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En la oscuridad, sentada en un sillón, me hablabas. Yo, sentado en una silla a tu izquierda, te escuchaba. Mis pies, los metí sobre los barrotes de la silla. Tus pies se apoyaban sobre un listón de la mesa. A veces estirabas tu mano para acariciarme la cara y entonces yo me separaba.
«He hecho mal en no enseñarte nunca la carta del director de la prisión. La tengo bien guardada. Pero no he querido enseñártela porque no he querido que nunca supieseis ciertas cosas, a pesar de que sabiéndolas tendríais motivos para admirar aún más a vuestra pobre madre. Pero ya conoces mi divisa de siempre: despreocuparme de mí misma para poderme preocupar de vosotros. Para lo que luego me ha servido…»
Suspiraste. Suspiraste una segunda vez. Luego te callaste un momento.
«El director de la prisión me dice que bien se ha dado cuenta, por las cartas que le escribía a tu padre, de que soy una auténtica mujer española y cristiana. Así era como comenzaba la carta. Luego, más de la primera mitad la dedicaba a elogiarme y a reconocer todas las dificultades que tenía para poder sacar adelante a mis dos hijos. La conservo y la conservaré toda mi vida. Si quieres, te la enseño.»
Tú y yo estábamos en el comedor de verano. Las diez habitaciones restantes estaban vacías, los tres pasillos estaban vacíos, la sala de baño estaba vacía, la cocina estaba vacía.
«Si me la hubieras pedido, te la hubiera dejado. ¿Qué me has pedido en toda tu vida que no te haya dado? ¿Qué necesidad tenías de leer esa carta a mis espaldas?
¿Cómo quieres que te diga que todo lo mío es tuyo, que yo no tengo ningún secreto para ti? ¿Qué necesidad tenías de ir, como un ladrón, a mi aparador aprovechando mi ausencia para leer esa carta? ¿Es que yo te la hubiera negado? Dime.»
El comedor de invierno tenía cerrados herméticamente sus dos balcones que daban a la calle. Al pasillo tampoco llegaba ninguna luz de las habitaciones que daban en él.
«Entonces, si las has leído, ¿qué puedo decirte que tú no sepas? Ya has visto con tus propios ojos como incluso las personas que me conocen poco, se compadecen de mi dolor y de mis sacrificios por sacar a mis hijos adelante. Ya ves, por otra parte, cómo él no reprocha mis pequeños errores, estos errores que una pobre mujer sola, sin nadie a quien consultar y sin cultura, como yo, era inevitable que hiciera. Porque mis errores siempre fueron insignificantes y sin mala intención, mientras que los de tu padre fueron conscientes, premeditados y monstruosos. Y el director no me reprocha mis errores, sino que me los indica, porque yo no me hubiera dado cuenta de ellos de otra manera. Yo siempre creo portarme bien, ya que mis intenciones son buenas. El director dijo que no escribiera más cartas como las que había escrito a mi marido, porque, según decía, después de su tentativa de suicidio había sufrido una gran depresión. Tu padre, con sus comedias, logró lo que quería: impresionar al director y hacerle creer que su salud mental era débil. ¿Y cuando se jugó el porvenir de sus hijos? ¿Cómo tenía su salud mental? Pero yo siempre he tenido que sacrificarme por todos. Por eso le obedecí: no le volví a escribir, yo no soy ninguna hipócrita, yo no podía escribirle diciendo que le felicitaba y que se había portado muy bien.»
Un perro, en el patio, dio un ladrido. Luego, dio un segundo ladrido. Debía ser un perro lobo.