V
La comida fué un tanto bulliciosa; y como don Fermín hubiese aportado al improvisado festín que resultaba de la reunión de manjares una lacrada de burdeos, obligó á su querido hermano en Jesucristo á que de ella se sirviera, reprochándole mucho su costumbre de no beber más vino sino el aguado de la consagración.
—El vino es como todo. Huyendo de cometer excesos, conforta y ayuda la digestión, predispone el ánimo en contra de las ideas melancólicas, de las cuales me parece que mi señor don Román tiene grande acopio. Y tan exceso considero yo el abstenerse de la bebida como el embriagarse. Vaya, D. Román, otra copita.
—No puedo. No tengo costumbre; me va á hacer daño.
—Ande Ud. Bébala Ud. por mi —dijo Anita cogiendo con sus dedos de rosa el cristal. Y antes de que Román previniera la acción, lo levantó lleno hasta el borde del generoso liquido, y humedeció en él los risueños labios, devolviendo después la copa catada al sacerdote.—Vamos —dijo;—y ahora, ¿lo rechazará Ud.?
—Ahora sabrá mejor —añadió el padre Fermín aprobando la travesura de su sobrina.
Román miraba á uno y otra como atontado.
—Vamos, bebe. No desaires á mi amiga —dijo Gracia.
Y no hubo recurso sino el de obedecer y apurar aquel cáliz, como el colector le dijo riendo.
Anita, la sobrina de D. Fermín, era una mujer hecha y derecha, como suele decirse. Tenía ó representaba tener unos veinticinco años. Blanca y rubia, indolente y andaluza, ya sabemos que cantaba malagueñas, peteneras y hasta seguidillas gitanas. Su pelo era un poco rizoso, enmarañado; los ojos azules; limpia la mirada y brillante; el cuello y la frente de un blanco lechoso, que debía ser la encarnación general de todo su cuerpo. La nariz airosamente remangada, lo que daba á su expresión cierta malicia. Era la cara como la de un pilluelo. La boca grande, pero muy bien jugada de mohines á cual más encantadores. Hablaba mucho, aturdidamente, sin esperar la respuesta cuando preguntaba y sin responder cuando le tocaba la réplica. Se bastaba y sobraba ella para decirlo todo. Una mujer, una verdadera mujer, que parecía tener hasta en la cabeza ruido de enaguas. Gruesecita, muy tentada de la risa, y ut supra ya resultó perezosa y amiga de siestas.
Usaba agua de colonia para ropa interior, vinagrillo en el agua con que se lavaba, esencia de heno en el pañuelo, pomadas caras para el cabello, jabón de olor de Oriza, y era de pies á cabeza un motín de perfumes que mareaba. Quizás por esto ella era también la primera víctima de los amotinados, y padecía de frecuentes jaquecas. Pero, ¡oler bien! Para Anita era tan preciso ir á la perfumería como irá la plaza; y siendo tan blanca su tez, no perdonaba, sin embargo, el uso de los polvos de arroz. No se pintaba, porque don Fermín en este punto hubo de mostrarse de la más ridícula intransigencia. Otra preocupación suya era el calzado. Andaluza y de pequeña estatura, sus pies y manos dijéranse una monada. Tenían que hacer sus botas, porque hechas entre las de mujer no las encontraba nunca á la medida; y esto se lo contaba á todos los amigos y amigas con cierto orgullo, añadiendo mil calificativos y comentos de burla acerca de las madrileñas. Su voz tenía notas de contralto; usaba como locución para empezar cualquier dialogo la palabra hijo ó hija, según el sexo á que el interlocutor pertenecía y fuera cualquiera su edad. D. Fermín tampoco se libraba de que Anita le añadiera este parentesco: «¡Hijo, qué tarde has venido!» «¡Hijo, qué frío hace en este Madrid!» «¡Hijo, cómo apestas á incienso los domingos después de la misa mayor!» Y D. Fermín, bromeando, replicaba: «¡Madre y sobrina, cállese usted y no me maree!»
En cuanto al colector, era, según confesión propia, de treinta y ocho años. Todo un hombre Había sido cura de pueblo, y en el pueblo el mejor cazador. Teníasele por carlista. De baja estatura, con los manteos no resultaba una figura tan imponente como la de Román, ¡oh! ni mucho menos; como que el bueno del colector jamás era posible que inspirase respeto. Estaba grueso, pero sin obesidad. Su refrán era: «carne cría carne, y vino buena sangre.» De manera que con este género de alimentación y otras higienes de su vida que iremos conociendo, era en la parte física, y para emplear frases vulgares que lo retraten gráficamente, un hombre de huesos duros y de carne maciza. En su cuarto tenía unas pesas con las que se entregaba su musculatura á ejercicios cotidianos: veinticinco libras para cada brazo. Teníase por gran pulseador, y lo era en efecto; sin embargo, cuando Anita echaba las dos manos, no podía vencerla.
La cara de D. Fermín era lo que había que ver: ojos pequeños y muy propensos al guiño, como todas las facciones á maravillosa movilidad; pómulos salientes; la boca un tanto sumida, y el labio inferior adelantándose al superior, defecto asimismo de la mandíbula correspondiente; cabellos cortos erizándose sobre una frente desarrollada; la nariz muy fina, aguileña; las orejas separadas de lóbulos, como saliendo al encuentro de los rumores de la vida, y de tamaño sobrado; toda la cabeza llena de salientes y entrantes; un cráneo que parecía forjado á martillazos. El conjunto, la cara mitológica del dios Pan. Gustavo Doré se hubiese complacido en aquel modelo para retratar á Mefistófeles. En los tiempos en que las ninfas andaban por los bosques, se hubieran entregado á él riendo á carcajadas. Su aspecto, como impresión del prójimo, especialísimo, un cosquilleo.
¡Buena fué la comida! Gracia, ante lo frugal de lo que ella y su hermano aportaban, á fuer de ama de casa, experimentó humillación y vergüenza. Pero ni el colector ni su sobrina llevaron intención de que tal molestia resultase. Presentaron á la mesa lo que comían ordinariamente, sólo que este ordinario era buenos bocados: jamón, ternera, arroz á la valenciana, y en una fuente merluza á la vinagreta. Ellos comieron también del cocido que había hecho Gracia; pero D. Fermín, después de declararlo exquisito y que, «pensando en que estaba hecho por tales manos, se chupaba uno los dedos de gusto,» dijo doctoralmente:
—Bueno es tomar cocido de vez en cuando; pero, amigo mío, el cocido nutre poco y llena demasiado. No es una alimentación conveniente. Los hombres necesitamos algo más sólido; y las mujeres también, sobre todo en la juventud, y más todavía en la edad de la señorita Gracia.
Si Román no hubiera bebido tres copas de la lacrada ni comido mucho, aunque á fuerza de ruegos, acaso no con una, sino con muchas objeciones combatiera la doctrina del colector. Pero el diantre del burdeos á los dos hermanos les produjo efectos extraños, y entre los tales una inconsciente inclinación al asentimiento de cuantas opiniones emitían los propietarios de la botella.
Además, el comedor parecía otro. No, como de costumbre, la blancura de los manteles daba una impresión de frío y el pulido cristal de las copas parecía aumentarla; antes por el contrarío, regocijaba el ánimo, entrándose por los ojos, aparte de que el vino en el vaso y el vaso sobre el mantel, en los cuatro puntos en que los comensales se sentaban, eran cuatro colores rojos heridos por el sol, que chispeaban como rubíes en fusión. Luégo Anita, Anita batiéndose como una leona con el silencio, no dejando respirar en las pausas; porque en cuanto una asomaba, descerrajaba contra ella su descarga cerrada de palabras, graciosamente ceceadas á la andaluza. Luchó no menos heroicamente con el aire, con la atmósfera respirable, la cual, á la media hora de estar allí la perfumada sobrina del colector, contenía, además de las cantidades necesarias de oxígeno, ázoe, ácido carbónico y vapor de agua, no sabemos cuántas partes de esencia de heno, opoponax, ilang-ilang y demás preparados de Atkinson, que hubiesen dejado aturdidos á Dalton, de Húmboldt y Boussingault, por lo mucho que variaban sus teorías de las proporciones constantes á todas las alturas.
Se despachó la botella, y con aire de pio felice, triunfador Trajano, el padre Fermín, metiéndose la mano en el bolsillo interior de su gabán, sacó otra «hermana gemela de la difunta» (así dijo); y al llegar aquí no hubo resistencias por parte de Román, habiendo asegurado el colector, para disipar todo escrúpulo, que dos botellas para cuatro personas no era ninguna cosa del otro jueves.
Gracia estaba excitada; reíase tanto como Anita y por los motivos más fútiles. Miraba á don Fermín con una fijeza determinada por lo que la complacía lo faunesco de aquellas facciones. Román nunca recordaba haberla visto así: tenía los ojos brillantes y húmedos, hoyuelos en los extremos de la boca, encendido el color en las morenas mejillas, un tono cálido en toda la encarnación. Á veces las dos muchachas, sentadas una junto á la otra, á la menor palabra, ó solamente con mirarse, sentían un gran enternecimiento. «¡Qué amigas vamos á ser!» Acercaban sus rostros y se besaban. Un beso sonoro en plena boca.
—Están en su punto —comentaba el colector.
—No bebas —ordenó Román alarmado. Tan loca estaba la virgen aragonesa, que hizo una confidencia en voz alta. Esto fué así. Anita hubo de preguntarle, llevada de su manía, qué pomadas y esencias usaba para su tocador.
—Ninguna —contestó.—Román no quiere. Sólo me permite y me aconseja que me bañe. Me baño á diario; —y luégo aturdidamente:—hoy no. Hoy no podía ser.
La carcajada de Anita se oyó en todos los pisos de la casa. Román permaneció impasible. D. Fermín guiñó los ojos con mucha priesa, y todos los músculos de su satírico rostro hicieron bailar á las facciones una desordenada danza lúbrica bajo las frondosidades del pelo.
Comprendió Gracia lo que había dicho, y, poniéndose encendida como la grana, trató de enmendar su yerro.
—Con el jaleo de la escapatoria de la gata y con el disgusto, no he tenido humor para nada.
El colector en aquel momento se llevaba la copa á los labios y estaba mediándola de burdeos. Hubo de retirarla, apartarla de su boca precipitadamente, pero no tan á tiempo para contener el acceso, y espurreó los manteles con el vino que la hilaridad rechazaba.
—¡Qué guasa tienes, hijo! —gritaba Anita secándose los ojos con la servilleta, pugnando por contener la risa, mordiéndose los labios y dando chillidos estridentes.
Aquello pasó, no sin que la niña maldijera en su interior de la torpeza cometida y del vino causa de esta espontaneidad, por la que estuvo un rato con los ojos bajos y colorada como una amapola. Román anhelaba ya levantarse de la mesa.
—Ahora á charlar un rato de nuestras cosas —dijo el padre Fermín á los postres, conociendo esta impaciencia.—Á su cuarto de Ud., mientras éstas quitan de en medio los manteles, cristal y loza. ¡Por fin! Por fin llegaba el momento supremo de la terrible confidencia.
Levantáronse los dos curas y entraron en la sala oratorio, cerrando la puerta Román, que entró el último.
Luégo, como el colector se hubiera sentado, viendo que el otro continuaba de pie, le dijo:
—Vaya. Acerque Ud. una silla. Ya escucho; pero no hay que hacer aspavientos. Usted me cuenta lo que le pasa, y yo, puesto que es tan grave, discutiré con Ud., á ver si encontramos el remedio.
—Padre, soy muy desgraciado —exclamó el sacerdote.—Soy muy desgraciado desde ayer.
—¿Desde ayer? Pues, hijo, eso sí que no lo creo, porque la fecha me parece muy reciente. Todos la tenemos más antigua; desde que nacemos.
—Es que lo soy desde ayer como sacerdote.
D. Fermín se encogió de hombros.
—No escucho hasta que Ud. se siente, ó me pongo yo también de pie; —y cuando se vió obedecido:—hable Ud. ahora, claro y sin rodeos.
Entonces, balbuceando al principio y con acento más seguro después, Román hizo la relación de lo sucedido. La confesión, que por la mañana era imposible, fué completa; el estado de contrición, perfecto. Lloró, expuso sus dudas teológicas, cayó, por último, de hinojos, en la misma postura en que antes de la comida el colector hubo de sorprenderle.
D. Fermín le escuchaba sin pestañear. En dos ó tres ocasiones hizo gestos de conmiseración casi desdeñosos. De asombro, de maravilla ante la enormidad de la culpa, ninguno. Al arrodillarse el penitente, no pudo contener sus ideas por más tiempo. Lo levantó con sus fuerzas de gimnasta brutalmente, lo sentó de nuevo con violencia, poniéndole ambas manos en los homhros, y así, de este modo, sin soltar su presa, le dijo de buenas á primeras:
—Usted, mi señor don Román, no tiene motivo para haber dejado de celebrar hoy la misa. Usted, mi señor don Román, no es un pecador; y si yo no le conociera, había de juzgarle como mentecato ó loco.
—Pero…
—No hay pero que valga. Usted no es un pecador, sino un enfermo que tiene necesidad de ponerse en cura. Aquí no hay caso de conciencia de ningún género. Aquí lo que hay es una afección del cerebro, órgano central y colectivo de todas las actividades del hombre, centro y foco común de todas ellas. Usted, mi señor don Román, es de carne y hueso como yo y como el vecino de enfrente, y se figura que el traje talar y el sacerdocio tienen poder bastante para dar especialísimas condiciones á su naturaleza, algo de espiritual y divino que permita dejar de cumplir con alguna de las funciones para cada una de las cuales hay un órgano en el cuerpo humano. Las pasiones no son facultades ni elementos de la voluntad, sino estados exagerados de las aptitudes, instintos y sentimientos del hombre que necesitan vivamente ser satisfechos; y que si no lo son, causan dolor y hacen sufrir: por eso son pasiones. Usted está empezando á desequilibrarse, y de aquí á perder la razón y á volverse loco no hay más que una escala gradual inevitable.
—D. Fermín, Ud. sabe perfectamente que ese desequilibrio no puede ni debe el sacerdote remediarlo. Sé á lo que Ud. se refiere. Nos está prohibido, puesto que se nos impone el celibato… el santo concilio de Trento…
Entonces el colector aproximó su silla, se inclinó al oído del penitente, y no dijo más que una palabra, una sola, en voz baja:
—¡Farsa!
Román dió un salto en su silla.
—Sí, señor. Farsa, y farsa necesaria.
—¡D. Fermín!
—¡Ni uno solo de los que asistieron al concilio de Trento, estoy seguro de ello, ni uno solo, ¿me entiende Ud.?, guardaba la castidad!
El sacerdote estaba aterrado.
—Usted, mi querido amigo, parte de una confusión de ideas que deben estar perfectamente separadas: Ud. acepta al pie de la letra lo que lee, y hay que ver si esto puede ser aceptable en sana razón. ¡El celibato y el voto de castidad! Voy á ser para Ud. lo que José para Faraón. Voy á explicarle su sueño, que por cierto la Biblia, el pasaje de la Biblia que, abriéndola al azar, leyó esta mañana, explicó también perfectamente. —Y viendo que su interlocutor palidecía:—No tema Ud. No quiero penetrar en secretos que no se me revelan. Digo solamente que se ponga Ud. en cura, porque está enfermo de una enfermedad terrible que han padecido muchos. La historia sagrada y profana está llena de ejemplos de ella. Amnón, enamorado de su hermana Thamar, es uno de ellos. Hipócrates descubrió el amor de Perdicax, hijo de Amintas, rey de Macedonia, por Filis, concubina de su padre. Erasistrato, según cuenta Plutarco, conoció la causa de la enfermedad de Antioco Sotero, muerto de amor por Estratonice, su suegra. En el sueño de anoche debe Ud. ver un aviso. Por ahora lo que Ud. tiene afecta más la forma de demonomania que de otra cosa. De no curarse, puede adquirir serias proporciones.
—¡Cómo! —exclamó el sacerdote asombrado— ¿Usted cree que yo estoy loco?
—Todavía no, pero puede llegar á estarlo. Hay más causas en Ud. para la locura que para la razón. En Ud…, como en todos los sacerdotes. En mí las hubo, pero me apercibí á tiempo, y ya no existen. Tuve la suerte de visitar una vez el manicomio de San Baudilio. Encontróme con un loco que me dió mucho en que pensar. Era un sacerdote cuyo tema consistía en decir que era la cuarta persona de la Santísima Trinidad. Luégo leí á Esquirol.
—No conozco ese padre de la Iglesia.
—Es un médico.
—¡D. Fermín! Eso nos está prohibido.
—Pues, sin embargo, ¿sabe Ud. lo que resolví después de leerlo? Que era de absoluta necesidad pegarle un mordisco á la bíblica manzana —contestó el colector riendo, y añadió:—desde entonces vive conmigo Anita.
—¡Su sobrina de Ud.!
—¡Eh! No, señor. No es mi sobrina, por más que todos los papeles, arreglados por mí, la acreditan como tal.
—¡D. Fermín, yo le he pedido á Ud. consejos, pero no incitaciones al mal! —dijo con amargo reproche Román.
Entonces el colector se puso muy serio.
—Yo incito al bien, al mal nunca. Mi consejo es sano. Lo que debe procurarse es ver la religión de manera distinta que Ud. la ve. La religión, amigo mío, es el primero y acaso el más acabado código moral, y nosotros, sus ministros, debemos dar el ejemplo de ello. Si Ud. no me entiende, no tengo yo la culpa. Por última vez, voy á explicarme de otro modo. La moral está fuerte é indisolublemente ligada con la higiene; la Iglesia está en lucha, lucha recrudecida cada vez más; la Iglesia ha de sufrir en todo lo que es su organización interna grandes modificaciones, porque, de lo contrario, perecerá. Y ¿sabe Ud. lo primero que va á ser objeto de reforma? El celibato eclesiástico. ¿Por qué? Porque es una inmoralidad de marca mayor; porque mientras el sacerdote tenga huesos y carne, sangre y nervios, es inútil que se crea de naturaleza tan divina que pueda dejar de cumplir una necesidad cualquiera de las muchas que afectan á nuestro organismo; porque al creer esto cometemos un verdadero pecado de soberbia, presentándonos como superiores á nuestros semejantes, nosotros que debemos practicar con ellos la humildad. ¿Qué ha resultado de aquí? La ninfomanía en los conventos, la satiriasis en las iglesias, la pederastía en los seminarios. En lo antiguo, San Antonio Abad, el de los ensueños lascivos, dé los cuales Ud. empezó anoche á padecer, un teómano, y por último…
—Por último venció á las tentaciones del demonio.
—¡Por último sobrevino la impotencia! —replicó el colector.—Santa Teresa de Jesús, ¡otra que tal! Una histérica. Aquella mujer de que habla San Bernardo, una eretómana que por espacio de algunos años gozaba con el diablo. ¡Locos! ¡Una cuerda de locos de atar! Lea Ud. con detenimiento el Año Cristiano. La Iglesia tiene allí canonizados á todos esos enfermos; tiene hasta casos de licantropía; todas las variaciones de la locura idiopática por perversión, calificadas con esta palabra extraña: Santidad. —Y luégo, variando de tono, haciéndolo insinuante y profundo, de convicción, queriendo llevar ésta al ánimo del hermano de Gracia:—Créame y oiga mis consejos. Sentiría mucho verle en el camino de lo que llamaría la condenación eterna; y yo, que le aprecio y sé lo que vale, se lo advierto. Mientras la cuestión del celibato no se resuelva, haga usted lo que hacemos todos aquellos que atendemos á conservar la pureza compatible con lo humano. Guarde Ud. las apariencias. Por mi sistema no se llega nunca al escándalo; por el que usted sigue… por ese… casi siempre.
Román, ¡cosa extraña!, no se rebelaba contra aquellas teorías de un modo tan violento como hubiera sido de presumir, dada la exaltación de sus ideas religiosas. ¡Escuchaba! Y es que, en efecto, cada palabra de D. Fermín dijérase que resplandecía, que entraba como una luz en su cerebro.
Viéndole callado el tío de Anita, hizo una transición de tono.
—¡Ea! Basta ya de confidencias mutuas. Si Ud. me tiene por hereje, guárdeme el secreto y yo le guardaré el suyo.
—¡El mío!
D. Fermín se echó á reir.
—Sí, el de la gata. ¡La gran ramera del Apocalipsis!
Pero como el colector no era hombre á quien sirviera de contento y tranquilidad para el ánimo explicarse á medias en asunto para él tan interesante, puesto que podía irle en la delación de un fanático la pérdida de sus beneficios eclesiásticos, se acercó, y, no dejando duda en su tono acerca de la amenaza, dijo al oído de Román:
—El de la visión de las mujeres bíblicas, todas ellas desnudas y todas con el rostro de Gracia.