20

Ewan apretó el acelerador y se alejó de allí a tal velocidad que el todoterreno derrapó un poco.

—Ahora que he salido de ese infierno preferiría no morir, si no te importa —dijo Dom desde el asiento trasero. Tenía los ojos cerrados y la cabeza recostada contra el respaldo, así que Ewan, que lo vio por el retrovisor, supuso que su amigo no estaba tan afectado por su manera de conducir.

—Ten cuidado, Ewan, bastantes problemas tendré ya para explicar lo del tipo muerto que había frente a la celda de Dominic como para que además tenga que justificar un accidente de circulación —intervino Mitch. Dominic siguió sin inmutarse—. No nos sigue nadie —añadió.

—Por ahora —farfulló Ewan.

—Y en la comisaría me llaman paranoico, si ellos supieran.

—Creo que lo mejor será que vayamos a tu casa, Mitch —sugirió Ewan—. A ti no pueden vincularte con el clan y Dom necesita un lugar en el que recuperarse.

—Está bien, pero no esperes encontrarte con un servicio cinco estrellas.

—Cualquier antro será mejor que esa celda. Y no te preocupes, no me quedaré demasiado —dijo Dominic.

—¿Adónde piensas ir? —Ewan dio un golpe al volante—. ¿Cómo diablos dejaste que te capturaran? Se supone que tienes mil años, o más, y que eres casi invencible.

—Casi.

—Vamos, Ewan, déjalo. Será que está perdiendo facultades.

—Claro.

—Queréis hacer el favor de callaros, yo…

Un disparo interrumpió la explicación de Dominic.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Mitch.

—Si tienes que preguntarlo es que la policía de Londres está mucho peor de lo que creía —se burló Dominic.

Otro disparo les quitó las ganas de bromear y en pocos segundos aparecieron dos motos negras. Los conductores también iban vestidos completamente de negro y cada uno llevaba una pistola que disparaba con peligrosa precisión.

—¡Joder! ¿De dónde han salido? —maldijo Mitch.

—Si quieres se lo pregunto —dijo sarcástico Ewan—. Haz el favor de quitármelos de encima. ¡Y, tú, Dom, agáchate!

Mitch bajó la ventana del lado del acompañante y desenfundó su arma. Esperó a que los dos motoristas dispararan y justo entonces sacó la mano, apuntó y disparó. Falló. Nunca había visto unas motos como ésas… un momento. Sí que había visto unas motos como ésas. Una en concreto.

—¡Maldita sea, Mitch! —se quejó Ewan—, se están acercando. Y creo que uno me ha dado en una rueda.

La mente de Mitch estaba descontrolándose con tantas conjeturas. ¿Simona le había tendido una trampa? Respiró hondo y volvió a sacar la parte superior del cuerpo para disparar a sus perseguidores. Dos disparos. Un acierto. Aparecieron dos motoristas más, y a él le quedaba sólo medio cargador. Se oyó otro disparo y un motorista se precipitó al suelo. Mitch buscó de dónde había salido la bala y vio una moto negra pegada al todoterreno. El conductor también iba vestido de negro, pero por debajo del casco se escapaba un mechón de pelo rubio. Simona.

Simona apretó los muslos contra el sillín y levantó de nuevo el arma. Acertó pero el matón de lord Ezequiel siguió conduciendo. Se giró en busca de Mitch, que todavía no se había metido en el coche. Furiosa se levantó la visera.

—¡Métete dentro!

—¡Vete de aquí!

Los dos ignoraron sendas peticiones y siguieron disparando y esquivando balas. La conducción de Ewan también estaba surtiendo efecto, pues el guardián había conseguido que el coche recibiera lo mínimo.

—¿Quién es? —preguntó Dominic por encima del ruido que provocó una de las lunas al romperse.

—No tengo ni idea —respondió Ewan—, pero tengo mis sospechas. Sigue agachado.

—Joder. Se te da fatal esto de los rescates.

—Cállate, o te obligaré a contarme lo que te ha sucedido allí dentro. Y no me refiero a lo que te ha hecho Talbot.

—No sé de qué estás hablando. Limítate a conducir.

Ewan giró bruscamente y el coche derrapó un poco.

—Si te consuela —le dijo cuando volvió a enderezarlo—, a mí me ha sucedido lo mismo.

Dominic se incorporó un poco y se fijó en su amigo. Los cambios eran casi imperceptibles pero ahí estaban, y también había que tener en cuenta lo de la telepatía.

—Me alegro —le dijo Dominic, sincero.

—Y yo.

—Y ahora déjate de cuentos y sácanos de aquí. Creo que Mitch se ha quedado sin balas.

Mitch miró el cargador como si así pudiera hacer aparecer más munición y soltó una maldición.

—Métete dentro de una vez.

—¡Dame una arma!

Simona le lanzó el rifle que empuñaba y se levantó de nuevo la visera.

—Tengo una idea —le dijo después de mirar a los dos motoristas que todavía los seguían.

—No. —A Mitch le bastó con un segundo para saber qué pretendía hacer—. Ni se te ocurra.

—En seguida vuelvo.

Simona paró casi en seco y giró la moto ciento ochenta grados. Apretó el manillar y dio gas, dirigiéndose a toda velocidad hacia los dos tipos.

Mitch se metió en el coche y casi le arranca el volante a Ewan.

—¿Pero qué te pasa?

—Tenemos que ir a ayudarla —le ordenó frenético.

—No creo que haga falta —dijo Dominic, que se había dado media vuelta para mirar hacia atrás.

Simona mantuvo el rumbo fijo y, sujetando la moto con una mano, con la otra desenfundó una larga catana que llevaba colgada a la espalda. Había recibido un par de balazos, pero tanto los soldados del ejército que la habían disparado como ella sabían que no iba a morir. Ser un bicho raro tenía sus ventajas. Bajó el sable hacia el asfalto y saltaron las chispas. Lo levantó de nuevo y con un movimiento seco decapitó al primer motorista. La cabeza golpeó el suelo, y la moto se desplomó descontrolada hacia el pavimento, dio unos tumbos y terminó estrellándose contra el otro perseguidor. Simona esperó a que las dos motocicletas se detuvieran en el asfalto y luego paró la suya. Bajó despacio y empuñando la espada se dirigió hacia el sobreviviente. Llegó frente a él y vio que estaba vivo.

—Lord Ezequiel te matará por esto, Babrica —dijo, y escupió sangre.

—Lo sé. —Y le cortó la cabeza.

Ewan, que también había detenido el coche, volvió a ponerlo en marcha, y antes de que Mitch se lo ordenara retrocedió hasta donde estaba la motorista samurái.

—Me temo, Mitch, que vas a tener que ser muy creativo para justificar a dos tipos decapitados en medio de una carretera —dijo Dominic.

Mitch no reaccionó, pero cuando Ewan aminoró la marcha para acercarse saltó del coche antes de que se detuviera.

—No os mováis de aquí —dijo antes de salir corriendo hacia Simona.

Acababa de matar a tres de los hombres de lord Ezequiel. Acababa de traicionar a su gente, y todo porque había descubierto a última hora que su señor tenía bajo vigilancia los laboratorios de Talbot, y eso implicaba que presenciarían la intrusión de Buchanan y su amigo, y que el humano correría peligro… Lanzó la cerilla al reguero de gasolina que emanaba del depósito de la moto accidentada y se quitó el casco. ¿Las llamas del infierno serían como aquéllas?

—¡Apártate! —gritó Mitch desde la distancia.

Simona había traicionado a su mundo entero sólo porque en los diarios de su madre había leído que el amor a primera vista existía y que una tenía que luchar por defender los dictados de su corazón. Era una estúpida. Su madre llevaba muchos años muerta, y había muerto sola, repudiada por el hombre que había prometido amarla para siempre. Sin embargo, todos los recuerdos que tenía de ella eran los de una mujer cariñosa, convencida de que el amor existía y que era capaz de afectar al corazón más frío. Y eso le había pasado a ella en ese maldito callejón. Los ojos del detective Buchanan habían derribado en pocos segundos el muro de frialdad que rodeaba su corazón, y aunque se moriría si a él le sucediera algo, también era verdad que se mataría antes de confesárselo. Ella tenía más de doscientos años y había cometido verdaderas atrocidades a lo largo de sus distintas vidas, por no mencionar el pequeño detalle de su problema físico. ¿Qué hombre querría estar con una virgen frígida? Él era policía y ella había cometido más crímenes de los que él podría llegar a resolver durante toda su carrera. No, nunca le diría nada.

Las motos explotaron y ella cayó al suelo. Con Mitch encima. La había lanzado al suelo para protegerla y estaba cubriéndola con su cuerpo.

Se oyeron dos pequeñas explosiones más y entonces Mitch se incorporó un poco, pero no se apartó.

—¿Qué diablos pretendías hacer? ¿Acaso quieres que te maten?

—Quítate de encima, Buchanan —le dijo, aunque no esperó a que lo hiciera y lo empujó, no porque no le gustara, sino porque le gustaba demasiado y no tenía armas con las que enfrentarse a aquella sensación.

Mitch se apartó y la ayudó a levantarse, a pesar de que ella trató de impedírselo.

—¿Quiénes eran esos tipos?

—Nadie —respondió Simona—. Es mejor que no lo sepas.

—Yo decidiré lo que es mejor para mí —replicó Mitch, que tenía serios problemas para no zarandearla. Quizá se debiera a su profesión, o quizá fuera un anticuado, pero él era de los que creían que los hombres debían proteger a las mujeres, y no al revés—. ¿Quiénes eran?

—Nadie. No eran nadie. —Eso no era del todo mentira, los soldados rasos del ejército de las sombras no eran nadie.

—Está bien, lo intentaré de otro modo. —Se pasó las manos por el pelo—. ¿Quién eres tú? Y no me digas que nadie.

La sirena de un coche de policía acercándose los interrumpió.

—Tengo que irme —dijo Simona agachándose para recoger el casco.

Mitch se agachó frente a ella y le sujetó la barbilla con el pulgar y el índice de la mano derecha.

—¿Volveré a verte?

—No lo sé. —Iba a decirle que no. Tendría que haberle dicho que no, pero supo que algún día querría volver a verlo.

La sirena sonó más fuerte y ninguno de los dos hizo el gesto de levantarse. Allí agachados era como si no estuvieran, igual que dos niños pequeños escondidos debajo de una manta.

Mitch se acercó hacia ella y rozó los labios de Simona con los de él. Cerraron los ojos. Él porque quería capturar aquel instante, y ella porque quería, necesitaba, resignarse a perderlo.

—Vete —le dijo Mitch al apartarse—. Tú nunca has estado aquí.

Simona asintió y se levantó. Corrió hacia su moto y se puso el casco, e instantes más tarde había desaparecido. Mitch inspeccionó la escena con la mirada y comprobó que la explosión se había encargado de facilitarle las cosas; ahora podía decirles a esos policías que él y sus amigos, un médico y un profesor universitario, habían quedado atrapados en medio de una pelea de bandas de la que por suerte habían salido ilesos.

Curioso. No le veía ningún problema en explicarles a unos agentes cómo había ido a dar con los motoristas más sanguinarios de toda Inglaterra, y en cambio era incapaz de entender lo que le sucedía con esa mujer. Lo mejor sería que resolvieran todo aquello cuanto antes y que su vida, y su corazón, volvieran a la normalidad.