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Ewan aparcó el coche y subió por la escalera hasta su apartamento; el ático de un edificio de doce plantas. Ninguno de sus vecinos solía utilizarla, y de haberlo hecho alguno, él lo habría olido. Abrió la puerta y, sin cuestionárselo, se sirvió un whisky. Un doble con cara de triple, como solía llamarlos uno de sus tíos.

Hacía años que no pensaba en esa noche en que oyó hablar a sus padres. Cinco días después del incidente del acantilado, que era como Ewan lo había catalogado en su mente, Alba, su madre, abandonó a su padre para no regresar jamás. Aunque tampoco inició nunca los trámites de divorcio.

Alicia, el ama de llaves de la mansión Jura, que era donde vivían en esa época, lo encontró hecho un ovillo junto a la escalera. La mujer le preguntó mil veces si le había sucedido algo, si se encontraba mal. Pobre Alicia, lo único que consiguió balbucear Ewan fue que no iba a convertirse en un monstruo. Ella se limitó a llevarlo hasta su dormitorio y a decirle que por supuesto que no, que era imposible que con lo bueno que era se convirtiera en un monstruo.

Ewan vació otra copa. Tenía que serenarse. Después de lo del acantilado había aprendido a dominar a la bestia; sabía cómo engañarla, cómo tenerla lo suficientemente satisfecha para que no tomara el control. No, él no ocuparía ninguna página del Libro negro de los guardianes.

La historia de Olaus Malenkin

Libro negro de los guardianes

Olaus Malenkin era un guerrero sin parangón, sus hazañas eran conocidas desde las frías tierras del norte hasta las cálidas costas del sur. Corría el año 800 y Olaus blandía orgulloso su espada en defensa de los pueblos más desfavorecidos. Era un guardián, igual que lo habían sido su padre y el padre de su padre. Su clan era respetado por los clanes vecinos y su esposa Elga le había dado dos hijos maravillosos: un varón que se convertiría en guardián y una niña que seguro que conseguiría poner de rodillas a todos los hombres que se cruzaran en su camino. Olaus tenía un oscuro e imponente tatuaje en el hombro izquierdo; símbolo que lo identificaba como el gran líder que era. Era una época oscura, llena de personajes hambrientos de almas, y el ejército de las sombras se estaba armando de nuevo, así que Olaus cogió a sus hombres, fieles guardianes de Alejandría, y salió a su encuentro. La batalla fue sangrienta, murieron muchos, pero al final Olaus resultó vencedor y, junto con el resto de los guardianes supervivientes, regresó orgulloso a su casa. Pero lo que vio al llegar allí lo convirtió en un monstruo.

Olaus olió la sangre de Elga a kilómetros de distancia y echó a correr como un loco. Nadie pudo detenerlo, aunque, a decir verdad, nadie lo intentó. Olaus encontró a su preciosa esposa y a sus dos hijos brutalmente asesinados. Fueron pocos los que se atrevieron a entrar en la casa, y cuenta la leyenda que los que la vieron jamás pudieron olvidar la escena.

Olaus se quedó encerrado con su familia durante días; cada vez que alguien trataba de hacerle entrar en razón, él se limitaba a mostrar los colmillos o a amenazarlo con las garras, que se negaban a desaparecer.

Semanas más tarde, cuando el hedor en el poblado era casi insoportable, la casa de la familia de Olaus estalló en llamas, y él montó en su caballo sin decir nada. Tenía los ojos negros, los colmillos completamente extendidos, su tatuaje parecía vibrar al ritmo del dolor que emanaba de su cuerpo, y sus garras de acero estaban más afiladas que nunca.

Después de eso, Olaus se pasó años matando y torturando a todo el que tuvo algo que ver con la muerte de su familia. No hacía distinciones; cualquiera que hubiera tenido alguna relación con la tragedia sucumbía ante él. No le importaba nada. Ni nadie. Sólo quería vengarse. Al principio, los guardianes miembros de su clan no hicieron nada; comprendían el sufrimiento que le devoraba el alma, pero cuando esa alma dejó de existir, cuando Olaus empezó a matar por placer, porque si no sentía que estaba traicionando a su familia, se vieron obligados a reaccionar.

El gran Olaus terminó decapitado por uno de sus mejores hombres, su mejor amigo. Y éste lo lloró hasta su propia muerte.

Ése fue el relato que Robert le leyó a Alba la noche en que Ewan mató con sus propias manos a cuatro animales salvajes y al guardián. Robert le contó que, según la leyenda, cada cinco generaciones nacía un guardián oscuro, alguien destinado a guiar a todos los clanes hacia su reunificación, un guardián con una fuerza descomunal y un control sobre sí mismo sin apenas límites. Pero tanta fuerza y tanto poder iban de la mano de una alma compleja, de un corazón que bien podía ser puro y noble, pero también negro y cruel.

Su hijo podía convertirse en un gran guardián, pero también en un asesino cruel e implacable, en un monstruo. Y no había forma de averiguarlo de antemano. Todo dependía de él… y de la mujer que amara.

A esa edad, a Ewan se le habían escapado varios detalles del relato de su padre, pero dos cosas le quedaron muy claras: él no iba a convertirse en ningún asesino, y jamás pondría a su hermano en la difícil situación de tener que matarlo.

Nunca supo qué pasó entre su padre y su madre aquella noche, pero a la mañana siguiente Alba se despidió de sus dos hijos con un beso y lágrimas en los ojos, y Robert se encerró en su despacho durante días. Cuando salió, parecía un vagabundo; iba sin afeitar y tenía la mirada vacía. Nunca volvió a ser el mismo y nunca, absolutamente nunca, dejó de considerar a Alba su esposa.

Por su parte, ella tampoco había tenido ninguna otra relación, no que sus hijos supieran, y cuando coincidía con Robert era más que evidente que sentía algo por él, pero siempre mantenían las distancias.

Tanto Ewan como Daniel habían tratado de que sus padres rehicieran sus vidas, o que se reconciliaran, pero todos sus esfuerzos habían sido infructuosos. En la actualidad, los hermanos Jura habían dejado de intentarlo, aunque seguían sin entender lo que había sucedido.

Ewan se levantó del sofá donde estaba sentado y se dirigió a la ventana. Allí fuera, en la ciudad, estaba Julia. ¿Cómo podía saber si ella sería la que terminaría por convertirlo en un monstruo? Y, en el caso de que no fuera así, ¿qué pasaría si se enamoraban y a Julia le sucedía lo mismo que a la esposa y a los hijos de Olaus? Entonces seguro que se volvería loco, igual que su antepasado. ¿Y si…? Había tantos «y si», y Ewan se había pasado la vida tratando de controlarlos. Tal vez debería dejar de hacerlo.

Se apartó de la ventana y fue a su dormitorio. Aún tenía los ojos negros, los cerró y empezó a desnudarse; por suerte, todavía faltaban días para la luna llena, pensó. Con movimientos mecánicos se metió bajo la ducha. El guardián trató de rebelarse, no quería quitarse de encima el olor de Julia, pero Ewan abrió el grifo. El impacto del agua lo sacudió de la cabeza a los pies y apoyó las manos contra la pared de azulejos. Agachó la cabeza para que el chorro le golpeara la nuca y notó cómo las vértebras superiores retrocedían.

Esa parte de su anatomía parecía dispuesta a ceder, a diferencia de otra. Bajó la vista y comprobó que seguía excitado. A pesar del trayecto en coche, y de los malos recuerdos de su infancia, seguía deseándola con una intensidad que desafiaba la lógica. Pensó en ocuparse él mismo del problema, pero desechó la idea; no serviría de nada. Ewan podía hacer muchas cosas para engañar al guardián, pero ahora que había encontrado a Julia lo único que podría devolverle la paz sería estar con ella. Y no sabía si estaba dispuesto a correr el riesgo.

Cerró el agua y se quedó allí de pie durante unos minutos, respirando, recurriendo a todos los trucos que había ido aprendiendo a lo largo de los años. El aire acondicionado, que había puesto en marcha a pesar de estar en invierno, la oscuridad, dejar la mente en blanco, todo fue ayudándolo a tranquilizarse. Salió de la ducha y se puso unos calzoncillos antes de regresar al dormitorio. Sentado en el borde de la cama, cogió el Cybook que tenía en la mesilla de noche y en el que se había descargado partes del Diario de los guardianes y del Libro negro de los guardianes.

Liam Jura, su abuelo, lo había pillado años atrás leyendo a escondidas el Libro negro. Ewan creía que le iba a echar un sermón e imponer un castigo ejemplar, pero el patriarca se limitó a coger de la estantería el otro libro sagrado del clan y a sentarse en el sofá que había junto a la chimenea.

—¿Sabes qué, Ewan? —le dijo—. Si pretendías que nadie se enterara de tus escapadas nocturnas, deberías haber hecho menos ruido. Y si de verdad quieres saber a qué atenerte tienes que leer las dos versiones, ¿no te parece?

—No pienso convertirme en un monstruo —contestó él sin apartar la vista de las páginas que estaba leyendo.

Tenía un pequeño cuaderno al lado en el que iba tomando notas. Notas que años más tarde había pasado a su ordenador y que le sirvieron de base para su tesis doctoral.

—Por supuesto que no. —El abuelo se puso en pie—. Pero para librar cualquier batalla, uno tiene que estar bien preparado, disponer de todas las armas posibles. —Se acercó a él y dejó el Diario de los guardianes encima de la mesa—. Sé que lo que sucedió en el acantilado te asustó, pero no debes tener miedo. Lo que hiciste, lo hiciste para proteger a Daniel y a ti mismo. Hiciste lo correcto. Vivimos en un mundo que es mucho más oscuro de lo que parece, y llegará el día en que tendrás que tomar una gran decisión. —Se encaminó hacia la salida—. Lee la historia de Matthew Costas. Buenas noches, Ewan.

—Buenas noches, abuelo —dijo él, que no sabía muy bien qué acababa de suceder, aunque tenía la sensación de que Liam Jura le había dado permiso para seguir leyendo.

La historia de Matthew Costas

Diario de los guardianes

Matthew Costas nació en Inglaterra en el siglo XVI. La familia Costas no pertenecía a ningún clan de guardianes, pero el padre de Matthew había muerto al salvar la vida de un guardián, y el destino, o los dioses, solían recompensar tal sacrificio.

Matthew era el pequeño de la familia Costas y tenía ocho años cuando empezó a sentir al guardián. Asustado, acudió a pedir consejo a lord Michaelmass, el mejor amigo de su padre, y éste le explicó lo que le estaba sucediendo y lo guió a lo largo de toda la transformación. Michaelmass le enseñó a Matthew los principios de los guardianes, le explicó cómo convivir con el guardián y cómo servirle, y también le enseñó a honrar su naturaleza. Ser guardián conllevaba una gran responsabilidad y era todo un honor que lo hubieran elegido para tal misión.

Con los años, Michaelmass llegó a sentirse muy satisfecho de su pupilo, pero algo lo inquietaba. Matthew poseía una fuerza inusitada, una determinación imposible de torcer y unas convicciones de lo más firmes. Cada luna llena se volvía más poderoso; sus ojos se oscurecían cada vez más y ni su cuerpo ni su mente conocían rival.

Michaelmass recurrió a los sabios en busca de consejo, y éstos le dijeron algo muy inquietante: Matthew poseía una alma oscura. El guardián que habitaba dentro de él podía llegar a convertirse en uno de los más grandes, en una leyenda… o en un monstruo imposible de derrotar.

Michaelmass regresó abatido a su hogar, y llegó a plantearse incluso la posibilidad de asesinar a su querido aprendiz. Pero no lo hizo. No fue capaz, y siguió entrenando a Matthew con la esperanza de que llegara a convertirse en el líder bueno y respetado que él creía que podía ser.

Pasaron los años, y Matthew cumplió treinta y cinco, edad en que los guardianes dejan de envejecer si no han encontrado a la única mujer que los completa, y no se han dejado tentar por el lado oscuro de su ser que asoma de vez en cuando. Su mentor estaba tranquilo, estaba incluso convencido de que los sabios habían cometido un error, o quizá malinterpretado algo… hasta que apareció ella.

Louisa era una doncella menuda, que trabajaba en una mansión cercana a la de Michaelmass. Ella y Matthew se conocieron un día, cuando el caballo de él casi la arrolló en medio del camino y, a partir de ese instante, fueron inseparables.

A Michaelmass no le gustaba lo más mínimo; toda ella le parecía falsa, excesivamente comedida, como si estuviera representando un papel. Y así se lo dijo a Matthew una noche. Discutieron y Matthew estuvo a punto de perder el control y matar al lord con sus propias manos. Al día siguiente, el joven desapareció, y el único consuelo que le quedó a su mentor fue el hecho de que a Matthew no le había aparecido el tatuaje. Quizá se hubiera equivocado con Louisa, pero afortunadamente no era el alma gemela de su amigo.

Una semana más tarde, Michaelmass fue atacado por unos hombres vestidos de negro que trataron de cortarle la cabeza, el único modo de matar a un guardián que no envejece. En medio de la reyerta, apareció Matthew, blandiendo su espada para defenderlo y pidiéndole perdón al mismo tiempo. Después de encargarse de los asaltantes, le contó a su amigo que había descubierto la verdad sobre Louisa y que sabía que sólo lo estaba utilizando. Michaelmass se limitó a recibirlo de nuevo en su casa. Matthew había sabido encontrar el camino de regreso.

Varias lunas llenas después, una noche cualquiera, Matthew conoció a Rose, y bastó con una sonrisa de la joven para que apareciera el tatuaje y él supiera que lo que había sentido por Louisa era casi un insulto comparado con lo que le despertaba aquella chica de ojos verdes. Rose y Matthew se casaron y, aunque su vida no siempre fue fácil, él nunca sucumbió a su lado oscuro. Terminó por convertirse en un líder respetado, un ejemplo a seguir para las generaciones venideras. Por desgracia, Rose murió antes que él, dejándolo con tres hijos, dos niños y una niña, y Matthew lloró su pérdida desolado, pero ni siquiera la muerte de su esposa, de su alma gemela, de su mitad, como él la llamaba, consiguió enturbiar su rumbo. Matthew Costas murió de viejo, y sus hijos continuaron con su legado, que todavía seguía presente en varios tratados de los guardianes.

Ewan releyó la historia de Matthew Costas antes de apagar la luz y acostarse. Su abuelo tenía razón, los dos libros de los guardianes contenían mucha información acerca de los suyos, y quizá escondido en alguna parte encontraría el modo de no sucumbir a la bestia que habitaba en su interior. Ahora, lo que tenía que hacer era descansar y recordar los motivos que lo habían llevado a aceptar el trabajo en Vivicum Lab. Ni él ni los guardianes de su clan querían encontrar más chicas muertas sin explicación aparente. Y ahora que sabía que Julia estaba de algún modo relacionada con todo ello, todavía tenía más motivos para agudizar su ingenio y sus instintos, y desmantelar los planes de los Talbot cuanto antes.