CAPITULO V. EN PLENA NOCHE
A la mañana siguiente, tía Ketty se llevó a Peter, Pamela y Brock a la costa, que quedaba a unos tres kilómetros de distancia. Hicieron el viaje en el cochecito tirado por un poni, y se divirtieron tanto, que los niños olvidaron el castillo durante un par de días.
Tuvo que suceder algo muy especial para que recordaran su aventura.
Fue en plena noche. Pamela despertó sedienta. Sabía que su tía había dejado una jarra de agua y un vaso en la repisa de la chimenea, y se levantó a beber.
Era una noche clara, aunque la luna parecía querer esconderse detrás de unas nubes. Desde la ventana, Pamela distinguió perfectamente el castillo, pero luego, al disminuir la luz, éste fue sólo una oscura masa en la cumbre de la colina.
De pronto, la niña vio algo brillante que revoloteaba por la parte alta del castillo. Centelleó durante unos segundos y desapareció. ¿Qué sería?
Pamela continuó su vigilancia, sin acordarse ya del agua fresca. El resplandor volvió a producirse, esta vez más abajo. Se desvaneció de nuevo y, por último, apareció al pie del caserón.
La niña estaba muy excitada. La mujer de la tienda de refrescos había hablado de unas luces que, de vez en cuando, se veían en el castillo… Y ahora habían aparecido de nuevo, porque ella, Pamela, acababa de verlas.
«Debo despertar a los chicos y explicárselo —pensó—. Me consta que no es un sueño, pero quizá, si espero a mañana, ya no esté tan segura y no lo diga. ¡Sé bien que no se trata de un sueño mío!».
Bajó las escaleras con cautela y se introdujo en el cuarto de los chicos, que estaba abierto.
Peter y Brock dormían profundamente. La niña sacudió a su hermano, y éste despertó sobresaltado.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz alta, a la vez que se incorporaba, extrañado de ver que aún era de noche.
—¡Chist! —Hizo Pamela—. Soy yo, Peter. Escucha… Me levanté para beber agua y… ¡y vi luces en el castillo!
—¡Caracoles! —exclamó Peter, saltando de la cama para correr junto a la ventana—. ¿Estás segura, Pam? ¡Despertemos a Brock!
Pero el primo ya estaba despierto a causa de todo el alboroto. Pronto supo de qué se trataba y acudió también a la ventana. Los tres estuvieron al acecho durante unos instantes, y, de súbito, una lucecilla se encendió en la parte baja del castillo.
—¡Allí está! —dijo Pamela, agarrando a Peter con tanta fuerza, que éste se estremeció—. ¿La ves?
—¡Claro que sí! —respondió el hermano—. Y ahora vuelve a brillar, allí, en alguna parte del primer piso… ¡Y fíjate! Ahora sube… ¡Ya está arriba de todo! En la torre, supongo. ¡Es la torre a la que subimos el otro día!
Pamela estaba bastante asustada. ¿Quién podía encontrarse en el castillo a tales horas? Los niños permanecieron al acecho durante un rato más, pero luego volvieron a la cama, aunque extrañados y nerviosos.
—Propongo que mañana mismo subamos al castillo, para ver si realmente hay alguien —dijo Brock.
Nada era capaz de asustar al muchacho, ni nada, tampoco, de hacerle perder la sonrisa. Había decidido descubrir cuanto antes el secreto de Cliff Castle.
A la mañana siguiente, los tres se reunieron en la casita que Brock tenía en el jardín, para estudiar sus planes. Todos estaban convencidos de que alguien vivía en el castillo o lo visitaba…, alguien, en cualquier caso, que no tenía derecho a ello. ¿Quién sería y… por qué iba allí?
—Más vale que no contemos nada a mamá —opinó Brock—. Probablemente se echaría a reír y diría que cualquier pequeñez nos sirve para armar un gran tinglado. Además, será mucho más interesante ir solos y tratar de resolver el misterio.
—¿Cuándo podremos ir? —quiso saber Peter, lleno de ansia.
—Después del almuerzo —contestó Brock—. Esta mañana vamos al mercado de la ciudad. Sería una pena perdérnoslo. Resulta muy divertido. Papá nos llevará en su coche.
Por consiguiente, los niños no emprendieron su segunda excursión al castillo hasta después de haber visitado el mercado y tomado un almuerzo abundantísimo.
Se detuvieron en la misma tiendecita donde la vez anterior compraran la limonada, y la mujer les sirvió unos refrescos que consumieron allí mismo.
—¿Ha vuelto a oír algo acerca de esas luces que se ven en el castillo? —Le preguntaron al pagarle las bebidas.
La tendera movió la cabeza.
—No —dijo—, pero no es conveniente que andéis mucho por allá. Es un lugar peligroso.
Los niños se miraron con disimulo.
—No se preocupe —habló Brock, por fin—. No tenemos intención de correr riesgos.
Reemprendieron su camino y pronto llegaron cerca del castillo, que se alzaba amenazador encima de la colina. Siguieron el pedregoso atajo y, finalmente, se vieron ante la amplia escalinata cubierta de maleza.
—No subiremos por ahí, por si acaso nos vigila alguien desde el edificio —dijo Peter—. Vale más que tratemos de encontrar la puertecita que dejamos entornada.
Procuraron rodear las ortigas y los hierbajos más espesos, y por último se vieron ante la pequeña entrada abierta en las gruesas paredes. Todavía estaban allí las ramas que dejaran para disimularla. Nadie había tocado nada.
Esta vez, cada uno de los niños llevaba su linterna, de modo que no necesitaban ir tan pegados uno a otro. Pamela, sin embargo, se decía que no pensaba apartarse de su hermano.
Tiraron de la puerta que habían dejado entornada, y se abrió en silencio. Los niños penetraron por ella, encogiéndose, y la cerraron tras de sí. Poco después se hallaban en la cocina, y pasearon por ella sus linternas.
No había nada nuevo que ver. Atravesaron la pieza, camino del vestíbulo, y Brock lanzó de pronto un grito de sorpresa, a la vez que mantenía su luz sobre algo que había en el suelo.
Los demás miraron extrañados. Pamela no entendía por qué Brock se mostraba tan excitado, ya que allí sólo se veían pisadas que iban y venían de un lado a otro. ¡Sin duda, las que ellos mismos habían dejado en su última visita al castillo!
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿Acaso no te das cuenta, tonta? —contestó Peter, señalando unas huellas que cruzaban la sala—. ¡Fíjate! No son nuestras pisadas. Ninguno de nosotros tiene unos pies tan enormes, ni lleva botas con clavos. ¡Observa las marcas dejadas por los clavos en la capa de polvo!
Pamela y los chicos miraron atentamente aquellas huellas. Era evidente, sí, que algún adulto había pasado por allí. Brock descubrió más pisadas y las iluminó con su linterna.
—Aquí entraron dos hombres —comprobó, muy pensativo—. Y estas segundas huellas son de unos pies más pequeños… Quisiera saber qué diantre hacían en el castillo.
Los niños se miraron entre sí. No entendían para qué tenían que subir al castillo dos hombres, en plena noche. ¿Quizá con intención de robar algo?
—Echemos una ojeada a las habitaciones de esta planta, para ver si algo está cambiado —dijo Brock por fin.
Así, pues, abrieron la puerta más cercana y metieron la nariz en el cuarto al que daba entrada. Seguía éste tan lleno de telarañas como antes y despedía el mismo horrible olor a moho que la vez anterior.
—Todo sigue igual —murmuró Brock—, y sólo veo nuestras propias pisadas. Pero sigamos las huellas de esos hombres para ver adonde nos conducen. Están bien claras, ¿no?
En efecto, habían quedado muy marcadas en la gruesa capa de polvo y no les resultó difícil distinguirlas de las huellas dejadas por ellos mismos, ya que las de los hombres eran mayores y se hundían más en la suciedad. Los niños siguieron aquellas marcas por la escalera grande, hasta el primer piso, donde algo se distinguía perfectamente en el suelo.
—¡Mirad esa forma alargada que hay marcada en el polvo! —dijo Brock—. Parece como si alguien dejara una caja pesada, ¿no?
—Sí —asintió Peter—. ¡Y fijaos! Ahí está la señal de otra caja, o de lo que sea… Diríase que los hombres subieron algo muy pesado por la escalera y que lo dejaron aquí para descansar un poco antes de seguir.
—¡Oye, casi me siento como un detective! —intervino Pamela, llena de emoción—. ¡Mira que vernos siguiendo pistas! Pero me pregunto adónde llevaron los hombres esa carga. Supongo que esto explica las luces que vimos anoche. Esos tipos tenían linternas, y su reflejo se distinguía cada vez que pasaban junto a una de las ventanitas en forma de aspilleras, como si llevaran velas… Probablemente, ellos ni se dieron cuenta.
—¡Ven! —dijo Brock, impaciente—. Continuemos.
Las huellas les condujeron a través de muchas puertas cerradas y, por fin, a otro tramo de escaleras. Una vez en el segundo piso, los niños vieron que las pisadas seguían.
—Me figuro que deben de llevar a aquella torre —susurró Pamela—. Recordaréis que también allí vimos parpadear una luz. ¡Espero que no haya nadie arriba!
Esta observación hizo que los chicos se detuvieran en seco. ¡No habían pensado en tal posibilidad! ¿Y si, realmente, alguien se ocultaba en la torre? Eso podría resultar muy desagradable, ya que a esos hombres no les haría ninguna gracia la interferencia de unos niños.
—Será mejor que avancemos en silencio, sin pronunciar palabra —dijo Brock en un murmullo—. ¡Seguidme!
Con la máxima cautela, latiéndoles el corazón con gran violencia, los tres continuaron el ascenso hasta alcanzar la pieza desde donde partía la escalerilla de piedra que llevaba a la torre. Las huellas proseguían hacia arriba, de manera que también ellos subieron, procurando no hacer ruido.
Alcanzaron, por fin, la puerta de madera que encontraran abierta la primera vez. Ahora, en cambio, estaba cerrada.