CAPITULO IX. BROCK, EN APUROS
Cuando Brock estornudaba, todo el mundo había de enterarse, ya que lo hacía a fondo. En medio del silencio del castillo, su estornudo causó un ruido tremendo. Resonó su eco por todas partes, y el pobre Brock quedó tan espantado como los dos hombres.
—¡Aquí hay alguien! —exclamó uno de ellos—. ¡En aquella habitación! ¡Pronto, hay que atraparle!
Entraron como flechas en la pieza donde Brock había intentado esconderse. Por suerte, pasaron de largo ante él, y el chico salió disparado para esquivar sus brazos extendidos en la oscuridad. Se lanzó escaleras abajo, sin importarle el estruendo que hacían sus botas contra los peldaños.
Los hombres corrían tras él. Brock bajaba y bajaba, intentando alcanzar la portezuela de la cocina. Pero en cuanto estuvo allí, era tanta la negrura que le envolvía, que no pudo ver por dónde iba y tropezó con un taburete. Cayó al suelo y comprendió que no le daba tiempo de llegar a la salida. Lo que hizo fue meterse debajo de una maciza banqueta de roble que había junto al hogar y permanecer allí, casi sin atreverse a respirar.
Los hombres encendieron sus linternas, y uno de ellos lanzó una exclamación.
—¡Mira! —dijo—. ¡Aquí hay una puerta pequeña, y está entornada!
—¡Por ella entró el chico! —agregó el otro—. No ha podido tener tiempo de escapar, de manera que está en esta pieza. Lo primero que conviene hacer es cerrar esa puerta. Entonces, nuestro amiguito no tendrá una huida tan fácil como había imaginado.
El pobre Brock oyó como cerraban la puerta con llave. Tuvo la certeza de que el hombre se había guardado la llave en el bolsillo. No sabía qué hacer. Se preguntó si aquellos tipos conocían las escalerillas de servicio. Si lograba subir, tal vez pudiese hallar la habitación a una de cuyas ventanas tocaba el árbol… De ser así, estaría fuera en un santiamén y los hombres serían incapaces de darle alcance.
—Cerremos ahora la otra puerta de la cocina y registrémoslo todo —propuso uno de los tipos—. Tiene que estar aquí.
Era la ocasión que Brock esperaba. La puerta grande de la cocina se hallaba en el otro extremo. Por consiguiente, se enderezó con cautela y salió disparado como una flecha hacia la pequeña escalera posterior, que le quedaba bastante cerca. Los hombres gritaron al oírle, haciendo girar en seguida sus linternas.
—¡Aquí hay una escalera! —dijo uno—. Y el chico ha subido por ella. ¡Corramos detrás de él!
Y los dos se arrojaron en persecución de Brock.
«¡Si pudiera recordar a qué habitación daba el árbol! —Pensaba Brock, desesperado—. Tampoco la supimos encontrar la última vez… ¡Hay tantas piezas en este dichoso castillo, y todas son iguales!».
Corrió hasta llegar a una sala, en la que se introdujo. Lo primero que hizo fue quitarse las botas, ya que el ruido que hacían le delataba de continuo.
Los dos individuos pasaron por la pieza con el foco de las linternas hacia delante. Brock corrió a la ventana. Por desgracia, no era la que él necesitaba. Esta resultaba demasiado estrecha para saltar por ella.
Ahora, el chico se acercó a la puerta y miró con cuidado. Los hombres habían llegado al otro extremo del rellano de piedra y, al regresar, examinaban cada habitación. Brock se dirigió al cuarto siguiente. Pero tuvo otra decepción. Tampoco estaba allí la ventana del árbol. Corrió a una tercera pieza con el corazón latiéndole violentamente, mas tuvo la misma mala suerte que hasta entonces.
Ya no se atrevió a buscar otra habitación. Sólo le quedaba la posibilidad de volver a la escalera posterior y bajarla confiando en poder esconderse de tal forma que no le encontraran. Pero cuando echó a correr hacia la escalera, los hombres le descubrieron a la luz de un rayo de luna y se lanzaron en pos de él. Brock estuvo a punto de caer rodando y cruzó la cocina en dirección al vestíbulo. Desde allí se precipitó a una de las espaciosas habitaciones amuebladas, con intención de ocultarse detrás de algún mueble grande.
Los hombres le vieron y no perdieron tiempo en seguirle a la habitación, y momentos después le sacaban de detrás de un polvoriento sofá que despedía tan profundo olor a moho, que el chico sentía casi náuseas.
—¡Al fin te atrapamos, mocoso! —bramó el tipo, a la vez que iluminaba la cara de Brock con su linterna—. ¿Qué diablos haces aquí, espiándonos? Resultas peligroso, ¿sabes? Ahora que has descubierto nuestro secreto, no podemos dejarte marchar, y no nos arriesgaremos a que lo cuentes antes de que hayamos terminado nuestro trabajo y estemos a salvo.
Brock no contestó, pero su rostro redondo y rojo tenía una expresión huraña. Los hombres se miraron entre sí.
—¿Qué hacemos con él? —gruñó uno de ellos—. ¡Es sólo un chiquillo! Vale más que le encerremos en alguna parte y avisemos a Galli. Entonces él podrá ponerle a buen recaudo hasta que no haya peligro. ¡Lo siento, muchacho, porque no lo pasarás bien en manos de Galli! No esperes que sea amable con un crío que anda espiando sus pasos.
Brock seguía sin hablar.
Uno de los tipos le dio un meneo.
—Ha perdido la lengua —dijo el otro—. Ven, encerrémosle en el cuarto de la torre, con las cajas. Allí estará seguro.
Así, pues, Brock se vio arrastrado escaleras arriba y empujado entre las voluminosas cajas. Los hombres cerraron la puerta al salir, y el chico oyó como bajaban. Estaba convencido de que ahora utilizarían la portezuela posterior, en vez del incómodo pasadizo secreto. Y la cerrarían bien tras de sí, de manera que Peter y Pamela no podrían entrar en el castillo, si acudían en su busca.
«¡En qué lío me he metido! —Pensaba Brock, mientras contemplaba las cajas—. Quisiera saber qué contienen estos bultos…».
Enfocó una de las cajas con la linterna, pero pronto comprobó que estaban bien cerradas y claveteadas, que sería preciso disponer de herramientas muy poderosas para abrirlas. De nada le servirían sus manos y la navaja.
Cansado, se arrimó a la ventana y contempló los campos con gesto ceñudo. Por aquella especie de aspillera penetraba un rayo de luna. A lo lejos, Brock logró distinguir su propia casa.
Al mirarla, vio que se movía una luz en una de las ventanas. Trató de calcular cuál era, y pronto llegó a la conclusión de que pertenecía a su dormitorio. Eso significaba que Peter estaba despierto, y… ¡la luz vista tenía que ser la de su linterna!
Brock tomó de inmediato la suya y la sacó cuanto pudo por la aspillera, pulsando repetidas veces el botón, para que la luz se encendiera y apagara, se encendiera y apagara…
«Si Peter lo ve, supondrá que soy yo —se dijo el niño—. ¡Quiera Dios que me vea! No quisiera pasar días enteros aquí encerrado».