Pasa el día como si nada hubiese ocurrido -dijo Preston-. Te tendré al corriente. No había que pensar en salir del Ministerio con aquellos documentos y sin escolta. Capstick le prestó uno de sus ordenanzas, un ex guardia sumamente corpulento. Preston salió del Ministerio con los documentos en su cartera y tomó un taxi hasta Clarges Apartments. Esperó a que el vehículo desapareciese calle abajo; después caminó los últimos doscientos metros por Clarges Street, hasta Charles Street y su oficina principal, donde despidió a su escolta. Sir Bernard le recibió diez minutos más tarde. El viejo cazador de espías había envejecido, como si sufriese dolores, cosa que con frecuencia era verdad. La enfermedad que le roía por dentro no se mostraba al observador, pero los reconocimientos médicos no dejaban lugar a dudas. "Un año)" habían dicho los doctores, y no era operable. Tenía que jubilarse el primero de setiembre, lo cual -contando las últimas vacaciones- significaba que podría abandonar el servicio a mediados de julio, seis semanas antes de cumplir los sesenta años. Probablemente lo habría dejado ya de no haber sido por las responsabilidades personales que gravitaban sobre él Casado por segunda vez, su esposa le había traído una hijastra, a la que él -que no tenía hijos-adoraba. La chica estaba todavía en el colegio. Una jubilación prematura habría reducido en gran manera su pensión y, al morir él, su viuda y la muchacha habrían quedado en situación muy apurada. Para bien o para mal, quería aguantar hasta la fecha reglamentaria del retiro y dejar la pensión completa a su muerte. Después de toda una vida de trabajo era virtualmente lo único que dejaría a su familia. Preston le explicó breve y concisamente lo ocurrido aquella mañana en el Ministerio de Defensa, y la opinión de Capstick de que la salida de los documentos del Ministerio sólo podía deberse a un acto deliberado. – ¡Oh, Dios mío, volvemos a las andadas! – murmuró Sir Bernard.

A pesar de los años transcurridos, el recuerdo de Vassal y Prime seguía vivo, lo mismo que la agria reacción de los norteamericanos cuando se hubieron enterado.

–Bueno, John, ¿cómo piensas empezar?

–Le he dicho a Bertie Capstick que no diga nada de momento -respondió Preston-. Si hay un verdadero traidor en el Ministerio, tenemos un segundo enigma. ¿Quién nos ha devuelto el material? ¿Un transeúnte, un ratero una esposa con remordimientos de conciencia? No lo sabemos. Pero si pudiésemos encontrar a esta persona, podríamos descubrir dónde obtuvieron los documentos. Esto abreviaría mucho la investigación. El sobre no me infunde demasiada esperanza: papel castaño corriente, posibilidad de adquirirlo en muchos sitios, sellos normales, dirección en letra mayúscula de imprenta, escrita con bolígrafo, pasó por las manos de numerosas personas anónimas. Pero los papeles del interior pueden haber conservado alguna huella. Me gustaría que Scotland Yard los examinase todos… bajo supervisión, naturalmente. Después de esto, quizá sepamos cómo hemos de continuar.

–Bien pensado. Cuídate tú de esta parte del asunto, propuso Sir Bernard-. Yo tendré que decírselo a Tor Plumb y, probablemente, a Perry Jones. Procuraré concertar una reunión con los dos para la hora del almuerzo. Desde luego, dependerá de lo que piense Perry Jones, pero creo que el CCI tendrá que intervenir en esto. Sigue por tu lado, John, y mantente en contacto conmigo. Si Yard descubre algo, tengo que saberlo. Los de Scotland Yard se mostraron muy complacientes, poniendo uno de sus mejores hombres de laboratorio a disposición de Preston. Este permaneció al lado del técnico civil mientras espolvoreaba cuidadosamente cada hoja de papel. – ¿Alguien se ha portado mal en Whitehall? – preguntó jocosamente el técnico.

Preston sacudió la cabeza.

–Un descuido y una estupidez -mintió Preston-. Ese material hubiese debido ser destruido, no arrojado a la papelera. El responsable recibirá unos buenos golpes en los nudillos, si podemos identificarle.

El técnico perdió todo interés. Cuando terminó su trabajo, meneó la cabeza.

–Nada -dijo-, limpio como una patena. Pero le diré una cosa. Las huellas han sido borradas. Naturalmente, hay una serie de ellas, probablemente las de usted.

Preston asintió con la cabeza. No había necesidad de revelar que aquellas huellas pertenecían al general de brigada Capstick.

–Ésa es la cuestión -comentó el técnico-. Este papel recibe perfectamente las huellas y las conserva durante semanas, quizá meses. Tendría que haber al menos otra serie; probablemente más. Por ejemplo, las del empleado que los tocó antes que usted. Pero no hay nada. Antes de arrojar los documentos a la papelera fueron limpiados con un trapo. He podido ver las fibras. Pero no hay huellas. Lo siento.

Preston no le mostró siquiera el sobre. Fuese quien fuese la persona que había limpiado los papeles, no iba a dejar sus huellas en el sobre. Además, éste habría desmentido la historia del oficinista negligente. Tomó los diez documentos secretos y se marchó. "Capstick tenía razón", pensó. Era una filtración, y grave. Eran las tres de la tarde; volvió a Charles Street y esperó a Sir Bernard. Sir Bernard se dio prisa y almorzó con Sir Anthony Plumb, presidente del Comité Conjunto de Información (CCI), y con Sir Peregrine Jones, subsecretario permanente del Ministerio de Defensa. Se reunieron en un salón privado del club St. James. Los otros funcionarios civiles importantes estaban preocupados por la urgencia de la petición del director general de "Cinco" y pidieron, pensativamente, su almuerzo. Cuando el camarero se hubo alejado, Sir Bernard les dijo lo que había sucedido.

Los dos hombres perdieron el apetito.

–Capstick tenía que haber hablado conmigo -dijo Sir Perry Jones, con cierta irritación-. Es muy desagradable. Que tenga que enterarme de esta manera.

–Creo -intervino Sir Bernard- que Preston le pidió que guardase silencio durante un tiempo, porque, si tenemos una persona que da información en las alturas del Ministerio, no debe saber que hemos recuperado los documentos. Sir Peregrine gruñó, ligeramente apaciguado. – ¿Qué piensas tú, Perry? – preguntó Sir Anthony Plumb-. Si se tratase de una simple negligencia, ¿cómo habría salido el material del Ministerio en forma de fotocopias?

El primer funcionario civil del Ministerio de Defensa meneó la cabeza.

–El traidor no tiene que estar necesariamente en las alturas -dijo-. Todos los altos funcionarios tienen su propio personal. Hay que hacer copias, y a veces tres o cuatro hombres tienen que ver un documento original. Pero todas las copias que se hacen son numeradas y destruidas luego. Si se sacan tres copias, las tres se destruyen después de utilizadas. Lo malo es que el alto funcionario no puede perder tiempo destruyendo su material. Tiene que encargarlo a uno de sus subordinados. Éstos son de con fianza, desde luego, pero ningún sistema es absolutamente perfecto.

"La cuestión es que estas copias, cuyas fechas abarcan todo un mes, fueron sacadas del Ministerio. Esto no puede ser accidental, ni siquiera un caso de negligencia. Tiene que ser deliberado. ¡Maldita sea…!

Dejó el cuchillo y el tenedor, sin haber tocado casi la comida.

–Lo siento, Tony, pero creo que es un mal asunto.

Sir Tony Plumb tenía una expresión grave.

–Supongo que tendré que crear un subcomité restringido del CCI -dijo-. En este caso, muy restringido. Sólo un representante de cada uno de los Ministerios del Interior, Asuntos Exteriores y Defensa, el secretario del Gabinete, los jefes de "Cinco" y "Seis" y alguien de la CCG. No puede ser más reducido.

Se convino en que convocaría una reunión del subcomité para la mañana siguiente y que Hemmings les informaría de si Preston había tenido suerte en Scotland Yard. Con esto se despidieron. El CCI en pleno es un comité bastante numeroso. Aparte media docena de Ministerios y varias Agencias, las tres Fuerzas Armadas y los dos Servicios de Información, incluye representantes en Londres del Canadá, Australia, Nueva Zelanda y, desde luego, de la CIA norteamericana. Las reuniones plenarias suelen ser raras y bastante formales. Los subcomités restringidos actúan con más frecuencia, porque sus componentes, que han de resolver problemas específicos, se conocen personalmente y pueden hacer más trabajo en menos tiempo. El subcomité que Sir Anthony Plumb, como presidente del CCI y coordinador personal de Información del Primer Ministro había convocado para la mañana del 21 de enero, recibió él nombre en clave de Paragon. Se reunió a las diez de la mañana en el Salón de Instrucción del Gabinete, conocido por COBRA, en el segundo sótano de Whitehall, sala de conferencias con aire acondicionado, a prueba de ruidos y que se "barre" diariamente en busca de micrófonos ocultos. Técnicamente, la presidencia correspondía al secretario del Gabinete, Sir Martin Flannery, pero éste delegó en Sir Anthony. Sir Perry Jones representaba al Ministerio de Defensa Sir Patrick (Paddy) Strickland, al Foreign Office, y Sir Hubert Villiers al Ministerio del Interior, del que depende políticamente MI5. La JCG, Jefatura de Comunicaciones del Gobierno, ser vicio de "escucha" del país con sede en Gloucestershire, tan importante en nuestra Era altamente tecnificada que es casi un Servicio Secreto por derecho propio, había enviado a su director general delegado, ya que el titular estaba de vacaciones. Sir Bernard Hemmings vino de Charles Street, trayendo consigo a Brian Harcourt Smith.

–Pensé que sería mejor que Brian estuviese presente -explicó Hemmings a Sir Anthony, y todos comprendieron que quería decir "en el caso de que yo no pueda asistir en el futuro".

El último hombre presente, sentado impasible en el extremo de la larga mesa frente a Sir Anthony Plumb, era Sir Nigel Irvine, jefe del Servicio Secreto de Información, o MI6.

Curiosamente, MI5 tiene un director general mientras que no lo tiene MI6. Cuenta con un jefe, conocido en todo el mundo de la información, y en Whitehall, simplemente como "C", sea cual fuere su nombre, y sin que tenga nada que ver con la palabra Chief (Jefe). El primer jefe del MI6 se llamaba Mansfield Cummings, y la "C" es la inicial de la segunda mitad de este apellido. Ian Fleming, siempre caprichoso, adoptó la otra inicial, "M", para designar al jefe en sus novelas de James Bond. En total había nueve hombres alrededor de la mesa, siete de ellos caballeros del Reino, entre los cuales tenían más poder e influencia que cualesquiera otros siete hombres en el país. Todos se conocían bien y se tuteaban.

Podían tutear también a los directores generales delegados, pero éstos les daban el tratamiento de "señor". Era un valor entendido. Sir Anthony Plumb abrió la sesión con una breve descripción del descubrimiento del día anterior, que provocó murmullos de consternación, y cedió la palabra a Bernard Hemmings. El jefe de "Cinco" añadió detalles, incluido el callejón sin salida de Scotland Yard. Después, Sir Perry Jones concluyó insistiendo en que las fotocopias no habían podido salir del Ministerio accidentalmente o por simple negligencia. Tenía que ser una acción deliberada y clan destina. Cuando hubo terminado, se hizo el silencio en torno a la mesa. Tres únicas palabras pendían como un espectro sobre todos: valoración del daño. ¿Cuánto tiempo había durado esto? ¿Cuántos documentos habían salido? ¿Con qué destino? (Aunque esto parecía bastante evidente.) ¿Qué clase de documentos se habían sustraído? ¿Qué perjuicios se habían causado a Gran Bretaña y a la OTAN? ¿Y cómo diablos había que decirlo a nuestros aliados? – ¿A quién has encargado el caso? – preguntó Sir Martin Flannery a Hemmings.

–A un tal John Preston -respondió Hemmings-. Es de C. L(A). El general de brigada del Ministerio, Capstick, le llamó cuando llegó el paquete por correo.

–Podríamos…, bueno…, designar a alguien más… experimentado -sugirió Brian Harcourt Smith.

Sir Bernard Hemming frunció el ceño.

–John Preston es un veterano -explicó-. Lleva seis años con nosotros. Tengo absoluta confianza en él. Y hay otra razón. Hemos de presumir que se trata de una filtración deliberada. Malhumorado, Sir Perry Jones asintió, con la cabeza. También podemos presumir -siguió diciendo Hemmings- que la persona responsable (la llamaré Chummy) está enterada de la pérdida de los documentos. Podemos esperar que Chummy no sepa que han sido anónimamente devueltos al Ministerio. Pero es probable que Chummy esté preocupado y al acecho. Si ponemos en movimiento todo un equipo de hurones, Chummy sabrá que el asunto ha terminado. Lo último que deseamos es que salga volando y represente un papel estelar en una conferencia internacional de Prensa a celebrar en Moscú. Sugiero que, de momento, mantengamos la mayor discreción y procuremos encontrar pronto una pista. "Como C. L(A) de reciente nombramiento, es normal que Preston se dé una vuelta por los Ministerios y compruebe, de manera aparentemente rutinaria, los procedimientos. Es la mejor tapadera de que disponemos. Con un poco de suerte, Chummy no se dará cuenta de nada. En su extremo de la mesa, Sir Nigel Irvine asintió con la cabeza.

–Me parece lógico -admitió. – ¿Alguna posibilidad de encontrar una pista por medio de una de tus fuentes de información, Nigel? – preguntó Anthony Plumb. – Lanzaré alguna sonda -respondió Nigel, como sin dar le importancia. Estaba pensando en Andreiev; tendría que concertar una reunión con él -. ¿Y qué hay de nuestros buenos aliados? – Si hay que informarles, a todos o a algunos de ellos, probablemente te corresponderá hacerlo a ti -le recordó Plumb-. Por consiguiente, dinos lo que piensas. Sir Nigel llevaba en su cargo siete años, y éste era el último. Hombre sutil, experimentado e impasible, era tenido en gran estima por los Servicios de Información aliados en Europa y América del Norte. Sin embargo, ser portador de estas malas noticias no iba a ser muy divertido. Una mala nota antes de abandonar el juego. Estaba pensando en Alan Fox, el acerbo y en ocasiones, sarcástico hombre de enlace de la CIA en Londres. Alan se despacharía a gusto. Se encogió de hombros y sonrió. – -Estoy de acuerdo con Bernard. Chummy debe de estar muy preocupado. Hemos de creer que no se atreverá a hurtar otro paquete de documentos secretos en los próximos días. Sería buena cosa que pudiésemos comunicar el asunto a nuestros aliados cuando hubiésemos hecho algún progreso, cuando supiésemos la importancia del daño. Me gustaría esperar y ver lo que puede hacer ese Preston. Al menos por unos días.

–La valoración del daño es esencial -asintió Sir Anthony-. Y esto parece casi imposible hasta que encontremos a Chummy y consigamos que responda a unas cuantas preguntas. Así, de momento, dependemos, al parecer, de los progresos de Preston.

–Esto suena como el título de una novela -murmuró uno del grupo al levantarse la sesión.

Los subsecretarios permanentes fueron a informar confidencialmente a sus ministros, y Sir Martin Flannery pensó que pasaría un mal rato con la temible Mrs. Margaret Thatcher.

–Al día siguiente, en Moscú, otro comité celebró su reunión inaugural.

El comandante Pavlov había telefoneado inmediatamente después del almuerzo para decir que recogería al camarada coronel a las seis: el camarada secretario general del PCUS deseaba verle. Philby presumió -acertadamente- que el aviso con cinco horas de anticipación era para que se pudiese presentar sobrio y correctamente vestido. A aquella hora, las calles estaban atestadas a causa del lento tráfico impuesto por la nevada, pero el "Chaika" con placas de matrícula MOC había corrido a toda velocidad por el carril del centro reservado a los vlasti, los peces gordos de lo que era la sociedad sin clase soñada por Marx Ina sociedad rígidamente estructurada, con capas bien diferenciadas como sólo pueden darse en una vasta jerarquía burocrática. Cuando pasaron por delante del "Hotel Ukraina", Philby pensó que seguiría hasta la dacha de Usovo, pero, al cabo de medio kilómetro, giraron en dirección a la vigilada entrada del enorme bloque de ocho pisos del número 26 de Éutuzovski Prospekt. Philby estaba sorprendido; entrar en los departamentos privados del Politburó era un extraordinario honor. Hombres de paisano del Noveno Directorio paseaban 93 arriba y abajo por la acera, pero junto a la puerta de acero de la verja había otros que iban de uniforme, con gruesos capotes grises, shapkas de piel con las orejeras bajadas y la insignia azul de los Guardias del Kremlin. El comandante Pavlov se identificó, y la puerta de acero fue abierta. El "Chaika" entró en el patio y aparcó. Sin decir palabra, el comandante condujo a Philby al interior del edificio, después de otras dos identificaciones y de pasar por un detector de metales oculto y por una instalación de rayos X. Tomaron el ascensor. Se detuvieron en la tercera planta: todo el piso lo ocupaba el secretario general. El comandante Pavlov llamó a una puerta; ésta se abrió y apareció un mayordomo vestido de blanco, que hizo ademán a Philby para que entrase. El silencioso comandante se retiró y la puerta se cerró detrás de Philby. El mayordomo tomó su abrigo y su sombrero y le hizo pasar a un amplio salón, muy caldeado desde que el viejo sentía frío, pero amueblado con sorprendente sencillez. A diferencia de Leónidas Breznev, amante del ornato, el rococó y el lujo, el actual secretario general tenía fama de asceta en sus gustos. Los muebles eran de madera blanca sueca o finlandesa, escasos, sencillos y funcionales. Aparte dos alfombras de Bujara, de valor sin duda incalculable, no se veía ninguna pieza antigua. Había una mesita de café baja y cuatro sillones a su alrededor, dejando un espacio en una punta para un quinto sillón, ahora inexistente. Había tres hombres en pie, pues nadie podía sentarse sin permiso. Philby les conocía, y se saludaron. Uno de ellos era el profesor Vladimir Ilich Krilov.

Era profesor de Historia Moderna en la Universidad de Moscú. Su verdadera importancia estaba en que era una enciclopedia ambulante sobre el tema de los partidos socialistas y comunistas de la Europa Occidental y, especialmente, de Gran Bretaña. Más importante aún, era miembro del Soviet Supremo, el Parlamento marioneta y unipartidista de la URSS, miembro de la Academia de Ciencias y, a menudo, asesor del Departamento Internacional del Comité Central, del que había sido antaño jefe el secretario general. El hombre de paisano, pero de aspecto militar, era el general Piotr Sergueivich Marchenko, al que Philby sólo conocía vagamente, pero del que sabía que era un oficial importante del GRU, cuerpo de información militar de las Fuerzas Armadas soviéticas. Marchenko era experto en las técnicas de seguridad interior y de su contrapartida, la desestabilización y había estudiado en particular las democracias de la Europa Occidental y, durante la mitad de su vida, sus fuerzas de Policía y de seguridad interna. El tercero era el doctor Josef Viktorovich Rogov, también académico, dedicado a la Física. Pero debía su fama a otro título: el de gran maestro del ajedrez. Se sabía que era uno de los pocos amigos personales del secretario general, un hombre al que el líder soviético llamó varia veces en el pasado, cuando necesitó emplear su notable cerebro en las fases de programación de ciertas operaciones. Los cuatro hombres llevaban dos minutos allí cuando se abrió la puerta de doble hoja del fondo del salón y entró el amo indiscutido de la Rusia soviética y de sus dominio y satélites. Iba en una silla de ruedas, empujada por un criado alto y de chaqueta blanca. La silla fue empujada hasta el sitio vacante que le estaba reservado.

–Siéntense, por favor -dijo el secretario general.

Philby se sorprendió al ver cómo había cambiado aquel hombre. A sus setenta y cinco años, tenía en la cara y dorso de las manos las manchas propias de un hombre viejísimo. La operación quirúrgica a corazón abierto 1981 parecía haber dado buen resultado, y el marcapasos cumplía su función. Sin embargo, aparentaba estar sumamente delicado. Los cabellos blancos, espesos y lustrosos de las fotografías del Primero de Mayo, que le daban el aspecto de un apreciado médico de cabecera, habían desaparecido casi por completo.

Tenía unas manchas de color castaño alrededor de ambos ojos. A más de un kilómetro de allí, subiendo por Kutúzovs Prospekt, cerca del viejo pueblo de Kuntsevo e instalado en un extenso terreno cercado por una valla de troncos dos metros en el corazón de un bosque de abedules, se levantaba el hospital exclusivo del Comité Central. Era una ampliación modernizada del viejo Clínico de Kuntsevo. En el recinto del hospital se hallaba la antigua dacha de Stalin, el bungalow sorprendentemente modesto donde tanto tiempo había pasado el tirano y donde, al fin, murió. Esta dacha había sido convertida en la unidad de cuidad intensivos más moderna del país, en beneficio del hombre que estaba ahora sentado en su silla de ruedas observando uno a uno a sus visitantes. Seis eminentes especialistas estaban de guardia permanente en la dacha de Kuntsevo, y a ellos acudía todas las semanas el secretario general para su tratamiento. Saltaba a la vista que a duras penas conseguían mantenerlo vivo. Pero el cerebro seguía en su sitio, detrás de aquellos ojos helados que miraban a través de las gafas con montura de oro. Raras veces pestañeaba y, cuando lo hacía, muy despacio, parecía un ave de rapiña. No perdió tiempo en preámbulos. Philby sabía que no lo perdía nunca. Saludó con la cabeza a los otros tres y dijo -Ustedes, camaradas, han leído los memorándums de nuestro amigo el camarada coronel Philby.

No era una pregunta, pero los tres hombres asintieron con la cabeza.

–Entonces no les sorprenderá saber que considero la victoria del Partido Laborista británico, y por ende la del ala de extrema izquierda de dicho partido, un asunto de máximo interés para los soviets. Deseo que ustedes cuatro formen un comité muy discreto para asesorarme sobre cualquier método que consideren que puede ayudarnos a contribuir, secretamente desde luego, a esta victoria.

"No discutirán esto con nadie. Si redactan algún documento, lo harán personalmente.

Quemarán todas las notas. Las sesiones se celebrarán en sus residencias particulares. No se reunirán en público. No consultarán con nadie más. Y me informarán personalmente, telefoneando aquí y preguntando por el comandante Pavlov. Entonces convocaré una reunión para que me informen de sus proyectos. Philbv comprendió que el líder soviético se había tomado la reserva sumamente en serio. Podía haber celebrado esta entrevista en sus oficinas del edificio del Comité Central, el gran bloque gris de Nóvaia Ploshed, donde han trabajado todos los líderes soviéticos desde los tiempos de Stalin. Pero otros miembros del Politburó habrían podido verles entrar o salir, o haberse enterado de su presencia.

Evidentemente, el secretario general había querido crear un comité absolutamente privado y del que nadie más debía tener conocimiento. Había otra cosa extraña. Aparte él mismo -y estaba retirado-, no había allí nadie de la KGB, a pesar de que el Primer Directorio tenía unos archivos enormes sobre Gran Bretaña y una gran cantidad de expertos. Por razones que sólo él sabía, el astuto líder había resuelto mantener el asunto fuera del Servicio del que antaño había sido presidente. – ¿Alguna pregunta?

Philby levantó una mano vacilante. El secretario general asintió con la cabeza.

–Camarada secretario general, yo solía conducir mi propio "Volga" para ir de un lado a otro. Después del ataque que sufrí el año pasado, los médicos me lo prohibieron. Ahora es mi esposa la que conduce. Pero, en este caso, por mor de la reserva…

–Pondré un conductor de la KGB a su disposición mientras dure esto -dijo suavemente el secretario general.

Todos sabían que los otros tres hombres tenían ya conductores, como les correspondía por derecho. No hubo más preguntas. El criado, a una seña de su amo, empujó la silla de ruedas con su ocupante, saliendo por la puerta de atrás. Los cuatro consejeros se levantaron y se dispusieron a marcharse. Dos días más tarde, en la dacha de campo de uno de los dos académicos, el Comité Albión inició una sesión intensiva. Fuese o no cosa de novela, lo cierto era que Preston estaba haciendo algún progreso. Incluso mientras se celebraba la sesión inaugural de Paragon, estaba metido de cabeza en el Registro, en los sótanos del Ministerio de Defensa.

–Bertie -había dicho al general de brigada Capstick-, para el personal de aquí no soy más que un recién llegado, dispuesto a incordiar a todo el mundo. Diles que sólo estoy tratando de quedar bien ante mis superiores. Comprobaciones de rutina, nada de que preocuparse, sólo molesto como un forúnculo en el culo.

Capstick le había ayudado, voceando a los cuatro vientos que el nuevo jefe de C. L(A) recorría todos los Ministerios demostrando un afán digno de un castor. Los empleados del Registro ponían los ojos en blanco y colaboraban con mal disimulada impaciencia. Pero esto permitía a Preston examinar los archivos, las entradas y salidas y, sobre todo y en primer lugar, las fechas. No tardó en descubrir algo. Todos los documentos, salvo uno, habían estado a disposición del Foreign Office y del Consejo de Ministros, ya que todos se referían a los aliados de Gran Bretaña en la OTAN y a las zonas de reacción conjunta de la OTAN a diversas posibles iniciativas soviéticas. Pero un documento no había salido del Ministerio. El subsecretario permanente, Sir Peregrine Jones, había regresado hacía poco de unas conversaciones con el Pentágono en Washington; el tema había sido las misiones de patrulla por submarinos nucleares británicos y norteamericanos en el Mediterráneo, el Atlántico Central y del Sur y el océano Índico. Había preparado unos apuntes sobre sus conversaciones y los había hecho circular entre unos cuantos viejos "mandarines" del Ministerio. El hecho de que este documento figurase entre los papeles hurtados, en forma de fotocopia, significaba al menos que la filtración se había producido dentro de este Ministerio. Preston empezó a analizar la distribución de los documentos de máximo secreto en varios meses. Estaba claro que los documentos devueltos -desde el primero hasta el último- abarcaban un período de cuatro semanas. También era evidente que los "mandarines" que tuvieron todos aquellos documentos en su mesa, habían tenido también otros. Por consiguiente, el ladrón los había seleccionado. Había veinticuatro hombres que podían haber tenido acceso a todos los diez documentos: así lo estableció Preston al final de su segunda jornada. Entonces empezó a comprobar ausencias de la oficina, viajes al extranjero, casos de gripe, eliminando a todos aquellos que habían estado fuera durante el período de la sustracción. Dos cosas dificultaban su labor. En primer lugar, tenía que fingir que examinaba un montón de otras salidas de documentos para no llamar la atención sobre aquellos diez en particular. Incluso los empleados del Registro se van a veces de la lengua, y el ladrón podía haber sido un miembro modesto del personal, a nivel de secretario o mecanógrafo, capaz de chismorrear con un escribiente ante una taza de café. En segundo lugar, no podía subir a los pisos de arriba para comprobar el número de fotocopias hechas de los originales. Sabía que era corriente que un hombre al que se comunicase oficialmente un documento secreto quisiera recabar el consejo de un colega. En tal caso, se hacía una fotocopia, se numeraba y se daba al colega. Al devolverla éste, se destruía, aunque no se había hecho en este caso. Después, el documento original volvía al Registro. Pero varios pares de ojos podían haber visto las fotocopias. Para resolver el segundo problema volvió al Ministerio con Capstick después de anochecer y pasó dos noches en los pisos superiores, vacíos a excepción de las indiferentes mujeres de la limpieza, comprobando el número de fotocopias que se habían hecho. Cuando un documento había pasado a un alto funcionario y éste no había sacado ninguna copia antes de devolverlo al Registro, esto le permitía avanzar en su proceso de eliminación. El 27 de enero acudió de nuevo a Charles Street, con una hoja provisional de los progresos que había hecho.

Le recibió Brian Harcourt Smith. Sir Bernard volvía a estar ausente de la oficina.

–Me alegro de que nos traiga algo, John -dijo Harcourt Smith-. He recibido dos llamadas de Anthony Plumb. Parece que la gente de Paragon está apremiando. Suelte lo que tenga que decir.

–En primer lugar -empezó a decir Preston-, hablemos de los documentos. Fueron cuidadosamente seleccionados, como si nuestro ladrón cogiese sólo el material que se le había ordenado. Esto requiere pericia. Por tanto, creo que podemos eliminar al personal de bajo nivel. Este hubiese operado bajo el síndrome de la urraca, agarrando cuanto se pusiera a su alcance. No es más que una opinión, pero reduce mucho el número. Pienso que es alguien con experiencia y que está al tanto del contenido. Esto elimina a los escribientes y a los mensajeros. En todo caso, la filtración no se produjo en el Registro. No hay sellos rotos, ni retiradas ilícitas, ni copias no autorizadas.

Harcourt Smith asintió con la cabeza.

–Entonces, ¿piensa que es cosa de arriba?

Sí, Brian; eso es lo que pienso. Y voy a darle la segunda razón. Pasé dos noches comprobando todas las copias que se habían hecho. No hay discrepancias. Por consiguiente, sólo queda una cosa: la destrucción de las copias. Alguien tenía que destruir tres copias y sólo destruyó dos, sacando la tercera del edificio. Pasemos ahora al número de altos funcionarios que pudieron hacerlo. Hay veinticuatro que podían tener acceso a los diez documentos. Creo que puedo eliminar a doce, puesto que sólo recibió una copia cada uno para aconsejar al que se la había dado. Las normas son muy claras a este respecto. El hombre que recibe una fotocopia para este fin debe de volverla al que se la remitió.

Retenerla sería muy irregular y despertaría sospechas. Retener diez sería inaudito. Con esto llegamos a los doce hombres que sacaron los originales del Registro. De éstos, tres estaban ausentes por diferentes razones los días que constan como fechas de retirada en las fotocopias devueltas por el remitente anónimo. Estos hombres retiraron documentos en otras fechas y, por tanto, deben ser eliminados. Quedan nueve. De estos nueve, cuatro no hicieron sacar ninguna copia con fines de consulta y, desde luego, es imposible hacer copias no autorizadas y sin que queden registradas.

–Por consiguiente, quedan cinco -murmuró Harcourt Smith.

–Exacto. Lo que voy a decirle ahora es sólo una teoría, pero es la mejor que se me ocurre de momento. Durante el período en cuestión, tres de estos cinco hombres tuvieron en sus manos otros documentos del mismo tipo que los sustraídos, pero mucho más interesantes, y, sin embargo, no fueron hurtados. Lógicamente, habrían tenido que serlo.

Esto nos deja sólo dos hombres. No hay nada seguro, pero son los principales sospechosos.

Empujó dos legajos sobre la mesa. Harcourt Smith los miró con curiosidad.

–Sir Richard Peters y Mr. George Berenson -leyó-. El primero es el subsecretario ayudante responsable de Política Internacional e Industrial, y el segundo, jefe delegado de Abastecimientos de Defensa. Desde luego, ambos deben tener personal propio.

–Sí.

–Pero no están en su lista de sospechosos. ¿Puedo preguntar por qué?

–Son sospechosos -replicó Preston-. Estos dos hombres confiarían probablemente en su personal para que hiciesen las copias y después las destruyesen. Pero esto amplía la lista a doce personas. Si pudiésemos descartar a los dos hombres de arriba, atrapara los de abajo con la colaboración del jefe del Departamento, sería un juego de niños. Me gustaría empezar con los dos más altos. – ¿Qué le interesa? – preguntó Harcourt Smith.

–Una vigilancia total, pero discreta, de ambos hombres durante un período limitado, incluyendo la intervención de la correspondencia y el teléfono -dijo Preston.

–Lo pediré al Comité Paragon -dijo Harcourt Smith-. Pero son hombres importantes.

Será mejor que no se equivoque. La segunda reunión de Paragon se celebró en el COBRA a última hora de aquella tarde. Harcourt Smith asistió en representación de Sir Bernard Hemmings. Llevaba una copia del informe de Preston para cada uno de los presentes. Los personajes lo leyeron en silencio. Cuando todos hubieron terminado, Sir Anthony Plumb preguntó: -¿Y bien?

–Parece lógico -opinó Sir Hubert Villiers.

–Creo que Mr. Preston ha aprovechado el tiempo -intervino Sir Nigel Irvine.

Harcourt Smith sonrió débilmente.

–Desde luego -asintió-, puede que no sea ninguno de estos dos caballeros importantes. Una mecanógrafa a quien se hubiesen confiado las copias para destruirlas habría podido apoderarse fácilmente de todos los documentos.

Brian Harcourt Smith era producto de un colegio particular muy poco importante y conservaba de él una visible y completamente innecesaria belicosidad. Bajo su pulida superficie albergaba una considerable capacidad para el resentimiento. Toda su vida había estado resentido por la aparente facilidad con que los hombres que le rodeaban podían manejar los negocios de la vida. Envidiaba su tupida red de contactos y amistades, con frecuencia forjados mucho tiempo atrás en colegios, Universidades o regimientos combatientes, que les permitía conseguir lo que querían. La llamaban la "vieja red" o el "círculo mágico", y lamentaba, sobre todo, no ser miembro de ella. Un día -se había dicho muchas veces-, cuando tuviese una Dirección General y un título de nobleza, se sentaría entre aquellos hombres como su igual, y le escucharían, ya lo creo que le escucharían. En el extremo de la mesa, Sir Nigel Irvine, hombre receptivo, captó la expresión de la mirada de Harcourt Smith y se sintió inquieto. "Este hombre es muy propenso a la cólera", pensó. Irvine era contemporáneo de Sir Bernard Hemmings y llevaban mucho tiempo juntos. Se preguntó qué pasaría cuando se produjese la sucesión en otoño. Consideró el rencor latente en Harcourt Smith, su ambición oculta y adónde llevarían ambas cosas, si era que no habían llevado ya a alguna parte.

–Bueno, hemos oído lo que quiere Mr. Preston -dijo Sir Anthony Plumb-. Una vigilancia total. ¿Se aprueba?

Todas las manos se levantaron. Todos los viernes se celebra en MI5 lo que llaman conferencia de "peticiones". Preside el director de "K", el de las Secciones Conjuntas. En la conferencia, los otros directores formulan las peticiones que consideran necesarias: dinero, servicios técnicos y vigilancia de sus principales sospechosos. La mayor presión se ejerce siempre sobre el director de "A", que controla los vigilantes. Aquella semana, la conferencia del viernes se halló con que ya se había dispuesto de los vigilantes. Los que asistieron a ella el viernes 30 de enero se encontraron con el armario vacío. Dos días antes, Harcourt Smith, a requerimiento de Paragon, había destinado a Preston los vigilantes que necesitaba éste. A seis vigilantes por equipo -cuatro en activo y dos en coches aparcados- y cuatro equipos cada veinticuatro horas, con dos hombres para observar, había sacado a cuarenta y ocho vigilantes de sus otros deberes. Esto era un abuso, pero nadie podía remediarlo. Hay dos sujetos -dijeron los oficiales instructores de "Cork" a los equipos-, éste y éste. Uno de ellos es casado, pero su esposa está en el campo. Viven en un apartamento del West End, y él suele ir a pie al Ministerio todas las mañanas, caminando aproximadamente unos dos kilómetros. El otro es soltero y vive en las afueras de Edenbridge, en Kent. Va y viene en tren todos los días.

Empezaremos mañana. La Ayuda Técnica se encargó de intervenir el teléfono y la correspondencia, y tanto Sir Richard Peters como Mr. George Berenson pasaron a ser examinados bajo microscopio. Pero llegaron demasiado tarde para observar la entrega a mano de un paquete en Fontenoy House. Lo recibió del portero de la casa el destinatario, al regresar éste de su trabajo. Contenía una copia de los diamantes Glen, en piedras de circonio, y fue depositado en el "Banco Coutts" al día siguiente.