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Todas las cartas para una cita
Santa Teresita, Buenos Aires, Junio 1987
Habían pasado ya dos días desde el encuentro en el muelle de pescadores. Horacio había repasado una y mil veces el plan. Probablemente era la última vez que lo haría. Corrían ya otros tiempos. El jefe máximo, “el tano”, como Jorge lo llamaba, quería recuperar lo invertido años atrás.
Hacía ya mucho tiempo que sus dudas sobre qué estaba bien y que no, habían pasado a un segundo plano.
¿Quiénes eran los buenos? ¿Quiénes eran los malos? La crudeza con que la vida le había tratado cada vez que intentaba levantarse y defender algún ideal era suficiente argumento para justificar todo lo que vino después. ¿Mercenario? ¿Apátrido? ¿Quién lo decía? ¿Los que fueron gobierno por la fuerza o los que ahora gobernaban? Según quien tenía el poder, había medios que lo apoyaban y otros opositores. En su vida ya no había ni mal ni bien sino su propio interés. Desde que así lo había decidido, después de todo, tan mal no le había ido.
Si bien era cierto que había tenido que refugiarse con Daniel en la casa de la playa, ahora estaban más seguros. Un trabajo cada tanto para no gastar de los ahorros y a seguir adelante. Lástima que cada vez eran menos y tuvo que recurrir a un contacto para entrar como enfermero en el hospital de la zona. Tampoco le quitaba mucho tiempo y además los horarios que hacía le venían bastante bien. Como el director del hospital conocía al jefe, tampoco le hacía problemas cuando necesitaba ausentarse por un “verdadero” trabajo. Tenía la tapadera de su actividad y el escudo que lo protegería llegado el caso.
La puerta del cuarto de Daniel estaba entreabierta. La empujó suavemente con el dedo, para que se entornara solo un poco más. Allí estaba, metido en sus cálculos. Daniel giró la cabeza hacia la puerta, estaba sonriendo. ¿Realmente valía la pena interrumpirlo por no dejarlo solo? En una hora estaría Rosa, la única mujer que entraba en su mundo, claro que de manera diferente al que lo habían hecho las demás hasta ahora. Rosa venía una vez por semana siempre que Horacio estuviera presente y hacía la limpieza general y planchado de la ropa de ambos. Tenía una edad indescifrable. Entre 40 y 60. Su redondez general y escaso cuidado del detalle de su propia imagen la hacían perfecta. Era sumamente limpia, pero parecía sentirse a gusto así, tal cual era. No se había equivocado el día que se la presentaron en la parroquia. Era una gallega buena. Sus padres deberían haber sido muy pequeños cuando emigraron de Galicia y ella, pese a haber nacido en Argentina, hablaba perfecto gallego, incluso cuando Daniel le daba batalla, le salía las rías baixas de lo más profundo de su ser. Pero sobre todo lo que más le gustaba a Horacio era lo poco que hablaba y que casi nunca preguntaba. Muy cada tanto, ella le ofrecía quedarse a cuidar a Daniel, más por pedido de Daniel que por ella misma pese a que se llevaba muy bien con el niño y que le tenía mucho cariño.
En los últimos meses, Horacio había accedido un par de veces a que se queden solos. Sabía que tarde o temprano necesitaría de ella. Cuando vivían en Buenos Aires, llamaba a una agencia de cuidadoras por hora y asunto resuelto. Aquí en el pueblo la cosa era más complicada. La puso a prueba una tarde que debía ir hasta Mar del Plata por un contacto. Cuando volvió, algo más tarde de lo que había pensado, Daniel estaba ya durmiendo y Rosa miraba aún la televisión. Sus preocupaciones durante el camino de regreso habían sido infundadas. Estaba todo en orden, podía confiar en ella.
La segunda vez, fue como sería ésta. De un día para otro. Rosa aprovecharía para limpiar todo con más cuidado y ocuparse de Daniel con la tarea del colegio. Dormiría en el sofá. Horacio, por cortesía le había ofrecido su cama, pero no hubo forma de que ella aceptara.
Horacio, con la puerta aún entreabierta, prefirió no molestarlo. —Dany, me voy a cargar nafta a la estación de servicio. Tardo solo quince minutos. ¿Querés quedarte?
Ambos sabían la respuesta. —Si querés te acompaño papi…pero justo estoy terminando esto….
—No te hagas problema. Voy y vengo. A ver si llego antes de que termines… — le dijo Horacio en tono de desafío, que Daniel aceptó de inmediato.
Horacio arrancó la cupé Taunus y puso primera.
Daniel siguió mentalmente el rumbo de su padre por el sonido del motor. Esquina y giro a la derecha. Era ahora o nunca.
Lo había mecanizado muchas veces en su mente. Era como uno de sus ejercicios de álgebra. Fue directo al cuarto que su padre usaba como oficina. Miró todo antes de tocar nada. Todo debería quedar así. Luego de un instante de fotografiar todo en su cabeza, comenzó su nuevo y arriesgado ejercicio.
Al grano, primero el cajón grande del escritorio. El del medio. Cerrado. Previsible. Se levantó con cuidado y se puso frente a los estantes que hacían de biblioteca. Cuarto estante, estaba casi seguro, los primeros libros empezando por la izquierda. No tenía la certeza de cual, pero seguro era uno de esos. En más de una ocasión que la puerta había quedado entreabierta, él había podido ver cómo su padre cogía la llave a través del reflejo de la ventana del salón, sin salir de su cuarto. Primer libro, nada. Había que ir más rápido. Tercero, cuarto. Un sonido. Se estiró. Tanteó con su mano y allí estaba. Cogió la llave con la punta de sus dedos y con un veloz movimiento giró y la introdujo en la adornada cerradura. Abrió el enorme cajón del escritorio.
Un sobre grande arriba de otros papeles destacaba entre el contenido. Lo puso encima de la mesa. Sacó con cuidado lo que había en su interior. Eran planos, pero algo extraños. Eran una fotocopia enorme de otros bastante antiguos. Se notaba claro porque la copia registraba los viejos pliegues y manchas de los originales. Comenzó a extenderlos y ocupó las tres cuartas partes del escritorio, que ya de por sí era grande.
Ante sus ojos se dibujó algo parecido a una ciudadela antigua. Calles principales más anchas y otras estrechas, como la de los cascos antiguos de los pueblos. Parecía estar amurallada. Su padre había hecho varias marcas con rotulador. Se destacaba un círculo que evidentemente indicaba un punto de encuentro ya que a él confluían dos líneas pintadas en verde y otras dos en rojo. Siguió cada línea. Lo llevaban a lo que parecían ser entradas a la muralla. Al seguir la última se dio cuenta que le faltaba desdoblar una parte del plano. La abrió. Abajo, a la derecha, había un cuadro con letras y símbolos.
Comenzó a leer el título grande. Cementerio de la Chacarita. El pequeño sintió cómo se le erizaba el bello de sus delgaditos brazos y se alejó instintivamente del plano. La primera imagen que le vino a la mente fue la de un brazo emergiendo de la tierra, como en las películas. Nunca había estado en un cementerio. ¿Serían ciertas todas las historias que de ellos se contaban? ¿Para qué tenía su padre el plano de un cementerio allí en su casa?
Lo dobló con cuidado para dejarlo como estaba y lo colocó a un costado. Metió nuevamente la mano y sacó unas fotos. En ese momento sintió el inconfundible motor de la cupé de su padre a lo lejos. Cogió de nuevo las fotos. La que estaba encima de todas parecía ser en blanco y negro y tenía como una estatua de un hombre con sus dos brazos en alto. Debía apurarse. El coche estaba casi en la puerta de la casa. Si lo pillaba lo molería a golpes. Introdujo tembloroso las fotos y el plano dentro del sobre. Al ponerlo en el cajón no recordaba qué cara estaba boca arriba. No había tiempo. Lo dejó letras arriba y cerró el cajón. Escuchó el portazo del coche. Se giró y dejó la silla en la misma posición que estaba. Estiró la mano con la llave y la puso debajo del libro. Ya casi había acabado cuando se oyó el tintineo de las llaves de su padre, de pie, al otro lado de la puerta de entrada.
Horacio miró las llaves en la palma de su mano derecha. Eran muchas. Con el índice de su mano izquierda escogió la que decía Travex. La levantó y la introdujo en la puerta de entrada al chalet.
Entró. Dio dos pasos y miró a la habitación de Daniel, no estaba.
—¿Daniel? ¿Dónde estás?
—¡Aquí en el baño papá! ¡Ya salgo! —Daniel presionó el botón del váter para disimular. No había tenido tiempo de llegar a su cuarto. Apenas si había llegado a meterse en el baño, que estaba contiguo al pequeño despacho. Algo le molestaba en la frente. Se pasó la mano. Estaba empapado de sudor. Se secó la cara con la toalla y salió.
—¿Todo bien Daniel? ¿Terminaste tu ejercicio? ¿A qué te he ganado?
Daniel puso cara de tristeza y asintió con su cabeza. Miró a su padre y lo vio sonreír. Estaba hecho. Por primera vez había entrado en su mundo prohibido. Si lo hacía bien, habría más oportunidades.
Iker no paraba de leer notas sobre Perón en el ordenador cuando por casualidad miró el rincón inferior derecho de la pantalla. ¡Ocho y cuarenta!!¿Cómo podía ser? Hacía diez minutos había comenzado la clase de spinning en la que solía coincidir con Laura. Cogió la bolsa de deporte y salió.
Llegó rápidamente a “Physic” pero no encontraba sitio donde aparcar. Fue hasta el fondo del parking y nada. Miró un hueco. No era una plaza de parking pero tampoco le dirían nada. Se bajó del Mercedes y empezó a trotar hacia el edificio del que salía un grupo de gente. Instintivamente bajó el ritmo. Eran conocidos. Se pararon a saludarlo, por lo que tuvo que detenerse. Luego de un más que breve intercambio de bromas, por fin entró al gimnasio. Miró directo hacia la sala acristalada donde se daba la clase. Estaba completa. Se acercó lentamente y vio a Laura. Debería cambiar de planes. Tenía media hora hasta que terminara. Se puso la ropa deportiva en el vestuario y buscó una elíptica que mirara hacia la sala de spinning.
Llevaba ya veinte minutos en la máquina. Movía los pies y los brazos a buen ritmo pero ya estaba algo cansado y sobre todo, aburrido. Muy aburrido. ¿Cómo podía la gente aguantar cuarenta o cincuenta minutos allí solos en esa máquina? Por lo menos en la clase de spinning bromeaban unos con otros y se divertían, por lo que la hora de entrenamiento se pasaba bien rápido.
Dentro de la sala ya estaban estirando. Pronto terminarían. Comenzaban a salir los primeros. Iker se bajó de la elíptica y se acercó.
—¡Hombre Iker!!! ¿Qué ha pasado? ¡No me digas que estabas en la elíptica!!! ¡Ja, Ja, Ja! ¡A ver si hacemos un bote entre todos y te regalamos un top para tus pechos!!! — los cuatro o cinco amigotes que salían de la clase de spinning lo tomaron para el cachondeo sin que él pudiera hacer nada. Cualquier atisbo de resistencia lo demoraría más. Entre las bromas pudo ver cómo Laura lo miró de reojo y encaraba el pasillo hacia el vestuario de chicas.
Como pudo, Iker se deshizo de sus compis y de un trote pudo acercarse un poco antes de que ella entre al vestuario.
—¡Laura! Espera un minuto…
Laura, que ya lo había escuchado venir estiró la mano para abrir la puerta.
—¡Laura! ¡Laura! —la llamó ahora en voz algo más alta, llamando la atención de los que por allí estaban.
Ahora sí. Laura giró su cabeza de manera estudiada y no pudo contener su sonrisa al verlo.
—Hola… ¿cómo… estás? — Iker se acercó dudando cómo encararla.
—Pensé que no vendrías…, — ella se acercó y le puso las dos mejillas.
—Me atrasé con el curro… ya sabes… y bueno, me perdí la clase.
—Uy ¡que decepción! —Laura le hizo una caída de ojos—. Yo pensé que venías a verme…
—Bueno… es que… sí… en realidad….
—¿Pero tú has llegado hace un momento no? — Iker se encogió de hombros — pues ve a hacer tu rutina, nos vemos luego o…
—¿Puedo invitarte a cenar?
—¿Hoy? Hoy estoy fundida… pero… si quieres… el sábado… pero porqué lo dices, ¿sabes cocinar?
Iker quedó sorprendido por la respuesta ya que había pensado en un restaurante, pero seguramente este plan sería mejor. Mucho mejor.
—Y… tengo mis recetas especiales… —Iker dijo muy conscientemente del lío en el que se estaba metiendo.
—Puede que los sábados tenga algún plato especial… si es que la invitada decide ponerse elegante… —le dijo señalándole la ropa deportiva toda sudada.
—Pues si me toca ponerme elegante, espero que el chef tampoco me reciba así…, — Laura le devolvió la cortesía mostrándole a Iker que él tampoco estaba muy presentable.
—¿A la nueve te parece bien?
—Vale. Pero ahora me voy al vestuario que me estoy enfriando.
—Espera, espera. Que no tengo tu número y no sabes… la otra noche…, —Iker iba a contarle lo que sucedió con su coche después de que se despidieran, pero no quiso romper el momento-Bah… ahora no importa. Ya te contaré.
Ambos fueron a buscar sus móviles e intercambiaron los números.
—Bueno, ve a ducharte que te va a hacer mal…-le dijo Iker dulcemente.
Ella se acercó sin dejar de mirarlo y él le robó un beso sobre su boca. Fue breve pero intenso. Le guiñó el ojo y se fue hacia el vestuario.
—Nos vemos el sábado….
Se había hecho tarde. Las luces del coche no bastaban para iluminar correctamente el camino y las luminarias de la calle ya hacía años que habían pasado a formar parte de los frondosos árboles, iluminando el interior de las copas pero dejando en penumbras la calzada.
De todos modos, David conocía de memoria las calles internas de la urbanización. Era muy grande, con subidas, bajadas y curvas de todo tipo ya que el urbanizador había decidido respetar lo máximo posible los movimientos del paisaje. Había hecho el camino miles de veces aprendiéndolo aún antes de que fueran plantados los árboles, antes de que personajes de la política y el deporte formaran parte del vecindario.
Estaba cansado. Luego de la reunión de dirección quiso quedarse a preparar todo para el anuncio de mañana. Estaba todo preparado. Ahora tocaba descansar. Un esfuerzo más. Curva a la derecha y entrada al chalet. Le encantaba el sonido de los neumáticos rodando sobre las piedras de granito de ferrocarril que tenía la entrada.
Aparcó el coche debajo del alero. La casa estaba rodeada de un amplio parque abierto, sin cerco hacia el frente, lo que en más de una ocasión había permitido al perro labrador del vecino darse un buen baño clandestino en su piscina.
Bajó del coche y fue hacia la parte trasera de la casa, fiel a su costumbre de entrar por la cocina. Cuando abrió la puerta escuchó un sonido proveniente del parque que le llamó la atención.
La tenue luz anaranjada de un cigarrillo encendido le permitió orientar su búsqueda. Allí la vio. La sombra de una figura femenina sentada cómodamente en una de las tumbonas, a un costado de la piscina, apenas se dibujaba entre la oscuridad de la noche. Lejos de ganar en entusiasmo, David tragó saliva.
Bordeó la piscina y al acercarse, pudo confirmar su identidad. Se sentó a su lado.
—Hola… ¿cómo debo llamarte?
—Como ayer te han dicho. Julia Augusta. De cualquier modo, como no debes hablar de mí con nadie ni dejar ningún rastro escrito, tampoco te debe preocupar. —La mujer, que hablaba pausadamente se quitó sensualmente el cabello de la cara y continuó ahora en un tono frío y cortante.
—Mañana, ante el periodismo, debes anunciar lo que está aquí adentro. —entregándole una delgada carpeta con cuatro folios escritos por impresora que David orientó en el sentido que provenía la escasa luz decorativa del parque.
—Pero, ¡yo no puedo anunciar esto! Hoy la junta acordó que anunciaría mi propuesta….Pero… ¡pero si esto aumenta considerablemente la prima de riesgo! Yo no… —las palabras de David se vieron interrumpidas por la frialdad de Julia Augusta.
—Puedes y debes. Es tu primer trabajo de responsabilidad. Allí están los argumentos que te permitirán justificar tu decisión de cambio. Después de todo, es una de tus atribuciones, ¿no es así?
David volvió a mover los folios hacia la luz del parque para leer mejor. Hablaba de presiones políticas europeas y de la necesidad de anunciar medidas para impulsar el desarrollo económico dentro de Europa. Como uno de los grupos de esta tarde.
—Por supuesto que tendrás tu primer gran premio. Mañana, a esta hora, recibirás una transferencia a tu cuenta de Caimán de trescientos mil. Ya sabes, recibirás presiones. Quédate en tus argumentos y no lo hables con nadie antes del anuncio. —la mujer comenzó a levantarse mientras escribía algo en su móvil.
El interior de David todavía demandaba resistencia. Cuando la mujer pasaba por delante de él la cogió del brazo para decirle que no lo haría. Ella se quedó quieta. Su mirada se clavó en los ojos de David, con la seguridad de quien tiene el poder. David la soltó.
—Nunca más me toques de esa manera. —Metió la mano en su pequeño bolso y sacó un pendrive.
—Creí que no haría falta pero veo que necesitas recordar gracias a quién tienes todo esto. Míralo tranquilo, te ayudará a aclarar de qué lado estás en este juego. Nos veremos.
La mujer se dio media vuelta y se dirigió hacia el frente de la casa. El coche llegó antes que ella. Se subió y desapareció en la oscuridad de la calle.
David entró a la casa. Fue directo al despacho e introdujo el pendrive en el portátil. Dos archivos. Abrió el primero, un Excel. Sentía en sus manos el latir de su corazón. Allí, delante de él, estaba su vida entera. Todas las transacciones que había recibido por sus “extras”. Desde la primer época con Miguel. Estaban hasta las primeras operaciones de créditos hipotecarios denegados y su posterior oferta por la empresa que él tenía con Miguel por su cuenta. Todo. Hasta las cuentas de Caimán y Suiza. Se sintió atrapado. Ahora, más que nunca, comprendía lo que le había querido decir Miguel.
Detuvo la moto en la esquina. La calle estaba desierta. Solo estaba aparcado el mismo camión de reparto que la noche anterior. Miró al antiguo edificio en el que había entrado encapuchado David hacía algo más de veinticuatro horas. Desde el exterior, no parecía que hubiere nadie dentro.
Caminó hasta el portón de metal. Intentó moverlo sin suerte. Siguió andando hasta girar en la esquina. Había una zona en la que la pared que daba a la calle era más baja, como si hubiera un patio al otro lado.
Dio un salto alcanzando con las manos el final de la pared. La trepó y saltó al interior. Sintió el móvil vibrar en el bolsillo de su pantalón, pero no era momento de mirarlo. Inspeccionó con cuidado el lugar. Una de las puertas metálicas parecía vencida. La forzó y entró.
Todavía se podía sentir el olor de la madera quemada de la noche anterior. Allí, en el centro de la nave, las cenizas indicaban el lugar con precisión. Miró al suelo. Había huellas de varias personas pero nada más. Comenzó a inquietarse. Intuyó la sombra de un pasillo y continuó hasta llegar a dos habitaciones. Solo escombros y alguna silla. Y más pisadas. Si él no los hubiera visto entrar, jamás hubiera sabido que allí la noche anterior hubo una ceremonia. Nada. Ese no era el sitio en que encontraría las respuestas que buscaba.
Era la segunda vez que se le escapaban por poco. La noche anterior no habría podido hacer nada. Hubiera sido muy riesgoso. Había demasiada gente y él se encontraba solo. No hubiera podido hacer nada. Controló su ira. Allí ya no había nada que hacer. No era su escondite permanente.
Cogió el móvil que no había dejado de vibrar y esbozó una sonrisa. Abrió su propia aplicación. Todavía el huésped estaba conectado. Aparecieron transacciones, muchas transacciones y cuentas en Caimán y Suiza.
Después de todo, la noche parecía no terminar tan mal.
Era temprano y la comisaría estaba casi desierta. Acababan de cambiar el turno de las siete de la mañana. Robles fue a la cocina y comenzó a preparar café. Tenía bastante lectura por delante. Anoche, antes de marcharse a casa, había recibido la visita de Washington González. González para él. El día que lo conoció pensó que le estaba tomando el pelo. ¿Cómo iba a llamarse Washington de nombre aquel tío? Menuda arrogancia.
Pero resultó que no era así. Que él era el ignorante. Justificado, eso sí. ¿Cómo iba él a saber que en Uruguay usaban esos nombres de pila? Y resultaba que además eran de los más variados. Pero bueno, el tío se llamaba Washington de verdad y además no tenía nada de arrogante. Siempre con su termo debajo del brazo. Eso sí, en la sala de autopsias lo dejaba a un costado, pero entre disección y disección, le daba siempre un sorbo a la bombilla.
González le había traído personalmente el informe de la autopsia y antes había pasado por su casa para traerle un libro y recordar los viejos tiempos. “La segunda muerte” se llamaba el libro. De Cox y Cabot. Le dijo que seguramente no serviría de mucho para la investigación pero era de lo que le había hablado por teléfono. Se trataba de una novela sobre lo sucedido con Perón y lo que le había anticipado, despertó al máximo su curiosidad.
Con el café recién preparado, llenó su tazón. Le agregó un poquito de leche fría y se metió en su despacho. Cogió un donut y comenzó a hojear el libro.
Perón había sido para Robles una figura bastante desconocida. Era muy pequeño cuando escuchaba desde Madrid los comentarios provenientes de Argentina sobre su figura y la polémica que siempre despertaba a su alrededor. Glorificado y odiado con la misma intensidad en ambos extremos. También había oído hablar sobre Evita, su mujer y de su obra. A día de hoy, muchas décadas después de haber fallecido, sigue siendo adorada por su pueblo a tal punto que el cuerpo de Perón, al igual que Evita, recibió un proceso de embalsamamiento como un símbolo de presencia perpetua para el pueblo.
A lo largo del libro fue descubriendo aquellos personajes con mayor detalle, pero al llegar a la época cercana a la muerte del eterno líder, en julio de 1974 fue cuando comenzó a leer con mayor detenimiento.
Al fallecer Perón ese año, deja como presidente a su esposa, María Estela Martínez, “Isabelita”, que ocupaba la vicepresidencia. Durante ese período, fuerzas de todos los sectores y tendencias políticas reclaman su legitimidad para continuar con el legado del extinto presidente y ocupar su lugar de poder para dirigir los destinos del país, desembocando en una cruenta lucha armada.
La anarquía reinante y la situación económica de la clase trabajadora terminan desembocando en el golpe de estado de marzo de 1976 en el que Videla toma el poder. Pero hay dos hechos concretos del relato de Cox y Cabot que inquietan a Robles.
El primero es que cuando Perón regresa de su exilio en Madrid a Buenos Aires en 1973, habría contado con el apoyo de una logia, la P2, Propaganda Due, a la cual se le atribuyen famosos miembros italianos y argentinos. A cambio de ese apoyo, tendrían la exclusividad de las exportaciones de carne Argentina a Europa.
El segundo hecho es la propia profanación del cadáver, al que el relato del libro lo vincula con compromisos incumplidos con la logia luego del apoyo a la candidatura presidencial. El primero de julio de 1987, personal de servicio del cementerio dio el alerta de que el mausoleo en el cual descansaban los restos de Perón tenía signos de haber sido violentado. En la revisión oficial, se detectó que faltaban algunos objetos y que el cuerpo había sido mutilado. Uno de los símbolos más carismáticos de Perón, sus manos, que tantas veces había alzado ante las masas entregadas, habían sido separadas de su cuerpo y se encontraban desaparecidas.
Llegado a este punto, Robles no podía evitar intentar vincular ambas historias. El poder como protagonista. Político y económico. Si bien los personajes poco tienen que ver entre sí, ambos cuerpos fueron mutilados. Uno en el pasado, por un supuesto favor no pagado en medio de una convulsión socio política y el otro, el actual, en Madrid, dentro de un marco de crisis económica y social sin precedentes. Pero este supuesto no alcanzaba para establecer un vínculo mínimamente serio para volcarlo en la investigación. Necesitaba saber más. Siguió leyendo. Cogió el ratón. Leía y consultaba en internet.
Consultó el Google por enésima vez. Una de las respuestas le llamó la atención ya que resumía una trama de asesinatos y hechos todos supuestamente relacionados entre sí. Los profanadores habían enviado una carta adjudicándose el hecho en la cual pedían un rescate, que era supuestamente la devolución del apoyo económico y político recibido por Perón en su último regreso a Argentina. A su vez, algunas personalidades relacionadas con Perón, habían recibido un trozo de un poema que Isabel le había escrito al general y que estaba dentro de su bóveda. ¡Por eso González le había preguntado si alguien había recibido cartas! Habría que investigar más sobre el tema. ¿Habrían pedido rescate por la profanación al cuerpo de Miguel? Si así fue, ¿A quién? ¡Si supuestamente no tenía familiares! ¿Alguien cercano a la investigación las recibió pero se lo estaba ocultando? Eran demasiadas dudas. Faltaba poco para terminar el libro.
Apuró algunas páginas que no había visto con detenimiento. Al reverso de la carta que pedía el rescate había una especie de código o de firma, Hermes Iai y los 13. Los bellos de los brazos de Robles se erizaron. Había algo allí que le sonaba conocido. Pinchó con el ratón en el explorador para volver unas páginas atrás hasta que encontró la que había visto. La publicación decía que los autores del libro habían descubierto que el código Hermes Iai y los 13 tenía un significado claro: Hermes era el Dios de los muertos en la mitología egipcia y que Iai significa la rebelión en el tránsito entre la vida y la muerte, pero que además trece son las partes en que se divide el cuerpo una vez que una persona muere. El relato describía que para la logia, la separación de una parte del cuerpo significaría la interrupción de ese tránsito, que no se vería restituido hasta unirse nuevamente.
Las ideas fluían descontroladas dentro de la cabeza de Robles. De repente lo recordó. Se levantó rápidamente y cogió la carpeta del caso Miguel García Pérez. Buscó las anotaciones del primer día. Recordó el número trece. Revolvió casi todos los papeles pero no aparecía nada. En sus notas reiteraba comentarios sobre los archivos Manipulite, pero el número trece no aparecía. Volvió a mirar. Algo se le escapaba. Estaba seguro de que en algún lado estaría. Cerró las tapas de cartón blando del archivador y cuando se levantó para devolverlas a su sitio en la estantería, varios folios se resbalaron y cayeron al suelo. Casi todos los había ya revisado una y mil veces. Fue recogiendo uno a uno y los fue ordenando en su lugar en el archivador. Quedaba en el suelo solo una pequeña pila de folios que estaba grapada. Era uno de los listados con los nombres de todos los archivos que el programa de Pilar había identificado con algún tipo de cambio el día del ataque informático y que uno de los ingenieros de sistemas había llevado a esa primera reunión. Había anotaciones y varias marcas hechas durante la discusión de la reunión. Recorrió esos folios hasta que llegó a uno que tenía un círculo hecho a boli en uno de los nombres: Manipulite. Siguió con la vista las columnas que aparecían a la derecha de aquel nombre. Tenía subrayadas la hora, el día y el último usuario en modificar el archivo. Su corazón comenzó a latir desbocado; último usuario, Hlaiyl13…, ¡Hermes lai y los trece!!!
Su corazonada e intuición habían dado resultado. ¡Había logrado dar por fin un paso hacia adelante! Había encontrado un vínculo entre aquel ya lejano suceso en Buenos Aires y este ajetreado y no menos convulsivo presente en Madrid. Por un momento se sintió feliz del logro, pero automáticamente, casi en el mismo instante, su mente comenzó a pensar en el futuro y las implicaciones de su descubrimiento. Su rostro ahora pasaba a mostrar una mueca de preocupación y seriedad. Se avecinaban tiempos aún más difíciles.