CAPITULO XII. EL SECRETO SE DESCUBRE
Mientras tanto, Pamela corría a través de los campos y por oscuros caminos. Una vez en marcha, ya no tenía miedo. Era preciso que llevase auxilio a los chicos, y esto daba rapidez a sus pies.
«¡Aprisa, más aprisa! —Se decía—. ¡Debo volar como el viento!».
Y fue lo que hizo. Cuando, por fin, llegó a la casa de sus tíos, golpeó fuertemente la puerta, ya que no quería perder tiempo trepando por el manzano. El tío despertó en el acto y se asomó a la ventana. Al ver a Pamela a la luz de la luna, creyó estar soñando.
—¡Tío! ¡Tío…! ¡Déjame entrar, por favor! —chilló la niña—. ¡No hay tiempo que perder! ¡Los chicos están en peligro!
Dos minutos más tarde, Pamela estaba en la casa, sentada en las rodillas de su tío. A borbotones le salía toda la historia. El matrimonio la escuchaba atónito. Tía Ketty no se decidía a creer lo sucedido, pero el tío comprendió que era verdad, y que era necesario actuar de inmediato.
—Ya me enteraré luego del resto —le dijo a la angustiada niña—. Si Brock y Peter consiguieron capturar a esos hombres tal como proyectaban hacerlo, tenemos que acudir sin demora. Y si no lograron su propósito, corren un peligro tremendo. Ahora mismo telefoneo a la policía. Tú cuida de Pam, Ketty. Será mejor acostarla.
Pero Pamela no se hubiese acostado por nada del mundo aquella noche.
—¡Saldré por la ventana, si me hacéis meter en la cama! —Lloró—. ¡Tengo que regresar al castillo, tía Ketty! ¡Tengo que ir…!
Y fue, porque cuando su tío hubo hablado con la policía, dijo que Pamela también debía acompañarles, para indicar a los agentes cuál era la habitación exacta.
Poco después, un coche de la policía con cuatro agentes llegaba a la casa con gran rugido del motor.
Pamela y su tío se introdujeron también en el coche, pese a ir ya lleno, y partieron en seguida hacia el castillo. Por la carretera, el trayecto era mucho más largo que siguiendo los atajos, pero el coche era potente y veloz.
—¡Mira qué luz hay en el cielo, tío! —exclamó Pamela—. ¿Qué es?
—Es la aurora, pequeña —respondió el tío con una risa—. La noche se acaba. ¿Aún no ha sido suficientemente larga para ti?
—¡Sí, creo que sí! —confesó Pamela, que de pronto se alegraba de que el día ya no estuviera lejos—. Me pregunto cómo podremos entrar en el castillo, tío… Hay cuatro maneras de hacerlo, pero me parece que tres de ellas pueden descartarse.
—¿Cuáles son esas cuatro maneras de entrar, señorita? —inquirió el inspector sentado junto a ella.
—La puerta principal, en primer lugar —explicó Pamela—, pero las cerraduras y los pestillos están totalmente oxidados, de modo que no pudimos abrirla. Luego existe una portezuela muy baja, en la pared de atrás, que da a la cocina, pero está cerrada y atrancada. Hay también un pasadizo secreto que lleva desde el pie de la roca empinada a través de los muros del castillo y luego sube por una chimenea…
—¡Qué barbaridad! —dijo el policía—. ¿Y cómo descubristeis todo eso? ¡La verdad es que los niños sois muy atrevidos! ¿Cuál es el cuarto camino para entrar?
—El que utilizamos la primera vez —respondió Pamela—. Trepando a un árbol para meternos por una ventana. Pero temo que ustedes sean todos demasiado gruesos para eso.
—Hundiremos la puerta pequeña —decidió el policía, riendo.
Y eso es lo que hicieron.
Los dos muchachitos continuaban sentados muy juntos en la escalerilla de la torre, bastante soñolientos ya. La aurora empezaba a introducir sus dedos de plata por las aspilleras cuando, de pronto, percibieron el ruido del coche de la policía que se acercaba al castillo. Momentos más tarde sonaron unos fuertes golpes contra la puerta pequeña.
—¡Ya entran! —exclamó Brock, lleno de emoción, y por poco cae escaleras abajo al ponerse de pie—. ¡Hunden la portezuela! ¡Ya están dentro, Peter, ya están! ¡Pamela! ¡Pamela…! ¡Aquí…!
La niña se lanzó hacia arriba, seguida de su tío y los cuatro policías. Entró casi sin respiración en la pieza de la que partía la escalerilla de caracol que conducía al cuarto de la torre, y gritó:
—¡Peter! ¡Brock! ¿Pudisteis atrapar a esos hombres? ¡Aquí está el tío, con cuatro policías!
—¡Sí, los tenemos! —gritó Brock, y esbozó una amplia sonrisa cuando la cara excitada de la prima asomó por una vuelta de la escalerilla—. ¡Están bien encerrados!
Los hombres guardaban silencio desde que oyeran las voces. Se daban perfecta cuenta de que todo había terminado para ellos.
—¡Vosotros, niños, bajad en seguida! —ordenó el inspector, que de pronto adoptaba un tono nuevo y severo.
Aunque Brock, Peter y Pamela hubiesen querido presenciar el final de la historia, no se atrevieron a contradecir. Les tocó obedecer y esperar en la habitación inferior mientras la policía abría la puerta y se arrojaba contra los delincuentes.
Hubo gritos y forcejeos, pero los tres tipos no pudieron contra los cinco hombres que ahora iban a ajustar cuentas, y no transcurrió mucho rato antes de que por la escalera de caracol descendiese una triste procesión bajo la vigilancia de la autoridad.
—¡Metedlos en una habitación y estad con ellos hasta que yo vaya! —Dispuso el inspector, y seguidamente se dirigió a los niños—: Vosotros venid conmigo. Vamos a abrir las cajas, pues merecéis ver lo que contienen, ya que en realidad fuisteis vosotros quienes apresasteis a los ladrones.
Los niños siguieron al inspector y al padre de Brock, presas de una máxima excitación. Las grandes cajas estaban todavía sin abrir.
El inspector, provisto de las herramientas adecuadas, empezó a forzar en seguida las cajas. Habían sido realmente bien cerradas, e incluso cuando las abrazaderas estuvieron quitadas y las cuerdas seccionadas y eliminados los flejes, aún quedaban por abrir unos candados. Pero el inspector contaba con unas llaves maravillosas.
—Una de ellas abrirá los candados —explicó a los niños—. Tengo el orgullo de poder decir que poseo llaves para vencer cualquier cerradura o candado del mundo.
Los candados de la primera caja se abrieron con un chasquido seco. El policía retiró la pesada tapa. Encima de todo apareció algo semejante a algodón. Pam lo apartó.
Y entonces, todos lanzaron exclamaciones de asombro y respeto, porque en la caja había las joyas más preciosas de que los niños hubiesen tenido noticia jamás. Enormes rubíes flameaban y relucían en collares y diademas. Por doquier parpadeaban verdes esmeraldas de una belleza indescriptible, y multitud de diamantes despedían unos destellos cegadores a la luz de las linternas.
—¡Cielos! —exclamó el padre de Brock, que fue el primero en recobrar el habla—. Digo, inspector, que no puede tratarse de alhajas corrientes… ¡Esto vale una fortuna! ¡Una fortuna gigantesca! ¿De dónde pueden proceder estas joyas?
—Me figuro que son las joyas personales de la princesa de Larreeanah —contestó el inspector—. Le fueron robadas en un barco, cuando huía de su palacio de la India para refugiarse en nuestro país. Es una historia asombrosa. Mandó poner todas sus alhajas en estos cajones, asegurándolos de mil maneras. Fueron depositados en la cámara acorazada del vapor que ella tomó, y aparentemente estaban bajo vigilancia noche y día. Cuando la princesa desembarcó, se llevó las cajas consigo. Pero, al abrirlas en su banco de Londres, se encontró con que no contenían más que piedras.
—¿Y cómo pudo ser eso? —preguntó Pamela con ojos muy abiertos—. ¿Y, ahora, cómo vinieron a parar aquí?
—Supongo que uno de los guardianes del barco fue sobornado por algún ladrón profesional que conocía lo que iba en las cajas —contestó el inspector—. Debía disponer de otras cajas del mismo tamaño y las preparó, llenándolas de piedras. Me figuro que las escondería dentro de unos baúles de su propiedad. En un momento oportuno tuvo que entrar en la cámara donde estaban las cajas del tesoro, cambiándolas e introduciendo éstas en sus baúles, que tenían que ser muy grandes, y luego bajaría a tierra con ellos.
—¡Y la pobre princesa se llevó las cajas llenas de piedras! —exclamó Brock—. ¿Cree usted que era Galli ese tipo?
—Eso me imagino —asintió el inspector, a la vez que comenzaba a abrir el segundo cajón—. Es probablemente un ladrón muy ducho, uno de los más listos con que hayamos tropezado, y que ya andábamos buscando por otro robo muy audaz. Ahora se ha afeitado el bigote y la barba, pero yo he visto que le falta un dedo meñique, ¡y eso mismo habían notado en ese ladrón de que os hablo! Pero… ¡qué maravilla! Mirad esto…
La segunda caja estaba abierta al fin, y en su interior aparecieron tesoros tan fascinantes como en la primera. Pamela extrajo una diadema preciosa, casi una pequeña corona, y se la puso.
—¡Ahora vales unas cincuenta mil libras! —rió su tío—. ¿Qué, te sientes grande e importante?
—¡Ya lo creo! —exclamó la niña con una carcajada.
—¡Bien mereces sentirte como tal! —agregó el policía, al mismo tiempo que cerraba y volvía a asegurar la caja primera—. Pero no por lucir en este momento una joya tan extraordinaria. Mereces sentirte grande e importante porque tú, tu hermano y tu primo habéis hecho posible la recuperación de todas estas joyas y la captura de los ladrones. Me atrevo a decir que, en estos momentos, sois los niños más valientes y listos de todo el reino.
Hasta Brock se sonrojó al oír esto. Los tres chicos se sentían sumamente satisfechos.
—La verdad es que no nos sentíamos muy listos ni valientes mientras estábamos metidos en este lío —dijo Peter, honradamente—. Yo pasé mucho miedo, y sé que a la pobre Pam le ocurría otro tanto.
—Tiene más mérito hacer algo que nos da miedo, que algo que no nos importa —señaló el inspector—. No sé qué hacer ahora con estas cajas. Creo que esposaré a esos tres hombres, encargaré a dos de mis agentes que se los lleven y dejaré al tercero de guardia mientras yo informo a Scotland Yard.
—¿Qué es Scotland Yard? —preguntó Pamela.
—Es el lugar donde trabajan todos los jefes de policía —le explicó el inspector con una súbita sonrisa—. ¡Un sitio muy importante! Y ahora venid conmigo. Tenéis que estar rendidos.
Descendieron juntos la escalerilla. El inspector dio las órdenes correspondientes, y los tres ceñudos ladrones fueron esposados unos a otros, de modo que los dos policías no tuviesen dificultades para vigilarlos. El tercer agente fue enviado al cuarto de la torre.
—Enviaré un coche para recoger a Galli y a los demás —dijo el jefe—. Ahora acompañaré a casa a estos niños, y su tío puede venir conmigo al cuartelillo.
Poco faltó para que Pamela se durmiera durante el viaje. Estaba totalmente agotada. Los dos chicos, en cambio, seguían muy excitados. A través de las ventanillas del coche contemplaban la salida del sol por el lado de Oriente. Desde ayer parecía haber pasado una eternidad. ¿Podían suceder tantas cosas en una sola noche?
La madre de Brock mandó a los tres niños a la cama en cuanto los tuvo en casa.
—¡Estáis totalmente extenuados! —dijo—. Ya me lo contaréis todo al despertar. Tú, Pam, ven. Te ayudaré a ponerte el pijama. ¡Si apenas te sostienes de pie!
También los chicos estuvieron contentos de acostarse por fin, aunque parecía extraño hacerlo cuando el sol empezaba a salir.
Brock se arrebujó a gusto.
—¡Buenas noches, Peter! —dijo—. Mejor dicho, ¡buenos días! ¡Vaya aventura la nuestra! Por una parte siento que haya terminado. ¡Créeme que disfruté resolviendo el misterio de Cliff Castle!
—¡Sí; no nos costó mucho descubrirlo! —asintió Peter—. A mí también me sabe mal que todo acabara.
Mas no era así. La princesa de Larreeanah estaba tan entusiasmada con la recuperación de sus joyas, que acudió personalmente a conocer a los valerosos niños.
Llegó en un automóvil magnífico y lucía varias de las alhajas. Y para turbación de Pamela, Peter y Brock, les besó a todos.
A ellos no les hacía ninguna gracia que una persona extraña les besara, aunque se tratase de una princesa, y de momento les pareció que aquella dama no les iba a caer simpática. Pero pronto cambiaron de opinión cuando vieron lo que les había traído en una camioneta que seguía a su coche.
—¡Abrid las puertas de la camioneta y mirad lo que hay dentro para vosotros! —exclamó la princesa a los sorprendidos niños.
Brock lo hizo y… ¡los tres quedaron boquiabiertos ante el soberbio regalo!
—¡Un coche! ¡Un coche en el que cabremos nosotros tres! —exclamó Brock, sin poder apartar los ojos del precioso automóvil transportado en la camioneta.
Era de un brillante color rojo, con franjas amarillas a los lados y tapacubos también amarillos. Los faros, el marco del parabrisas y los tiradores parecían de plata.
—Funciona con electricidad —dijo la princesa—. Lo mandé fabricar especialmente para vosotros. No necesitáis permiso de conducir para llevarlo, desde luego, ya que está registrado como automóvil de juguete. Sin embargo, se conduce igual que un coche de verdad; tiene claxon y todo, y, como funciona con electricidad, no tendréis que gastar en gasolina.
—¡Salgamos ahora mismo a dar un paseo! —gritó Peter, loco de alegría.
Sacaron el magnífico cochecito de la camioneta, pues, y subieron a él. Brock se sentó al volante. Movió una palanca, quitó el freno y… ¡allá que se fue el pequeño automóvil, carretera abajo, con sus tres emocionados pasajeros!
—¡Qué fin más estupendo para una aventura! —explicó Peter—. ¿No dije yo que viviríamos alguna aventura de verdad? ¿Acaso no estaba en lo cierto?
¡Y tanto que lo estaba!