APÉNDICE

VOSOTROS Y YO

Con EL CURA empiezo una nueva serie de estudios dedicados á combatir el celibato eclesiástico en lo que tiene de peligroso y bajo el punto de vista médico-social.

Ante todo debo decir que la novela que ha dado en llamarse transcendental no es del mismo género que la novela naturalista, en la cual toda enseñanza se reduce á un experimento. EL CURA, acaso por excepción, que se desprende y deduce del asunto mismo en ella tratado, al mostrar la llaga, muestra también el remedio.

Pero es que el remedio lo da la misma naturaleza, mientras que la llaga se debe al artificio. Es que cuando un daño estriba en cosa tan sencillísima como esta, puede desaparecer con cualquier medicina casera. Mejor aún: cuando la desgracia que persigue á un individuo ó á una sociedad está basada en un absurdo, en una inverosimilitud, el sentido común basta para hacer que desaparezca. Es que no se trata de organismos viciados fatalmente, sino de necesidades no satisfechas, que, por ende, vician y desequilibran los organismos. Es que la vida de un hambriento no se escribe más que relatando sus hambres, y se deduce de ello una perogrullada como enseñanza: que si aquel hombre comiera, no se moriría.

Este es el caso del sacerdote célibe, que vive entre nosotros disimulando su apetito, y que no llega á morirse, porque come en secreto.

Siempre me pareció un ataque que no hería la acusación vulgar de concubinato hecha á los curas por los librepensadores.

Ni sé cómo se puede pensar libremente, y pensar esto.

Lo que se debe decir, mientras el celibato subsista, es que todo sacerdote concubinario es un hombre honrado. Todo sacerdote que tiene manceba irá en contra de lo decretado por la Iglesia, pero es en aquella parte en que la Iglesia decreta la guerra á la sociedad y á la familia, menosprecia lo infalible de la ciencia y ataca á la razón natural.

De aquí mi deseo de estudiar el asunto y relatar en todo su desarrollo el absurdo con las consecuencias á que da lugar.

Mr. Émile Zola tuvo sin duda igual propósito al escribir una de sus más admirables novelas: La Faute de l'abbé Mouret. Pero, en mi opinión, el maestro no desplegó en esta obra toda la fuerza que caracteriza sus ataques.

El cura peca, pero hay circunstancias atenuantes cuando comete el llamado delito de la carne. Mouret, á consecuencia de una grave enfermedad, pierde toda memoria de su estado eclesiástico, y Zola desarrolla una hermosísima sucesión de escenas paradisíacas, en que el sacerdote y la mujer aparecen en verdadero estado de inocencia, como Adán y Eva, y llegan gradualmente al pecado original.

Esto es bello, pero excepcional. Se peca por ignorancia, y no llega á saberse lo que la vóluntad tiene de fuerza, ni se ve la lucha entre el mandato de los concilios y las ineludibles órdenes de la naturaleza.

Era preciso que el delicia carnis se cometiera en pleno uso de todas las facultades, teniendo el hombre conciencia de sus actos y obedeciendo al determinismo. Me decidí por ello á intentar la empresa. EL CURA está escrito con este propósito. Vi luégo más amplios horizontes, consecuencias de los mismos hechos que en EL CURA se realizan, y, para su desarrollo, concebí la serie precisa de que es este libro la primera novela.

Á EL CURA seguirán, pues, El Confesonario y La Monja, así como á La Prostituta siguieron La Pálida y La Buscona. Todos estos libros, escritos acaso con menos detenimiento del que la alteza de sus asuntos precisa, me enorgullecen, sin embargo, porque con ellos y por ellos se logró que fuera más agitado y vivo el movimiento de lucha entre la secta Romántica y el proceder naturalista.

El naturalismo había ido en España á los ateneos antes de tiempo, y no se encontraba cómodo en las posturas académicas á que en algunos libros lo condenan á mostrarse escritores que deben ser tachados como eclécticos en este punto; necesario fué sacarlo de los cómodos sillones de terciopelo, desencadenarlo de las atildadas plumas que lo sujetaban y hacer que recuperase su verdadero carácter revolucionario. Para crecer tiene que luchar en las calles, ganar primero la opinión del pueblo, ser un héroe popular; su sitio no es la academia todavía. Es algo mejor que esto. La barricada. Y á la barricada fué conmigo, y en ella sigue hasta obtener el triunfo.

Pero ha sucedido una cosa que he de mencionar, aunque no me extraña.

La novela española renacía, según la opinión de cuantos forman juicios por la cantidad, aprecio más fácil de hacer que el del mérito intrínseco de los objetos. En los escaparates de los libreros no se llenaban de polvo las cubiertas de los libros escritos en castellano. Y cada quincena ó cada mes se publicaba una obra nueva. ¡Qué de plácemes! ¡Cuántas enhorabuenas! ¡Era de ver á los novelistas recibiendo apretones de manos de los críticos! «Adelante, adelante, esto es hecho; estamos en un hermoso período de renacimiento.» Y se hablaba de Valera, de Castro y Serrano, de Alarcón, y de todos se apreciaba con la misma frase la misma cualidad. El estilo. En cada uno de ellos, el estilo tuvo también igual adjetivo. Inimitable. ¡Inimitable! Pero ¿qué mayor imitación puede existir que la de ser todos estilistas y no poder elogiar en ellos otra cosa? ¿El estilo es acaso fundamental en la novela? No lo es; pero precisaba decir y probar de alguna manera la peregrina afirmación del renacimiento. Y aquí, en España, donde el estilo es cosa tan corriente en el escritor como el valor en el soldado, cansaba pasmo y maravilla el estilo inimitable de Valera, de Alarcón, de Selgas y de qué sé yo cuántos más.

Con uno de estos autores tuve años hace, aunque no muchos, una conversación, que más que todas sus obras me dejó maravillado. Fué con motivo de la publicación de una novela y del juicio crítico que escribí acerca de ella. Mis apreciaciones, nada lisonjeras, no hubieron de gustarle.

—«Desengáñese Ud. —me dijo;—yo sé perfectamente lo que hago y por qué lo hago. Podría hacer lo contrario; pero no quiero seguir las corrientes nuevas que han venido con vientos de Francia. No quiero hacer literatura pesimista. No quiero pintar fealdades. Y no quiero, en una palabra, escribir para los tíos, entendiendo yo por tíos á la clase popular.»

—«Es Ud. un buen hombre y un ciudadano pacífico,» —estuve á punto de contestarle; pero no me dió tiempo, porque inmediatamente añadió:

—«Por lo demás, no hará Ud. muchas críticas acerca de mis producciones. No pienso escribir nada nuevo. Publicaré la reimpresión de mis obras en colección completa, y con ello me daré por satisfecho. Después de todo, me queda un orgullo. Gracias á mí se lee la novela española, cosa que no sucedía antes. Pregunte Ud. á los libreros. Antes no entraban en la tienda los lacayos de las duquesas, las doncellas de labor, los ayudas de cámara más que con la orden expresa de comprar una novela francesa. Ahora compran las nuestras, y les gustan más. ¿No es esto un triunfo? ¿No es esto, en contra de cuanto Ud. pueda decir, un renacimiento

Le di la razón, y de buena gana le hubiera dado las gracias; porque, sin querer y sin saberlo, ponía en mi poder la clave del hermoso periodo de renacimiento, frase que repetía, porque días pasados dió el encargo de escribirla al crítico Luis Alfonso.

Estaba, en efecto, renaciendo una literatura. La Pródiga, El Escándalo, Pepita Jiménez, El doctor Faustino, Doña Luz, El Niño de la Bola, López y su mujer, ¡qué hermosos libros de boudoir! ¡qué ejemplares tan preciosos de la literatura para las damas! ¡Juan Valera proclamando en uno de sus estudios críticos las excelencias de la novela bonita! Frontaura escribiendo Las Tiendas dió la nota justa. ¡Alarcón hablando del Niño Jesús y diciendo que tiene mucho talento el padre Manrique! ¡Las duquesas, las generalas, retratadas en miniatura sobre marfil! ¡ya lo creo! ¡Renacimiento indudable!

Mujeres y hombres no se encontrarán en las páginas de esos libros, no tienen humanidad; pero, en cambio, ¡qué atildados figurines! ¡Qué bien visten, qué aire tan distinguido, qué modales! Cada personaje, antes de presentarse en escena ó en capitulo, repasa el Manual de educación y buena crianza. Es una literatura de frac inaguantable; y mucho menos se puede tolerar, si se atiende á que, con el más ligero descuido, el autor pretende que sus personajes en traje de etiqueta parezcan condes y duques, y al lector le resultan camareros de fonda que representan en un teatro de aficionados una de las comedias de Blasco. Estas son, pues, las novelas de ese renacimiento en punto á estudio de caracteres. Pasemos ahora á la descripción.

En esto hay ya un género también común á muchos de esos inimitables.

La novela bonita, después de serias reflexiones acerca de ello, decidió por unanimidad que la región más adecuada para el desarrollo de tantas preciosidades era, y no podía ser otra, que la región andaluza.

Todo es andaluz, desde el autor hasta el editor muchas veces. Montañas de Sierra Morena; personajes granadinos ó gaditanos; los árboles son naranjos; los caballos cordobeses; el cielo azul, sin una nube; las noches serenas y estrelladas; óyese de vez en cuando la copla de malagueñas, el rasgueo de la guitarra; esto, ¿quién lo ha de negar?, es el mejor medio ambiente para la novela bonita. Se habla en ella de las batatas en dulce que hacen en Granada; de las yemas que hacen en Sevilla las monjas de San Leandro; yó no sé cuantas tacillas de almíbar toman los personajes durante su vida, y es incalculable el número de merengues que se come de una sentada la protagonista. Dicho está que, con este género de alimentación, el amor es no menos empalagoso y que la gratitud á las monjas confiteras hace que hombres y mujeres sean perfectamente católicos apostólicos romanos.

En cuanto al desarrollo del plan, también obedece á procedimientos no menos peregrinos. El argumento lo es todo, como lo es asimismo la retórica y la gramática. El autor se da de calabazadas para ajustarse á las tres divisiones: exposición, nudo y desenlace. De la exposición yá he dicho en qué consiste. El nudo y el desenlace, tal como lo conciben los novelistas del renacimiento, merece los lauros de la inmortalidad. Léase cualquiera de las obras cuyos títulos hemos citado. A poca reflexión se comprende que el procedimiento del autor es el mismo que debió presidir á todas esas grandes invenciones que hacen fortuna en tiempos de feria: esos rompecabezas, encanta de los niños que tienen aptitud para las matemáticas, á juicio de los autores de sus días. La cuestión de los quince, El nudo gordiano, Las bolas chinas y otra porción de juguetes por el estilo. Es un enredijo de alambres y de hilos (los hilos de la trama), con el cual, dejando la costura á un lado y dando paz á los frascos de tocador, pueden entretener las damas sus ratos de ocio; la novela bonita adquiere entre ellas otra cualidad, y pasa á ser lectura interesante.

Hay otra urgencia y otro requisito que importa en grado sumo para esta literatura. La moral, el caballo de batalla con que se presentan á combatir contra el naturalismo.

La moral romántica tiene también su receta, y es también un frasco de venta en todas las perfumerías.

Primer componente: la virtud triunfante y el vicio vencido y muerto á sus pies; algo asi como la imagen de San Miguel y el diablo.

Segundo: los buenos se casan al final de la obra, como sucede en el teatro. Mézclese para tomar en papeles á la hora de acostarse los vecinos honrados con las vecinas de igual índole.

Como se ve, no puede darse nada más sencillo ni cómodo. Cuando los protagonistas están sobradamente excitados de sentimiento y de sentidos, cuando van á pecar, cambia la decoración; la escena representa una iglesia; aparece el cura, y los casa. Ego vos in matrimonium conjungo, que diría Román, nuestro presbítero liturgista. La duquesa cierra el libro y dice á su vez en francés: Tout est pour le mieux, esperando la hora de las doce, hora de las apariciones y de los amantes.

En la novela bonita, todo es así, y, por tanto, los novelistas de este género han llegado á figurarse que no podía ser de otra suerte. Suele acontecer que el autor se equivoca y casa á una niña boba con un canalla, como sucede en El Escándalo; pero esto, en las obras del Sr. Alarcón, es cosa corriente. El protagonista resulta otro canalla en La Pródiga, y ambos lo son en contra de las intenciones del autor; porque el literato granadino no domina á sus personajes, acaso porque no penetra en ellos, y los personajes, por el contrario, lo dominan y llevan por donde quieren.

Luégo existe una perfecta monotonía, que resulta tanto de la poca humanidad de los tipos presentados como de ser los mismos con distintos nombres. Los personajes del Sr. Valera son autómatas de ventrílocuo, que dicen de memoria una porción de enredijos filosóficos: no se ve que mueva los labios el ilustre académico, pero se oye su voz; él es el que habla, aunque trate de disimularlo.

El Sr. Alarcón es el campeón de la moral casera. Puede decir, como en la sátira de Boileau: Aimez-vous la morale? On en a mis partout. Y con este amor va unido, en el autor de El Sombrero de tres picos, el ferviente y decidido propósito de escribir la novela de enseñanza, el género transcendental. Todos sus libros tienen un propósito social. La Pródiga, por ejemplo, pudiera titularse: «De cómo la felicidad y el amor no pueden existir más que en el matrimonio cristiano, y funestas consecuencias á que conduce el concubinatoEl Escándalo llevaría este otro título «Sólo Dios es grande, y los jesuítas sus profetas.» Y así sucesivamente.

A nadie mejor que al voluntario de la guerra de Africa pudieran aplicarse las frases de d'Haussonville: «No detesto la moral, consiento en tomarla á grandes dosis; pero quiero que me la sirvan en su tiempo y lugar, y cuento con Ud., caballero, para combatir conmigo, si es preciso, contra los torpes que, so pretexto de innovación, tratan de llevar el sermón á la literatura; pues, en cuanto á mi, dejaría que los padres de familia llevasen á sus hijas al teatro, para ver las obras de Moliére, aunque estén expuestas á oir palabras un poco crudas, hoy rechazadas por la hipocresía de nuestro lenguaje moderno. He conocido, en cambio, madre que de buen grado hubiese hecho salir á sus hijas del templo, para evitarlas otras lecciones que se declamaban desde lo alto de la cátedra del Espíritu Santo.»

Hé aquí retratada la moral del Sr. Alarcón de cuerpo entero.

Nadie como este campeón de la virtud sabe dar con mayor colorido la nota pornográfica.

No presenta el vicio repugnante, no, sino amable en grado sumo; lo viste de raso, lo rocía de perfumes, lo rodea de riquezas; sus hembras prostituidas, como la generala de El Escándalo, y La Pródiga misma, ya he dicho que no son obras de arte, que no tienen la naturaleza humana, que son figurines de La Moda Elegante; pero tienen mucho de parecido con esas fotografías francesas de tanta venta entre la senil lujuria. Se complace y se esmera en prestarles todo género de perfecciones, no sólo físicas, sino intelectuales y hasta de sentimiento, y en esto estriba la enseñanza moral; porque después, una pobre muchacha, menos hermosa, con menos talento, armada solamente con su virtud, les quita el amante y lo hace un modelo de maridos. Todas las demostraciones del ilustre académico son por el estilo. Es preciso creerle bajo su palabra.

En La Pródiga es peregrina la manera de probar aquello de las funestas consecuencias del concubinato.

El autor coloca á los dos personajes amancebados viviendo en un caserío cercano á uno de esos pueblos donde, según mi amigo el Sr. Campoamor,

«á falta de vecinos y vecinas,

circulan por las calles las gallinas,»

se acuestan á las nueve de la noche, no saben qué hacer en las veinticuatro horas del día, la existencia es un bostezo, y el Sr. Alarcón exclama triunfalmente: primera consecuencia funesta, el hastío.

Para completar su razonamiento fáltale al novelista, á mi modo de ver, concebir y parir otro libro titulado, por ejemplo. La Economía doméstica, cuyos dos protagonistas, casados por lo eclesiástico, vivan en París y les falte el tiempo para divertirse, con lo cual todos los concubinarios quedarán derrotados y convencidos. ¿Es esto serio? Por lo demás, ya lo hemos dicho: el voluntario de la guerra de África se complace en dotar de cuantas perfecciones puede idear la fantasía el cuerpo, la inteligencia y el sentimiento de cada una de las pecadoras. Bien es cierto que, al obrar así, el autor de El Escándalo y El Niño de la Bola obedece á otro rito de la novela espiritualista. En la humanidad, el literato debe escoger para, sus creaciones todo lo que es bueno y todo lo que es bello, desechando lo malo y lo feo. Sistema: pecadoras y pecadores hermosísimos; los hombres, Antinoos; las mujeres, Venus. Luégo los virtuosos, también de facciones regulares, y el conjunto, la novela bonita de que nos habla el Sr. D. Juan Valera.

Por aquello de que «á falta de pan, buenas son tortas,» esta literatura insustancial púsose á la venta. Cada libro nuevo tenía, al decir de sus panegiristas, un éxito fabuloso. Pero el secreto de las librerías era muy transparente. No había miles de ejemplares agotados al aparecer una producción. Llegaron á poner una pica en Flandes consiguiendo, á fuerza de reclamo y cartel de todo género, que el público consumiera cuatro ó seis mil ejemplares entre los lectores de toda la Península, de nuestras colonias y de un continente casi entero que en el sur de América y en Méjico habla el castellano.

Entre tanto las novelas del Sr. Pérez Galdós, mejores que éstas bajo todos los conceptos de verdad, bondad y belleza, vendíanse por los cafés. ¿Por qué? Por sencillísimas razones. Porque el autor de los Episodios Nacionales, Gloria, de Doña Perfecta, de La familia de León Roch, ó mucho me equivoco, ó sabe andar mejor por las bibliotecas que por los salones aristocráticos; acaso por disgusto de la política permanece alejado igualmente de todos los partidos, y no se preocupa de otra cosa que de estudiar la naturaleza, trasladándola á sus libros con toda la intensidad que puede.

Sucedió, pues, lo que era lógico: el público, el verdadero público, hizo su elección, y quedaron los unos en el boudoir y los otros en el estante de los hombres pensadores. Pérez Galdós ocupó su puesto en los escaparates de las librerías, en primera fila. Y con él y como él, todos los que seguían escribiendo sin acordarse de que hay duquesas en este valle de lágrimas, ni de que existe Andalucía, y sonriendo, por añadidura, cuando les recordaban los preceptos de la moral, tan extrañamente puestos en práctica literaria por la escuela ó secta espiritualista.

Así las cosas, un poco de pólvora bastaba para que estallase la mina, y yo me encargué de este cometido. La Prostituta motivó la explosión. ¡La Prostituta! Esa sí que no era una novela bonita. ¡Cómo! ¿Había en España una pluma que no presentaba el vicio hermoseado, galante, lleno de perfumes, sino con toda su repugnancia? ¡Abominación! Las clases conservadoras tuvieron un gobernador que se prestó á denunciar el libro. Fui procesado.

Un trasnochador me dijo en la calle: «Si yo fuera juez, no dude Ud. de la sentencia condenatoria.»

Con mi libro había una porción de gentes abofeteadas y heridas. Todas se pusieron en mi contra, como es natural. La lucha fué reñida, y la novela recorrió todas las instancias; cayendo en unas, levantándose en otras, fué sucesivamente absuelta y condenada. Cerca de un año duró este vía crucis, hasta llegar al Tribunal Supremo, donde obtuvo la absolución libre. El naturalismo no puede ser una literatura prohibida. ¡Qué derrota!

Hé aquí la sentencia en que se establece esta importantísima jurisprudencia:

«En la villa y corte de Madrid, á 19 de Junio de 1885, en el recurso de casación por infracción de ley, que ante nos pende, interpuesto por don Eduardo López Bago, contra sentencia del juzgado de instrucción del distrito del Hospital de Madrid en el juicio de faltas por ofensas á la moral. Resultando que dicho juzgado dictó sentencia en 26 de Enero último, en la que consignó los hechos en los siguientes resultandos: 1.º Que, en virtud de comunicación del gobierno civil de la provincia, fecha 16 de Octubre próximo pasado, se puso en conocimiento del juez de instrucción del distrito del Hospital el hecho de haber publicado D. Eduardo López Bago una novela titulada La Prostituta contraria á la moral y á la decencia pública, á juicio de dicha autoridad, y que, incoada causa criminal, se sobreseyó libremente en la misma por auto de la Audiencia del distrito, fecha 12 de Diciembre último, por el cual se ordenó se remitieran los autos á este juzgado municipal por si el hecho denunciado pudiera constituir falta. 2.º Que, recibidos en este juzgado los autos de que se hace mención en el resultando anterior, en unión de 19 ejemplares de la obra denunciada, y citado el autor de ésta á juicio de faltas, así como el señor fiscal municipal, tuvo aquél lugar, ratificándose el denunciado en la declaración que tenía prestada ante el juzgado instructor del distrito, 3.º Que en el libro titulado La Prostituta, al describir de una manera detenida y minuciosa la vida de la mujer pública, se presentan cuadros tan repugnantes como los que forman los capítulos 1.º, 2.º, 5.º, 6.º, 9.º, 10.º, 11.º y 12.º, todos ellos redactados bajo el plan de no perdonar idea lúbrica ni frase obscena, como puede apreciarse á la más ligera lectura de las páginas 7, 8, 14,16, 19, 20, 27, 34,35, 44, 97, 98, 99, 197, 213, 214, 218 y 227, en las cuales se ofende la decencia pública: hechos probados. Resultando que, calificados los hechos expuestos como constitutivos de una falta prevista y penada en el artículo 584, número 4.º, del Código penal, de la que aparecía autor D. Eduardo López Bago, el repetido juzgado, revocando la sentencia del inferior, le condenó en 125 pesetas de multa y costas y secuestro de los ejemplares del libro. Resultando que contra la anterior sentencia se ha interpuesto, á nombre de D. Eduardo López Bago, recurso de casación por infracción de ley, autorizado por los casos 1.º y 6.º del artículo 849 de la de Enjuiciamiento criminal, citando como infringidos: 1.° El artículo 584, caso 4.º, del Código penal, por su indebida aplicación, puesto que los hechos que han dado á la sentencia recurrida no constituyen delito ni falta alguna; y 2.º Los artículos 622 y 623 del mismo Código, porque no se halla comprendido en el primero de estos artículos el libro como materia de comiso. Visto, siendo ponente el Magistrado D. Rafael Alvarez:

Considerando que, aun cuando es indudable que en el libro pueden cometerse delitos ó faltas de los previstos en los libros 2.º y 3.º del Código penal, como por cualquier otro medio de publicación, siempre no lo es menos que el criterio con que el libro debe juzgarse ha de ser conforme con su especial índole y transcendencia; y que la novela titulada La Prostituta, al desarrollar el argumento que su autor se propuso, no revela tendencia alguna inmoral, ni en dicha novela se hace la apología de acciones calificadas por la ley de delito, ni se ofende á las buenas costumbres ni á la decencia pública al describir determinadas escenas, con el notorio objeto de hacer más aborrecible el vicio, siquiera el asunto tratado sea más ó menos bien elegido y más ó menos bien entendido el estilo al efecto empleado de conformidad con cierto género de literatura, porque no todo lo que no deba ser generalmente leído es penable con arreglo á las prescripciones del Código. Considerando que el Juzgado de primera instancia del distrito del Hospital ha incurrido en error de derecho, calificando y penando como falta un hecho que no la constituye,

Fallamos que debemos declarar y declaramos haber lugar al recurso de casación interpuesto por D. Eduardo López Bago contra la sentencia pronunciada por el juez de instrucción del distrito del Hospital de esta corte, la cual casamos y anulamos, declarando de oficio las costas de este recurso, y mandando se devuelva al recurrente el depósito constituido: lo que se comunique á dicho juzgado con la sentencia que á continuación se dicta á los efectos correspondientes. Así por esta nuestra sentencia, etc.

Otra sentencia.—Fallamos que debemos absolver y absolvemos á D. Eduardo López Bago, declarando de oficio las costas. Así por esta nuestra sentencia, etc. Publicado en Madrid á 19 de Junio de 1885.»

Más, mucho más de cuanto yo pudiera decir se le ha ocurrido ya al lector, de seguro, al conocer de esta sentencia: habrá visto en la condenatoria del juez de primera instancia el decidido empeño en proclamar al naturalismo como literatura indecente; empeño que también, no en el terreno jurídico, sino en el literario, existe por parte de los idealistas. Vano ha sido este afán, por más que no me atrevo á cantar victoria en absoluto. Todavía pudieran conseguirlo, y más cuando están decididos á usar de toda clase de armas en contra mía, y más aún cuando ocurren desde hace poco en España con el libro cosas en extremo peregrinas: ello es que hasta ahora no dieron motivo sino á una brillantísima defensa hecha por el Sr. D. Rafael Comenge, tan distinguida inteligencia en leyes como en letras, defensa que publicaré en breve; porque, para mayor dolor de mis detractores, mientras que la novela bonita alcanza el mediocre éxito de librería de que ya hice mención, la novela fea, con toda la fealdad de La Prostituta, agota sus ediciones rápidamente. ¡Quién sabe si, fijándonos bien en ello, radique en tales motivos, de puro mercantilismo, la guerra sin cuartel que hacen los idealistas á los que no lo somos! De aquí resultaría la polémica literaria convertida en una cuestión de competencia entre mercaderes, cosa que á nosotros, que no queremos tener actitudes de artistas, y si preferimos nuestro título de obreros, no había de rebajarnos, puesto que tenemos por honrosísimo el llamar á las cosas por su nombre, y de aquí que la gran república de las letras sea sencillamente el mercado literario.

Y aquí, enredándose en estos apelativos, surge otro problema que merece escudriñarse. Uno de los ataques que se dirigen al naturalismo es el de calificarlo de literatura de hambrientos. Lo he visto impreso de este modo en un juicio critico hecho acerca de Balzac, Se dice que procuramos salir de apuros vendiendo un escándalo para comprar un pan; que la gloria nos importa un ardite, y el dinero del editor ó del público es nuestro objetivo. Es, sin embargo, sorprendente que en el juicio de la posteridad resulte precisamente lo contrario.

Las obras de Balzac son el monumento más asombroso que pueden levantar las manos de un hombre que pasó su vida lleno de acreedores, mientras que los románticos de su época, produciendo menos, vivieron espléndidamente. Pero ¿es que se pretende demostrar que Balzac escribía sin que sus contemporáneos le hicieran justicia? Estamos conformes. ¿Que no tenía éxito en su época lo que escribió? ¡Luego no buscó el éxito de su época! Acontece, además, otra cosa. Nosotros somos comerciantes, cierto. Los idealistas, no. Esto consiste en que nosotros vivimos de la literatura; es nuestra profesión, y no queremos otra. Mientras que yo veo en las grandes posiciones oficiales á esos para quienes el arte es tan noble y sagrada cosa, que sólo lo ejercitan en sus ratos de ocio y como conocimiento de puro adorno.

La profesión de esos señores no es la literatura, es la política, y á veces algo más concreto: una carrera civil ó militar, en la que cobran un sueldo con el que atienden á las necesidades de la vida. Ésto como base. D. Fulano de Tal no es novelista, es un consejero de Estado; D. Zutano es diplomático; aquel viste el honroso uniforme del cuerpo de artillería; este otro es diputado á Cortes, ha sido gobernador civil y ministro; cobra como cesante. Tienen, pues, una posición social clara, definidamente ajena á las letras. Que no me digan que esta posición la han adquirido por las letras, porque es completamente falso y completamente absurdo. Las letras sería cosa risible que llevaran á esos puestos; y á fe que mejor será para todos que la posteridad no se entere de que hubo una edad en España en la que no encargaba el gobierno á los escritores de redactar crónicas y anales, memorias y estudios sobre los adelantos y la cultura de ella, sino que les daba retazos y migajas del presupuesto para que cubrieran su miseria y acallasen el hambre.

Ahí está, y esa es la literatura de hambrientos, la vuestra.

Por lo demás, no habrá quien no suelte la carcajada ante el aserto de que el Sr. Alarcón, por haber escrito El Niño de la Bola, está en el Consejo de Estado; y el Sr. Valera, por ser autor de Pasarse de listo, obtuvo el honor y el lucro de ser representante diplomático de España en Wáshington; y el Sr. Núñez de Arce, con su poemita de La Pesca, adquirió méritos bastantes para que se le confiara el ministerio de Ultramar. Si esto fuera cierto, no acusaría más que un síntoma de decadencia. De aquí que sean todos ellos, y permítaseme el plagio de la frase, literatos entre los políticos y políticos entre los literatos. Aficionados. Esta es la palabra, y dejamos al insigne Fígaro que relate lo que es y significa en el arte esta plaga. No hay que suponer injusticia en mi calificativo, ni exageración de ningún género. Se deduce forzosamente de los hechos. Debe repetirse. Salvo algunas excepciones, la literatura española contemporánea en el teatro, y más todavía en el libro, está escrita por aficionados. Por eso se rebelan ante la idea de considerarla como una profesión. Saben que, en presentándose en España un movimiento literario realizado por literatos de profesión, ellos quedarán relegados á la categoría antedicha. Su importancia en el arte será la misma que tienen ante Rubinstein los agregados de embajada que pianotean en los salones; ante Luna y Pradilla, las señoritas que pintan floreros.

No os asuste, pues, queridos lectores, ni os asalte el temor de que vengan á perecer las letras patrias. Precisamente ahora, que ellos hablan de decadencia, porque venimos nosotros, los escritores de profesión, ahora es cuando se ve el renacimiento. Nosotros, que no hemos jugado á la bohemia como los chiquillos á los soldados; nosotros, que no podemos contar esas chuscadas que forman la niñez literaria de los que figuran en la novelita Sin un cuarto, gracias que parecen hechas para tener luego el placer de relatarlas; nosotros, que tomamos la vida y la misión del escritor en serio, que tenemos el honrado propósito de vivir de nuestro trabajo exclusivamente, y que desmentimos rotundamente á los que dicen, como el Sr. Valera, que la novela no produce en España lo suficiente para vivir. Es extraño que lo confirmen agarrándose á los faldones de cualquier presidente del Consejo de Ministros los que declaran urbi et orbi que pasaron alegremente los tiempos de la bohemia. Una de dos: ó aquellos bohemios jugaban á serlo, como ya he dicho, y eran soldados con sables de hoja de lata y monteras de papel, ó eran, en una palabra, bohemios pour rire; aficionados también en esto, como en todo, ó, de lo contrario, niegan la evidencia.

El Sr. Valera declara que su novela de mayor venta, Pepita Jiménez, no le ha producido lo bastante para comprar un traje de mujer. Yo no niego las afirmaciones del Sr. Valera: como hombre de honor lo estimo y creo bajo su palabra. Mucho más cuando esto corrobora mi tesis. No, la novela bonita no se vende, no se estima; y la grande y amarga verdad deducida de aquí es que las duquesas no dan de comer más que á su servidumbre.

Pero ante la afirmación del Sr. Valera opongo yo otra mía; ante el ejemplo de todos esos escritores de afición, que tienen que meterse en política para llevar pan á la boca, presento otros ejemplos de los que ya en España viven fieramente de lo que les produce la venta de su trabajo. ¿De qué vive el Sr. Pérez Galdós? ¿De qué vive el Sr. Alas? ¿De qué vive el Sr. Sellés? ¿De qué vivo yo? Afirman que vivimos mal: no es cierto. Ustedes y nosotros, y todos los madrileños, pasamos nuestros apuros; pero hay una gran diferencia. Puesto que el señor Valera llega hasta el extremo de declarar que la venta de Pepita Jiménez no le produjo lo bastante para comprar el traje de una dama, sin contradecirle con lo que la novela ó el teatro produce á mis compañeros, justo es que le diga que llevo diez años yo, el más humilde de todos ellos, viviendo exclusivamente del trabajo literario. Y como datos al Sr. Valera, que tengo obligaciones de familia á que atender, y que en Madrid, por si él lo ignora, están encareciéndose diariamente los contratos de inquilinato y los comestibles. ¡Vida bohemia no la hice nunca, nunca la hizo tampoco el Sr. Pérez Galdós, el Sr, Alas, ninguno de los citados! Lo que hay es que, por mucho que se declame en contra de las corrientes nuevas que traen vientos de Francia, y otras frases por el estilo, del galimatías retórico, el público y los editores saben ya á qué atenerse; y la literatura que se ejerce como un conocimiento de adorno podrá ser en los salones el encanto de las damas, pero en la calle no prospera. Lo que hay es que, nosotros en la barricada y vosotros en la Academia Española, cada cual ocupamos nuestro puesto; porque á fe que mientras vosotros estéis en los sillones dormitando, los que gustamos de velar no iremos á despertaros con un codazo; preferimos vivir entre los despiertos y hablar y discutir, porque ir allá para escuchar ronquidos nos aburriría mucho. Lo que hay es que la profesión es la que perfecciona cada vez más las aptitudes que para ella tenga cada individuo. Lo que hay es que donde unos y otros escribimos, nuestros libros de consulta manoseados dicen más que los vuestros sin abrir las hojas. Tenemos otras costumbres, distintas aspiraciones, hasta creo que hábitos contradictorios. ¡Calculad! Yo, que tomo diariamente catorce ó quince tazas de café, • ¡yo académico! ¡Imposible! ¡Trastornaría todas vuestras reglas de higiene! Los que ejercen la literatura por mera afición se asustarían de que un hombre, por amor á la literatura, se procurase una sobrexcitación nerviosa, que pone en peligro la salud y desequilibra el organismo.

Este es, pues, en una gran síntesis, el estado de la novela en España. Vosotros á un lado y nosotros al opuesto. El público empieza á distinguir entre literatos y aficionados. Y no quiero insistir en esto, á no ser que á ello me viera obligado por alguno de vuestros ataques por la espalda; porque entonces estoy seguro de demostrar que los vientos de Francia los trajeron los plagiarios de Hipólito Lucas, de Alfonso Karr, de Teófilo Gautier, de Víctor Hugo, aquellos de quienes se han encontrado escritos en francés con anterioridad los que fueron después originales castellanos. Vosotros.

Y aquí, llegando al tema de la imitación y del plagio, nos encontramos con otro ataque de que es preciso defenderse. Se nos acusa de sectarios de Zola, de imitadores serviles, y no debe quedar sin contestación semejante absurdo.

El naturalismo no es una secta, es una verdad. La novela moderna tiene que ser naturalista. ¿En qué imitamos á Zola? En una sola cosa, en la cual le imitan todos los seres humanos. En amar la naturaleza. En no proceder por segregaciones y exclusiones, apartando lo feo, desechándolo, sino cogiendo en el campo un gran manojo, en que vayan reunidas en maravilloso contraste las rosas y el jaramago, la adelfa y el tomillo, la dorada espiga y la amapola, todo junto, confundido y revuelto, presentándolo así al público, tal como es, sin quitar á las rosas sus espinas, humedecido y fresco aún con el rocío, diciendo: «Este es nuestro ramo.» Se nos acusa de ello como de un crimen. Se nos acusa de copiar la humanidad tal como es, y de que la lealtad de nuestra pluma consista en que no nos guste engañar á nadie.

¡Imitadores de Zola! Pues los veristas italianos, y los literatos portugueses, y, sobre todo, el autor de El primo Basilio, también os parecerá que lo son. La imitación se extiende por todo el mundo. Y, ¡oh prodigio!, los antecesores de Zola le imitaron también, no sólo en su patria, sino en el extranjero. ¿Qué mayor naturalismo que el de Carlos Dickens en Inglaterra? Esto sin remontarnos al clasicismo de todas las naciones.

¿Qué resulta de aquí? Sencillamente que Zola no es imitador ni imitado. La vida del naturalismo no es ficticia, como lo fué la del motín romántico. Este lo demuestra cuando nos ataca diciendo que rebajamos el arte llevándolo al terreno de la ciencia. Pues bien: un arte que se une á la ciencia, que se apoya y fundamenta en ella, no puede morir. Y los que califican el naturalismo de secta, incurren en el mismo error que si calificaran de imitadores y sectarios á los matemáticos, á los fisiólogos y á los químicos. Nuestro lazo común es la verdad axiomática: «La naturaleza vista á través de un temperamento es la obra artística.» ¿No es eso? ¡Pues entonces no es nada! La variedad de temperamentos produce la variedad de obras. Y así resulta que ninguno de los autores naturalistas se parece más que en que todos ellos siguen el procedimiento único é ineludible: la observación y el experimento.

Nuestro procedimiento es muy sencillo. «Mostramos, dice Zola, el mecanismo de lo útil y el de lo perjudicial; analizamos en él el determinismo de los fenómenos humanos y sociales, para que algún día puedan dominarse y dirigirse estos fenómenos. En una palabra, trabajamos con todo el siglo actual en la grande obra, en la conquista de la materia, en el poder del hombre centuplicado.»

De aquí la extrañeza que causan nuestros libros, de aquí su carácter de cosa nueva y desusada.

«¡Cómo! dicen los durmientes de la Academia. ¿Quién es ese que se atreve á escribir una novela usando palabras que antes sólo se empleaban en los libros de patología? ¿Qué novelistas son estos que, al hablar de una mujer, nos describen el parto, cuando la gran ventaja que tenían las heroínas de nuestros libros era precisamente el no parir nunca? ¿Qué literatura es la que no aspira á ponerse nuestro uniforme de inmortales, y anda por los anfiteatros estudiando la miseria humana, vistiendo la blusa de disección, la horrible blusa negra con ribetes amarillos? ¿Qué falta hace eso? La humanidad bien vestida es la que debe retratarse; el desnudo, ¿para qué? ¡Á ver! ¿No hay por ahí un gobernador que denuncie esos libros como escandalosos? ¿No hay tribunal que encause al autor y le condene?»

Hubo gobernador, tranquilizaos. Pero no hubo tribunal. Buscadlo, que todo puede ser, y acaso lo encontréis, con lo cual se logrará que yo lo sienta, no por mí, sino por el juez y por vosotros, y al juez y á vosotros os compadezca.

¡Escándalo! ¡Ataque á la moral y á la decencia pública! Todo eso habéis querido echar sobre mi y sobre mis libros como un borrón de infamia. ¿Qué os habéis propuesto? Vosotros habéis querido deshonrarme, y juro que lo habéis de sentir, porque los deshonrados seréis vosotros. Mi padre, poco antes de morir, me dijo que mis libros podrían ser buenos ó malos, pero serian siempre libros escritos con honradez. Me lo dijo él, un inteligente en este punto, y yo declaro que ninguno de vosotros es tan honrado como mi padre.

Quédese esto aquí, porque así parece que resulta mejor y más cumplidamente terminada la empresa que me propuse al escribir este apéndice. Y resúmase cuanto queda dicho con estas solas palabras:

¡Echemos de la literatura á los aficionados! ¡Derrotemos á los pedantes! ¡Paso á los escritores de profesión!

EDUARDO LÓPEZ BAGO.