Mis lectores
Toda mujer normalmente constituida ha de enfrentarse en algún momento al hecho de deshacerse de esos pelillos sobrantes que aparecen en su cuerpo y que afean, sin duda, la incomparable armonía del cuerpo femenino. Incluso aquellas mujeres que, como es mi caso, nos dedicamos a labores de índole intelectual, preferimos ir a dar charlas a las universidades de verano (bueno, yo no, porque no me invitan) con las piernas sin pelos.
Para escribir este artículo, en apariencia estúpido, he consultado en los escritos de insignes mujeres de la cultura de todos los tiempos, abanderadas de la literatura femenina, pero no he encontrado referencia alguna al tema de la depilación. Cabría imaginar que cuando Virginia Woolf habla de una habitación propia, no sólo se refiere al hecho simbólico de tener una vida soberana, sino a tener un cuarto donde efectuar la depilación sin tener que dar explicaciones al grupo de Bloomsbury, que ya se sabe que todo lo tenían que hacer juntos. Por otro lado, intuyo, después de leer la Autobiografía de Alice B. Toklas, que Gertrude Stein pasaba bastante de la dolorosa tarea de quitarse el vello, cosa que me admira personalmente, aunque me permito no compartir con ella los mismos fundamentos estéticos. En fin, que queda pendiente el que se haga un serio estudio feminista sobre la relación entre las escritoras y su aceptación o no de la depilación, un hecho que algunas podrían considerar como servidumbre hacia los gustos estéticos del varón occidental. Es una idea que lanzo al aire porque hay mucha universitaria buscando tema para su tesis.
Pero a lo que yo iba es que, dado que en el salvajismo campestre una se abandona un poco, me di cuenta de que las piernas estaban tomando un parecido peligroso a las que se ven en la selección española de fútbol y decidí informarme de algún sitio en este simpático pueblo donde me hicieran este trabajillo.
De camino a dicha dirección me di cuenta de que estaba ya completamente integrada en esta vida rural y eché pestes de Madrid, que es una costumbre genética que tenemos los madrileños de Moratalaz. El cuarto depilatorio estaba en la misma casa de una joven sanota y amable que me esperaba con toda la ilusión del mundo porque sus niños me admiraban. Yo me sentía tan sencilla en aquel cuartito casero. Ya estando en la camilla y desvestida, la señora decidió llamar a los niños. A mí me entraron ganas de vestirme, pero los dos niños estaban detrás de la puerta. Mientras yo les firmaba los libros, la señora me trabajaba las piernas.
Tenía la esperanza de que cuando acabara de firmarlos, los niños se marcharían, pero ¡qué va!: con los libros en la mano, siguieron la operación embelesados. Había otro en la cuna, un bebé, que se despertó en el crítico momento de los muslos, y para que la madre no se entretuviera y acabara con aquel espectáculo rápido, tomé al niño en brazos.
—Qué ricos —dijo la señora—, las ganas que tenían de conocerte.
El de doce años, el más fanático de mi obra, señaló a la madre una parte de la rodilla:
—Aquí le has dejado pelos, mamá.
El crío quería que me fuera contenta. Y yo, entonces, con aquellas criaturas viéndome en situación tan humillante, me preguntaba: «¿Tiene sentido la cercanía del autor con el lector? ¿Debe el autor de literatura infantil satisfacer todas las curiosidades de sus pequeños lectores?». Pero el pensamiento se desvaneció cuando escuché que el niño le susurraba a su madre:
—Le haces las ingles, pero no se las cobres.