TV dinner
Me llama una amiga a las diez de la noche para charlar una hora o lo que se nos ponga por delante. Mi santo se queja, ya que ha preparado una TV dinner y dice que no hay día que entre familiares y amigos no nos fastidien la cena.
—Anda, chirli —le digo—, relájate, estás en tu casa, te puedes entretener con la tele mientras yo atiendo a esta amiga, que ya estará cansada de esperarme.
Mi amiga no se ha cansado. Mientras habla conmigo se está depilando. Pasamos un ratillo acordándonos de aquellos días felices del pasado en que íbamos a un centro Depilator donde nos ponían en fila a quince tías y una estricta gobernanta nos iba despellejando en cadena, primero piernas, luego zona ingles, luego todas con los brazos levantados como si estuviéramos detenidas, zona axilas, y por último, si queríamos rematábamos con el bigote, y si no queríamos, nos lo llevábamos puesto.
De casi todo han pasado veinte años, decía el poeta, de cuando yo no era la más baja de la fila de las depiladas (mi 1,60 todavía se defendía), y podíamos presumir de tener tanto o más bigote que las portuguesas. Luego comprendo que mi amiga ha comenzado la conversación con este toque nostálgico para ablandarme el corazón: viene mañana con los niños a bañarse. Mi santo me hace señas feroces con un dedo: «¡No, no!». Pero le digo a mi amiga: «A mi santo le encantará, ya sabes lo que le gustan los niños». Mi santo sufre en silencio.
Mi amiga me dice que es que hoy ha llevado a los niños a merendar a la Dehesa de la Villa y ha vuelto escandalizada.
—¿También allí se ha asentado la prostitución? —pregunto.
—No, qué va, peor, son los abuelos, que han perdido la vergüenza, juegan a la petanca.
—Mujer, la petanca es un juego de lo más tranqui.
—Sí, pero es que van medio desnudos, yo no sé lo que le pasa a la tercera edad, pero están que se salen: a mi niño uno le ha querido enseñar la cicatriz de la hernia, y yo le he dicho, no señor, ya tendrá tiempo el niño de ver cicatrices. No me parece normal, es que van con pantalones de ciclista marcando paquete.
Me cuesta solidarizarme, pero la verdad es que por mi casa con eso de que están en el campo pasan también medio en bolas, y se dice que en los viajes del Inserso hay mucho tomate, mucho chiste verde, mucho viejo verde, mucha abuela desatada. Mientras hablo con ella, noto el pitido de otra llamada. Bueno, guapa, le digo, que te dejo. Así me paso la vida, empalmando una llamada con otra. Llama mi suegro. Me dice que como no les llamamos nunca sabe de nosotros por estos artículos, dice que los lee y se emociona de ver a su hijo retratado, y que por qué no cuento el día en que su hijo de niño le dio una pedrada a un vecinito, que fue de mearse de risa. Es que a lo mejor a él no le sienta bien, le digo.
—Bueno, yo sólo llamaba por dar ideas, y para decirte que te leo, que todos los días me voy al Hogar del Pensionista y cuando nadie me ve recorto la hoja de lo tuyo, me la meto en un bolsillo y me largo. Es que yo comprarme todos los días el periódico, nena, no.
Y cuando le voy a decir al hijo que se ponga, veo que mi santo, harto de esperar, se ha dormido. En la tele, unas abuelas del público jalean a una joven que está haciendo un striptease. Luego levantan la mano y cuentan sus experiencias sexuales. Se levanta una vieja diminuta y dice: «He sido chiquitilla, pero con llegarle a mi marido a la bragueta tenía bastante».
Qué fuerte los viejos, pienso, mientras me como la cena fría al lado de mi santo, que está en el séptimo cielo.