–Gracias, señor. El siguiente.
Al recoger Herr Winkler su saco de mano y echar a andar, el agente miró en dirección a una ventanilla situada a 6 metros delante de él. Al mismo tiempo apretó con el pie derecho un botón de "alerta" cerca del suelo. Desde la ventanilla, uno de los hombres de la Rama Especial captó su mirada. El agente de Inmigración miró hacia Herr Winkler y asintió con la cabeza. La cara del detective de la Rama Especial se apartó de la ventanilla y, unos segundos más tarde, él y un colega se deslizaron sin ruido detrás del austriaco. Otro hombre estaba preparando un coche delante de la terminal. Winkler no llevaba equipaje pesado, y por eso prescindió de las carretillas y pasó directamente por la Aduana. En el vestíbulo pasó algún tiempo en el mostrador del "Midland Bank", cambiando cheques de viajero por moneda británica, cosa que aprovechó uno de los hombres de la RE para tomarle una buena fotografía desde una galería superior. Cuando el austriaco tomó un taxi de la hilera de los que esperaban delante del Edificio Número Dos, los agentes de la RE subieron a su propio coche sin distintivos y arrancaron detrás de aquél. El conductor centró toda su atención en seguir al taxi; el detective de la RE habló por radio a Scotland Yard y, de allí, según lo convenido, la información pasó también a Charles Street. "Seis" estaba también interesado en cualquier visitante que llevase un pasaporte "trucado", y por esto se dio la orden de que cualquier información a este respecto fuese transmitida de Charles Street a Sentinel House. Winkler fue en taxi hasta Bayswater y lo despidió en el cruce de Edgware Road y Sussex Gardens. Entonces siguió andando, cargado con su saco de mano, por Sussex Gardens, uno de cuyos lados está casi exclusivamente ocupado por modestas pensiones del tipo preferentemente utilizado por agentes de comercio o viajeros de los últimos trenes que llegan a la próxima estación de Paddington, y que no andan sobrados de dinero. Los hombres de la Rama Especial, que le observaban desde el otro lado de la calle, pensaron que no debía de tener habitación reservada, pues anduvo calle abajo hasta llegar a una casa en la que se veía un rótulo de "Habitaciones Libres", y entró en ella. Debió de tomar una habitación, pues no volvió a salir. Hacía una hora que el taxi de Winter había salido de Heathrow y en aquel momento sonó el teléfono en el piso de Preston, en Chelsea.
Su contacto con "Sentinel, – el hombre a quien Sir Nigel había ordenado que sirviese de enlace con Preston-estaba al otro extremo de la Énea.
–Acaba de llegar un Joe a Heathrow-informó el hombre de MI5. Puede que no sea nada, pero su número de pasaporte apareció en cifras rojas en la computadora. Está a nombre de Franz Winkler, austriaco, y llegó en el vuelo de Viena.
–No le habrán detenido, ¿verdad? – inquirió Preston.
Estaba pensando: "Austria está convenientemente cerca de Checoslovaquia y de Hungría. Como es neutral, también es un buen punto de partida para los Ilegales del bloque soviético". – No -respondió el hombre de "Sentinell. De acuerdo con las instrucciones recibidas, le han seguido… Espere un momento… -Pasaron unos segundos y volvió a hablar-: Acaban de dejarle en una pequeña pensión de Paddington. – ¿Puede ponerme en comunicación con "C"? – preguntó Preston.
Sir Nigel estaba en una conferencia, pero la dejó para volver a su despacho particular.
–Dime, John.
Preston explicó los hechos fundamentales al jefe del SSI; aún no los conocía. – ¿Crees que es el hombre al que estabas esperando? – Podría ser un correo -sugirió Preston-. Es lo mejor que hemos tenido desde hace seis semanas.
–Entonces, ¿qué quieres, John?
–Que "Seis" pidiese a los vigilantes que se encargaran de esto. Todos los informes que lleguen al controlador de los vigilantes en "Cork" deberían ser examinados por uno de los suyos en cuanto los reciba. Si el sujeto se encuentra con alguien que sigan a los dos.
–Muy bien -replicó Sir Nigel-. Pediré a los vigilantes que se encarguen de ello. Barry Banks se sentará en el cuarto de la radio de "Cork" y nos tendrá al corriente de lo que pase.
El jefe llamó personalmente al director de la rama "K"y le formuló su petición. El jefe de "K" habló con su colega de "A", y un equipo de vigilantes se dirigió a Sussex (`Tardens, en Paddington. Se dio el caso de que estaban al mando de Harry Burkinshaw. Preston paseaba arriba y abajo en su pequeño apartamento, con la furia de la frustración. Hubiese querido estar en la calle o, al menos, en el centro de la operación, no encerrado como un espía en su propio país, como un peón en un juego de poder que se desarrollaba a un nivel mucho más alto. Aquella tarde, a las siete, los hombres de Harry Burkinshaw habían entrado en escena, relevando a los de la Rama Especial, que abandonaron el servicio satisfechos. La tarde era tibia y agradable; los cuatro vigilantes que formaban la "guardia" ocuparon disimuladamente sus posiciones alrededor del hotel: uno, calle arriba; otro, calle abajo; otro, delante, y otro, detrás. Los dos coches se situaron entre docenas de otros que estaban aparcados a lo largo de Sussex Gardens, a punto de arrancar si Chummy emprendía la huida. Los seis hombres estaban en contacto por medio de sus radios personales, y Burkinshaw lo estaba con la oficina principal, con el cuarto de la radio en los sótanos de "Cork". Barry Banks estaba también en "Cork", ya que era una operación encargada por "Seis", y todos esperaban que Winkler estableciese contacto. Lo malo fue que no lo estableció. No hizo nada. Permaneció sentado en su habitación, detrás de las cortinas de malla, sin dejarse ver. Salió a las ocho y media, se dirigió a un restaurante de Edgware Road, tomó una cena sencilla y volvió a su pensión. No hizo ninguna "entrega", no recogió instrucciones, no dejó nada en la mesa, no habló con nadie en la calle. Pero hizo dos cosas interesantes: Se detuvo de pronto en Edgware Road, en su camino al restaurante, contempló un escaparate durante varios segundos y después volvió atrás por donde había venido. Es uno de los trucos más viejos, y no muy bueno, para tratar de descubrir si le siguen a uno. Al salir del restaurante se detuvo en el bordillo de la acera, esperó a que se hiciese un hueco en la corriente de tráfico y cruzó la calle corriendo. Al llegar al otro lado se detuvo de nuevo y miró atrás para ver si alguien le había seguido. No vio a nadie. Lo único que hizo Winkler fue acercarse al cuarto vigilante de Burkinshaw el cual había estado todo el tiempo al otro lado de Edgware Road. Mientras Winkler observaba el tráfico para ver si alguien se jugaba la vida para perseguirle, el vigilante estaba a pocos metros de distancia simulando buscar un taxi.
–Está confuso -dijo Burkinshaw a "Cork". Trata de descubrir si le siguen, pero no lo hace muy bien.
Preston recibió la opinión de Burkinshaw en su escondite de Chelsea. Asintió con la cabeza, aliviado. La cosa empezaba a tomar mejor aspecto. Después de estas maniobras en Edgware Road, Winkler volvió a su pensión y pasa en ella el resto de la noche. Mientras tanto se desarrollaba otra pequeña operación en el sótano de Sentinel House. Las fotos de Winkler tomadas por los hombres de la Rama Especial en el aeropuerto de Heathrow, junto con otras tomadas en la calle en Bayswater, habían sido reveladas y colocadas respetuosamente ante los ojos de la legendaria Miss Blodwyn. La identificación de agentes extranjeros, o de extranjeros que puedan ser agentes, es parte importante de toda organización de Información. Para facilitar esta tarea, todos los años toman las agencias cientos de miles de fotografías, de personas que podrían estar trabajando para sus rivales.
Ni siquiera los aliados son excluidos de los álbumes de fotos. Diplomáticos extranjeros miembros de delegaciones comerciales, científicas o culturales, todos ellos son fotografiados como una cuestión de rutina, en particular, pero no siempre, si proceden de países comunistas o simpatizantes del comunismo. Los archivos crecen sin cesar. A menudo se incluyen veinte fotos del mismo hombre o mujer, tomadas en diferentes tiempos y lugares. Nunca se tira ninguna. Se emplean para conseguir una "imagen". Si aparece un ruso llamado Ivanov acompañando a una delegación comercial soviética en Canadá, la fotografía de su cara será casi con toda seguridad transmitida por la Policía Montada del Canadá a sus colegas de Washington, Londres y otros aliados de la OTAN. Es muy posible que la misma cara hubiese sido fotografiada cinco años antes como la de un periodista llamado Kozlov, que había asistido a las fiestas de conmemoración de la independencia de una República africana. Si hubiese alguna duda sobre la verdadera profesión del señor Ivanov mientras observa las bellezas de Ottawa, sería disipada por aquella "imagen". Ésta le revelaría como hombre de la KGB. El intercambio de estas fotos entre los Servicios de In formación aliados -incluido el brillante Mossad israelí- es continuo y copioso. Muy pocos ciudadanos del bloque soviético que visiten Occidente e incluso el Tercer Mundo dejan de figurar en un álbum de fotografías al menos en veinte capitales democráticas distintas. Pero nadie que entre en la Unión Soviética se librará de figurar en la colección de fotos del "Centro". La curioso, pero absolutamente cierto, es que, mientras los "primos" de la CIA emplean bancos de computadoras con millones y millones de rasgos faciales para tratar de absorber el alud diario de fotografías, Gran Bretaña emplea a Blodwyn. A menudo objeto de abusos y siempre acosada por sus jóvenes colegas varones que requieren una "imagen" con toda la rapidez posible, la anciana Blodwyn lleva cuarenta años en su cargo y trabaja en el sótano de Sentinel House, donde reina sobre el enorme archivo de fotografías que constituye el "libro de fotos" de MI6. En realidad no es un libro sino una especie de caverna donde hay almacenadas hileras y más hileras de álbumes de fotografías, de los cuales sólo ella tiene un conocimiento enciclopédico. Su mente es algo parecido al banco de computadoras de la CIA, al que a veces es capaz de derrotar. No guarda en ella los menores detalles de la Guerra de los Treinta Años, ni siquiera de las cotizaciones de Wall Street; sólo conserva rostros. Perfiles de nariz, líneas de mandíbulas, formas de ojos; el hundimiento de una mejilla, la curva de un labio, la manera de sostener un vaso o un cigarrillo, el brillo de un diente enfundado al ser captada una sonrisa en un pub australiano y, años más tarde, en un supermercado de Londres, son otras tantas provisiones para el ejercicio de su extraordinaria memoria. Aquella noche, mientras Bayswater dormía y los hombres de Burkinshaw atisbaban en la sombra, Blodwyn contemplaba fijamente la cara de Franz Winkler. Dos silenciosos jóvenes de "Seis" esperaban. Al cabo de una hora, la mujer dijo simplemente "Lejano Oriente" y se dirigió a las hileras de álbumes. Consiguió su "imagen" a primeras horas de la mañana del martes 26 de mayo. La fotografía no era buena y había sido tomada cinco años atrás. Los cabellos eran entonces más oscuros, y la cintura, más delgada. El hombre estaba en una recepción de la Embajada india, al lado de su embajador y sonriendo respetuosamente. Uno de los jóvenes miró las dos fotografías con aire de duda. – ¿Está segura, Blodwyn?
Si las miradas pudiesen lisiar, el joven habría tenido que comprarse una silla de ruedas.
Retrocedió a toda prisa y fue en busca de un teléfono.
–Tenemos una imagen -dijo-. El individuo es checo. Hace cinco años era un miembro de poca categoría de la Embajada de Checoslovaquia en Tokio. Nombre: Jiri Hayek. El teléfono había despertado a Preston a las tres de la madrugada. Preston escuchó, dio las gracias al que le había llamado y colgó. Sonrió satisfecho. – ¡Te he pillado! Exclamó.
A las diez de la mañana, Winkler estaba aún en su pensión. El control de la operación en Cork Street había sido asumido por Simón Margery, de K.2(B), sección Satélites Soviéticos-Checoslovaquia (Operaciones). A fin de cuentas, se trataba de un checo. Barry Banks, que había dormido en la oficina, estaba con él y transmitía los sucesos a Sentinel House. A la misma hora, John Preston hizo una llamada personal al asesor jurídico de la Embajada norteamericana, un contacto personal. El asesor jurídico de la Embajada de los Estados Unidos en Grosvenor Square es siempre el representante del FBI en Londres.
Preston hizo su petición y le dijeron que le llamarían en cuanto llegase la respuesta de Norteamérica, probablemente dentro de cinco o seis horas, teniendo en cuenta la diferencia de horario. A las once, Winkler salió de la pensión. Volvió a Edgware Road, tomó un taxi y se dirigió hacia Park Lane. Al llegar a la esquina de Hyde Park, el taxi bajó por Piccadilly seguido por dos coches en los que viajaba el equipo de vigilantes. Winkler lo despidió cerca de Circus e intentó otras sencillas maniobras para despistar a unos posibles "seguidores", a los que ni siquiera había localizado. – ¡Ya estamos otra vez! – murmuró Lend Stewart a su solapa.
Había leído las instrucciones de Burkinshaw y esperaba algo parecido. Winkiter se metió de repente en una arcada casi corriendo, salió por el otro extremo, dio unos pasos en la acera y se puso a mirar hacia la arcada de la que acababa de salir. Nadie apareció allí. No hacía falta. Había ya un vigilante en el extremo sur de la arcada. Los vigilantes conocen Londres mejor que cualquier policía o taxista. Saben el número de salidas que tienen todos los edificios importantes, el sitio al que van a parar las arcadas y los pasos subterráneos, la situación de los pasajes estrechos y adónde conducen. Siempre que un Joe trata de escabullirse, hay un hombre delante de él, otro que le sigue despacio y dos a los lados. El "dispositivo" nunca falla, y sólo un Joe muy listo puede descubrirlo. Convencido de que nadie le seguía, Winkler entró en el British Rail Travel Centre, de Lower Regent Street. Allí preguntó el horario de los trenes con destino a Sheffield. El hincha de fútbol escocés que, a pocos pasos de distancia, trataba de volver a Motherwell, era uno de los vigilantes. Winkler pagó un billete de segunda clase hasta Sheffield tomó nota de que el último tren de la noche salía de la estación de St. Pancras a las 9.25, dio las gracias al empleado y salió. Almorzó en un café próximo, volvió a Sussex Gardens y se quedó allí toda la tarde. Preston recibió la noticia de la compra del billete para Sheffield poco después de la una. Llamó a Sir Nigel Irvine en el momento en que AC" estaba a punto de salir para almorzar en su club.
–Puede ser un truco, pero parece que se dispone a salir de la ciudad -dijo-. Puede que se dirija a su cita. Ésta podría ser en el tren o en Sheffield. Tal vez se ha retrasado tanto porque llegó demasiado pronto. La cuestión, señor, es que, si sale de Londres, necesitaremos un controlador de campo que vaya con el equipo de vigilantes. Quisiera ser yo ese controlador.
–Si, lo comprendo. No es fácil. Sin embargo, veré lo que puedo hacer.
Sir Nigel suspiró. "Adiós al almuerzo", pensó. Llamó a su ayudante personal.
–Cancele mi almuerzo en "White's". Prepare mi coche. Y tome nota para un telegrama.
Por este orden. Mientras el ayudante realizaba las dos primeras tareas, Sir Nigel telefoneó a Sir Bernard Hemmings a su casa cerca de Farnham, en Surrey.
–Siento molestarte, Bernard. Pero ha ocurrido algo que quisiera consultarte. No…, mejor personalmente. ¿Te importaría que fuese a verte? A fin de cuentas, hace un día espléndido… Sí, muy bien, a eso de las tres. – ¿El telegrama? – dijo su ayudante.
–Si. – ¿A quién?
–A mi mismo.
–Ya. ¿Desde dónde?
–Desde la Jefatura en Viena. – ¿Debo avisarle a él señor?
–No hace falta que le moleste. Disponga las cosas con el Cuarto de Cifrado para que yo reciba su telegrama en tres minutos.
–Desde luego. ¿Y el texto?
Sir Nigel lo dictó. Enviarse a si mismo un mensaje urgente para justificar lo que quería hacer de todos modos era un viejo truco que había aprendido de su antiguo maestro, el hoy difunto Sir Maurice Oldfield. Cuando el Cuarto de Descifrado le devolvió el telegrama como si hubiese sido recibido de Viena, el viejo mandarín se lo metió en el bolsillo y fue en busca de su coche. Encontró a Sir Bernard en su jardín de Tilford, disfrutando del templado sol de mayo y con las rodillas envueltas en una manta.
–Pensaba volver hoy al trabajo -dijo el director general de "Cinco" con bien fingida jovialidad-. Lo haré mañana sin falta. – ¡Claro, claro!
–Y ahora, ¿qué puedo hacer por ti?
–Vas a saberlo -dijo Sir Nigel-. Alguien acaba de llegar a Londres en avión, procedente de Viena. Aparentemente es un hombre de negocios austriaco. Pero esto es una tapadera. Encontramos su imagen la noche pasada. Es un agente checo, uno de los chicos del STB. De poca categoría; creemos que es un correo.
Sir Bernard asintió con la cabeza.
–Si he mantenido el contacto, incluso desde aquí. Me he enterado de todo. Mis chicos no le pierden de vista, ¿verdad?
–Por supuesto. Pero la cuestión es que, según parece, saldrá de Londres esta noche.
Hacía el Norte. "Cinco" necesitará un controlador de campo que vaya con el equipo de vigilantes.
–Desde luego. Lo tendremos. Brian cuidará de ello.
–Si. La operación es vuestra, desde luego. Sin embargo… ¿recuerdas el caso Berenson? Hay dos cosas que nunca pudimos descubrir. ¿Comunica Marais a través de la rezidentura en Londres, o emplea correos que son enviados desde el exterior? ¿Y era Berenson el único hombre al servicio de Marais, o había otros?
–Lo recuerdo. Pensábamos dejar estas preguntas a un lado hasta que pudiésemos saber algo más de Marais.
–Exacto. Pero hoy he recibido este telegrama de mi jefe de servicio en Viena.
Sacó el telegrama. Sir Bernard lo leyó y arquea las cejas. – ¿Es posible que estén relacionados?
–Lo es. Winkler, es decir, Hayek, parece ser un correo de alguna clase. Viena confirma que es nominalmente de STB, pero en realidad trabaja para la KGB. Sabemos que Marais estuvo dos veces en Viena en los dos últimos años, mientras dirigía a Berenson. Ambas veces lo hizo por motivos culturales, pero… -¿El eslabón que faltaba?
Sir Nigel se encogió de hombros. No hay que hablar demasiado. – ¿Para qué va a Sheffield? – ¿Quién puede saberlo, Bernard? ¿Hay otro enlace en Yorkshire? ¿O es posible que Winkler actúe de correo para más de un grupo?
–Entonces, ¿qué quieres de "Cinco"? ¿Más vigilantes?
–No, quiero a John Preston. Recordarás que descubrió primero a Berenson y después a Marais. Me gustó su es tilo. Estuvo una temporada de permiso. Después pilló la gripe, según me han dicho. Pero mañana tiene que volver al trabajo. Después de una ausencia tan larga, quizá no tenga ningún caso entre manos. Técnicamente está en Puertos y Aeropuertos, C.5©. Pero ya sabes lo ocupados que están siempre los muchachos de "K". Si pudiese ser destinado temporalmente a K.2(B), podrías designarle por esta vez controlador de campo…
–Bueno, no sé qué decirte, Nigel. En realidad, esto depende de Brian…
–Te lo agradecería infinito, Bernard. Veamos las cosas como son. Preston anduvo a la caza de Berenson desde el principio. Si Winkler tiene algo que ver con todo esto, es posible que Preston vuelva a ver una cara que ya había visto antes.
–Está bien -convino Sir Bernard-. Tú ganas. Daré la orden desde aquí.
–Si quieres, yo podría llevarla -propuso "C". Te ahorraría trabajo. Enviaría a mi chofer a Charles Street con la nota…
Salió de Tilford con su "nota", una orden escrita de Sir Bernard Hemmings, destinando temporalmente a John Preston a la rama "K" y nombrándole controlador de campo de la operación Winkler en cuanto se extendiese fuera de la metrópoli. Sir Nigel hizo sacar dos copias, una para él y la otra para John Preston. El original fue enviado a Charles Street.
Brian Harcourt Smith no estaba en su despacho; por consiguiente, dejaron la orden en su mesa. A las siete de aquella tarde, John Preston salió por última vez del apartamento de Chelsea. Volvía a estar al aire libre y le encantaba. En Sussex Gardens se deslizó detrás de Harry Burkinshaw. – ¡Hola, Harry! – ¡Caramba, John Preston! ¿Qué haces aquí?
–Tomando un poco el aire.
–Bueno, no te dejes ver demasiado. Tenemos a un Joe escondido al otro lado de la calle. – Lo sé. Tengo entendido que parte para Sheffield en el tren de las nueve y veinticinco. – ¿Cómo lo has sabido?
Preston sacó su copia de la orden de Sir Bernard. Burkinshaw la estudió. – ¡Oh! El propio director general. Puedes unirte al grupo. Pero no te dejes ver. – ¿Tienes una radio de solapa sobrante?
Burkinshaw señaló con la cabeza calle abajo.
–Detrás de la esquina de Radnor Place. Un "Brown Cortina". Hay un aparato sobrante en la guantera.
–Esperaré en el coche -dijo Preston.
Burkinshaw estaba intrigado. Nadie le había dicho que Preston se uniría a ellos como controlador de campo. Ni siquiera sabía que Preston estuviese en la Sección Checoslovaquia. Sin embargo, la firma del director general pesaba mucho. Por su parte, seguirla con su tarea. Se encogió de hombros, destapó otra botella de menta y siguió vigilando. A las ocho y media, Winkler saló de la pensión. Llevaba su saco de mano. Detuvo un taxi que pasaba y dio instrucciones al conductor. Cuando le vio aparecer en la puerta, Burkinshaw llamó a su equipo y a sus dos coches. Subió de un salto al primero y siguió al taxi por Edgware Road a cien metros de distancia. Preston iba en el segundo coche. Diez minutos más tarde supieron que, en efecto, se dirigía al Este, hacia la estación. Burkinshaw informó de ello. Simon Margery le respondió desde "Cork".
–Muy bien, Harry; nuestro controlador de campo está en camino.
–Ya tenemos un controlador de campo -dijo Burkinshaw-. Viene con nosotros.
Esto era nuevo para Margery. Preguntó el nombre del controlador. Cuando lo oyó, creyó que había habido una equivocación.
–Ni siquiera está en K.2(B) -protestó.
–Ahora, si -dijo, impertérrito, Burkinshaw-. He visto la orden. Firmada por el director general.
Margery llamó a "Charles" desde Cork Street. Mientras la comitiva se dirigía al Este en la oscuridad, la orden de Sir Bernard fue comprobada y confirmada en Charles Street. Margery levantó las manos, desesperado. – ¿Por qué tienen que estar siempre cambiando de idea los de "Charles"? – preguntó a un mundo indiferente.
Dio contraorden al colega a quien había designado para incorporarse al grupo en la estación de St. Pancras. Después trató de localizar a Brian Harcourt Smith para quejarse.
Winkler pagó la carrera del taxi en el patio de la estación, entró por el arco de ladrillos al abovedado vestíbulo de la victoriana estación y consultó el horario de salidas. A su alrededor, los cuatro vigilantes y Preston se desvanecieron entre la multitud de pasajeros en aquel edificio de ladrillos y hierro forjado. El tren de las 9.25 estaba en el andén 2, con destino a Leicester, Derby, Chesterfield y Sheffield. Cuando lo hubo encontrado, Winkler avanzó por el andén, dejando atrás los tres vagones de primera clase y el coche restaurante, y llegó a los tres vagones de segunda, tapizados de azul, próximos a la máquina. Eligió el de en medio, colocó su saco de mano sobre la rejilla y se sentó tranquilamente, esperando el momento de partir. Era un carruaje sin compartimientos, y, a los pocos minutos, un joven negro con auriculares y un musicassette prendido en el cinturón entró y se sentó a tres hileras de distancia de Winkler. Una vez sentado, el hombre empezó a seguir con la cabeza el ritmo de la música que escuchaba cerró los ojos y pareció disfrutar de lo lindo. Un miembro del equipo de Burkinshaw había ocupado su puesto; en los auriculares no sonaba música estruendosa, sino las instrucciones de Harry con fuerza cinco.
Otro de los hombres de Burkinshaw se situó en el vagón de delante, y Harry y John Preston, en el tercero, de modo que Winkler quedó copado, y el cuarto hombre del equipo se sentó en un vagón de primera clase, por si a Winkler se le ocurría echarse una "carrerita" en el tren si sospechaba que le espiaban. A las 9.25 en punto, el Intercity 125 silbó, salió de St.
Pancras y se dirigió hacia el Norte. A las nueve y media, Brian Harcourt Smith fue localizado en el comedor de su club y llamado por teléfono. Era Simon Margery. Después de escuchar, el director general delegado de "Cinco" salió corriendo, tomó un taxi y cruzó a toda velocidad los tres kilómetros del West End que le separaban de Charles Street. Encontró en su mesa la orden firmada aquella misma tarde por Sir Bernard Hemmings. Palideció de rabia. Era un hombre que sabía dominarse, y, después de pensarlo un rato, cogió el teléfono y pidió al operador, con su acostumbrada cortesía, que le pusiese en comunicación con el asesor jurídico del Servicio, telefoneándole a su casa. El asesor jurídico es la persona que cuida de la mayor parte de las relaciones entre el Servicio y la Rama Especial. Mientras esperaba la comunicación, comprobó el horario de trenes con destino a Sheffield. El asesor jurídico, que estaba viendo la televisión en Camberley, se levantó de su sillón y se puso al aparato.
–Necesito que la Rama Especial practique una detención -dijo Harcourt Smith-.
Tengo razones para creer que un inmigrante ilegal, sospechoso de ser agente soviético, puede escapar a la vigilancia a que está sometido. Se llama Franz Winkler y se hace pasar por ciudadano austriaco. La acusación: presunto pasaporte falso. Llegará a Sheffield en el tren de Londres, a las once cincuenta y nueve. Sí, sé que es muy poco tiempo. Por eso es tan urgente. Por favor, póngase al habla con el jefe de la rama Especial en el Yard y pídale que monte la operación para practicar la detención en cuanto llegue el tren a Sheffield.
Colgó el teléfono, con semblante hosco. John Preston podía estar harto de él como director del equipo de vigilancia, pero la detención de un sospechoso era cuestión política, y éste era su Departamento. El tren iba casi vacío. Dos vagones, en vez de seis, habrían bastado para transportar a los sesenta pasajeros que viajaban en él. Barney, el vigilante del primer vagón, compartía éste con otros diez viajeros de aspecto inocente. Iba sentado de espaldas a la marcha, de modo que podía ver la parte superior de la cabeza de Winkler a través de la puerta cristalera entre los dos vagones. Ginger, el joven negro de los auriculares que viajaba con Winkler en el segundo vagón, tenía otros cinco compañeros de viaje. Y en el tercero, una docena de ellos compartían los sesenta asientos con Preston y Burkinshaw.
Durante hora y cuarto, Winkler no hizo nada; no tenía nada que leer; se limitaba a mirar el oscuro paisaje a través de la ventanilla. Se movió cuando el tren redujo la marcha al llegar a Leicester, a las l0.45. Tomó su saco de mano de la rejilla, echó a andar por el vagón, pasó por delante del lavabo y bajó el cristal de la puerta que daba al andén. Ginger informó a los demás, quienes se prepararon para entrar eventualmente en acción. Otro pasajero pasó junto a Winkler al detenerse el tren.
–Por favor, ¿hemos llegado a Shefield? – preguntó Winkler.
–No, esto es Leicester -respondió el hombre, y bajó al andén. – ¡Ah! Muchas gracias -murmuró Winkler.
Dejó el saco de mano en el suelo, pero se quedó junto a la ventanilla abierta, mirando al andén durante la breve parada. Al arrancar el tren, volvió a su asiento y colocó de nuevo el saco de mano sobre la rejilla. A las 11.12 hizo lo mismo en Derby. Esta vez preguntó a un mozo de cuerda que estaba en el andén del antro de cemento que constituye la estación de Derby.
–Derbs -le gritó el faquin-. Shefield es la segunda estación.
Winkler se quedó también mirando por la ventanilla abierta mientras duró la parada y, después, volvió a su asiento y arrojó el saco de mano sobre la rejilla. Preston le estaba observando a través de la puerta entre los dos vagones. A las 11,43 entraron en Chesterfield, una estación victoriana, pero muy bien cuidada, pintada de vivos colores y con macetas de flores colgadas de las paredes. Esta vez, Winkler dejó el saco de mano donde estaba, pero se asomó a la ventanilla mientras dos o tres viajeros se apeaban ¨ del tren y cruzaban corriendo la barrera donde se revisaban los billetes. El andén quedó vacío antes de que el tren arrancase de nuevo. Cuando lo hizo, Winkler abrió la puerta, saltó al andén y cerró ésta, moviendo el brazo hacia atrás. Burkinshaw era muy raras veces pillado desprevenido por un Joe, pero más tarde confesó que Winkler le había sorprendido. Los cuatro vigilantes habrían podido saltar fácilmente al andén, pero no había manera de esconderse en aquella franja de piedra, donde habrían pasado tan inadvertidos como una cerda en una sinagoga. Winkler les habría visto y no habría acudido a la cita, dondequiera que ésta se hubiese concertado. Preston y Burkinshaw corrieron hacia la plataforma, donde se les reunió Ginger, procedente del vagón delantero. La ventanilla seguía abierta, Preston asomó la cabeza y miró hacia atrás. Winkler, convencido al fin de que no le seguían, caminaba vivamente por el andén, de espaldas al tren. – ¡Harry, vuelve aquí en coche con el equipo! – gritó Preston-. Ponte al habla conmigo por radio cuando puedas alcanzarme. Ginger, cierra la puerta cuando haya saltado.
Abrió la puerta, bajó al estribo, se encogió en la posición de "aterrizaje" de los paracaidistas y saltó. Los paracaidistas chocan contra el suelo a una velocidad de unos diecisiete kilómetros por hora; la inclinación depende del viento. El tren marchaba a unos cuarenta por hora cuando Preston cayó sobre el talud, pidiendo a Dios que le librase de chocar contra un poste de hormigón o alguna piedra grande. Tuvo suerte: la tupida hierba de mayo amortiguó el golpe; luego, Preston rodó con las rodillas juntas, los codos encogidos y la cabeza baja. Harry le dijo más tarde que no pudo seguir mirándole. Ginger dijo que botaba como una pelota por el talud en dirección a las ruedas del convoy. Cuando, por fin, se detuvo, quedó tendido en la zanja, entre la hierba y la vía férrea. Se puso en pie, se volvió y empezó a correr en dirección a las luces de la estación. Cuando llegó a la barrera de control de billetes, el guardián la estaba cerrando para la noche. Éste contempló con asombro aquella aparición envuelta en un abrigo destrozado.
–El último hombre que ha pasado por aquí -dijo Preston-. Un hombre bajo, robusto, con un impermeable gris. ¿Adónde ha ido?
El guardián señaló con la cabeza hacia el patio delantero de la estación y Preston echó a correr. El guardián se dio cuenta demasiado tarde de que no le había recogido el billete. Ya en el patio, Preston vio las luces de cola de un taxi que se dirigía a la ciudad. No había ninguno más. Sabía que podía llamar a la Policía local para que buscase al conductor del taxi y le preguntase adónde había llevado a aquel cliente; pero estaba seguro de que Winkler despediría al taxi antes de llegar a su destino y seguiría andando. A pocos metros de distancia, un mozo del ferrocarril estaba poniendo en marcha un ciclomotor.
–Necesito que me preste su bici -dijo Preston. – ¡Lárguese!-gruñó el mozo.
No había tiempo para identificarse ni para discutir las luces del taxi pasaban por debajo de la nueva carretera elevada y pronto se perderían de vista. Por consiguiente, Preston le dio un puñetazo en la mandíbula. El mozo se derrumbó. Preston agarró la máquina antes de que cayese al suelo, la libró de las piernas del hombre, montó en ella y arrancó. Tuvo suerte con los semáforos. El taxi subía por Corporation Street, y Preston nunca lo habría alcanzado con su pequeña máquina si no hubiesen estado en rojo las luces de delante de la Biblioteca Central. Cuando el taxi descendió por Holywell Street y entró en Saltergate, le llevaba cien metros de ventaja, y aún ganó más terreno al forzar el potente motor en un kilómetro de carretera recta. Si Winkler hubiese seguido en dirección a los campos del oeste de Chesterfield, Preston nunca le habría alcanzado. Afortunadamente, las luces de freno del taxi se encendieron cuando éste no era más que un punto en la lejanía. Winkler lo estaba despidiendo en el punto donde Saltergate se convierte en Ashgate Road. Al reducir la distancia, Preston pudo ver a Winkler mirando arriba y abajo junto al taxi. No había más tráfico; lo único que podía hacer era seguir en su bici. Pasó por delante del taxi detenido como un hombre que volviese tarde a casa y sólo pensara en sus asuntos, giró en Foljambe Road y se detuvo. Winkler cruzó la carretera a pie; Preston le siguió. Winkler no se volvió ni una sola vez. Caminó alrededor de la cerca del campo de fútbol del Chesterfield y entró en Compton Street. aquí se detuvo ante una casa y llamó a la puerta. Moviéndose entre las sombras, Preston llegó a la esquina de la calle y se ocultó detrás de un arbusto del jardín de la casa de la esquina. Calle arriba, vio que se encendían unas luces en una casa a oscuras y que se abría la puerta. Hubo una breve conversación en el umbral, y Winkler entró.
Preston suspiró y se instaló detrás del arbusto, dispuesto a pasar la noche en vela. No podía ver el número de la casa en la que había entrado Winkler, ni observar la parte trasera de la vivienda, pero sí podía ver el alto muro del campo de fútbol detrás de la casa, por lo cual pensó que quizá no tendría salida por allí. A las dos de la madrugada oyó el débil ruido de su radio al ponerse Burkinshaw a su alcance. Se identificó y dio su posición. A las dos y media oyó unas ligeras pisadas y silbó débilmente para indicar el sitio en que se hallaba.
Burtkinshaw se reunió con él detrás del arbusto. – ¿Estás bien, John?
–Si. Él está allí, en la segunda casa más allá del árbol, donde hay una luz detrás de la cortina.
–Ya la veo. John, habían montado una recepción en Sheffield. Dos de la Rama Especial y tres policías de uniforme. Enviados por Londres. ¿Quieres que le detengan?
–De ninguna manera. Winkler es un correo. Quiero pescar al pez gordo. Puede que esté en esa casa. ¿Qué ha sido del grupo de Sheffield?
Burkinshaw se echó a reír.
–Da gracias a Dios por el sistema de Policía británico. Sheffield está en Yorkshire, y esto corresponde a Derbyshire. Sus jefes de Policía tendrán que resolver el problema por la mañana. Esto te dará tiempo.
–Sí. ¿Dónde están los otros?
–En esta misma calle, más abajo. Hemos venido en taxi y lo hemos despedido. Ahora no tenemos coches, John. Y cuando amanezca no podremos ocultarnos en esta calle.
–Sitúa a dos en el extremo y a dos aquí -ordenó Preston-. Yo volveré al centro de la ciudad, buscaré el cuartel de la Policía y pediré ayuda. Si Chummy sale, dímelo. Pero haz que le sigan dos del equipo y que los otros dos vigilen la casa.
Abandonó el jardín y retrocedió andando hacia el centro de Chesterfield, donde buscó la Jefatura de Policía, que estaba en Beetwell Street. Mientras andaba, una frase le sonaba constantemente en la cabeza. Había algo en la actuación de Winkler que no tenía sentido.
–Aún no sé quién vive en esa casa, ni por qué la ha visitado nuestro sospechoso.
Pretendo averiguarlo, pero de momento no quiero que se practique ninguna detención.
Quiero vigilar la casa. Esta misma mañana podremos conseguir la debida autorización del jefe de Policía de Derbyshire, pero ahora el problema es más urgente. Tengo cuatro hombres del Servicio de Vigilancia en aquella calle, pero en cuanto amanezca serán demasiado visibles. Por tanto, necesito ayuda inmediata. – ¿Qué puedo hacer exactamente por usted, Mr. Preston? – preguntó el oficial de Policía. – ¿Tiene, por ejemplo, una camioneta que no tenga distintivos?
–No. Tenemos varios coches sin distintivos y un par de furgonetas, pero éstas llevan la insignia de la Policía en un lado. – ¿Podríamos conseguir una sin ningún distintivo y aparcarla en aquella calle con mis hombres en su interior, sólo como medida temporal?
El superintendente llamó por teléfono al sargento de guardia. Le hizo la misma pregunta y escuchó durante un rato.
–Telefonéele y dígale que me llame en seguida -dijo. Y dirigiéndose a Preston-: Uno de mis hombres tiene una camioneta. Está muy estropeada y siempre le toman el pelo por ello. Treinta minutos más tarde, el adormilado agente de Policía se encontró con el equipo de vigilantes frente a la puerta principal del campo de fútbol. Burkinshaw y sus hombres subieron a la camioneta y ésta fue conducida a Compton Street y aparcada al otro lado de la calle, ante la casa sospechosa. Siguiendo las instrucciones recibidas, el policía se apeó, se estiró y echó a andar calle abajo. dando la impresión de un hombre que volvía a casa después de su trabajo en un turno de noche. Burkinshaw atisbó por la ventanilla trasera y llamó por radio a Preston.
–Así está mejor -comentó-. Podemos ver bien la casa desde el otro lado de la calle. A propósito, es el número 59.
–Sigue ahí durante un rato -ordenó Preston-. Estoy tratando de montar algo mejor.
Mientras tanto, si Winkler sale y se marcha a pie, haz que le sigan dos hombres y deja a los otros dos vigilando la casa. Si se va en coche, síguelo con la camioneta.
–Puede que tengamos que vigilar la casa durante un periodo más largo, superintendente. Para eso, tendríamos que ocupar una habitación alta de una casa al otro lado de la calle. ¿Podríamos encontrar alguien en Compton Street que estuviese dispuesto a facilitárnosla?El jefe de Policía reflexionó:
–Conozco a alguien que vive en Compton Street -dijo-. Ambos somos masones, miembros de la misma logia. Por eso le conozco. Fue suboficial de Marina y ahora está retirado. Vive en el número 68. Sin embargo, no sé dónde cae este número en la calle.
Burkinshaw confirmó que el número 68 estaba al otro lado de la calle y dos casas más arriba. Desde la ventana del piso alto, que era casi seguramente la del dormitorio principal, podría observarse perfectamente el objetivo. El superintendente King telefoneó a su amigo.
A sugerencia de Preston, dijo al soñoliento dueño de la casa, Mr. Sam Royston, que se trataba de una operación de la Policía, deseaban vigilar a un posible sospechoso que se había refugiado al otro lado de la calle. Cuando se hubo despabilado, Mr. Royston se mostró a la altura de las circunstancias. Como ciudadano cumplidor de la ley, permitiría, desde luego, a la Policía utilizar su habitación delantera. La camioneta fue conducida sin ruido alrededor del bloque hasta West Street; Burkinshaw y su equipo se deslizaron entre las casas, saltaron la valla y entraron en la casa de Mr. Royston por el jardín trasero. Justo antes de que el sol estival inundase la calle, el equipo de vigilancia se instaló en el recién utilizado dormitorio de los Royston, detrás de las cortinas de blonda, a cuyo través podían ver el número 59 al otro lado de la calle. Mr. Royston, tieso como un huso en su bata de pelo de camello y orgulloso, como buen patriota que era, de poder ayudar a los oficiales de la Reina, miró a través de las cortinas hacia la casa situada casi enfrente de la suya. – ¿Son atracadores de Bancos? ¿O traficantes de drogas?
–Algo parecido -asintió Burkinshaw. – ¡Extranjeros! – gruñó Royston-. Nunca me han gustado. No deberían dejarles entrar en el país.
Ginger, cuyos padres habían venido de Jamaica, miró impasible a través de las cortinas.
Mungo, el escocés, subió un par de sillas del piso bajo. Mrs. Royston surgió como un ratón de algún escondrijo secreto, después de quitarse los rulos y las horquillas. – ¿Desea alguien una tacita de té? – preguntó.
Barney, que era joven y guapo, le dedicó su más cautivadora sonrisa.
–Sería estupendo, señora.
Fue un gran día para ella. Empezó a preparar la primera de la que resultó ser una serie interminable de tazas de té, brebaje del que parecía sustentarse sin necesidad de recurrir a alimentos sólidos. En la Jefatura de Policía, el sargento de servicio había establecido también la identidad de los moradores del 59 de Compton Street.
–Dos chipriotas griegos, señor -informó al superintendente King-. Son hermanos y solteros. Andreas y Spiridon Stephanides. Llevan allí unos cuatro años, según el guardia que hace la ronda en el barrio. Parece que tienen un restaurante griego donde sirven también comidas para llevarse, en Holywell Cross.
Preston pasó media hora telefoneando a Londres. Primero despertó al oficial de guardia en "Sentinel", el cual le puso en comunicación con Barry Banks.
–Barry, quiero que te pongas inmediatamente en contacto con "C", dondequiera que se encuentre, y le pidas que me llame.
Sir Nigel Irvine le telefoneó cinco minutos más tarde, tranquilo y lúcido como si no hubiese estado durmiendo. Preston le informó de los sucesos de la noche.
–Había un equipo de recepción en Sheffield, señor. Dos de la RE y tres guardias uniformados, autorizados para detener a quien sea.
–No creo que esto formase parte del convenio, John.
–No en lo referente a mí.
–Está bien, John, llevaré esto hasta el final. Ya tienes la casa. ¿Vas a entrar en ella ahora?
–Tengo una casa -le corrigió Preston-. No quiero entrar en ella, porque creo que no es el final de la pista. Otra cosa, señor. Si Winkler se marcha y quiere volver a su país, quiero que le dejen ir en paz. Si es un correo o portador de un mensaje, o sólo está haciendo una labor de comprobación, los suyos estarán esperando su regreso en Viena. Si no aparece, desconectarán todos los hilos.
–Si -asintió Sir Nigel, pensativamente-. Hablaré de esto a Sir Bernard. ¿Quieres seguir con la operación ahí o prefieres volver a Londres?
–Si es posible, me gustaría quedarme aquí.
–Muy bien. Haré una petición al más alto nivel, desde "Seis", para que te concedan lo que deseas. Ahora, guárdate bien y envía tu informe operacional a Charles Street.
Terminada la conferencia, Sir Nigel telefoneó a Sir Bernard Hemmings a su casa. El director general de "Cinco" convino en reunirse con él para desayunar en el "Guards Club" a las ocho.
–Ya ves, Bernard; es realmente posible que el "Centro" esté montando en este momento una operación muy importante en el interior de este país -comentó "C" mientras untaba con mantequilla su segunda tostada.
Sir Bernard Hemmings estaba muy disgustado. No había tocado la comida que tenía delante.
–Brian habría debido contarme el incidente de Glasgow -dijo-. ¿Por qué diablos está todavía ese informe en su mesa?
Todos cometemos errores de juicio de vez en cuando. Errare humanum est, y todo lo demás -murmuró Sir Nigel-. Mi gente de Viena pensó que Winkler era un recadero de un antiguo grupo de agentes y yo deduje que Jan Marais podía ser uno de ese grupo. Ahora parece que, a fin de cuentas, puede tratarse de dos operaciones sepa radas. Se abstuvo de confesar que él mismo había redactado el telegrama de Viena del día anterior para conseguir lo que quería de su colega: la inclusión de Preston como controlador de campo en la operación Winkler. Para "C" había momentos en que uno tenía que mostrarse candoroso, y otros, en que debía guardar un discreto silencio. – ¿Y la segunda operación, la relacionada con el incidente de Glasgow? – preguntó Sir Bernard.
Sir Nigel se encogió de hombros.
–No lo sé, Bernard. Todos andamos a tientas en la oscuridad. Evidentemente, Brian no lo cree. Puede que tenga razón. En tal caso, yo me habría equivocado de medio a medio.
Sin embargo, el asunto de Glasgow, el misterioso transmisor en Midlands, la llegada de Winkler… Ese Winkler ha sido nuestro golpe de suerte, quizás el último que tengamos -Entonces, ¿cuáles son tus conclusiones, Nigel?
Sir Nigel sonrió, como disculpándose. Era la pregunta que había estado esperando.
–Ninguna conclusión, Bernard. Sólo unas pocas deducciones hipotéticas. Si Winkler es un correo, cabe esperar que establezca su contacto y entregue el paquete, o reciba el paquete que ha venido a recoger, en algún lugar público. Una zona de aparcamiento, un lugar en la orilla del río, el banco de un jardín o junto a un estanque. Si se está montando allí una gran operación, tiene que haber un Ilegal importante en el lugar. El director del espectáculo. Si tú estuvieses en su lugar, ¿querrías que los correos llamasen a tu puerta? ¡Claro que no! Tendrías un intermediario, o tal vez dos. Toma un poco de café.
–Está bien, de acuerdo.
Sir Bernard esperó a que su colega le sirviese una taza.
–Por consiguiente, Bernard, opino que Winkler no puede ser el pez gordo. Es un pequeño accesorio, un recadero, un correo o algo por el estilo. Lo propio cabe decir de los dos chipriotas en una casita de Chesterfield. Durmientes, ¿no crees?
–Si -convino Sir Bernard-, durmientes de poca categoría.
–Por consiguiente, empieza a parecer como si la casa de Chesterfield fuese un depósito de llegada de paquetes, un buzón, una casa segura o tal vez el hogar del transmisor. A fin de cuentas, está en la zona adecuada; los dos "chirridos" interceptados por SCG procedían de Derbyshire Peak District y de los montes del norte de Sheffield, donde se llega fácilmente desde Chesterfield. – ¿Y Winlcler? – ¿Qué podemos pensar, Bernard? ¿Un técnico para reparar la emisora si presentaba problemas? ¿Un supervisor para comprobar el progreso de la operación? Sea como fuere, creo que deberíamos dejar que informase de que todo está en orden. – ¿Y crees que el pez gordo se dejará ver?
Sir Nigel se encogió nuevamente de hombros. Lo que temía era que Brian Harcourt Smith, fracasado su intento de detención en Sheffield, tratase de asaltar la casa de Chesterfield. Sir Nigel lo consideraba totalmente prematuro.
–Yo diría que tiene que haber un contacto allí, en alguna parte. O él acudirá a los griegos, o éstos irán a el -dijo-. – Tú sabes algo, Nigel. Yo pienso que deberíamos reservar esa casa de Chesterfield, al menos durante un tiempo.
El jefe del SSI adoptó una expresión grave:
–Bernard viejo amigo, estoy de acuerdo contigo. Pero tu joven Brian parece empeñado en penetrar en ella y practicar unas cuantas detenciones. La noche pasada lo intentó en Sheffield. Desde luego, las detenciones parecen cosa buena de momento, pero…
–Deja de mi cuenta a Brian Harcourt Smith, Nigel -dijo ásperamente Sir Bernard-.
Puede que yo esté en las últimas, pero el viejo perro tiene aún fuerzas para ladrar. Mira, voy a encargarme personalmente de la direccion de este asunto.
Sir Nigel se inclinó hacia delante y apoyó una mano en el antebrazo de Sir Bernard.
–Deseaba realmente que lo hicieses, Bernard.
Winkler salió a pie de la casa de Compton Street, a las nueve y media. Mungo y Barney se deslizaron a hurtadillas fuera de la casa de Royston, cruzaron los jardines y alcanzaron al checo en la esquina de Ashgate Road. Él volvió a la estación, tomó el tren de Londres y quedó bajo la vigilancia de un nuevo equipo en St. Pancras. Mungo y Barney volvieron a Derbyshire. Winkler no volvió a su pensión. Si había dejado algo allí, lo abandonó, como había dejado en el tren su saco de mano con un pijama y una camisa, y fue directamente a Heathrow. Tomó el avión de la tarde con destino a Viena. El jefe del Servicio en Viena informó más tarde a Irvine de que habían ido a recibirle dos hombres de la Embajada soviética. Preston pasó el resto del día encerrado en la Jefatura de Policía, estudiando todo el caudal de detalles administrativos requeridos por una operación en provincias. La máquina burocrática entró en acción; Charles Street apeló al Ministerio del Interior, el cual ordenó al jefe de Policía de Derbyshire que dijese al superintendente King que debía prestar toda su colaboración a Preston y sus hombres. Mr. King estaba deseoso de hacerlo, pero los papeles debían estar en orden. Len Stewart llegó en coche con un segundo equipo, y todos ellos fueron alojados en las habitaciones de solteros de la Policía. Se tomaron fotos, con teleobjetivos, de los dos hermanos griegos al salir de Compton Street para ir a su figón de Holywell Cross, poco antes del mediodía, y se enviaron a Londres por un mensajero en motocicleta. Llegaron otros expertos de Manchester, quienes se dirigieron a la central de teléfonos local e intervinieron los aparatos de los griegos en su casa y en el pequeño restaurante. Un indicador de dirección fue instalado subrepticiamente en su automóvil. A última hora de la tarde, Londres tenía la "imagen" de los griegos. No eran verdaderos chipriotas, pero si hermanos. Comunistas griegos veteranos, antaño activos en el movimiento ELLAS, habían pasado de la Grecia continental a Chipre hacía veinte años.
Atenas había informado amablemente a Londres. Su verdadero apellido era Grapopoulos.
Según Nicosia, habían desaparecido de Chipre hacía ocho años. El archivo de Información de Croydon informó de que los hermanos Stephanides habían llegado a Gran Bretaña hacía cinco años, como legales ciudadanos chipriotas, y se había autorizado su residencia. El padrón de habitantes de Chesterfield mostraba que habían llegado de Londres hacía tres años y medio, alquilado a largo plazo el restaurante griego y comprado la casita de Compton Street. Desde entonces habían vivido como ciudadanos tranquilos y cumplidores de la ley.
Seis días a la semana abrían su figón para el almuerzo, que era muy sencillo, y se quedaban hasta tarde, ganándose muy bien la vida con comidas preparadas para llevarse a casa. Ningún miembro de la Policía, salvo el superintendente King, sabía la verdadera razón de la vigilancia, y sólo seis de ellos conocían su existencia. A los otros se les dijo que era parte de una operación de ámbito nacional en busca de drogas. Los hombres de Londres sólo habían venido porque conocían algunas caras. Poco después de ponerse el sol, Preston abandonó la Jefatura de Policía y fue a reunirse con Burkinshaw y su Antes de salir de la Jefatura de Policía, dio efusivamente las gracias al superintendente King por toda la ayuda que le había prestado. – ¿Estará usted allí todo el tiempo? – preguntó el jefe de Policía.
–Si, estaré allí -respondió Preston-. ¿Por qué lo pregunta?
El superintendente King sonrió tristemente. La noche pasada vino un mozo de cuerda de la estación del ferrocarril, y estaba indignado. Parece ser que alguien le golpeó y le quitó el ciclomotor en el patio de la estación. Encontramos la máquina en Foljambe Road, sin la menor avería. Sin embargo, nos dio una descripción muy exacta de su atacante. Yo no me dejaría ver mucho, ¿sabe? – No, creo que no.
–Muy bien pensado -opinó el superintendente King.
En su casa de Compton Street se había pedido a Mr. Royston que continuase su vida normal, visitando las tiendas por la mañana y el campo de bolos por la tarde. La comida y la bebida extraordinarias las llevarían después de anochecer, para que los vecinos no se extrañasen del repentino y enorme apetito de los Royston. Llevaron un pequeño aparato de televisión para los que Mr. Royston llamaba "los muchachos de arriba", y todos se dispusieron a esperar y vigilar. Los Royston se mudaron al dormitorio de atrás, y la cama individual de aquella habitación fue trasladada a la de delante. Sería compartida en turnos por los vigilantes. También llevaron unos potentes gemelos montados sobre un trípode, así como una cámara con teleobjetivo para fotos a la luz del día y una lente de infrarrojos para tomar las de noche. Dos automóviles con los depósitos llenos estaban aparcados en las cercanías, y los hombres de Len Stewart operaban en la sala de comunicaciones de la Jefatura de Policía, enlazando la casa de Royston con sus propios aparatos y Londres.
Cuando llegó Preston, los cuatro vigilantes parecían hallarse en su casa. Barney y Mungo, que habían vuelto de Londres, estaban dormitando, uno en la cama y el otro en el suelo.
Ginger estaba sentado en una poltrona, sorbiendo una taza de té recién hecho; Harry Burkinshaw estaba sentado como un buda en un sillón detrás de las cortinas de blonda, mirando a través de la calle hacia la casa vacía. Como había pasado la mitad de su vida plantado bajo la lluvia, se sentía satisfecho. aquí se estaba caliente, no había humedad, podía quitarse los zapatos y disponía de una buena provisión de caramelos de menta. Sabía muy bien que había situaciones mucho peores. Comoquiera que la casa que constituía su objetivo estaba adosada por detrás a un muro de hormigón de cuarenta y cinco centímetros, que era el del campo de fútbol, esto quería decir que nadie tendría que pasar la noche agazapado entre los arbustos. Preston se sentó a su lado, detrás de la cámara montada, y aceptó la taza de té que le ofrecía Ginger. – ¿Vas a traer el equipo de escaladores? – preguntó Harry.
Se refería a los técnicos especializados en entrar clandestinamente en las casas.
–No -respondió Preston-. En primer lugar, ni siquiera sabemos si puede haber alguien más allá dentro. Aparte esto, podría haber una serie de aparatos de alarma contra posibles incursiones, y quizás alguno nada divertido. Por último, lo que espero es que aparezca un Chummy. Si lo hace, tomaremos los coches y le seguiremos. Len podrá encargarse de la casa.
Se acomodaron y guardaron silencio. Barney se despertó. – ¿Ha dicho algo la tele? – preguntó.
–No gran cosa -respondió Ginger-. Las noticias de la noche, las gansadas de costumbre.
Veinticuatro horas más tarde, en la emisión del jueves las noticias fueron mucho más interesantes. Vieron en la pequeña pantalla a la Primera Ministra de pie en la entrada del número 10 de Downing Street, con un discreto vestido azul, enfrentándose a una horda de representantes de la Prensa y la Televisión. Anunció que acababa de volver de Buckingham Palace, donde había pedido la disolución del Parlamento. En consecuencia, el país debía prepararse para las elecciones generales, que se celebrarían el próximo 18 de junio. El resto de la velada se dedicó a las reacciones provocadas por tal declaración, con los líderes y personajes destacados de todos los Partidos anunciando sus confiadas esperanzas de victoria.
–Cualquiera sabe -observó Burkinshaw a Preston.
No obtuvo respuesta. Preston observaba la pantalla su mido en honda reflexión. Al fin dijo:
–Creo que lo tengo.
–Pues no lo sueltes -observó Mungo. – ¿Qué es ello, John? – preguntó Harry cuando cesaron las risas.
–Mi plazo limite -replicó Preston, pero se negó a dar más explicaciones.
En 1987, muy pocos automóviles de fabricación europea conservaban los grandes y redondos faros de estilo antiguo; uno de ellos era el eterno "Austin Mini". Un vehículo de este tipo figuraba entre los muchos coches que desembarcaron del transbordador de Cherburgo a Southampton el anochecer del 2 de junio. El coche había sido comprado en Austria cuatro semanas antes, conducido a un taller clandestino en Alemania, modificado allí y llevado de nuevo a Salzburgo. Su documentación austriaca estaba perfectamente en regla, lo mismo que la del turista que lo conducía, aunque en realidad éste era checo, segunda y última aportación del STB al plan del comandante Volkov para introducir en Gran Bretaña los componentes que necesitaba Valeri Petrofski. El "Mini" fue registrado en la Aduana sin que se descubriese en él nada anormal. Al salir de los muelles de Southampton, el conductor tomó la dirección de Londres pero, al llegar a los suburbios del norte de la ciudad portuaria, salió de la carretera y entró en una amplia zona de aparcamiento. Ahora era ya noche cerrada y, situado en el fondo del parking, no podía ser visto por los ocupantes de los coches que rodaban a gran velocidad por la carretera principal. Se apeó y, con un destornillador, empezó a trabajar en los faros. Primero quitó el anillo de metal cromado que cubría el hueco entre el faro y el metal circundante. Empleando un destornillador más grande, aflojó los tornillos que sujetaban la unidad de alumbrado dentro de la carrocería.
Cuando se desprendieron, sacó toda la unidad de su soporte, soltó los cables que conectaban el sistema eléctrico del coche con la parte posterior de la lámpara y depositó la unidad -que parecía excepcionalmente pesada-, en una bolsa de lona que tenía al lado.
Tardó casi una hora en extraer ambos faros. Cuando hubo terminado, el cochecito miraba, sin ver, hacia delante, con sus cuencas vacías. El agente sabía que regresaría por la mañana, con unos faros nuevos comprados en Southampton, los montaría y se llevaría el coche de allí. De momento cargó con la pesada bolsa de lona, volvió a la carretera y caminó unos trescientos metros en direccion al puerto. La parada del autobús estaba donde le habían indicado. Comprobó su reloj; faltaban diez minutos para la hora de la cita.
Exactamente diez minutos más tarde, un hombre con traje de cuero de motorista se acercó a la parada del autobús. No había nadie más allí. El recién llegado miró carretera abajo y observó:
–El último autobús de la noche siempre se hace esperar.
El checo suspiró aliviado.
–Si -respondió-, pero gracias a Dios estaré en casa a medianoche.
Esperaron en silencio hasta que llegó el autobús con destino a Southampton. El checo dejó h bolsa en el y subió al autobús. Al desaparecer las luces traseras en dirección a la ciudad, el motorista cogió la bolsa y se alejó hacia un albergue contiguo a la carretera, donde había dejado su motocicleta. Al amanecer, tras haber ido a Thetford para cambiar de vehículo, llegó a su casa de Cherryhayes Close (Ipswich), con el último artículo de la lista de componentes que había estado esperando durante aquellas largas semanas. El correo Nueve había hecho su entrega. Dos días más tarde se cumplió una semana del comienzo de la vigilancia sobre la casa de Compton Street (Chesterfield), sin que se hubiese producido absolutamente nada digno de mención. Los dos hermanos griegos llevaban una vida impecablemente vulgar. Se levantaban a eso de las nueve, trajinaban en su casa, de cuya limpieza parecían cuidar personalmente, y tomaban su coche de cinco años para ir al restaurante justo antes del mediodía. Permanecían allí hasta cerca de medianoche, y entonces, volvían a casa para dormir. No hubo visitantes y muy pocas llamadas telefónicas. Éstas eran para pedir carne y verduras u otros artículos inofensivos. En el figón de Holywell Cross, Len Stewart y sus hombres informaron de modo parecido. El teléfono se empleaba allí con más frecuencia, pero las conversaciones versaban también sobre pedidos de comestibles, reservas de mesas o servicio de vinos. Era imposible que un vigilante comiese allí todas las noches; los griegos eran, sin duda, profesionales que habían pasado años llevando una vida clandestina y que habrían sospechado de un parroquiano que acudiese con excesiva frecuencia o se entretuviese demasiado rato. Pero Stewart y su equipo hacían cuanto podían. En cuanto al equipo de la casa Royston, el problema principal era el tedio. Incluso Mr. y Mrs. Royston empezaban a cansarse de las molestias causadas por su presencia, una vez agotada la excitación inicial. Mr. Royston había accedido a actuar de agente electoral para el Partido Conservador -se había opuesto resueltamente a hacerlo para cualquier otro Partido- y las ventanas delanteras de la casa mostraban ahora carteles en favor del candidato tory local.
Esto permitía más idas y venidas que de costumbre, ya que nadie que entrase en la casa o saliese de ella con la insignia de los conservadores llamaría la atención de los vecinos. Este truco permitió a Burkinshaw y a su equipo -provistos de los distintivos adecuados-, dar algún paseo mientras los griegos estaban en su restaurante. Esto rompía la monotonía. El único que parecía inmune al aburrimiento era Harry Burkinshaw. Por lo demás, la distracción principal era la televisión, mantenida a bajo volumen, en particular cuando los Royston habían salido, y el tema principal del día y de la noche era la campaña electoral. Al cabo de una semana de iniciarse esta campaña, tres cosas parecían claras:
La alianza entre liberales y socialdemócratas había tenido nuevamente poca resonancia en las encuestas de opinión y la lucha parecía reflejar cada vez más la tradicional carrera entre conservadores y laboristas. El segundo factor era que todas las encuestas de opinión indicaban que los dos partidos principales estaban mucho más cerca el uno del otro de lo que había podido preverse cuatro años antes, en 1983, cuando los conservadores habían triunfado por una gran mayoría; además, las encuestas a nivel de distritos electorales indicaban que el resultado, en los ochenta distritos más marginales, determinaría casi con toda seguridad el color del próximo Gobierno del país. En todas las encuestas, el que inclinaba los platillos de la balanza era el "voto flotante", que oscilaba entre el diez y el veinte por ciento. La tercera revelación era la de que pese a todas las cuestiones económicas e ideológicas en juego y los esfuerzos de todos los Partidos por aprovecharse de ellas, la campaña iba siendo crecientemente dominada por el problema, mucho más emotivo, del desarme nuclear unilateral. En un número cada vez mayor de encuestas, la cuestión de la carrera de armamentos nucleares aparecía como el primer o segundo motivo de preocupación. Los movimientos pacifistas -en su mayor parte de izquierda y unidos al menos por una vez-, montaban lo que era, en efecto, una campana paralela propia. Casi diariamente se realizaban grandes manifestaciones, recompensa das con la atención igualmente reiterada de la Prensa y la Televisión. Los movimientos, aunque no contaban aparentemente con importantes organizaciones para recaudar fondos, parecían capaces de alquilar, mediante sus recursos combinados, cientos de autocares a buenos precios para transportar a sus manifestantes a todas las partes del país. Las lumbreras de la izquierda dura del Partido Laborista, agnóstica o atea en su totalidad, compartían todas las tribunas públicas o de Televisión con clérigos del ala progresista de la Iglesia anglicana, y los miembros de ambos grupos empleaban el tiempo que se les concedía asintiendo gravemente a las opiniones manifestadas por los otros. Inevitablemente, aunque la alianza no era unilateralista, el blanco principal de los ataques de los partidarios del desarme era el Partido Conservador, mientras que el Partido Laborista se convertía en su principal aliado.
El líder del Partido, apoyado pro el Ejecutivo Nacional, al comprobar la dirección en que soplaba el viento, aceptó en nombre Propio y en el del Partido todas las demandas de los unilateralistas. Otro tema destacado de la campana de la izquierda era el antinorteamericanismo. En un centenar de estrados, pronto le resultó imposible, al entrevistador o presentador, sacarle al portavoz de los partidarios del desarme una sola palabra de condena contra la Rusia soviética. El tópico constantemente reiterado era el odio a Norteamérica, presentada como belicista, imperialista y amenazadora de la paz. El jueves, 4 de junio, la campaña fue animada por el súbito ofrecimiento soviético de "garantizar" a toda la Europa occidental, tanto a las naciones neutrales como a las de la OTAN, una zona desprovista a perpetuidad de armas nucleares, si Norteamérica hacía lo mismo. Un intento del ministro británico de Defensa por explicar que (a) la remoción de las defensas europeas y de los Estados Unidos era comprobable, mientras que no lo era la eliminación de las cabezas nucleares soviéticas, y (b) que el Pacto de Varsovia tenía una superioridad de cuatro a uno sobre la OTAN en armas convencionales, quedó frustrado por grandes abucheos en dos ocasiones antes del almuerzo, y el ministro tuvo que ser librado por sus guardaespaldas de las garras de los pacifistas.
–Cualquiera diría -gruñó Harry Burkinshaw mientras abría otra botella de menta- que esta elección es un referéndum nacional sobre desarme nuclear.
–Lo es -asintió brevemente Preston.
El viernes, el comandante Petrofski fue de compras al barrio comercial de Ipswich. En una ferretería compró una carretilla ligera, de dos ruedas y varas cortas, del tipo empleado para transportar sacos, cubos o maletas pesadas. Un comerciante del ramo de la construcción le sirvió dos tablones de treinta centímetros de longitud. En una tienda de materiales de oficina adquirió un pequeño archivador de acero de un metro de altura, cincuenta centímetros de anchura y treinta y cinco de profundidad, con una puerta de cierre seguro. Un almacén de maderas le proporcionó varios listones, palos y viguetas cortas, mientras que una tienda de bricolaje le vendió una caja de herramientas completa, incluido un taladro de gran velocidad con una selección de brocas para acero o madera, y además, clavos, pasadores, tuercas, tornillos y unos guantes industriales gruesos. En un almacén de empaquetado compró cierta cantidad de espuma aislante y terminó la mañana en un establecimiento de material eléctrico, donde compró cuatro bates rías de nueve voltios y una serie de cables multicolores. Tuvo que hacer dos viajes en su coche para llevar las mercancías a Cherryhayes Close, donde las guardó en el garaje. Cuando hubo anochecido, llevó la mayor parte de ellas a la casa. Aquella noche, la radio le dio en Morse los detalles de la llegada del montador, única cosa que no había tenido que aprenderse de memoria.
Sería el lugar de cita X, y la fecha, el lunes 8. "Apretado -pensó-, muy apretado", pero aún estaría a tiempo. Mientras Petrofski estaba inclinado sobre su one time pad descifrando el mensaje, y los griegos servían moussaka y kebad a la cola de personas que acababan de salir de los bares próximos a la hora de cerrar, Preston estaba en la Jefatura de Policía hablando por teléfono con Sir Bernard Hemmings. – La cuestión es, John, cuánto tiempo podremos aguantar en Chesterfield sin obtener ningún resultado -dijo Sir Bernard. – Sólo hace una semana, señor -replicó Preston-. Otras vigilancias han durado mucho más. – Si, lo sé. La cuestión es que, en general, tenemos más cosas en que apoyarnos. Aquí hay una tendencia cada vez más evidente que aconseja irrumpir en la casa de los griegos para ver lo que guardan en ella, si es que guardan algo. ¿Por qué te muestras tan contrario a entrar clandestinamente en ella mientras ellos hacen su trabajo? – Porque creo que son profesionales de alta categoría y se darían cuenta. En tal caso, probablemente tendrán una manera segura de avisar a su controlador y evitar que vuelva a visitarles. – Sí, supongo que tienes razón. Está muy bien que permanezcas sentado en aquella casa, como una de esas cabras que atan en la India como cebo para el tigre; pero, ¿y si el tigre no viene? – Creo que vendrá, más pronto o más tarde, Sir Bernard -dijo Preston-. Por favor, déme un poco más de tiempo. – Está bien -accedió Hemmings, tras una pausa para consultar con alguien-. Una semana, John. El próximo viernes tendré que soltar a los chicos de la Rama Especial para que vayan allí y desmonten toda la casa. No olvides que el hombre al que estás buscando puede haber estado todo el tiempo en ella. – No lo creo. Winkler no habría visitado el cubil del tigre. Creo que está fuera, en alguna parte, y que acabará por venir. – Muy bien. Una semana, John. Hasta el próximo viernes. Sir Bernard colgó. Preston se quedó mirando fijamente el aparato. Faltaban trece días para las elecciones. Empezaba a sentirse desanimado, a temer haberse equivoca do desde el principio. Nadie más -con la posible excepción de Sir Nigel-, creía en su intuición. Un pequeño disco de polonio y un recadero checo de bajo nivel no eran gran cosa en que apoyarse, y quizá ni siquiera estaban relacionados entre sí.
–Está bien, Sir Bernard -habló al zumbador auricular-, una semana. Después de ésta, terminaré la caza como sea.
El reactor de las Líneas Aéreas Finlandesas llegó de Helsinki el lunes siguiente por la tarde, como de costumbre, y sus pasajeros pasaron por Heathrow sin grandes problemas.
Uno de ellos era un hombre alto y barbudo, entrado en años, llamado Urho Nuutila, según su pasaporte finlandés, y cuyo dominio del idioma podía explicarse en parte por su ascendencia careliana. En realidad era un ruso llamado Vassiliev, científico nuclear de profesión, adscrito a la Artillería soviética, Directorio de Investigación. Como la mayoría de los fineses, hablaba un inglés aceptable. Después de pasar por la Aduana, tomó el autobús del aeropuerto hasta el "Heathrow Penta Hotel", entró en éste, torció a la derecha, pasando por delante de recepción, y salió por la puerta trasera, que daba al aparcamiento. Esperó junto a dicha puerta bajo el sol del atardecer, sin que nadie se fijase en él, hasta que un coche pequeño se detuvo delante de él. El cristal de la ventanilla del conductor estaba bajado. – ¿Es aquí donde dejan a los pasajeros los autobuses del aeropuerto? – preguntó.
–No -respondió el viajero-. Creo que es al otro lado. – ¿De dónde viene usted? – preguntó el joven.
–De Finlandia -respondió el barbudo.
–Debe de hacer mucho frío en Finlandia -No; en esta época del año hace mucho calor. El problema principal son los mosquitos.
El joven asintió con la cabeza. Vassiliev dio la vuelta al coche y subió. El vehículo arrancó. – ¿Nombre? – preguntó Petrofski.
–Vassiliev.
–Con eso basta. Yo soy Ross. – ¿Vamos muy lejos? – preguntó Vassiliev.
–Unas dos horas de viaje.
Pasaron en silencio el resto del camino. Petrofski hizo tres maniobras para comprobar si eran "seguidos". No lo eran. Llegaron a Cherryhayes Close con la última luz del día. En el jardín delantero de la casa contigua, su vecino, Mr. Armitage, estaba cortando la hierba. – ¿Tiene compañía? – preguntó al apearse Vassiliev del coche y dirigirse a la puerta delantera. Petrofski tomó el maletín del hombre del asiento trasero, e hizo un guiño a Armitage. – De la oficina principal -murmuró-. Por mi buen comportamiento. Podría ser que me ascendiesen. – ¡Oh! Yo diría que lo conseguiru -comentó, sonriendo, Armitage.
Asintió con la cabeza, como para darle ánimos, y siguió cortando hierba. Ya en el cuarto de estar, Petrofski corrió las cortinas, como siempre hacía antes de encender la luz. Vassiliev permaneció inmóvil en la penumbra. – ¡Bien! – exclamó, cuando se encendieron las luces-, vayamos al asunto. ¿Recibió las nueve consignaciones que le fueron enviadas? – Sí; las nueve. – Vamos a confirmarlo. Una pelota de niño, de unos veinte kilos de peso. – Sí. – Un par de zapatos, una caja de cigarros, un molde de escayola. – Si. – Una radio de transistores, una máquina de afeitar eléctrica, un tubo de acero muy pesado. – Debe de ser éste. Petrofski se dirigió a un armario y sacó un trozo de metal pesado, envuelto en una capa de materia refractaria. – Lo es -replicó Vassiliev-. Por último, un extintor de incendios manual, extraordinariamente pesado, y un par de faros de automóvil, también muy pesados. – Sí. – Muy bien, eso es todo. Si tiene el resto de los artículos comerciales inofensivos que debía comprar, empezaré el montaje por la mañana. – ¿Por qué no ahora?
–Mire usted, joven: en primer lugar, si empezase a aserrar y taladrar a estas horas, los vecinos podrían molestarse. En segundo lugar, estoy cansado. Con esta clase de juguete no se pueden cometer errores. Empezaré mañana, cuando haya descansado, y habré terminado al ponerse el sol. Petrofski asintió con la cabeza.
–Dormirá en la habitación de atrás. El miércoles le llevaré a Heathrow, a tiempo para tomar el avión de la mañana.
–Necesitaremos una bolsa de basura -dijo.
Petrofski fue a buscarla a la cocina.
–Páseme los objetos recibidos a medida que se los pida -dijo el montador-. Primero, la caja de cigarros.
Rompió los sellos y levantó la tapa. La caja contenía dos capas de cigarros, trece en la de arriba y doce en la de abajo, cada uno de ellos con su funda de aluminio.
–Debería de ser el tercero de la izquierda, de la hilera superior.
Lo era. Sacó el cigarro de la funda y lo rajó con una navaja de afeitar. Del interior del cigarro sacó una delgada ampolla de cristal que tenía un extremo torcido y del que salían dos alambres enroscados. Un detonador eléctrico. Lo demás fue a parar a la bolsa de basura.
–El molde de escayola.
El molde se había confeccionado en dos capas, la primera de las cuales se había endurecido antes de ser aplicada la segunda. Entre las dos capas se había colocado otra de una sustancia gris y blanda, envuelta en politeno para evitar la adhesión, y enrollada en torno al brazo. Vassiliev separó las dos capas de escayola, extrajo la plasticina gris de su cavidad, desprendió las hojas protectoras de politeno e hizo con aquélla una pelota. Eran doscientos gramos de plástico explosivo. Petrofski le dio los zapatos del señor Lichka, y Vassiliev arrancó los tacones de ambos. Uno de ellos contenía un disco de acero de cinco centímetros de diámetro y veinticinco milímetros de grueso. El borde estaba surcado a la manera de un tornillo ancho y plano, y una de las caras tenía una muesca a la que podía adaptarse un destornillador de punta ancha. Del otro tacón salió un disco más plano de metal gris, de cinco centímetros de ancho; era de litio, metal inerte que, al fundirse durante la explosión con el polonio, formaría el iniciador y haría que la reacción atómica alcanzase toda su fuerza. El disco complementario de polonio estaba en la máquina de afeitar eléctrica, que tanto había preocupado a Karel Wosniak, y sustituía al que se había perdido en Glasgow. Quedaban los otros cinco artículos entrados de contrabando. Al arrancar el revestimiento refractario del tubo de escape del "Hanomag", apareció un tubo de acero que pesaba veinte kilos. Su diámetro interior era de cinco centímetros y el exterior, de diez, pues el metal tenía un grosor de veinticinco milímetros; era de acero templado. Uno de los extremos tenía una pestaña y un hilo interior, y el otro, una caperuza, también de acero. La caperuza tenía un pequeño orificio en el centro, para que pudiese pasar por él el detonador eléctrico. De la radio de transistores del primer oficial Romanov extrajo Vassiliev el aparato regulador del tiempo, una caja de acero plana y cerrada, del tamaño de dos paquetes de cigarrillos unidos por un extremo. Tenía dos botones gran desy redondos en una cara, uno rojo y el otro amarillo; de la otra cara salían dos alambres de colores, negativo y positivo.
Cada ángulo tenía una especie de oreja con un agujero, para su conexión a la parte exterior del estuche de acero que contendría la bomba. Tomando el extintor del "Saab" del señor Lundqvist, el montador desenroscó la base, que el equipo de preparación había cortado, juntado y pintado de nuevo, para disimular el corte. Del interior salió, no espuma contra el fuego, sino guata y una pesada varilla de metal parecida al plomo, de doce centímetros de longitud y cinco de diámetro. Aunque era pequeña, pesaba cuatro kilos y medio. Vassiliev se puso los gruesos guantes para manejarla. Era uranio 235 puro. – ¿No es radiactivo ese material? – preguntó Petrofski, que observaba fascinado.
–Sí, pero no peligroso. La gente cree que todos los materiales radiactivos son igualmente peligrosos. Y no es así. Los relojes luminosos son radiactivos, pero los llevamos.
El uranio es un emisor alfa, de bajo nivel. En cambio, el plutonio es realmente mortal. Lo propio cabe decir de esto cuando llega al punto crítico. Y esto será momentos antes de la detonación, no ahora. Tardó bastante en desmontar los dos faros del "Mini". Vassiliev sacó primero las bombillas, el filamento interior y la pantalla cóncava reflectora. Sólo quedaron un par de medias esferas huecas, de acero templado y de doce centímetros de grueso. Cada una de ellas tenía una pestaña alrededor del borde, con seis orificios para los tornillos y las tuercas. Al unirse formarían una esfera perfecta. Una de ellas tenía en su base un orificio de cinco centímetros, por el que pasaría la espiga de acero del zapato izquierdo de Lichka. El otro tenía un trozo corto de tubo que salía de su base, de cinco centímetros de diámetro en su interior y con surcos espirales en el exterior para en roscarse con el tubo de acero del sistema de escape del "Hanomag". El último elemento era la pelota transportada en la caravana de aquel hombre que hacía camping. Vassiliev arrancó la brillante cubierta de goma. Una bola de metal resplandeció a la luz.
–Esto es la envoltura de plomo -dijo-. La bola de uranio, el núcleo fisible de la bomba, está dentro. Lo sacaré más tarde. También es radiactivo, como aquella pieza de allí.
Tras comprobar que tenía sus nueve elementos, empezó a trabajar en el cajón archivador de acero. Volviéndolo boca arriba, levantó la tapa y, con los listones y palitos, dispuso un armazón interior en forma de cuña baja, que apoyó en el fondo de la caja. Luego lo cubrió con una gruesa capa de espuma de plástico absorbente del choque.
–Pondré más alrededor de los lados y encima cuando la bomba esté dentro -explicó.
Tomando las cuatro baterías, las empalmó, terminal con terminal, y luego las juntó en un bloque con cinta adhesiva. Por último, hizo cuatro pequeños agujeros en la tapa de la caja y conectó el bloque de baterías dentro de aquélla. Era mediodía.
–Muy bien -dijo-. Montemos el aparato. A propósito, ¿ha visto alguna vez una bomba nuclear?
–No -respondió Petrofski, con voz ronca.
Era experto en la lucha a manos limpias; no temía los puños, los cuchillos ni las pistolas.
Pero le inquietaba la fría jovialidad de Vassiliev al manejar una fuerza capaz de arrasar una ciudad. Como la mayoría de la gente, consideraba la ciencia nuclear como una especie de arte oculto.
–Antaño eran muy complicadas -comentó el montador-. Muy grandes, incluso las de baja potencia, y sólo podían confeccionarse en condiciones de laboratorio muy complicadas.
Actualmente todavía lo son las más perfeccionadas, es decir, las bombas de hidrógeno de muchos megatones. Pero la bomba atómica fundamental ha sido simplificada hasta el punto de que puede montarse en casi cualquier banco de trabajo. Contando, naturalmente, con los elementos adecuados y con un poco de técnica y precaución. – ¡Es formidable!-exclamó Petrofski.
Vassiliev estaba cortando la fina funda de plomo que envolvía la bola de uranio 235. El plomo había sido coloca do en frío como papel de envolver, y cerrada la juntura con un soplete. Se desprendió con mucha facilidad. Dentro estaba la bola de doce centímetros de diámetro, con un orificio de veinticinco milímetros atravesándola por la mitad. – ¿Quiere saber cómo funciona? – preguntó Vassiliev.
–Desde luego.
–Esta bola es de uranio. Pesa quince quilos y medio. Una masa insuficiente para que haya alcanzado el punto crítico. El uranio se vuelve crítico cuando su masa aumenta más allá de aquel punto. – ¿Qué quiere decir "crítico"?
–Es cuando empieza la fisión. Me refiero a la fisión en términos de radiactividad. Cuando se traspasa el umbral de la detonación. Esta bola no ha llegado todavía a esa fase. ¿Ve aquella varita corta de allí?
–Sí.
Era la varilla de uranio del extintor de incendios hueco.
–La varilla se ajustará exactamente al orificio de cinco centímetros del centro de la bola.
Cuando lo haga, toda la masa se volverá crítica. El tubo de acero de allí es como un carlón, en el que la varilla de uranio representa el papel de la bala. Al producirse la detonación, el explosivo de plástico empujará la varilla por el tubo hasta el corazón de esta bola.
–Y entonces estallará.
–Todavía no. Para ello se necesita el iniciador. El uranio, por sí solo, entraría en fisión hasta extinguirse, crearía un infierno de radiactividad, pero no estallaría. Para conseguir la explosión hay que bombardear el uranio crítico con una ráfaga de neutrones. Esos dos discos, el de litio y el de polonio, forman el iniciador. Si se mantienen separados, son inofensivos; el polonio es un débil emisor de radiaciones alfa, y el litio es inerte. Pero si se juntan, se produce algo muy extraño. Se inicia una reacción emiten la ráfaga de neutrones que necesitamos. Al recibirla el uranio se descompone y produce una emisión gigantesca de energía; es la destrucción de la materia. Para ello se requiere una cienmillonésima de segundo. El envoltorio de acero es para sujetarlo todo durante ese brevísimo periodo. ¿Quién deja caer el iniciador? – preguntó Petrofski, en un intento de humor macabro.
Vassiliev sonrió.
–Nadie. Los dos discos están ya allí, pero separados. Colocamos el polonio en un extremo del orificio de la bola de uranio, y el litio en la punta del que será proyectil de uranio.
La bala desciende por el tubo hasta el corazón de la bola, y el litio que lleva en la punta es lanzado contra el polonio que espera al otro extremo del túnel. Esto es. Vassiliev empleó una gota de supercola para pegar el disco de polonio a una cara del vástago plano de acero del tacón del zapato de Lichka. Después enroscó la barrita en el agujero de la base de una de las medias esferas. Tomando la bola de uranio la introdujo en ella. El interior de la concavidad tenía cuatro módulos, que se adaptaban a otras tantas muescas abiertas en el uranio. Cuando se acoplaron, la bola quedó sujeta en su sitio. Vassiliev tomó una de esas linternas que son como un lápiz y miró por el agujero a través del núcleo de la bola de uranio.
–Allí está -dijo-, esperando en el fondo del agujero.
Después colocó el segundo cuenco sobre el primero para formar una esfera perfecta, y pasó una hora apretando los dieciséis tornillos alrededor de la pestaña, para mantener unidas las dos mitades.
–Ahora, el cañón -observó.
Empujó el explosivo de plástico por el tubo de acero de cuarenta y cinco centímetros de largo, apretándolo con fuerza, pero con cuidado con un mango de escoba de la cocina, hasta que quedó bien compacto. A través del pequeño agujero de la base del tubo, Petrofski pudo distinguir cómo se combaba el explosivo de plástico. Con la misma supercola, Vassiliev sujetó el disco de litio a la punta plana de la varilla de uranio, lo envolvió en una tela para asegurarse de que no resbalaría por el tubo a causa de la vibración, y empujó la varilla hasta el explosivo del fondo. Entonces enroscó el tubo en la esfera. Ésta parecía ahora un melón gris, de diecisiete centímetros de diámetro, con un mango de cuarenta y cinco centímetros que salía de un extremo; una especie de enorme granada de mano.
–Casi he terminado -dijo Vassiliev-. E] resto es como en las bombas convencionales.
Tomó el detonador, separó los alambres de su extremo y los aseguró con cinta aislante.
Si se tocaban, podría producirse una detonación prematura. Enrolló un trozo de cable de cinco amperios en cada alambre del detonador. Luego apretó el detonador a través del agujero en el extremo del tubo, hasta introducirlo en el explosivo de plástico. Depositó la bomba en su cuna de espuma, como si fuese una criatura, y puso más espuma a su alrededor y encima de ella, como arropándola. Sólo los dos alambres quedaron libres.
Sujetó uno de ellos al terminal positivo del bloque de baterías. Un tercer alambre salía del terminal negativo de las baterías, de modo que Vassiliev tenía aún uno de cada uno en sus manos. Aisló los extremos descubiertos.
–Esto es sólo por si se tocasen -dijo, con un guiño-. Sería mala cosa. El único componente que aún no había sido usado era el aparato de relojería. Vassiliev empleó el taladro para hacer cinco agujeros en un lado de la caja de acero, cerca de la parte superior.
El agujero central era para los alambres que salían de la parte trasera del aparato de relojería y los introdujo en él. Los otros cuatro eran para unos finos tornillos, con los que fijó aquel aparato al exterior de la caja. Hecho esto, conectó los hilos de las baterías y del detonador a los del aparato de relojería, según sus colores. Petrofski contuvo el aliento.
–No se preocupe -dijo Vassiliev, al advertirlo-. Este aparato de relojería fue comprobado repetidas veces en nuestro país. El cortacircuito está en el interior y funciona.
Colocó los últimos alambres, aisló las junturas y bajó la tapa de la caja, cerrándola con llave y arrojando ésta a Petrofski. – Bueno, camarada Ross, ya está. Puede llevarlo en el portaequipajes de su cacharro y no se estropearán. Puede ir por donde quiera, la vibración no producirá ningún efecto. Una última cosa. Si aprieta con fuerza este botón amarillo, pondrá en marcha el reloj, pero no cerrará el circuito eléctrico. Esto lo hará dos horas más tarde el aparato de relojería. Apriete ese botón y tendrá dos horas para ponerse a salvo.
–El rojo es un disparador manual. Si lo apretase, se produciría la detonación en el acto.
No sabía que estaba equivocado. En realidad, creía lo que le habían dicho. Sólo cuatro hombres en Moscú sabían que ambos botones provocarían la detonación instantánea.
Anochecía.
–Ahora, amigo Ross, quiero comer, beber un poco, dormir bien y volver a casa mañana por la mañana. ¿Qué le parece?
–Muy bien -replicó Petrofski-. Dejemos la caja en aquel rincón, entre el armario y la mesa de las bebidas. Sírvase un whisky. Yo prepararé algo para cenar.
Salieron para Heathrow a las diez, en el pequeño coche de Petrofski. En una zona de aparcamiento al sudoeste de Colchester donde los tupidos bosques llegan hasta la carretera, Pétrofski se apeó para hacer sus necesidades. Segundos más tarde, Vassiliev oyó sus estridentes gritos de alarma y se apresuró a ir a ver qué sucedía. Detrás de una cortina de árboles terminó su vida con el cuello fracturado por un experto. El cadáver, despojado de toda identificación, fue arrojado a una profunda zanja y cubierto con ramas tiernas. Probablemente tardarían un día o tal vez más en descubrirlo. La Policía investigaría y, desde luego, publicaría una foto en los periódicos locales, que su vecino Arrnitage podría ver o dejar de ver, así como reconocer o no reconocer a la víctima. En todo caso, sería demasiado tarde. Petrofski regresó a Ipswich. No le remordía la conciencia. Sus órdenes habían sido muy claras en lo tocante al montador. No se imaginaba cómo había podido creer Vassiliev que volvería a casa. Pero él tenía otros problemas. Todo estaba a punto, pero el tiempo apremiaba. Había visitado Rendlesham Forest y elegido el lugar; muy resguardado, pero apenas a cien metros de la cerca de alambre de la base estadounidense en Bentwaters. No habría nadie allí a las cuatro de la mañana, cuando apretase el botón amarillo para que se produjese la detonación a las seis. Unas ramas verdes cubrirían la caja mientras se desgranasen los minutos. Entretanto, él volvería a toda prisa a Londres. Lo único que ignoraba era qué mañana lo haría. Sabía que la señal para la operación llegaría con el programa de noticias en inglés de Radio Moscú, de las diez de la noche anterior.
Consistiría en un deliberado error de dicción por parte del locutor en la primera noticia. Pero como Vassiliev no podría decirlo, había que informar a Moscú de que todo estaba preparado. Esto significaba que había que enviar el último mensaje por radio. Después, los griegos ya no serían necesarios. En el crepúsculo de una cálida tarde de junio salió de Cherryhayes Close y se dirigió tranquilamente hacia el Norte en su motocicleta, en dirección a Thetford. A las nueve empezó a rodar hacia el Noroeste por las Midlands británicas. El tedio de todas las noches para los vigilantes de la habitación delantera del piso alto de la casa de Royston fue interrumpido poco después de las diez, cuando Len Stewart llamó por radio desde la Jefatura de Policía.
–John, uno de mis muchachos estaba comiendo hace un momento en el figón. El teléfono llamó dos veces y se interrumpió. Sonó de nuevo dos veces y volvió a callar.
Después hizo lo mismo por tercera vez. Los que estaban a la escucha lo confirman. – ¿Trataron los griegos de contestar?
–No llegaron a tiempo a la primera llamada. Después no se acercaron al aparato.
Siguieron sirviendo… Espera un momento… ¿Estás ahí, John?
–Sí, desde luego.
–Los de fuera me informan de que uno de los griegos se dispone a salir. Por la parte trasera. Va en busca de su coche.
–Que le sigan dos coches y cuatro hombres -dijo Preston-. Que se queden dos en el restaurante. Puede que el que salga abandone la ciudad.
Pero no era así. Andreas Stephanides regresó a Compton Street, aparcó el coche y entró en la casa. Se encendieron las luces detrás de las cortinas. No ocurrió nada más. A las 11.20, más temprano que de costumbre, Spiridon cerró el figón y volvió andando a casa, a donde llegó a las doce menos cuarto. El tigre de Preston llegó justo antes de la medianoche.
La calle se veía muy tranquila. Casi todas las luces estaban apagadas. Preston distribuyó sus cuatro coches con sus hombres en un círculo muy amplio, y nadie le vio llegar. La primera noticia fue el murmullo de uno de los hombres de Stewart.
–Hay un hombre en el extremo superior de Compton Street, en el cruce con Cross Stewart. – ¿Qué hace? – preguntó Preston.
–Nada. Permanece inmóvil en la sombra.
–Espere.
La habitación delantera superior de la casa de los Royston estaba completamente a oscuras. Las cortinas habían sido descorridas, y los hombres se mantenían lejos de la ventana. Mungo estaba agazapado detrás de la cámara, provista ahora de su lente infrarroja. Preston sostenía su pequeña radio junto a un oído. El equipo de seis hombres de Stewart, y sus dos conductores, con sus coches, estaban allá fuera, en alguna parte, todos ellos en comunicación por radio. Se abrió una puerta calle abajo al sacar alguien un gato.
Volvió a cerrarse.
–Se está moviendo -murmuró la radio-. En dirección a vosotros. Despacio.
–Le veo -susurró Ginger, que estaba en una de las ventanas laterales-. Estatura y complexión, medianas; impermeable oscuro y largo.
–Mungo, ¿podrás captarlo al pie de aquel farol, delante de la casa de los griegos? – preguntó Burkinshaw.
Mungo cambió un poco la posición del objetivo.
–Estoy enfocando la mancha de luz -dijo.
–Está a diez metros de distancia -informó Ginger.
Sin hacer el menor ruido, el hombre del impermeable entró en la zona iluminada por el farol. La cámara de Mungo tomó cinco instantáneas. El hombre pasó de nuevo a la oscuridad y llegó a la verja de la casa de los Stephanides Recorrió el corto sendero y, en vez de tocar el timbre, llamó con los nudillos a la puerta. Ésta se abrió al momento. No había luz en el vestíbulo. El oscuro impermeable entró. La puerta se cerró de nuevo. Al otro lado de la calle se rompió la tensión.
–Mungo, saca esa película de ahí y llévala al labora torio de la Policía. Quiero que la revelen y la envíen directamente a Scotland Yard. Que la pasen en seguida a "Charles" y "Sentinel". Yo les diré que estén preparados para hacer una "imagen".
Algo preocupaba a Preston. Algo sobre la apariencia de aquel hombre. Si la noche era cálida, ¿por qué llevaba impermeable? ¿Para defenderse de la humedad? El sol había brillado todo el día. ¿Para ocultar algo? ¿Un traje claro, un traje distintivo? – ¿Qué llevaba, Mungo? Tú le has visto en primer plano.
Mungo salía por la puerta.
–Un impermeable -dijo-. Oscuro. Largo.
–Quiero decir debajo.
Ginger silbó.
–Botas. Ahora lo recuerdo. Botas altas. – ¡Caray, va en motocicleta! – exclamó Preston. Habló por la radio-: Salgan todos a la calle. Sólo a pie. Nada de coches. Recorran todas las calles del distrito salvo Compton Street. Estamos buscando una moto que tenga el motor caliente.
"El problema -pensó- es que no sé el tiempo que va a estar ahí. ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Sesenta?. Llamó a Len Stewart.
–Len, te habla John. Si encontramos esa moto, quiero que se instale en ella un indicador de dirección. Mientras tanto, llama al superintendente King.,él tendrá que montar la operación. Cuando salga Chummy, le seguiremos. El equipo de Harry y yo. Quiero que tú y tus chicos os ocupéis de los griegos. Cuando estemos una hora lejos, la Policía podrá apoderarse de la casa y de los griegos.
Len Stewart, que estaba en la Jefatura de Policía, asintió y telefoneó al superintendente King a su casa. Pasaron veinte minutos hasta que un hombre del equipo de buscadores encontrara la moto. Informó a Preston, que seguía en la casa de los Royston:
–Hay una "BMW" grande en la punta superior de Queen Street. Un portapaquetes detrás del sillín; cerrado con llave. Una bolsa a cada lado de la rueda trasera; sin cerrar. El motor y el tubo de escape están aún calientes.
–Número de matrícula.
El hombre le dio el número. Preston lo transmitió a Len Stewart, que seguía en la Jefatura de Policía. Stewart pidió un informe inmediato sobre él. Resultó ser un número de Suffolk, registrado a nombre de un tal Mr. James Duncan Ross, de Dorchester. – O es un vehículo robado, o la placa de matrícula es falsa, o lo falso es la dirección -murmuró Preston.
Horas más tarde, la Policía de Dorchester comprobó que la última alternativa era la verdadera. El hombre que había encontrado la moto recibió la orden de fijar el micro en una de las bolsas, ponerlo en marcha y alejarse del vehículo. El hombre, Joe, era uno de los dos conductores de Burkinshaw. Volvió a su coche, se sentó al volante y comprobó que funcionaba el indicador de dirección.
–Está bien -dijo Preston-, vamos a hacer un cambio. Que todos los conductores vuelvan a sus coches. Que los tres de Len Stewart, se dirijan a la entrada trasera de nuestro puesto de observación, en West Street, y relévennos. Uno a uno, sin hacer ruido, pero de prisa. Luego, dijo a los que estaban con él en la habitación:
–En marcha, Harry. Tú irás el primero. Toma el coche de delante y yo me reuniré contigo. Barney y Ginger, tomad el coche de atrás. Si Mungo puede alcanzarnos, irá con migo.
Los hombres del equipo de Stewart llegaron uno a uno por la puerta trasera para sustituir a los de Burkinshaw. Preston rezó para que el agente que estaba al otro lado de la calle no saliese mientras se producía el relevo. Él fue el último en salir; asomó la cabeza a la puerta de los Royston para darles las gracias por su ayuda y asegurarles de que todo acabaría al amanecer. Le respondieron unos murmullos que revelaban bastante preocupación. Preston se deslizó a través de los jardines, salió a West Street y, cinco minutos más tarde, se reunió con Burkinshaw y el chofer Joe en su coche, aparcado en Foljambe Road. Ginger y Barney llamaron desde el segundo coche situado en el extremo de Marsden Road, junto a Saltergate.
–Desde luego -dijo lúgubremente Burkinshaw-, si no es esa moto, nos habremos metido en un buen lío.
Preston iba en el asiento de atrás. Burkinshaw, al lado del conductor, observaba la pequeña pantalla que tenía delante. A semejanza de las de radar -aunque mucho mas reducida-, mostraba unos destellos intermitentes de luz a intervalos regulares, en un cuadrante que daba su dirección respecto al eje del coche en el que iban, y su distancia aproximada: ochocientos metros. El segundo coche llevaba un aparato igual, y ello permitía a los dos operadores establecer las coordenadas, si así lo deseaban.
–Tiene que ser su moto -dijo desesperadamente Preston-. De lo contrario, no podríamos seguirle en estas calles. Están demasiado desiertas y él es demasiado bueno.
–Ahora sale.
El súbito ladrido de la radio interrumpió la conversación. Los hombres de Stewart que había en la casa de los Royston informaron de que el hombre del impermeable había salido por la puerta del otro lado de la calle. Confirmaron que subía por Compton Street en dirección a Cross Street y al lugar donde estaba la "BMW". Después lo perdieron de vista.
Dos minutos más tarde, uno de los conductores de Stewart informó, desde St. Margaret Street, de que el agente había cruzado la punta de aquella calle y seguía en dirección a Queen Street. Después, nada. Pasaron cinco minutos. Preston rezaba.
–Se está moviendo.
Burkinshaw saltaba, excitado, en el asiento delantero; algo muy desacostumbrado en el flemático vigilante. El punto luminoso cruzó lentamente la pantalla al cambiar la moto de dirección en relación con el coche.
–El objetivo se mueve -confirmó el segundo coche.
–Dejad que se aleje dos kilómetros y después arrancad -ordenó Preston-. Poned los motores en marcha.
La señal se movió hacia el Sur y el Este a través del centro de Chesterfield. Cuando estuvo cerca de la desviación de Lordsmill, los coches empezaron a seguirle. Al llegar a la desviación, ya no les cupo la menor duda. La señal de la moto era regular y firme: iba por la A-17, hacia Mansfield y Newark. Distancia: casi dos kilómetros. Ni siquiera las luces de los faros podían ser vistas por el motorista que les precedía. Joe hizo una mueca. – ¡Trata de despistarnos ahora, bastardo! – gruñó.
A Preston le habría gustado más que el hombre hubiese viajado en coche. Las motos eran difíciles de seguir. Rápidas y con facilidad de maniobra, podían deslizarse entre el intenso tráfico que bloqueaba al coche perseguidor, meter se en callejones estrechos o entre postes que impedían el paso a cualquier automóvil. Incluso en el campo, podían salirse de la carretera y rodar sobre la hierba en parajes donde un coche difícilmente podría seguirlas. Lo importan te era que el hombre que les precedía no se diese cuenta de la persecución. El motorista sabía lo que se hacía. Se mantenía dentro del límite de velocidad, pero raras veces rodaba por debajo de él, tomando las curvas sin reducir la marcha. Siguió por la A 617, pasando por debajo del puente de la autopista M 1; cruzó la dormida Mansfield a primeras horas de la madrugada y siguió hasta Newark. Derbyshire dio paso a las ricas tierras labrantías de Nottinghamshire, y el hombre no redujo su velocidad. Antes de llegar a Newark, se detuvo.
–La distancia se está acortando mucho -dijo de pronto Joe.
–Apague las luces y deténgase -ordenó Preston.
En realidad, Petrofski había entrado en una carretera lateral, apagado el motor y las luces, y ahora estaba sentado en la encrucijada, mirando en la dirección por la que había venido. Un gran camión pasó zumbando y se perdió en dirección a Newark. Esto fue todo. A kilómetro y me dio de allí, los dos coches perseguidores estaban estacionados en el arcén.
Petrofski permaneció inmóvil durante cinco minutos; luego puso el motor en marcha y rodó por la carretera hacia el Sudeste. Cuando vieron que se movía la luz en la pantalla, los vigilantes le siguieron, manteniendo siempre al menos kilómetro y medio de distancia. La caza prosiguió a lo largo del río Trent, donde las luces de la enorme refinería de azúcar brillaron a lo lejos, a su derecha, y después en la propia Newark. Eran poco menos de las tres de la madrugada. Dentro de la ciudad, la señal osciló locamente mientras el coche perseguidor daba vueltas por las calles. El punto luminoso pareció marcar la A-46 en dirección a Lincoln, y los coches habían recorrido ochocientos metros por aquella carretera cuando Joe pisó el freno.
–Se ha desviado a nuestra derecha -dijo-. La distancia está aumentando. – ¡Vuelva atrás! – ordenó Preston.
Encontraron la desviación dentro de Newark; el sujeto había bajado por la A 17, de nuevo hacia el Sudeste, en dirección a Sleaford. En Chesterfield, la Policía lanzó su operación contra la casa de los Stephanides a las tres menos cinco. Eran diez agentes de uniforme al mando de dos hombres de la Rama Especial en traje de paisano. De haberse anticipado diez minutos, habrían pillado desprevenidos a los dos agentes soviéticos. Fue sólo cuestión de mala suerte. En el momento en que los hombres de la RE se acercaban a la puerta, ésta se abrió. Por lo visto, los dos hermanos griegos se disponían a salir en su coche con la radio para hacer la transmisión grabada en clave en su aparato emisor. Andreas Stephanides iba a poner el coche en marcha cuando vio a los poli cías. Spiridon iba detrás de él, llevando el aparato. Andreas lanzó un grito de alarma, retrocedió y cerró la puerta. El policía cargó, con los hombros por delante. Cuando se hundió la puerta, Andreas estaba detrás y debajo de ella. Se levantó y empezó a luchar como un animal en el estrecho pasillo, y se necesitaron dos agentes para derribarle de nuevo. Los hombres de la Rama Especial saltaron por encima de los hombres caídos, echaron un rápido vistazo a las habitaciones de la planta baja, llamaron a los dos hombres del jardín de atrás, quienes dijeron que por allí no había salido nadie, y subieron corriendo la escalera. Los dormitorios estaban vacíos. Encontraron a Spiridon en el pequeño desván, debajo del alero del tejado. El aparato transmisor estaba en el suelo, conectado por un cable a un en chufe de la pared, y en la consola brillaba una lucecita roja. El hombre no opuso resistencia. En Menwith Hill, el puesto de escucha de la JCG interceptó un solo "chirrido" del transmisor secreto y lo registró a las 2.58 de la madrugada del jueves, 11 de junio. La triangulación fue inmediata y señaló un lugar del extremo occidental de la ciudad de Chesterfield. La Jefatura de Policía de esta población fue avisada inmediatamente, y la llamada se transmitió al coche que usaba el superintendente Robin King. Éste recibió el mensaje y dijo a Menwith Hill:
–Lo sé. Ya los tenemos.
En Moscú, el suboficial operador de radio se quitó los auriculares y movió la cabeza en dirección al teletipo.
–Débil, pero claro -dijo.
El teletipo empezó a teclear, y brotó de él una tira larga de papel llena de un revoltillo de letras sin sentido. Cuando se detuvo, el oficial que estaba junto a la radio arrancó la tira y la introdujo en el aparato de descifrado, provisto ya de la fórmula convenida. El aparato absorbió el papel; su computadora realizó las permutaciones y entregó el mensaje en claro.
El oficial leyó el texto y sonrió. Telefoneó a cierto número, se identificó, comprobó la identidad del hombre al que se dirigía y dijo:
–"Aurora" está en marcha.
Después de Newark, el terreno era más llano, y el viento, más fuerte. La persecución prosiguió por la campiña ondulada de Lincolnshire y por las carreteras rectas que conducen a la región de los aguazales. Los destellos de la pantalla eran continuos y firmes, y, siguiendo sus indicaciones, los dos coches de Preston bajaron por la A 17 y cruzaron Sleaford en dirección al Wash y al Condado de Norfolk. Petrofski se detuvo de nuevo al sudeste de Sleaford, escrutando el oscuro horizonte a su espalda, por si veía alguna luz. No vio ninguna. A kilómetro y medio de él, los perseguidores esperaban silenciosamente en la oscuridad. Cuando el punto luminoso empezó a moverse en la pantalla del osciloscopio reanudaron el seguimiento. En el pueblo de Sutterton hubo otro momento de con fusión. Dos carreteras salían del otro lado de la dormida población: la A 16, que se dirigía al Sur, hacia Spalding, y la A 17, que lo hacía al Sudeste, hacia Long Sutton y King's Lynn, a través del límite de Norfolk. Los perseguidores tardaron dos minutos en descubrir que la presa se dirigía definitivamente por la A 17 en dirección a Norfolk. La distancia había aumentado hasta cerca de cinco kilómetros.
–De prisa -ordenó Preston, y Joe mantuvo la velocidad por encima de noventa hasta que la distancia se redujo a poco más de dos kilómetros.
Al sur de King's Lynn cruzaron el río Ouse y, segundos más tarde, la moto perseguida se desvió hacia Downham Market y Thetford. – ¿Adónde diablos va? – gruñó Joe.
–Tiene una base allá abajo, en alguna parte -dijo Preston desde detrás-. Sígale.
A su izquierda, una luz rosada tiñó el horizonte oriental y las siluetas de los árboles se hicieron más claras. Joe apagó las luces largas y dejó las de cruce. Muy hacia el Sur, columnas de autocares redujeron también la intensidad de sus luces al cruzar las atestadas calles de Bury St. Edmunds, la ciudad mercado de Suffolk. Eran unos doscientos, procedentes de diversas partes del país, y llenos hasta los topes. Otros manifestantes venían en automóviles, motos, bicicletas y a pie. La lenta manifestación, con banderas y pancartas, salió de la población y siguió por la A 143 hasta detenerse en la encrucijada de Ixworth. Los autocares no podían seguir adelante por los estrechos caminos. Se detuvieron al borde de la carretera principal, cerca del cruce, y soltaron su carga de gente que bostezaba bajo la naciente aurora de los campos de Suffolk. Entonces, los dirigentes empezaron, con apremios y halagos, a ordenar a la multitud en algo parecido a una columna, mientras los policías de Suffolk permanecían sentados en sus motos, observando.
En Londres, las luces estaban aún encendidas. A Sir Bernard Hemmings lo habían llevado en coche de su casa, al recibir el aviso de que los equipos de vigilantes empezaban a seguir al sospechoso en Chesterfield. Estaba en el cuarto de la radio del sótano de Cork Street, en compañía de Brian Harcourt Smith. Al otro lado de la ciudad, Sir Nigel Irvine estaba en su despacho de Sentinel House, también despertado a petición propia. En el sótano, Blodwyn había estado sentada la mitad de la noche observando la cara de un hombre iluminada por un farol en una pequeña población de Derbyshire. Había sido traída de su casa de Campden Tovrn a primeras horas de la madrugada y, si se animó a ir fue porque se lo había pedido personalmente Sir Nigel. Por él, y por nadie más, habría sido capaz de andar sobre brasas, y él se lo había agradecido con sus requiebros.
–Nunca estuvo aquí -dijo ella en cuanto hubo visto la foto-, y, sin embargo…
Al cabo de media hora volvió su atención al Oriente Me dio, y a las cuatro lo encontró.
Era una sola fotografía, algo confusa, proporcionada por el Mossad israelí seis años antes.
Ni siquiera el Mossad había estado seguro; el texto anexo dejaba bien claro que sólo era una sospecha. Uno de sus hombres tomó la foto en las calles de Da masco. El sujeto era Timothy Donnelly, vendedor de Waterford Crystal. Por un impulso instintivo, el Mossad le había fotografiado y preguntado a su gente de Dublín. Timothy Donnelly existía, pero no estaba en Damasco. Cuando se supo esto, el hombre de la foto se había desvanecido.
Nunca había vuelto a aparecer.
–Es él -dijo Blodwyn-. Las orejas lo demuestran. Hubiese debido ponerse un sombrero. Sir Nigel telefoneó al sótano de Cork Street.
–Creo que tenemos una imagen, Bernard -dijo-. Podemos sacar una copia y enviártela.
Estuvieron a punto de perderle a casi diez kilómetros al sur de King's Lynn. Los coches perseguidores se dirigían al Sur, hacia Downham Market, cuando el punto luminoso empezó a desviarse, imperceptiblemente al principio y luego con más claridad, hacia el Este. Preston consultó su mapa de carreteras.
–Ha entrado en la A 134 -dijo-. Se dirige a Thetford. Gire a la izquierda. Encontraron de nuevo la pista en Stradsett; después venía un tramo de carretera recta a través de los espesos bosques de hayas, robles y pinos, hasta Thetford. Habían llegado a lo alto de Gallows Hill y podían ver la antigua ciudad mercado extendiéndose ante ellos a la pálida luz de la aurora, cuando Joe redujo la marcha y detuvo el coche.
–Se ha parado de nuevo. ¿Otra pausa para comprobar si le seguían? Hasta ahora sólo lo había hecho en el campo abierto. – ¿Dónde está?
Joe observó el indicador de distancias y señaló hacia delante.
–En el mismo corazón de la ciudad, John.
Preston observó de nuevo el mapa de carreteras. Aparte de aquélla en la que se encontraban, había otras cinco que salían de Thetford. Era como una estrella. La luz del día se hacía más fuerte. Eran las cinco. Preston bostezó.
–Le daremos diez minutos.
El punto luminoso no se movió en aquellos diez minutos, ni en los cinco que siguieron.
Preston envió su segundo coche por la carretera de circunvalación. Éste trianguló con el primero desde cuatro puntos diferentes; el aparato emisor estaba en el centro de Thetford.
Preston levantó su micro manual.
–Bien, creo que hemos descubierto su base. Vamos allá. Los dos coches se dirigieron al centro de la población. Convergieron en Magdalen Street, y a las 5.25 encontraron la plaza donde estaban los garajes individuales. Joe maniobró en su coche hasta que el morro de éste apuntó a una de las puertas. La tensión aumentó entre los hombres.
–Está ahí -dijo Joe.
Preston se apeó. Barney y Ginger, que iban en el otro coche, se reunieron con él.
–Ginger, ¿puedes hacer saltar el tirador de la puerta?
Por toda respuesta, Ginger cogió una llave de tuerca del cajón de herramientas de uno de los coches, la deslizó en el tirador de la puerta del garaje e hizo palanca. Se oyó un chasquido dentro de la cerradura. Ginger miró a Preston y éste asintió con la cabeza. Ginger abrió de golpe la puerta del garaje y se echó rápidamente atrás. Los hombres que se hallaban en el patio permanecieron inmóviles, mirando. La motocicleta estaba en el centro del garaje, sobre sus soportes. Un traje de cuero negro y un casco pendían de un gancho.
Un par de botas altas estaban junto a la pared. Sobre el polvo y las manchas de aceite del suelo se veían las huellas de los neumáticos de un automóvil pequeño. – ¡Jesús!-exclamó Harry Burkinshaw-. ¡Ha cambiado de vehículo!
Joe se asomó a su ventanilla.
–Acaban de llamar de "Cork". Dicen que tienen una foto de la cara. ¿Dónde quieres que la envíen?
–A la Jefatura de Policía de Thetford dijo Preston.
Contempló el cielo claro y azul.
–Pero es demasiado tarde- murmuró.
Al surgir la cabeza de la columna entre los setos que flanqueaban el camino, la multitud inició el canto ritual: ¡No al "Crucero" -Yanquis fuera!
Años antes, RAF Honington había sido una base para bombarderos "Tornado" y no había llamado la atención a la nación en su conjunto. Sólo los lugareños de Little Fakenham, Honington y Sapiston, tenían que sufrir los rugidos de los "Tornados" sobre sus cabezas. La decisión de crear en Honington la tercera base de misiles "Crucero" en Gran Bretaña había cambiado toda la situación. Los "Tornados", habían pasado a Escocia, pero, en su lugar, la paz del rústico vecindario había sido perturbada por los que protestaban, principalmente mujeres de rarísimas costumbres personales que habían infestado los campos y montado tiendas de campaña en sectores de tierras comunales. Esto hacía dos años que duraba.
Con anterioridad se habían producido ya manifestaciones, pero ésta iba a ser la más grande. La Prensa y la Televisión enviaron nutridas representaciones; los hombres de las cámaras corrían de espaldas carretera arriba para filmar a los dignatarios en primera fila.
Entre ellos había tres miembros del Gabinete en la sombra, dos obispos, un prelado católico, varios miembros destacados de las Iglesias reformadas, cinco líderes sindicales y dos famosos académicos. Detrás de ellos seguía la columna de pacifistas, objetores de conciencia, clérigos, cuáqueros, estudiantes, marxistas leninistas prosoviéticos, trotskistas antisoviéticos, conferenciantes y activistas laborales, y una mezcolanza de parados, punks, gays y ecologistas barbudos. También había centenares de amas de casa, obreros, maestros y niños en edad escolar, todos ellos igualmente excitados. A ambos lados del camino se hallaban desparramadas las mujeres que se habían instalado en el lugar, la mayoría de ellas con pancartas y banderas, algunas con anoraks y los cabellos muy cortos, y que estrechaban la mano a sus amigas más jóvenes o daban palmadas en la espalda a los manifestantes que llegaban. Toda la columna iba precedida por dos motoristas de la Policía. A las cinco y cuarto, Valeri Petrofski salió de Thetford y, como de costumbre, rodaba tranquilamente hacia el Sur por la A 1088, para tomar la carretera principal de Ipswich y volver a casa. Había estado toda la noche levantado y estaba fatigado. Pero sabía que su mensaje habría sido enviado a las tres y media y que Moscú sabría que él había cumplido su misión. Cruzó el límite de Suffolk cerca de Euston Hall y observó a un motorista de la Policía que estaba parado junto a la carretera, a horcajadas en su máquina. Algo impropio de la carretera y de la hora; había pasado muchas veces por aquélla en los meses anteriores y nunca había visto a un policía patrullando por allí. Casi dos kilómetros más adelante, en Little Fakenham, todos sus sentidos animales se pusieron alerta. Dos "Rover" blancos de la Policía estaban aparcados en el lado norte del pueblo. Junto a ellos, un grupo de oficiales conferenciaban con otros dos motoristas. Levantaron la mi rada al pasar él por su lado, pero nadie hizo ademán de detenerle. La dificultad se produjo más tarde en Ixworth Thorpe. Acababa de salir del pueblo y se acercaba a la iglesia situada a mano derecha, cuando vio una moto apoyada en el seto y la figura de un guardia en el centro de la carretera, con la mano levantada, para que se detuviese. Empezó a reducir la marcha e introdujo la mano derecha en la bolsa de los mapas de la portezuela, donde, bajo un suéter de lana enrollado, estaba su pistola finlandesa. Si era una trampa, alguien le cortaría la retirada por la espalda. Pero el guardia parecía estar solo. Por allí no había nadie más, nadie que pudiese comunicar por radio. Detuvo el coche. La imponente figura con chaqueta negra de vinilo se acercó a la ventanilla del conductor y se inclinó. Petrofski se encontró frente a un rostro colorado de Suffolk, en el que no había rastro de malicia. – ¿Tiene la bondad de colocar el coche en el arcén? Allí delante de la iglesia. Así estará a salvo.
Era una trampa. La amenaza estaba clara. Pero, ¿por qué no había alguien más allí? – ¿Qué sucede, agente?
–Siento decirle que la carretera está bloqueada algo más abajo, señor. Habrá que despejarla. ¿Era verdad o se trataba de un truco? Podía haber allí un tractor volcado. Decidió no disparar contra el policía, ni alejarse a toda velocidad. Todavía no. Asintió con la cabeza, soltó el freno y llevó el coche al arcén delante de la iglesia. Luego esperó. Por el espejo retrovisor pudo ver que el guardia se desentendía de él y hacía señales a otro coche para que se detuviese en el mismo arcén. "Podía ser esto -pensó-. Contraespionaje." Pero sólo iba un hombre en el otro coche. Éste se detuvo detrás de él. El hombre se apeó. – ¿Qué pasa? – gritó al policía.
Petrofski podía oírles a través de la ventanilla abierta. – ¿No se ha enterado, señor? Es la manifestación. Todos los periódicos han hablado de ella. Y la tele. – ¡Caray! – exclamó el otro conductor-. No sabía que fuese en esta carretera. Ni a esta hora.
–No tardarán mucho tiempo en pasar -dijo el guardia. consolándole-. No más de una hora.
En aquel momento, la cabeza de la columna apareció en el recodo. Petrofski observó las pancartas a lo lejos y oyó los débiles gritos con repugnancia y desprecio. Se apeó de su coche para mirar. La plaza asfaltada junto a Magdalen Street, con sus treinta garajes individuales, empezaba a llenarse de gente. Minutos después del descubrimiento del garaje abandona do, Preston envió a Barney con el segundo coche, por Grove Lane, a la Jefatura de Policía para pedir ayuda. A aquella hora sólo estaba el agente de guardia en el despacho y un sargento que tomaba té en la parte trasera del edificio. Simultáneamente, Preston llamó a Londres por la radio de la Policía y, aunque era un circuito abierto y normalmente habría empleado el lenguaje "encubierto" de una empresa de alquiler de automóviles, prescindió de toda precaución y habló con claridad al propio Sir Bernard.
–Necesito apoyo de las fuerzas de Policía de Norfolk y Suffolk -dijo-. También un helicóptero, señor. Y muy de prisa. Si no, todo habrá terminado.
Había pasado los veinte minutos de espera estudiando el mapa de carreteras de East Anglia, a gran escala, extendido sobre el capó del coche de Joe. Al cabo de cinco minutos, un guardia motorista de Thetford, avisado por el sargento de su Comisaría, llegó a la plaza, cerró el motor y aparcó su máquina. Se acercó a Preston, quitándose el casco. – ¿Es usted el caballero de Londres? – preguntó-. ¿Puedo hacer algo para ayudarle?
–No, a menos que sea usted un mago -suspiró Preston.
Barney volvió de la Jefatura de Policía -Aquí está la fotografía, John. Llegó mientras yo estaba hablando con el sargento.
Preston estudió aquella cara joven y hermosa fotografiada en una calle de Damasco. – ¡Bastardo! – murmuró.
Esta palabra quedó ahogada por el ruido y nadie la ovó. Dos bombarderos norteamericanos "F 111" cruzaron sobre la ciudad en apretada formación, volando bajo y rumbo al Este. El zumbido de sus motores rompió la tranquilidad de la población que despertaba. El guardia no miró hacia arriba. Barney, en pie al lado de Preston, los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista. – ¡ Escandalosos imbéciles! – rezongó. – ¡Oh, siempre vuelan sobre Thetford! – comentó el guardia local -. Al cabo de un tiempo, apenas si reparamos ya en ello. Vienen de Lakenheath.
–El aeropuerto de Londres es bastante molesto -dijo Barney, que vivía en Hounslow-, pero al menos los aviones de línea no vuelan tan bajos. Creo que yo no lo soportaría mucho tiempo.
–A mí no me importa, con tal de que permanezcan en el aire -terció el policía, desenvolviendo una pastilla de chocolate-. Aunque no quisiera que uno de ellos se estrellase. Llevan bombas atómicas, vaya que sí. Bombas pequeñas.
Preston se volvió despacio. – ¿Qué ha dicho? – preguntó.
En Cork Street, MI5 había trabajado de prisa. Prescindiendo de la acostumbrada intervención de su asesor jurídico, Sir Bernard Hemmings telefoneó personalmente a los dos comisarios auxiliares (Brigada Criminal) de los Condados de Norfolk y Suffolk. El oficial de Norwich estaba aún en la cama, pero su colega de Ipswich se hallaba ya en su despacho, debido a la manifestación que tenía ocupada a la mitad de la fuerza de Suffolk. El comisario de Norfolk recibió la llamada al mismo tiempo que le telefoneaba desde la comisaría de Policía de Thetford. Autorizó una colaboración total; el papeleo podría hacerse más tarde.
Brian Harcourt Smith buscaba un helicóptero. Las dos Agencias británicas de Información pueden requerir vuelos especiales de los llamados helicópteros "consagrados", que se encuentran en Northolt, en las afueras de Londres. Es posible llamar a uno de ellos con urgencia, pero normalmente se hacen trámites previos. El requerimiento urgente del director general delegado fue contestado en el sentido de que un helicóptero podría elevarse dentro de cuarenta minutos y estar en Thetford al cabo de otros cuarenta. Harcourt Smith pidió a Northolt que esperase.
–Ochenta minutos -dijo a Sir Bernard.
Se dio el caso de que el director general estaba hablando con el comisario de Suffolk, que se hallaba en su despacho de Ipswich. – ¿Hay un helicóptero de la Policía disponible? Tendría que ser en seguida -pidió al oficial de Suffolk.
Hubo una pausa mientras el comisario consultaba con su colega de Control de Tráfico por una línea interior.
–Tenemos uno en el aire sobre Bury St. Edmunds -replicó.
–Por favor, haga que vaya a Thetford y recoja a uno de nuestros oficiales -dijo Sir Bernard-. Es un asunto de seguridad nacional, se lo aseguro.
–Daré inmediatamente la orden -concluyó el comisario de Suffolk.
Preston llamó al guardia de Thetford para que se acercase a su coche.
–Señáleme las bases norteamericanas en estos parajes -dijo.
El guardia puso uno de sus gordos dedos sobre el mapa.
–Bueno, las hay en varios sitios, señor. Aquí, en North Norfolk, está Sculthorpe; hacia el Oeste, Lakenheath y Mildenhall; en Bedfordshire, tenemos Chicksands, aunque me parece que ya no vuelan allí. Y, además, está Bentwaters en la costa de Suffolk, cerca de Woodbridge.
Eran las seis. Los manifestantes pasaron por delante de los dos coches aparcados frente a la iglesia de Todos los Santos, pequeño pero bello edificio, tan antiguo como el pueblo, con cubierta de ramaje de Norfolk y sin luz eléctrica, por lo cual las vísperas se celebraban todavía a la luz de las velas. Petrofski permaneció en pie junto a su coche, viéndoles pasar, con los brazos cruzados e impertérrito el semblante. Sus pensamientos secretos estaban cargados de veneno. Detrás de él, un helicóptero de control de tráfico voló sobre los campos hacia el Norte, pero los cánticos de los manifestantes le impidieron oírlo. El otro conductor -que resultó ser un vendedor de galletas que volvía a casa después de asistir a un seminario cuya finalidad era facilitar la venta de las pastas con mantequilla-, se acercó a él.
Señaló con la cabeza a los manifestantes.
–Son unos imbéciles -farfulló, mientras aquéllos se guían con su canturreo de ¡No al "Crucero" – Yanquis fuera!
El ruso sonrió y asintió con la cabeza. En vista de su silencio, el vendedor volvió a su coche, montó en él y empezó a leer una serie de folletos de propaganda. Si Valeri Petrofski hubiese tenido más desarrollado el sentido del humor, habría sonreído al considerar su situación. Estaba delante de una iglesia de un Dios en el que no creía, en un país al que estaba tratando de destruir y viendo pasar a una gente a la que despreciaba de todo corazón. Sin embargo, si su misión tenía éxito, todas las exigencias de los manifestantes serían satisfechas. Suspiró al pensar en la rapidez con que los hombres de la MVD disolverían en su país la manifestación, antes de entregar a sus cabecillas a los muchachos del Quinto Directorio Principal para una prolija sesión de preguntas y respuestas en Lefórtovo. Preston observó el mapa en el que había marcado las cinco bases aéreas norteamericanas. ("Si yo fuese un Ilegal que viviese clandestinamente en un país extranjero para realizar una misión -pensó-, trataría de ocultarme en una ciudad o en una población importante."
En Norfolk estaban King's Lynn, Norwich y Yarmouth. En Suffolk, Lowestoft, Bury St.
Edrnunds, Colchester e Ipswich. Para volver a King's Lynn, cerca de la base de Sculthorpe, el hombre al que perseguía se habría cruzado con él en Gallows Hill. Y nadie lo había hecho. Quedaban, pues, cuatro bases, tres hacia el Oeste y una en el Sur. Consideró la dirección que había seguido su presa desde Chesterfield hacia Thetford. Siempre hacia el Sudeste. Sería lógico situar el punto de cambio de la moto por el coche en algún lugar a lo largo del trayecto. Para ir de Lakenheath y Mildenhall a la casa del transmisor en Chesterfield, habría sido más lógico alquilar un garaje individual en Ely o en Petersborough, en route hacia las Midlands. Siguió la línea de las Midlands a Thetford y la prolongó, siempre hacia el Sudeste. Le llevó directamente a Ipswich. A diecinueve kilómetros de Ipswich, en un espeso bosque cerca de la costa, estaba Bentwaters. Recordó haber leído en alguna parte que allí volaban modernos bombarderos "F 5", con bombas nucleares tácticas capaces de detener una embestida de 29.000 libras. Detrás de él sonó la radio del guardia. Éste respondió a la llamada.
–Es un helicóptero que viene del Sur -dijo.
–Es para mí -se adelantó Preston. – ¡Oh! ¿Dónde quiere que aterrice? – ¿ Hay alguna zona llana cerca de aquí? – preguntó Preston.
–Un lugar al que llamamos The Meadows -respondió el guardia-. Más allá de Castle Street, por la carretera de circunvalación. Supongo que estará bastante seco.
–Dígale que aterrice allí -ordenó Preston-. Y que yo me reuniré con él.
Llamó a su equipo, algunos de cuyos miembros dormitaban en los coches. – ¡Todos arriba! Vamos a ir a The Meadows.
Mientras se apretujaban en los dos coches, mostró el mapa al guardia.
–Dígame: si estuviese aquí, en Thetford, y quisiese ir a Ipswich, ¿qué camino seguiría?
Sin vacilar el motorista señaló un punto del mapa -Tomaría la A 1088, bajaría directamente hacia Ixworth y atajaría en este cruce para salir a la carretera general de Ipswich por aquí, por el pueblo de Elmswell.
Preston asintió con la cabeza.
–Lo mismo haría yo. Esperemos que Chummy piense igual que nosotros. Quiero que se quede aquí y trate de localizar a algún otro arrendatario de un garaje que pueda haber visto el coche desaparecido. Necesito saber su número de matrícula.
El helicóptero ligero "Bell" estaba esperando en el prado próximo a la carretera de circunvalación. Preston se apeó, llevando su radio personal.
–Quédate aquí -dijo a Harry Burkinshaw-. El viaje será largo. Probablemente, el hombre está a muchos kilómetros de aquí. Nos lleva al menos cincuenta minutos de ventaja.
Iré hasta Ipswich y veré si puedo descubrir algo. De lo contrario, todo dependerá de ese número de matrícula. Alguien puede haberlo visto. Si la Policía de Thetford descubre a alguno que se haya fijado en él, yo estaré allá arriba.
Se agachó al pasar por debajo de los rotores y subió a la estrecha cabina, mostró su tarjeta de identidad al piloto y saludó con la cabeza al controlador de tráfico, que se había acomodado en la parte de atrás. – ¡Ha venido muy de prisa! – gritó al piloto.
–Estaba ya en el aire -gritó a su vez el piloto.
El helicóptero se elevó y se alejó de Thetford. – ¿Adónde quiere ir?
–A la A 1088.
–Quiere ver la manifestación, ¿eh? – ¿Qué manifestación?
El piloto le miró como si Preston acabase de llegar de Marte. El helicóptero, bajando morro, giró hacia el Sudeste y siguió la línea de la A 1088, pero dejando ésta a estribor para que Preston pudiese verla.
–La manifestación contra la base de la RAF en Honington -explicó el piloto-. Todos los periódicos han hablado de ella. Y también la tele.
Desde luego, se había enterado de la proyectada manifestación contra la base. Había pasado dos semanas observando la televisión en Chesterfield. Pero no había ad vertido que la base estaba junto a la A 1088, entre Thetford e Ixworth. Al cabo de treinta segundos, pudo ver lo que pasaba. Lejos, a su derecha, el sol de la mañana brillaba sobre las pistas de la base. Un gigantesco transporte "Galaxy" norteamericano rodaba alrededor del perímetro después de aterrizar. Frente a las diferentes puertas de la base podían verse las negras hileras de policías de Suffolk, cientos de ellos, de espaldas a la alambrada y de cara a los manifestantes. Separándose de la enorme multitud ante el cordón de policías, una oscura hilera de manifestantes, con banderas ondeando al viento sobre sus cabezas, volvieron por el camino de acceso a la A 1088, llegaron a ésta y corrieron hacia el Sudeste, en dirección a la encrucijada de Ixworth. Justo debajo de él, Preston pudo ver el pueblecito de Fakenham, con el pueblo de Honington en lontananza. Pudo distinguir los heniles de Honington Hall y los rojos ladrillos de Malting Row al otro lado de la carretera. La masa de manifestantes era aquí más copiosa, al desfilar por el estrecho camino que conducía a la base. El corazón le dio un salto. En la carretera más arriba del centro del pueblo de Honington había una hilera de automóviles que se extendía a lo largo de ochocientos metros; sus conductores no se habían enterado de que la carretera estaría bloqueada a primeras horas de la mañana, o bien habían confiado en que tendrían tiempo de pasar. Había más de cien vehículos. Más abajo, precisamente en el corazón de la columna en marcha, pudo ver el brillo de los techos de dos o tres coches; se trataba, por lo visto, de conductores que habían podido pasar antes de que se cerrase la carretera, pero que no habían llegado a la encrucijada de Ixworth a tiempo de no verse atrapados. También había algunos en el centro del pueblo de Ixworth Thorpe, y dos, aparcados cerca de una pequeña iglesia algo más lejos.
–Me pregunto si… -murmuró Preston.
Valeri Petrofski vio que el policía que antes le había detenido avanzaba en dirección a él.
La columna era ahora algo más clara; sin duda se trataba de la cola de la manifestación.
–Lamento que haya tenido que esperar tanto, señor. Parece que han venido más de los que se había previsto. Petrofski se encogió amablemente de hombros.
–Nada podemos hacerle, oficial. Fui un tonto al tratar de pasar. Creí que tendría tiempo.
–Bueno, otros muchos se han visto sorprendidos. Pero ahora es cuestión de poco tiempo. Unos diez minutos para los manifestantes, después, unos cuantos camiones gran desde la Radio cerrando la marcha. En cuanto hayan pasado, abriremos de nuevo la carretera.
Delante de ellos un helicóptero de la Policía describió un amplio círculo sobre los campos. En la portezuela abierta, Petrofski pudo ver al controlador de tráfico hablando por su radio manual.
–Harry, ¿puedes oírme? Contesta, Harry. Soy John.
Preston estaba sentado junto a la puerta del helicóptero, tratando de comunicar con Burkinshaw al pasar sobre Ixworth Thorpe. La voz del vigilante, áspera y débil, respondió desde Thetford:
–Aquí, Harry. Te oigo, John.
–Harry, aquí abajo se está desarrollando una manifestación contra los "Crucero". Existe una posibilidad, sólo una posibilidad, de que Chummy haya quedado atrapado en ella.
Espera un momento.
Se volvió al piloto. – ¿Cuanto tiempo hace que dura eso?
–Aproximadamente una hora. – ¿Cuándo cerraron la carretera en Ixworth?
El oficial de tráfico, que iba detrás, se inclinó hacia delante.
–A las cinco y veinte -respondió.
Preston miró su reloj. Eran las seis y veinticinco.
–Harry, baja a toda prisa por la A 134 hasta Bury St. Edmunds; sigue por la A45 y reúnete conmigo en el cruce de la A 1088 con la 45 en Elmswell. Dile al policía que está en los garajes que te abra paso. Y ordena a Joe que conduzca como jamás lo hizo en su vida.
Dio unas palmadas en el hombro del piloto.
–Lléveme a Elmswell y déjeme en un campo próximo al cruce de carreteras.
Eran sólo cinco minutos de vuelo. Al pasar por el cruce de Ixworth por encima de la A 143, Preston pudo ver la larga y ondulada columna de coches aparcados en el arcén; eran los que habían traído a la mayoría de los manifestantes a este parte rural y pintoresca del país. Dos minutos más tarde pudo distinguir la A45, de dos carriles, que llevaba de Bury St.
Edmunts a Ipswich. El piloto dio una vuelta, buscando un sitio para aterrizar. Había prados cerca del punto en que la estrecha A 1088 desembocaba en la más amplia A45. – ¡Los prados podrían estar encharcados! – gritó el piloto-. Mantendré el aparato parado sin tocar el suelo. Sólo tendrá que saltar desde una altura de setenta centímetros.
Preston asintió con la cabeza. Se volvió al controlador de tráfico, que iba de uniforme.
–Coja su gorra. Vendrá usted conmigo. – ¡Éste no es mi trabajo! – protestó el sargento-. Yo sólo debo regular el tráfico.
–Para eso le necesito. Vamos allá Saltó los setenta centímetros que separaban el tren de aterrizaje del "Bell" de las altas y espesas hierbas. El sargento -sosteniéndose la gorra para defenderse del viento de los rotores-, le siguió. El piloto se elevó y giró hacia Ipswlch y su base. Con Preston en cabeza, la pareja cruzó trabajosamente el prado, saltó la valla y se dejó caer en la A 1088. A cien metros de allí, desembocaba en la A 45. En el cruce pudieron ver la interminable corriente de tráfico en dirección a Ipswich. – ¿Y ahora qué? – preguntó el sargento de la Policía.
–Quédese aquí y detenga a todos los coches que se dirijan al Sur por esta carretera.
Pregunte a los conductores si han venido por ella desde Honington. Si la tomaron al sur del cruce de Ixworth o en éste, déjeles marchar. Avíseme cuando encuentre el primero que haya venido a través de la manifestación.
Se dirigió a la A45 y miró en dirección a Bury St. Edmonds.
–Ven, Harry. Ven.
Los coches que iban hacia el Sur se detuvieron al cerrarles el paso el policía uniformado, pero todos declararon que habían entrado en la carretera al sur de la manifestación antinuclear. Veinte minutos más tarde, Preston vio el coche del guardia de Thetford, que, haciendo sonar la sirena para abrirse paso, avanzaba hacia él a toda velocidad, seguido de los dos automóviles de los vigilantes. Todos se detuvieron en la entrada de la A 1088. El policía levantó la visera de su casco -Confío en que sepa lo que está haciendo, señor. Sospecho que nadie había hecho nunca tan de prisa este trayecto. Me preguntarán acerca de esto.
Preston le dio las gracias y ordenó que sus dos coches avanzaran unos metros por la carretera secundaria. Señaló un margen herboso.
–Estréllelo, Joe. – ¿Qué?
–Que lo estrelle. No con bastante fuerza para destrozarlo pero sí de manera que parezca un accidente. Los dos policías de Suffolk contemplaron, asombrados, cómo embestía Joe su coche contra el arcén. La parte trasera bloqueaba la mitad de la calzada.
Preston hizo senas al otro coche, que estaba quince metros más arriba. – ¡Que se apeen todos!-ordenó al conductor-. Vamos, muchachos. Hay que volcarlo. Tuvieron que dar siete empujones antes de que el coche de MI5 rodase sobre un costado. Preston cogió una piedra de la cuneta y rompió el cristal de una ventanilla del coche de Joe; luego desparramó sobre la carretera los fragmentos de cristal. – Ginger, túmbate en el suelo, aquí, cerca del coche de Joe. Barney, saca una manta del portaequipajes y cúbrelo con ella. Hasta la cara -dijo Preston-. Bueno, todos los demás saltad el seto y ocultaos. Preston llamó a los dos policías. – Sargento, se ha producido un grave accidente. Quiero que se quede junto al cuerpo y dirija el tráfico. Usted, agente, deje su moto, camine un poco carretera arriba y haga que los coches que vengan reduzcan la marcha. Los dos policías habían recibido órdenes de Ipswich y Norwith, respectivamente. Había que colaborar con los hombres de Londres. Aunque estuviesen locos. Preston se sentó en el arcén, apretando un pañuelo en su cara como si quisiese detener la hemorragia de la nariz aplastada. No hay nada como un cuerpo tendido al lado de la carretera para que los conductores reduzcan la marcha o se asomen a la ventanilla para mirar. Preston había cuidado de que el "cadáver" de Ginger estuviese en el lado correspondiente a los conductores que bajasen hacia el Sur por la A 1088. El comandante Valeri Petrofski iba en el decimoséptimo automóvil. Igual que los que le habían precedido, el modesto coche familiar frenó ante la señal del policía de tráfico y luego pasó despacio por el lugar del accidente. En el margen herboso, con los párpados entornados y la imagen de]a foto que llevaba en el bolsillo impresa en su memoria, Preston miró al ruso desde unos cinco metros, al pasar lentamente el automóvil entre los dos coches que casi bloqueaban la carretera. Por el rabillo del ojo vio que el pequeño vehículo giraba a la izquierda para entrar en la A 45, se detenía en espera de un hueco en el tráfico y se incorporaba a la caravana en dirección a Ipswich. Entonces se levantó de un salto y echó a correr. Los dos conductores y los dos vigilantes acudieron, saltando el seto, a su llamada.
Un asombrado motorista que estaba reduciendo la marcha vio que el muerto se levantaba del suelo y ayudaba a los otros a enderezar un coche accidentado, que cayó con un chasquido sobre sus cuatro ruedas. Joe saltó al volante de su coche y lo apartó del arcén.
Barney quitó el barro y las hierbas de los faros antes de subir a su vez. Harry Burkinshaw tomó, no uno, sino tres tragos de menta, agotando su provisión. Preston se acercó al guardia de la moto.
–Será mejor que vuelva a Thetford, y muchas, muchísimas gracias por su ayuda.
Luego dijo al sargento de a pie:
–Lamento tener que dejarle aquí. Su uniforme es demasiado llamativo para que pueda venir con nosotros. Pero muchas gracias por su colaboración.
Los dos coches de MI5 se dirigieron a la A45 y giraron a la izquierda, hacia Ipswich. El ingenuo motorista que lo había presenciado todo preguntó al abandonado sargento: -¿Están haciendo una película para la tele?
–No me sorprendería nada -replicó el sargento-. A propósito, ¿podría llevarme hasta Ipswich?El tráfico industrial y cotidiano hacia Ipswich era den so, y lo fue aún más al acercarse a la población. Era una buena pantalla para los dos coches de los vigilantes, que constantemente cambiaban de posición para poder observar alternativamente la parte trasera del "Ford". Entraron en la ciudad más allá de Whitton, pero, poco antes de llegar al centro, el pequeño automóvil al que iban siguiendo torció por Chevallíer Street y se dirigió al puente de Handford, sobre el río Orwell. Al sur del río, el perseguido siguió por Ranelagh Road y después giró hacia la derecha.
–Va a salir de nuevo de la ciudad -dijo Joe, que se mantenía a cinco coches de distancia de su presa.
Estaban entrando en Belstead Road, que sale de Ipswich en dirección al Sur. De pronto, el cochecito giró a la izquierda y entró en una pequeña urbanización particular.
–Despacio -advirtió Preston a Joe-. No debe vernos ahora.
Dijo al segundo coche que esperase en el cruce de la calle de acceso y Belstead, por si el perseguido daba la vuelta y volvía atrás. Joe avanzó despacio por el complejo de siete culs de sac que constituyen The Hayes. Pasaron por delante de la entrada de Cherrishayes Close justo a tiempo de ver al hombre al que iban persiguiendo aparcado delante de una casita a medio camino del Close. El hombre se apeaba del coche. Preston ordenó a Joe que continuase hasta perderse de vista y se detuviese.
–Harry, dame tu sombrero y mira si hay en la guantera una insignia del Partido Conservador.
Estaba allí desde que dos semanas atrás el equipo la había usado para entrar y salir de la casa de los Royston sin despertar sospechas. Preston se la prendió en la solapa, se quitó el impermeable que llevaba cuando había visto por primera vez a Petrofski cara a cara en la carretera, se caló el sombrero de fieltro de Harry y se apeó. Entró en Cherrihayes Close y echó a andar por el lado opuesto a la casa del agente soviético. Frente al número 12 estaba el 9. Tenía en la ventana un cartel del Partido Socialdemócrata. Preston se dirigió a la puerta de la entrada y llamó. La abrió una mujer joven y bonita. Preston pudo oír, en el interior, la voz de un niño y, después, la de un hombre. Eran las ocho;]a familia estaba desayunando.
Preston se quitó el sombrero.
–Buenos días, señora.
Al ver su insignia, dijo la mujer: -¡Oh, lo siento, pero está usted perdiendo el tiempo. Nosotros votamos al PSD!
–Lo comprendo perfectamente, señora. Pero traigo aquí una propaganda que le agradecería muchísimo que mostrase a su marido.
Le tendió su tarjeta de plástico, que le acreditaba como oficial de MI5. Ella no la miró, limitándose a suspirar.
–Está bien. Pero le aseguro que esto no va a cambiar las cosas.
Le dejó plantado en la puerta, se retiró al interior de la casa y, segundos más tarde, Preston oyó una conversación en voz baja en la cocina. Después, un hombre llegó por el pasillo con la tarjeta en la mano. Era un joven ejecutivo de pantalón oscuro, camisa blanca y corbata de un club. No llevaba chaqueta; se la pondría cuando saliese para ir al trabajo.
Todavía con la tarjeta en la mano, frunció el ceño. – ¿Qué diablos es esto? – preguntó.
–Exactamente lo que parece, señor. La tarjeta de identidad de un oficial de MI5. – ¿No es una broma?
–No; es del todo auténtica.
–Ya lo veo. Bueno, ¿qué desea? – ¿Tiene la bondad de dejarme entrar y cerrar la puerta?
El joven vaciló un momento; después asintió con la cabeza. Preston se descubrió de nuevo y cruzó el umbral. Cerró la puerta a su espalda. Al otro lado de la calle, Valeri Petrofski se había sentado en su cuarto de estar, detrás de las cortinas opacas. Estaba cansado, le dolían los músculos de tanto conducir, y se sirvió un whisky. Mirando a través de la cortina, pudo ver cómo uno de los al parecer infinitos propagandistas políticos hablaba con los vecinos del número 9. Él mismo había recibido la visita de tres de ellos en los últimos diez días y, cuando llegó encontró sobre la esterilla de la entrada un montón de literatura del Partido. Observó cómo el dueño de la casa hacía pasar al hombre al vestíbulo.
Otro converso -pensó-. ¡Para lo que les va a servir…!
Preston suspiró aliviado. El joven le observó con aire de duda. Detrás, su esposa miraba desde la puerta de la cocina. La cara de una niña de unos tres años apareció junto a la jamba de la puerta, a la altura de la rodilla de su madre. – ¿Es usted realmente de MI5? – preguntó el hombre.
–Sí. No tenemos dos cabezas y las orejas verdes, ¿sabe?
Por primera vez, el joven sonrió.
–No. Claro que no. Ha sido una sorpresa. Pero, ¿ qué quiere de nosotros?
–En realidad, nada -respondió Preston, haciendo un guiño-. Ni siquiera sé quiénes son ustedes. Mis colegas y yo seguimos a un hombre al que creemos agente extranjero, y ha entrado en la casa del otro lado de la calle. Quisiera que me dejase usar su teléfono y permitiese a un par de hombres observar la casa desde la ventana de su cuarto de arriba. – ¿El número doce? – preguntó el hombre-. ¿Jim Ross?No es extranjero.
–Creemos que puede serlo. ¿Podría usar su teléfono?
–Bueno, sí. Supongo que sí.
–Se volvió a su familia-. Vamos, volved a la cocina. Preston telefoneó a Charles Street, y desde allí le pusieron en comunicación con Sir Bernard Hemmings, que aún estaba en "Cork". Burkinshaw había usado ya la radio de la Policía para informar a "Cork", en lenguaje disimulado, de que el "cliente" se hallaba en su casa de Ipswich y los "taxis" estaban en la vecindad, dispuestos para acudir. – ¿Preston? – dijo el director general desde el otro extremo de la línea-. ¿John? ¿Dónde estás, exactamente?
–En un pequeño cul de sac residencial llamado Cherryhayes Close, en Ipswich -respondió Preston-. Hemos acorralado a Chummy. Esta vez estoy seguro de que es su base. – ¿Crees que es hora de actuar?
–Sí, señor, lo creo. Temo que pueda estar armado. Pienso que ya sabe lo que quiero decir. No creo que esto corresponda a la Rama Especial ni a la fuerza local.
Dijo al director general lo que quería; después colgó el aparato e hizo una llamada privada a Sir Nigel, en Sentinel House.
–Sí, John, de acuerdo -replicó "C" cuando hubo recibido la misma información-. Si lleva consigo lo que pensamos, será mejor hacer lo que tú dices. El SAS.
Adrián.
El joven ejecutivo acababa de sostener una conversación telefónica con el comisario auxiliar (Brigada Criminal), que se hallaba en su oficina de la Jefatura de Policía de Ipswich, en la esquina de Civic Drive y Elm Street. Si Mr. Adrian tenía aún alguna duda sobre la identidad de su inesperado huésped, llegado media hora antes, se desvaneció por completo.
Preston había sugerido a Adrian que hiciese la llamada, y el hombre estaba plenamente convencido de que la Policía de Suffolk apoyaba al oficial de MI5. También le habían dicho que el hombre de la casa de enfrente podía estar armado y ser peligroso, y que la detención se haría aquel mismo día a hora más avanzada. – Bueno, salgo en coche para el trabajo a eso de las nueve menos cuarto, es decir, dentro de diez minutos. Mi esposa, Lucinda, lleva a Samantha a la guardería alrededor de las diez. Generalmente hace la compra, recoge a Samantha al mediodía y regresa a casa. A pie. Yo vuelvo del trabajo alrededor de las seis y media, naturalmente en coche.
–Quisiera que se tomase un día libre -dijo Preston-. Llame a su oficina y diga que no se encuentra bien. Pero salga de la casa a la hora de costumbre. Encontrará un coche de la Policía en el punto de la carretera donde Belstead Road coincide con el acceso a The Hayes. – ¿Y mi esposa y mi hija?
–Quisiera que Mrs. Adrian esperase aquí hasta la hora acostumbrada y, después, saliese con Samantha y la cesta de la compra y fuesen a reunirse con usted. ¿Hay algún lugar adonde puedan ir a pasar el día?
–Mi madre vive en Relixstowe -respondió un poco nerviosa Mrs. Adrian. – ¿Podrían pasar el día con ella? Tal vez incluso la noche. – ¿Y nuestra casa?
–Le aseguro, Mr. Adrian, que nada le ocurriru -le tranquilizó Preston, haciendo gala de optimismo. Habría podido añadir que, o no sufriría ningún daño, o desaparecería si las cosas iban mal -. Debo pedirle que nos permita, a mí y a mis colegas, utilizarla como puesto de observación de la casa de enfrente. Entraremos y saldremos por la parte de atrás.
No causaremos el menor daño. – ¿Qué piensas tú, querida? – preguntó Mr. Adrian a su esposa.
Ésta asintió con la cabeza.
–Lo único que deseo es sacar de aquí a Samantha -dijo.
–Podrá hacerlo dentro de una hora, se lo prometo -replicó Preston-. El vecino de enfrente, Mr. Ross, ha estado despierto toda la noche; lo sé porque le hemos estado siguiendo. Probablemente está ahora durmiendo y, en todo caso, la Policía no emprenderá ninguna acción contra la casa antes de la tarde o, tal vez, a primeras horas de la noche.
–Está bien -accedió Adrian-. Lo haremos.
Telefoneó a la oficina para excusarse y salió en su coche cuando faltaban quince minutos para las nueve. Desde la ventana de su dormitorio en el piso superior, Valeri Petrofski le vio marchar. El ruso se disponía a dormir unas horas. En la calle no ocurría nada fuera de lo acostumbra do. Adrian siempre salía a aquella hora para el trabajo. Preston observó que había un descampado detrás del número 9. Llamó a Harry Burkinshaw y a Barney, los cuales entraron por la puerta trasera, saludaron a la confusa Mrs. Adrian y subieron al dormitorio de delante para dedicarse de nuevo a su profesión: vigilar. Ginger había encontrado un trozo de tierra elevado a unos cuarenta metros de distancia, y desde él podía observar el estuario del Orwell y los muelles a un lado, y la pequeña urbanización allá abajo.
Con gemelos podía ver la parte trasera del número 12 de Cherryhayes Close.
–Linda con el jardín trasero de otra casa situada en Brackenhayes -dijo por radio a Preston-. No hay el menor movimiento en la casa ni en el jardín. Todas las ventanas están cerradas; cosa extraña en este tiempo.
–Sigue observando -ordenó Preston-. Yo estaré aquí. Si tengo que salir, Harry ocupará mi puesto. Una hora más tarde, Mrs. Adrian y su hija salieron tranquilamente de la casa y se alejaron. En la población propiamente dicha se estaba desarrollando otra operación. El jefe de Policía, que procedía de la rama uniformada, había confiado los detalles de aquélla a su auxiliar (de la Brigada Criminal), superintendente Peter Low. Low había enviado dos detectives al Ayuntamiento, en cuya oficina de Catastro habían descubierto que la casa en cuestión era propiedad de un tal Mr. Johnson, pero que los recibos de la contribución eran presentados a la agencia de la propiedad inmobiliaria "Oxborrow's". Una llamada a los agentes permitió saber que Mr. Johnson se encontraba en Arabia Saudí y que la casa había sido alquilada a un tal Mr. James Duncan Ross. Una segunda foto de Ross, alias Timothy Donnelly, en las calles de Damasco, fue enviada por télex a Ipswich y mostrada a los "Oxborrow's, los cuales identificaron al inquilino. El Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento facilitó las señas de los arquitectos que habían hecho los planos de la urbanización llamada The Hayes, y ellos proporcionaron los de la casa señalada con el número 12. Su ayuda fue más valiosa aún; otras casas idénticas hasta el último detalle habían sido construidas en otros lugares de Ipswich, y una de ellas estaba desocupada. Sería muy útil para el equipo del SAS que de este modo conocería exactamente la geografía dé la casa al penetrar en ella. Otra función de Peter Low era la de encontrar un "alojamiento" para los hombres del SAS cuando llegasen. Tal alojamiento tenía que ser privado, disimulado y rápidamente utilizable, tener accesos para vehículos y comunicación telefónica. Se encontró un almacén vacío en Eagle Wharf, y el dueño se avino a prestarlo a la Policía para un "ejercicio de adiestramiento". Tenía grandes puertas correderas que podían abrirse para dejar entrar los vehículos y cerrarse para evitar las miradas indiscretas una nave lo bastante amplia para construir una copia de la casa de The Hayes con tablas y paredes de arpillera, y una pequeña oficina con vidrieras laterales para emplearla como cuarto de operaciones. Poco antes del mediodía, un helicóptero "Scout" del Ejército aterrizó en la parte más alejada del aeropuerto municipal de Ipswich, y de él se apearon tres hombres. Uno de ellos era el jefe del Regimiento SAS, general de brigada Cripps; otro era el oficial de Operaciones, comandante de Estado Mayor del Regimiento, y el tercero era el jefe del equipo, capitán Julian Lyndhurst. Todos vestían de paisano, llevaban sacos de mano con sus uniformes dentro de ellos y fueron recibidos por un coche de la Policía sin distintivos, que les condujo directamente al "alojamiento", donde la Policía estableció su centro de operaciones. El superintendente Low informó a los tres oficiales lo mejor que pudo, es decir, dentro de los límites de lo que le había informado Londres. Había hablado por teléfono con John Preston, pero aún no se había entrevistado con él.
–Tengo entendido que un tal John Preston es controlador de campo de MI -dijo el general de brigada Cripps-. ¿Está por allí?
–Creo que se encuentra aún en el puesto de observación -dijo Low-, la casa que está enfrente de la vivienda del sospechoso. Puedo llamarle y pedirle que salga por la puerta trasera y venga a reunirse con nosotros.
–Me pregunto, señor -terció el capitán Lyndhurst a su jefe-, si no sería mejor que subiese yo allí en seguida. Así tendría oportunidad de echar un primer vistazo a la "fortaleza", y podría volver aquí con el tal Preston.
–Está bien, ya que un coche tiene que ir allí de todos modos -accedió el jefe.
Quince minutos más tarde, en la falda de la colina al otro lado del estuario, el policía señaló al capitán la puerta trasera del número 9. Vestido aún de paisano, el capitán, de veintinueve años, cruzó el descampado, saltó la valla del jardín y entró por la puerta trasera de la casa. En la cocina se encontró con Barney, que estaba preparando una taza de té en el hornillo de Mrs. Adrian.
–Soy Lyndhurst-se presentó el oficial -, del Regimiento. ¿Está Mr. Preston aquí?
–John -susurró roncamente Barney desde el pie de la escalera, pues se presumía que la casa estaba vacía-, uno de los pardos ha venido a verte.
Lyndhurst subió al dormitorio de delante, donde encontró a John Preston, y se presentó.
Harry Burkinshaw murmuró algo sobre una taza de té y se marchó. El capitán contempló la casa número 12, al otro lado de la calle.
–Parece que todavía hay lagunas en nuestra información -dijo Lyndhurst, arrastrando las palabras-. ¿Quién piensa usted exactamente que está allí?
–Creo que es un agente soviético -respondió Preston-, un Ilegal que vive allí bajo el nombre supuesto de James Duncan Ross. Tiene unos treinta y cinco años, es de estatura y complexión medianas, probablemente muy en forma, como corresponde a un gran profesional.
Tendió a Lyndhurst la fotografía tomada en la calle de Damasco. El capitán la estudió con interés. – ¿Hay alguien más?
–Es posible. No lo sabemos. Lo único seguro es que Ross está. Podría tener un ayudante. No podemos hablar con los vecinos. En una zona como ésta, no podríamos impedir sus indiscreciones. Las personas que viven aquí dijeron, antes de marcharse, que estaban seguras de que vivía solo. Pero no podemos demostrarlo.
–Y según nuestros informes, creen ustedes que está armado y puede ser peligroso.
Demasiado para los muchachos de la localidad, aunque lleven metralletas, ¿no?
–Sí, creemos que tiene una bomba en la casa. Habría que impedirle que llegase a ella.
–Una bomba, ¿eh? – murmuró Lyndhurst, con aparente falta de interés. Había estado dos veces en Irlanda del Norte-. ¿Lo bastante grande como para destruir la casa o arrasar toda la calle? – Mucho más potente -observó Preston-. Si estamos en lo cierto, se trata de una pequeña bomba nuclear.
El alto oficial apartó la mirada de la casa de enfrente, y sus pálidos ojos azules se fijaron en los de Preston. – ¡Por mil diablos! – exclamó-. Estoy impresionado.
–Bueno, así están las cosas -resumió Preston-. A propósito, quiero a ese hombre vivo.
–Vayamos al muelle y hablemos con el jefe -dijo Lyndhurst.
Mientras estaban en Cherryhayes Close otros dos helicópteros, un "Puma" y un "Chinook", llegaron al aeropuerto procedentes de Hereford. El primero transportaba al grupo de asalto, y el segundo, sus numerosas y misteriosas piezas de equipo. El grupo estaba temporalmente al mando del jefe delegado, un brigada veterano llamado Steve Bilbow. Era bajo, moreno y nervudo, correoso como el cuero de una bota vieja, dos ojos negros, pequeños y brillantes y sonrisa fácil. Como todos los suboficiales del Regimiento, llevaba largo tiempo en éste: en su caso quince años. El SAS es también singular en este sentido: casi todos sus oficiales están en destino temporal, cedidos por sus regimientos "padres", y permanecen en él dos o tres años antes de volver a sus propias unidades. Sólo los grados inferiores permanecen en el SAS, y aun no todos, sino los mejores. Incluso el jefe superior desempeña poco tiempo esta función, aunque probablemente haya servido en el Regimiento en una etapa anterior de su carrera. Muy pocos oficiales permanecen durante un plazo largo, y todos ellos ocupan puestos técnicos, de logística o de Intendencia, en el Cuartel General del SAS Steve Bilbow había ingresado como soldado, proceden te del regimiento de paracaidistas, y, por méritos propios, se le prolongó el tiempo de servicio y fue ascendido a brigada. Había combatido en dos ocasiones en Dhofar, sudado en las selvas de Belice, pasado frío en incontables noches de emboscada en las tierras altas de Cameron, en malaya. Había ayudado a adiestrar a los equipos de GSG 9 de Alemania Federal y trabajado con el grupo Delta de Charlie Beckwith en Norteamérica. Había conocido el tedio de aquella instrucción interminablemente repetida que llevaba a los hombres del SAS a la cima de su adecuación y preparación, y a las operaciones de alta segregación de adrenalina: correr bajo el fuego de los rebeldes en busca del refugio de un sangar en las colinas de Omán; dirigir un pelotón de asalto contra los pistoleros republicanos en el este de Belfast y hacer quinientos saltos en paracaídas, la mayor parte de ellos desde gran altura y en caída libre.
Para su pesar, había permanecido en el equipo de reserva cuando sus colegas asaltaron la Embajada de Irán en Londres, en 1981, y no le habían llamado. El resto del equipo lo componían un fotógrafo, tres agentes de información, ocho tiradores y nueve soldados de asalto. Steve confió y rezó para que le confiasen el mando del grupo de asalto. Varias furgonetas de la Policía, sin distintivos, habían ido a recogerles al aeropuerto y los habían traído a su alojamiento. Cuando Preston y Lyndhurst volvieron al almacén, el equipo había llegado y esparcía sus herramientas por el suelo, ante los ojos asombrados de varios policías de Ipswich. – ¡Hola, Steve! – dijo el capitán Lyndhurst-. ¿Todo bien?
–Hola, jefe. Sí, muy bien. Estamos preparando las cosas.
–He visto la fortaleza. Es una casita particular. Un ocupante conocido, aunque pueden ser dos. Y una bomba. Será limitado; no hay sitio para más. Me gustaría que tú entrases el primero.
–Trate de impedírmelo, jefe -replicó Bilbow, haciendo un guiño.
En el SAS se da más importancia a la autodisciplina que a la disciplina impuesta desde fuera. El hombre que no pueda tener la autodisciplina necesaria para realizar lo que exige el SAS, no estará mucho tiempo en éste. En cambio, los que la consiguen no necesitan observar unas formalidades tan rígidas en las relaciones personales como las que se exigen en los regimientos "ordinarios. Así, los oficiales suelen llamar por su nombre de pila a los hombres que tienen a su mando y tutearse entre ellos. Las clases de tropa acostumbran dar a sus oficiales el tratamiento de "jefe", aunque el que tiene el mando supremo recibe el de "señor". Cuando hablan entre ellos, los soldados rasos del SAS llaman "Rupert" a cualquier oficial. El brigada Bilbow vio a Preston, y su rostro se iluminó con una sonrisa de satisfacción. – ¡Comandante Preston…! ¡Cielo santo, cuánto tiempo sin verle!
Preston alargó una mano y sonrió a su vez. Había visto por última vez a Steve Bilbow cuando, después del tiroteo de Bogside, se había refugiado en una casa donde cuatro hombres del SAS, al mando de Bilbow, organizaban operaciones secretas. Además, los dos habían sido paracaidistas, lo cual constituye siempre un fuerte lazo.
–Ahora estoy en "Cinco" -dijo Preston-. Soy controlador de campo en esta operación, al menos por lo que atañe a "Cinco". – ¿Qué tiene para nosotros? – preguntó Steve.
–Un ruso. Agente de la KGB. Profesional de primera. Probablemente habrá hecho el curso de spetsnaz, por lo cual tiene que ser bueno y rápido, y probablemente estará armado.
–Estupendo. Spetsnaz, ¿eh? Ahora veremos si son tan buenos como dicen.
Los tres que estaban presentes conocían a los spetsnaz la élite de los saboteadores rusos, equivalente soviético del SAS.
–Lamento interrumpir la fiesta, pero tenemos que recibir las instrucciones -dijo Lyndhurst.
Él y Preston subieron la escalera hasta la oficina del piso superior, donde encontraron al general de brigada Cripps, al comandante de Operaciones, al jefe auxiliar de la Brigada Criminal, superintendente Low, y a los agentes de Información del SAS. Preston tardó una hora en hacer un relato lo más completo posible de los hechos, y el ambiente se hizo extraordinariamente tenso. – ¿Tiene alguna prueba de que hay allí un ingenio nuclear? – preguntó, al fin, el superintendente.
–No, señor. Interceptamos en Glasgow una pieza que debía ser entregada a alguien que trabajaba en secreto en este país. Los técnicos de laboratorio dicen que no puede tener otro uso en el mundo. Sabemos que el hombre que está en aquella casa es un Ilegal soviético,
"educado" en las calles de Damasco por el Losad. Su asociación con el transmisor secreto de Chesterfield confirma lo que es. La deducción es evidente.
"Si el componente aprehendido en Glasgow no es para la construcción de una pequeña bomba en Gran Bretaña, ¿para qué diablos puede ser? Yo no encuentro otra explicación posible. En cuanto a Ross, a menos que la KGB esté montando dos importantes operaciones secretas en Gran Bretaña, aquel componente iba destinado a él. Que es lo que se trataba de demostrar. El superintendente Low estaba viviendo una pesadilla. Había de reconocer que no había más remedio que tomar la casa por asalto, pero se imaginaba lo que pasaría en Ipswich si estallaba la bomba. – ¿No podríamos evacuar la población? – preguntó, sin grandes esperanzas.
–Se daría cuenta -respondió Preston secamente-. Y creo que, si sabe que ha sido derrotado, se nos llevará a todos por delante. Los soldados asintieron con la cabeza. Sabían que si ellos se encontrasen en la Rusia soviética tendrían que hacer lo mismo. Pasó la hora del almuerzo sin que nadie se diera cuenta. La comida habría sido superflua. Se empleó la tarde en reconocimientos y preparativos. Steve Bilbow volvió al aeropuerto con el fotógrafo y un policía. Los tres subieron al "SCOUt" para un viaje único sobre el estuario del Orwell, lejos de la urbanización The Hayes, pero en una dirección desde la que podían verla. El policía señaló la casa; el fotógrafo tomó cincuenta fotos, mientras Steve filmaba una larga película en video para proyectarla en el alojamiento. Todo el equipo de asalto, vestido aún de paisano, fue con otro policía a ver la casa construida por los mismos arquitectos y según los mismos planos de la que era su objetivo. Cuando regresaron al alojamiento, pudieron ver esta última en video y en diapositivas. Pasaron el resto de la tarde encerrados en el almacén haciendo prácticas con la maqueta de la casa que los poli cías habían ayudado a construir en la nave, bajo la supervisión del SAS. Estaba hecha sólo de tablas y de arpillera, pero sus dimensiones eran perfectas y revelaban un factor importantísimo: el espacio dentro de la casa era muy limitado. La puerta de entrada era estrecha; el recibidor, pequeño; la escalera, empinada, y las habitaciones, reducidas. El capitán Lyndhurst decidió emplear sólo seis asaltantes, con gran disgusto por parte de los cuatro excluidos. Habría también tres tiradores: dos en la habitación delantera del piso alto de los Adrian, y uno en la colina que dominaba el jardín de atrás. La parte trasera de la casa número 12 de Cherryhayes Close sería vigilada por dos de los seis soldados de asalto de Lyndhurst. Irían perfectamente equipados, pero su indumentaria de combate quedaría disimulada bajo impermeables de paisano. Serían llevados a Brackenhayes Close, en un coche de la Policía sin distintivos. Allí se apearían y, sin pedir permiso a los dueños, cruzarían el jardín delantero de la casa que lindaba por detrás con la que era su objetivo, se deslizarían por el pasadizo entre la casa y el garaje y llegarían al jardín trasero. Ya en él, se quitarían los impermeables, saltarían la valla y ocuparían posiciones en el jardín posterior de la "fortaleza".
–Puede haber un alambre o un hilo de pescar tendidos a través del jardín -observó Lyndhurst-. Pero probablemente estará cerca de la parte trasera de la casa propiamente dicha. Manteneos a distancia. Cuando se dé la señal, quiero que lancéis una granada de gases a través de la ventana del dormitorio y otra a través de la cocina. Después preparad las metralletas y conservad la posición. Pero no disparéis al interior de la casa; Steve y sus muchachos entrarán por la parte delantera.
Los hombres del "acceso de atrás" asintieron con la cabeza. El capitán Lyndhurst sabía que él no participaría en el asalto. Teniente de la Guardia de Dragones del Rey, realizaba su primer turno en el SAS y ostentaba el grado de capitán porque el SAS no tiene oficiales de graduación inferior. Cuando volviese a su regimiento de origen, dentro de un año, lo haría de nuevo con el grado de teniente, aunque confiaba en volver más tarde al SAS como jefe de escuadrón. Conocía también una tradición del SAS, que es distinta de la del resto del Ejército: los oficiales participan en los combates en el desierto o en la jungla, pero nunca en me dio urbano. Sólo los suboficiales y los soldados realizan los asaltos. Lyndhurst había convenido con su jefe y con el oficial de operaciones en que el ataque principal se realizaría por la parte delantera de la casa. Una furgoneta llegaría sin ruido, y cuatro soldados de asalto bajarían de ella. Dos tomarían la puerta principal: uno, con la "Wingmaster", y el otro con un mazo de tres kilos y-o un cortafríos en caso necesario. En cuanto fuese derribada la puerta, Steve Bilbow y un cabo entrarían en la casa. Los de la puerta soltarían sus herramientas, se sacarían las metralletas del pecho y entrarían en el recibidor para cubrir a la primera pareja. Una vez en el recibidor, Steve se dirigía inmediatamente a la puerta del cuarto de estar, situada a su izquierda. El cabo subiría corriendo la escalera para "tomar" el dormitorio delantero. De los dos hombres de refuerzo, uno seguiría al cabo escalera arriba por si Chummy estaba en el cuarto de baño, y el otro seguiría a Steve al cuarto de estar. La señal para que los hombres del jardín posterior lanzasen sus granadas de gases a la cocina y al dormitorio trasero, sería el estampido de la "Wingmaster" delante de la casa. Por consiguiente, cuando se realizase la penetración, cualquiera que estuviese en la cocina o en el dormitorio posterior correría de un lado para otro preguntándose qué había sucedido.
Preston, que se había ofrecido para volver a su puesto de observación, pudo escuchar los detalles del asalto. Sabía ya que el SAS era el único regimiento del Ejército británico que podía elegir sus armas en el mercado mundial. Para el asalto de cerca había elegido la metralleta alemana "Heckler y Koch" de cañón corto y balas de nueve milímetros: era rápida, ligera, fácil de manejar, muy segura y de cañón plegable. Generalmente llevaban la HK cruzada sobre el pecho, sostenida por dos cierres de muelle, cargada y amartillada. Esto les dejaba los brazos libres para abrir las puertas, entrar por ventanas o arrojar granadas de gases. Una vez hecho esto, podían sacar la HK del pecho y disparar en menos de medio segundo. Para derribar las puertas, la práctica había demostrado que era más rápido hacer saltar los dos goznes que atacar la cerradura. Para ello empleaban la escopeta de repetición "Remington Wingmaster", con cartuchos de cabeza sólida en vez de perdigones. Aparte estos juguetes, uno de los atacantes de la puerta podía necesitar un mazo y un cortafríos para el caso de que la puerta, tras saltar los goznes, conservase algún cerrojo o cadena en la parte posterior. También llevaban granadas destinadas a cegar temporalmente con su resplandor y ensordecer con su estallido, pero no a matar. Por último, cada uno llevaba en la cadera una "Browning" de 13 proyectiles de 9 milímetros. Lyndhurst recalcó que, en el asalto, lo esencial era el tiempo. Había fijado el ataque a las diez menos cuarto de la noche, cuando la oscuridad fuese intensa y, por ende, desorientadora en el Close, pero sin ser todavía noche cerrada. Él estaría en la casa de los Adrian, al otro lado de la calle, observando el objetivo y en contacto por radio con la furgoneta que traería a los asaltantes.
Si pasaba algún transeúnte por el Close a las 9.44, podría decir al conductor de la furgoneta que "esperase" hasta que aquél hubiese dejado atrás la puerta de la casa que había que asaltar. De este modo podría regular la aproximación del equipo. El coche de la Policía que traería a los dos hombres que habían de ocupar el jardín posterior, estaría también en la misma longitud de onda y los dejaría noventa segundos antes de que fuese derribada la puerta de la entrada. Había previsto un último detalle importante. Al acercarse la furgoneta al Close, él telefonearía a Ross desde la casa de los Adrian. Sabía ya que en todas aquellas casas el teléfono estaba sobre una mesita del recibidor. Con ello pretendía alejar al agente soviético de su bomba, dondequiera que estuviese, y dar a los asaltantes la oportunidad de disparar rápidamente. Como de costumbre, el fuego se haría según la fórmula de dos rápidas ráfagas, de dos disparos cada una. Aunque la HK puede vaciar en un par de segundos su cargador de treinta proyectiles, los hombres del SAS son lo bastante hábiles, incluso en la confusa situación de un terrorista atrapado, para limitar su fuego a dos disparos repetidos. Si una de las balas alcanza a alguien, lo herirá pero no lo matará. Inmediatamente después de la operación, la Policía entraría en grupo en el Close para calmar a la inevitable multitud que saldría de las casas contiguas. Un cordón de policías rodearía la parte delantera de la casa, mientras que los asaltantes saldrían por la parte trasera, cruzarían los jardines y subirían a su furgoneta, que estaría esperando en Brackenhayes Close. La autoridad civil ocuparía también el interior de la casa. Un equipo de seis hombres de Aldermaston debía llegar a Ipswich aquella tarde a la hora del té. A las seis, Preston salió del alojamiento y volvió al puesto de observación, la casa de los Adrian, en la que entró por la puerta de atrás sin ser observado.
–Acaban de encenderse las luces -dijo Harry Burkinshaw, cuando Preston se reunió con él en el dormitorio delantero.
Preston pudo ver que estaban corridas las cortinas del cuarto de estar de la casa de enfrente, pero había un resplandor detrás de ellas, y la luz se reflejaba también a través de los paneles de la puerta principal.
–Después de marcharte tú me pareció ver movimiento tras las cortinas del dormitorio del piso superior -dijo Barney-. Pero no encendió la luz; bueno, no tenía motivo para hacerlo.
Era después de la hora del almuerzo. Lo cierto es que no ha salido de casa.
Preston llamó a Ginger, que estaba en su puesto de observación de la falda de la colina; pero su información fue idéntica. No había movimiento en la parte posterior de la casa.
–Empezará a oscurecer dentro de un par de horas -le dijo Ginger por radio-. La visión será entonces muy defectuosa.
Valeri Petrofski había dormido mal y a intervalos. Poco antes de la una se despertó del todo, se incorporó en la cama y miró hacia la casa de enfrente a través de la habitación y de la cortina de malla. Diez minutos después se levantó, se dirigió al cuarto de baño y se duchó. A las dos se preparó unos bocadillos y se los comió sentado a la mesa de la cocina, mirando de vez en cuando hacia el jardín de atrás, donde un fino e invisible hilo de pescar, tendido de un lado a otro, pasaba por una pequeña polea sujetada a la valla del jardín y penetraba por debajo de la puerta posterior de la casa. Estaba fijado a la base de un columna de botes de hojalata vacíos. Petrofski lo aflojaba cuando salía de la casa y lo tensaba cuando estaba en ella. Hasta ahora, nadie había hecho caer los botes. La tarde transcurría lentamente. Como es natural, habida cuenta de lo que guardaba, montado y a punto, en el cuarto de estar, el hombre estaba en tensión, con todos los sentidos alerta.
Trató de leer, pero no podía concentrar su atención. Moscú debió de haber recibido su mensaje haría ahora doce horas. Escuchó un poco de música por la radio, y a las seis se instaló en el cuarto de estar. Aunque podía ver la luz de la tarde de verano reflejándose en las fachadas de las casas de enfrente, la suya miraba al Este y, por tanto, ahora estaba en la sombra. A partir de este momento, la oscuridad sería cada vez mayor en su cuarto de estar. Corrió las cortinas, como hacía siempre antes de encender las lámparas de pie, y luego, al no tener nada mejor que hacer, encendió el televisor. Como de costumbre, la mayor parte de los programas estaban ocupados por la campaña electoral. La tensión aumentaba en el almacén que servía de alojamiento. Se estaban haciendo los últimos preparativos en la furgoneta de los asaltantes, una vulgar "Volkswagen" gris de puerta lateral corredera. Dos soldados de asalto vestidos de paisano ocuparían los asientos delanteros, uno de ellos al volante y el otro comunicándose por radio con el capitán Lyndhurst.
Comprobaron una y otra vez las radios, así como todas las otras piezas del equipo. La furgoneta sería conducida a la entrada de The Hayes por un coche de la Policía sin distintivos; el conductor de aquélla se había aprendido de memoria el plano de The Hayes y sabía dónde encontrar Cherryhayes Close. Al entrar en la urbanización quedarían bajo el control de la radio del capitán sentado junto a la ventana. La parte posterior de la furgoneta había sido forrada de espuma de poliestireno para amortiguar los chasquidos de metal contra metal. El equipo de asalto se estaba vistiendo y preparando sus "herramientas". Cada hombre se puso encima de su ropa interior el clásico traje negro de una pieza de tejido refractario. En el último momento se completaría con una capucha de tela negra. Después venía el chaleco antibalas, una malla ligera "Kevlar" tejida por "Bristol Armour" y destinada a absorber el impacto de la bala desviándola hacia fuera y hacia un lado del punto de penetración. De bajo del "Kevlar", los hombres se ponían el "peto" para amortiguar aún más el golpe del proyectil. Y, sobre todo ello, el correaje para sujetar el arma de asalto, la HEC, y colgar las granadas y la pistola. Calzaban las tradicionales "botas de desierto", altas hasta los tobillos, con gruesa suela de goma y de un color que sólo puede describirse como "sucio". El capitán Lyndhurst dio las últimas instrucciones a cada uno de sus hombres, entreteniéndose un poco más con su segundo, Steve Bilbow. Desde luego, no les deseó buena suerte; podía decirles cualquier cosa menos "suerte":. Después se dirigió a su puesto de observación. Entró en la casa de los Adrian inmediatamente después de las ocho.
Preston pudo percibir la tensión que emanaba de aquel hombre. A las ocho y media sonó el teléfono. Barney, que estaba en el recibidor, se puso al aparato. Preston creyó que sería peor no contestar: alguien podía venir a la casa. Aquel día se habían recibido varias llamadas, y siempre habían dicho al que llamaba que los Adrian habían ido a pasar el día a casa de la madre de la señora y que el que respondía era uno de los obreros que estaban pintando el cuarto de estar. Nadie había dejado de aceptar la explicación. Cuando Barney levantó el auricular, el capitán Lyndhurst salía de la cocina con una taza de té.
–Es para usted -dijo, y volvió al piso de arriba.
La tensión creció a partir de las nueve. Lyndhurst pasó la mayor parte del tiempo comunicando por radio con el alojamiento de la tropa, de donde salieron a las nueve y quince la furgoneta gris y el coche de la Policía en dirección a The Hayes. A las nueve y treinta y tres, los dos vehículos habían llegado al acceso de Belstead Road, a dos cientos metros del objetivo. Tuvieron que detenerse y esperar. A las nueve y cuarenta y un minutos, Mr. Armitage salió de su casa y dejó cuatro botellas vacías para el lechero. Con irritante calma, se entretuvo observando en la creciente penumbra el macizo de flores del centro de su jardín. Después saludó a un vecino del otro lado de la calle. – ¡Entra en casa, viejo imbécil! – murmuró Lyndhurst que se hallaba en el cuarto de estar mirando las luces tras las cortinas de la casa de enfrente.
A las nueve y cuarenta y dos minutos, el coche de la Policía en el que iban los dos hombres que habían de ocupar el jardín posterior estaba en posición y esperando en Branckenhayes. Diez minutos más tarde, Mr. Armitage dio las buenas noches a su vecino y entró de nuevo en su casa. A las nueve y cuarenta y tres, la furgoneta gris entró en el callejón llamado Gorsehayes, vía de acceso a todo el complejo. De pie en el recibidor, junto al teléfono, Preston podía oír la charla entre el conductor de la furgoneta y Lyndhurst. El vehículo rodaba lentamente y sin ruido hacia la entrada de Cherryhayes. No había ningún transeúnte en la calle. Lyndhurst ordenó a los dos hombres destinados al jardín posterior que se apeasen del coche de la Policía y se pusiesen en movimiento.
–Entraremos en Cherryhayes dentro de quince segundos -murmuró el conductor de la furgoneta.
–Más despacio; faltan treinta segundos -respondió Lyndhurst. Y veinte segundos más tarde, dijo-: Entren ya en el callejón.
La furgoneta dobló la esquina muy despacio, con luces de ciudad.
–Ocho segundos -murmuró Lyndhurst y, volviéndose a Preston, le ordenó en voz baja, pero apremiante-: Llame ahora.
La furgoneta subió por el callejón, pasó por delante del número 12 y se detuvo ante el macizo de flores de Mr. Armitage. Era una maniobra deliberada; los asaltantes que rían acercarse al objetivo desde un lado. La puerta lateral se abrió sin ruido, y cuatro hombres de negro se apearon en la oscuridad, en un silencio absoluto. No hubo carreras ni pisadas ruidosas, ni gritos roncos. Con un orden previamente ensayado, cruzaron despacio el jardín de Mr. Armitage, dieron la vuelta al cochecito de Mr. Ross y llegaron ante la puerta del número 12. El hombre de la "Wingmaster" sabía en qué lado estaban los goznes. Antes de detenerse, se había llevado ya la escopeta al hombro. Comprobó la posición de los goznes y apuntó. A su lado, otra figura esperaba blandiendo un mazo. Detrás de ellos estaban Steve y el cabo, con las HK preparadas… En su cuarto de estar, el comandante Valeri Petrofski estaba intranquilo. No podía concentrarse en la televisión sus sentidos captaban demasiadas cosas: las pisadas de un hombre que sacaba unas botellas de leche el maullido de un gato, el zumbido de una motocicleta á lo lejos, la sirena de un carguero entrando en el estuario del Orwell al otro lado del valle. A las nueve y media había empezado otro programa de actualidad de entrevistas con ministros y aspirantes a ministros. curiosamente, puso el canal de BBC 2, donde daban un documental sobre aves. Suspiró. Valía más esto que la política. Apenas habían pasado diez minutos cuando oyó que su vecino Armitage sacaba sus botellas vacías de leche. "Siempre la misma cantidad y a la misma hora de la noche", pensó. Entonces, el viejo estúpido llamó a alguien del otro lado de la calle. Una imagen en la pequeña pantalla captó su atención y la miró asombrado. La presentadora hablaba con un hombre flaco y de gorra plana acerca de la pasión de éste, al parecer las palomas. Sostenía una ante la cámara, una criatura suave cuyos pico y cabeza tenían una forma singular. Petrofski se irguió súbitamente, concentrando casi toda su atención en el ave y escuchando la conversación. Estaba seguro de que aquella paloma era idéntica a otra que había visto antes en alguna parte.
–Esa adorable ave, ¿va a participar en algún concurso? – preguntó la joven presentadora.
Era nueva, demasiado despabilada y trataba de sacar a la entrevista más de lo que ésta daba de si. – ¡Dios mío, no!-exclamó el hombre de la gorra-. No es un ave de fantasía. Es una "Westcott".
En un súbito destello del recuerdo, Petrofski volvió a ver aquella habitación en la suite de los invitados de la dacha del secretario general en Usovo. "La encontré en la calle el invierno pasado…", dijo el viejo y marchito inglés, y el ave había mirado desde su jaula con ojos brillantes y astutos. – Bueno, no es de la clase que suele verse en la ciudad -dijo la presentadora de Televisión. Ahora vacilaba. En aquel momento sonó el teléfono en el recibidor de Petrofski… Normalmente, habría ido a contestar, por si se trataba de un vecino. Simular que estaba fuera habría sido sospechoso, con las luces de la casa encendidas. Y no habría llevado su arma al vestíbulo. Pero se quedó mirando fijamente la pantalla. El teléfono siguió llamando con insistencia. Entre éste y el televisor sofocaban el ruido suave de unas suelas de goma sobre el pavimento. – Supongo que no -respondió alegremente el hombre de la gorra-. La "Westcott" tampoco es un ave callejera.
Probablemente es una de las especies que vuela más rápido. Y esta pequeña belleza vuelve siempre al palomar donde se crió. Por eso suelen llamarlas domésticas.
Petrofski se levantó de su sillón con un gruñido de rabia. Tomó del lado del cojín la gran pistola "Sako" de precisión que había llevado siempre consigo desde su entrada en Gran Bretaña. Murmuró una breve palabra en ruso. Nadie le oyó, pero aquella palabra era:
"traidor". En aquel momento se oyó un estampido, y después otro, tan inmediato, que parecieron uno solo. A este ruido se unió el de cristales rotos en la puerta principal, dos detonaciones sordas en la parte trasera de la casa y unas pisadas en el vestíbulo. Petrofski se volvió hacia la puerta del cuarto de estar y disparó tres veces. Su "Sako Triace", provista de tres cañones intercambiables, disparaba ahora por el de mayor calibre. Tenía también cinco balas en el cargador. Sólo disparó tres, pues podía necesitar las otras dos para él mismo. Pero las tres que disparó perforaron la endeble llave de la puerta cerrada… Los moradores de Cherryhayes Close comentarán aquella noche durante el resto de sus vidas, pero ninguno dará una versión exacta. El estruendo de la "Wingmaster" al arrancar los dos goznes de la puerta hizo que todos se levantasen de un salto de sus sillones. En cuanto hubo disparos, el hombre de la escopeta se echó a un lado y atrás para dejar el sitio a su compañero. Bastó un golpe de mazo para que la cerradura, el cerrojo y la cadena saltaran por el aire en todas direcciones. Después se apartó también a un lado. Los dos hombres soltaron las armas que habían empleado y sacaron sus HK. Steve y el cabo habían pasado ya por la abertura. El cabo se plantó en tres saltos en la escalera, con el hombre del mazo pisándole los talones. Steve pasó corriendo ante el teléfono, llegó a la puerta del cuarto de estar, se volvió de cara a ella y sintió que se elevaba del suelo. Tres proyectiles le habían alcanzado con un audible chasquido, lanzándole contra la escalera. El hombre de la "Wingmaster" se inclinó simplemente sobre la puerta todavía cerrada y disparó dos ráfagas de balas cada una. Después abrió la puerta de una patada, entró rodando y se quedó agachado dentro de la habitación. Cuando disparó la escopeta, el capitán Lyndhurst abrió la puerta de la casa del otro lado de la calle y miró; Preston estaba detrás de él. El capitán vio que su delgado jefe de equipo cruzaba el iluminado vestíbulo y se acercaba a la puerta del cuarto de estar; entonces se vio lanzado a un lado como una muñeca de trapo. Lyndhurst avanzó, seguido de Preston. Cuando el soldado que había disparado se puso en pie y observó la figura que yacía inerte sobre la alfombra, el capitán Lyndhurst apareció en el umbral. Captó la escena inmediatamente a pesar de la nube de humo de cordita. – ¡Ve al vestíbulo y ayuda a Steve! – ordenó.
El soldado no discutió. El hombre del suelo empezó a moverse. Lyndhurst sacó su "Browning" de debajo de la chaqueta. El soldado había hecho bien las cosas. Petrofski había recibido un balazo en la rodilla izquierda, otro en el bajo vientre y otro en el hombro derecho.
Su pistola salió proyectada al otro lado de la estancia. A pesar de la desviación causada por la madera, el soldado aprovechó tres de los cuatro proyectiles. Petrofski debía de sufrir terriblemente pero estaba vivo. Empezó a arrastrarse por el suelo. A cuatro metros de él, podía ver la caja de acero gris puesta de lado, los dos botones, uno amarillo y el otro rojo. El capitán Lyndhurst apuntó con cuidado y disparó. John Preston pasó corriendo junto a él con tal precipitación, que golpeó la cadera del oficial al correr. Se arrodilló al lado del cuerpo que yacía en el suelo. Estaba sobre un costado, con la mitad de la parte posterior de la cabeza destrozada, boqueando todavía como un pez fuera del agua. Preston acercó la cabeza a la cara del moribundo. Lindhurst seguía apuntando con su pistola, pero el hombre de MI5 se había interpuesto entre él y el ruso. Se apartó a un lado para poder disparar mejor, pero entonces bajó la "Browning". Preston se estaba levantando. No era necesario volver a disparar.
–Será mejor que digamos a los técnicos de Aldermaston que echen un vistazo a eso -dijo Lyndhurst, señalando la caja de acero.
–Yo le quería vivo- murmuró Preston -Lo siento, viejo. No pudo ser -replicó el capitán.
En aquel momento, los dos hombres se sobresaltaron al oír un fuerte chasquido y una voz que les hablaba desde el aparador. Vieron que el sonido procedía de un gran aparato de radio que se había puesto en marcha mediante un instrumento de relojería. La voz dijo:
"Buenas noches. Aquí Radio Moscú, emisión en inglés. Vamos a dar las noticias de las diez."En CREI… Perdón, rectifico. En Teherán, el Gobierno ha declarado hoy… El capitán Lyndhurst se acercó al aparato y lo apagó. El hombre del suelo contemplaba fijamente la alfombra con sus ojos ciegos, indiferente al mensaje cifrado destinado exclusivamente a él.
Se dirigieron al bar para tomar un aperitivo y conversar sin ceremonias. Preston dijo al Jefe que acababa de volver de Hereford, donde había visitado a Steve Bilbow en el hospital.
El brigada se había salvado por los pelos. Al retirar del chaleco antibalas los aplastados proyectiles de la pistola del ruso uno de los médicos advirtió un fuerte olor y los hizo analizar. El cianuro no había entrado en el torrente sanguíneo; el hombre del SAS se había salvado gracias al peto. Por lo demás, había sufrido fuertes contusiones, pero estaba en buena forma. – ¡Excelente! – Exclamó Sir Nigel, con verdadero entusiasmo. Es terrible perder a un buen elemento.
La mayoría de los que se hallaban en el bar estaban discutiendo los resultados de las elecciones, y muchos de los presentes habían estado levantados la mitad de la noche esperando las últimas cifras en provincias de la igualada da contienda. A la una y media se fueron a almorzar. Sir Nigel había reservado una mesa en un rincón, donde podrían hablar tranquilamente. Cuando se dirigían a ella se cruzaron con el secretario del Gabinete, Sir Martin Flannery, que venía en sentido contrario. Aunque se conocían, Sir Martin vio en seguida que su colega estaba "de conferencia". Los mandarines se saludaron con una imperceptible inclinación de cabeza, suficiente para dos graduados en Oxford. Las palmadas en la espalda son más propias de los forasteros.
–En realidad, John -dijo "C" mientras desdoblaba su servilleta de lino sobre las rodillas- te he pedido que vinieses para darte las gracias y felicitarte. Ha sido una operación notable y de excelente resultado. Te recomiendo el cordero asado, delicioso en esta época del año.
–En cuanto a su felicitación, señor, temo no poder aceptarla -replicó Preston a media voz.
Sir Nigel estudió el menú a través de sus gafas de media luna. – ¿De veras? ¿Quieres mostrarte admirablemente modesto o menos admirablemente descortés? – Y, dirigiéndose a la camarera-: Alubias, zanahorias y, tal vez, una patata asada, querida.
–Sólo sincero- observó Preston cuando se hubo marchado la camarera-. ¿Y si hablásemos del hombre al que conocimos como Franz Winkler? – ¿Aquel a quien seguiste tan brillantemente hasta Chesterfield?
–Permita que le sea franco Sir Nigel. Winkler no se habría quitado de encima un dolor de cabeza con una caja de aspirinas. Era incompetente y estúpido.
–Creo que casi os despistó a todos en la estación del ferrocarril de Chesterfield.
–Una chiripa -replicó Preston-. En una operación de vigilancia más amplia, habríamos tenido hombres en cada parada a lo largo de la línea. La cuestión es que sus maniobras eran torpes: nos indicaron que era un profesional, malo por cierto, que no pudo librarse de nosotros.
–Comprendo. ¿Qué más acerca de Winkler? ¡Ah! Aquí está el cordero, y asado a la perfección.
Esperaron a que la camarera les sirviese y se marchase. Preston empezó a comer a bocaditos, pues se sentía turbado. Sir Nigel comía con satisfacción.
–Franz Winkler llegó a Heathrow con un pasaporte austriaco auténtico y un visado británico válido.
–En efecto.
–Y los dos sabemos, como lo sabía el oficial de Inmigración, que los ciudadanos austriacos no necesitan visado para entrar en Gran Bretaña. Cualquiera de nuestros funcionarios consulares en Viena le habría dicho esto a Winkler. Fue precisamente el visado lo que indujo al oficial de control de pasaportes de Heathrow a pasar el número del pasaporte por la computadora. Y resultó ser falso.
–Todos cometemos errores -murmuró Sir Nigel.
–La KGB no comete esta clase de errores, señor. Su documentación es extraordinariamente correcta.
–No los valores en demasía, John. Todas las grandes organizaciones se equivocan a veces. ¿Más zanahoria? ¿No? Entonces, con tu permiso…
–La cuestión es, señor, que aquel pasaporte tenía dos defectos. La razón de que su número hiciera que se encendiesen las luces rojas fue la de que, tres años antes, otro presunto ciudadano austriaco que llevaba un pasaporte con el mismo número, fue detenido en California por el FBI y ahora está cumpliendo condena en Soledad. – ¿De veras? ¡Dios mío, yo diría que los soviet no se mostraron muy listos!
–Llamé al hombre del FBI en Londres y le pregunté cuál había sido la acusación. Al parecer, el otro agente trataba de coaccionar a un ejecutivo de la "ENTEL Corporación", de Silicon Valley, para que le vendiese secretos de tecnología.
–Una acción muy fea.
–Tecnología nuclear.
–Y tú sacaste la impresión…
–De que Franz Winkler había entrado en este país iluminado como un rótulo de neón. Y el rótulo era un mensaje, un mensaje ambulante.
El semblante de Sir Nigel rebosaba todavía buen humor, pero sus ojos habían perdido parte de su regocijado brillo. – ¿Y qué decía este notable mensaje, John?
–Pues, algo así: "No puedo entregaros el agente Ilegal ejecutor, porque no sé dónde está. Pero seguid a este hombre; él os conducirá al transmisor." Y lo hizo. Por esto pude descubrir al transmisor y al agente que acudió al fin a verle. – ¿Qué tratas de decir, exactamente?
Sir Nigel dejó el tenedor y el cuchillo en el plato vacío y se limpió los labios con la servilleta.
–Creo, señor, que hicieron fracasar la operación. Me parece inevitable concluir que alguien del otro lado la hizo fracasar deliberadamente.
–Una sugerencia extraordinaria. Permite que te recomiende el flan de fresa. Comí uno la semana pasada. No de la misma hornada, desde luego. ¿Si? Dos, querida, por favor. Si, con un poco de crema fresca. – ¿Puedo hacerle una pregunta? – dijo Preston cuando la joven hubo retirado los platos.
–Estoy seguro de que la harás de todos modos -replicó Sir Nigel, sonriendo. – ¿Por qué tenía que morir el ruso?
–Según tengo entendido, se arrastraba en dirección a una bomba nuclear con visibles intenciones de hacerla estallar.
–Yo estaba allí -dijo Preston cuando llegaban los flanes de fresa. Esperaron a que les sirviesen la crema-. El hombre estaba herido en un muslo, en el vientre y en un hombro. El capitán Lyndhurst hubiese podido detenerle de una patada. No había necesidad de volarle la cabeza.
–Estoy seguro de que el buen capitán no quiso correr riesgos -sugirió el jefe.
–Si el ruso hubiese vivido, Sir Nigel, habríamos pillado a la Unión Soviética en flagrante delito. Sin él, no tenemos nada que no puedan negar de un modo convincente. Dicho en otras palabras: se echará tierra al asunto para siempre.
–Esto es cierto -asintió el maestro de espías, masticando reflexivamente un bocado de pastel con flan de fresa.
–Se da el caso de que el capitán Lyndhurst es hijo de Lord Frinton. – ¿Ah, si? ¿Frinton? ¿Le conozco?
–Supongo que si. Fueron juntos al colegio. – ¿De veras? ¡Éramos tantos! Es difícil recordarlos a todos.
–Y creo que Julian Lyndhurst es ahijado de usted.
–Mi querido John, te gusta comprobarlo todo, ¿no?
Sir Nigel había terminado el postre. Cruzó las manos, apoyó el mentón sobre los nudillos y contempló fijamente al investigador de MI5. La cortesía se mantuvo; pero el buen humor se estaba desvaneciendo. – ¿Algo más?
Preston asintió gravemente con la cabeza.
–Una hora antes de asaltar la casa, el capitán Lyndhurst recibió una llamada telefónica en el vestíbulo de la casa de enfrente. Comprobé esto con mi colega que se puso primero al aparato. El que llamaba lo hacía desde una cabina.
–Sin duda, uno de sus colegas. – No, señor. Éstos empleaban radios. Y nadie ajeno a la operación sabía que nosotros estábamos dentro de la casa. Es decir, nadie, salvo unas poquísimas personas de Londres. – ¿Puedo preguntarte qué estás sugiriendo?
–Sólo otro detalle, Sir Nigel. Antes de morir, aquel ruso murmuró una palabra. Parecía resuelto a pronunciarla antes de fallecer. Yo tenía entonces mi oído junto a su boca. Lo que dijo fue: Philby. – ¿Philby? ¡Cielo santo! Me pregunto qué querría decir con eso.
–Creo saberlo. Supongo que creyó que Harold Philby le había traicionado, y creo que tenía razón.
–Entiendo. ¿Y puedo saber cuáles son tus deducciones?
La voz del jefe era suave, pero su tono había perdido toda su campechanía. Preston respiró hondo.
–Deduzco que Philby, el traidor, estaba metido en esta operación, posiblemente desde el principio. En tal caso, se habría hallado en una situación en la que no podía perder. He oído rumores de que, como otros, desea volver a casa, a Inglaterra, a pasar sus últimos días.
"Si el plan hubiese tenido éxito, probablemente se habría ganado la libertad de sus amos soviéticos y el permiso de entrada por parte de un nuevo Gobierno de la izquierda dura en Londres. Quizá dentro de un año a partir de ahora. O bien podía contar a Londres las líneas generales del plan y traicionarlo. – ¿Y cuál de estas dos notables alternativas sospechosas fue la que eligió?
–La segunda, Sir Nigel. – ¿Con qué fin? Te ruego que me lo digas.
–Para comprar su billete de vuelta a casa. Desde aquí. Por medio de un trato. – ¿Y piensas que yo pude ser parte en este trato?
–No sé qué pensar, Sir Nigel. No sé qué más pensar. Han circulado rumores. sobre sus antiguos colegas, sobre el circulo mágico, sobre la solidaridad del establishment del que fue antaño miembro…, sobre todas estas cosas. Preston observó su plato, el flan de fresa a medio comer. Sir Nigel contempló el techo durante largo rato, antes de lanzar un profundo suspiro.
–Eres un hombre notable, John. Dime, ¿qué vas a hacer esta semana?
–Creo que nada.
–Entonces, ten la bondad de reunirte conmigo en la puerta de Sentinel House a las ocho de la mañana. Trae tu pasaporte. Y ahora, si me perdonas, sugiero que prescindamos del café en la biblioteca…
El hombre que se hallaba tras la ventana del piso superior de la casa reservada de aquella apartada calle de Ginebra observó la partida de su visitante. La cabeza y los hombros de éste aparecieron debajo de él; el hombre recorrió el breve trecho que le separaba de la verja y salió a la calle, donde esperaba su coche. El conductor se apeó, pasó por detrás del vehículo y abrió la portezuela para que subiese el caballero. Después volvió de nuevo a la portezuela del chofer. Antes de subir, Preston levantó la mirada hacia la figura que había tras la ventana superior. Cuando se hubo colocado al volante, preguntó: -¿Es él? ¿Es realmente él? ¿El hombre de Moscú?
–Si, es él. Y ahora, al aeropuerto, por favor -respondió Sir Nigel desde el asiento trasero.
El automóvil arrancó.
–Bueno, John, te prometí una explicación -dijo Sir Nigel, poco más tarde-. Puedes preguntar.
Preston podía ver la cara del Jefe en el espejo. El viejo contemplaba el paisaje que desfilaba junto a ellos. – ¿La operación?
–Tenías toda la razón. Fue montada personalmente por el secretario general, con el asesoramiento y la ayuda de Philby. Parece que lo llamaron "Operación Aurora". Alguien la hizo fracasar, pero no Philby. – ¿Por qué la hicieron fracasar?
Sir Nigel pensó durante varios minutos.
–Desde el principio pensé que tú podías tener razón. Tanto en tus hipotéticas conclusiones de lo que hoy llamamos Informe Preston del pasado diciembre, como en tus deducciones después del incidente de Glasgow. Aunque Harcourt Smith no quería creer en ninguna de ambas cosas, yo no estaba seguro de que existiese relación entre ellas, pero tampoco me hallaba en condiciones de negarlo. Cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que la "Operación Aurora" no era una verdadera operación de la KGB. No llevaba su marca, su laboriosa minuciosidad. Parecía una operación apresurada, montada por un hombre o un grupo que desconfiaban de la KGB. Sin embargo, había pocas esperanzas de que tú descubrieses a tiempo el agente.
–Andaba a tientas en la oscuridad, Sir Nigel. Y lo sabía. No había señales de correos soviéticos en ninguno de nuestros controles de Inmigración. De no haber sido por Winkler, no habría llegado a tiempo a Ipsvlich.
Se abrió un largo silencio. Preston esperó a que el Jefe continuase.
–Por consiguiente, envié un mensaje a Moscú -dijo al fin Sir Nigel. – ¿ Personalmente?
–Claro que no. Eso no habría dado resultado. Demasiado evidente. Lo hice valiéndome de otra fuente, de una en cuya credibilidad confiaba. Temo que el mensaje no era muy verídico. A veces, en nuestro oficio, hay que decir mentiras. Pero pasó por un canal que pensé que sería creído. – ¿Y lo fue?
–Afortunadamente, si. Cuando llegó Winkler, estuve seguro de que el mensaje había sido recibido, comprendido y, sobre todo, considerado verdadero. – ¿Fue Winkler la respuesta? – preguntó Preston.
–Si. ¡Pobre hombre! Creía que estaba en una misión de rutina para comprobar la actuación de los griegos y su transmisor. A propósito, lo encontraron ahogado en Praga hace dos semanas. Supongo que sabía demasiado. – ¿Y el ruso de Ipswich?
–Acabo de saber que se llamaba Petrofski. Un profesional de primera clase y un patriota.
–Pero, ¿también él tenía que morir?
–Fue una decisión terrible, John. Pero inevitable. La llegada de Winkler fue un ofrecimiento, la proposición de un trato. No un contrato formal, naturalmente. Sólo un acuerdo tácito. Petrofski no podía ser cogido vivo e interrogado. Yo tenía que cumplir el compromiso tácito con el hombre que has visto allí, detrás de la ventana.
–Si hubiésemos cogido vivo a Petrofski, habríamos puesto en un brete a la Unión Soviética -Si, John, es verdad. Les habríamos infligido una tremenda humillación internacional. ¿Y qué habríamos conseguido? La URSS no habría podido permanecer quieta. Habría tenido que replicar en cualquier otra parte del mundo. ¿Qué habrías querido tú? ¿Volver a los peores tiempos de la guerra fría? – Es una lástima perder una oportunidad de apretarles las clavijas, señor. – on fuertes y peligrosos y están armados, John. La URSS estará allí mañana, y la semana próxima, y el año que viene. De alguna manera, tenemos que compartir con ellos este planeta. Y es mejor que sean gobernados por hombres pragmáticos y prácticos que por fanáticos y exaltados. – ¿Y eso obliga a tratar con hombres como el de la ventana, Sir Nigel?
–A veces hay que hacerlo. Yo soy un profesional, lo mismo que él. Hay periodistas y escritores empeñados en que los de nuestra profesión vivimos en un mundo de en sueño.
En realidad ocurre todo lo contrario. Son los poli ticos quienes sueñan, y a veces sus sueños son peligrosos, como el del secretario general, y pretenden cambiar la faz de Europa como un monumento a su persona.
–Un oficial importante del Servicio Secreto ha de tener la cabeza más fría que el más insensible hombre de negocios. Tiene que ceñirse a la realidad, John. Los sueños conducen a fracasos tales como el de la Bahía de los Cochinos. La primera interrupción en la escalada de los misiles en Cuba fue sugerida por el residente de la KGB en Nueva York. Fue Kruschev, no los profesionales, quien se pasó de la raya. – ¿Y qué ocurrirá ahora, señor?
El viejo maestro de espías suspiró.
–Esto lo dejamos para ellos. Se producirán algunos cambios. Y los harán a su propia e inimitable manera. El hombre que estaba en aquella casa marcará el rumbo. Avanzará en su carrera, mientras que se frustrarán las de otros. – ¿Y Philby? – preguntó Preston. – ¿Qué quieres saber de Philby? – ¿Trata de volver a casa?
Sir Nigel se encogió de hombros, con impaciencia.
–Desde hace años -dijo-. Y, si, de vez en cuando se pone en contacto, en secreto, con mis hombres en nuestra Embajada en Moscú. Criamos palomas… -¿Palomas…?
–Algo muy anticuado, lo sé. Y sencillo. Pero todavía sorprendentemente eficaz. Así es como se comunica. Pero no lo hizo en lo tocante a la "Operación Aurora". Y aunque lo hubiese hecho…, por lo que a mí concierne…
–Por lo que a usted concierne…, ¿qué? – ¡Puede pudrirse en el infierno! – concluyó Sir Nigel en voz baja.
Guardaron silencio durante un rato. – ¿Qué vas a hacer ahora, John? ¿Te quedarás en -No lo creo, señor. El director general se jubila el primero de septiembre, pero tomará su último permiso el próximo mes. Creo que mis probabilidades serían muy pocas con su sucesor.
–Yo no puedo meterte en "Seis". Ya lo sabes. No aceptamos veteranos. ¿ Has pensado en volver a Civvy Street?
–No es el tiempo mejor para que un hombre de cuarenta y seis años, sin una especialidad conocida, pueda conseguir un empleo -replicó Preston.
–Tengo algunos amigos -murmuró el Jefe-. Están en Protección de Recursos. Tal vez les interesase un buen elemento. Yo podría hablarles.
–Protección de Recursos?
–Pozos de petróleo, minas, depósitos, caballos de carreras. Cosas que la gente quiere mantener a salvo del robo o la destrucción. Incluso sus propias personas. Y el trabajo está bien pagado. Te permitiría mantener con desahogo a tu hijo.
–Por lo visto no soy el único que investiga a los demás -observó Preston, sonriendo.
El viejo miraba por la ventanilla, como sumido en la contemplación de algo lejano en el espacio y en el tiempo.
–Yo también tuve un hijo -dijo a media voz-. Un hijo único. Un muchacho estupendo.
Le mataron en las Malvinas. Sé cómo te sientes.
Sorprendido, Preston miró al hombre en el espejo. Nunca se le había ocurrido pensar que aquel cortés y astuto maestro de espías hubiese jugado una vez a caballos y jinetes con un niño pequeño sobre la alfombra de un cuarto de estar.
–Lo siento. Quizá le tome la palabra.
Llegaron al aeropuerto, devolvieron el coche alquilado y volaron a Londres, tan de incógnito como habían venido. Yevgueni Karpov tras la ventana de la casa privada contempló cómo se alejaba el coche del inglés. El suyo tardaría una hora en llegar. Dio media vuelta y se sentó a la mesa para estudiar de nuevo la carpeta que le habían traído y que tenía aún en la mano. Estaba satisfecho; había sido una buena reunión, y los documentos que tenía asegurarían su futuro. Como profesional, el teniente general Yevgueni Karpov lamentaba lo de la "Operación Aurora". Había sido muy bueno, sutil, sencillo y eficaz. Pero sabía también, como profesional, que, cuando fallaba una operación, lo único que se podía hacer era cancelar y rechazar todo el asunto antes de que fuese demasiado tarde. La demora habría sido totalmente desastrosa. Recordaba claramente el fajo de documentos que su recadero le había traído de Jan Marais, de Londres; el producto de su agente en Hampstead. Seis de ellos habían sido material corriente, datos secretos importantes como sólo podía obtenerlos un hombre tan bien situado como George Berenson. Pero el séptimo le había dejado pasmado. Era un informe personal de Berenson a Marais, para ser comunicado a Pretoria. En él, el funcionario del Ministerio de Defensa manifestaba que, como director delegado de Abastecimientos, con responsabilidad especial sobre in genios nucleares, había estado presente en una sesión muy restringida presidida por el director general de MI5, Sir Bernard Hemmings. El jefe de Contraespionaje había dicho al pequeño grupo que su organización había descubierto la existencia y la mayor parte de los detalles de una conspiración soviética para importar en piezas separadas una pequeña bomba atómica, montarla y hacerla estallar en Gran Bretaña. Todo estaba preparado: MI5 estaba apretando rápidamente el cerco sobre el "Ilegal" ruso que dirigía la operación en Gran Bretaña, y confiaba en apresarle con todas las pruebas necesarias.
Debido sólo a la fuente de información, el general Karpov había creído el informe a pies juntillas. De momento sintió la tentación de dejar que los británicos siguiesen adelante; pero -pensándolo mejor- vio que esto sería desastroso. Si los ingleses triunfaban solos y sin ayuda, no se verían obligados a sofocar el terrible escándalo. Para crear esta obligación necesitaba enviar un mensaje a un hombre que comprendiese lo que había que hacer, alguien con 408 quien él pudiese tratar a pesar del abismo que les separaba. Estaba luego la cuestión de su medro personal… Después de un largo paseo a solas por los verdes bosques primaverales de Peredelkino, había decidido realizar la apuesta más peligrosa de su vida. Resolvió visitar discretamente el despacho particular de Nubar Gevorkovich Vartanian. Había escogido a su hombre con cuidado. Se creía que el miembro del Politburó por Armenia era quien presidía la facción secreta de aquel organismo que creía llegado el momento de un cambio en la cima. Vartanian le escuchó sin decir palabra, seguro de que su posición era tan alta que no habría micrófonos ocultos en su despacho. Se había limitado a mirar fijamente con sus negros ojos de lagarto al general de la KGB mientras le escuchaba.
Cuando Karpov hubo terminado, le preguntó:
–Camarada general, ¿está seguro de que su información es correcta?
–Tengo toda la explicación del profesor Krilov en cinta magnetofónica -dijo Karpov-.
La máquina estaba en mi cartera. – ¿Y la información de Londres?
–Su fuente es infalible. He dirigido personalmente al hombre durante casi tres años.
El díscolo armenio le miró fijamente durante largo rato, como reflexionando en muchas cosas y, sobre todo, en la manera de aprovechar la información en su propio beneficio.
–Si lo que dice usted es verdad, la operación no podía ser más peligrosa y temeraria. Si pudiese demostrarse, se necesitarían pruebas, tendrían que producirse cambios en la cima.
Buenos días.
Karpov había comprendido. Cuando caía en la Unión Soviética el hombre que estaba en el pináculo, todos sus auxiliares caían con él. Si había cambios en la cima, que daría vacante el cargo de presidente de la KGB, cargo que, según Karpov, era muy adecuado para él. Mas para forjar su alianza de fuerzas del Partido, Vartanian necesitaría pruebas, pruebas sólidas, irrefutables, documentales, de que la temeraria acción había estado a punto de acarrear un desastre. Nadie había olvidado que Mijail Suslov había derribado a Kruschev en 1964, acusándole de temeridad en la crisis de los misiles cubanos de 1962.
Poco después de aquella reunión, Karpov envió a Winkler, el agente más inseguro que había podido encontrar en sus filas. Su mensaje fue captado y comprendido. Ahora tenía en las manos la prueba que necesitaba su patrono armenio. Estudió de nuevo los documentos.
El informe sobre los míticos interrogatorios y confesión del comandante Valeri Petrofski a los británicos necesitaría algunas correcciones, pero tenía gente en Yasiénevo que cuidarían de ello. Los papeles donde constaba el interroga torio eran absolutamente auténticos, y eso era lo principal. Incluso los informes de Mr. Preston sobre su actuación, debidamente enmendados para excluir toda mención de Winkler, eran fotocopias de los originales. El secretario general no sería capaz ni estaría dispuesto a salvar al traidor Philby, ni más tarde, podría salvarse él mismo. Vartanian cuidaría de esto y no se mostraría desagradecido. Llegó el coche de Karpov para llevarle a Zurich y al avión de Moscú. Se levantó. Había sido un buen encuentro. Y, como siempre, había sido ventajoso negociar con "Chelsea".
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Sir Bernard Memmins se jubiló oficialmente el primero de setiembre de 1987, aunque había estado con perrniso desde mediados de julio. Murió en noviembre de aquel año, dejando asegurada una pensión en favor de su esposa y de su hijastra. Brian Harcourt Smith no le sucedió como director general. Los "Hombres Prudentes" hicieron sus investigaciones y, aunque convinieron en que no había nada de siniestro en los intentos de Harcourt Smith por archivar, sin más, el Informe Preston, o de restar importancia al incidente de Glasgow, no pudieron dejar de reconocer que habían sido dos graves errores de juicio.
Como no había otro sucesor idóneo dentro de "Cinco", trajeron un hombre de fuera como director general. Mr. Harcourt Smith dimitió meses más tarde e ingresó en el Consejo de Administración de un Banco mercantil de la City. John Preston se retiró a primeros de setiembre e ingresó en el personal de Protección de Recursos. Su salario fue más que doblado, lo cual le permitió pedir el divorcio y reclamar fundadamente la custodia de su hijo Tommy, cuya manutención y educación podía garantizar ahora plenamente. Julia retiró su oposición y se otorgó la custodia a Preston. Sir Nigel Irvine se retiró, como estaba previsto, el día último del año, pero abandonando su oficina a tiempo para celebrar la Navidad. Fue a vivir a su casa de campo de Langton Matravers, donde se incorporó plenamente a la vida del pueblo, diciendo a todos los que se lo preguntaban
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04/05/2009
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