6
«De mis sueños». Las palabras de Julia no paraban de resonar en la mente de Ewan. Tras contestarle, se había metido en la cocina para preparar el té, y él se había quedado allí de pie, como un idiota. Otra de las leyendas del Diario de los guardianes era que, en casos muy excepcionales, el destino se aseguraba de que la mujer destinada a ser el alma gemela de un guardián soñara con él desde pequeña. Una especie de preparación para cuando se conocieran en el mundo real. En esos casos, ese guardián nunca podría ser feliz con otra, pues esa mujer era la única con la suficiente fuerza como para poder estar a su lado. Esas parejas eran legendarias, y se decía que cuando el guardián se entregaba a su compañera era para siempre, y que el acto en sí era de una intensidad y fuerza abrumadoras.
Ewan tenía que salir de allí. Le dolían los puños de la fuerza con que los estaba apretando; notaba que la espalda se le ponía tensa, no sabía de qué color tenía los ojos y le escocían las encías. Y en ese instante apareció Julia con una ridícula bandeja estampada con flores y dos tazas de té. Se sentó en el sofá y le hizo un gesto para que se acercara. Ewan no fue consciente de obedecer, pero en cuestión de segundos estuvo a su lado.
—¿Quieres azúcar? —le preguntó.
Él la miró y vio que se había lavado la cara y se había puesto una diadema para apartarse su precioso pelo negro de la cara. Los ojos le brillaban y tenía los labios algo húmedos, como si hubiera bebido agua. Ewan no tenía ni idea de cómo le gustaba el té, de hecho, no tenía ni idea de nada. Lo único que sabía era que si no la besaba perdería el control. Y ni ella ni él estaban preparados para que eso sucediera. Levantó las dos manos, y, aunque vio que temblaba, no se detuvo y le sujetó el rostro con ellas. Esperó a que Julia lo mirara a los ojos y entonces inclinó la cabeza y devoró sus labios.
Ewan había besado a muchas mujeres antes, y en ese momento supo que había estado perdiendo el tiempo. Tan pronto como sintió su tacto comprendió que jamás podría volver a besar a otra, que jamás querría volver a hacerlo. Le recorrió el interior de los labios con la lengua, le mordió el labio inferior y, cuando sintió el suave sabor de la sangre de ella en la boca, gimió de placer. No tuvo tiempo de plantearse lo que hacía, sino que deslizó los brazos por su espalda y la apretó contra él para seguir besándola, impregnándose de su olor, aprendiéndose de memoria las curvas de su cuerpo.
Julia nunca había sentido nada igual. Nunca había creído ser capaz de experimentar aquella pasión ni de responder a ella, pero cuando Ewan la besó, sólo pudo registrar dos cosas: él tenía los ojos negros, y la necesitaba.
Ella era científica, sabía que tales cosas no existían en el mundo real; su vida se basaba en ello. Nadie necesitaba a nadie, al menos no en el sentido estricto de la palabra. Pero Ewan la necesitaba, casi tanto como ella a él. Trató de devolverle el beso con la misma fuerza y cuando lo oyó gemir sintió como si una lengua de lava le acariciara la espalda. Él fue tumbándola en el sofá. Ninguno de los dos parecía controlar demasiado sus movimientos, no era en absoluto la escena bien conjuntada de una película; las ansias por tocar la piel del otro les hacía tener los dedos torpes.
«Tengo que besarla otra vez. Tengo que asegurarme de que no me olvidaré jamás de su sabor».
Julia le acarició el pelo, bajó la mano hasta la nuca de Ewan y descansó allí los dedos. Él cambió el ángulo del beso, profundizándolo todavía más, moviéndose encima de ella sin poder dejar de hacerlo. Julia deslizó las manos más abajo, hasta la primera vértebra de Ewan y él se detuvo de repente.
«No quiero que me vea así. No quiero que sepa que soy medio bestia».
—Yo… lo siento —dijo, apartándose—. Lo siento.
Al ver que él se sentaba, incómodo, y que, a juzgar por su mirada, se arrepentía de lo sucedido, Julia también se incorporó y se puso bien la camiseta que, segundos antes, Ewan había empezado a subirle por el estómago.
—Yo también lo siento.
Él se puso en pie y ella hizo lo mismo.
—Será mejor que me vaya —dijo, intentando no mirarla, consciente de que si lo hacía se abalanzaría sobre ella.
—Claro. —Lo acompañó hasta la puerta sin saber qué decir. A Julia nunca le sucedían cosas como aquélla, y no sabía cómo reaccionar: ¿lo insultaba por haberla besado de ese modo, le daba las gracias por comportarse como un caballero, o lo sujetaba por el cuello y volvía a besarlo?—. Hasta mañana. —Era una frase realmente estúpida, pero al final fue la única que se le ocurrió.
—Hasta mañana, Julia —contestó él, ya en el umbral—. Yo… —Se pasó la lengua por los labios y, al sentir que los colmillos todavía no se le habían escondido del todo, aunque tampoco habían llegado a salirle por completo, optó por retirarse—. Nos vemos en el trabajo.
Julia cerró la puerta y se quedó unos largos segundos tocando la madera con la palma de las manos, con la frente apoyada en ella y los ojos cerrados. El corazón seguía latiéndole desbocado, y, aunque él ya no estaba, todavía podía notar sus manos sobre su piel. Sintió un escalofrío. Besar a Ewan no había sido dulce, ni tierno, había sido demoledor, y si él no se hubiera apartado, habría podido seguir durante horas. Respiró hondo y trató de convencerse de que aquella reacción tan inexplicable se debía en parte a lo agotada que estaba y al disgusto que se había llevado después de hablar con la policía.
Dio media vuelta y fue a por las tazas de té; ordenar siempre la había ayudado a recuperar la calma. Dejó la bandeja en la cocina y se encaminó a su habitación, en busca del portátil. No importaba lo que dijera la policía, o lo que pensaran los padres de Stephanie, Julia seguía creyendo que la muerte de su amiga ocultaba algo más, y no iba a parar hasta descubrirlo.
Releyó los correos que Steph le había mandado durante su último mes de vida en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera parecer fuera de lugar. Nada, en ninguno mencionaba que tuviera la intención de enviarle un cuaderno lleno de anotaciones absurdas, ni que tuviera miedo de nadie. La gran mayoría eran e-mails cortos en los que adjuntaba algún vídeo divertido o en los que le decía lo sosa y aburrida que era por no querer acompañarla a una fiesta u otra. Iba a cerrar la carpeta en la que guardaba los envíos de Stephanie cuando recordó una cosa. ¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado?
¡No tendrías que estar mirando el correo! ¡Es domingo! Haz el favor de cerrar el ordenador y llama a ese guaperas del gimnasio que te dije… te aseguro que no te arrepentirás. Mañana te lo cuento con todo lujo de detalles, pero ayer conocí a un tío fantástico; guapo, sexy, con un cuerpo increíble y un tatuaje de infarto. Lo único malo que tiene es el nombre: Ezequiel. ¡Es horrible! Tendré que encontrarle un apodo antes de acostarme con él. No me imagino gritando ¡Ezequiel! Tú ya me entiendes. Me ha dicho que la semana que viene podríamos ir a Rakotis. Seguro que no te suena, pero es un local muy exclusivo, sólo se accede con invitación, así que te vienes con nosotros. Tienes una semana para encontrar pareja. Besos. ¡Apaga el ordenador!
Julia leyó el correo otra vez y no pudo evitar sonreír. No había llamado al del gimnasio, y Stephanie se pasó todo el lunes diciéndole que era una remilgada y relatándole las excelencias del tal Ezequiel. Durante el resto de la semana no pudieron volver a coincidir; Julia se vio atrapada por un proyecto urgente y Stephanie, igual que siempre que tenía nuevo novio, andaba con la cabeza en las nubes. Llegó el sábado y Julia estaba demasiado cansada para ir a ninguna parte, así que se quedó en casa. Nunca supo si Stephanie había llegado a ir a Rakotis, o si había quedado con Ezequiel, pues cuando volvió a ver a su amiga ya estaba muerta. Julia les contó lo del tal Ezequiel a la policía y éstos, días más tarde, le confirmaron que se habían puesto en contacto con él y que el señor Ezequiel Faros ni siquiera se encontraba en Londres cuando Stephanie murió.
Julia cogió el bolso y buscó el cuaderno que Steph le había mandado por correo. Pasó las páginas con rapidez hasta dar con lo que estaba buscando. Allí, al final de una serie de fórmulas, había un dibujo, una «R» idéntica al logotipo de Rakotis. Lo sabía porque su amiga le había mandado una imagen del mismo por e-mail. Quizá fuera casualidad. Quizá no significara nada, pero si Stephanie había ido allí unos días antes de morir, valía la pena echarle un vistazo. Ahora sólo tenía que averiguar dónde estaba el dichoso club y conseguir una invitación.
Algo más satisfecha consigo misma, apagó el ordenador y fue al cuarto de baño a cepillarse los dientes y prepararse para acostarse. Llevaba ya el pijama cuando una imagen le vino a la mente: el rostro de Ewan al despedirse. Éste no tenía los ojos verdes. Los tenía negros. Negros como la noche. Negros como los del único hombre que la había besado.
Ewan se metió en el todoterreno y tardó unos minutos en arrancar. Sujetó el volante con fuerza, con la mirada fija en sus nudillos y la frente empapada de sudor. Controlar al guardián nunca le había resultado fácil, pero esa vez quizá le fuera imposible. Su columna vertebral estaba recuperando su aspecto normal. Gracias a la camisa y a la americana nadie podría notarlo, pero si Julia lo hubiera seguido tocando sí se habría dado cuenta, pensó. Las garras seguían sin aparecer, pero sentía que la piel de los dedos se le había tensado, preparándose para darles paso, y cómo el frío metal líquido circulaba por sus venas. Nunca había estado tan cerca de transformarse sin que el influjo de la luna lo obligara a ello.
Se lamió los labios, y fue un error; con ello recordó el sabor de Julia y los dos colmillos de la encía superior volvieron a insinuarse. Se pasó la lengua por uno de ellos y se cortó; el sabor de su propia sangre le recordó la de ella y volvió a excitarse. Aunque, a decir verdad, no había dejado de estarlo. Respiró hondo, tiró del nudo de la corbata y se desabrochó los botones del cuello de la camisa. Se aseguró de que el maldito tatuaje no hubiera aparecido. No lo había hecho, y no aparecería hasta que la hiciera suya, pero Ewan podía sentir un cosquilleo bajo la piel.
Apretó la mandíbula y puso el coche en marcha. Tenía que alejarse de allí cuanto antes; incluso desde el todoterreno, a varios metros de distancia y con múltiples paredes separándolos, podía oír el latido del corazón de Julia, el tentador calor que desprendía su cuerpo y que lo atraía como jamás lo atraería el de ninguna otra. Se había pasado treinta y cinco años negando que fuera un guardián, repudiando su propia existencia; y el destino le había seguido el juego… para ahora demostrarle que no podía haber estado más equivocado. Su padre y su abuelo, al igual que el resto de su familia, creían que negaba su naturaleza porque era un científico y no quería tener nada que ver con unos seres que desafiaban la mayoría de las normas de la naturaleza. Pero nada más lejos de la realidad; Ewan siempre se había negado a sucumbir al poder del guardián porque tenía miedo. Miedo de no regresar jamás.
Todavía recordaba la primera vez que sintió al guardián dentro de él. Tenía siete años, y él y Daniel estaban jugando cerca del acantilado. Su madre aún vivía con ellos y su padre era feliz. Los hermanos Jura conocían la leyenda de su raza y ambos estaban impacientes por convertirse en guardianes. Ewan era once meses mayor que Daniel, así que sería el primero en experimentar los cambios.
Ese día, mientras jugaban, oyó el ruido de unas ramas rompiéndose y en cuestión de segundos Daniel y él estuvieron rodeados. Había visto antes perros salvajes, pero nunca con aquellos colmillos y aquellos lomos tan descomunales. Jadeaban profundamente, y tras ellos había un hombre, un guardián, a juzgar por el tatuaje y las garras de acero, pero no pertenecía a ningún clan amigo.
—¿Quién de los dos es Ewan Jura? —preguntó, sujetando un silbato entre los dedos.
Ambos hermanos se miraron y dijeron al unísono:
—Yo.
El hombre esbozó una cruel media sonrisa, descubriendo un colmillo.
—Como queráis. —Se llevó el silbato a los labios y sopló.
Los perros atacaron al instante y Ewan cerró los ojos. O eso fue lo que quiso hacer, recordó, porque la verdad era que todavía ahora no sabía qué había pasado. Lo único que recordaba era que, esa noche, su madre lo bañó y le quitó de encima toda aquella sangre. Recordaba el agua helada de la bañera, las garras de acero que tardaron casi toda la noche en volver a ocultarse bajo la membrana de piel, los colmillos, el dolor de la columna tras el desplazamiento de las vértebras.
Durmió acurrucado en los brazos de su madre y, a la mañana siguiente, Daniel fue a verlo. Su hermano pequeño tenía una cicatriz en la frente y se limitó a abrazarlo y a darle las gracias. Ewan no le preguntó nada, pero a juzgar por sus palabras nadie había acudido a salvarlos, sino que él solo había aniquilado a los perros y a su dueño.
Ewan se pasó todo el día en la cama, observando asustado el silbato que su padre le había dejado encima de la mesilla de noche. Tenía la cadena rota y seguía manchado de sangre.
Eran ya las tantas de la madrugada cuando oyó voces en el salón y, sin pensarlo demasiado, se levantó y caminó descalzo hasta allí. Sus padres estaban despiertos, y discutían. Ewan nunca los había visto enfadados; de hecho, él y Daniel solían sentirse avergonzados de los besos que se daban. Algo asustado, y sin poder contener la curiosidad, se sentó en el suelo, detrás de una de las columnas que precedían la escalera que bajaba al salón.
—Robert, ¿cómo puedes estar tan tranquilo? —preguntaba Alba, que caminaba de un lado al otro—. Nuestro hijo de siete años ha matado él solo a cuatro perros mutantes, o como se llamen, y ha degollado a un hombre, que debía de pesar cien kilos más que él.
Ewan se miró las manos horrorizado. ¿De verdad había sido capaz de cometer tal atrocidad? ¿Por qué no podía acordarse?
—Alba, siempre hemos sabido que ése era su destino —contestó Robert, tratando de calmar a su esposa.
—¿Su destino? ¡Su destino! —Levantó las manos exasperada—. Me dijiste que sería como tú, un guardián. Un hombre dedicado a proteger a los demás, no que con siete años tendría que bañarlo para quitarle la sangre. Nunca me dijiste que nuestros hijos corrían peligro. Si lo hubiera sabido…
—Si lo hubieras sabido, ¿qué? —preguntó su marido, asustado de verdad.
—No lo sé, Robert. Adoro a nuestros hijos, no me imagino la vida sin ellos, pero…
—Debería habértelo contado todo —reconoció él, abrazándola por detrás—. Pero tenía miedo de que no quisieras casarte conmigo —añadió, dándole un beso en el cuello.
—Rob… —Alba se dejó llevar por el beso durante unos segundos—. Tú has visto cómo estaba Ewan; tenía la mirada perdida, y esos colmillos… A ti nunca te he visto así.
Robert Jura se apartó de su esposa y tardó unos segundos en responder. Unos segundos que a Ewan le parecieron horas.
—Ewan es distinto.
Vio que a su madre se le llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Distinto?
Robert se acercó a un armario y sacó un libro. El Diario de los guardianes, Ewan lo vio claramente desde su escondite; su padre y su abuelo solían leerles historias de sus antepasados. Observó atónito cómo su padre dejaba el libro encima de la mesa y de la misma estantería sacaba otro volumen; uno más delgado, de piel negra, que parecía haber estado oculto en un doble fondo del mueble.
—¿Qué es eso? —preguntó Alba.
—El Libro negro —respondió Robert respetuoso, y con voz menos firme que de costumbre, añadió—: El Libro negro de los guardianes.