15

Joder, Ewan, no te me mueras —dijo Mitch apretándole la herida del pecho—. Podrías habérmelo dicho, ¿no te parece?

—¿El qué? —le preguntó el otro, casi inconsciente.

—Que las balas te hacían algo más que cosquillas. —Le dio un golpe al volante y apretó el acelerador.

—No estaba seguro —farfulló él.

—¡Que no estabas seguro! Joder, Ewan, eres increíble.

—¿Adónde vamos?

—¿Tú adónde crees? Pues al hospital. —Acto seguido giró hacia la derecha.

—¡No puedo ir al hospital! —Apretó los dientes—. Lo sabes perfectamente. ¿Cómo vas a explicarles lo de las garras? —Levantó una mano como si tuviera que recordárselo—. ¿O lo de los colmillos? —Le enseñó los dientes.

—No pienso dejar que te desangres, ya se me ocurrirá algo.

—Llévame a mi casa —insistió Ewan—. Julia…

Mitch iba a decirle que aquél no era precisamente el mejor momento para pensar en mujeres, pero entonces recordó una historia que le había contado Liam, el abuelo de Ewan, una noche, años atrás, y frenó en medio de la calle. Gracias a Dios que a aquellas horas no había tráfico. Giró ciento ochenta grados y pisó el acelerador. Más le valía no equivocarse.

Julia se había acostado. La cama era muy cómoda e incluso había llegado a cerrar los ojos y a relajarse, pero de repente notó como si una garra le oprimiera el corazón y se sentó de golpe. Le costaba respirar, había empezado a sudar y le temblaba el pulso. A Ewan le había sucedido algo. Algo muy grave. Ignoraba cómo lo sabía, pero por desgracia tenía la absoluta certeza de estar en lo cierto. ¿Qué podía hacer? Tenía que hacer algo, tenía que… Oyó que la puerta se abría y corrió hacia la entrada del apartamento.

—Soy Mitch —le dijo el hasta entonces desconocido que cargaba con Ewan—. Voy a tumbarlo en la cama.

Julia se apartó y los siguió hasta el dormitorio. Era obvio que aquél debía de ser el amigo policía del que Ewan le había hablado, y que había estado con anterioridad en el apartamento, pues conocía perfectamente la distribución del mismo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó asustada.

—Nos han disparado, y al muy idiota se le ha olvidado que te había encontrado y que se estaba convirtiendo en mortal.

—¡Le han disparado! —Se acercó a Ewan y vio que tenía el jersey negro empapado de sangre—. Dios mío, tenemos que llevarlo al hospital.

—Ya lo he intentado —contestó Mitch mientras presionaba la herida con una toalla que había cogido del baño—, pero Ewan tiene razón. No podemos llevarlo allí estando así. —Le señaló las garras, que no se habían ocultado.

—¡Tenemos que hacer algo! —exigió, frenética.

Mitch levantó la vista y la miró durante unos instantes, y luego soltó una maldición.

—No te lo ha contado. ¡Joder! Cuando se recupere voy a matarlo con mis propias manos. —Respiró hondo—. Julia, sólo tú puedes «hacer algo».

—No te entiendo, no soy médico.

—Sí, lo mataré, juro que lo mataré. —Se apartó de Ewan y se acercó a ella—. Veo que no te escandalizas al ver las garras, y supongo que también sabes lo de los colmillos, ¿no? —Esperó a que asintiera para continuar—: Pues bien, seguro que el cretino de mi amigo sabrá explicártelo mejor cuando se despierte, pero la versión resumida es la siguiente: Ewan es un guardián y tú eres la mujer que el destino ha elegido para él. Al encontrarte, su cuerpo empezó a envejecer para así poder morir a tu lado, convirtiéndose por tanto en mortal, o en no tan inmortal, por decirlo de alguna manera. El muy cabrón todavía es muy resistente, pero sólo hay una cosa que puede ayudarlo a salir de ésta.

—¿Cuál?

—Tu sangre.

Julia creía estar llevando muy bien todo aquello de los guardianes, los soldados y los perros sanguinarios, pero al escuchar esas dos palabras comprobó que no era así. Le fallaron las rodillas y, de no ser por Mitch, que la sujetó, se habría caído al suelo.

—¿Mi sangre?

—Tu sangre —repitió él—. Y si no me falla la memoria tiene que beberla ahora mismo.

Los dos miraron hacia Ewan, que iba palideciendo por momentos.

Debería irse de allí, debería coger sus cosas y largarse de aquel apartamento en seguida. Todo aquello era una locura. Una locura. Pero sus pies se negaron a moverse en otra dirección que no fuera la de Ewan.

—¿Qué tengo que hacer? —se sorprendió diciendo.

—Me temo que mis conocimientos terminan aquí. Tal vez podrías… —Le señaló la cama con una mano—. Os dejaré solos. Si me necesitas, estaré en la cocina. —«Buscando una botella de whisky», pensó.

Julia asintió y esperó a que Mitch cerrara la puerta. Se sentó en la cama y se tumbó junto a Ewan con cuidado de no hacerle más daño. A juzgar por lo que veía, una bala le había atravesado el pecho, algo que sin duda habría matado a cualquier humano, y otra le había rozado el brazo derecho. Ella estaba en su lado izquierdo y se incorporó un poco para mirarlo. Así, con los ojos cerrados, parecía mucho más joven de lo que en realidad era, se lo veía incluso… inocente. Le apartó un mechón de la frente y él movió la cabeza en busca de la caricia.

¿Qué se suponía que tenía que hacer? Mientras pensaba en distintas posibilidades, iba recorriéndole la cara con los dedos, y él respondía a cada gesto con un gemido. Julia llegó a la conclusión de que lo mejor sería hacerse un corte en la muñeca y acercársela a los labios. Lo había visto en alguna película y, aunque le daba pánico lo de cortarse, seguramente sería efectivo. Dejó de acariciarle la cara, y con la mirada, le recorrió todo el cuerpo.

Ewan estaba excitado, pero Julia recordó que una vez había leído un artículo que decía que muchos hombres se excitaban al participar en una pelea. Era imposible que aquella erección fuera resultado de sus inexpertas caricias, pero aun así… cedió a la tentación e inclinó la cabeza para besarlo.

Sintió el aliento de Julia encima de él antes de que lo besara. Ella se detuvo a escasos milímetros de sus labios y, con la lengua, le recorrió el labio inferior. Y el guardián al que Ewan había podido controlar durante casi treinta años rompió todas las cadenas. Abrió los labios y permitió que Julia lo explorase a su antojo. Su lengua le acarició el interior de la boca como si fuera un auténtico tesoro, y cuando engulló un suspiro de placer de ella, pensó que nunca había vivido nada tan erótico; pero medio segundo después cambió de opinión, pues Julia aumentó la intensidad del beso y antes de darlo por terminado le pasó la lengua por los colmillos. Se los recorrió de arriba abajo. Lamiéndolos. Ewan abrió los ojos de golpe y la aferró entre sus brazos.

—Julia —suspiró, apartándose lo suficiente como para poder decir su nombre.

Ella le devolvió la mirada y le dio otro beso, confiando en que él supiera interpretar el gesto: no sabía lo que tenía que hacer, pero le daba permiso para que tomara lo que necesitara.

Los ojos de Ewan se volvieron completamente negros y fue como si en su fondo brillara una llama surgida del principio de los tiempos. Con una fuerza inusitada, teniendo en cuenta la cantidad de sangre que había perdido, la tumbó en la cama y se colocó encima de ella. Poseído, desesperado, y al borde del precipicio, le devoró los labios, moviendo las caderas al mismo ritmo. Julia le devolvió el beso, hasta que le puso las manos en el pecho y lo obligó a apartarse.

Ewan creyó morir porque, aunque el guardián era ahora quien llevaba las riendas, él nunca le haría daño a Julia. Jamás la obligaría a hacer nada que ella no quisiera, antes se mataría. Y fue ese pensamiento el que lo asustó de verdad, pero entonces, su Julia hizo algo maravilloso, algo que Ewan no olvidaría por muchos años que viviera: se apartó la melena y ladeó la cabeza, ofreciéndole el cuello.

Más tarde seguro que se arrepentiría de no haber sabido saborear ese momento como se merecía, pero estaba sediento, perdido, y frente a él tenía todo lo que había negado necesitar durante muchos años. Se pasó la lengua por los colmillos y los hundió en la delicada piel de Julia. Oyó que ella trataba de contener un gemido de dolor y se detuvo de inmediato, aunque fue incapaz de soltarla. No, no era tan noble como había creído.

Se quedó quieto, tratando de no succionar, aunque la sangre que iba derramándose en su boca era capaz de destruir cualquier propósito que él pudiera hacerse. Besar a Julia era increíble, pero sentir su sabor escurriéndose por entre sus labios era indescriptible. Ewan sintió que su cuerpo empezaba a reaccionar, y la herida del torso fue cerrándose. Quizá no tuviese que beber más, pero Dios, cerró los ojos, qué ganas tenía de hacerlo. Y qué ganas tenía de… No, debía controlarse, pero entonces notó la mano de Julia en su nuca y el gemido que escapó de los labios de ella ya no fue de dolor sino de… ¿placer?

Despacio, Ewan succionó un poco y Julia suspiró y le acarició el pelo. Él repitió el proceso arqueando un poco las caderas, y las de ella lo siguieron. A partir de ese instante, se dio por vencido y se entregó a sus instintos, siguió bebiendo de ella, acompañando cada succión con una caricia de la lengua. Julia se aferró a su nuca y, con las caderas, inició una danza impregnada de anhelo. Ewan deslizó una mano hacia abajo y le acarició un pecho, justo por encima de la ropa, aunque en su mente se la imaginó desnuda. Ella arqueó la espalda buscando esa caricia, y él la atormentó con dedos expertos que nunca habían tocado nada tan perfecto.

Luego, Ewan siguió con su recorrido y colocó la palma de la mano en la entrepierna de Julia. A pesar del pantalón de algodón que los separaba, pudo notar el calor y las vibraciones que desprendía su sexo. Movió las caderas en busca de una postura que se asemejara lo más posible a la posesión que tanto ansiaba, y cuando notó que su erección quedaba encima del centro de la mujer que lo completaría el resto de su vida, empezó a moverse sin disimulo. Los suspiros y los gemidos de los dos se habían acompasado y eran indistinguibles. Dos amantes que por fin se habían encontrado y que jamás podrían existir el uno sin el otro.

—Ewan —susurró Julia.

Y al oír su nombre en sus labios, Ewan cayó en el abismo y tuvo el orgasmo más demoledor que hubiera tenido nunca. Empezó a estremecerse y apenas medio segundo más tarde, notó cómo al cuerpo de ella le pasaba lo mismo debajo del suyo. Podía oler el placer de Julia, y saber que había sido él quien se lo había provocado, aumentó el suyo hasta límites insospechados. Se aferraron el uno al otro hasta que sus cuerpos ya no tuvieron nada más que dar.

Ella no dejó de acariciarle la nuca en ningún momento, pero Ewan sí dejó de beber aquella sangre que le había salvado la vida. Despacio, ocultó los colmillos y le pasó la lengua por la herida. Eran dos punzadas diminutas que no tardarían en desaparecer, a pesar de que él siempre recordaría habérselas hecho.

Dejó la cabeza apoyada allí, en el hueco de su cuello, y respiró hondo. ¿De verdad había creído que sería capaz de resistirse a ella? Ahora que había bebido su sangre le resultaría imposible. Le dio un beso, dos, tres, y fue subiendo hasta llegar a la barbilla. Se apartó indeciso, temeroso, pero consciente de que quería mirarla a los ojos y darle las gracias por lo que había hecho, y por… Estaba dormida. Estaba dormida con una dulce sonrisa en los labios. Ewan se atrevió a darle un beso y ella no se lo devolvió, pero se movió y se acurrucó entre sus brazos para seguir durmiendo.

Bueno, pensó Ewan, a los dos les iría bien descansar un poco, pero él había eyaculado en sus pantalones por primera vez desde no recordaba cuándo, de modo que no tuvo más remedio que levantarse e ir al cuarto de baño. Una vez allí, comprobó que, gracias a la sangre de Julia, la herida del pecho estaba casi del todo curada, y la del brazo había desaparecido por completo. Se dio una ducha sin hacer ruido y, al salir, vio que ella seguía durmiendo. Quizá había bebido demasiada sangre. Se acercó a ella preocupado y le tocó la frente. Sólo estaba dormida. Le dio un ligero beso y, aunque le habría gustado meterse en la cama a su lado y hacerle el amor como era debido, salió del dormitorio en busca de Mitch.

Seguro que su amigo estaba esperándolo. Y, además, quería que cuando él y Julia por fin estuvieran juntos fuera porque los dos así lo deseaban, y no porque su vida dependiera de ello.