Canas al aire

Aprovecho que mi santo está recién levantado para decirle: «Oye, que me voy a Madrid». Se le atraganta el café: «¿A Madrid, para qué? Es que estás loca por irte a Madrid. No sé qué más puedo hacer: te voy a la compra, te cuido el jardín, te cocino, y tú nada más que pensando en Madrid». Le digo que no voy por divertirme, voy porque no me tiño desde que estoy en el pueblo y mira qué raya tengo. Él mira la raya con aprensión y dice: «Pero, cariño, ese pelo rojizo encantador que tienes desde que te conozco, ¿no era natural?». Es que, de verdad, no sé en qué mundo viven algunas personas del mundo cultural. Mi santo murmura: «Así que tienes canas…».

Me lleva a la estación de tren. Va pensativo. No sabe qué hacer para disuadirme de que no me vaya. Está a punto de entonar el Ne me quittes pas. De pronto salta con que por qué no me dejo las canas. Le digo indignada: «¿Pero, por quién me has tomado, por una escritora de esas peliblancas?». No te enfades, dice; si no me enfado, tonto, y le digo que si le compro alguna cosilla en Madrid. Sólo quiere que le traiga de nuestro domicilio madrileño un libro de Netanyahu (padre) sobre la Inquisición. Y yo pienso ya en el tren: «Qué sencillo. Es mi hombre».

Siento en el estómago que me acerco al monóxido de carbono. Eso me excita. En la peluquería, con los pelos envueltos por la plasta del tinte, atravieso un momento trágico. ¿Por qué no se les habrá ocurrido a los de Interviú en vez de pillar a las famosas en bolas sacarlas en este capítulo Morticia Addams?

Antes de tirarme a las tiendas recojo de casa el libro de mi santo, y entiendo que en su encargo, aparentemente inocente, va incluido mi castigo por venir a Sodoma: el libro de Netanyahu pesa lo menos cinco kilos. Mi santo es retorcido. Pero no me acobardo y con el Netanyahu me tiro a la calle. Intento ponérmelo debajo del brazo, pero es tan gordo que se me queda el brazo haciendo un homenaje a la Falange. En esto que me encuentro a un escritor de culto. Que a cuál. Se siente, esto es una columna cultural, no Tómbola. El escritor de culto me pregunta por mi santo y le digo que en el campo, agrandando su obra, y que yo he venido a Madrid a darme una vuelta por las librerías. El escritor de culto me pregunta si el Netanyahu se lo llevo a mi santo. Pues no, le digo, es para mí, paso los veranos releyendo a Netanyahu de cara a la temática de una futura novela. El escritor de culto me dice si entonces estas columnitas se pueden considerar un trabajo alimenticio. Por supuesto. Le dejo que me compadezca un rato y los dos nos sentimos solidarios hablando de lo que hay que tragar para poder cosechar tu verdadera obra. Mientras charlamos, le he dejado el libro y se está poniendo pálido. Me lo devuelve y se va al borde de la lipotimia. Qué mal color tienen los escritores de culto, y yo, mientras, vendiéndome al mercado para conseguir mi sueño secreto: el mecenazgo, comprarle a mi santo una mansión que te cagas y un torreón Montaigne.

Yo aspiro a mantener a mi propio escritor de culto. Como uno de esos ricos extravagantes que tienen de pronto un tigre en una jaula. Y en la puerta pondría una placa:

«Esta mansión se la compró a tan insigne escritor una de Moratalaz».

Que tu escritor de culto se atreve a tontear con otras, lo echas a patadas del torreón y lo cambias por otro escritor de culto. Anda que no los hay deseando. Se lo tengo dicho a mi santo.