IV
Christus virgo, Virgo Maria, utriusque sexus virginitatem dedica vere. Apostoli vel virgines, vel post nuptias continentes, dice San Jerónimo, presentando así, con el altísimo ejemplo de Jesucristo y los apóstoles, la recomendación del celibato á los sacerdotes, que deben ser una viva imagen de Cristo, y cuya misión requiere un género de vida muy desembarazado de los afectos mundanos y de los deberes conyugales, como lo declara el Apóstol en su carta primera á los corintios. «Quisiera, pues, que estuvieseis sin congoja. El soltero tiene cuidado de las cosas que son del Señor, cómo ha de agradar al Señor. Empero el que se casó tiene cuidado de las cosas que son del mundo, cómo ha de agradar á la mujer.»
Pensando en esto, Román empezó, como vulgarmente se dice, á devanarse los sesos. Á la verdad que no sabía cómo y por qué ocultos caminos su entendimiento se llegó al laberinto de analizar la doctrina bíblica del celibato, y las disposiciones del canon IX, sesión 24 del concilio de Trento.
Cierto que él tenía que guardar castidad, porque, en los clérigos ordenados in sacris, los pecados contra ella revisten la naturaleza de sacrilegio; pero también tenía que guardar templanza y ejercer la beneficencia y hospitalidad; era obligación suya, por ser estas tres, de todas las virtudes cristianas, las que más directamente se oponen á los vicios del mundo; contra la templanza y la beneficencia jamás se le ocurrieron objeciones; ¡pero ser casto en absoluto, por completo, de una manera acabada, perfecta, durante la vida!…
Para promover y fomentar sus obligaciones en el sagrado ministerio, conoció que era muy provechosa la piedad para con Dios, la lectura de libros ascéticos, la confesión frecuente, los ejercicios espirituales y el estudio de las ciencias eclesiásticas, muy provechoso para todo… ¡menos para aquello para lo cual más lo necesitaba! Había puesto, sin embargo, cuanto estaba de su parte.
Las leyes de la Iglesia prescriben á los clérigos que no puedan tener en su compañía y á su servicio personas sospechosas por su conducta, y él llamó á su hermana, para huir mejor de todo lo que fuere ocasión de pecado ó infundiere sospecha de ello á los demás. Pues bien, ¡cosa rara!: precisamente desde que vino Gracia de Tudela, y no á los dos meses de su venida, sino el mismo día, como ya hemos visto, le acometieron los pensamientos que sugiere, á no dudar, en el cerebro la tentación de algún demonio libidinoso.
¡El mismo día! Fué como romperse de pronto el velo del templo, y ver detrás, en lugar de los esplendores de la religión católica, las desnudeces artísticas de los cultos paganos. ¿Qué era aquello? Su casa tenía otro ambiente; el sol era un incendio, dábale más calor y más luz; las mañanas le parecían más pródigas de brisas, de frescura, y las noches, ¡ah! las noches eran un misterio, una sombra propicia á todo.
La turbación de espíritu que le hizo huir del gabinete de Gracia no fué nada en comparación de otro episodio que ocurrió aquel mismo día.
Como Román tuviera la costumbre de la siesta después de comer, se dirigió á su cuarto con este objeto; y apenas se hubo tendido en el catre, que aun conservaba el calor del cuerpo de Gracia, apenas su cabeza descansó en la almohada, cuando notó el perfume de la cabellera femenina allí impregnado, sintió caer y como encajarse sus miembros en el molde de los que antes reposaron sobre el mismo colchón, y descalco, en mangas de camisa, púsose en pie violentamente.
—¡Gracia! ¡Gracia!
—¿Qué quieres? ¿Qué se te ocurre? —contestó desde la cocina la viajera, que colocaba la vajilla en el fregadero, y, descubiertos los brazos hasta más arriba del codo, se disponía á lavarla.—¿Qué se te ocurre?
Román estaba pálido, desencajado. La aragonesa se asustó.
—¡Ay Dios mío! ¿Te has puesto malo?
—No… no es eso.
Y dominándose:
—Es que no puedo dormir. La cama no está mullida.
—¡Toma! Pues tienes razón. ¿Cómo ha de estarlo si me levanté y no la hice? Estará muy dura con el peso mío. ¡Figúrate! Pero ya verás tú. Te la voy á dejar sin un hoyo.
—Escucha —exclamó el sacerdote balbuceando:—y de paso, puesto que ya estás á ello, muda las sábanas y las fundas.
Le miró sorprendida.
—¡Pero si están limpias! Á no ser que me tengas asco…
—No, mujer. Tienes razón. Es que yo creí… Anda. Mullirla y nada más.
La siesta no se durmió aquel día. Román se encerró en la sala, se arrodilló en su tremendo oratorio, ante la imponente imagen.
—¡Jesús! ¡Jesús mío! —y quedó abrazado á la base del madero santo. El rezo le hizo mucho bien. Las bayetas negras, el cruento martirio, cuyo dolor expresaba la escultura admirablemente, fueron bastante para borrar las palabras que habían visto sus ojos como escritas en la pared, con más siniestro sentido que el Mane, Thecel, Phares, dos palabras que le aterraban, sólo estas dos:
¡Delicta carnis!
En los días siguientes, el grito de rebelión de la materia, sofocado por el varón fuerte, no se reprodujo, no resonó en contra del tirano espiritual. Cuando recordaba el suceso, reíase de si mismo.
—Estuve loco; al demonio se le ocurre. ¡Si Gracia supiera que con sus olores á membrillo y sus nevados montones de enaguas y camisas ha corrido el riesgo de volverse por donde vino!
Lo atribuyó naturalmente á la falta de costumbre, al cambio de hábito y uso. ¡Él! ¡Un sacerdote! Pues por eso mismo. Vivía solo. La primera mujer que venía á compartir su techo era forzoso que le causara esta impresión. Pero pasajera. ¡Una mujer! ¡Valiente mujer! Era «su hermana, la niña».
Y no volvió á ocuparse de tan ridículo suceso.
El celibato eclesiástico parecióle entonces excelentemente ordenado.
¡El matrimonio en los sacerdotes, cosa imposible, con la cual perdería su prestigio la Iglesia! Eran, á no dudar, las mejores razones las aducidas por la experiencia en apoyo de esta doctrina. Los presbíteros griegos y los ministros anglicanos y protestantes se casan. Y eso ¿qué demuestra? ¿Acaso tienen que desempeñar diariamente para con los fieles su ministerio?
Los sacerdotes católicos asisten á los enfermos, aun cuando sufran un padecimiento contagioso, sin que los abandonen ni dejen de suministrarles los auxilios espirituales hasta el último momento de su vida. Si el enfermo le contamina su enfermedad, el sacerdote no contagia después á su mujer y á sus hijos. Pues ¿y los misioneros? Para un soltero, la patria es el mundo; la familia, la humanidad. ¿Podría un hombre casado penetrar en países infieles, soportar con la mayor resignación y conformidad cristiana todas las privaciones y trabajos, sin excluir la misma muerte, por extender entre sus semejantes la luz del Evangelio? El celibato da la independencia necesaria para el cumplimiento de los sagrados deberes, y hace á los sacerdotes más venerables á los ojos de los fieles: tuvo razón San Pablo al ensalzar la virginidad, recomendándola á los corintios.
Y Román repetía de memoria el texto latino:
«Qui sine uxore est, sollicitus est, quae Domini sunt, quomodo placeat Deo.»
Pero ¿y la naturaleza? ¿Y las leyes fisiológicas? Tal vez Gracia tuvo razón el día que dijo, con los arranques y franqueza propios de su tierra:
—Todo eso es muy bonito; pero á mí, los sacerdotes no me parecen hombres.
¡Lo son! Pero allá se las avengan los fisiólogos, higienistas, patólogos y otros. ¿Que la carne se rebela? Pues se la somete, y en paz. ¿Que no puede ser? ¿Que la ciencia dice tal ó cual cosa? La ciencia, ¿eh? ¡Pues si una de las cosas prohibidas á los clérigos es el estudio de la medicina y cirugía por el peligro de irregularidad y por ser poco decoroso á su estado, hasta el punto de que, si alguno que es médico ó cirujano ingresa en el estado eclesiástico ó regular, no puede ejercerla profesión sin dispensa pontificia!
Entonaba Román este canto de victoria sobre su carne con las mismas palabras con que el Salmista cantaba al Músico principal:
97. «¡Cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación.»
98. «Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos: porque me son eternos.»
104. «De tus mandamientos he adquirido inteligencia: por tanto, he aborrecido todo camino de mentira.»
Pasaban los días de esta suerte. Siendo de nuevo el hombre cura y la mujer niña, ante los fingimientos del fanatismo, que no por distintos caminos, sino por los de pura fantasía, podía volver la paz y el reposo á la virginidad del célibe, puesta en contacto de vida bajo el mismo techo que cobijaba ya la de la doncella.
Lo peligroso era la soledad en que vivían, lo estrecho y reducido de la morada, la delgadez de los tabiques de separación, y, sobre todo, una malicia más dañina que la del experto, puesto que no sabe adónde va, por ser la malicia de la inocencia; no sabe dónde va, puede llegar á todo, y luégo, para justificarse, le dice á Dios al ser interrogada: «La serpiente me engañó, y comí.»
Lo peligroso era la lucha que Román creía terminada entre la carne y el espíritu; aquel combate en que estaban los teólogos de una parte y de otra parte los fisiólogos. Los cánones prohibiendo al sacerdote el estudio del cuerpo humano, del enemigo que le atacaba, contra el que tenía que luchar, y el enemigo aprovechándose de esta ignorancia para hacer su mina y penetrar en la plaza. Él, Román, nada sabía de estas estrategias; si él fuese sitiador, hubiera empleado, como recurso mejor del arte de la guerra, el procedimiento de Josué ante los muros de Jericó. Dar siete vueltas al rededor de ellos, llevando el arca santa, y delante del arca siete sacerdotes tocando siete bocinas de cuernos de carneros. Á la séptima vuelta, el muro cayó á plomo, y los israelitas entraron y destruyeron todo ló que en la ciudad había: «Hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes y ovejas y asnos, á filo de espada.» Todo, sin más excepción que la vida de Rahab, la mujer ramera, y cuanto ella tenía; la cual ramera «habitó entre los israelitas hasta hoy».
Pero el sitiador de Román tenía otros procedimientos. La naturaleza, señora de la carne, iba avanzando sin que el sacerdote se diera cuenta de ello. Fué un trabajo lento al principio, en que las altezas del organismo tuvieron la primacía para la colaboración.
Gracia era la figura inquieta de su juventud sana. El movimiento y el canto; ella; en las habitaciones, la reproducción ampliada del jilguero suyo en la jaula. Hasta tenía algo del olor de las aves, como tenía mucho de sus hábitos de vida. Comía poco, pero á menudo, sin orden alguno, y siempre chucherías; dijérase que picoteaba. El baño por la mañana, baño que no era entrar en el agua, sino echársela con la esponja, llenarse de gotas frescas el cuerpo (íbamos á decir el plumaje). Luégo alisarse el cabello, después regar las macetas, cortar ramitas verdes, y, por último, cantar. El canto de la aragonesa. La jota, que parece en la voz de mujer una música de trinos y gorjeos metidos en el pentagrama. No se estaba quieta un minuto. Iba del gabinete al comedor, de éste á La cocina. Había un constante ruido de faldas en los corredores. Dijérase que su andar era á menudos saltos. Daba ganas de mirar al suelo, para ver si como la de los pájaros era su huella; por donde pisaba deberían quedar estrellitas.
Román se complacía en aquel ruido constante, en aquel olor nuevo, en aquella voz que sonaba á perlas desatadas cayendo sobre el cristal de las copas, y en la contemplación de la figura: gozaban sos oídos, su olfato y sus ojos.
—Mi hermana es el ángel más alegre que ha venido á la tierra —pensaba.
Tanto, que en ocasiones, el ángel interrumpía los rezos, entraba aturdidamente en la sala:
—Vengo á hacerte compañía; hace una hora que estás metido aquí con tu breviario. Charlaremos un poquito; me aburro.
Y, á pesar de sus protestas, le cerraba el librote, á lo que él se resistía. Una lucha infantil, esfuerzos pequeños de los músculos, que con las risas perdían el vigor necesario.
Le encantaba aquello; no sentía sobresalto. Únicamente se mostró severo en exigir á Gracia que jamás, ¡JAMÁS!, saliese de su habitación ni se presentara ante él desaliñada de traje, ó con el cabello suelto y destrenzado, como en la ocasión de marras. Tenía poderosísimas razones. Aun vestida y cubierta, el dibujo de las formas hacíale fruncir el ceño cuando el traje era muy ajustado y ceñido.
—Pero, hijo, si es lo que se lleva. ¿Qué le voy á hacer? ¡Como no me ponga un saco!
Así transcurrieron, sin otras peripecias, los primeros sencillísimos episodios. Algunas tardes, el cura y su hermana solían dar un paseo. Por lo general, escogían los sitios más solitarios. Criados los dos en el campo, hijos de la naturaleza, buscábanla en Madrid, teniendo á veces que andar mucho para encontrarla. La Moncloa fué por último su paseo favorito.
Todo parecía normal; pero el enemigo estaba ya en el cerebro, y alteraba esa condición esencial de la vida, esa ley de existencia para todos los seres. La periodicidad de la acción y la inacción.
Los primeros fenómenos se manifestaron de noche. Román y Gracia comían á la española y cenaban á las nueve. El sacerdote, después de la cena, leía algunos hermosos capítulos de la Vida de Santa Teresa, que era el libro que más le complacía, porque encontraba paridad de gustos entre los de la santa y los suyos, por aquel acendrado y ferviente amor á Jesucristo. Leía en voz alta, y Gracia le escuchaba distraída, acariciando á su gata de Angora, que, quitados los manteles, tenía la costumbre de subirse de un salto sobre la mesa, y allí, bajo la luz del quinqué, que le obligaba á entornar los ojos, unas veces fijaba sus redondas y doradas pupilas en la cara del lector, y parecía prestar tanta atención como su ama; otras, al volverse una hoja, una de sus blancas patitas se alargaba juguetona para coger el papel que se movía; y de no, dormíase á medias, estremecida su piel nerviosamente bajo los pases de la mano acariciadora, acompañando los místicos pasajes con el ron-ron de su contento.
Por lo general, á las once, levantándose Román, cerraba el libro y se retiraba del comedor para acostarse; á esta hora le acometía siempre el sueño como una imperiosa necesidad. Su sueño era, como cuanto regía aquel organismo, perfecto, profundo. Caía en la cama para dormir como un lirón, según comentaba él mismo. Su sensibilidad hacíase obtusa; los sentidos y las facultades intelectuales parecían como velados; al par que la conciencia del yo se borraba, los músculos sometidos á la voluntad caían en la laxitud; por último, se suspendía el eretismo normal de los órganos de la vida animal, cesaba más ó menos completamente su antagonismo, y la vida orgánica continuaba sola su curso, de una manera más compleja, más lenta y más tranquila. Dormía siete horas. Despertaba el cuerpo echado en la misma postura que se acostó. No se había movido. Á las seis de la mañana en toda estación se levantaba, lavábase, se vestía, y á las siete ya estaba en la iglesia. Salía del reposo con brillantez en la mirada, color en las mejillas, sonrisa en los labios, despejada la inteligencia, ágiles y sueltos los movimientos, y entraba en la actividad humana como el gladiador en la arena del circo.
El colector de la parroquia y los demás sacerdotes adscritos que iban llegando á la sacristía, al verle entrar arrastrando los manteos gallardamente, con la gallardía natural de la robustez del cuerpo bien proporcionado en todos sus miembros, siempre le admiraban.
—¡Qué hombre! —exclamaban algunos de esos curas pálidos, flacuchos y desmadejados.—Es una salud que parece un insulto.
Y el colector, sonriendo, replicaba:
—Paciencia; acaba de ordenarse. Está sano, porque es novato. Ya vendrán para él, como para todos, los gajes del oficio.
Tenía razón. Vinieron. ¿Cómo sucedió aquello? Lo ignoraba. La carne se apoderó de su ser por sorpresa, cayó sobre él de improviso, aprovechándose de que todos los defensores de la plaza estaban descuidados y ninguno en las murallas. Ya lo hemos dicho. Fué un ataque y un asalto en medio de la noche. Durante el sueño. ¡Ah! ¡Traidores y cobardes!
Seamos cronistas de la batalla.
El reloj del comedor acababa de dar el último martillazo en el timbre. ¡Las once! Román quiso llegar al punto del párrafo, y cerró el libro. Levantó los ojos para mirar á su hermana. Habíase dormido en su silla. Siempre le sucedía lo mismo. La contempló en silencio. Bajo la luz de la lámpara; dormía con los labios entreabiertos por una sonrisa, dejando ver entre lo encendido de la grana como una claridad violenta, casi como relampagueando, el marfil de la dentadura formada en linea de batalla para las luchas de amor. Era su respiración tranquila como la de un niño. Aprisionadas en la tela, las curvas de los pechos se levantaban y deprimían en un movimiento que pudiéramos llamar la gran marea de la carne. Las pestañas en el borde de los párpados cerrados eran dos arcos de sombra, y la sombra se difundía en las morenas mejillas.
Diéronle ganas de despertarla, diciendo:
«Levántate, oh compañera mía, hermosa mía, y vente.
»Porque hé aquí ha pasado el invierno, hase mudado la lluvia, se fué.
»Hanse mostrado las flores en la tierra, el tiempo de la canción es venido, y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola.
»La higuera ha echado sus higos y las vides en cierne dieron olor: levántate, oh compañera mía, hermosa mía, y vente.»
Tuvo que contenerse, es decir, tuvo que cerrar los ojos ofuscados ante la hermosura, como por exceso de luz, y volviendo á la vida real:
—¡Gracia! ¡Gracia! ¡Muchacha! —gritó.—Anda, hija, que es tarde.
Gracia despertó.
—¿Son ya las once?
—Ya. Buenas noches.
—Buenas noches, hermano.
Se acercó, puso la frente, y el hermano dió el beso fraternal. Román entró en su cuarto. La muchacha agarró á la gata blanca, se la llevó en su regazo y también se recogió.
El sacerdote, arrodillado ante su oratorio, decía las preces de la noche. Desde allí oyó el crujido de la cama en la habitación contigua, al que había precedido el sordo andar de unos piececitos descalzos. Gracia se acostaba.
El sacerdote, terminada su oración, hizo lo mismo.
¡Cosa rara! Lejos de caer inmediatamente en aquel sueño profundo que le dominaba, todas las noches, sintió como una necesidad imperiosa, una causa anormal y violenta que sostenía la excitación cerebral. El sueño no acudía puntualmente á la cita. Dió dos ó tres vueltas en la cama; atribuyólo á alguna incómoda postura. El reloj volvió á sonar. ¡Las once y media! No había para justificar aquel insomnio, ni voluntad de sostenerlo, ni preocupaciones poderosas de ningún género. No. En realidad quería dormir, y en cuanto á pensar no pensaba en nada. Sólo su imaginación recordaba lo ocurrido media hora antes. El comedor, las once campanadas, la gata hecha una rosca de cardada lana sobre la mesa, y la garrida aragonesa durmiendo con el rostro inundado de claridad. ¡El término de la lectura! ¡Bah! Lo de todas las noches.
Poco á poco quedóse más quieto entre las sábanas; su cerebro veló sólo á medias, y empezó á crear y coordinar ideas poco razonables. Restos de la memoria reunidos en desorden. La escena del comedor otra vez, pero ridiculamente tergiversada, hasta el punto de que su razón debiera haberse burlado de aquellas locuras imaginativas. Veíalo todo el sacerdote durante su sueño como reflejado en un espejo. Allí mirábase él mismo, dentro del comedor, cerrando las páginas del libro de la Santa, levantándose y encontrando su vista la gata blanca sobre la mesa y Gracia en la silla, ambas dormidas. Poco á poco los dos seres se fueron transformando de maravilloso modo, adquiriendo cada uno algo del organismo del otro. La gata variaba de color, y tomaba uno especialisimo, sonrosado pálido, muy parecido al de la carne. Su hermana, en cambio, era blanca con algo de indecisión en los contornos, esa indecisión de líneas que obedece á una normal y al par se revela y aleja de ella, y que acusa la espuma, la nieve sin hollar, la lana cardada; dijérase que la angora era una gata humana y Gracia una mujer bestializada. Román, asustado de aquellos prodigios, corría á refugiarse en su cuarto para no verlos. ¡Empeño inútil! Sobre uno de los brazos desnudos del Crucificado, sin saber por dónde entró, ni cómo pudo subir hasta allí, vió de nuevo al monstruoso animalejo, cuyo ron-ron era formidable, parecido al acompañamiento de una canción báquica. Irguiendo nerviosamente su poblada cola, con esos movimientos propios de la raza felina, restregaba su cuerpo, ¡oh profanación!, contra el rostro lívido del divino Moribundo; y al hacer esto fijaba en Román la mirada de sus pupilas relucientes. De improviso, midiendo la distancia, desde la Cruz saltó á la cama, donde el sacerdote hubo de hacerla un lado, porque en el aire habíase verificado un nuevo prodigio, una transformación más infernal que la primera. Ya no era el cambio de color, sino el cambio de forma. Era «una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos. Estaba vestida de púrpura y de escarlata, y adornada de oro y de piedras preciosas y de perlas, teniendo un cáliz de oro en su mano, lleno de abominaciones y de La suciedad de su fornicación. Y en su frente un nombre escrito: MISTERIO. LA MADRE DE LAS FORNICACIONES Y DE LAS ABOMINACIONES DE LA TIERRA.»
—¡La gran ramera del Apocalipsis! —gritó Román aterrado.
Y la mujer le contestó:
—¡Yo soy! Yo me he embriagado de la sangre de los santos y de la sangre de los mártires de Jesús. La bestia que ves, fué y no es: y ha de subir del abismo y ha de ir á perdición: y los moradores dé la tierra, cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo, se maravillarán. Y aquí hay mente que tiene sabiduría, como dijo de mí el ángel al Teólogo. Las siete cabezas son siete montes sobre los cuales, yo, la gran ramera, me asiento.
—¡Tú eres la mística Babilonia! —repitió Román.
—La mística Babilonia, imbécil, es Roma, la Ciudad Santa, también de los siete montes, por eso llamada la ciudad de las siete colinas. ¿No me has oído? ¿Quién, sino Roma, es la mujer embriagada de la sangre de los santos y de la sangre de los mártires de Jesús? ¿Á quién, sino á Roma, corresponde aquel otro versículo en que se dice que yo, la gran ramera, soy la grande ciudad que tiene reino sobre los reyes de la tierra?
—¡Mentira! ¡Mentira! —decía el soldado de Cristo exasperado.
La mujer sonrió. Luégo extendió sus brazos, sus hermosos brazos desnudos, largos como los de las esculturas de Cánova.
—¡Abre los ojos! —dijo con voz dulcísima envolviéndole en una mirada enloquecedora.—Abre los ojos, ¡sacerdote!
¡Oh! ¡Lo que sucedió entonces! ¿Cómo describirlo? Román recordó, como muy lejano término de comparación, una vez que estuvo en el teatro siendo seminarista en Valladolid, y vió los llamados Cuadros disolventes[2]. Era algo parecido á esto, pero más grandioso y terrible. Una mancha negra que cubría el mundo y las edades.
—Ese es mi telón —volvió á decir la visión apocalíptica.—¡El traje talar!
De improviso, un foco luminoso se abrió paso entre las negruras del paño, haciéndolo como transparente. Román estaba horrorizado. Aquel foco era un círculo perfecto; era la hostia, la purísima hostia consagrada, la que iba á servir de fondo blanco, en el que al punto empezaron á formarse sombras y á presentarse colores. Se dibujaron árboles, un huerto, aguas corrientes, hierba verde, y, sobre todo ello, un firmamento tachonado de soles. En medio de aquel huerto se levantaba el árbol de vida.
La voz gritó: «EL EDÉN.» Y bajo el árbol de la ciencia del bien y del mal estaba sentada la mujer primera. «¡Eva!» ¡Sí! ¡Eva! Hermosa como Ceres, desnuda como Venus. En cuanto á su rostro… Román dió un grito. ¡Era el rostro de Gracia! ¡De su hermana! Su cara; sus labios entreabiertos por una sonrisa, dejando ver la blanquísima dentadura, tal como acababa de despertar en el comedor; su cabellera abundantísima, que cubría las morenas espaldas, llegando hasta los pies. Su hermana, mirándole como nunca le había mirado. Luégo la visión se levantó, alzó su brazo, alcanzó una rama, cogieron sus dedos la bíblica manzana, y, volviéndose á la primitiva postura, mordióla; hecho lo cual, el brazo de la mujer dió impulso, la manzana salió del Edén, salió del foco luminoso, arrojada con fuerza, y cayó… ¡cayó sobre la cama de Román!, desvaneciéndose la visión tras esto. El sacerdote vió después á Sara, la mujer de Abraham; á Agar, la hermosa esclava egipcia, y á todas las concubinas del patriarca; á Rebeca junto al pozo de agua de Nachor, llenando su cántaro y dando de beber al siervo; á Raquel y á Lia; á Jael y á Dalila; á la mujer del Levita, de la que abusaron los de la tribu de Benjamín; á Ruth, la espigadera de la heredad de Booz; á la apasionada Michal, que se enamoró de David; á Dalila, y á la reina de Saba llegando á Jerusalén con un muy grande séquito, con camellos cargados de aromas, oro y piedras preciosas: «Nunca hubo tales aromas como los que dió la reina de Saba al rey Salomón.» Vió una tras otra á todas las mujeres de la Biblia, y á todas ellas, desnudas, cubiertas de pieles ó con trajes de púrpura, rubias ó morenas, altas ó bajas, ¡á todas ellas con el rostro de Gracía! Por último, el foco luminoso se extinguió después de copiar la figura de la Magdalena derramando sus ungüentos sobre la cabeza de Jesucristo. Quedó sólo la inmensa tela negra, dejando en su oscuridad el mundo. Sólo esto y la gran ramera, cuyo cuerpo parecía resplandecer como dotado de luz propia.
La gran ramera, que continuaba mirando á Román de un modo intenso, fijo, lascivo, y que, inclinándose sobre él dulcemente, lo estrechó en sus brazos, lo besó en la boca, y, por último, tendió su cuerpo de mujer junto al del sacerdote.
Luégo, de pronto, un gran estupor, una sensación extraña; después, la luz de la mañana penetrando por entre los resquicios del balcón; la voz de Gracia, que cantaba allá en la cocina las alegres notas de su canción aragonesa; ¡el nuevo día!
El nuevo dia, lleno de sol, de perfumes y de rumores. Las hojas verdes de las macetas humedecidas por el rocío, el jilguero revoloteando en la jaula.
Román despertó.
En el primer momento no se acordaba de su pesadilla. Miró á las bayetas negras, sobre las cuales destacaba la imagen de Jesús enclavado en el madero. Se incorporó para arrodillarse en la cama misma, para, antes de poner los pies en tierra, hacer, como de costumbre, la señal de la cruz.
Palideció intensa y repentinamente. Acababa de recordar; con el movimiento de los músculos pareció como removerse lo amodorrado de su memoria. Además, el lecho del célibe no era el inmaculado que corresponde á la virginidad.
¡La gran ramera! ¡Dios mío! ¡Él! ¡Un sacerdote!