IV[3]

Se consideró reo de pecado mortal. Tenía en favor suyo (no como para excusarse, ¡no!, porque él no trataba de buscar disculpas á su delito, sino que, antes por el contrario, lo consideraba horrendo y nauseabundo), pero en su favor estaba el haber sido vencido durante el sueño.

No había en su espíritu desesperación ni reproches. No consideraba aquello sino como un castigo, tal vez por haber alimentado su virtud con soberbia. Como Job en el muladar clamaba al Ser Supremo, y como él podía decir:

«Ahora mi alma está derramada en mí, días de aflicción me han aprehendido.

»¡Quién me tornase como en los meses pasados, como en los días que Dios me guardaba!

»Cuando los oídos que me oían me llamaban bienaventurado, y los ojos que me veían me daban testimonio.»

Triste estaba su alma, hasta morir. La carne suya era flaca, y se mostraba propicia al pecado. Cerrábanse las puertas de la salvación en la otra vida. ¡Él! ¡Un sacerdote! Había incurrido en lascivias de imaginación. ¡Su sueño! Tenía que contarlo punto por punto en acusación sacramental ante el tribunal de la penitencia.

Se vistió apresuradamente; deseaba llegar cuanto antes á la iglesia.

Ya estaba puesto el manteo, cogido el sombrero, ya iba á salir; se dirigía á la puerta de su cuarto, cuando ésta se abrió, presentándose Gracia en el umbral. Gracia, cuyo canto, allá en la cocina, había cesado de pronto con un grito agudo. La virgen aragonesa estaba demudada y llorando.

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —preguntó el sacerdote con tono y gesto tan avinagrado, que la niña le miró sorprendida á través de sus lágrimas.

Pero preocupándola más el pesar experimentado, exclamó entre sollozos:

—¡Román! ¡Román! ¡Se me ha escapado la gata!

—¿La gata? ¿Que se ha escapado? Pero ¿cuándo?

Y el sacerdote se inmutó: la noticia le puso densamente pálido.

—Sí, se ha marchado ahora mismo por el terradillo de la ventana del patio. Desde la cocina saltó. Está en el tejado.

—¿En el tejado? Pero ¡qué ocurrencia!

—Si. Yo te contaré. Verás, verás tú qué mala es. Por supuesto, que no tiene ella sola la culpa, sino el otro. El otro, que la llama.

—¿Quién es el otro?

—Pues, ¡quién ha de ser!, el de la vecina, un gato. Un gato negro. ¡Si llevamos con esto unos días! Figúrate que el demonio del gato ese se escapa también, y se va al tejado, como te he dicho. Y cuando está allí se pone á maullar; pero ¡qué maullidos! Dice la vecina que tiene dolor de muelas. Y la Morroña también lo tenía hoy; y como ha visto lo que hace el otro, va y lo imita. Allá arriba están los dos. Se van á caer á la calle; porque, ¡si los hubieras visto!, en cuanto se reunieron empezaron á jugar como si toda la vida hubiesen estado juntos; y á lo mejor se muerden. Ven, ven, ven corriendo. Llámala tú, á ver si á ti te hace más caso.

Le cogió de un brazo, tiró de él, y, que quieras ó no, á la fuerza llevólo al sitio de la catástrofe. Hízole asomar á la ventana.

—¡Mírala! ¡Morroña! ¡Morroña! ¡Piss!… ¡Piss!… ¡Piss!…

¡Sí! ¡Allí estaba! Irguiendo la cola, paseando majestuosamente al sol, parándose á veces para lamer sus lanas y limpiarlas de no sabemos qué manchas reales ó imaginarias, mirando á sus amos con actitudes de burla, estremeciéndose nerviosamente á cada siseo y decidiéndose por ir al encuentro del otro animalejo, que la esperaba en el caballete del tejado sin perderla de vista. ¡Allí estaba la gran ramera del Apocalipsis!

—Déjala —exclamó el sacerdote;—déjala y no llores.

—¡Pero y si no vuelve!

—Ya volverá. En cuanto tenga ganas de comer. En cuanto traigas la cordilla. Y si no volviera, maldito lo que se perdía —añadió Román obedeciendo al rencor que originaban sus nacientes supersticiones con respecto á la Morroña.

—¡Ah! ¡No digas eso! Si no vuelve, soy yo capaz de ir por ella. ¡Pues no faltaba más! Es mía, es mi gata, y yo la quiero.

Aquella escena produjo en el cura una irritación nerviosa, que cambió por completo su anterior estado de abatimiento. Salió de su casa y se encaminó á la iglesia. Quería confesar, recobrar el perdido estado de gracia, antes de celebrar el santo sacrificio. Pero su confesión tenía que ser perfecta; tenía que reunir las nueve condiciones que necesita todo penitente para la validez de la suya: Simple, Humilis, Pura, Fidelis, Nuda, Discreta, Libens, Integra y Verecunda. Y ahora no sentía ni contrición ni atrición con aquella sublevación y sorda cólera que le dominaba. No sentía el intenso dolor del pecado cometido, dolor concebido por el amor de Dios sobre todas las cosas y perfecto en caridad, con propósito de no pecar en lo sucesivo y con voto de recibir el sacramento de la penitencia. No detestaba el pecado con el odio que produce por su torpeza ó fealdad, ó por el temor de las penas del infierno, cosas ambas que excluyen la voluntad de pecar, con esperanza de obtener el perdón. No había en él ninguno de los sentimientos y pesadumbres que preparan para la gracia. No podían agarrarse sus manos á la segunda tabla después del naufragio; ni confesar, ni, por ende, decir misa. Pasar el día, ¡un día entero en pecado mortal! Colérico estaba contra su cuerpo y contra sus sentidos. Casi quería reprochar á Dios que le hubiera abandonado. ¡Oh! y tan por completo, que ahora, despierto ya, puede decirse que en su entendimiento estaban preparándose cultivos de la dañina hierba filosófica. Empezaba á no ver claro con respecto á la idea del bien y del mal. Él había pecado. Pero ¿había sido él verdaderamente, ó su cuerpo sin intervención del alma? Y si esto era así, ¿de qué tenía que acusarse? Apuntaba allí algo de la doctrina de Hobbes. El bien, es decir, la sensación agradable. El mal, la desagradable. Huir de esta última y procurarse la primera. Esto era la moral. El hombre está revestido del derecho de sacrificárselo todo á sí mismo. ¿Cuál es la naturaleza y las fuerzas de nuestro espíritu?

—¡Ah! Estoy loco, tengo pensamientos de condenado.

En tal situación llegó á la sacristía. El colector le saludó con su sonrisa de siempre.

—¡Mi señor don Román! ¡Santos y buenos días! Y la gata, ¿ha vuelto á sus lares? ¡Demonio de bichos!

Una bomba estallando á sus pies no le hubiera producido más efecto de terror que aquellas sencillísimas palabras. ¡Cómo! ¡Hasta en la iglesia se conocía ya el episodio! ¿Acaso el padre Fermín era adivino? ¡Quién sabe! Pero entonces tampoco ignorarían lo de la gran ramera del Apocalipsis.

Quedóse mirando al colector estúpidamente, con ese asombro consistente en abrir la boca, enarcar las cejas, arrugar la frente y dar un paso atrás, una expresión tan cómica, que el padre Fermín soltó la carcajada.

—¿Qué le pasa, hombre, qué le pasa? ¿Qué tiene de particular lo que le be dicho?

—De particular… no… verdaderamente. Pero si es extraño que Ud…

Y sin poderse contener:

—¿Cómo sabe Ud. lo que acaba de suceder en mi casa?

—¡Bien dicen los otros! Sólo un soñador sempiterno es capaz de hacerme esa pregunta.

—Es que…

—Pero, ¡alma bendita!, ¿hasta ahora no se entera Ud. de que somos vecinos? ¿Es posible eso, llevando, como lleva, ya dos meses en la casa? ¡Si será Ud. hurón!

Verdaderamente, Román lo ignoraba. Entregado siempre á sus devociones, pasando la vida en aquel culto de todas horas á la imagen del oratorio, no preguntando nunca á su hermana, no sintiendo curiosidad por las cosas del mundo, ignoraba quiénes eran los inquilinos de los restantes pisos.

—Pues sí, señor. El gato negro es mío. Se llama Sultán —añadió el colector acentuando su sonrisa.—Conque vamos á ver, D. Román: ¿en qué altar va Ud. á decir la misa? Llega Ud. el primero. Puede ocupar el de la Purísima.

Entonces una idea se abrió paso en el torbellino de las que atormentaban su cerebro. Aquel sacerdote, que vivía en su misma casa, podía, ¡si!, podía confiarse á él.

—Padre Fermín, hoy quisiera dispensarme de la misa.

El colector le miró.

—Y quisiera otra cosa. Desearía hablar con Ud.

—¿Ahora?

—No. Ahora tiene Ud sus ocupaciones, que son sagradas. Y aquí no es conveniente. Se trata, además, de una cuestión muy grave.

El padre Fermín se quitó los anteojos, frunció el ceño, no malhumorado, sino con expresión picaresca.

—Bueno, á las doce y media acaba mi tarea hoy. Á esa hora como. Pasaré á verle á Ud.

—Le espero.

~ Y ya que no puede Ud. celebrar hoy, hará bien en marcharse, para que nadie se entere.

Y despidiéndole con un gesto amigable:

—Hasta las doce y media ó la una. Juntaremos los pucheros. Comeremos los cuatro reunidos. Así será mejor.

—¿Los cuatro?

—Es claro. Usted, su hermana, Anita y yo. Anita es mi sobrina. ¡Ea! Hasta luégo, hasta luégo. Espéreme Ud.

Y con verdadera prisa le acompañó hacia la puerta, empujándole suavemente, expulsándole con mejores modos que los empleados por Dios cuando arrojó á Adán del Paraíso.

Román volvió á su casa más contento, sin saber por qué. Á la verdad, no tenía motivos para ello, sino que más bien debería ser gravedad en su conciencia aquel regreso del templo, no saliendo de él lleno de pureza, con las alegrías eucarísticas en el espíritu, sino tal como entró, impuro, manchado aún por la suciedad de la noche pasada. Pero tenía una esperanza. ¡La conferencia! Todos sus anhelos cifrábanse en ella. El padre Fermín le aconsejaría. El padre Fermín, veterano ya en la milicia de Cristo, sabría dar remedios al bisoño y defensas contra la carne rebelada. Eso. Eso es lo que necesitaba. ¡Un escudo! ¡Una trinchera! Él quería volver á ser el varón fuerte de que habla la Escritura.


—¡La Morroña ha vuelto!…

Esta fué la primera noticia que le dió su hermana.

—Vamos, mujer, ya estarás contenta —replicó el sacerdote con tono paternalmente cariñoso.

En seguida él, á su vez, participó que tenían convidados. Es decir, convidados, no. No era esa la palabra, puesto que ellos se traían su comida.

—Y á propósito, ¿cómo no me has dicho que nuestro vecino era también un presbítero?

—¡Un presbítero! —repitió la nina con sincera sorpresa.—Pues no lo sabía. Es decir, que no me lo figuraba. No le he visto si llevaba ó no corona. Además, siempre le he encontrado de paisano.

—¿De paisano?

—Sí. Y por cierto que él podrá ser todo lo cura que tú quieras, pero no se parece en nada á ti. Siempre está alegre; cantan y tocan ahí al lado.

—Serán rezos.

—¡Sí, sí; rezos! Buenos rezos te dé Dios. Unas canciones muy bonitas. El cura toca y ella es la que canta. Calla, hombre, que ahora caigo en ello. Como lleva la cara afeitada y no gasta bigote, me había creído yo que sería un torero.

—¿Por qué?

—Por eso, y porque lo que ella canta son malagueñas, y lo que él toca, la guitarra.

Hizo un gesto de desagrado.

—Déjate de chismes de vecindad. Ese señor es colector de mi parroquia, de nuestra parroquia. Es el padre Fermín. Prepáralo todo para cuando vengan.

—¿Y ella? ¿Quién es ella?

—Es su sobrina. ¿Quién ha de ser?

—Pues, mira, es muy guapa.

Román dejó á su hermana y entró en el oratorio. Tuvo de pronto una de esas supersticiones tan comunes á los sacerdotes. Encima de la mesa, en el lugar más visible, estaba la Biblia. Allí creyó que encontraría palabras de consuelo, pero que las encontraría al azar. Abriendo el libro por la página que la Providencia misma había de designar.

Hízolo así, y leyó:

«Y aconteció, después de esto, que, teniendo Absalón, hijo de David, una hermana hermosa, que se llamaba Thamar, enamoróse de ella Amnón, hijo de David.

»Y estaba Amnón angustiado, hasta enfermar, por Thamar, su hermana; porque por ser ella virgen, parecía á Amnón que sería cosa dificultosa hacerle algo.

»Y Amnón tenía un amigo que se llamaba Jonadab, hijo de Simea, hermano de David; y era Jonadab hombre muy astuto.

»Y éste le dijo: Hijo del rey, ¿por qué de día en día vas así enflaqueciendo? ¿No me lo descubrirás á mí? Y Amnón le respondió: Yo amo á Thamar, la hermana de Absalón, mi hermano.

»Y Jonadab le dijo: Acuéstate en tu cama y finge que estás enfermo; y cuando tu padre viniere á, visitarte, dile: Ruégote que venga mi hermana Thamar para que me conforte con alguna comida y aderece delante de mí alguna vianda, para que viendo yo, coma de su mano.

»Acostóse, pues, Amnón y fingió que estaba enfermo, y vino el rey á visitarlo. Y dijo Amnón al rey: Yo te ruego que venga mi hermana Thamar y haga delante de mí dos hojuelas que coma yo de su mano.

»Y David envió á Thamar á su casa, diciendo: Vé ahora á casa de Amnón, tu hermano, y hazle de comer,

»Y fué Thamar á casa de su hermano Amnón, el cual estaba acostado; y tomó harina y amasó é hizo hojuelas delante de él, y aderezólas.

»Tomó luégo la sartén y sacólas delante de él; mas él no quiso comer. Y dijo Amnón: Echad fuera de aquí á todos. Y todos salieron de allí.

»Entonces Amnón dijo á Thamar: Trae la comida á la alcoba, para que yo coma de tu mano, Y tomando Thamar las hojuelas que había aderezado, llevólas á su hermano Amnón á la alcoba.

»Y como ella se las puso delante para que comiese, él trabó de ella, diciéndole: Ven, hermana mía, acuéstate conmigo.

»Ella entonces le respondió: No, hermano mío, no me hagas fuerza. Porque no se ha de hacer así en Israel. No hagas tal desacierto.

»Porque ¿dónde iría yo con mi deshonra? Y aun tú serías como uno de los perversos de Israel. Ruégote, pues, ahora, que hables al rey, que no me negará á ti.

»Mas él no quiso oír; antes, pudiendo más que ella, la forzó y echóse con ella.»

Román cerró el libro con ira. Con verdadera cólera.

—¡Y esto —dijo sin poderse contener;—esto es un libro sagrado! ¡Esta es la lectura que ponen en nuestras manos, cuando nuestras manos se han elevado al cielo para ofrecer en holocausto precioso la castidad! ¡Este es el libro sagrado, la Santa Biblia! Leyéndola, he aprendido yo cuanto ignoraba. En estas páginas, toda virginidad se halla violada; éste es el verdadero árbol terreno del bien y del mal. Ataca, rompe y destroza brutalmente los velos de la inocencia. ¡Amar y temer á Dios! No es esa la enseñanza que se desprende del texto. Aquí se llega á la adoración del diablo, porque se llega al conocimiento de los placeres de la carne.

Después de decir todas aquellas blasfemias, volvió el demonio filosófico á soplar en su entendimiento vientos encontrados de ideas opuestas. La moral de los Padres de la Iglesia, fuerte y severa, elevando al hombre á la esfera superior á los sentidos, parecióle que no presentaba los caracteres y el enlace de un verdadero sistema. Aquel principio suyo fundamental, la voluntad de Dios y la obediencia del hombre á esta voluntad, era cierto, sí; pero ellos mismos dicen que el mal físico y moral es necesario, y que no se produce ni por orden ni sin orden de Dios: eso equivale á fundar la opinión de un mal tolerable. Lo derivan en parte de la libertad humana, y en parte también de la influencia de los malos espíritus.

Luégo las contradicciones. El alma humana que los Padres concibieron, primero de naturaleza corporal, y después los platónicos y Nemesio y Agustín dijeron espiritual; como medios de conocer la voluntad divina, la Biblia y la razón, pero sobre todo la Biblia. El anhelo de unirse á Dios produciendo la bienaventuranza de la vida. Agustín, una de las primeras lumbreras de la Iglesia latina, declarando que, desde el pecado oríginal, el hombre ha perdido la inmortalidad y la libertad de abstenerse del pecado, pero que ha conservado la libertad de cometerlo; que, por consiguiente, sólo Dios produce inmediatamente la voluntad del bien (la gracia), y que concede ó rehusa esta gracia á quien le acomoda. Un sistema famoso, que á Román le parecía contrario á la naturaleza del orden moral, y al que se llegó por ajustarse estrictamente á la letra de la Biblia en la disputa de Agustín con el bretón Pelagio, que atribuía al hombre el poder verdadero de obrar bien. La felicidad consistiendo en la contemplación de Dios; la revelación, origen único del dogma cristiano. Las tres maneras de conocer al Todopoderoso: por su imagen, por la naturaleza externa y por una revelación externa, inmediata, principio de los Padres que está reñido con el que ellos mismos asientan luégo diciendo que la esencia de Dios no es accesible á la razón, por mas que lo sea á la intuición mistica.

¡Ah qué enredos! Dijéranse las tramas en que se urde una gran mentira.

Todo este embolismo le tuvo sentado ante la mesa, con los codos apoyados en ella, hundido el rostro entre las manos, una, dos, tres horas. ¿Cómo, desde la lectura del pasaje en que con tantas complacencias pornográficas de minuciosidad en el detalle se describe el incesto de Amnón y Thamar, había llegado repentinamente á las alturas de la Teología? Ni él lo sabía, ni era capaz nadie de explicárselo. El mismo Stendhall, que maneja las ideas y hace funcionar el cerebro de sus personajes como el jugador de ajedrez las figuras en el tablero, el mismo autor de La Cartuja de Parma hubiérase visto apurado para trazar órbitas en aquel universo creado de pronto dentro del cráneo del sacerdote.

Lo que se veía como lejana luz en la noche era su afán de justificar algo tan grave, tan peligroso, que no se mencionaba, que no quería decirse, que no había querido confesar y jamás confesaría ante el tribunal de la penitencia. ¡Oh! ¡Jamás!

Por fin bajaron los brazos, cayeron extendidos sobre la mesa, alzó Román la frente. Tenía el rostro inundado de lágrimas. ¡La pureza! ¿Cómo recobraría la pureza? La confesión, después de todo, no era remedio suficiente. La satisfacción sacramental, la aceptación de la pena impuesta por el confesor para reparar la injuria hecha á Dios por el pecado, no es bastante, puesto que la absolución no es completa, puesto que el santo concilio de Trento anatematiza al que dijere que de tal modo se perdona á todo penitente, después de recibida la gracia de la justificación, la culpa y reato de la pena eterna, que no le queda reato de pena alguna temporal que pagar en este siglo ó en el futuro: no es absolución completa, porque así lo exigen la equidad y la conveniencia.

Sus ojos se fijaron en el oratorio, en la imagen tremenda; se levantó, cayó luégo de rodillas, y de rodillas, desde donde estaba, fué arrastrándose hasta allí, ensuciando con el polvo de los ladrillos el manteo y la sotana, el traje talar.

Iba el mísero con las manos juntas, arrebatada su razón, sintiendo en ella la poderosa tensión que acerca á la locura; miraba al Redentor. Llegó, y se abrazó al madero, á los llagados pies, gritando con la suprema angustia de sus sollozos:

—¡Quiero el martirio! ¡El martirio para purificarme! ¡Quiero imitarte! ¡Quiero morir como tú, Jesús mío!

En aquel momento hubo de cesar su congoja. Una voz conocida, de acento burlón, hizo vibrar en su oído estas palabras:

—¡Mal síntoma! Hablar con las imágenes es como hablar á solas en voz alta. Señor don Román, la devoción á las imágenes no debe llevarse hasta el extremo de que se considere como abuso en el culto de los santos, y, como tal, error contra la fe sin advertencia de parte del entendimiento, ó, lo que es lo mismo, delito de herejía material.

Era el colector.

—¡Hereje! ¡También hereje! —contestó el infeliz aterrado.

—Vamos, cálmese Ud., y recobre el espíritu la paz que necesita. Yo he entrado, porque su hermana me dijo que aquí lo encontraría y porque creí no hallarle tan consagrado á sus devociones. ¡Qué caramba! No pensemos ahora más que en comer. Allá está mi sobrina con la señorita Gracia, armando en el fogón una que ni la de San Quintín.

Román se levantó. De nuevo á la presencia del padre Fermín recobraba alientos su esperanza.

—¡Cuánto agradezco á Ud. que atienda mi ruego! ¡Que haya venido! Necesito de su experiencia y consejos. ¡Estoy pasando un día! ¡Si usted supiera! Hay momentos que parezco un condenado.

—Bueno, ya hablaremos de eso; á los postres. Nos encerraremos aquí. Ahora al comedor. De seguro que no ha tomado Ud. hoy ni el chocolate. Está Ud. en ayunas, y eso explica muchas cosas, señor don Román. ¡Ea, vámonos! Ha tenido Ud. muy mala idea con este decorado, esas bayetas negras y ese crucifijo. Esto está muy triste. Aquí hace falta alegría, Vámonos á buscarla en la mesa.

Y dándole el brazo, los dos curas, el uno con su uniforme, que vestía siempre, y el otro de paisano, fueron al encuentro de las dos mujeres.

Riendo y bromeando, el colector hizo entrar á Román en la cocina. Allí estaban Anita y Gracia, la una lavando platos y poniendo la mesa, la otra junto á las hornillas.

—¿Cómo andamos?

—Ya está. Ya está. Vayan Uds. sentándose, que allá vamos nosotras.

Las dos estaban muy contentas. Era para ellas el principio de su amistad tan alegre como el principio de una orgia.