Miró su reloj. Era casi mediodía, y el hombre se retrasaba. Se apartó de la ventana, suspiró y se dejó caer en el sillón basculante tras su mesa. A sus cincuenta y siete años, Yerguen Karpov estaba en el pináculo de la categoría y del poder a que podía aspirar un agente de Información profesional dentro de la KGB, o al menos dentro del Primer Directorio Principal.
Fedorchuk había subido aún más, hasta la misma presidencia y el Ministerio del Interior, pero lo había conseguido agarrándose a los faldones del secretario general. Además Fedorchuk había salido raras veces de la Unión Soviética, se había dedicado sólo a aplastar movimientos disidentes y nacionalistas dentro del país. Pero como hombre que había pasado años sirviendo a su país en el extranjero -siempre un inconveniente en términos de promoción a los más altos cargos dentro de la Unión-, Karpov había prosperado. Esbelto y apuesto, vestido siempre con trajes bien cortados, orgulloso de ser PDP, era teniente general y primer jefe delegado del Primer Directorio Principal. Como tal, era el oficial profesional de más categoría en Información Exterior, equivalente a los directores delegados de Operaciones y de Información de la CIA, y de Sir Nigel Irvine en el SSI de Gran Bretaña.
Años antes, al subir al poder, el secretario general había sacado al general Fedorchuk de la presidencia de la KGB para encargarle el Ministerio del Interior, y el general Chebrikov le había remplazado. Con esto quedó un puesto vacante; Chebrikov fue uno de los dos primeros presidentes delegados. El puesto vacante de primer presidente se le ofreció al capitán general Kriuchkov, que se había apresurado a aceptar. Por desgracia, Kriuchkov era entonces jefe del PDP y no quería renunciar a un cargo tan poderoso. Quería conservar ambos puestos. Pero hasta Kriuchkov se había dado cuenta -y Karpov pensaba en secreto que aquel hombre era más duro que un zoquete- de que no podía estar en dos sitios a la vez; no podía estar al mismo tiempo en su despacho de primer presidente delegado en el "Centro" de la plaza Cherjinski y en el despacho del jefe del PDP en Yasiénevo. Lo que pasaba era que el cargo de primer jefe delegado del PDP creado hacia muchos años aumentaba sustancialmente de importancia. Había sido ya un puesto para un oficial de considerable experiencia operacional, ciertamente el más alto dentro del PDP, a que podía aspirar un oficial de carrera. Al dejar de residir Kriuchkov en "el pueblo" -nombre que se da a Yasiénevo en la jerga de la KGB-, el cargo de primer delegado se había hecho aún más importante. Cuando se retiró el titular, general B. S. Ivanov, había dos posibles candidatos a su sucesión: Karpov, entonces, un poco joven, pero jefe del importante Tercer Departamento, en la Habitación 6013, Departamento que abarca Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Escandinavia; y Vadim Vasilievich Kirpichenko, algo más viejo, un poco más antiguo y jefe del Directorio "S" o de los Ilegales. Kirpichenko había conseguido el puesto. Como una especie de premio de consolación, Karpov había sido ascendido a jefe del poderoso Directorio de Ilegales, cargo que había desempeñado durante dos años fascinantes. Después, a principios de la primavera de 1985, Kirpichenko hizo lo más digno: al bajar por el cinturón de ronda de Sadóvaia Spásskaia a casi cien por hora, su coche resbaló en un charco de aceite dejado por un camión averiado, y perdió el control. Una semana más tarde se celebró una tranquila ceremonia privada en el cementerio de Novodevichii, y una semana después, Karpov obtuvo el cargo y el ascenso de general de división a teniente general. Se sintió feliz al encargarse del Directorio de Ilegales, por encima del viejo Borisov, que fue allí el número dos durante tanto tiempo, que nadie recordaba cuántos años hacia de esto, y que, en todo caso, merecía el sitio que ocupaba. Sonó el teléfono de sobremesa, y Karpov levantó el auricular.
–El camarada general de división Borisov pregunta por usted.
"Hablando del diablo…", pensó Karpov. Luego frunció el ceño. Tenía una línea privada que no pasaba por la centralita, y su viejo colega no la había usado. Debía de llamarle desde fuera. Dijo a su secretaria que hiciese pasar al correo de Copenhague en cuanto llegase, soltó la clavija de la línea exterior y respondió a la llamada de Borisov:
–Pavel Petrovich, ¿cómo te encuentras en este día tan hermoso? – Te he llamado a tu casa y, después, a la dacha. Ludmilla me ha dicho que estabas trabajando.
–Y es verdad. A algunos nos sienta bien.
Karpov le estaba tomando delicadamente el pelo al viejo. Borisov era viudo, vivía solo y pasaba más fines de semana trabajando que la mayoría de sus colegas.
–Yevgueni Sergueivich, necesito verte.
–Muy bien. No tienes que pedírmelo. ¿Quieres venir aquí mañana o quieres que yo vaya a la ciudad? – ¿No podría ser hoy?
"Eso es todavía más extraño", pensó Karpov. Algo debía pasarle realmente al viejo. Su voz sonaba como si hubiese estado bebiendo. – ¿Has empinado el codo, Pavel Petrovich?
–Es posible -respondió la voz truculenta desde el otro extremo de la línea-. Quizá se necesita echar un trago de vez en cuando. Sobre todo cuando se tienen problemas.
Karpov se dio cuenta de que, fuese lo que fuese, la cosa era grave. Abandonó su tono chancero.
–Muy bien, viejo -dijo con voz apaciguadora-. ¿Dónde estás? – ¿Conoces mi casita de campo?
–Desde luego. ¿Quieres que vaya allí?
–Si, te lo agradeceré -rogó Borisov-. ¿Cuándo podrás venir? – ¿Te parece bien a las seis? – propuso Karpov.
–Tendré una botella de vodka de pimienta preparada -dijo la voz, y Borisov colgó.
–No lo hagas por mí -murmuró Karpov.
A diferencia de la mayoría de los rusos, Karpov casi no bebía y, cuando lo hacía, prefería un decente coñac armenio o un güisqui escocés de las botellas que traían para él de Londres en valija diplomática. La vodka le parecía abominable y, si era de pimienta, aún peor."¡Al diablo mi tarde de domingo en Peredelkino!", pensó y telefoneó a Ludmilla para decirle que no podría ir. No mencionó a Borisov, y sólo le dijo que no podía salir y que se encontrarían en su apartamento del centro de Moscú a eso de la medianoche. Sin embargo, le preocupaba la desacostumbrada truculencia de Borisov; hacia demasiado tiempo que andaban juntos como para resentirse de ello, pero era extraño en un hombre que, por lo general, se mostraba afable y flemático. Aquella tarde de domingo, el vuelo regular de "Aeroflot" procedente de Moscú llegó al aeropuerto londinense de Heathrow justo después de las cinco. Como en todas las tripulaciones de "Aeroflot", había un miembro que trabajaba para dos señores: la línea aérea oficial soviética y la KGB. El primer oficial Romanov no era un hombre de la KGB, sino sólo un agient, es decir, vigilante y, eventualmente, delator de sus colegas y, de vez en cuando, portador de mensajes y encargos. Toda la tripulación cerró el avión y bajó de él, dejándolo en manos del personal de tierra para la noche. Volarían de regreso a Moscú al día siguiente. Como de costumbre, se sometieron a los trámites de entrada de tripulantes y a una breve comprobación, por la Aduana, de sus sacos de mano.
Algunos llevaban radios de transistores portátiles, y nadie se fijó en el modelo "Sony" que llevaba Romanov colgado del hombro. Los artículos de lujo occidentales eran para el ciudadano soviético una de las ventajas de viajar al extranjero; todo el mundo lo sabía, y aunque la concesión de moneda extranjera era sumamente limitada, los casetes y tocadiscos, junto con las radios y perfumes para la esposa que se había quedado en Moscú, eran las cosas más buscadas. Después de cumplir los trámites de Inmigración y de Aduana, toda la tripulación subió a un minibús y se dirigió al "Green Park Hotel", donde pernocta a menudo el personal de "Aeroflot". La persona que había dado aquella radio de transistores a Romanov en Moscú, tres horas antes de despegar el avión, debía de saber que los tripulantes de "Aeroflot" no son registrados casi nunca en Heathrow. El contraespionaje británico parece aceptar que, si bien puede esto constituir un riesgo, hay que tolerarlo, habida cuenta de lo que costaría montar una operación de vigilancia importante. Cuando llegó a su dormitorio, Romanov no pudo dejar de mirar con curiosidad la radio. Después se encogió de hombros, la guardó en su maleta y bajó al bar para tomar una copa con los otros oficiales. Sabía exactamente lo que tenía que hacer con la radio después de desayunar el día siguiente. Lo haría y luego se olvidaría de ello. No sabía que, cuando regresase a Moscú, sería puesto en rigurosa cuarentena. Minutos antes de las seis, el coche de Karpov subió por el camino cubierto de nieve, y el hombre maldijo la idea de Borisov de tener su casita para el fin de semana en un lugar tan inhóspito. Todos los del Servicio sabían que Borisov era un hombre especial. En una sociedad según la cual todo individualismo o desviación de la norma, por no hablar de excentricidad, son sumamente sospechosos, Borisov podía permitírselo porque era extraordinariamente bueno en su trabajo. Había trabajado en la información clandestina desde que era un muchacho, y algunos de los golpes que había montado contra Occidente eran legendarios en las escuelas de adiestramiento y en las cantinas donde almorzaban los jóvenes. Después de rodar más de medio kilómetro por el camino, Karpov pudo distinguir las luces de la cabaña de troncos, o isba, donde Borisov se recluya los fines de semana. Otros se contentaban, e incluso anhelaban, tener sus casas de fin de semana en las zonas correspondientes a su categoría, zonas que se hallaban al oeste de Moscú, a lo largo de la curva del río, al otro lado del puente de Uspénskoie. Pero no Borisov. Ëste prefería retirarse al corazón de los bosques, muy al este de la capital, para pasar los fines de semana o los días de asueto que podía tomarse, y jugar a hacer de campesino en una isba tradicional. El "Chaika" se detuvo ante la puerta de tablas.
–Espere aquí -dijo Karpov al conductor.
–Será mejor que dé la vuelta y ponga algunas tablas debajo de las ruedas, si no queremos quedarnos pegados al suelo -gruñó Misha.
Karpov asintió con la cabeza y se apeó. No había traído botas altas de caucho porque no había pensado que tendría que caminar con nieve hasta las rodillas. Llegó tambaleándose a la puerta y llamó. Ésta se abrió y apareció un rectángulo de luz amarilla proyectada, aparentemente, por unas lámparas de parafina, y en el cual se hallaba plantado el capitán general Pavel Petrovich Borisov, vestido con una camisa siberiana, pantalones de pana y botas de fieltro.
–Pareces salir de una novela de Tólstoi -observó Karpov al entrar en el cuarto de estar, donde una estufa de ladrillos colmada de leña daba a la casita de campo un calor acogedor.
–Más que salir de un escaparate de Bond Street-gruñó Borisov, tomando el abrigo de Karpov y colgándolo en una percha de madera.
Luego descorchó una botella de vodka tan espesa que parecía jarabe, y llenó dos vasos.
Los dos hombres se sentaron frente a frente a una mesa.
–A tu salud -dijo Karpov, levantando su vaso al estilo ruso, sosteniéndolo con el índice y el pulgar y extendiendo el meñique.
–A la tuya -respondió Borisov, y ambos apuraron la primera copa.
Una vieja campesina que parecía una tetera envuelta en una funda, de cara inexpresiva y cabellos grises sujetos en un apretado moño, como una encarnación de la Madre Rusia, llegó de la parte de atrás de la isba, dejó sobre la mesa una colación de pan moreno, cebollas, pepinillos y taquitos de queso, y se marchó sin decir palabra.
–Bueno, ¿cuál es el problema, starets? – preguntó Karpov, interesado.
Borisov tenía cinco años más que él y, no por primera vez, le chocó a Karpov su parecido con el difunto Dwight Eisenhower. Sabía que, a diferencia de muchos hombres del Servicio, era muy apreciado por sus colegas y adorado por los agentes jóvenes. Hacía tiempo que le habían puesto el afectuoso apodo de starets, palabra que significaba antaño jefe de una aldea rusa, pero que ahora equivalía más a "el viejo" o "el patrón". Borisov le miró pensativamente por encima de la mesa. – ¿ Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Yevgueni Sergueivich?
–Más años de los que quisiera recordar -respondió Karpov.
–Y en todo este tiempo, ¿te he mentido alguna vez?
–Que yo sepa, no.
Karpov pareció pensativo. – ¿Vas a mentirme tú ahora?
–No, si puedo evitarlo -dijo cuidadosamente Karpov. ¿Qué diablos le pasaba al viejo? – Entonces, ¿qué demonios estáis haciendo a mi Departamento? – preguntó Borisov, levantando la voz.
Karpov consideró cautelosamente la pregunta. – ¿Por qué no me dices qué le pasa a tu Departamento? – replicó.
–Lo están despojando -gruñó Borisov-. Y tú tienes que estar detrás de esto. O, al menos, enterado. ¿Cómo diablos voy a dirigir la operación "S" si me quitan a mis mejores hombres, mis mejores documentos y mis mejores instrumentos? Tantos años de duro trabajo…, y todo es confiscado en unos días.
Había estallado, había soltado lo que llevaba dentro. Karpov se echó atrás, reflexionando mientras Borisov llenaba los vasos. No había llegado tan lejos en los laberínticos corredores de la KGB sin desarrollar un sexto sentido que le advertía del peligro. Borisov no era alarmista; tenía que haber algo detrás de lo que decía, pero Karpov no sabía realmente lo que era. Se inclinó hacia delante.
–Pal Petrovich -dijo, empleando el diminutivo familiar de Pavel-, como acabas de decir, nos conocemos desde hace muchos años. Puedes creerme si te digo que no sé de lo que estás hablando. ¿Quieres hacer el favor de dejar de gritar y decírmelo de una vez?
Borisov se calmó un poco, aunque pareció intrigado por el alegato de ignorancia de Karpov.
–Está bien -replicó, como si explicase algo evidente a un chiquillo-. Primero, llegan dos matones del Comité Central y exigen que les entregue a mi mejor ilegal, un hombre al que he adiestrado personalmente durante años y en quien tengo puestas mis mayores esperanzas. Dicen que ha de ser destinado a "deberes especiales", sean éstos los que fueren.
"Bueno, les entrego a mi mejor hombre. No me gusta, pero lo hago. Vuelven dos días más tarde. Ahora quieren mi mejor leyenda, una leyenda que se tardó más de diez años en forjar. Jamás me habían tratado así desde aquel maldito asunto iraní. ¿Recuerdas el asunto iraní? todavía no me he recobrado de aquello. Karpov asintió con la cabeza. Entonces no estaba con el Directorio de Ilegales, pero Borisov le había hablado de ello cuando trabajaron juntos durante su dirección, por dos años, de aquel Directorio. En los últimos días del sha del Irán, el Departamento Internacional del Comité Central decidió que sería una buena idea sacar en secreto de Irán todo el politburó del partido Tudeh (comunista) iraniano. Entraron a saco en los archivos que Borisov había acumulado como una urraca, y confiscaron veintidós leyendas iranianas perfectas, historias falsas que Borisov había reservado para enviar gente dentro de Irán, no para sacarla de allí."-Me han despojado de todo -se lamentó entonces- sólo para llevar a un lugar seguro a aquellos piojosos. Más tarde se quejó a Karpov, diciéndole: "Y de poco les sirvió. Ahora que el Ayatollah está en el poder, el Tudeh sigue prohibido, y ni siquiera podemos montar allí ninguna operación. Karpov sabía que aquel asunto coleaba todavía, pero este nuevo caso era más extraño. Normalmente, la petición se habría hecho a través de él. – ¿Qué hombre les diste? – preguntó.
–Petrofski -respondió Borisov resignadamente-. Tenía que hacerlo. Me pidieron el mejor, y él aventajaba en mucho a los demás. ¿Recuerdas a Petrofski?
Karpov asintió con la cabeza. Sólo había estado dos años al frente de los Ilegales, pero recordaba los nombres de los mejores y las operaciones en que habían participado.
Además, desde su puesto actual tenía pleno acceso a aquel Directorio. – ¿Qué autoridad ordenó el despojo?
–Técnicamente, el Comité Central. Pero la verdadera autoridad… Borisov levantó un dedo rígido apuntando al techo y, por inferencia, al cielo. – ¿Dios? – preguntó Karpov.
–Casi. Nuestro amado secretario general. Al menos, esto es lo que pienso. – ¿Algo más?
Tras haberse llevado la leyenda, volvieron los mismos payasos. Esta vez se llevaron el cristal receptor de uno de los transmisores secretos que tú enviaste a Inglaterra hace cuatro años. Por eso creí que tú estabas en el ajo. Karpov frunció los párpados. Cuando él era director de los Ilegales, los países de la OTAN instalaban misiles "Pershing Dos" y "Crucero". Washington recorrió el mundo tratando de reproducir el último rollo de todas las películas de John Wayne, y el Politburó se sintió terriblemente preocupado. Karpov recibió órdenes de acelerar los planes de emergencia de los Ilegales para grandes operaciones de sabotaje en la Europa Occidental, por si estallaban las hostilidades. Para cumplir estas órdenes había sembrado cierto número de transmisores de radio clandestinos en Europa Occidental, tres de ellos, en Gran Bretaña. Los hombres que custodiaban los aparatos y conocían su funcionamiento eran todos "durmientes" y tenían instrucciones de permanecer agazapados hasta que un agente, identificándose mediante la clave convenida, le ordenase entrar en acción. Los aparatos eran modernísimos y, como transmitían los mensajes de una manera confusa, el aparato receptor necesitaba un cristal programado para descifrarlos.
Estos cristales se guardaban en una caja fuerte del Directorio de Ilegales. – ¿Qué clase de transmisor? – preguntó Karpov.
–El que tú siempre llamaste "Poplar".
Karpov asintió con la cabeza. Sabía que todas las operaciones, los agentes y los instrumentos, tenían nombres en clave oficial. Pero él había actuado tanto tiempo como especialista en Gran Bretaña y conocía Londres tan a fondo, que tenía nombres en clave particulares para sus propias operaciones, fundados en suburbios londinenses cuyos nombres estaban compuestos de dos silabas. Los tres transmisores que habían hecho instalar en Gran Bretaña eran, para él "Hackney", "Shoredich" y "Poplar". – ¿Algo más, Pal Petrovich?
–Desde luego. Esos tipos no están nunca satisfechos. Por último se llevaron a Igor Volkov. El comandante Volkov había pertenecido al Departamento de Acción Ejecutiva hasta que el Politburó había decidido que los golpes directos se estaban haciendo demasiado embarazosos y que era mejor encargar el trabajo sucio a los búlgaros y a los alemanes orientales. Entonces el Departamento V, o de Acción Ejecutiva, se dedicó más al sabotaje. – ¿Cuál es su especialidad?
–Pasar paquetes clandestinos por las fronteras de los Estados, particularmente en la Europa Occidental.
–Contrabando.
–Sí, puedes llamarlo así. Es un buen elemento. Conoce las fronteras de aquella parte del mundo, las Aduanas, los procedimientos de Inmigración y la manera de esquivarlos, mejor que cualquier otro de los que tenemos. Bueno…, que teníamos, diría yo. Porque también a él se lo llevaron.
Karpov se levantó y se inclinó hacia delante, colocando ambas manos en los hombros del viejo.
–Escucha, starets, te doy mi palabra de que esta operación no es mía. Ni siquiera estaba enterado de ella. Pero ambos sabemos que tiene que ser algo muy gordo y, por consiguiente, peligroso para meter las narices en ello. Permanece tranquilo, muérdete la lengua y resígnate a tus pérdidas. Yo trataré de averiguar discretamente lo que pasa y cuándo podrás recuperar lo que has perdido. Por tu parte, mantente cerrado como una bolsa gregoriana. ¿De acuerdo?
Borisov levantó ambas manos y tendió las palmas en un ademán de inocencia.
–Ya me conoces, Yevgueni Sergueivich; pienso ser el hombre más viejo de Rusia cuando muera.
Karpov se echó a reír. Se puso el abrigo y se dirigió a la puerta. Borisov le acompañó.
–Creo que lo conseguirás -dijo Karpov.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de él, Karpov golpeó la ventanilla del conductor.
–Sígame y ya le avisaré cuando quiera subir -dijo.
Echó a andar por el camino nevado, olvidándose del hielo que se pegaba a sus zapatos de ciudad y le estropeaba los pantalones. El frió aire nocturno le refrescaba la cara, librándole de una parte de los vapores de la vodka, y necesitaba tener clara la cabeza para pensar. Lo que acababa de saber le había irritado en gran manera. Alguien -y tenía pocas dudas de quién podía ser- estaba montando una operación particular en Gran Bretaña.
Aparte que esto era un gran desaire para el primer jefe delegado del Primer Directorio Principal, él, Karpov, había pasado tantos años en Gran Bretaña o dirigiendo la actuación de los agentes dentro de ella, que consideraba este terreno como exclusivamente suyo.
Mientras el general Karpov bajaba por el camino sumido en sus pensamientos, un teléfono sonó en un pisito de Highgate (Londres), a menos de quinientos metros de la tumba de Karl Marx. – ¿Estás ahí, Barry? – preguntó una voz de mujer desde la cocina.
Una voz de hombre le respondió desde el cuarto de estar:
–Si, yo contestaré.
El hombre se dirigió al recibidor y descolgó el aparato mientras su mujer seguía preparando la cena del domingo. – ¿Barry?
–Al aparato.
–Bueno, siento molestarle en una noche de domingo. – ¡Ah! Buenas noches, señor.
Barry Banks estaba sorprendido. No era inaudito, pero si poco frecuente, que el Jefe llamase a uno de sus hombres a su casa.
–Escuche, Barry, ¿a qué hora suele ir a Charles Street por la mañana?
–A eso de las diez, señor. – ¿Podría salir mañana una hora antes y pasar por "Sentinel" para hablar un poco conmigo?
–Si. Desde luego.
–Bien. Entonces nos veremos a las nueve.
Barry Banks era K7 en el cuartel general de MI5 en Charles Street; pero actualmente era un hombre de MI6 que actuaba como enlace de Sir Nigel Irvine con el Servicio de Seguridad. Mientras despachaba la cena que su esposa le había preparado, se preguntaba vagamente qué querría Sir Nigel Irvine y por qué tenía que tratar de ello fuera de las horas de oficina. Yevgueni Karpov estaba seguro de que se había montado, y se estaba realizando una operación secreta, y de que ésta concernía a Gran Bretaña. Sabía que Petrofski era experto en hacerse pasar por inglés en el corazón de aquel país; la leyenda extraída de los archivos de Borisov le iba a Petrofski como anillo al dedo; el transmisor "Poplar" estaba oculto en el norte de las Midlands, Inglaterra. Si Volkov había sido transferido gracias a su especialidad de entrar paquetes en Gran Bretaña, tenían que haberse hecho ya otras transferencias, pero de Directorios diferentes y fuera de la órbita de Borisov. Todo esto sugería fuertemente la probabilidad de que Petrofski se dirigiese a Inglaterra bajo un perfecto disfraz, si es que no estaba allí. No había nada extraño en ello, pues precisamente había sido adiestrado para estas cosas. Lo extraño era que el Primer Directorio Principal, encarnado por él mismo, hubiese sido mantenido rigurosamente al margen de la operación. Esto parecía absurdo, habida cuenta de su propia experiencia personal en Gran Bretaña y en los asuntos británicos. Ésta se remontaba a veinte años atrás, a aquella noche de setiembre de 1967 en que estaba rodando por los bares del Berlín occidental frecuentados por personal británico fuera de servicio. Como ilegal astuto y en auge, ésta era su función en aquellos tiempos. Se había fijado en un joven de aspecto agrio y malhumorado que se hallaba sentado ante la barra y cuyo corte de pelo y traje de paisano revelaban a las claras que pertenecía a las Fuerzas Armadas británicas. Se acercó al solitario bebedor y descubrió que era un radiotelegrafista de veintinueve años que servia en una unidad de señales información de la Royal Air Force en Gatow. También estaba completamente asqueado de la vida que le había tocado vivir. Entre aquel mes de setiembre y el de enero de 1968, Karpov había "trabajado" al hombre de la RAF, fingiendo, primero, ser alemán -éste era su disfraz-, y confesando después que era ruso. Fue un "reclutamiento", fácil, tan fácil, que parecía casi sospechoso. Pero era auténtico; el inglés se sentía halagado por haber llamado la atención de la KGB, sentía por su servicio y su país el odio propio del hombre inadaptado, y se avino a trabajar para Moscú. Durante el verano de 1968, Karpov le adiestró personalmente en el Berlín Oriental, aprendiendo a conocerle y despreciarle aún más. La estancia del hombre en Berlin y su contrato con la RAF estaban tocando a su fin en setiembre de 1968 volvería a Inglaterra y seria desmovilizado. Se le sugirió que, al abandonar las Fuerzas Aéreas, solicitase un empleo en la Jefatura de Comunicaciones del Gobierno, en Cheltenham. Se mostró de acuerdo y, aquel mismo mes de septiembre, presentó la instancia. Se llamaba Geoffrey Prime. Para que pudiese seguir "dirigiendo" a Prime, Karpov fue trasladado, bajo un disfraz diplomático, a la Embajada soviética en Londres, y siguió controlando a Prime durante tres años, hasta que regresó a Moscú en 1971 y pasó el control a su sucesor. Pero el caso había beneficiado mucho su carrera y fue ascendido a comandante y trasladado de nuevo al Tercer Departamento.
Desde allí manejó el material de Prime a mediados de los años setenta. Es axiomático, en todo servicio de información, que la operación que produce excelente material es advertida y encomiada, y el oficial que la dirige debe participar de la alabanza. En 1977, Prime dimitió de la JCG; los ingleses sabían que había una filtración en alguna parte, y los sabuesos estaban husmeando. En 1978, Karpov volvió a Londres, esta vez como jefe de toda la rezidenciatura y con el grado de coronel. Aunque fuera de la JCG, Prime seguía siendo un agente, y Karpov le buscó para advertirle que no se dejase ver. No había ninguna prueba de sus actividades anteriores a 1977 y Prime sólo podía inculparse él mismo."Hoy sería un hombre libre, si hubiese podido apartar sus sucias manos de las niñas pequeñas", pensó furiosamente Karpov. Pues hacía tiempo que conocía el defecto de Prime, y fue una denuncia por "abusos deshonestos" la que llevó a la intervención de la Policía y a su propia confesión. Le condenaron a treinta y cinco años de cárcel por siete delitos de espionaje.
Pero Londres le había proporcionado dos buenas piezas para compensar el fracaso del asunto Prime. En 1980, durante una fiesta, le presentaron a un funcionario civil del Ministerio de Defensa británico. De momento, el hombre no había entendido correctamente el nombre de Karpov y conversó amablemente con él durante unos minutos, antes de darse cuenta de que era ruso. Entonces cambió su actitud. Y detrás de este brusco cambio advirtió Karpov que aquel hombre le despreciaba profundamente, no sabía si como ruso o como comunista.
Esto no le molestó, pero le intrigó. Descubrió que aquel hombre se llamaba George Berenson, y ulteriores investigaciones en las semanas sucesivas le revelaron que se trataba de un acérrimo anticomunista y apasionado admirador de Sudáfrica. Entonces lo clasificó privadamente como "posibilidad" para abordarlo bajo bandera falsa. En 1981 regresó a Moscú para ponerse precisamente al frente del Tercer Departamento y preguntó sobre la existencia de algún posible "durmiente" sudafricano prosoviético. El Directorio de Ilegales había mencionado que tenían dos hombres allí: uno, un oficial llamado Gerhardt, de la Marina sudafricana, y el otro, un diplomático apellidado Marais. Pero Marais acababa de regresar a Pretoria después de pasar tres años en Bonn. En la primavera de 1983, Karpov ascendió a capitán general y a jefe del Directorio de Ilegales, del que dependía Marais.
Ordenó al sudafricano que solicitase un puesto en Londres para terminar su larga carrera, y Marais lo obtuvo en 1984. Karpov voló personalmente a Paris, de riguroso incógnito, y dio instrucciones a Marais. Éste tenía que cultivar a George Berenson y tratar de reclutarle para Sudáfrica. En febrero de 1984, después de la muerte de Kirpichenko, Karpov accedió a su puesto actual y, un mes más tarde, Marais le informó de que Berenson había picado el anzuelo. Aquel mismo mes llegó el primer paquete de material de Berenson; era oro de 24 quilates, lo mejor de lo mejor. Desde entonces llevó personalmente la operación Berenson Marais como caso de competencia del director, y se reunió dos veces en dos años con Marais en ciudades europeas, para felicitarle. Y ahora mismo, el correo había traído el último paquete de material de Berenson, enviado por Marais a la dirección de la KGB en Copenhague. Desde 1978 hasta 1981, Londres le había hecho un segundo regalo. Como de costumbre, Karpov había dado nombres en clave a Prime y a Berenson: Prime había sido Knightsbridge, y Berenson era Hampstead. Y ahora estaba Chelsea.. Respetaba a Chelsea tanto como despreciaba a Prime y a Berenson. A diferencia de estos dos, Chelsea no era un agente, sino un contacto, un hombre bien situado en el establishment de su propio país y que, como Karpov, era pragmático; un hombre sensible a las realidades de su empleo, de su país y del mundo circundante. Karpov no dejaba nunca de sorprenderse cuando los periodistas de Occidente pintaban a los agentes secretos como si vivieran en un mundo de fantasía; según él, eran los políticos quienes vivían en un mundo de ensueño, seducidos y hechiza dos por su propia propaganda. Creían que los agentes de Información podían andar por calles sombrías, mentir y engañar para cumplir su misión; pero si alguna vez se descarriaban por el reino de la fantasía, como habían hecho tan a menudo los agentes secretos de la CIA, podían verse en un grave aprieto. Chelsea le había insinuado en dos ocasiones que si la URSS continuaba cierta línea de acción, se meterían todos en un lío difícil de solventar; y las dos veces había tenido razón. Karpov, al poder advertir a los suyos de un peligro inminente, había acumulado grandes méritos cuando se comprobó que estaba en lo cierto. Se detuvo y se obligó a pensar en el problema actual. Borisov tenía razón: el secretario general estaba montando alguna operación privada y personal ante sus narices y dentro de Gran Bretaña, pero excluyendo en absoluto a la KGB. Olfateó el peligro; el viejo no era un profesional del Servicio Secreto, a pesar de sus años al frente de la KGB. La propia carrera de Karpov podía estar en la balanza; sin embargo, era vital descubrir qué diablos estaba pasando. Pero con cuidado, con mucho cuidado. Consultó su reloj. Las once y media. Hizo una seña al conductor, subió al coche y regresó a Moscú. Barry Banks llegó a la jefatura del SSI aquel lunes a las nueve menos diez de la mañana. Sentinel House es un gran edificio cuadrado y sorprendentemente charro, situado en la orilla Sur y alquilado por el Gran Concejo de Londres a cierto Ministerio del Gobierno. Sus ascensores funcionan cuando quieren, y en la planta baja hay un mural de mosaico con fragmentos que se caen como caspa de cerámica. Banks se identificó en la entrada y subió a toda prisa. El Jefe le recibió en seguida con la campechanía y afabilidad que solía mostrar con sus subordinados ambiciosos. – ¿Conoce por casualidad a un tal John Preston, de "Cinco"? – preguntó C".
–Si, señor. No mucho, pero nos hemos visto algunas veces. Generalmente en el bar de "Gordon", cuando he ido por allí.
–Dirige C. L(A), ¿no es cierto, Barry?
–Ya no. Fue trasladado a C.5© la semana pasada.
–Un traslado bastante precipitado, diría yo. Tenía en tendido que se portaba bastante bien C. L(A).
Sir Nigel no creyó necesario informar a Banks de que había conocido a Preston en las reuniones del SSI y de que le había empleado como su hurón personal en Sudáfrica. Banks no sabía nada del caso Berenson, ni hacia falta que lo supiese. Por su parte, Banks se preguntaba qué llevaría el Jefe entre ceja y ceja. Por lo que él sabía, Preston no tenía nada que ver con "Seis".
–Muy rápido. En realidad, sólo estuvo unas pocas semanas en C. L (A). Hasta el Año Nuevo fue director de F. L(D). Entonces debió de hacer algo que no gustó a Sir Bernard o, más probablemente, a Brian Harcourt Smith. Fue sacado de allí y metido en C. L(A). Y el primero de abril le trasladaron de nuevo.
"¡Ah! – pensó Sir Nigel-. Había molestado a Harcourt Smith, ¿eh?" Se lo había imaginado. Pero se preguntaba cómo. Dijo en voz alta: -¿Tiene alguna idea de lo que pudo hacer para molestar a Harcourt Smith?
–Algo oí decir señor. A Preston. No hablaba conmigo, pero si lo bastante cerca para que pudiese oírle. Estaba en el bar de "Gordon", hace unas dos semanas. También parecía algo molesto. Por lo visto pasó años preparando un informe y lo presentó en Navidad. Creía que valía la pena, pero Harcourt Smith lo archivó. – ¡Hum! F. L(D)… Actividades de la extrema izquierda, ¿no? Mire, Barry, quiero que haga algo para mi. Pero no arme ruido sobre esto. Busque el número de archivo de aquel informe y sáquelo del Registro, por favor. Envíelo directamente aquí, a mi atención personal.
Banks salió de nuevo a la calle y se dirigió hacia "Charles" poco antes de las diez. La tripulación de "Aeroflot" se desayunó tranquilamente y, a las 9.29, el primer oficial, Romanov, miró su reloj y se dirigió a los lavabos de caballeros. Había estado antes allí y se aseguró del compartimiento que debía utilizar. Era el penúltimo. El último estaba ocupado y tenía la puerta cerrada. Entró en el contiguo y cerró la puerta. A las 9.30 puso una pequeña cartulina en el suelo, junto al hueco de la pared divisoria; había escrito en ella las seis cifras convenidas. Una mano pasó por el hueco, retiró la cartulina, escribió algo en ella y volvió a dejarla en el suelo. Romanov la cogió. En el reverso figuraban las seis cifras que esperaba.
Hecha la identificación, dejó el transistor en el suelo, y la misma mano lo tomó y lo introdujo sin ruido en el compartimiento contiguo, fuera, alguien usaba el urinario. Romanov tiró de la cadena, abrió la puerta, se lavó las manos hasta que se marchó el que había usado del urinario, y salió detrás de él. El minibús de Heathrow esperaba ante la puerta de la calle.
Ninguno de los tripulantes advirtió que Romanov no llevaba su "Pony"; debieron de pensar que lo llevaba en su saco de mano. El correo Uno había echo su entrega. Barry Banks telefoneó a Sir Nigel poco antes del mediodía. Utilizó una línea privada y muy segura.
–Es bastante extraño, Sir Nigel -dijo-. Obtuve el número de archivo del informe que le interesa y fui a buscarlo al Registro. Conozco al encargado del archivo. Este confirmó que estaba en la sección NMA. Pero ahora no está. – ¿Cómo?
–Lo retiraron. – ¿Quién?
–Un hombre llamado Swanton. Lo conozco. Lo extraño es que pertenece a Finanzas. Le pedí que me lo prestase. Y ésta es la segunda cosa rara. Se negó a hacerlo, diciendo que aún no había terminado con él. Según el Registro, hace tres semanas que lo tiene. Con anterioridad lo había tenido otra persona. – ¿La encargada de los lavabos? – preguntó Sir Nigel.
–Casi. Alguien de Administración.
Sir Nigel pensó durante un rato. La mejor manera de mantener un legajo fuera de circulación era conservarlo permanentemente uno mismo o uno de sus protegidos. No le cabía duda de que Swanton y el otro hombre estaban a las órdenes de Harcourt Smith.
–Barry, entérese de la dirección particular de Preston y venga a verme aquí a las cinco.
El general Karpov estaba sentado aquella tarde a su mesa en Yasiénevo y se frotaba el envarado cuello. Había descansado mal. Estuvo despierto la mayor parte de la noche, con Ludmilla durmiendo a su lado. Al amanecer llegó a una conclusión, y sus ulteriores reflexiones, en los momentos que había podido hurtar a su trabajo del día, la confirmaron.
Era el secretario general quien estaba detrás de la misteriosa operación que se montaba en Gran Bretaña; pero, a pesar de que se jactaba de leer y hablar inglés, no conocía el país.
Forzosamente había tenido que confiar en alguien que lo conociese. Eran muchos los que estaban familiarizados con Inglaterra, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en el Departamento Internacional del Comité Central, en el GRU y en la KGB. Pero si evitaba a la KGB, ¿por qué no a los demás?Tenía que ser un consejero personal. Y cuanto más pensaba en ello, más claro se le hacía el nombre de esta bete noire personal. Hacia años, al empezar su carrera en el Servicio, había admirado a Philby. Todos le habían admirado. Pero con el paso de los años, él se había encumbrado, mientras que Philby se había hundido.
También había observado cómo se convertía el renegado inglés en un borracho empedernido. Lo cierto era que Philby no había tenido acceso a ningún documento secreto británico desde 1951 salvo los que le había mostrado la KGB. En 1955 se trasladó desde Inglaterra a Beirut, y no estuvo en Occidente desde su deserción final en 1963. Veinticuatro años. Karpov pensó que él conocía ahora Gran Bretaña mejor que Philby. Pero había más.
Sabía que, cuando estaba en la KGB, el secretario general se había sentido en cierto modo impresionado por Philby, por su amaneramiento y gustos propios del viejo mundo, su afectación de gentleman inglés, su aversión al mundo moderno con su música pop, sus motocicletas y sus pantalones vaqueros, gustos que eran reflejo de los del propio secretario general. Karpov sabía de cierto que, en varias ocasiones, el secretario general había pedido consejo a Philby, para contrarrestar los que recibía del Primer Directorio Principal. ¿ Por qué no ahora?Por último, en la lista de Karpov había algo que, en una sola ocasión, había dejado escapar Philby y que le había parecido sumamente interesante. Deseaba regresar a su país. Por esto, más que por cualquier otra cosa, no confiaba en él. Ni pizca. Recordaba la cara arrugada y sonriente que había tenido delante, al otro lado de la mesa, durante el banquete de Kriuchkov, en vísperas de Año Nuevo. ¿Qué había dicho entonces acerca de Gran Bretaña? ¿No había sido algo sobre que su estabilidad política era exagerada por su Departamento?Las piezas empezaban a juntarse. Decidió investigar a Mr. Harold Adrian Russell Philby. Pero sabía que, incluso a su nivel, todo era observado: retiradas de documentos del Registro, peticiones oficiales de información, llamadas telefónicas, memorándums. Tenía que ser una investigación no oficial, personal y, sobre todo, verbal.
Era muy peligroso indisponerse con el secretario general. John Preston había llegado a su propia calle y estaba a cien metros de la entrada de su bloque de apartamentos cuando oyó que le llamaban. Se volvió y vio a Barry Banks, que cruzaba la calle en dirección a él.
–Hola, Barry, ¡qué pequeño es el mundo! ¿Qué haces aquí?Sabía que el hombre de K7 vivía hacia el Norte, en la zona de Highgate. Tal vez iba a un concierto en el próximo Albert Hall.
–En realidad te estaba esperando -respondió Banks, con una cordial sonrisa-. Un colega mío desea hablar contigo. ¿Te importa?
Preston se sintió intrigado, pero no receloso. Sabía que Banks era de "Seis", pero ignoraba quién era la persona que quería hablar con él. Dejó que Banks le condujese al otro lado de la calle y a cien metros más abajo. Banks se detuvo ante un "Ford Granada" aparcado, abrió la portezuela trasera e hizo un ademán a Preston para que mirase en el interior. Éste lo hizo así.
–Buenas noches, John. ¿Te importa que hablemos unas palabras?
Preston, sorprendido, subió al coche y se sentó al lado del personaje engalanado. Banks cerró la portezuela y se alejó.
–Bueno, ya sé que es una manera extraña de encontrarnos. Pero aquí estamos. No queremos armar revuelo, ¿verdad? Pensé que no había tenido oportunidad de darte las gracias por todo lo que hiciste en Sudáfrica. Fue un trabajo de primera. Henry Pienaar se quedó impresionado. Y también yo.
–Gracias, Sir Nigel. ¿Qué diablos quería el viejo zorro? Ciertamente, no se trataba de esto. Pero "C" parecía sumido en honda reflexión.
–Hay otra cuestión -dijo al fin, como pensando en voz alta-. El joven Barry me dice que ha tenido conocimiento de que la última Navidad presentaste un informe muy interesante sobre la extrema izquierda en este país. Tal vez esté equivocado, pero esto podría haber tenido importan ia para algunas cosas que hacemos en el exterior, si es que entiendes lo que quiero decir. La cuestión es que no se nos comunicó tu informe. Y es una lástima.
–Fue archivado como NMA -replicó Preston rápidamente.
–Si, sí, ya me lo ha dicho Barry. Fue una verdadera lástima. Me habría gustado echarle un vistazo. ¿No hay posibilidad de obtener una copia?
–Está en el Registro -dijo Preston, intrigado-. Puede haber sido clasificado como NMA, pero está en el archivo. Basta con que Barry lo retire y se lo envíe.
–Eso es imposible -opuso Sir Nigel-, porque ya ha sido retirado. Por Swanton. Y éste dice que aún no ha terminado con él. No quiere entregarlo.
–Pero él está en Finanzas -protestó Preston.
–Sí -murmuró Sir Nigel, malhumorado- y, antes de esto lo "sacó" alguien de Administración. Casi se podría creer que lo están ocultando.
Preston se quedó pasmado. A través del parabrisas podía ver a Banks matando el tiempo en la calle.
–Hay otra copia -dijo-. La mía. Está en mi caja fuerte personal.
Banks les condujo en el coche. El tráfico de primeras horas de la noche era muy intenso entre Kensington y Gordon Street. Una hora más tarde, Preston se inclinó sobre la ventanilla abierta del "Granada y entregó su copia a Sir Nigel.
Ella echó la cabeza atrás en un ligero ademán de de saffo. Una dama muy precavida. Tal vez sabía que Karpov no admiraba a su marido.
–Camarada general… -¿Está Kim en casa?
–No. Está fuera.
No "ha salido", sino "está fuera", pensó Karpov. Simuló sorpresa. – ¡Oh, esperaba encontrarle! ¿Sabe cuándo volverá?
–No. Lo sabré cuando regrese. – ¿Tiene alguna idea de dónde podría encontrarle?
–No. Karpov frunció el ceño. Algo que Philby había dicho en aquella cena de Kriuchkov… acerca de que no podía conducir desde que había tenido aquel ataque. Karpov había mirado ya en el aparcamiento del sótano. El "Volga" de Philby estaba allí.
–Creía que usted le llevaba en el coche estos días, Erita.
Ella sonrió a medias. Su expresión no era la de una mujer a la que hubiese abandonado su marido, sino más bien la de la esposa cuyo marido ha obtenido un ascenso.
–Ya no he de hacerlo. Tiene un chófer.
–Lo celebro. Bueno, siento no haberle encontrado. Trataré de ponerme al habla con él cuando regrese.
Bajó la escalera sumido en profunda reflexión. Los coroneles retirados no suelen tener chófer personal. De nuevo en su propio piso, a dos manzanas de la parte trasera del "Hotel Ukraina", llamó al parque móvil de la KGB y preguntó por el encargado principal. Cuando se identificó, fue atendido inmediatamente. Se mostró halagador y cordial.
–No suelo prodigar las alabanzas, pero creo que hay que hacerlo cuando se ha hecho un buen trabajo.
–Gracias, camarada general.
–Me refiero al chófer que ha estado al servicio de mi amigo, el camarada coronel Philby.
Éste le tiene en gran estima. Dice que es un conductor excelente. Si el mío se pone enfermo algún día, quiero que me atienda él.
–Gracias de nuevo, camarada general. Se lo diré yo mismo al conductor Gregoriev.
Karpov colgó. El conductor Gregoriev. Nunca había oído hablar de él. Pero una charla reservada con el hombre podía resultar útil. A la mañana siguiente, 8 de abril, el Akademik Komarov entró pausadamente en el Clyde, rumbo al puerto de Glasgow. Se detuvo brevemente en Greenock para recoger al práctico y a dos agentes de la Aduana. Tomaron la acostumbrada copa en el camarote del capitán y comprobaron que el barco procedía de Leningrado e iba en lastre para recoger un cargamento de accesorios de bomba, de gran resistencia, de "Weir of Cathcart Limited". Los aduaneros inspeccionaron la lista de tripulantes, pero no se fijaron en ningún nombre en particular. Más tarde se establecería que el marinero Konstantin Semiónov estaba en la lista.
–La práctica habitual, cuando los Ilegales soviéticos entran en barco en un país, es que no figuren en la lista de tripulantes. Llegan acurrucados en un diminuto recinto o agujero hábilmente practicado en la estructura del barco y tan bien disimulado que ni la inspección más minuciosa podría descubrirlo. De esta manera, si el hombre, por motivos operacionales o accidentales, no regresa en el mismo barco, no hay discrepancia en la lista de tripulantes.
Pero ahora se trataba de una operación precipitada. No había habido tiempo para cambios estructurales. El tripulante extraordinario había llegado con los hombres de Moscú sólo unas horas antes de que el Komarov zarpase de Leningrado rumbo a Glasgow, en una larga travesía, para cargar materiales, y el capitán y su oficial poli tico no habían tenido más remedio que incluirle en la lista. Su hoja de salarios como marinero estaba en orden y, según habían dicho, el hombre regresaría. Sin embargo, el individuo se instaló en un camarote y pasó en él todo el viaje, y los dos marineros auténticos que hubiesen debido ocuparlo, tuvieron que dormir en sacos en el suelo del comedor de oficiales. Los sacos habían sido retirados cuando subió a bordo el práctico escocés. En su camarote, y muy nervioso por razones evidentes, el correo Dos estaba esperando que llegase la medianoche.
Cuando el práctico de Clyde estaba en el puente del Komarov masticando los bocadillos del desayuno, y los campos de Strathclyde se deslizaban a ambos lados del barco, era ya mediodía en Moscú. Karpov volvió a llamar al parque móvil de la KGB. Como sabía muy bien, había otro encargado de servicio.
–Parece que mi chófer ha cogido la gripe -dijo-. Terminará su jornada, pero mañana le daré el día libre.
–Cuidaré de enviarle un sustituto, camarada general. – Quisiera que fuese el conductor Gregoriev. ¿Está disponible? Tengo de él las mejores referencias.
Se oyó un rumor de papeles, al buscar el encargado en sus fichas.. – En efecto. Ha estado de servicio, pero ya ha vuelto al parque.
–Muy bien. Dígale que se presente en mi piso de Moscú a las ocho de la mañana. Yo tendré las llaves, y el "Chaika" estará en el sótano. "Esto es cada vez más extraño", pensó mientras colgaba el teléfono. Gregoriev había tenido que conducir el coche de Philby durante un tiempo. ¿Por qué? ¿Porque era demasiado para Erita? ¿O para que Erita no supiese lo que pasaba? Y ahora, el hombre volvía a estar en el parque móvil. ¿Qué quería decir esto? Probablemente, que Philby estaba ahora en otra parte y ya no necesitaba un chófer, por lo menos hasta el final de la operación en que estuviese metido. Aquella noche, Karpov dijo a su agradecido conductor normal que le dejaba en libertad el día siguiente para que pudiese llevar a su familia al campo. Aquel mismo viernes, por la noche, Sir Nigel Irvine cenó con un amigo en Oxford. Uno de los grandes atractivos del Saint Antony's College, de Oxford, es que, como otras muchas instituciones británicas influyentes, no existe para el público en general. Bueno, en realidad si existe, pero es tan pequeño y tan discreto, que probablemente pasaría inadvertido a quien vigilase los bosques de Academo en las Islas Británicas. La casa es pequeña, elegante y recoleta; en ella no se dan cursos oficiales, no se educa a estudiantes; no hay alumnos de estudios preliminares ni graduados, y no otorga títulos. Tiene unos cuantos profesores y compañeros, que a veces comen juntos, pero viven en "habitaciones" desparrama das por toda la ciudad o en otra parte y están allí sólo de visita. En ocasiones se invita a forasteros para que den conferencias a la Hermandad -extraordinario honor-, y otras veces los profesores y los compañeros envían "comunicaciones" a las altas esferas del estabtishment británico, donde son tomadas muy en serio. Sus fondos son tan reservados como el aspecto de la institución. En realidad es un "depósito de ideas", donde se reúnen intelectuales -a menudo, con gran experiencia no académica- para proseguir el estudio de una sola disciplina: los asuntos de actualidad.
Aquella noche, Sir Nigel Irvine cenó en la casa con su anfitrión, el profesor Jeremy Sweeting, y, tras el excelente ágape, el profesor llevó a Sir Nigel a su "morada", una agradable casa en las afueras de Oxford, para tomar oporto y café.
–Bueno, Nigel -dijo el profesor Sweeting, cuando hubieron descorchado una botella de "Taylor" añejo y se hubieron acomodado ante la chimenea del estudio-, ¿qué puedo hacer por ti?
–Jeremy, ¿por casualidad has oído alguna vez de una cosa llamada MBR?
El profesor Sweeting sostuvo su copa de oporto en el aire. La miró fijamente durante largo rato. – ¿Sabes Nigel, que eres especialista en estropearle la velada a un amigo cuando te lo propones? ¿Dónde has oído mencionar estas letras?
Por toda respuesta, Sir Nigel Irvine le tendió el In forme Preston. El profesor Sweeting lo leyó cuidadosamente; tardó en ello una hora. Irvine sabía que, a diferencia de John Preston, el profesor no era un sabueso. No salía al campo en busca de información. Pero tenía un conocimiento enciclopédico de la teoría y la práctica marxistas, del materialismo dialéctico y de las enseñanzas de Lenin sobre la aplicabilidad de la teoría a la práctica para la conquista del poder. Su tarea y su afición era leer, estudiar, comparar y analizar.
–Muy notable -comentó Sweeting, devolviendo el in forme a Irvine-. Es un camino diferente, una actitud diferente, desde luego, y una metodología completamente distinta.
Pero llegamos a los mismos resultados. – ¿Puedes decirme a qué resultados has llegado? – preguntó, amablemente, Sir Nigel.
–Sólo es una teoría, desde luego -se disculpó el profesor Sweeting-. Un millar de pajas arrastradas por el viento que pueden o no formar un haz. En todo caso, me dedico a esto desde junio de 1983…
Habló durante dos horas, y Sir Nigel, cuando se despidió para volver a Londres de madrugada, estaba muy pensativo. El Akademik Komarov estaba amarrado al muelle de Finnieston, en el corazón de Glasgow, para que la gigantesca grúa pudiera cargar en él las bombas por la mañana. Allí no hay controles de Aduana o de Inmigración; los marineros extranjeros pueden desembarcar sencillamente y pasear por el muelle y por las calles de Glasgow. A medianoche, mientras el profesor Sweeting estaba aún hablando, el marinero Semiónov bajó por la pasarela, anduvo un centenar de metros por el muelle, evitó el "Betty's Bar", ante cuya puerta protestaban unos cuantos marineros borrachos porque se negaban a servirles la última copa, y se metió en Finnieston Street. Con sus zapatos de cuero áspero, sus pantalones de pana, su jersey de cuello de tortuga y su anorak, no llamaba la atención.
Llevaba bajo un brazo una bolsa de lona fuertemente atada con un cordón. Pasó por debajo de la autopista elevada de Clydeside, llegó a Argyle Street, torció a la izquierda y siguió hasta Patrick Cross. Sin consultar ningún plano, se metió en Hyndland Road. Tras andar kilómetro y medio llegó a otra arteria principal: la Great Wester Road. Días atrás había aprendido el trayecto de memoria. Consultó su reloj; faltaba todavía media hora, y el lugar de la cita estaba a no más de diez minutos a pie. Torció a la izquierda y tomó la dirección del "Pond Hotel", junto al lago y a un centenar de metros más allá de la estación de servicio BP cuyas luces veía brillar a lo lejos. Casi había llegado a la parada de autobuses del cruce de la Great Western con Hughenden Road cuando los vio. Estaban haraganeando debajo del tejadillo de la parada; eran cinco, y a la una y media de la madrugada. En algunos lugares de Gran Bretaña los llaman skinheads o punks, pero en Glasgow los llaman neds. Pensó en cruzar la calle, pero ya era tarde para hacerlo. Uno de ellos le gritó algo, y todos se desplegaron saliendo del resguardo. Él hablaba un poco inglés, pero no podía comprender su dialecto de Glasgow, hecho más confuso aún a causa del licor. Le cerraron el paso y bajó a la calzada. Uno de ellos le agarró del brazo y le gritó. En realidad le había dicho: -¿Qué llevas en el saco?
Pero él no lo entendió, sacudió la cabeza y trató de seguir su camino. Entonces se le echaron encima y le descargaron una lluvia de golpes. Cuando estuvo en el suelo, empezaron a patearle. Sintió vagamente que unas manos tiraban de su bolsa de lona; así, la apretó contra el vientre con ambos brazos y se volvió boca abajo, recibiendo los golpes en la cabeza y en los riñones. Aquel cruce está dominado por Devonshire Terrace, una hilera de casas de la clase media, sólidas, de cuatro pisos y construidas con bloques de piedra arenisca gris. En el último piso de una de ellas, Mrs. Sylvester, anciana, viuda, sola y aquejada de artritismo, no podía dormir. Oyó los gritos en la calle, bajó dificultosamente de la cama y se asomó a la ventana. Lo que vio hizo que se dirigiese cojeando al teléfono y llamase al 999, que es el número de la Policía. Dijo al operador que debía enviar un coche a aquel cruce de calles, pero colgó cuando aquél le preguntó su nombre y su dirección. A las personas respetables no les gusta meterse en líos. Los agentes de Policía Alistair Craig y Hugh McBain estaban en su coche patrulla en el cruce de Hillhead y la Great Western, a kilómetro y medio de distancia, cuando recibieron la llamada. El tráfico era casi nulo, y en no venta segundos llegaron a la parada del autobús. Los neds vieron los faros, oyeron la sirena del coche que llegaba y renunciaron a arrancarle a su victima la bolsa de lona prefirieron correr a través de la margen herbosa que separa Hughenden Road de la Great Western, para que el automóvil no pudiese seguirles. Cuando el agente Craig pudo saltar del coche patrulla eran ya sombras que se desvanecían y que hacían inútil la persecución. En todo caso lo primero era la victima. Graig se inclinó sobre el hombre. Éste se hallaba in consciente y acurrucado en posición fetal. – ¡Una ambulancia, Hughie! – gritó a McBain, y el conductor habló inmediatamente por radio.
Seis minutos más tarde llegó la ambulancia de la Western Infirmara. Mientras tanto los dos agentes dejaron solo al lesionado por mor del procedimiento, después de haberle cubierto con una manta. Los hombres de la ambulancia colocaron el cuerpo in consciente en una camilla de ruedas e introdujeron ésta en la parte de atrás del vehículo. Al arrebujarle en la manta Craig cogió la bolsa de lona y la colocó en el fondo de la ambulancia. – ¡Ve tú con él; yo os seguiré! – gritó McBain, y Craig subió a la ambulancia.
Llegaron al hospital en menos de cinco minutos. Los hombres de la ambulancia introdujeron rápidamente la camilla por la puerta basculante, la empujaron por el pasillo, doblaron dos esquinas y entraron en el pabellón de accidentados. Como era un caso de urgencia, no tuvieron que pasar por la sala de espera pública, donde el acostumbrado grupo de borrachos noctámbulos se tocaban los cortes y chichones producidos por el brusco contacto con diversos objetos duros. Craig esperó a que McBain aparcase el coche patrulla y se reuniese con él en la entrada.
–Preocúpate de los requisitos del ingreso, Hughie. Yo iré a ver si puedo averiguar el nombre y la dirección de la victima.
McBain suspiró. Los requisitos para los ingresos eran el cuento de nunca acabar. Craig levantó la bolsa del suelo y siguió la camilla de ruedas por el pasillo hasta el pabellón de accidentados. Éste consiste en un pasadizo con puertas basculantes a ambos extremos y doce habitaciones de reconocimiento seis a cada lado del corredor central. Once de ellas para los reconocimientos; la duodécima es el cuarto de la enfermera, y se halla junto a la entrada trasera por donde llegan las camillas. Las puertas del otro extremo tienen espejos transparentes en una dirección y dan a la sala de espera pública, donde los lesionados leves aguardan su turno sentados. Craig dejó a McBain en la mesa de recepción con un fajo de impresos por rellenar y cruzó la puerta de los espejos para ver al hombre inconsciente en la camilla de ruedas aparcada en el otro extremo. La enfermera del pabellón observó rápidamente al lesionado -saltaba a la vista que estaba vivo- y ordenó a los camilleros que colocasen al hombre sobre la mesa de una de las habitaciones de reconocimiento para que pudiesen volver a la ambulancia con la camilla. Eligieron la que estaba frente al cuarto de la enfermera. Entonces llamaron al joven médico de guardia, un indio llamado doctor Mehta. Hizo que desnudasen al lesionado hasta la cintura -no había visto manchas de sangre en el pantalón- y efectuó un minucioso reconocimiento antes de ordenar un examen con rayos X. Después salió para asistir a otro caso urgente: un accidente de automóvil. La enfermera telefoneó a rayos X, pero el departamento estaba ocupado. Le dijeron que la avisarían en cuanto quedase libre. Ella puso la tetera en el fuego para prepararse una taza. El agente Craig, tras asegurarse de que el anónimo lesionado seguía tumbado inconsciente al otro lado del pasillo, tomó el anorak del hombre, entró en el cuarto de la enfermera y dejó en la mesa la chaqueta y la bolsa de lona. – ¿Le sobra una taza de ese brebaje? – preguntó a la enfermera con la zumbona familiaridad propia de los trabajadores nocturnos que pasan el tiempo tratando de poner orden en la confusión de una ciudad importante.
–Tal vez sí -respondió ella-, pero no sé por qué he de malgastarla con un hombre de su condición.
Craig le hizo un guiño. Palpó los bolsillos del pecho del anorak y extrajo una libreta de salarios en el cuarto de reconocimiento, y estaba escrita en dos idiomas: ruso y francés. No entendía ninguno de los dos. No podía leer la escritura cirílica, pero el nombre figuraba también en letras romanas en la parte escrita en francés. – ¿Quién es ese Jimmy? – preguntó la enfermera mientras preparaba dos tazas de té.
–Parece un marinero, y ruso por añadidura -respondió Craig, con inquietud.
Un ciudadano de Glasgow apaleado por una pandilla de neds era una cosa; pero un extranjero, y más si era ruso, podía crear problemas. Para tratar de descubrir el barco al que pertenecía el hombre, Craig vació la bolsa de lona. Contenía sólo un grueso jersey enrollado alrededor de un bote redondo de tabaco con tapa de rosca. Dentro del bote no había tabaco, sino algodón en rama que envolvía dos discos de aluminio y, entre ellos, otro disco de cinco centímetros de diámetro y de un metal gris mate. Craig examinó sin interés los tres discos, volvió a colocarlos entre el algodón, cerró de nuevo el bote y lo dejó en la mesa al lado de la libreta de salarios. No sabía que la victima de la agresión de los gamberros había recobrado el cono cimiento y le estaba mirando a través de una rendija de las cortinas. Sabía, en cambio, que había de informar a su Comisaría de que tenía un ruso lesionado. – ¿Puedo usar su teléfono, pequeña? – preguntó a la enfermera, cogiendo el aparato.
–No me llame "pequeña" -replicó la enfermera, que aventajaba en unos cuantos años los veinticuatro del agente Craig. "¿De dónde sacarán esos polis tan jóvenes?"
El agente Craig empezó a marcar. Lo que pasó entonces por la mente de Konstantin Semiónov no se sabrá nunca. Aturdido y confuso, sufriendo probablemente una conmoción a causa de los golpes recibidos en la cabeza, pudo ver el inconfundible uniforme negro de un policía británico vuelto de espaldas a él al otro lado del corredor. Pudo ver su libreta de salarios y la mercancía que se le había ordenado traer a Gran Bretaña y entregar al agente secreto en el lago, todo ello colocado en la mesa junto a la mano del policía. Había visto que examinaba el contenido de la bolsa. Él no se había atrevido en absoluto a abrir el bote, y ahora el hombre estaba telefoneando. Tal vez se imaginó un interminable interrogatorio de tercer grado en algún apestoso sótano de la Jefatura de Policía de Strathclyde… El agente Graig se sintió bruscamente empujado a un lado cuando estaba del todo desprevenido. Un brazo desnudo pasó junto a él y agarró el bote de hojalata. Craig reaccionó en el acto, soltando el teléfono y sujetando aquel brazo extendido.
–Jimmy, ¿qué diablos…? – gritó, y, presumiendo que el pobre hombre deliraba, le agarró y trató de calmarle.
El bote se desprendió de la mano del ruso y cayó al suelo. Por un momento, Semiónov miró fijamente al policía escocés; entonces le acometió el pánico y echó a correr. Sin dejar de gritar "¡Eh, Jimmy, ven aquí…!", Craig le persiguió por el pasillo. Shortie Patterson era un borracho. Toda una vida dedicada a probar los productos de Speyside le habían incapacitado para todo. No era un borracho ordinario; había convertido la embriaguez en una especie de arte. El día anterior había cobrado su subvención, se había encaminado directamente a la taberna más próxima, y a medianoche estaba completamente beodo. De madrugada se había indignado por la actitud ofensiva de una farola que se había negado a responder a sus requerimientos, por lo cual le había soltado un puñetazo.
–Lo habían llevado a rayos X con su mano fracturada, y ahora volvía por el pasillo a su cuarto cuando un hombre de torso desnudo y magullado y cara ensangrentada y amoratada salió corriendo de una habitación contigua perseguido por un policía. Shortie sabía cuál era su deber con un compañero doliente. Además, no apreciaba a los policías, que parecían no tener nada mejor que hacer que sacarle de sus cómodas zahúrdas para ponerle en manos de personas que le obligaban a bañarse. Dejó pasar al hombre que corría y después estiró un pié. – ¡Estúpido borracho! – gritó Craig, cayendo al suelo.
Cuando se levantó, el ruso le había tomado diez metros de ventaja. Semiónov cruzó la puerta de los espejos y entró en la sala de espera pública. No vio la estrecha puerta a su izquierda que llevaba al exterior y pasó corriendo por la puerta más grande que había a su derecha. Esta le condujo al pasadizo por el que había entrado media hora antes en la camilla de ruedas. Giró de nuevo a la derecha y se encontró con otra camilla que avanzaba en dirección a él rodeada de un médico y dos enfermeras que sostenían frascos de plasma: la victima del accidente de tráfico puesta al cuidado del doctor Mehta. La camilla le cerraba completamente el paso; oyó detrás de él las fuertes pisadas de unas botas. Había a su izquierda un espacio cuadrado y, en él, las puertas de dos ascensores. Una de éstas se estaba cerrando sobre un ascensor vacío. Se lanzó a través de la abertura antes de que aquélla acabara de cerrarse. Al subir el ascensor, oyó los furiosos e impotentes golpes del policía en la puerta. Se echó atrás y cerró los ojos, afligido. El agente Craig se dirigió a la escalera y la subió corriendo. A cada rellano observaba las luces sobre las puertas de los ascensores. Uno de ellos seguía subiendo. Al llegar a la décima planta, el policía estaba acalorado, furioso y sin aliento. Semiónov había salido del ascensor en la misma décima planta. Se había asomado a una puerta, pero ésta daba a una sala de pacientes que dormían. Había otra puerta, abierta y que llevaba a una escalera. Subió por ésta y se encontró en otro pasillo, pero en éste sólo había cuartos de duchas, una despensa y depósitos de provisiones. En el extremo había una última puerta, abierta al cálido y húmedo aire nocturno. Daba al terrado plano del edificio. El agente Craig había perdido terreno, pero llegó al fin a aquella última puerta y salió al aire de la noche. Acomodando la vista a la oscuridad, distinguió la figura de un hombre junto al parapeto del Norte. Su enfado se desvaneció. "Probablemente también yo sentiría pánico si me despertase en un hospital de Moscú", pensó. Empezó a acercarse al hombre, levantando las manos para que viese que las llevaba vacías.
–Vamos, Jimmy, o Iván, o como te llames. Estás bien, sólo tienes un chichón en la cabeza. Vuelve abajo conmigo.
Ahora sus ojos se habían acostumbrado a la noche. Podía ver claramente la cara del ruso al débil resplandor de las luces de la ciudad. El hombre le vio acercarse hasta una distancia de seis metros. Entonces miró hacia abajo, respiró hondo, cerró los ojos y saltó.
Craig estuvo varios segundos sin dar crédito a lo que había visto, ni siquiera después de oír el sordo golpe del cuerpo al caer desde una altura de diez pisos en el aparcamiento reservado al personal. – ¡Jesús! – jadeó al fin-. ¡En menudo jaleo me ha metido!
Con dedos temblorosos, buscó su radio personal y llamó a la Comisaría. A cien metros más allá de la estación de servicio y a ochocientos metros de la parada del autobús, está el lago de las barcas, a la sombra del "Pond Hotel". Una serie de escalones bajan de la calzada al paseo que rodea el estanque, y cerca del pie de aquéllos hay dos bancos de madera. El silencioso personaje con negro traje de cuero de motorista consultó su reloj. Las tres. La cita había sido para las dos. Una hora de espera era el máximo que podía conceder.
Había una segunda cita, para el caso que fallara la primera; en un lugar diferente, veinticuatro horas más tarde. Acudiría a ella. Si el contacto tampoco se presentaba, tendría que utilizar de nuevo la radio. Se levantó y se marchó. El agente Hugh McBain se había alejado de la mesa de recepción cuando el fugitivo había pasado corriendo por la sala de espera del pabellón de accidentes. Estaba en su coche comprobando la hora exacta del ataque de los gamberros y de las llamadas de auxilio. Lo primero que vio después fue a su "vecino" (compañero, en la jerga de Glasgow) entrar en la sala de espera con el semblante pálido y demudado.
–Alistair, ¿sabes ya el nombre y la dirección? – preguntó.
–Es…, era…, un marinero ruso -respondió Craig. – ¡Vaya, lo que nos faltaba! ¿Qué has querido decir?
–Hughie, acaba… de arrojarse desde el terrado.
McBain bajó la pluma y miró con incredulidad a su vecino. Entonces se impuso su experiencia. Todo policía sabe que, cuando una cosa va mal, hay que cubrirse, seguir el procedimiento al pie de la letra, sin tácticas de cowboy, sin querer pasarse de listo. – ¿Has llamado a la Comisaría? – preguntó. – -Sí, alguien está en camino.
–Vayamos en busca del doctor -propuso McBaln.
Encontraron al doctor Mehta, rendido ya por la fatiga de los ingresos nocturnos. Les siguió al aparcamiento, examinó en menos de dos minutos el horrible y reventado cadáver, declaró que estaba muerto y nada podía hacer, y volvió a su trabajo. Dos mozos trajeron una manta para cubrir el cuerpo y, treinta minutos más tarde, una ambulancia se llevó aquella cosa al depósito de cadáveres de la ciudad, en Jocelyn Square, junto a Salt Market.
Allí, otras manos le quitarían el resto de las prendas, zapatos, calcetines, pantalones, calzoncillos, cinturón y reloj de pulsera, para ser guardadas y rotuladas. Dentro del hospital había que llenar más impresos -los de ingreso serian guardados como pruebas, aunque ya eran inútiles con fines prácticos- y los dos agentes de Policía envolvieron y rotularon las otras cosas del muerto. Redactaron la siguiente lista: "1 anorak, 1 pullóver de cuello de tortuga, 1 bolsa de lona, 1 jersey de lana gruesa (enrollado) y 1 bote redondo de tabaco".
Antes de que hubiesen terminado, unos quince minutos después de la primera llamada de Craig, llegaron de la Comisaría un inspector y un sargento, ambos de uniforme, y pidieron que les cediesen un despacho. Los condujeron a una oficina vacía del administrador, y empezaron a tomar declaración a los dos agentes. Al cabo de diez minutos, el inspector envió al sargento a su coche para que llamase al superintendente de guardia. Eran las cuatro de la madrugada del jueves 9 de abril, pero en Moscú eran las ocho. El general Yevgueni Karpov esperó hasta que salieron del intenso tráfico del sur de Moscú y se hallaron en la carretera de Yasiénevo para iniciar su conversación con el conductor Gregoriev. Por lo visto, el chófer, de treinta años, sabía que había sido elegido por el general y estaba ansioso de complacerle. – ¿Le gusta conducir para nosotros?
–Muchísimo, señor.
–Bueno, esto le da ocasión de ir de un lado a otro. Su pongo que es mejor que un aburrido trabajo de oficina.
–Sí, señor.
–Tengo entendido que últimamente ha servido como chófer a mi amigo el coronel Philby.
Hubo una ligera pausa. "¡Maldita sea! Le han dicho que no lo mencione", pensó Karpov.
–Pues… sí, señor.
–Solía conducir él mismo, hasta que tuvo aquel ataque.
–Así me lo dijo, señor.
Era mejor seguir adelante. – ¿Adónde le llevaba?
Esta vez la pausa fue más larga. Karpov podía ver la cara del conductor en el espejo.
Parecía aturrullado, sobre ascuas. – ¡Oh, sólo por Moscú, señor! – ¿A algún lugar concreto de Moscú, Gregoriev?
–No, señor. Sólo a dar algunas vueltas.
–Deténgase, Gregoriev.
El "Chaika" salió del privilegiado carril central a través del tráfico que se dirigía al Sur y se detuvo en una pequeña zona de aparcamiento. Karpov se inclinó hacia delante. – ¿Sabe usted quién soy, conductor?
–Si, señor. – ¿Y sabe cuál es mi grado en la KGB?
–Sí, señor, teniente general.
–Entonces, no pretenda jugar conmigo, joven. ¿Dónde le llevaba?
Gregoriev tragó saliva. Karpov podía ver que estaba luchando consigo mismo. La cuestión era: ¿quién le había dicho que guardase silencio en lo tocante a los sitios a que había llevado a Philby? Si había sido el propio Philby, Karpov estaba por encima de él. Pero si había sido alguien más encumbrado… En realidad había sido el comandante Pavlov, y había espantado terriblemente a Gregoriev. Era sólo un comandante, pero, para un ruso, la gente del Primer Directorio Principal es una incógnita, y más si el comandante es de la Guardia del Kremlin… Sin embargo, un general era siempre un general.
–Principalmente, a una serie de conferencias, camarada general. Algunas en apartamentos del "Centro" de Moscú pero yo nunca entré allí, por lo cual no sé exactamente á qué apartamento iba.
–Algunas en el "Centro" de Moscú… ¿Y las otras?
–Casi siempre…, bueno, no, señor…, creo que siempre a una dacha de Zúkovka.
"La zona del Comité Central -pensó Karpov- o del Soviet Supremo." -¿ Sabe de quién es?
–No, señor. De veras. Él sólo me daba la dirección. Yo solía quedarme esperando en el coche. – ¿Quién más acudía a esas conferencias?
–En una ocasión llegaron dos coches juntos, señor. vi. a un hombre apearse del otro coche y entrar en la dacha. – ¿Le reconoció?
–Sí, señor. Antes de ingresar en el parque móvil de la KGB serví como chófer en el Ejército. En 1985 solía conducir para un coronel del GR. Estábamos destinados en Kandahar, Afganistán. Una vez este oficial viajó en el asiento trasero con mi coronel. Era el general Marchenko.
"¡Vaya, vaya, vaya! – pensó Karpov-; mi viejo amigo Piotr Marchenko, especialista en desestabilización. – ¿Iba alguien más a esas conferencias?
–Sólo otro coche, señor. Los conductores solíamos charlar pues teníamos que esperar durante horas. Pero aquél era muy reservado. Lo único que pude saber fue que conducía para un miembro de la Academia de Ciencias. Sinceramente, señor, eso es todo lo que sé.
–Puede arrancar, Gregoriev.
Karpov se retrepó en su asiento y contempló el boscoso paisaje. Conque eran cuatro los que se reunían a preparar algo para el secretario general. El anfitrión era del Comité Central o quizá del Soviet Supremo, y los tres invitados eran Philby, Marchenko y un académico anónimo. Mañana era viernes, cuando los vlasti terminaban el trabajo lo antes que podían y se marchaban a sus dachas. Él sabía que Marchenko tenía su villa cerca de Peredelkino, no lejos de la suya propia. También conocía la debilidad de Marchenko, y suspiró. Sería mejor que llevase consigo mucho coñac. Seria una sesión difícil. El superintendente Charlie Forbes escuchó atentamente y en silencio a los agentes Craig y McBain, haciendo de vez en cuando una pregunta a media voz. No le cabía duda de que decían la verdad, pero llevaba el tiempo suficiente en el Cuerpo para saber que la verdad no siempre le salva a uno el pescuezo. Era un mal asunto. Técnicamente, el ruso había estado bajo la custodia de la Policía, aunque estuviese en trata miento en un hospital. Sólo el agente Craig había estado en el terrado. No había ningún motivo evidente para que aquel hombre se arrojase al vacío.
Personalmente, ni si quiera le interesaba el porqué, presumiendo, como todo el mundo, que aquel hombre había resultado gravemente conmocionado y había sufrido un ataque de pánico debido a una alucinación temporal. Toda su atención se centraba en las posibles consecuencias para la Policía de Strathclyde. Habría que buscar el barco, entrevistarse con el capitán, identificar formalmente el cadáver, informar al cónsul soviético y, naturalmente, a la Prensa, a la maldita Prensa, alguno de cuyos elementos acusaría aviesamente, como siempre, a la Policía de malos tratos y brutalidad. Y lo peor era que, cuando hiciesen sus intencionadas preguntas, no tendría nada que responder. ¿Por qué había tenido que saltar aquel estúpido?A las cuatro y media no había nada más que hacer en el hospital. La máquina entraría en funcionamiento al amanecer. Ordenó a todos que volviesen a la Comisaría. A las seis, los dos agentes habían terminado sus largos atestados. Charlie Forbes estaba en su despacho llenando los requisitos del procedimiento. Se había iniciado la búsqueda, probablemente inútil, de la dama que había llamado al 999. Se había tomado declaración a los dos hombres de la ambulancia que habían respondido a la llamada de McBain por medio de la centralita de la Comisaría. Al menos no habría duda sobre la paliza que los neds habían dado al hombre. La enfermera del pabellón de Accidentes había hecho su relato; el atrafagado doctor Mehta había prestado declaración; el recepcionista de Accidentes había declarado que había visto al hombre de torso desnudo cruzar corriendo la sala de espera, perseguido por Craig. Después de esto, nadie había presenciado la persecución hasta el terrado. Forbes descubrió el único barco soviético que estaba en el puerto, y que era el Akademik Komarov, y enviado un coche de la Policía a pedir al capitán que identificase el cadáver; había despertado al cónsul soviético, que estaría en su despacho a las nueve, sin duda dispuesto a formular una protesta. Había avisado a su propio jefe y al fiscal procurador, cuya función, en Escocia, incluye los deberes del coroner.
Los efectos personales del muerto habían sido empaquetados y enviados a la comisaría de Partick-la agresión se había producido en Partick-para que los guardasen bajo llave a disposición del fiscal procurador, el cual había prometido autorizar la autopsia para las diez de la mañana. Charlie Forbes se estiró y telefoneó a la cantina para que le llevasen café y bollos. Mientras el superintendente Forbes cuidaba del papeleo en la Jefatura de Strathclyde, en Pitt Street, los agentes Craig y McBain firmaban sus declaraciones en la Comisaría y se iban a desayunar a la cantina. Ambos estaban preocupados y confiaron sus preocupaciones a un canoso sargento detective de paisano que compartía su mesa.
Después del desayuno, pidieron y recibieron permiso para irse a casa a dormir. Algo de lo que dijeron hizo que el detective se dirigiese a la cabina telefónica del vestíbulo e hiciese una llamada. El inspector detective Carmichael, que se estaba afeitando, le escuchó atentamente, colgó el aparato y acabó de afeitar se con aire reflexivo. El ID Carmichael pertenecía a la Rama Especial. A las siete y media, Carmichael localizó al inspector del Cuerpo uniformado que asistiría a la autopsia y preguntó si podría acompañarle.
–Considérese invitado -le dijo el inspector jefe-. En el depósito de cadáveres, a las diez.
A las ocho de la mañana, en aquel mismo depósito, el capitán del Akademik Komarov, acompañado de su inseparable oficial político, contempló una pantalla de video en la que pronto apareció el magullado rostro del marinero Semiónov. Asintió despacio con la cabeza y murmuró algo en ruso.
–Es él -confirmó el oficial político-. Deseamos ver a nuestro cónsul.
–Estará en Pitt Street a las nueve -dijo el sargento uniformado que les acompañaba.
Los dos rusos parecían conmovidos y abrumados. Siempre era mala cosa perder a un miembro de la tripulación, pensó el sargento. A las nueve, el cónsul soviético fue introducido en el despacho del superintendente Forbes, en Pitt Street. Hablaba inglés con fluidez.
Forbes le invitó a sentarse y le explicó los acontecimientos de la noche. Antes de que hubiese terminado, el cónsul le acometió.
–Esto es un atropello -empezó a decir-. Debo comunicarlo sin dilación a la Embajada soviética en Londres.
Llamaron a la puerta y entraron el capitán y su oficial político. Les acompañaba el sargento uniformado, y con ellos iba otro hombre. Éste saludó a Forbes con la cabeza.
–Buenos días, señor. ¿Puedo sentarme? – Hágalo, Carmichael. Me parece que tendremos para rato.
Pero no fue así. El oficial político del barco llevaba menos de diez segundos en la estancia cuando se llevó aparte al cónsul y murmuró algo furiosamente a su oído. El cónsul se excusó, y los dos hombres salieron al pasillo. Tres minutos más tarde volvieron a entrar.
El cónsul se mostró ahora formal y cortés. Desde luego, tendría que comunicar el asunto a su Embajada. Pero estaba seguro de que la Policía de Strathclyde haría todo lo posible por aprehender a los delincuentes. ¿Sería posible que el cadáver del marinero, con todos sus efectos personales, fuese llevado en seguida al Akademik Romarov, que debia zarpar para Leningrado aquel mismo día?Forbes se mostró amable, pero inflexible. Continuaría las gestiones de la Policía para detener a los agresores. Mientras tanto, el cadáver tenía que permanecer en el depósito, y todos los efectos del difunto serían guardados bajo llave en la comisaría de Partick. El cónsul asintió con la cabeza. También él conocía el procedimiento.
Después de esto se marcharon. A las diez, Carmichael entró en la sala de autopsias, donde el profesor Harland se estaba preparando. Como de costumbre, hablaron del tiempo, del golf y de otras cosas de la vida cotidiana. A pocos pasos de ellos, sobre la mesa, yacía el cuerpo magullado y destrozado de Semiónov. – ¿Le importa que eche un vistazo? – preguntó Carmichael.
El patólogo de la Policía asintió con la cabeza. Carmichael pasó diez minutos observando los restos mortales de Semiónov. Se marchó cuando el profesor empezaba a cortar, se dirigió a su oficina de Pitt Street y llamó por teléfono a Edimburgo, más exactamente, al Departamento del Interior y Salud Pública escocés, conocido como Scottish Office, en Saint Andrew's House. Habló con un comisario ayudante retirado que formaba parte del personal del Scottish Office por una razón era el enlace con MI5 en Londres. A mediodía sonó el teléfono en la oficina de C5© en "Gordon". Bright se puso al aparato, escuchó un momento y lo pasó a Preston.
–Es para usted. No quieren hablar con nadie más. – ¿Quién es?
–El Scottish Office, de Edimburgo.
Preston cogió el teléfono.
–Aquí John Preston… Si, buenos días…
Escuchó durante varios minutos, con el ceño fruncido. Anotó en un bloc el nombre Carmichael.
–Si, creo que será mejor que vaya. Tenga la bondad de decirle al inspector Carmichael que llegaré en el avión de las tres y que le agradecería me esperase en el aeropuerto de Glasgow. Gracias. – ¿Glasgow? – preguntó Bright-. ¿Qué les pasa?
–Un marinero ruso se arrojó desde un terrado y puede que no fuese lo que aparentaba.
Mañana estaré de regreso. Probablemente no será nada. Sin embargo, hay que aprovechar la oportunidad de salir de esta oficina.
C
–Hablemos mientras tanto -sugirió Preston-. Empiece por el principio y dígame qué sucedió.
Carmichael fue breve y preciso. Había muchas lagunas que no podía llenar, pero tuvo tiempo de leer los atestados de los dos agentes y, en particular, el de Craig, por lo cual podía referirle la mayor parte de su contenido. Preston le escuchó en silencio. – ¿Por qué telefoneó usted al Scottish Office y pidió que viniese alguien de Londres? – preguntó al fin.
–Podría estar equivocado, pero creo que aquel hombre podía no ser un marinero mercante -dijo Carmichael.
–Prosiga.
–Es por algo que dijo Craig en la cantina de la comisaría esta mañana -apuntó Carmichael-. Yo no estaba allí, pero oyó el comentario un hombre del CID, y éste me llamó. McBain confirmó lo que dijo Craig. Pero ninguno de los dos lo mencionó en sus declaraciones oficiales. Como sabe usted, éstas sólo versan sobre los hechos, y aquello era sólo una especulación de los agentes. Sin embargo, parecía que valía la pena investigarlo.
–Le escucho -Dijeron que cuando encontraron al marinero, estaba acurrucado en posición fetal, con los brazos cruzados sobre la bolsa de lona, la cual apretaba contra su vientre. Según la frase empleada por Craig, parecía protegerla como a un niño pequeño Preston comprendió que, en efecto, aquello era muy extraño. Si a un hombre le están casi matando a patadas su instinto le impulsa a encogerse, como había hecho Semiónov, pero también a emplear las manos para proteger se la cabeza. ¿Por qué tenía un hombre que aguantar las patadas que daban a su cabeza descubierta, sólo para proteger una bolsa de lona carente de valor? – Entonces -siguió diciendo Carmichael-empecé a preguntarme sobre la hora y el lugar. Los marineros que desembarcan en el puerto de Glasgow suelen ir a "Betty's" o al "Stable Bar". Aquel hombre estaba a seis kilómetros de los muelles y caminaba por una vía de dos carriles hacia ninguna parte, mucho después de la hora de cerrar las tiendas y sin ningún bar a la vista. ¿Qué diablos hacia allí a aquella hora?
–Una buena pregunta -dijo Preston-. ¿Qué más?
–Esta mañana, a las diez, fui a la autopsia. El cadáver estaba destrozado por la caída, pero la cara se había conservado bien, salvo en un par de moretones. Los neds le propinaron casi todos los golpes detrás de la cabeza y en la espalda. Ya he visto antes muchas caras de marineros mercantes. Están curtidas por el tiempo, tostadas por el sol, surcadas de arrugas y morenas. Aquel hombre tenía la cara fofa y pálida, la cara de un hombre no acostumbrado a vivir en un barco "Además, estaban las manos. Hubiesen debido ser morenas en el dorso y callosas en las palmas. Pero no. eran suaves y blancas, como las de un oficinista. Por último, los dientes.
Lo normal es que un marinero de Leningrado tenga los dientes cuidados de un modo rudimentario, con empastes sencillos y piezas de acero, al estilo ruso. Éste llevaba empastes y dos fundas de oro Preston asintió, aprobador. Carmichael era muy sagaz. Llegó al aparcamiento del hotel donde Carmichael reservó una habitación para Preston aquella noche -Una última cosa -dijo Carmichael-. No es más que un detalle, pero puede significar algo. Antes de la autopsia, el cónsul soviético fue a ver a nuestro superintendente en Pitt Street. Yo estaba también allí. Pareció que iba a formular una protesta, pero entonces llegó el capitán del barco, acompañado de su oficial político. Éste se llevó al cónsul al pasillo, donde hablaron en voz baja. Cuando el cónsul volvió, era todo amabilidad y comprensión.
Fue como si el oficial político le hubiese dicho algo acerca del muerto. Tuve la impresión de que no querían remover el asunto hasta haber consultado a la Embajada. – ¿Ha dicho usted a alguien del Cuerpo uniformado que yo iba a venir? – preguntó Preston.
–Todavía no -respondió Carmichael-. ¿Quiere que lo haga?
Preston sacudió la cabeza -Espere hasta mañana. Entonces decidiremos. Puede que no sea nada -¿Desea algo más?
–Copias de las diversas declaraciones, de todas ellas si puede ser. Y la lista de los efectos personales del hombre. A propósito, ¿dónde están?
–Guardados bajo llave en la comisaría de Partick. Obtendré las copias y se las dejaré aquí más tarde El general Karpov llamó a un amigo del GRU y le explicó un cuento, diciéndole que uno de sus correos le había traído de Paris un par de botellas de coñac francés. Él no lo tomaba nunca, pero debía un favor a Piotr Marchenko. Llevaría el coñac a su dacha aquel fin de semana. Pero necesitaba saber si habría alguien allí para recibirlo. ¿Sabía su colega el número de teléfono de Marchenko en Peredelkino? El hombre del GRU lo sabía. Se lo dio a Karpov y no volvió a pensar en el asunto La mayor parte de las dachas de los personajes soviéticos tienen un ama de llaves o un criado permanentes durante los meses de invierno, para mantener el fuego siempre encendido, a fin de que su amo no se hiele de frío durante los fines de semana. Fue el ama de llaves de Marchenko la que se puso al aparato. Si, el general era esperado allí el día siguiente, viernes; solía llegar alrededor de las seis de la tarde. Karpov le dio las gracias y colgó. Decidió despedir a su chofer, conducir él mismo y sorprender a las siete al general del
Tampoco le ayudaba mucho la lista de efectos persona les. En ella se mencionaba un bote redondo de tabaco "y su contenido", que podía ser muy bien un par de onzas de picadura Preston repasó mentalmente las posibilidades. Una de ellas era que Semiónov fuese un ilegal desembarcado en Gran Bretaña. Deducción: muy improbable. Figuraba en la lista de tripulantes del barco y se habría notado su ausencia al zarpar el barco rumbo a Leningado Bien. Otra posibilidad era la de que tuviese que llegar a Glasgow en el buque y embarcar en él el jueves por la noche. ¿Qué estaba haciendo de madrugada en mitad de la Great Western Road? Iba a "dejar" algo o a acudir a una cita. Bien. O tal vez a recoger un paquete para llevarlo a Leningrado. Todavía mejor. Pero después de esto se agotaban las alternativas Si había entregado lo que había venido a entregar, ¿por qué tratar de proteger la bolsa como si en ello le fuese la vida? El contenido ya no estaría en ella Si había venido a recoger algo, pero no lo había hecho todavía, era válido el mismo razonamiento. Y si ya lo había recogido, ¿por qué no era algo tan interesante como un fajo de papeles encontrado sobre su persona?Si lo que había venido a entregar o a recoger podía ocultarse en el cuerpo, ¿por qué llevar una bolsa de lona? Y si era algo cosido en su anorak o en sus pantalones, o escondido en el tacón de un zapato, ¿por qué no dejar que los neds se llevasen la bolsa que querían arrebatarle? Podía haberse ahorrado una paliza y acudir a la cita o volver a su barco -según la dirección en que anduviese- sólo con un par de moretones. Preston pensó en otras "posibilidades". Había venido como correo para entrevistarse personalmente con un ilegal soviético que residía ya en Gran Bretaña. ¿Para transmitirle verbalmente un mensaje? No era probable, ya que hay maneras mucho mejores para comunicar información en clave. ¿Para recibir un informe de palabra? La misma respuesta. ¿Para sustituir a un ilegal residente? No; la fotografía de su libreta de salarios era indudablemente la de Semiónov. Si hubiese tratado de cambiar de papel con un ilegal, Moscú le habría proporcionado un duplicado de la libreta de salarios con la fotografía adecuada, de modo que el hombre al que hubiese sustituido pudiese salir en el Komarov como el marinero Semiónov. Y habría llevado encima la libreta de salarios. A menos que estuviese cosida en el forro… ¿de qué? ¿En el forro de la chaqueta? Entonces, ¿por qué recibir una paliza para proteger la bolsa? ¿O quizás en el fondo de la propia bolsa? Esto era mucho más probable. Todo parecía llevar a aquella maldita bolsa. Poco antes de la medianoche telefoneó a Carmichael a su casa. – ¿Puede recogerme a las ocho? – preguntó-. Quisiera ir a Partick y echar un vistazo a los efectos personales. ¿Podría ayudarme en esto?
El viernes por la mañana, mientras desayunaban, Yevgueni Karpov dijo a su esposa Ludmilla: -¿Puedes llevar a los chicos a la dacha esta tarde, en el "Volga"?
–Desde luego. ¿Te reunirás con nosotros cuando salgas de la oficina?
Él asintió distraídamente.
–Pero llegaré tarde. Tengo que ver a alguien del GRU.
Ludmilla Karpova suspiró para si. Sabía que él tenía una amiguita, una bonita secretaria, en un pequeño apartamento del distrito de Arbat. Lo sabía porque las mujeres hablan, y en una sociedad tan estratiñcada como la suya, la mayoría de sus amigas eran esposas de otros oficiales de parecida categoría. También sabía que él no sabía que ella lo supiese.
Ludmilla tenía cincuenta años y llevaban veintiocho de casados. Había sido un buen matrimonio, dentro de lo que permitía el trabajo del marido, y ella había sido una buena esposa. Como otras que se habían casado con oficiales del PDP, hacía tiempo que había perdido la cuenta de las noches que había pasado esperando, mientras él se hallaba recluido en la habitación de mensajes en clave de una Embajada en suelo extranjero. Había aguantado el tedio infinito de innumerables cócteles diplomáticos, sin hablar ninguna lengua extranjera, mientras su marido iba de un lado para otro, elegante, afable, hablando con fluidez inglés, francés o alemán, y hacía su labor bajo la capa de la Embajada. Había perdido la cuenta de las semanas que había pasado sola cuando los niños eran pequeños y él era un joven oficial, en un pequeño y atestado apartamento, sin servicio doméstico, mientras él realizaba un encargo o una misión, o esperaba a la sombra del Muro de Berlín la llegada de un correo que volvía al Este. Conoció el pánico y el miedo indecible que sienten incluso los inocentes cuando un colega, con destino en el extranjero, se pasa a Occidente, y los hombres del KR (contraespionaje) la interrogaron durante horas sobre cualquier cosa que hubiese podido oír que el hombre decía a su mujer. Había observado, compadecida, cómo la mujer del desertor, que tal vez había sido amiga suya pero a la que ahora no se habría atrevido a tocar desde lejos con un palo esterilizado, era llevada al avión de "Aeroflot" que estaba esperando. Eran gajes del oficio, le había dicho él para consolarla. De esto hacía ya mucho tiempo. Ahora su Zhenia era general el apartamento de Moscú era espacioso y airea do; ella había hecho de la dacha un lugar delicioso, tal como sabía que le gustaba a él, con muebles de pino y esteras, cómoda pero rústica. Los dos muchachos eran el orgullo de sus padres; ambos estaban en la Universidad, el uno, estudiando para médico, y el otro, para físico. Se habían acabado los horribles apartamentos en las Embajadas, y dentro de tres años, él podría retirarse con honores y con una buena pensión. Y si su marido buscaba un poco de distracción una noche a la semana, no era en esto diferente de la mayoría de sus contemporáneos. Quizás era mejor esto que tener un marido borracho, como algunas, o que fuese enviado a terminar su carrera en una remota y olvidada República asiática. Sin embargo, suspiró para sus adentros. La comisaría de Policía de Partick no es el edificio más espléndido de la hermosa ciudad de Glasgow, y los trámites subsiguientes a la agresión y el suicidio de la noche última habían pasado a ser cuestión de rutina. El sargento de guardia dejó su puesto a un agente y condujo a Carmichael y a Preston a la parte de atrás de la Comisaría y abrió una habitación llena de archivadores. Aceptó sin sorprenderse el carné de Carmichael y su explicación de que él y su colega tenían que examinar los efectos personales de la víctima para completar sus propios informes, ya que el muerto era un marinero extranjero, etcétera. El sargento sabía lo que eran los informes; se había pasado media vida redactándolos. Pero no salió de la estancia mientras ellos abrían las bolsas y examinaban su contenido. Preston empezó por los zapatos, buscando tacones falsos, suelas de quitapón, o cavidades en las punteras. Nada. Los calcetines, lo mismo que los calzoncillos, le llevaron menos tiempo. Desprendió la tapa del destrozado reloj de pulsera, pero no encontró nada en él. Se entretuvo más con los pantalones; palpó las costuras y los dobladillos, en busca de puntadas nuevas o abultamientos que no pudiesen explicarse por una doble capa de tejido. Nada. El jersey de cuello de tortuga que había llevado el hombre fue tarea más fácil: no había costuras, ni papeles ocultos, ni bultos. Pasó mucho más rato con el anorak, pero tampoco obtuvo resultado positivo. Cuando llegó a la bolsa de lona, estaba más convencido que nunca de que, si el misterioso camarada Semiónov llevaba algo consigo, tenía que estar en ella. Empezó por el suéter enrollado, más con fines de eliminación que por cualquier otra causa. No había nada en él. Luego siguió por la bolsa propiamente dicha. Tardó media hora en convencerse de que la base no era más que un disco reforzado de lona, de que los costados sólo tenían una lona y de que los ojales no eran transmisores en miniatura ni hilos de una antena secreta. Sólo quedaba el bote de tabaco. Era de procedencia rusa, un bote corriente con tapa de rosca, y aún olía débilmente a tabaco fuerte. El algodón en rama no era más que eso algodón en rama, lo cual dejaba sólo los tres discos de metal; dos de ellos parecían de aluminio y pesaban poco; el otro era opaco como el plomo y pesado. Los contempló fijamente durante un rato, sobre la mesa;
Carmichael le miraba, y el sargento miraba al suelo. Le intrigó no lo que eran, sino lo que no eran. No eran nada. Los discos de aluminio habían estado encima y de bajo del disco pesado; éste tenía cinco centímetros de diámetro, y los más ligeros, siete centímetros. Trató de imaginar para qué podían servir en comunicaciones por radio, en cifrado y descifrado, en fotografía. Y la respuesta fue: para nada. No eran más que unos discos de metal. Y, sin embargo, estaba más convencido que nunca de que un hombre había muerto antes de dejarlos caer en manos de los neds, que los habrían arrojado a la alcantarilla, o de dejarse interrogar acerca de ellos. Se levantó y propuso que fuesen a almorzar. El sargento, que tenía la impresión de que había perdido la mañana, volvió a meter los efectos personales en sus bolsas y en cerró de nuevo éstas en su armario. Después les acompañó a la puerta.
Durante el almuerzo en el "Pond Hotel" -Preston había sugerido que pasasen por el lugar de la agresión-, el inglés se excusó diciendo que tenía que hacer una llamada telefónica.
–Puede ser que tarde un rato -dijo a Carmichael-. Tome un coñac a la salud de los ingleses. Carmichael le hizo un guiño.
–Lo haré, y brindaré por Bannockburn.
Cuando ya no lo podían ver desde el comedor, Preston salió del hotel y se dirigió a la gasolinera, donde hizo varias pequeñas compras en la tienda de accesorios contigua.
Después volvió al hotel y telefoneó a Londres; dio el número de la comisaría de Partick y dijo a su ayudante Bright la hora exacta en que quería que llamase. Media hora más tarde estaban de nuevo en la Comisa ría, donde el visiblemente malhumorado sargento los condujo una vez más a la estancia en que se guardaban los objetos. Preston se sentó detrás de la mesa, de cara al teléfono de pared, al otro lado de la estancia. Sobre la mesa, delante de él, levantó una barricada con la ropa de los diversos paquetes. A las tres sonó el teléfono; la centralita pasó la llamada de Londres a la extensión. El sargento se puso al aparato.
–Es para usted, señor. Le llaman desde Londres -dijo a Preston. – ¿Le importaría contestar usted? – preguntó Preston a Carmichael-. Pregunte si es urgente.
Carmichael se levantó y cruzó la habitación hasta llegar junto al sargento que sostenía el teléfono. Durante un segundo, los dos escoceses permanecieron de cara a la pared. Diez minutos más tarde, Preston declaró que había terminado su trabajo. Carmichael le condujo de nuevo al aeropuerto.
–Redactaré un informe, desde luego -dijo Preston-. Pero no veo por qué diablos estaba tan atribulado el ruso. ¿Cuánto tiempo estarán los objetos guardados en Partick? – ¡Oh, quizá semanas! Ya se lo han dicho al cónsul soviético. La búsqueda de los neds continúa, pero será larga. Tal vez pillemos a uno de ellos por otro delito y consigamos que "cante", pero lo dudo.
Preston fue a buscar la tarjeta de embarque. El avión saldría dentro de poco.
–Mire usted -declaró Carmichael a Preston al despedirle-, lo más estúpido de este asunto es que, si el ruso hubiese conservado la sangre fría, le habríamos llevado a su barco con sus cosas y presentado nuestras disculpas.
Cuando el avión hubo despegado, Preston se dirigió a uno de los lavabos, para estar solo, y examinó los tres discos que había envuelto en su pañuelo. Seguían sin decirle nada.
De momento le bastarían las tres juntas que había comprado en la tienda de accesorios y adaptado a los "juguetes" del ruso. Mientras tanto, había un hombre dispuesto a echar un vistazo a los discos. Trabajaba fuera de Londres, y Bright le pediría que se quedase aquella tarde del viernes hasta que llegase Preston. Karpov llegó a la dacha del general Marchenko en plena oscuridad, poco después de las siete. El ayudante del general le abrió la puerta y le hizo pasar al cuarto de estar. Marchenko se había puesto en pie y pareció agradablemente sorprendido al ver a su amigo del otro y más importan te Servicio de Información. – ¡Yevgueni Sergueivich!-exclamó-, ¿qué te trae a mi humilde morada?
Karpov llevaba una bolsa en la mano. La levantó y hurgó en su interior.
–Uno de mis muchachos acaba de volver de Turquía vía Armenia -dijo-. Un muchacho avispado que nunca viene con las manos vacías. Como tiene amigos en Anatolia se detuvo en Ereban y se hizo con éstas.
Sacó una de las cuatro botellas que contenía la bolsa eran del mejor coñac armenio. A Marchenko se le alegraron los ojos.
–"¡Ajtamar!" -gritó-, nada mejor para el PDP.
–Bueno -siguió diciendo alegremente Karpov-, me dirigía a mi propia casa, carretera arriba, cuando pensé:"¿Quién me acompañaría a tomar una copa de "Ajtamar"?" Y en seguida tuve la respuesta: "El viejo Piotr Marchenko". Así, di un corto rodeo. ¿Vamos a ver a qué sabe?Marchenko se desternilló de risa. – ¡Trae unos vasos, Sasha! – gritó.
Preston aterrizó momentos antes de las cinco, recogió su coche en el aparcamiento y se dirigió a la autopista M4. En vez de girar al Este para ir a Londres, tomó el carril occidental hacia Berkshire. En treinta minutos llegó a su destino, una institución en las afueras del pueblo de Aldermaston. Conocido simplemente como "Aldermaston", el Instituto de Investigación de Armas Atómicas, tan apreciado por los pacifistas que buscan un objetivo, es de hecho una unidad de disciplinas múltiples. Desde luego, proyecta y construye ingenios nucleares, pero también realiza estudios sobre química, física, explosivos convencionales, ingeniería matemáticas puras y aplicadas, radio biología, medicina, planes de salud y seguridad y electrónica. Y tiene un excelente departamento de metalurgia. Años antes, uno de los científicos de Aldermaston dio una conferencia a un grupo de oficiales de Información en el Ulster, sobre las clases de metales preferidos para sus ingenios por los fabricantes de bombas del IRA. Preston estuvo presente en el salón de conferencias y recordaba el nombre del científico galés. El doctor Dafydd Wynne Evans le estaba esperando en el vestíbulo. Preston se presentó y recordó al doctor Wynne Evans su conferencia pronunciada muchos años antes. – ¡Vaya, vaya, tiene usted buena memoria! – exclamó con su cantarín acento galés-.
Bueno, Mr. Preston, ¿en qué puedo servirle?
Preston buscó en su bolsillo, sacó el pañuelo y lo desplegó para mostrar los tres discos que contenía.
–Se le ocuparon a alguien en Glasgow -dijo-. Constituyen un misterio para mí.
Quisiera saber lo que son y para qué pueden ser empleados.
El doctor los miró atentamente. – ¿Cree usted que para fines nefandos?
–Podría ser.
–Es difícil decirlo sin hacer unas pruebas -replicó el metalúrgico-. Mire, esta noche tengo una cena y mi hija se casa mañana. ¿Puedo hacer las pruebas el lunes y llamarle por teléfono?
–Me parece muy bien -convino Preston-. También yo quiero tomarme un par de días de asueto. Estaré en casa. Le daré mi número de teléfono en Kensington.
El doctor Wynne Evans subió rápidamente la escalera, guardó los discos en su caja fuerte, se despidió de Preston y salió apresuradamente para ir a su cena. Preston emprendió el regreso a Londres. Mientras conducía, la estación escucha de Menwith Hill, en Yorkshire, captó un solo "chirrido" de una emisora clan destina. Menwith fue la primera en captarlo, pero Brawdy, en Gales, y Chicksand en Bedfordshire, también lo percibieron, y computaron las coordenadas. Estaba en algún lugar de los montes, al norte de Sheffield.
Cuando la Policía de Sheffield llegó al lugar, éste resultó ser una pequeña zona de aparcamiento en una carretera solitaria entre Barnsley y Pontefract. Pero allí no había nadie.
Más tarde, aquella noche, uno de los oficiales de guardia en la JCG de Cheltenham aceptó una copa en la oficina del director del servicio.
–Es el mismo tipo -comentó-. Va en coche y tiene un buen aparato. El mensaje sólo estuvo cinco segundos en el aire y parece indescifrable. Primero fue en el distrito de Derbyshire Peak y ahora en los montes de Yorkshire. Parece que está en alguna parte del norte de las Midlands.
–Hay que seguir vigilándole -dijo el director-. Hacía siglos que no teníamos un transmisor "durmiente" que entrara súbitamente en actividad. Me pregunto qué estará diciendo.
Lo que el comandante Valeri Petrofski había dicho, aun que transmitido por su operador cuando hacía tiempo que él se había ido, era: "Correo Dos no compareció. Informen urgentemente llegada sustituto."
La primera botella de "Ajtamar" estaba vacía sobre la mesa, y la segunda se hallaba ya más que empezada. Marchenko se había puesto colorado, pero podía aguantar dos botellas al día cuando se le antojaba, y aún estaba en sus cabales. Karpov, aunque raras veces bebía por placer y menos aún a solas, había preparado su estómago durante años en el circuito diplomático. Tenía la cabeza clara cuando lo necesitaba. Aparte de esto, había tomado casi medio kilo de mantequilla antes de salir de Yasiénevo y, aunque había estado a punto de vomitar por su causa, la grasa revestía su estómago y retrasaba el comienzo de los efectos del alcohol. – ¿Qué has estado haciendo estos días, Peter? – preguntó, empleando la forma diminutiva y familiar del nombre.
Marchenko frunció los párpados. – ¿Por qué me lo preguntas?
–Vamos, Peter, hace mucho tiempo que nos conocemos. ¿Recuerdas cuando te saqué de apuros en Afganistán hace tres años? Me debes un favor. ¿Qué es lo que pasa?Marchenko lo recordaba. Asintió solemnemente con la cabeza. En 1984 dirigía una importante operación del GRU contra los rebeldes musulmanes cerca del desfiladero de Kvber. Había un jefe guerrillero particularmente famoso que dirigía incursiones en Afganistán, empleando como bases los campamentos de refugiados en el interior del Paquistán. Marchenko había enviado imprudentemente un pelotón indígena al otro lado de la frontera para sorprenderle. Los expedicionarios tuvieron mala suerte. Los afganos prosoviéticos habían sido desenmascarados por los partisanos y sufrido una muerte horrible.
El único ruso que les acompañaba tuvo la suerte de sobrevivir; los patanos lo entregaron a las autoridades paquistaníes del distrito fronterizo del Noroeste, confiando en obtener a cambio algunas armas. Marchenko estuvo en un brete. Había apelado a Karpov-que a la sazón era jefe del Directorio de Ilegales-, y Karpov puso en peligro a uno de sus mejores agentes secretos en Islamabad para conseguir que el ruso fuese "soltado" y devuelto a la frontera. Un grave incidente internacional podía haber destrozado a Marchenko, que se habría sumado a la larga lista de oficiales soviéticos cuyas carreras se habían truncado en aquel desdichado país.
–Sí, de acuerdo, sé que estoy en deuda contigo, Zhenia, pero no me preguntes lo que he estado haciendo durante las últimas semanas. Una misión especial y muy reservada. Ya sabes lo que quiero decir: nada de nombres ni de irse de la lengua.
Se golpeó un lado de la nariz con un índice que parecía una salchicha y asintió solemnemente con la cabeza. Karpov se inclinó hacia delante y, cogiendo la tercera botella, llenó el vaso del general del GRU.
–Claro que lo sé, y lamento haberte preguntado -replicó, en tono tranquilizador-. No volveré a mencionarlo. No volveré a referirme a la operación.
Marchenko le amonestó con un dedo. Tenía los ojos enrojecidos. A Karpov le recordó un oso herido en una espesura; en vez de dolor y pérdida de sangre, tenía el cerebro nublado por el alcohol, pero seguía siendo peligroso.
–No hay operación, ninguna operación, asunto concluido. Juramos guardar el secreto… todos nosotros. La cosa viene de arriba…, de mucho más arriba de lo que puedas imaginarte. No vuelvas a mencionarlo, ¿de acuerdo?
–Ni soñarlo -afirmó Karpov, llenando de nuevo los vasos.
Aprovechaba la borrachera de Marchenko para echar más licor en el vaso del hombre del GRU que en el suyo propio, pero aún tenía que esforzarse por enfocar la mirada. Dos horas más tarde, un tercio de la última botella de "Atjamar" había sido consumido. Marchenko estaba derrengado, hundida la barbilla sobre el pecho. Karpov levantó su vaso, en otro de sus interminables brindis.
–Bebamos por el olvido. – ¿El olvido?
Marchenko sacudió la cabeza, con asombro.
–Estoy perfectamente. Puedo seguir bebiendo hasta que vosotros, los borrachos del PDP, rodéis por debajo de la mesa. No soy desmemoriado…
–No -rectificó Karpov-, he querido decir por el olvido del Plan. Es mejor que lo olvidemos, ¿no? – ¿"Aurora"? Está bien, olvidémoslo. Pero era una magnifica idea.
Bebieron. Karpov volvió a llenar los vasos. – ¡Al diablo con ellos!-exclamó-. Que se joda Philby… y el académico.
Marchenko asintió con la cabeza, y el coñac que no acertó a llevarse a la boca le goteó por la barbilla. – ¿ Krilov? Un imbécil. Olvídalos a todos.
Era medianoche cuando Karpov, tambaleándose, se dirigió a su coche. Se apoyó en un árbol, se metió dos dedos en la boca y devolvió lo que pudo sobre la nieve, aspirando bocanadas del helado aire nocturno. Luego se sintió un poco mejor, pero el trayecto hasta su dacha le resultó un infierno. Llegó con una raspadura en un guardabarro y dos feas abolladuras. Ludmilla estaba todavía levantada, envuelta en un abrigo casero, y le metió en la cama, espantada de que hubiese venido conduciendo desde Moscú en aquellas condiciones. El sábado por la mañana, John Preston se dirigió a Tonbridge a recoger a su hijo Tommy. Como de costumbre cuando su padre iba a buscarle al colegio, el muchacho soltó un alud de palabras, recuerdos del curso que acababa de terminar, proyectos para el próximo, planes para las vacaciones que empezaban, alabanzas de sus mejores amigos y sus virtudes, censuras por las infamias de aquellos que le eran antipáticos. Cargaron las maletas en el portaequipajes, y el viaje de vuelta a Londres fue una delicia para John Preston. Dijo todo lo que había proyectado para la semana que pasarían juntos y se sintió feliz ante las muestras de aprobación del muchacho. La cara de éste se ensombreció sólo cuando su padre recordó que, después de esta semana, tendría que volver al elegante, pulcro y carísimo apartamento de May fair, donde vivía Julia con su compañero confeccionista de trajes femeninos. El hombre era lo bastante viejo como para ser su abuelo, y Preston sospechó que cualquier estropicio en el piso causaría un grave enrarecimiento de la atmósfera.
–Papá -dijo Tommy, mientras cruzaban el puente de Vauxhall-, ¿por qué no puedo quedarme todo el tiempo contigo?
Preston suspiró. No era fácil explicar a un chico de doce años la ruptura de un matrimonio y el precio que había que pagar por ello.
–Porque tu mamá y Archie -explicó, eligiendo bien las palabras- no están en realidad casados. Si yo insistiese en divorciarme oficialmente de mamá, ésta podría pedir que le pasase una pensión por alimentos. Y yo no podría pasársela con el salario que cobro. Al menos, no bastaría para mi manutención y la de ella y para pagar tus estudios. No llegaría para tanto. Y si no pudiese pagarle la pensión, el tribunal podría resolver que fueses a vivir con tu mamá. Entonces no nos veríamos con tanta frecuencia como ahora.
–No sabía que fuese cuestión de dinero -dijo tristemente el chico.
–La mayor parte de las cosas tienen que ver con el dinero. Es triste, pero cierto. Si, hace unos años, hubiese sido yo capaz de sostener un tren de vida mejor para los tres, es posible que mamá y yo no nos hubiésemos separado. Yo no era más que un oficial del Ejército y, aunque salí de él para ingresar en el Ministerio del Interior, el salario era todavía insuficiente. – ¿Qué haces en el Ministerio del Interior? – preguntó el muchacho.
Cambiaba de tema para no seguir hablando de la separación de sus padres, como suelen hacer los chicos cuando tratan de borrar de la mente algo que les duele. – ¡Oh, soy una especie de funcionario civil poco importante!-replicó Preston. – ¡Caramba, debe de ser muy aburrido!
–Sí -confesó Preston-, supongo que en realidad lo es.
Yevgueni Karpov se despertó al mediodía con una resaca monumental, que a duras penas pudo mitigar con media docena de aspirinas. Después del almuerzo se sintió algo mejor y decidió ir a dar un paseo. Había algo en el fondo de su mente; un recuerdo, una vaga impresión de que había oído el nombre de Krilov en alguna parte y en un pasado no muy remoto. Y eso le preocupaba. Uno de los libros de referencias que guardaba en la dacha le había dado los detalles del profesor Krilov, Vladimir Ilich: historiador, profesor de la Universidad de Moscú, antiguo miembro del Partido, miembro de la Academia de Ciencias, miembro del Soviet Supremo, etcétera. Todo esto lo sabía; pero había algo más. Caminó sobre la nieve, cabizbajo y sumido en honda reflexión. Los chicos habían salido con sus esquíes para aprovechar la última nieve en polvo antes de que el inminente deshielo lo echase todo a perder. Ludmilla Karpova seguía a su marido. Consciente de su humor, se abstenía de interrumpirle. La noche anterior se había sorprendido, aunque muy agradablemente, al ver el estado en que se hallaba su marido. Sabía que éste casi no bebía, y nunca en tal cantidad, cosa que excluía una visita a su amiga. Tal vez había esta do realmente con un colega del GRU, uno de los llamados "vecinos". Desde luego, algo le preocupaba, pero no se trataba de ninguna aventura amorosa. Poco después de las tres, se hizo la luz en su cerebro. Se detuvo a varios metros delante de su mujer, exclamó "¡Maldita sea! ¡Claro!", y se animó de pronto. Tomó a Ludmilla del brazo, deshaciéndose en sonrisas, y volvieron juntos a la dacha. El general Karpov sabía que a la mañana siguiente tendría que hacer alguna investigación discreta en su oficina y que el lunes por la tarde haría una visita al profesor Krilov en su apartamento de Moscú.
De momento, aquel nombre no le decía nada; después recordó su gestión de la tarde del viernes.
–He echado un vistazo a sus pequeñas piezas de metal. Es muy interesante. ¿Podría venir para que hablásemos un poco de ello? – Bueno, en realidad me estoy tomando unos días de descanso -se excusó Preston-. ¿Le parece bien a finales de esta semana?
El hombre de Aldermaston no contestó de momento. Después dijo:Creo que sería mejor antes de entonces, si dispone usted de tiempo.
–Pues…, bueno, ¿podría indicarme algo por teléfono?
–Es mucho mejor que hablemos personalmente -insistió el doctor Wynne Evans.
Preston reflexionó un momento. Había pensado pasar el día con Tommy en el Windsor Safari Park. Pero aquello estaba también en Berkshire. – ¿Podría ir esta tarde, digamos a eso de las cinco? – preguntó-.
–Las cinco es una buena hora -accedió el científico-. Pregunte por mí en la conserjería. Haré que lo acompañen a mi despacho. El profesor Krilov vivía en el piso más alto de un bloque de Komsomolski Prospekt, con vistas al río Moscova y cerca de la Universidad en la orilla sur. El general Karpov llamó al timbre poco después de las seis y fue el propio académico quien le abrió la puerta. Éste observó a su visitante sin reconocerle. – ¿Camarada profesor Krilov?
–Sí.
–Soy el general Karpov. ¿Podría hablar unas palabras con usted? Le mostró su tarjeta de identidad. El profesor Krilov la examinó, observando la categoría de su visitante y el hecho de que éste perteneciese al Primer Directorio Principal de la KGB. Después se la devolvió e invitó a Karpov a entrar. Le condujo hasta un cuarto de estar bien amueblado, tomó el abrigo del general y le mostró un sillón. – ¿A qué debo este honor? – preguntó cuando se hubo sentado ante Karpov.
Era un hombre eminente por derecho propio y no le asustaba un general de la KGB.
Karpov se dio cuenta de que el profesor era una persona diferente. Erita Philby se había dejado sorprender y le había revelado la existencia del chofer; el conductor Gregoriev se había dejado intimidar por su graduación; Marchenko era un viejo colega y bebía demasiado. En cambio, Krilov ocupaba una alta posición en el Partido, en el Soviet Supremo, en la Academia y en las más altas esferas del Estado. Decidió no perder tiempo, sino poner en seguida las cartas boca arriba y sin piedad. Era la única manera. – Profesor Krilov, en interés del Estado, quiero que me comunique todo lo que sepa sobre el plan "Aurora".
El profesor Krilov se irguió como si hubiese recibido un bofetón. Después enrojeció furioso. – ¡General Karpov, se pasa usted de la raya! – saltó-. No sé de qué me está hablando.
–Pues yo creo que lo sabe -replicó pausadamente Karpov-, y creo que debería decirme lo que significa este plan.
Por toda respuesta, el profesor Krilov alargó una mano apremiante.
–Su autorización, por favor.
–Mi autorización es mi rango y mi Servicio -repuso Karpov.
–Si no tiene una autorización firmada personalmente por el camarada secretario general, carece de toda autoridad -opuso Krilov, con voz helada. Se levantó y se dirigió al teléfono-. Bueno, creo que ya es hora de poner este interrogatorio en conocimiento de una autoridad mucho más alta que usted.
Descolgó el auricular y se dispuso a marcar un número.
–Creo que no sería una buena idea -sugirió Karpov-. ¿Sabe usted que uno de sus compañeros asesores, el coronel retirado Philby, de la KGB, ha desaparecido?Krilov dejó de marcar. – ¿Qué quiere usted decir con eso de… desaparecido? – preguntó.
Empezaba a advertirse cierta vacilación en su hasta ahora firme actitud.
–Por favor, siéntese y escúcheme -dijo Karpov.
El académico obedeció. En el interior del apartamento se abrió y cerró una puerta. En el segundo que permaneció abierta pudo oírse una música de jazz occidental, que se apagó al cerrarse la puerta.
–Quiero decir eso, que ha desaparecido -repitió Karpov-. Falta de su casa, su chofer ha sido despedido, su esposa no tiene la menor idea de dónde está ni de cuándo volverá, si es que vuelve.
Era una jugada, y muy mala por cierto. Pero una sombra de preocupación pasó por los ojos del profesor. Después, éste recobró su aplomo.
–No puedo discutir asuntos del Estado con usted, camarada general. Lamento tener que pedirle que se vaya.
–Eso no es tan fácil -dijo Karpov-. Dígame, profesor, tiene usted un hijo llamado Leonid, ¿no es cierto?
El repentino cambio de tema confundió realmente al profesor.
–Sí -admitió-. Es verdad. ¿Y bien?
–Permita que me explique -sugirió Karpov.
Al otro lado de Europa, John Preston y su hijo salieron del Windsor Safari Park al empezar a declinar el templado día de primavera.
–Tengo que hacer una visita antes de volver a casa -dijo el padre-. No está lejos de aquí y no tardaré mucho rato. ¿Has estado alguna vez en Aldermaston?
El chico abrió mucho los ojos.
–La fábrica de bombas? – preguntó.
–En realidad no es una fábrica de bombas -le corrigió Preston-, sino un instituto de investigación. ¡Caramba! ¿Vamos a ir allí? ¿Nos dejarán entrar?
–Bueno, me dejarán entrar a mí. Tú tendrás que esperar en el coche, en el aparcamiento. Pero no estaré mucho rato.
Giró hacia el Norte, para entrar en la autopista M4.
–Su hijo regresó hace nueve semanas de una visita al Canadá, donde había actuado como uno de los intérpretes de una delegación comercial -dijo a media voz el general Karpov.
Krilov asintió con la cabeza. – ¿Y bien?
–Mientras estaba allí, mis agentes de KR observaron que una joven y atractiva persona pasaba mucho tiempo (demasiado tiempo, se pensó) tratando de entablar conversación con los miembros de nuestra delegación y, sobre todo, con los miembros más jóvenes, secretarios, intérpretes, etcétera. La persona en cuestión fue fotografiada y, en definitiva, identificada como agente secreto, norteamericano, no canadiense, y, casi con toda seguridad, al servicio de la CIA.
"Como resultado de ello, la joven persona fue sometida a vigilancia, y se vio que tenía una cita con su hijo Leonid en una habitación de hotel. Para no cargar demasiado las tintas, le diré sólo que tuvieron una breve pero ardiente aventura. En la cara del profesor Krilov se veían manchas rojas a causa del furor que sentía. Parecía como si le costase trabajo articular las palabras. – ¿Cómo se atreve…? ¿Cómo se atreve a venir aquí y tratar de someter a un miembro de la Academia de Ciencias y del Soviet Supremo a tan burdo chantaje? El Partido tendrá conocimiento de esto. Ya conoce usted la norma: sólo el Partido puede imponer disciplina al Partido. Usted puede ser general de la KGB, pero ha exagerado in creíblemente su autoridad, general Karpov.
Yevgueni Karpov permaneció sentado, como humillado, contemplando la mesa, mientras el profesor seguía diciendo:
–Bueno, mi hijo se acostó con una chica extranjera mientras estaba en el Canadá. Esa chica resultó ser norteamericana y… algo que él ignoraba en absoluto. Quizá fue una indiscreción, pero no más. ¿Fue reclutado por esa joven de la CIA?
–No -confesó Karpov. – ¿Reveló algún secreto oficial?
–No.
–Entonces no tiene nada contra él, camarada general, salvo una pequeña indiscreción juvenil. Será reprendido. Pero lo serán mucho más sus agentes de contraespionaje Ellos hubiesen debido advertirle. En cuanto al asunto de la cama, no estamos en la Unión Soviética tan fuera del mundo como usted parece pensar. Los jóvenes vigorosos se han acostado con las chicas desde el principio de los tiempos…
Karpov había abierto su cartera y sacado una fotografía grande, de un fajo que llevaba dentro de aquélla, y la colocó en la mesa. El profesor Krilov la miró y se quedó sin habla.
Desapareció el rubor de sus mejillas y palideció hasta el punto de que su viejo semblante pareció gris a la luz de la lámpara. Sacudió varias veces la cabeza.
–Lo siento -dijo amablemente Karpov-, lo siento de veras. La vigilancia se ejercía sobre el joven norteamericano, no sobre su hijo. No se creía que la cosa terminara así.
–No lo creo -gimió el profesor.
–Yo también tengo hijos -murmuró Karpov-. Creo que puedo comprender, o tratar de comprender, lo que usted siente.
El académico respiró hondo, murmuró un "Discúlpeme" y salió de la habitación. Karpov suspiró y volvió a meter la fotografía en su cartera. Oyó el estruendo del jazz al abrir se una puerta en el fondo del pasillo, la interrupción repentina de la música y voces, dos voces, gritando furiosamente. Una de ellas era el rugido del padre; la otra, la voz aguda de un joven. El altercado terminó con el ruido de una bofetada. Segundos más tarde, el profesor Krilov volvió a entrar en la estancia. Se sentó, turbios los ojos y encogidos los hombros. – ¿Qué va usted a hacer? – murmuró.
Karpov suspiró.
–Mi deber está muy claro. Como usted dijo, sólo el Partido puede imponer disciplina al Partido. En justicia, debería entregar el informe y las fotografías al Comité Central.
"Conoce usted la ley. Sabe lo que les hacen a los jóvenes gays. Son cinco años, sin remisión y bajo un régimen severísimo. Temo que, una vez en el campamento, la noticia se difunda. Y después de esto, el joven se convierte… ¿cómo lo diría…? en propiedad de todos.
Un muchacho de buenos antecedentes familiares difícilmente podría sobrevivir en semejante situación.
–Pero… -balbució el profesor.
–Pero… yo puedo pensar que existe una posibilidad de que la CIA quiera llevar adelante el asunto. Tengo derecho a pensarlo. Puedo decidir que es posible que los norteamericanos se impacienten y envíen a su agente a la Unión Soviética para reanudar el trato con Leonid.
Tengo derecho a pensar que el resbalón de su hijo podría convertirse en una operación para atrapar a un agente de la CIA. Mientras tanto, podría guardar los documentos en mi caja fuerte personal, y la espera podría durar mucho tiempo. Tengo autoridad para ello; tratándose de operaciones, sí, r tengo esta autoridad. – ¿Y el precio?
–Creo que usted lo sabe. – ¿Qué quiere saber acerca del plan "Aurora"?
–Empiece desde el principio.
Preston introdujo el coche por la puerta principal de la verja de Aldermaston, encontró un espacio libre en el aparcamiento de visitantes y se apeó del automóvil.
–Lo siento, Tommy, pero no puedes pasar de aquí. Tendrás que esperar. Confío en que no tardaré mucho. Caminó a la luz del crepúsculo hasta la puerta giratoria y se presentó a los dos hombres de recepción. Éstos examinaron su tarjeta de identidad y llamaron al doctor Wynne Evans, el cual dio su autorización para que el visitante subiese a su despacho.
Estaba en el tercer piso. Se lo mostraron, entró y el doctor le invitó a sentarse delante de su mesa. El científico le miró por encima de las gafas. – ¿Puedo preguntarle dónde consiguió esta pequeña muestra? – dijo, señalando el pesado disco de metal parecido al plomo, que estaba ahora en un bote de cristal sellado.
–Se lo quitaron a alguien en Glasgow a primeras horas de la mañana del jueves. ¿Qué ha sido de los otros dos discos?
–No son más que unas piezas de aluminio corriente. No hay nada extraño en ellos. Sólo fueron empleados para conservar éste en buen estado. Y éste es el único que me interesa. – ¿Sabe usted lo que es? – preguntó Preston.
El doctor Wynne Evans pareció sorprendido por la ingenuidad de la pregunta.
–Claro que sé lo que es -respondió-. Mi oficio me obliga a saberlo. Es un disco de polonio puro.
Preston frunció el ceño. Nunca había oído hablar de este metal.
–Bueno, todo empezó a primeros de enero con dos memorándums sometidos por Philby al secretario general. En estos informes, Philby sostenía que existía en el seno del Partido Laborista británico un ala de izquierda dura que se había fortalecido de tal suerte que estaba en condiciones de conseguir un control total sobre la máquina del Partido más o menos cuando lo desease. Esto coincide con mi propio punto de vista.
–Y con el mío -murmuró Karpov.
–Pero Philby fue más lejos. Sostenía que existía, dentro de la izquierda dura, un grupo, un núcleo interior, de marxistas leninistas acérrimos, que había proyectado hacer precisamente lo mismo; pero no en el período anterior a las próximas elecciones generales británicas, sino después de él, inmediatamente después de una victoria electoral de los laboristas. Resumiendo: esperarían la victoria de Mr. Neil Kinnock en las urnas y luego le expulsarían de la jefatura del Partido. Su sustituto sería el primer Jefe de Gobierno marxista leninista de Gran Bretaña y tomaría una serie de medidas políticas totalmente de acuerdo con los intereses soviéticos en cuestiones exteriores y de defensa, principalmente en el campo del desarme nuclear unilateral y de la expulsión de todas las fuerzas norteamericanas.
–Verosímil -asintió el general Karpov-. Y cuatro de ustedes fueron llamados para constituir un comité que aconsejase sobre la mejor manera de conseguir dicha victoria electoral, ¿no es cierto?
El profesor Krilov levantó la cabeza, sorprendido.
–Sí. Éramos Philby, el general Marchenko, yo y el doctor Rogov. – ¿ El gran maestro de ajedrez?
–Y físico -añadió Krilov-. Entonces concebimos el plan "Aurora", que habría sido una acción de desestabilización masiva del electorado británico, empujando a millones a adoptar una actitud de resuelto unilateralismo. – ¿Ha dicho usted… habría?
–Sí. El plan fue sobre todo idea de Rogov. Lo defendió firmemente. Marchenko lo apoyó, aunque con reservas. Philby…, bueno, nadie puede decir lo que pensaba realmente Philby.
No hacía más que asentir con la cabeza y sonreír esperando a ver de dónde soplaba el viento.
–Muy propio de Philbs -asintió Karpov-. Y entonces lo presentaron, ¿eh?
–Sí. El 12 de marzo. Yo me opuse al plan. El secretario general estuvo de acuerdo conmigo. Lo rechazó rotundamente, ordenó que todas las notas y documentos fuesen destruidos y nos obligó a los cuatro a jurar que nunca volveríamos a mencionar el asunto, en ninguna circunstancia.
–Dígame, ¿por qué se opuso usted?
–Me pareció peligroso y temerario. Aparte todo lo de más, era una infracción total del Cuarto Protocolo. Si se infringe algún día este protocolo, sabe Dios que puede significar el fin del mundo. – ¿El Cuarto Protocolo?
Sí. El Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. Usted lo recuerda, desde luego.
–Tiene uno que recordar tantas cosas.. – dijo amablemente Karpov-. Por favor, refrésqueme la memoria. – Nunca he oído hablar del polonio -dijo Preston.
–No; bueno, probablemente no -replicó el doctor Wynne Evans-. Quiero decir que uno no lo encuentra todos los días en su banco de trabajo. Es muy raro. – ¿Y para qué sirve, doctor?
–Bueno, en ocasiones, pero en muy raras ocasiones, se emplea en medicina curativa. ¿Se dirigía su hombre de Glasgow a alguna conferencia o a algún congreso médico? – ¡No! – negó rotundamente Preston-, no iba a ninguna conferencia médica.
–Bueno, esto habría representado una posibilidad entre diez de lo que se intentaba… antes de que ustedes le libra sen de su carga. Temo que esto nos deja nueve probabilidades entre diez. Aparte estas dos funciones, el polonio no tiene otro uso conocido en este mundo. – ¿Cuál es la otra?
–Bueno, un disco de polonio de este tamaño no haría nada por sí solo. Pero yuxtapuesto a un disco de otro me tal llamado litio, ambos se combinan para formar un iniciador.
–Un ¿qué?
–Un iniciador.
–Por favor, ¿qué diablos es eso?
–El primero de julio de 1968 -explicó el profesor Krilov-, se firmó el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares por las entonces tres potencias nucleares del mundo:
Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS.
"En el Tratado, las tres naciones signatarias se comprometían a no impartir la tecnología o el material capaces de permitir la construcción de un arma nuclear a ninguna nación que no dispusiera de tales tecnología o material. ¿Recuerda esto?
–Sí -respondió Karpov-, hasta aquí lo recuerdo.
–Bien. Las ceremonias de firma del Tratado en Washington, Londres y Moscú, se rodearon de una enorme publicidad que se extendió a todo el mundo. Pero la publicidad brilló completamente por su ausencia en la firma ulterior de cuatro protocolos secretos a dicho Tratado.
"Cada uno de estos protocolos preveía una futura contingencia que, no siendo entonces técnicamente posible, se calculaba que podría serlo algún día."Con el transcurso de los años, los tres primeros protocolos pasaron a la Historia, ya porque se estableció que la contingencia era totalmente imposible, ya porque se descubrió un antídoto capaz de actuar en cuanto la amenaza se convirtiese en realidad. Pero en los primeros años ochenta, el Cuarto Protocolo, que era el más secreto de todos, se convirtió en una pesadilla real. – ¿Qué preveía exactamente ese Cuarto Protocolo? – preguntó Karpov.
–Confiamos en el doctor Rogov para esta información. Como usted sabe, es físico nuclear; ésta es la rama científica en que está especializado. El Cuarto Protocolo preveía adelantos tecnológicos en la fabricación de bombas nucleares, principalmente en los sectores de miniaturización y simplificación. Por lo visto, esto es lo que ha sucedido. De una parte, las armas se han hecho infinitamente más potentes, pero más difíciles de construir y de tamaño más grande. Otra rama de la ciencia avanzó en la dirección contraria. La bomba atómica básica, la que un día dejó caer un gran bombardero sobre el Japón, en 1945, puede hacerse ahora tan pequeña, que quepa en una maleta, y tan sencilla que pueda montarse con una docena de componentes prefabricados, adaptables a la manera de un juego infantil de construcción. – ¿Y era esto lo que prohibía el Cuarto Protocolo?
El profesor Krilov sacudió la cabeza.
–Iba más lejos. Prohibía a cualquiera de las naciones signatarias introducir en el territorio de cualquier nación un ingenio, montado o desmontado en piezas disimuladas y que podría hacerse estallar, digamos, en una casa alquilada o en un piso del corazón de una ciudad.
–Sin un aviso de cuatro minutos -murmuró Karpov-, sin descubrimiento por radar del misil en vuelo, sin posibilidad de contraataque, sin identificación del culpable. Sólo una explosión de un megatón en un lugar cualquiera.
–Exacto -dijo el profesor, asintiendo con la cabeza-. Por esto dije que era una pesadilla real. Las sociedades abiertas de Occidente son más vulnerables, pero nosotros tampoco estamos a salvo de artefactos introducidos de contrabando. Si el Cuarto Protocolo se quebranta un día, será completamente inútil toda esa serie de cohetes y de medidas de defensa electrónicas, en realidad la inmensa mayor parte del complejo armas industria.
–Y esto era lo que pretendía el plan "Aurora". Krilov asintió con la cabeza. Hubiérase dicho que se había quedado mudo de repente.
–Pero si ha sido interrumpido y cancelado -siguió diciendo Karpov-, todo el plan ha quedado, como decimos en el Servicio, archivado.
Krilov pareció aferrarse a esta palabra.
–Es verdad. Ahora es un caso archivado.
–Entonces, dígame lo que habría pasado -le apremió Karpov.
–Bueno, el plan "Aurora" consistía en infiltrar en Gran Bretaña a un agente soviético de primera clase que habría alquilado una villa en provincias y se habría convertido en el oficial ejecutor de "Aurora".
"Empleando diversos correos, se le habrían llevado, aproximadamente en diez remesas, las piezas de una pequeña bomba atómica de un kilotón y medio de potencia. – ¿Tan pequeña? La de Hiroshima fue de diez kilotones.
–No se pretendía causar grandes daños. En ese caso se habrían cancelado las elecciones generales. Se quería crear un presunto accidente nuclear y asustar al diez por ciento de electores indecisos, para inclinarlos hacia el unilateralismo y hacer que votasen al único Partido favorable al desarme unilateral, es decir, al Partido Laborista.
–Discúlpeme -opuso Karpov-, pero hágame el favor de continuar.
El ingenio habría estallado seis días antes de las elecciones -prosiguió el profesor-. El lugar tenía una importancia vital. Se eligió la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Suffolk. Por lo visto, los aviones de combate "F 5" tienen allí su base y llevan pequeños ingenios nucleares tácticos, para emplearlos contra nuestras nutridas divisiones de tanques en el caso de que invadiésemos la Europa Occidental.
Karpov asintió con la cabeza. Conocía Bentwaters, y la información era correcta.
–El oficial ejecutor -siguió diciendo el profesor Krilov-habría recibido la orden de llevar el ingenio montado a la alambrada que rodea la base, a primeras horas de la mañana. Creo que toda la base está en el corazón de Rendlesham Forest. Tenía que provocar la explosión precisamente antes del amanecer.
"Debido a la pequeñez de la bomba, los daños se habrían limitado a la propia base, que habría quedado volatilizada, además de Rendlesham Forest, tres caseríos, una aldea, la costa y un parque natural de aves. Como la base está junto a la costa de Suffolk, la nube de polvo radiactivo habría sido empujada hacia el mar del Norte por el viento dominante del Oeste. Cuando hubiese llegado a las costas de Holanda, el noventa y cinco por ciento de la misma se habría vuelto inerte o habría caído al mar. La intención no era causar una catástrofe ecológica, sino pánico y una vio lenta ola de odio contra Norteamérica.
–Tal vez no lo habrían creído -dijo Karpov-. Muchas cosas habrían podido salir mal.
Quizás habrían podido coger vivo al oficial ejecutor.
El profesor Krilov sacudió la cabeza.
–Rogov pensó en todo ello. Había elaborado un pequeño juego de ajedrez. Habrían dicho al oficial ejecutor que, después de apretar el botón, tenía dos horas para alejarse lo más posible. En realidad, el crono estaba preparado para estallar inmediatamente.
"¡Pobre Petrofski!", pensó Karpov. – ¿Y qué me dice de la credibilidad del accidente? – preguntó.
–La tarde del mismo día de la explosión -explicó Krilov-, un hombre, que es por lo visto un agente secreto soviético, habría volado a Praga y dado una conferencia de Prensa internacional. Es un físico nuclear israelí llamado doctor Nahum Wisser. Al parecer trabaja para nosotros.
El general Karpov puso cara de palo.
–Me sorprende usted -murmuró.
Conocía el historial del doctor Wisser. Éste había tenido un hijo al que quería mucho, y el joven era soldado del Ejército israelí destacado en Beirut en 1982. Cuando los falangistas devastaron los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila, el joven teniente Wisser trató de intervenir. Fue muerto por una bala. Presentaron al afligido padre- que era ya acérrimo adversario del partido Likud- pruebas cuidadosamente elaboradas de que había sido una bala israelí la que había matado a su hijo. Impulsado por su dolor y por su ira, el doctor Wisser se inclinó un poco más hacia la izquierda y accedió a trabajar para Rusia.
–En todo caso, el doctor Wisser declararía al mundo que había colaborado durante años con los norteamericanos -mediante un intercambio de visitas- en el desarrollo de cabezas nucleares sumamente pequeñas. Esto parece que es verdad. Habría seguido diciendo que había advertido repetidamente a los norteamericanos de que aquellas cabezas pequeñísimas no eran lo bastante estables para permitir un despliegue. Pero los norteamericanos estaban impacientes por desplegar las nuevas cabezas nucleares, con el fin de aumentar el radio de acción de sus "F 5" al permitirles llevar mayor cantidad de carburante.
"Se calculaba que aquellas declaraciones, que se publicarían el día después de la explosión, quinto antes de las elecciones, convertirían la ola de antinorteamericanismo en Gran Bretaña en una galerna que ni siquiera los conserva dores podrían confiar en atajar.
Karpov asintió con la cabeza.
–Sí, creo que habría ocurrido esto. ¿Algún fruto más del fértil cerebro del doctor Rogov?
–Mucho más -replicó hoscamente Krilov-. Sugirió que la reacción norteamericana sería una negativa histriónica y violenta. Así, el cuarto día antes de las elecciones, el secretario general anunciaría al mundo que, si los norteamericanos pretendían iniciar un período de locura, allá ellos; pero que él no tenía más alternativa, para la protección del pueblo soviético, que poner todas nuestras fuerzas en alerta roja.
"Aquella noche, uno de nuestros amigos, estrechamente relacionado con Mr. Kinnock, habría apremiado al líder del Partido Laborista para que volase a Moscú, se entrevistase con el secretario general e interviniese en favor de la paz. Si hubiese vacilado, nuestro embajador le habría invitado a acudir a la Embajada para una discusión amistosa sobre la crisis. Enfocado por las cámaras, difícilmente se habría resistido."Bueno, le habrían dado un visado en pocos minutos y, al amanecer, habría embarcado en un avión de la "Aeroflot". El secretario general le habría recibido ante las cámaras de la Prensa mundial y, unas horas más tarde, se habrían despedido, ambos con semblante sumamente grave.
–Sin duda habría tenido motivos el británico para adoptar esa expresión -presumió Karpov.
–Exacto. Pero durante su viaje de regreso a Londres, el secretario general habría publicado una declaración dirigida al mundo: sólo como resultado de la súplica del líder laborista británico él, el secretario general, había levantado el estado de alerta roja para todas las fuerzas soviéticas. Y Mr. Kinnock habría aterrizado en Londres con el prestigio de un gran estadista.
"El día anterior a las elecciones habría pronunciado un elocuente discurso a la nación británica sobre la cuestión de una renuncia definitiva a la locura nuclear, de una vez para siempre. Se calculaba en el plan "Aurora" que los sucesos de los seis últimos días habrían destrozado la alianza tradicional con Norteamérica, restado a los Estados Unidos todas las simpatías que pudiesen tener en Europa e inclinado al diez por ciento del electorado británico, ese diez por ciento vital, a votar por los laboristas. Después de esto, la izquierda dura habría subido al poder. Éste, general, era el plan "Aurora". Karpov se levantó.
–Ha sido usted muy amable, profesor. Y muy sensato. Guarde silencio y yo haré lo mismo. Como dijo usted, todo está ahora archivado. Y los documentos sobre su hijo permanecerán en mi caja fuerte durante muchísimo tiempo. Adiós. No creo que tenga que volver a molestarle. Se retrepó en el asiento mientras el "Chaika" volvía a Komsomolski Prospekt. "¡Oh, sí, es brillante -pensó-; pero, ¿habrá tiempo?"
Lo mismo que el secretario general, también él estaba enterado de las próximas elecciones en Gran Bretaña, seña ladas para el mes de junio, dentro de sesenta días. A fin de cuentas, la información al secretario general había pasado por su rezidentura en la Embajada de Londres. Dio vueltas y más vueltas al plan en su cabeza, en busca de posibles defectos. "Es bueno -pensó al fin-, muy bueno. Con tal de que funcione…" La alternativa sería catas trófica.
–Un iniciador, querido amigo, es una especie de detonador para una bomba -explicó el doctor Wynne Evans. – ¡Ya!-exclamó Preston.
Se sentía algo confuso. Había habido bombas antes de ahora en Gran Bretaña. Siempre lamentables, pero localizadas. Había visto unas cuantas en Irlanda. Había oído hablar de detonadores, de fulminantes y de disparadores, pero nunca de un iniciador. Sin embargo, parecía que el ruso Semiónov había llevado un componente para un grupo terrorista en alguna parte de Escocia. ¿Qué grupo? ¿El Tartan Army, los anarquistas o una unidad activa del IRA? La conexión rusa era muy extraña; la excursión a Glasgow había valido la pena.
–Ese… iniciador de polonio y litio, ¿podría ser usado en una bomba contra el personal militar? – preguntó.
–Desde luego, joven -respondió el galés-. Mire, un iniciador es lo que dispara un artefacto.
–Sí -respondió Preston.
–Ese doctor Wynne Evans, ¿está dispuesto a poner por escrito sus deducciones?
–Difícilmente pueden llamarse deducciones, Brian. Es un análisis científico del metal en relación con sus dos únicos usos conocidos. Pero sí, se ha avenido a darle la forma de un informe escrito. Lo incluye en el mío como anexo. – ¿Y sus propias deducciones? ¿O debería decir análisis científico?
Preston hizo caso omiso del tono condescendiente del otro.
–Me parece indudable que el marinero Semiónov fue a Glasgow para depositar el bote y su contenido en un lugar previamente convenido o para entregarlo personalmente a alguien con quien tenía que encontrarse -explicó. En ambos casos, esto significa que hay aquí un Ilegal. Pienso que deberíamos tratar de encontrarle.
–Magnífica idea. Lo malo es que no tenemos nada para empezar. Mire, John, le seré franco. Como otras tantas veces, me pone en una situación sumamente difícil. En realidad, no veo cómo puedo llevar este asunto a las alturas, a menos que pueda proporcionarme alguna prueba mejor que un simple disco de un metal raro intervenido a un marino ruso muerto en lamentables circunstancias.
–Ha sido identificado como la mitad del iniciador de un ingenio nuclear-le hijo observar Preston-. No puede decirse que sea un simple trozo de metal.
–Muy bien. La mitad de lo que podría ser el disparador de una bomba, el cual podría haber estado destinado a un Ilegal soviético residente en Gran Bretaña. Créame, John, cuando me presente un informe completo, lo estudiaré como siempre, con el mayor interés. – ¿Y lo archivará NMA? – preguntó Preston.
La sonrisa de Harcourt Smith era serena, pero había en ella algo amenazador.
–No necesariamente. Un informe suyo será tratado según sus méritos, como el de cualquier otro. Ahora le aconsejo que trate de encontrar al menos alguna prueba que confirme su evidente predilección por la teoría de una conspiración. Que sea éste su próximo y principal objetivo.
–Está bien -admitió Preston, levantándose-. Me dedicaré plenamente a ello.
–Le aconsejo que lo haga -concluyó Harcourt Smith.
Cuando Preston hubo salido, el director general delegado consultó una lista de teléfonos interiores y llamó al jefe de Personal. Al día siguiente, miércoles 15, un avión de la "British Midland Airways" procedente de París aterrizó alrededor del mediodía en el aeropuerto West Midlands, de Birmingham. Entre los pasajeros había un joven con pasaporte danés. El nombre que figuraba en el pasaporte era también danés, y si alguien se hubiese dirigido al joven en este idioma, él le habría respondido con fluidez. En realidad era hijo de madre danesa, y había aprendido de ésta los rudimentos del lenguaje, perfeccionándolo después en varias escuelas de idiomas y en visitas a Dinamarca. Pero su padre era alemán, y el joven nació mucho después de la Segunda Guerra Mundial y se crió en Erfurt. Esto hacía que fuese alemán oriental. También era oficial del Servicio de Información SSD de la Alemania del Este. No tenía la menor idea del significado de su misión en Gran Bretaña, ni le importaba averiguarlo. Sus instrucciones eran sencillas, y las seguía al pie de la letra.
Después de pasar sin dificultades por Aduana e Inmigración, detuvo un taxi y pidió que le llevase al "Midland Hotel", en New Street. Durante todo el viaje, así como al inscribirse en el hotel, tuvo buen cuidado en exhibir su brazo izquierdo, que llevaba escayolado. Le habían advertido -aunque no habría sido necesario- que en ninguna circunstancia tenía que coger su saco de mano con el brazo "roto" Una vez en su habitación, cerró la puerta, echó el cerrojo y empezó a trabajar en el molde de yeso con las cizallas que llevaba en el fondo del saco, cortándolo cuidadosamente por la parte interna del antebrazo, siguiendo una fina línea dentada indicadora del sitio por donde debía cortar. Cuando terminó el corte, abrió unos milímetros la escayola y retiró el brazo. Metió la escayola en una bolsa de plástico que había traído consigo. Pasó toda la tarde en su habitación, para que el personal diurno de recepción no le viese sin el molde de escayola, y sólo salió del hotel bien avanzada la noche, cuando estaba de servicio otro personal. El quiosco de periódicos de la estación de New Street estaba exactamente donde le habían dicho y, a la hora convenida, se le acercó un hombre con traje de cuero, de motorista. Se identificaron en voz baja en unos segundos, la bolsa de plástico cambió de manos. El personaje vestido de cuero se alejó. Ninguno de los dos había atraído una sola mirada de los transeúntes. Al amanecer, cuando aún estaba de servicio el personal de noche en el hotel, el danés se despidió, subió al primer tren con destino a Manchester y tomó un avión en el aeropuerto, donde nadie le había visto antes, con o sin el brazo escayolado. Al ponerse el sol, llegó Berlín, vía Hamburgo, y, una vez allí, cruzó el Muro por el puesto de control Charlie, haciéndose pasar por danés. Los suyos le recibieron al otro lado, escucharon su informe y le despidieron a toda prisa. El correo Tres había hecho su entrega. John Preston estaba contrariado y de mal humor. La semana que había pensado tener libre para estar con Tommy se había estropeado. Parte del martes había tenido que dedicarlo a su informe verbal a Harcourt Smith, y Tommy había tenido que pasar el día leyendo o viendo la televisión. Preston había insistido en cumplir su promesa de ir al museo de cera de Madame Tussaud el miércoles por la mañana, pero había ido a su oficina por la tarde a fin de terminar su informe por escrito. La carta de Crichton, de Personal, estaba sobre su mesa. La leyó casi con incredulidad. Como siempre, estaba concebida en los términos más amistosos. Un vistazo al calendario de servicio había revelado que Preston acreditaba cuatro semanas de vacaciones; desde luego, debía conocer las normas de servicio; el retraso de las vacaciones no era recomendable por razones evidentes era necesario que cada cual tomase sus permisos en la fecha correspondiente, etcétera. Resumiendo: se le requería para que empezase inmediatamente sus vacaciones, es decir a partir de la mañana próxima. – ¡Malditos idiotas! – gritó a la oficina en general-. Algunos de ellos no podrían encontrar su camino a la jaula sin el perro de un ciego. Llamó a Personal e insistió en hablar con Crichton.
–Soy John Preston, Tim. Oye, ¿qué significa esa carta que dejasteis en mi mesa? Ahora no puedo tomar mis vacaciones; tengo un caso entre manos, estoy en la mitad de mi trabajo… Sí, sé que es importante no retrasar las vacaciones, pero este caso es también importante; en realidad, muchísimo más que aquello…
Oyó las explicaciones del burócrata sobre la desorganización causada en un sistema si el personal retrasaba demasiado sus permisos. Le interrumpió:
–Escucha, Tim, no perdamos tiempo. Lo único que tienes que hacer es llamar a Brian Harcourt Smith. Él te confirmará la importancia del caso en que estoy metido. Tomaré mis vacaciones en verano.
–John -replicó amablemente Tim Crichton-, esa carta fue escrita por orden expresa de Brian.
Preston se quedó un rato mirando el teléfono. – Comprendo -dijo al fin, y colgó. – ¿Adónde vas? – le preguntó Bright, viendo que se dirigía a la puerta.
–A beber algo fuerte -respondió Preston.
Era bastante después de la hora del almuerzo, y el bar estaba casi vacío. Los que habían almorzado tarde no habían sido aún sustituidos por los sedientos del atardecer. Sólo había un par de hombres de "Charles", hablando en un rincón; así, se sentó en un taburete del bar propiamente dicho. Quería estar solo.
–Whisky -dijo-. Que sea doble.
–Lo mismo para mí -se oyó una voz a su espalda-. Yo invito. Preston se volvió y vio a Barry Banks, de K.7. – ¡Hola, John! – saludó Banks-, vi que bajabas aquí cuando yo cruzaba el vestíbulo.
Precisamente quería decirte que tengo algo para ti. El Jefe se mostró muy agradecido. – ¡Oh, sí! No hay de qué.
–Te lo llevaré mañana a tu despacho -dijo Banks.
–No te molestes -replicó Preston, con irritación-. He bajado a celebrar mis cuatro semanas de vacaciones. A partir de mañana. Unas vacaciones forzadas. ¡Salud!
–No te enfades -repuso amablemente Banks-. La mayoría se pirra por salir de este lugar.
Había advertido ya que Preston estaba resentido por algo, y pretendía que su colega de MI5 le diese la razón de ello. Lo que no podía decir a Preston era que Sir Nigel Irvine le había pedido que se acercase a la oveja negra de Mr. Harcourt Smith y le informase de lo que pudiese averiguar. Una hora y tres whiskies más tarde, Preston seguía sumido en su mal humor.
–Estoy pensando en dimitir -dijo de pronto.
Banks, un buen oyente que sólo interrumpía para pedir información, se inquietó.
–Muy drástico -replicó-. ¿Tan mal están las cosas?
–Mira, Barry, no me importa lanzarme en caída libre desde seiscientos metros de altura.
Ni siquiera me importa que disparen contra mí cuando se abre el paracaídas. Pero me fastidia enormemente que los tiros vengan de mi mismo bando. ¿Es esto irrazonable? – Me parece perfectamente justificado -dijo Banks-. ¿Quién es el que dispara? – El chico de arriba -gruñó Preston-, acabo de llevarle otro informe y parece que no le ha gustado. – ¿Otro archivado? ¿NMA?
Preston se encogió de hombros. – Lo será.
Se abrió la puerta y entró un grupo procedente de arriba. Brian Harcourt Smith se hallaba en el centro, rodeado de varios de sus jefes de sección. Preston apuró su vaso.
–Bueno, tengo que dejarte. Esta noche llevo a mi chico al cine.
Cuando se hubo marchado, Barry Banks terminó su bebida, rehusó una invitación a incorporarse al otro grupo en el bar y volvió a su despacho. Desde allí llamó por teléfono a "C", en su oficina de Sentinel House, y habló largamente con él. El comandante Petrofski llegó, de regreso de Cherryhayes Close la madrugada del jueves. El mono de cuero negro y el casco con visera estaban, con la "BMW", en su garaje de Thetford. Cuando llevó sin ruido su pequeño "Ford" a la explanada de cemento ante el garaje y entró él mismo en la casa, vestía un traje sencillo y un impermeable ligero. Nadie se fijó en él, ni en la bolsa de plástico que llevaba en la mano. Cuando la puerta quedó bien cerrada a su espalda, subió al piso de arriba y abrió el último cajón del armario ropero. Dentro había una radio de transistores "Sony". A su lado dejó el molde de escayola vacío. No revolvió ninguna de ambas cosas. No sabía lo que contenían, ni deseaba averiguarlo. Esto correspondería al montador, que no llegaría para realizar su tarea hasta que se hubiese recibido sin tropiezos la lista completa de componentes necesarios. Antes de echarse a dormir, se hizo una taza de té. Eran nueve correos en total. Esto significaba nueve lugares de cita y otros nueve para el caso de que no se realizase el primer encuentro. Los había aprendido todos de memoria más otros seis correspondientes a tres correos extraordinarios que se emplearían como sustitutos en caso necesario. Uno de los que habían tenido que llegar, el llamado correo Dos, no se había presentado. Petrofski no tenía la menor idea de la causa de su fracaso. Lejos de allí, en Moscú, el comandante Volkov sí la sabía. Moscú había recibido un informe completo del cónsul en Glasgow, el cual había asegurado a su Gobierno que los efectos personales del marinero muerto estaban guardados bajo llave en la comisaría de Partick y permanecerían allí hasta nueva orden.: Petrofski comprobó su lista mental. El correo Cuatro tenía que llegar dentro de cuatro días, y el encuentro se celebraría en el West End de Londres.
Amanecía ya el día 16 cuando se durmió. Antes de esto pudo oír el chirrido de un carro de la leche entrando en el cercado y el ruido de las primeras entregas del día. Esta vez, Banks fue más franco. Estaba esperando a Preston en el vestíbulo de su propio bloque de apartamentos cuando llegó en su coche el hombre de MI5 el viernes por la tarde, llevando a Tommy como pasajero. La pareja había estado en el Hendon Aircraft Museum donde el muchacho, entusiasmado con los aviones de combate de tiempos pretéritos, había anunciado su intención de ser piloto cuando fuese mayor. Su padre sabía que había elegido al menos seis carreras en el pasado y que volvería a cambiar de idea antes de que acabase el año. Había sido una tarde muy agradable. Banks pareció sorprendido al ver al chico por lo visto no esperaba su presencia. Saludó con la cabeza y sonrió y Preston le presentó como "alguien de la oficina". – ¿De qué se trata ahora? – preguntó Preston.
–Un colega mío desea volver a hablar contigo -dijo cuidadosamente Banks. – ¿Será un buen día el lunes? – preguntó Preston.
El lunes habría terminado su semana con Tommy y llevaría al chico a Mayfair para entregarlo a Julia.
–En realidad, te está esperando ahora. – ¿También en el asiento trasero de un automóvil? – preguntó Preston.
–Pues… no. En un pisito que tenemos en Chelsea.
Preston suspiró.
–Dame la dirección. Iré, mientras tú llevas a Tommy a tomar un helado.
–Tengo que consultar -dijo Banks.
Entró en una cabina telefónica cercana e hizo una llamada. Preston y su hijo esperaron en la acera. Banks volvió y asintió con la cabeza.
–Todo listo -comunicó, y entregó a Preston un trozo de papel.
Preston se alejó en su coche mientras Tommy daba a
–Mi querido John, has sido muy amable al venir.
Si hubiesen llevado a alguien a su presencia atado como un pollo a hombros de cuatro matones, aún le habría dicho: "Ha sido muy amable al venir."
Cuando se hubieron sentado en el pequeño cuarto de estar, el Jefe levantó el primitivo Informe Preston.
–Mis más sinceras gracias -dijo-. Es sumamente interesante.
–Pero difícilmente creíble.
Sir Nigel miró vivamente al hombre más joven, pero eligió cuidadosamente sus palabras.
–No estoy necesariamente de acuerdo con esto.
Después sonrió brevemente y cambió de tema.
–Bueno, no pienses mal de Barry, por favor; fui yo quien le encargué que no te perdiese de vista. Parece que no estás muy contento en tu puesto actual.
–Ahora no trabajo, señor. Estoy de vacaciones forzosas.
–Supongo que sí. Por algo que ocurrió en Glasgow, ¿verdad? – ¿No ha recibido todavía un informe sobre el incidente de la semana pasada en Glasgow? Se refiere a un marinero ruso, un hombre que pienso era un correo. Desde luego, esto interesa a "Seis".
–Sin duda lo enviarán dentro de poco -comentó prudentemente Sir Nigel-. ¿Te importaría contármelo?
Preston empezó por el principio y contó la historia hasta el final, o al menos lo que sabía de ella. Sir Nigel permaneció sentado, como sumido en sus pensamientos, y así era en realidad: captaba cada palabra con una parte de su mente y calculaba con el resto de ésta."No lo intentarían realmente, ¿verdad?", pensaba. No romperían el Cuarto Protocolo. ¿O acaso sí? Los hombres desesperados toman a veces medidas desesperadas, y tenía más de un motivo para creer que en varios sectores -producción de alimentos, economía Afganistán- la URSS navegaba en aguas turbulentas. Observó que Preston había dejado de hablar.
–Discúlpame -dijo-. ¿Qué deduces de todo ello?
–Creo que Semiónov no era marinero de un buque mercante, sino un correo. Esto me parece indudable. Y no creo que hubiese llegado a tales extremos para proteger lo que llevaba o quitarse la vida para evitar que le interrogásemos, si no le hubiesen dicho que su misión era de vital importancia.
–Bastante lógico -admitió Sir Nigel-. ¿Qué más?
–También creo que el disco de polonio tenía que ser recibido por otra persona, ya directamente en una cita, ya recogiéndolo en algún sitio. Esto significa que está aquí, en el país. Pienso que deberíamos tratar de encontrarla.
Sir Nigel frunció los labios.
–Si es un Ilegal importante -murmuró-, será como buscar una aguja en un pajar.
–Sí, lo sé.
–Bueno, si no te hubiesen impuesto estas vacaciones forzosas, ¿qué habrías querido hacer?
–Pienso, Sir Nigel, que un disco de polonio no sirve para nada por sí solo. Sea cual fuere la intención del Ilegal, tiene que haber otros componentes. Ahora bien, parece que la persona que proyectó la incursión de Semiónov decidió no utilizar la valija diplomática. No sé por qué; habría sido mucho más fácil introducir en Gran Bretaña un paquetito forrado de plomo valiéndose de la valija diplomática y hacer que uno de sus hombres de la línea N lo dejase en el sitio donde había de ser recogido por el tipo situado en el país. Me pregunto por qué no lo hicieron así. Y la respuesta es que lo ignoro.
–De acuerdo -asintió Sir Nigel-. ¿Y bien?
–Si ha habido una consignación, inútil por sí sola, tiene que haber otras. Puede que algunas hayan llegado ya. Pero, de acuerdo con la ley de probabilidades, tiene que haber otras por llegar. Y, al parecer, vienen por medio de "mulos" o correos que se hacen pasar por inofensivos marineros o sabe Dios por qué otros personajes. – ¿Y qué quisieras hacer tú? – preguntó Sir Nigel.
Preston respiró hondo.
–Me habría gustado -y recalcó el condicional- comprobar todas las personas que han venido de la Unión Soviética durante los últimos cuarenta, cincuenta e incluso cien días. No se puede contar con otra agresión por unos gamberros, pero podría haberse producido algún otro incidente. De no haber sido así, me gustaría reforzar el control sobre todos los que vengan de la URSS e incluso de cualquier otro país del bloque soviético, para ver si podía interceptar otro componente. Como jefe de C.5©, habría hecho esto. – ¿Y crees que ahora no tendrás oportunidad de hacerlo?
Preston sacudió la cabeza.
–Aunque me permitiesen volver mañana a mi trabajo, estoy seguro de que me apartarían del caso. Por lo visto soy un alarmista y siembro vientos.
Sir Nigel asintió pensativamente.
–Hacer de cazador furtivo entre los servicios oficiales no se considera demasiado adecuado -dijo, como pensando en voz alta-. Cuando te pedí que fueses a Sudáfrica en mi interés, Sir Bernard lo aprobó. Más tarde me enteré de que el encargo, aun siendo temporal, había causado… ¿cómo lo diría…?, cierta hostilidad en determinados sectores de Charles Street.
"Ahora no me interesa una guerra dec!arada con el otro Servicio. Por otra parte, tengo la impresión, que tú compartes, de que puede haber algo más debajo de la punta de este iceberg. En una palabra: tiene tres semanas de vacaciones; ¿estarías dispuesto a emplearlas trabajando en este caso? – ¿Para quién? – preguntó, asombrado, Preston.
–Para mí -respondió Sir Nigel-. No podrías venir a Sentinel. Te verían. Y correría el rumor.
–Entonces, ¿dónde trabajaría?
–Aquí -dijo "C". Esto es pequeño, pero cómodo. Tengo autoridad para pedir la misma información que tú podrías exigir si estuvieses detrás de tu mesa. Cualquier incidente relativo a la llegada de un súbdito soviético o del bloque del Este habría sido registrado, ya sobre papel, ya en una computadora. Dado que no podrás llegar a los archivos o a las computadoras, puedo hacer que éstos lleguen a ti. ¿Qué respondes? – Si "Charles" se entera, habré acabado con "Cinco" -dijo Preston.
Estaba pensando en su salario, en su pensión, en la posibilidad de conseguir otro empleo a su edad, en Tommy. – ¿Cuánto tiempo piensas que te queda en "Charles", en la actual dirección? – preguntó Sir Nigel.
Preston rió por lo bajo.
–No mucho -respondió-. Muy bien, señor; lo haré. Quiero continuar con este caso.
Hay algo enterrado en alguna parte. Sir Nigel asintió con la cabeza.
–Eres un tipo tenaz, John. Y me gusta la tenacidad. Generalmente da buenos resultados. Ven el lunes a las nueve. Dos de mis muchachos te estarán esperando. Pídeles lo que quieras y te lo darán.
El lunes por la mañana, mientras Preston empezaba a trabajar en el piso de Chelsea, el internacionalmente famoso pianista checo llegó al aeropuerto de Heathrow procedente de Praga tenía que dar un concierto la noche siguiente en Wigmore Hall. Las autoridades del aeropuerto habían sido avisadas y, en consideración a su respetabilidad, se redujeron al mínimo las formalidades en Aduana y en Inmigración. El viejo músico fue recibido en el vestíbulo por un representante de la organización Victor Hochhauser y conducido, con su pequeño séquito, a su suite del "Cumberland Hotel". Su séquito se componía de tres personas: su ayuda de cámara, que cuidaba de su ropa y demás efectos personales con verdadera abnegación; una secretaria, que se ocupaba de los fans y la correspondencia en general, y un ayudante personal, un hombre alto y lúgubre llamado Lichka, que se encargaba de las negociaciones con las organizaciones que le invitaban y de las cuestiones económicas, y parecía vivir a base de una dieta de tabletas contra la acidez. Aquel lunes, el señor Lichka tuvo que tomar una cantidad sumamente grande de pastillas. No hubiese querido hacer lo que le habían pedido, pero los hombres de STB se habían mostrado muy persuasivos. Nadie que estuviese en su sano juicio se enfrentaría con los hombres de STB, la Policía secreta y organización de espionaje de Checoslovaquia, ni deseaba que le invitasen a más discusiones en su Cuartel General: el temido Monasterio. Los hombres le habían dicho claramente que el ingreso de su nieta en la Universidad sería mucho más fácil si él estaba dispuesto a ayudarles, cortés manera de darle a entender que, si no colaboraba, la niña no tendría posibilidad alguna de cursar estudios universitarios. Cuando le hubieron devuelto los zapatos, no vio en ellos la menor señal de manipulación y, siguiendo las instrucciones recibidas, los llevó durante el vuelo y para cruzar el aeropuerto de Heathrow. A última hora de la tarde, un hombre se acercó a la mesa de recepción y preguntó cortésmente el número de habitación del señor Lichka. Con la misma cortesía, se lo dieron.
Cinco minutos más tarde, a la hora exacta en que debía esperarlo, llamaron suavemente a la puerta de Lichka, e introdujeron un pedazo de papel por debajo de la misma. Lichka comprobó la identificación en clave, abrió la puerta unos centímetros y pasó por la abertura una bolsa de plástico que contenía su par de zapatos. Unas manos invisibles cogieron la bolsa y él cerró la puerta. Cuando hubo arrojado el trozo de papel en la taza del retrete y soltado el agua, suspiró aliviado. Fue más fácil de lo que había esperado. "Ahora -pensó-puedo seguir con el negocio de la música."
Antes de medianoche, en un lugar apartado de Ipswich, los zapatos se reunieron con el molde de escayola y con la radio en el último cajón de un armarlo. El correo Cuatro había hecho su entrega. El viernes por la tarde, Sir Nigel Irvine visitó a Preston en el apartamento de Chelsea. El hombre de MI5 parecía agotado, y el piso estaba lleno de fichas y de papeles de computadora. Había pasado cinco días allí y no había conseguido nada. Empezó con todas las entradas en Gran Bretaña de personas procedentes de la URSS durante los últimos cuarenta días. Eran varios centenares: delegados, compradores industriales, periodistas, sindicalistas de propaganda, un coro de Georgia, un grupo de baile de cosacos, diez atletas con sus acompañantes y un equipo de médicos que iban a asistir a una conferencia en Manchester. Y éstos eran sólo los rusos. También estaban los turistas que habían vuelto de la Unión Soviética; desde los buitres de la cultura que habían estado admirando el museo del Hermitage en Leningrado, pasando por un grupo de estudiantes que habían cantado en Kiev, hasta una delegación "pro paz" que había suministrado un rico material a la máquina propagandística soviética al condenar a su propio país en conferencias de Prensa en Moscú y en Cracovia. Y esta lista no incluía a los tripulantes de la "Aeroflot" que habían estado entrando y saliendo como parte de su función en el tráfico aéreo normal, por lo que el primer oficial Romanov no había sido ni siquiera mencionado.
Desde luego, tampoco se hacía referencia a un danés que había llegado a Birmingham procedente de París y había emprendido el viaje de regreso a Manchester. El miércoles, Preston se planteó un dilema: limitarse a los que habían venido de la URSS, pero ampliando el plazo a sesenta días, o abarcar a todos los que habían llegado de otros países del bloque soviético. Esto representaba miles y miles de entradas. Decidió continuar con su escala de cuarenta días, pero incluir a los Estados comunistas no soviéticos. Los papeles empezaron a llegarle a la cintura. La Aduana se había mostrado muy servicial. Había habido algunas confiscaciones, pero siempre por exceso en la entrada de artículos libres de impuestos. No se había confiscado nada de carácter sospechoso. Inmigración no le había proporcionado pasaportes de "mentirijillas"; pero esto era de esperar. Los extraños y fantásticos papeles exhibidos a veces por gente del Tercer Mundo en el control de pasaportes no eran nunca presentados por personas del mundo comunista. Ni siquiera pasaportes caducados, el motivo más corriente para que un oficial de Inmigración impida la entrada a un visitante. En los países comunistas, el pasaporte de los viajeros que partían era comprobado con tal severidad, que era muy poco probable que se "cerrase el paso" a su portador en Gran Bretaña.
–Después de esto -comentó tristemente Preston- que dan aún los de imposible comprobación. Los marineros mercantes, que entran sin control en más de veinte puertos comerciales; los tripulantes de los pesqueros industriales, que navegaban por las costas de Escocia. La tripulación de los aviones comerciales, que apenas es sometida a comprobación alguna, y todos aquellos que tienen pasaporte diplomático.
–Lo que pensaba -dijo Sir Nigel-. La tarea no es fácil. ¿Tienes alguna idea de lo que estás buscando?
–Sí, señor. Hice que uno de sus muchachos pasara el lunes en Aldermaston con los de ingeniería nuclear. Parece que aquel disco de polonio sería adecuado para un ingenio a la vez pequeño, tosco, de diseño sencillo y no muy potente; si se puede decir que alguna bomba atómica no es muy potente". Tendió a Sir Nigel una lista de artículos.
–Presumo que aquí hay algo de lo que estamos buscando.
"C" estudió la lista de artefactos. – ¿Es esto todo lo que se necesita? – preguntó al fin.
–En su forma más sencilla, parece que sí. Yo no tenía idea de que pudiesen ser confeccionadas de modo tan ele mental. Aparte el núcleo fisible y la cubierta de acero, esos materiales podrían ocultarse casi en cualquier parte sin llamar la atención.
–Muy bien, John, ¿qué vas a hacer ahora?
–Busco una pauta, Sir Nigel. Es lo único que puedo buscar. Una pauta de entradas y salidas con el mismo número de pasaporte. Si se emplean uno o dos correos, tienen que entrar frecuentemente, usando puntos distintos de entrada y de salida; pero si apareciese una pauta, podríamos alertar a las naciones acerca de una limitada cantidad de número de pasaporte. No es mucho, pero es todo lo que tengo.
Sir Nigel se levantó.
–Sigue con ello, John. Tendrás acceso a todo lo que necesites. Recemos para que las personas con quienes nos enfrentamos den un resbalón empleando dos o tres veces el mismo correo.
Pero el comandante Volkov sabía lo que se hacía. No resbaló. No tenía la menor idea de lo que eran ni de para qué servían los componentes. Sabía simplemente que le habían ordenado que se asegurase de su entrada en Gran Bretaña a tiempo para una serie de citas dentro de la isla; que cada correo se sabía de memoria los lugares del primer encuentro y del segundo en caso de no realizarse aquél, y que nada tenía que pasar por la rezidentura de la KGB en la Embajada de Londres. Tenía que infiltrar nueve cargamentos y tenía doce correos preparados. Sabía que algunos de ellos no eran profesionales, pero su disfraz era impecable y su viaje había sido preparado con semanas o meses de anticipación, como en el caso del checo Lichka, y por eso confiaba en ello. Para no alarmar al general Borisov al despojarle de otros doce Ilegales con sus "levendas", había lanzado su red más allá de la URSS y apelado a tres servicios "hermanos": el STB, de Checoslovaquia; el Servicio SB de Polonia y, sobre todo, la obediente y reservada Haupt Verwaltung Aufklarung (HVA), de Alemania oriental. Los alemanes del Este eran particularmente buenos. Aunque en Alemania Federal, Francia y Gran Bretaña, hay comunidades polacas y checas, los alemanes orientales tenían una gran ventaja. Debido a la identidad étnica entre alemanes orientales y occidentales, y al hecho de que millones de antiguos alemanes del Este hubiesen huido ya a la Alemania Federal, la HVA de Berlín Este disponía de un número de Ilegales en Occidente mucho mayor que cualquier otro Servicio del bloque del Este. Volkov había decidido emplear sólo dos rusos, que serían los primeros en entrar en Gran Bretaña.
No tenía manera de saber que uno de ellos sería atacado por unos salvajes callejeros, ni que la mercancía del falso marinero sería encerrada en una comisaría de Glasgow. Si tomó triples precauciones fue porque era algo propio de su carácter y de su instrucción. Para los siete envíos restantes empleaban un correo proporcionado por los polacos, dos por los checos (incluido Lichka) y cuatro por los alemanes del Este. El décimo correo, que sustituiría al difunto correo Dos, procedería también de Polonia. Para las alteraciones estructurales que necesitaba hacer en dos vehículos a motor, empleaba un garaje y taller gobernado por la HVA de Brunswick, Alemania Federal. Sólo los dos rusos y el checo Lichka partirían de puntos del bloque del Este; aparte, ahora, del décimo, que tendría que venir de las líneas aéreas polacas, la "LOT". Sencillamente, Volkov no permitía que apareciese ninguna de las pautas que buscaba Preston en el mar de papeles de Chelsea. Sir Nigel Irvine, lo mismo que muchos de los que han de trabajar en el centro de Londres, procuraba marcharse los fines de semana para respirar un poco de aire puro. Él y Lady Irvine permanecían en Londres durante la se mana, pero tenían una casita rústica en el sudeste de Dorest, en un pueblo llamado Langton Matravers, de la isla de Purbeck. Aquel domingo, "C" se había puesto una chaqueta de tweed y sombrero, tomado un grueso bastón de fresno y echado a andar por caminos y senderos en dirección a los riscos sobre Chapman's Pool, en St.
Alban's Head. Brillaba el sol, pero el viento era frío. Agitaba las hebras de plata que escapaban de su sombrero y flotaban sobre sus orejas como alitas. Siguió el sendero del risco y continuó andando sumido en sus pensamientos, deteniéndose en ocasiones para contemplar las blancas crestas de las olas del Canal. Pensaba en las conclusiones del informe original de Preston y en la notable concurrencia de Sweeting en su encierro en Oxford. ¿Coincidencia? ¿Pajas en el viento? ¿Fundamentos para una convicción? ¿O sólo un montón de tonterías de un funcionario con demasiada indignación y de un académico caprichoso?Y si todo era verdad, ¿podía haber alguna relación con un pequeño disco de polonio procedente de Leningrado y que había llegado de manera imprevista a una comisaría de Policía de Glasgow?Si el disco de metal era lo que había dicho Wynne Evans, ¿qué significaba esto? ¿Quería decir que alguien, mucho más allá de aquellas agitadas olas, trataba realmente de romper el Cuarto Protocolo?Y si esto era verdad, ¿quién podía ser aquel alguien? ¿Chebrikov y Kriuchkov, de la GKB? Éstos no se atreverían nunca a actuar si no era por orden del secretario general. Y si era el secretario general, ¿cuáles eran sus razones?¿Y por qué no emplear la valija diplomática? Era mucho más simple, fácil y seguro. Pero podía existir una razón, pensó. Emplear la valija de la Embajada significaría valerse de la rezidentura de la KGB dentro de aquélla. Mejor que Chebrikov, Kriuchkov o el secretario general, él sabía que aquélla había sido penetrada; tenía en ella su fuente de información, Andreiev. Esto tenía sentido. Sospechaba que el secretario general tenía buenas razones para estar inquieto por la reciente oleada de deserciones de la KGB. Todos los indicios que llegaban revelaban que la desilusión se había hecho tan profunda a todos los niveles en Rusia, que afectaba incluso a la élite de la élite. Aparte las deserciones, que habían empezado a finales de los años sesenta y aumentado a lo]argo de los ochenta, se habían producido expulsiones en masa de diplomáticos soviéticos en todo el mundo, debidas, en parte, a la furiosa búsqueda de agentes y agudizada por la expulsión de los controladores diplomáticos y consiguiente confusión en las redes. Incluso países del Tercer Mundo que, una década atrás, bailaban al son de los soviets, volvían ahora por sus fueros y expulsaban a agentes soviéticos por su conducta torpemente antidiplomática. Sí, era muy posible que se tratase de una operación importante realizada fuera de los auspicios de la KGB. Sir Nigel había oído decir, de fuentes autorizadas, que el propio secretario general se estaba volviendo paranoico a causa de la penetración de la propia KGB por los occidentales.
Por cada traidor que se escapa -decía un adagio de la comunidad de información-se puede apostar que hay otro que continúa "en su sitio". Así, pues, había un hombre allí que despachaba correos y cargamentos a Gran Bretaña; cargamentos peligrosos, capaces de traer la anarquía y el caos de una manera que aún no podía discernir pero de la que, mientras caminaba, había dejado de dudar. Y aquel hombre trabajaba para otro, muy encumbrado, que no quería bien a esta pequeña isla.
–Pero no los encontrarás, John -murmuró al persistente viento-. Tú eres bueno, pero ellos son mejor y tienen todos los triunfos.
Sir Nigel Irvine era uno de los últimos viejos magnates, miembro de una raza que se estaba extinguiendo al ser sustituida, a todos los niveles de su sociedad, por hombres nuevos de tipo diferente, incluso en las más altas esferas del Servicio Civil, donde la continuidad de estilo y de carácter era como un dios familiar. Contempló el Canal, como habían hecho tantos ingleses antes que él, y tomó una decisión. No estaba convencido de la existencia de una amenaza contra la tierra de sus antepasados, sino sólo de la posibilidad de que existiera una amenaza. Pero era suficiente. A lo largo de la costa, en las mesetas que dominan el pequeño puerto de Newhaven (Sussex), otro hombre contemplaba las agitadas olas del Canal. Vestía traje de cuero negro de motorista y llevaba el casco sobre el asiento de su aparcada motocicleta "BMW". Unos cuantos paseantes domingueros, acompañados de sus hijos, caminaban por allí, pero no se fijaron en él. Observaba cómo se acercaba un transbordador, que avanzaba desde el horizonte hacia el refugio del puerto. El Cornouailles llegaría de Dieppe en treinta y cinco minutos. A bordo del mismo tenía que viajar el correo Cinco. En realidad, el correo Cinco iba en la cubierta de proa viendo cómo se acercaba la costa inglesa. No tenía coche, pero sí billete para el tren, que le llevaría directamente a Londres. Su pasaporte estaba a nombre de Anton Zelewski y era perfectamente normal. El oficial de Inmigración observó que el pasaporte era de Alemania Federal, pero no había nada extraño en ello. Cientos de miles de alemanes occidentales llevan apellidos de origen polaco. Le dejaron pasar sin dificultad. Los aduaneros examinaron su maleta y la bolsa de artículos libres de impuestos comprados a bordo del barco. Su botella de ginebra y sus veinticinco cigarros en una caja sin abrir estaban dentro de los límites permitidos. El aduanero le hizo pasar y volvió su atención a otra persona. Zelewski había comprado una caja de veinticinco buenos cigarros en la tienda de artículos libres de impuestos del Cornouailles. Entonces se retiró a uno de los lavabos, cerró la puerta, desprendió los marbetes de "libre de impuestos" de la caja recién comprada y los pegó en una caja idéntica que traía consigo. Los cigarros libres de impuestos fueron arrojados al mar por encima de la borda. En el tren de Londres, buscó el primer vagón de primera clase, eligió el asiento de ventanilla adecuado y esperó. Justo antes de llegar a Lewes, se abrió la puerta y apareció un hombre que vestía un traje de cuero negro. Una mirada le confirmó que el compartimiento estaba va cío, aparte el alemán. – ¿Va este tren directamente a Londres? – preguntó en inglés, sin el menor acento.
–Creo que se detiene en Lewes -respondió Zelewski.
El hombre tendió una mano. Zelewski depositó en ella la caja plana de cigarros. El hombre se la guardó en su chaqueta, cerró la cremallera de ésta, saludó con la cabeza y se marchó. Cuando el tren arrancó, Zelewski vio de nuevo al hombre, esta vez en el andén de la línea de "vuelta" a Newhaven. Antes de medianoche, los cigarros estaban con la radio, el molde de escayola y los zapatos en Ipswich. El correo Cinco había hecho su entrega.
Habían aparecido también tres pasaportes que figuraban en la lista de stop; dos de ellos eran de antiguos desterrados que trataban de entrar de nuevo en el país, y uno correspondía a un personaje del hampa norteamericana relacionado con el juego y los estupefacientes. Estas tres personas fueron también registradas antes de ser embarcadas en el avión de próxima salida, pero no había el menor indicio de que fuesen correos de Moscú."Si utilizan ciudadanos del bloque occidental o Ilegales situados aquí, con documentación impecable de ciudadanos de Occidente, nunca los encontraré", pensó Preston. Sir Nigel había apelado una vez más a su antigua amistad con Sir Bernard Hemmings para conseguir la colaboración de "Cinco".
–Tengo motivos para creer que el "Centro" tratará de introducir a un "Ilegal" importante en el país durante las próximas semanas -había dicho-. Lo malo es, Bernard, que no tengo ninguna identidad, ni descripción, y desconozco el punto de entrada. Sin embargo, sería sumamente apreciada cualquier ayuda que pudieran prestarnos tus contactos en los puntos de entrada.
Sir Bernard había hecho la petición en nombre de "Cinco", y los otros servicios del Estado -Aduanas, Inmigración, Rama Especial y Policía de Puertos- habían accedido a tener los ojos más abiertos que de costumbre en busca de un extranjero que tratase de eludir los controles o de algún artículo raro o inexplicable transportado como equipaje. La explicación era bastante plausible, y ni siquiera Brian Harcourt Smith la relacionó con el informe de John Preston sobre el disco de polonio, que seguía en su cesta de asuntos pendientes mientras consideraba lo que había que hacer con él. La roulotte llegó el primero de mayo. Llevaba matrícula de Alemania Federal y llegó a Dover en el transbordador procedente de Calais. Su dueño y conductor cuyos documentos estaban en perfecto orden, era Helmut Dorn y viajaba con su esposa Lisa y sus dos hijitos, Uwe, un niño de cinco años de cabellos rubios, y Brigitte, de siete años. Después de pasar por Inmigración, Dorn condujo el vehículo hacia la zona de "nada que declarar" de la Aduana, pero uno de los oficiales de servicio hizo ademán de que se detuviese. Habiendo observado de nuevo los papeles, el aduanero le pidió que le mostrase la parte trasera de la caravana. Herr Dorn obedeció. Los dos pequeños estaban jugando en el interior y se detuvieron al entrar el agente uniformado. Éste les saludó con la cabeza y sonrió: ellos rieron entre dientes. El hombre observó el pulcro interior, y después empezó a mirar en los armarios. Si Herr Dorn estaba nervioso, lo disimuló perfectamente. La mayor parte de los armarios contenían la acostumbrada mezcolanza de artículos familiares de vacaciones en un camping: ropa, utensilios de cocina, etc. El aduanero levantó los asientos, debajo de los cuales había cajones que servían como depósitos adicionales. Uno de ellos era visiblemente empleado para guardar los juguetes de los niños. Contenía dos muñecas, un oso de trapo y una serie de pelotas de goma blandas, brillantemente pintadas con discos chillones de diferentes colores. La niña, superando su timidez, hurgó en el cajón y sacó una de las muñecas. Farfulló excitada en alemán, dirigiéndose al aduanero. Éste no la entendió, pero asintió con la cabeza y sonrió:
–Muy bonita, querida -dijo.
Entonces se volvió a Herr Dorn y se apeó por la puerta de atrás.
–Muy bien, señor. Que disfruten de sus vacaciones.
El vehículo rodó con el resto de la columna, saliendo del cobertizo a la carretera, en dirección a la ciudad de Dover y a las carreteras generales que comunican con el resto de Kent y con Londres. Gott sei dank -murmuró Dorn a su esposa-, wir sind durch. Ella consultó un mapa bastante sencillo. La M 20 hacia Londres estaba tan claramente marcada, que era imposible no verla. Dorn miró varias veces su reloj. Iba con un poco de retraso, pero tenía orden de no rebasar el límite de velocidad por ningún motivo. Encontraron sin dificultad el pueblo de Charing, a un lado de la carretera principal, y, al norte de aquél, a la izquierda, la cafetería "Happy Ester". Dorn se dirigió a la zona de aparcamiento y detuvo el vehículo.
Lisa Dorn sacó a los niños y entró en el café para tomar un refrigerio. Dorn, cumpliendo las órdenes recibidas, levantó el capó y metió la cabeza debajo de él. Segundos después, notó que había alguien detrás de él y levantó la mirada. Un joven inglés, con traje de cuero negro de motorista, estaba plantado allí. – ¿Alguna dificultad? – preguntó.
–Creo que debe de ser el carburador -respondió Dorn.
–No -dijo gravemente el motorista-. Sospecho que es cosa del delco. Pero se ha retrasado un poco.
–Lo siento, pero la culpa ha sido del transbordador. Y también de la Aduana. Traigo el paquete en la parte de atrás. El motorista se metió en la caravana y sacó una bolsa de lona de debajo de su chaqueta, mientras Dorn, gruñen do y haciendo un esfuerzo, cogía una de las pelotas en el cajón de los juguetes. Sólo tenía doce centímetros de diámetro, pero pesaba un poco más de veinte kilos. A fin de cuentas, el uranio 235 puro es dos veces más pesado que el plomo. Al llevar la bolsa de lona a través del aparcamiento, Valeri Petrofski tuvo que emplear su gran fuerza para sostenerla con una mano como si no llevase en ella nada de particular. En todo caso, nadie se fijó en él. Dorn paró el motor y se reunió con su familia en el café. La motocicleta, con su carga en el portapaquetes tras el sillín, salió zumbando en dirección a Londres, el túnel de Dartford y Suffolk. El correo Seis había hecho su entrega. El 4 de mayo, Preston se dio cuenta de que estaba en un callejón sin salida.
Habían pasado casi tres semanas y sólo podía mostrar un disco de polonio que había caído en sus manos por pura casualidad. Sabía que no se podía pedir que desnudasen y registrasen a todos los viajeros que entrasen en Gran Bretaña. Lo único que podía pedir era que se aumentase la vigilancia sobre todos los ciudadanos del bloque del Este que llegasen, y que se le avisase inmediatamente en el caso de que apareciera algún pasaporte sospechoso. Era otra oportunidad: la última. Por lo que habían dicho los expertos en ingeniería nuclear de Aldermaston, tres de las cosas que se necesitaban para la bomba nuclear más sencilla debían ser sumamente pesadas. Una de ellas sería un bloque de uranio 235 puro; otra, un envoltorio cilíndrico o esférico de acero endurecido de veinticinco milímetros de grueso; la tercera sería un tubo de acero, también endurecido y de gran resistencia, de veinticinco milímetros de grueso, una longitud de unos cuarenta y cinco centímetros y un peso de unos doce kilos. Pensó que al menos estas tres cosas tendrían que ser introducidas en el país en vehículos y pidió que se intensifica se la inspección de automóviles extranjeros, prestando atención especial a lo que pudiese parecer una pelota, una esfera o un tubo sumamente pesados. Sabía que el campo de investigación era muy vasto. Un río constante de motos, coches, furgonetas, camiones y otros vehículos pesados entraban y salían del país todos los días del año. Incluso limitándose al tráfico comercial, si se detenían y descargaban todos los camiones, casi se paralizaría la vida del país. Estaba buscando la proverbial aguja en un pajar, y ni siquiera tenía un imán. La tensión empezaba a dejar sentir sus efectos en George Berenson. Su esposa le había dejado y regresado a la suntuosa casa de su hermano en Yorkshire. Él había celebrado doce sesiones con el enviado del Ministerio e identificado todos y cada uno de los documentos que había entregado a Jan Marais. Sabía que estaba bajo vigilancia, y ello no contribuía a calmar su nerviosismo. Y tampoco contribuía a ello la rutina cotidiana de ir al Ministerio con plena conciencia de que su subsecretario permanente lo sabía todo acerca de su traición. Pero la mayor tensión era causada por el hecho de que aún tenía que pasar a Marais paquetes ocasionales de documentos aparentemente sustraídos del Ministerio, para su envío a Moscú. Desde que sabía que el sudafricano era un agente soviético, se las había arreglado para no encontrarse cara a cara con Marais. Pero tenía que leer el material que enviaba a Moscú por medio de Marais, por si éste le llamaba para aclarar algo de lo que había mandado. Cada vez que leía los papeles que tenía que transmitir quedaba impresionado por la habilidad de los falsificadores. Cada documento se fundaba en un papel real que había pasado por su mesa, pero con cambios tan sutiles, que ningún detalle individual podía despertar sospechas. Sin embargo, con el efecto acumulativo se trataba de dar una impresión completamente falsa de la fuerza y de la preparación de Gran Bretaña y de la OTAN. El miércoles, 6 de mayo, recibió y leyó un fajo de siete documentos relativos a recientes decisiones, proposiciones, instrucciones y preguntas que, presuntamente, habían llegado a su mesa durante la última quincena. Todos llevaban impreso Top Secret o Cósmico, y uno de ellos le hizo arquear las cejas. Aquella noche los entregó en la heladería de Benotti, y veinticuatro horas más tarde, recibió la llamada de acuse de recibo. El domingo, 10 de mayo, recluido en su dormitorio de Cherryhayes Close, Valeri Petrofski se inclinó sobre su potente aparato de radio portátil y escuchó el alud de señales en Morse que llegaba por la banda comercial de Radio Moscú que le había sido asignada. Su aparato no era transmisor; Moscú no permitiría nunca que un valioso Ilegal se pusiese en peligro transmitiendo sus propios mensajes, habida cuenta de lo eficaces que eran las contramedidas de los ingleses y los norteamericanos para descubrir la dirección. Lo que tenía era una "Braun" grande, que podía comprarse en cualquier tienda buena del ramo y que podía captar casi todas las emisoras del mundo. Petrofski estaba tenso. Había pasado un mes desde que utilizara el transmisor "Poplar" para avisar a Moscú de que se había perdido un correo y lo que transportaba, y pedir su sustitución. Cada dos noches y en las mañanas alternativas, cuando no estaba fuera recogiendo algo, había escuchado esperando la respuesta. Hasta ahora no la había recibido. Pero esta noche, a las diez y diez, oyó su propia señal en las ondas. Tenía ya a punto el bloc y el lápiz. Después de una pausa, empezó el mensaje. Escribió las letras, traduciéndolas directamente del Morse al inglés: un baturrillo de cifras indescifrables. Al menos los alemanes, los británicos y los norteamericanos, estarían anotando las mis mas letras en sus diversos puestos de escucha.
Cuando acabó la transmisión, cerró el aparato, se sentó delante de su tocador, eligió el adecuado one time pad y empezó a descifrar. Tardó en ello quince minutos: Oriol Diez sustituiría a Dos en LCT. El mensaje se repetía tres veces. Conocía el Lugar de Cita T. Era uno de los de "recambio", que sólo debía utilizarse si la ocasión lo requería, como ahora. Y estaba en un hotel de aeropuerto. Él prefería los cafés de las carreteras o las estaciones de ferrocarril, pero sabía que, aunque él fuese la pieza clave de la operación, había algunos correos que, por razones profesionales, sólo tenían unas pocas horas en Londres y no podía salir de la ciudad. Había otro problema. Enviaban al correo Diez entre otros dos encuentros y peligrosamente cerca de la hora de reunión con el correo Siete. Tenía que encontrarse con Diez a la hora del desayuno en el "Post House" de Heathrow; Siete le estaría esperando en el aparcamiento de un hotel de las afueras de Colchester aquella misma mañana a las once.
Esto significaba que tendría que conducir muy de prisa; pero podía hacerlo. A última hora de la tarde del martes, 12 de mayo, las luces estaban aún encendidas en el número 10 de Downing Street, despacho y residencia de la Primera Ministra británica. Mrs. Margaret Thatcher había convocado una conferencia estratégica con sus más íntimos consejeros y el Gabinete interior. El único asunto del orden del día eran las próximas elecciones generales; formalizar la decisión y concretar el tiempo. Como de costumbre, ella dejó bien claro su punto de vista desde el primer momento. Creía que le convenía presentarse para una tercera legislatura de cuatro años, aunque la Constitución le permitía gobernar hasta junio de 1988. Hubo varios que dudaron inmediatamente de la prudencia de consultar con tanta premura al país, aunque, por anteriores experiencias, no confiaban en ir muy lejos. Cuando se le antojaba algo a la Primera Ministra británica, se necesitaban argumentos muy poderosos para disuadirla. En esta cuestión, las estadísticas parecían apoyarla. El presidente del Partido Conservador se sabía al dedillo todos los sondeos de opinión. La alianza entre libera les y socialdemócratas -señaló- parecía contar aún con el veinte por ciento del electorado. Esto significaba que en Gran Bretaña, que no tiene segunda vuelta como los franceses, ni representación proporcional como los irlandeses, el método de decisión existente favorable al vencedor daría a la alianza entre quince y veinte escaños.
Los diecisiete de Irlanda del Norte se distribuirían probablemente a razón de doce para los varios tipos de unionistas que apoyarían a los conservadores en el Parlamento, y cinco para las facciones nacionalistas, que boicotearían a Londres o votarían a la izquierda dura. Esto dejaba 613 distritos electorales en los que el resultado lo daría la decisión de la lucha tradicional entre conservadores y laboristas. Para tener una mayoría clara, Mrs. Thatcher necesitaría 325 de ellos. Las encuestas demostraban además, según el presidente del Partido, que el laborismo estaba sólo a cuatro puntos por detrás de los conservadores.
Desde junio de 1983, con su recién forjada imagen de unidad, moderación y tolerancia, el Partido Laborista había recuperado no menos de diez puntos. La izquierda dura había casi enmudecido; la izquierda loca había sido repudiada; el programa era más moderado, y las apariciones, en Televisión, de miembros del Gabinete en la sombra, se habían limitado casi totalmente durante un año, al ala centrista. El público británico había recuperado casi totalmente su confianza en el laborismo como alternativa de Partido gobernante. El presidente observó a sus solemnes colegas que la ventaja de los conservadores había descendido dos puntos en relación con seis meses antes y un punto en los últimos tres meses. La tendencia era clara. Y la misma tendencia era manifestada por la organización del Partido en los distritos electorales. Los indicadores económicos mostraban que, si bien por el momento la economía era floreciente y se estaba reduciendo la cifra de desempleo, cabía esperar huelgas en el sector público en otoño, en petición de aumento de salarios. Si éstas eran graves, la popularidad de los conservadores podía caer súbitamente en invierno y permanecer así hasta la primavera. A medianoche se convino por unanimidad en que las elecciones debían celebrarse en el verano de 1987 o esperar hasta junio de 1988. Nada de elecciones en otoño o a principios de la primavera. A primeras horas de la mañana, Mrs.
Thatcher reunió a su Gabinete. Sólo en un punto se produjo una discusión acalorada: la duración de la campaña electoral. En Gran Bretaña, las elecciones generales se celebran tradicionalmente un jueves, después de una campaña de cuatro semanas Es raro, pero no inconstitucional, que la campaña se reduzca a tres semanas. La Primera Ministra era partidaria de una campaña de tres semanas y una elección a toda prisa, para coger desprevenida a la oposición. Por fin se llegó a un acuerdo: la Primera Ministra pediría audiencia a la Reina para el jueves 28 de mayo, y solicitaría la disolución del Parlamento.
De acuerdo con la tradición, volvería inmediatamente a Downing Street para hacer una declaración al público. A partir de aquel momento, empezaría la campaña electoral. Las elecciones se celebrarían el jueves 18 de junio. Mientras los ministros seguían durmiendo en la hora que precede al amanecer, la gran "BMW" rodaba hacia Londres desde el Nordeste.
Petrofski se dirigió al "Post House Hotel" del aeropuerto de Heathrow, aparcó, puso a la moto la cadena de seguridad y dejó su casco en el portapaquetes. Se quitó la chaqueta de cuero negro y los pantalones con cremallera al lado. Debajo de ellos llevaba otros corrientes de franela gris, algo arrugados, pero aceptables. Metió las botas en una de las bolsas laterales, de la que había sacado un par de zapatos. El traje de cuero fue a parar a la otra bolsa, de la que sacó una chaqueta de tweed y un impermeable color castaño claro. Cuando dejó la moto y se dirigió a la recepción del hotel, era un hombre corriente vestido de un modo corriente. Karel Wosniak no había dormido bien. La noche anterior tuvo el susto más grande de su vida. Normalmente, los tripulantes de la "LOT" polaca, de la que era jefe de camareros, pasaban por la Aduana e Inmigración casi como una mera formalidad. Pero esta vez les habían registrado, y registrado a fondo. Cuando el agente británico empezó a hurgar en su neceser, casi se mareó. Y cuando el hombre extrajo la máquina de afeitar eléctrica que le habían dado los del SB en Varsovia antes de despegar, pensó que iba a desmayarse.
Afortunadamente no era un modelo con batería o recargable, y no había allí ningún enchufe para conectarla. El agente volvió a dejarla en su sitio y terminó inútilmente su registro.
Wosniak suponía que, si alguien hubiese puesto en marcha la maquinita de afeitar, ésta no habría funcionado. A fin de cuentas, tenía que haber algo en ella, además del acostumbrado motor. De no haber sido así, ¿por qué le habrían ordenado que la trajese a Londres?A las ocho en punto entró en los lavabos públicos de la zona de recepción, en la planta baja. Un hombre de aspecto vulgar y con un impermeable color castaño claro, se estaba lavando las manos. "¡Caray!-pensó Wosniak-. Cuando aparezca el contacto tendremos que esperar a que ese inglés se marche." Entonces el hombre le habló, en inglés.
–Buenos días. Ese uniforme que lleva usted, ¿es de las Éneas aéreas yugoslavas?
Wosniak suspiró aliviado.
–No; pertenezco a las líneas aéreas nacionales polacas.
–Polonia es un país magnífico -comentó el desconocido, secándose las manos.
Parecía absolutamente tranquilo. Wosniak era nuevo en el oficio; ésta sería la primera y la última vez, se había jurado. Plantado en el embaldosado suelo seguía sosteniendo la máquina de afeitar en la mano-. He pasado días muy felices en su país.
"Ya está -pensó Wosniak-. Días muy felices… es la frase de identificación." Tendió la maquinilla. El inglés frunció el ceño y miró la puerta de uno de los retretes. Wosniak advirtió, sobresaltado, que la puerta estaba cerrada; había alguien allí. El desconocido señaló con la cabeza el estante de encima de los lavabos. Wosniak dejó allí la máquina de afeitar.
Después el inglés señaló los urinarios. Wosniak se descorrió rápidamente la cremallera del pantalón y se plantó ante uno de ellos. – Gracias -farfulló-, también a mi me parece hermoso.
El hombre del impermeable se metió la máquina de afeitar en un bolsillo, levantó cinco dedos para indicar a Wosniak que esperase cinco minutos, y salió. Una hora más tarde, Petrofski y su motocicleta salían de los suburbios del nordeste de Londres, lindantes con el Condado de Essex. La autopista M 12 se abrió delante de él. Eran las nueve. A aquella misma hora, el transbordador Tor Britannia de la línea DFDS, procedente de Goteborg, atracaba en el muelle de Parkstone, en Harwich, a ciento veintiocho kilómetros de allí, en la costa de Essex. Los pasajeros que desembarcaron era la multitud acostumbrada de turistas, estudiantes y visitantes comerciales. Entre estos últimos estaba Mr. Stig Lundqvist, al volante de su gran coche "Saab". Sus documentos indicaban que era un hombre de negocios sueco, y no mentían. Era sueco y lo había sido toda su vida. Lo que no decían los papeles era que también era antiguo agente comunista y trabajaba como Herr Helmut Dorn para el temible general Marcus Wolf, jefe judío de Operaciones Extranjeras del Servicio de Información HVA de la Alemania del Este. Sin embargo, le ordenaron que se apease del coche y llevase, sus maletas al mostrador de inspección. Obedeció, sonriendo amablemente. Otro agente aduanero levantó el capó del automóvil y miró debajo de él.
Buscaba una esfera del tamaño de una pelota pequeña de fútbol, o un tubo fino, disimulados allí. No había nada de eso. Miró debajo de la carrocería y, finalmente, en el portaequipajes.
Suspiró. Aquellas exigencias de Londres eran sumamente enojosas. En el portaequipajes no había más que la acostumbrada caja de herramientas, un gato sujeto a uno de los lados y un extintor de incendios en el lado opuesto. El sueco se puso a su lado, llevando sus maletas. – ¿Todo en regla? – preguntó.
–Sí, gracias, señor. Buen viaje.
Una hora más tarde, justo antes de las once, el "Saab" entró en la zona de aparcamientos del "Kings Ford Park Hotel", en el pueblo de Layer de la Haye, al sur de Colchester. Mr. Lundqvist se apeó y se estiró. Era la hora del café de media mañana y había varios coches en el aparca miento, todos ellos vacíos. Consultó su reloj; faltaban cinco minutos para la hora de la cita. Había llegado a tiempo, si bien sabía que, si se hubiese retrasado, habría contado con una hora adicional de espera y, después, con una segunda cita en otra parte. Se preguntó si aparecería el contacto y cuándo lo haría. No había nadie más por allí, salvo un joven que manipulaba en el motor de una moto ¨BMW". Él no tenía la menor idea de cómo sería su contacto. Encendió un cigarrillo, subió de nuevo a su coche y permaneció en él. A las once, alguien dio unos golpecitos en la ventanilla. El motorista estaba fuera. Lundqvist apretó el botón y el cristal se deslizó hacia abajo. – ¿Sí?
–La S de su número de matrícula, ¿corresponde a Suecia o a Suiza? – preguntó el inglés.
Lundqvist sonrió aliviado. Se había detenido en la carretera y desprendido el extintor, que estaba ahora en una bolsa sobre el asiento a su lado.
–Quiere decir Suecia -respondió-. Acabo de llegar de Goteborg.
–Nunca he estado allí -dijo el hombre. Después, sin cambiar el tono de la voz, añadió-: ¿Tiene algo para mí?
–Sí -respondió el sueco-. Está en la bolsa que tengo a mi lado.
–Hay ventanas que tienen vista al aparcamiento -declaró el motorista-. Dé la vuelta a éste, pase junto a la motocicleta y arrójeme la bolsa por la ventanilla del conductor.
Mantenga el coche entre las ventanas y yo. Dentro de cinco minutos exactos.
Volvió a su máquina y siguió trajinando en ella. Cinco minutos más tarde, el "Saab" pasó por delante de él y la bolsa cayó al suelo; la recogió y la metió en portapaquetes abierto antes de que el "Saab" dejase de interponerse entre él y las ventanas del hotel. Nunca volvió a ver el "Saab", ni tuvo ganas de verlo. Una hora más tarde estaba en su garaje de Thetford, cambiando la moto por un coche familiar y guardando sus dos cargamentos en el portaequipajes. No tenía la menor idea de lo que era. Aquello no le incumbía. A primera hora de la tarde estaba en su casa de Ipswich, en cuyo dormitorio guardó las dos consignaciones.
Los correos Diez y Siete habían hecho sus entregas. John Preston habría tenido que volver a su trabajo en Gordon Street el 13 de mayo.
–Sé que es fastidioso, pero quisiera que continuases. Dijo Sir Nigel Irvine durante una de sus visitas-. Tendrás que alegar un fuerte ataque de gripe. Si necesitas un certificado médico, házmelo saber. Conozco un par que nos complacerán.
El 16, Preston comprendió que estaba en un callejón sin salida. Sin una alerta nacional total, la Aduana e In migración habían hecho todo lo que habían podido. El enorme volumen de tráfico humano impedía un registro intensivo de cada visitante. Hacía cinco semanas que el marinero ruso había sido atacad) en Glasgow, y estaba convencido de que se le habían escapados los demás correos. Tal vez habían llegado todos al país antes que Semiónov y el marinero había sido el último. Tal vez… Con creciente desesperación, se daba cuenta de que ignoraba si tenía un límite de tiempo o cuál sería este límite. El jueves 21 de mayo, el transbordador de Ostente atracó en Folkestone y descargó su habitual contenido de turistas a pie, otros en coche, y la ruidosa serie de camiones TIR que transportan la carga de la Comunidad Económica Europea de un extremo a otro de Europa. Siete de los camiones pesados eran de matrícula ale mana, pues Ostente es puerto predilecto de las empresas que operan en el norte de Alemania para enviar mercan cías a Gran Bretaña. El gran "Hanomag" articulado, con su cargamento en containers instalados en el remolque, no era diferente de los demás. El grueso fajo de papeles -para cuya revisión se necesitó una hora-, estaba en perfecto orden y no había motivo para pensar que el conductor trabajase para personas diferentes de los transportistas cuyo nombre figuraba en el lado de su cabina.
Tampoco había ninguna razón para creer que el camión transportaba algo diferente de las cafeteras alemanas declaradas y con destino a las mesas del desayuno de los británicos.
Detrás de la cabina, dos grandes tubos de escape verticales apuntaban al cielo, expulsando los vapores del motor Diesel lejos de los otros usuarios de la carretera. Había anochecido ya, el turno de día estaba a punto de ser relevado, y el camión recibió autorización para seguir su ruta hacia Ashford y Londres. Ninguno de los que estaban en Folkestone podía saber que uno de aquellos tubos de escape verticales, que vomitaba humo negro al salir del cobertizo de Aduanas, tenía en su interior un segundo tubo por el que salían los vapores, ni que se habían extraído los amortiguadores de ruido para crear más espacio, cosa que quedaba disimulada por el estruendo de los motores al arrancar. Mucho después de anochecer, en la zona de aparcamiento de un café junto a la carretera, cerca de Lenham (Kent), el conductor subió a la cabina, desenroscó el tubo de escape y sacó de él un paquete, de cuarenta y cinco centímetros de longitud, envuelto en una cubierta refractaria.
No lo abrió; se limitó a entregarlo al motorista con traje de cuero negro, que se alejó en la noche a toda velocidad. El correo Ocho había hecho su entrega.
–Es inútil, Sir Nigel -dijo John Preston al jefe del SSI la noche del viernes-. No sé qué diablos está pasando. Temo lo peor, pero no puedo demostrarlo. He tratado de encontrar otro, sólo otro, de esos correos que creo que han entrado en el país, y he fracasado. Creo que debería volver a "Gordon" el lunes.
–Sé cómo te sientes, John -farfulló Sir Nigel-. Yo siento casi lo mismo. Pero, por favor, dame una semana más.
–No veo la razón -opuso Preston-. ¿Qué más puedo hacer?
–Rezar, supongo -replicó amablemente "C".
–Algo para empezar -dijo, furioso, Preston-. Lo único que necesito es algo para empezar.