17
Guía práctica del horror
Buenos Aires, 4 de julio de 1987.
Horacio miró el reloj y pidió la cuenta. Habían sido tres cafés pero no había tenido compañía. El viaje desde Santa Teresita y la tensión de la noche le estaban pasando factura. Los contactos mantenidos por Gutiérrez con los negociadores del Gobierno fueron agotadores.
Desde la negativa inicial a pagar un rescate hasta el acuerdo finalmente alcanzado habían tenido que cambiar de estrategia y de lugar varias veces durante la madrugada. Si no hubiera sido por algún compañero de las viejas épocas todavía en funciones, probablemente toda la operación se hubiera ido al traste. Sin embargo, la tensión todavía estaba a flor de piel. Sentía que no había ninguna necesidad de hacerlo así, apresurado y sin cumplir su parte del trato. Durante la noche intentó varias veces convencer a Gutiérrez de que esperaran al lunes y hacer un intercambio más seguro, cumpliendo ambas partes, ellos entregando los elementos profanados y los otros el dinero, pero no. El “tano”, consultado varias veces por Jorge durante la negociación, se negaba. Su organización había financiado al Gobierno argentino hacía más de una década y ya había tenido demasiada paciencia. No le habían dejado opción y ahora ya no bastaba con cobrarse la deuda. Debía darles una lección a los políticos que le sucedieron. Que con ellos no se jugaba. Que era él quien mandaba. Cobraría su deuda y dejaría interrumpido para siempre el descanso eterno del alma del General.
Horacio cruzó la calle hacia el parque donde tenía aparcado el coche. El césped estaba lleno de coches que habían aparcado para ir andando hasta el estadio monumental de River Plate, a menos de mil metros de allí. Abrió la puerta de la cupé y encendió la radio. Perú y Ecuador jugaban el último partido del grupo A de la Copa América. El gordo Muñoz indicó que se cumplían treinta minutos de juego. Horacio miró su reloj. Si todo había ido bien, debían llegar de un momento a otro. La entrega del rescate debía hacerse justo antes del comienzo del partido, aprovechando la multitud que acudiría para camuflar la escapatoria. El cansancio hacía monótono el relato del partido y los rayos del sol de la tarde entraban por el parabrisas como flashes por el movimiento de los árboles y, pese a sus esfuerzos, cerró los ojos.
El golpe en el capot del Ford fue tan fuerte que hizo que se sobresaltara saliendo de inmediato del profundo sueño. Miró aturdido para todos lados. Un coche estaba cruzado adelante del suyo y una silueta estaba a la altura de la puerta del acompañante. Abrieron la puerta y la cabeza de Charly se asomó pidiéndole las llaves del coche con prisa. Se las entregó. Por el retrovisor vio como Charly ponía una bolsa de deportes en el maletero y lo cerró rápidamente. Se acercó ahora por su lateral y le devolvió las llaves.
—Ya tenés la guita. Tomátelas. Salió todo bien pero hubo complicaciones. — Charly dejó de hablar y se agachó por la ventanilla acercándose a Horacio.
—¿Estás seguro que estás bien?
—Sí, me quedé dormido. No pasa nada…, ¿Qué complicaciones?
—Nada, nada. Me tengo que ir. Cuanto menos esté aquí, menos riesgo correremos. Vos seguí el plan. Nos vemos.
En dos pasos, Charly ya estaba en el otro coche que, cauteloso, se perdió de vista entre los cientos que estaban por allí aparcados. Horacio encendió la cupé, puso primera y arrancó. Fue directo hacia la avenida Lugones pero la tensión volvió a su cuerpo cuando vio el dispositivo de seguridad del partido de fútbol que comenzaba en la rotonda de La Pampa y Alcorta. Pasó despacio intentando pasar desapercibido y metros después, tomaba velocidad por la veloz arteria porteña.
Una vez en la ruta 2, en varias ocasiones estuvo tentado de detenerse y mirar el interior del maletero. Faltaba poco para llegar a Chascomús. Llevaba algo más de cien kilómetros cuando apareció el cartel de Atalaya. Decidió parar. Sintió la necesidad incontenible después de evitarlo tantas veces. Habían pasado muchos años desde la última vez que se detuvo allí. Había sido en el viaje con Grace y una mezcla de recuerdos y resentimientos se fundieron en su alma.
Aparcó la cupé junto a varios coches. Se bajó, estiró sus piernas y miró que no hubiera gente cercana. Abrió el maletero y allí estaba. Cogió con una mano la bolsa de tela de avión y con la otra tiró del cierre de cremallera. Pasó suavemente la mano por uno de los fajos de billetes sintiendo la textura del papel de dólar en la yema de sus dedos. Cerró el coche y entró en el local, eligiendo una mesa junto a la ventana, sin perder de vista el coche.
Los últimos kilómetros hasta Santa Teresita se hicieron eternos. Era una lucha contra el cansancio y el sueño lo había vencido ya una vez esa tarde. Las luces de los coches que venían en sentido contrario lastimaban sus retinas haciendo del viaje una tortura, pero esta vez no podía darse por vencido.
Luego de un enorme esfuerzo distinguió entre las sombras de la noche la silueta del chalet. Eran pasadas las diez y la luz del salón estaba encendida. Metió el coche en el garaje y entró a la casa por la puerta trasera. Daniel y Rosa lo miraron. Rosa le hizo señas de silencio y se acercó a Daniel que estaba sentado en el sofá mirando la tele sin sonido a punto de dormirse y le besó la frente. Le mostró la cena que le había dejado preparada y se marchó. Acostó a Daniel y sin probar bocado se fue directo a la cama cayendo en un profundo sueño.
No habían pasado aún veinte minutos. Su actuación había sido perfecta. Había observado detenidamente a su padre desde que escuchó que aparcaba el coche. Desde que se acostó no dejó de repasar una y otra vez en su mente todos los sonidos de aquel momento. Apagó el motor. Abrió la puerta del coche. Pasos hasta el portón y cierra el portón con llave. Cerradura del maletero. Pasos y ruidos muy suaves. Chillido de la puerta de madera del armario del garaje. Un instante. Chillido al cerrarla. Pocos pasos. Cierra el maletero y camina hasta la puerta trasera del garaje. Abre la puerta trasera de la casa y entra con las manos vacías.
¿Qué había sacado del maletero? ¿Qué había dejado en el armario del garaje? ¿Y si mañana ya era tarde y no lo averiguaba? Su curiosidad lo levantó de la cama. Se estaba poniendo las pantuflas cuando decidió quitárselas. Debía hacer el menor ruido posible. Si lo pillaban era su final. Dio el primer paso y sintió el frío del suelo de mosaico. La puerta de su padre estaba cerrada, pero los profundos ronquidos le indicaron que no hacía falta comprobar nada. Muy lentamente giró la cerradura de la puerta principal de la casa. Por allí había más distancia hasta el cuarto de su padre y si hacía algún ruido probablemente no lo escucharía. Al salir al exterior sintió la noche helada y él estaba solo con sus pijamas. Para peor, estaba lloviznando.
Se apresuró y abrió silenciosamente la puerta del garaje. Ahora temblaba, no sabía si era del frío, de la humedad de la lluvia o del miedo, pero siguió adelante. Abrió la puerta del armario haciendo fuerza hacia arriba para que no chillara. Había aprendido el truco hacía unos meses atrás, cuando descubrió que allí su padre guardaba unas revistas Status con chicas desnudas entre la pila de periódicos viejos. Esta vez las revistas no llamaron su atención. Allí estaba. Sin duda era eso. Nunca había estado allí. La gran bolsa de deportes lo atrajo y rápidamente corrió la cremallera. De repente estornudó pero alcanzó a contenerlo presionando fuerte sus fosas nasales con los dedos y comenzó a temblar. Se quedó inmóvil un instante. Cogió un paquete de la bolsa y lo levantó hacia el resplandor que entraba de la lejana luz de la calle, a través de los estrechos cristales color ámbar del portón. Eran billetes. Todos con el número 100. Ya los había visto en la tele muchas veces. En las pelis, en las noticias. Eran dólares y la bolsa estaba llena. Era un pastizal. Metió todo de nuevo en su lugar y regresó a la casa. Aún roncaba. Con cautela, giró nuevamente las llaves y entró en su cuarto. Cuando se metía en la cama se dio cuenta que el pijamas estaba mojado de la lluvia. No podía meterse así. Mojaría las sábanas y no estaría seco para la mañana. Se cambió y escondió el pijama en su canasto de juguetes.
Cerró los ojos, pero ahora era otra cosa la que lo atemorizaba. La noche anterior. La libreta negra. El recuerdo de las imágenes de los dibujos y descripciones aterradoras aturdían su mente y las anotaciones sobre los efectos en las personas. Había visto y leído, pero era la puesta en escena en su mente la que lo aterraba. Se imaginaba a esa mujer desnuda, atada con alambres al elástico metálico de la cama sacudiéndose por la corriente eléctrica. Los vómitos. La inconsciencia. La insistencia. La resistencia. La muerte. Los aviones. El río que todo lo ocultaría. Poco a poco las pesadillas se fueron fundiendo con sus pensamientos conscientes, hasta que, en un momento, todo se calmó. Estaba dormido.
Cerca del mediodía del domingo, el teléfono había sonado varias veces. Al resguardo de su almohada, Daniel prestaba atención a las conversaciones. Entendía poco de lo que su padre decía. Horacio había cerrado la puerta del dormitorio luego del primer llamado, lo que hacía que tuviera que parar más aún las orejas, pero en el último llamado no hizo falta. Había levantado la voz. Decía algo sobre “el mellizo” y el paquete. También mencionó la palabra lealtad y de cumplir con su parte. No entendía bien. Discutieron por teléfono un buen rato. En un momento le pareció que su padre tomaba nota de algo. Había bajado el tono de la discusión. Se despidieron. Al rato, sintió que Horacio abría la puerta de su cuarto. Lo besó en la frente y lo movió despacio. Daniel no recordaba que lo haya hecho anteriormente jamás. Lo ayudó a vestirse y le sirvió el desayuno. Toddy con churros. ¿Cuándo los había ido a comprar? Se ve que se había levantado temprano. Recordó la noche anterior. Seguramente hoy no hubiera tenido la oportunidad. Se alegró por el riesgo que había asumido.
Se fueron caminando hasta la playa. Estaba frío pero soleado. Para él, un día único. Para todos los niños del pueblo era algo habitual. De no haber sabido lo que ahora atesoraba su mente, hubiera sido un día de luz y esperanza. Su padre cariñoso, haciéndole el desayuno, llevándolo de paseo, toda una invitación a una nueva vida. Pero él sabía que su padre no era así. Era consciente de que ahora sabía demasiado sobre su presente, pero a la vez, tenía la certeza de que no sabía prácticamente nada de su propio pasado.
Los dos estaban tan volcados hacia la pantalla del ordenador que desde el exterior de “la pecera” del caso Greenrate parecía que iban a ser absorbidos por los datos. Luego de ver el contenido del primer archivo “Manipulite” Silvia e Iker tenían algo muy claro: alguien, el asesino, además de venganza personal quería dar a conocer a las autoridades la cara oculta de la víctima. Un verdadero muestrario de transacciones no declaradas, cuentas bancarias en paraísos fiscales y transacciones fraudulentas.
—Sil, fíjate una cosa. Parece como un patrón de comportamiento a lo largo del tiempo. En la época de la burbuja inmobiliaria, aprovechando la coyuntura política y social. Igual que ahora pero a otra escala. En lugar de ser las propiedades las que suben sin sentido, ahora lo están haciendo jugando con los índices de riesgo país y los intereses por las nubes que el gobierno debe pagar para seguir financiándose…
—Sí, pero es que además, me parece que hay otra cosa. Espera que filtre los datos y los ordene diferente. —ambos estaban expectantes mientras Silvia pinchaba íconos de la pantalla a una velocidad alucinante.
—¡Toma!!! ¡Aquí esta!
—¡Las cuentas en el extranjero se repiten! ¡Y hay algunas de las sociedades que les ingresan el dinero que son las mismas en ambas épocas!
—Sí. Mira. Hubo algunos cambios, como intentando no repetir las cuentas de origen de los fondos, pero muy de vez en cuando, algunas transacciones coinciden en la entidad que las paga. Evidentemente García Pérez tenía un padrino bastante generoso…
—Lo que habría que ver ahora es a cambio de qué… — Iker quedó pensativo un momento y se miraron profundamente a los ojos, como intercambiando ideas sin palabras. Cuando ambos sincronizaban, eran imbatibles. Esa conexión fue la que los atrajo en su aventura amorosa. Por momentos sentían tener algo así como conexión telepática. Sentían que ambos entraban en un espiral que los potenciaba mutuamente. Lamentablemente para ambos, esos momentos fueron escasos mientras estuvieron juntos. Era como si después de algo tan intenso, necesitaran distanciarse uno del otro. Sobre todo Iker. Él se veía abrumado por la situación. Silvia, al día de hoy, seguía enganchada.
—Vale. —quebró Silvia el silencio. —Si García Pérez trabajaba durante todo este tiempo para alguien en paralelo, debe haber una conexión entre su actividad profesional declarada y los pagos por los “servicios prestados”.
—Busca en la base de eventos históricos. Pongamos las fechas de las transferencias y veamos qué sucesos o noticias relacionados, por ejemplo con Greenrate, se dieron un par de días antes o después de esas fechas. —Los dedos de Silvia se movían rápidamente otra vez, solo interrumpidos para levantar la mano derecha y coger el ratón con un movimiento fugaz.
—Mira. Casi todas las transferencias coinciden con anuncios previos que el propio García Pérez realizara, incluso… mira las fechas, cuando nadie estaba enterado siquiera de qué era el riesgo país y la emisión de deuda… pero…, Un momento — Silvia lo miró extrañada por la ruptura de la lógica de la frase —Tenemos claro cómo se enriquecía García Pérez y que a su vez, enriquecía mucho más a otro, pero… ¿quién lo asesinó? Si hubiera sido una venganza de su propio Padrino por alguna diferencia que hayan tenido…, no nos hubieran dejado jamás estas pistas disponibles….
—Es como si cada paso que avanzamos, lo diéramos sólo porque el asesino lo hubiera planificado…
—Sí, y si seguimos ese razonamiento, nuestro próximo paso lógico sería que una vez que conocemos las transferencias, investiguemos hasta llegar a quien las realizó…
—Vale, peroooo, ¡Ostias!! ¡Hay otro camino que podríamos hacer! —Iker la miró sorprendida — ¡El otro archivo Manipulite!!! ¡El del ordenador de David! ¡Aún no hemos visto lo que tiene!!
El coche se deslizaba suavemente sobre la estrecha calle. Pasó por delante del chalet de David a muy baja velocidad. Observó con cuidado la siguiente casa. Parecía todo en calma. No había coches aparcados ni garaje alguno. Continuó hasta girar en la esquina a la derecha, rodeando la parcela aún virgen que tenía frondosa vegetación.
Aparcó el coche detrás de un gran arbusto. Estaba comenzando a bajar el sol. Observó detenidamente a los jardines traseros de ambas casas que tenía delante suyo. No había cercos, solo varios grupos de plantas hacían las veces de división entre ambos terrenos. Se bajó del coche y cogió la bolsa de deportes del maletero. Comenzó a andar.
Atravesó el primer jardín y observó detenidamente las plantas que lo separaban del terreno de la casa de David hasta elegir por dónde pasar. Un banco. Una colilla. Le llamó la atención. La movió y observó que estaba marcada por lápiz de labios. Se veía reciente. Calculó. Descontando lo que encuentre dentro de la casa, había una importante probabilidad de que allí fuera donde se encontraron la noche anterior. Buen dato.
Siguió andando hasta la parte trasera de la casa. Dos grandes ventanales cerrados y una puerta que daba a la cocina eran las posibilidades de acceso a la vista. Corrió la cremallera de uno de los bolsillos de la bolsa de deportes y sacó una pequeña caja de madera. Cogió una de las ganzúas y abrió la puerta. Ya estaba adentro. Todo iba mejor de lo previsto y tendría tiempo de sobra para preparar todo.
Dorina llevaba más de dos horas esperando entre los coches del parking de personal del hospital cuando vio aparecer la silueta a contraluz. Dio unos pasos hacia atrás para alejarse de la vista del traumatólogo y poder asegurarse de que era él. Carlos Delgado no tenía mal gusto, pensó mientras sus labios dibujaban una tenue sonrisa. Había dejado la moto que Robles le había prestado en la acera exterior del parking, por lo que debía darse prisa. Se colocó el casco en el mismo instante en que el coche pasó a su lado. Arrancó la moto y lo siguió a lo lejos.
Bastaron solo unos minutos para confirmar que sabía a dónde se dirigía. Apuró la marcha y puso rumbo a la papelería. Llegó antes, no había duda. Delgado estaba saliendo de la papelería y se acercaba a la esquina más cercana para ser recogido por el coche del traumatólogo momentos después.
Los siguió hasta que entraron al parking del edificio que ya conocía y detuvo la moto en el mismo lugar donde habían estado haciendo guardia con Pepe la vez anterior. Se quitó los guantes y llamó a Robles por el móvil para ponerlo al tanto.
El Dr. Yáñez colgó el teléfono y permaneció con la mano apoyada en el teléfono unos instantes. El abogado de Pilar acababa de ser notificado de la nueva situación de su cliente, cincuenta mil euros de fianza y la prohibición de salir del país. Llamó a Carlos Delgado al móvil. No contestaba. Dejó un mensaje en el contestador. Cuando todo comenzó, dio instrucciones claras al marido de Pilar para que disponga de la mayor liquidez de efectivo posible para una potencial fianza. El momento había llegado.
El letrado también era conocedor de la situación financiera de la familia Delgado-Gómez. Ella con un buen salario y él con su tienda de papelería. Nada espectacular pero tampoco estaban en la ruina.
En el piso del traumatólogo, Carlos Delgado se bajó de la cama para ir a darse una ducha cuando vio su teléfono, que había dejado sin sonido al dar rienda suelta a la pasión, tintineando con la luz roja que indicaba que tenía llamadas o mensajes pendientes.
—¿Doctor Yáñez? Soy Carlos Delgado. Acabo de ver su llamada perdida. Perdone…, no escuché el teléfono. Dígame por favor.
El abogado le informó sobre los avances y que su mujer podía quedar en libertad esa misma noche si hacían efectiva la fianza. Delgado le contestó que había seguido sus instrucciones y que tenía todo preparado.
Dorina había intentado hablar con Robles varias veces pero le saltaba siempre el contestador. ¡Joder con este tío! ¿Cuándo va a dejar de hablar? —pensó molesta, luego de estar ya un buen rato esperando que el vehículo saliera nuevamente. Unos metros a su izquierda un movimiento atrajo su atención. Era un hombre que acababa de salir por el portal principal andando. Lo miró nuevamente y lo reconoció.
Era Delgado pero ¿qué hacía andando? —Intentó nuevamente con Robles y otra vez el contestador. Tenía que decidirlo. O seguía a Delgado o esperaba al traumatólogo. No había opción, el médico podía pasar allí toda la noche, después de todo era su casa. Se subió a la moto y esperó a que Delgado llegara a la esquina para encenderla, haciendo el menor ruido posible. Avanzó un poco y alcanzó a ver que Delgado cruzaba la calle y se detenía en la parada del autobús.
Pacientemente en la moto, Dorina siguió prudentemente a Delgado, primero en el trayecto de autobús y luego las cuatro calles que hizo andando hasta su vehículo, que estaba aparcado en las cercanías de la papelería. Estaba segura de que algo estaba pasando, pero se sentía a ciegas, solo orientada por su intuición. El coche se alejó de la zona de la papelería sin haber pasado delante, pese a estar a unas pocas calles. Si yo fuera la dueña, hubiera pasado aunque sea por la puerta para ver si está todo bien, pensó para sí misma. Se sintió algo frustrada al ver que Delgado entraba a su domicilio familiar pero mantenía una pequeña llama de esperanza de que saliera pronto, ya que supuestamente tendría que ir a buscar a los niños a lo de su madre. ¿Porque no lo había hecho directamente como era su costumbre? Ya había llegado hasta aquí. Por un rato más de espera, nada perdería.
No habían pasado ni cinco minutos cuando sintió que recuperaba la confianza en su intuición. Delgado volvía a salir con el coche y luego de unas calles, Dorina estaba totalmente segura que no era a recoger a los niños a dónde se dirigía.
Un rato más tarde, Delgado y su abogado se encontraban sentados en la sala de espera, en absoluto silencio luego de hacer las diligencias legales del caso.
Se sobresaltaron con el crujido que hizo la puerta al abrirse. El rostro demacrado de Pilar surgió del pasillo. Se abrazó con su marido entre sollozos.
—¿Y los niños? —Preguntó Pilar con la voz quebrada.
—En casa de mi madre. Ahora los vamos a recoger.
El abogado observó callado toda la situación. Se puso de pie y los siguió andando hasta la salida para despedirlos fría, pero educadamente. En la acera de enfrente, Dorina vio como bajaban las escaleras de la entrada del edificio y se ponían a andar en dirección al coche. Mientras los veía alejarse, Dorina no podía dejar de pensar en todo lo que tenían pendiente de contarse las dos personas que tenía delante. Por un momento, sintió alivio de su propia y momentánea soledad. Cogió el casco y puso rumbo a la comisaría.