CAPITULO VIII. LA AVENTURA DE BROCK

Aquella tarde, los niños se refugiaron en la casita del jardín y no cesaron de hablar sobre sus descubrimientos en el castillo. No se cansaban de recordar lo pasado en el extraño corredor secreto, y a medida que comentaban el largo descenso por el camino abierto en los muros del castillo hasta el pie del risco, su emoción iba en aumento.

Peter, sin embargo, seguía sintiéndose inquieto por lo de la piedra de la chimenea. Insistía en que los hombres podían volver y darse cuenta.

—En tal caso, son capaces de ponernos una trampa para hacernos caer —dijo—. Mientras ignoren que descubrimos su secreto, estaremos seguros. Yo preferiría haberla dejado en su sitio.

—Quizá tengas razón —admitió Brock al fin—. Yo mismo me escaparé esta tarde, después de la merienda, y la pondré bien. Ahora que conozco todos los atajos, no me llevará mucho tiempo.

—De acuerdo —dijo Peter.

Mas eso no iba a poder ser, porque la madre de Brock encargó a su hijo que condujese el cochecito hasta la granja, para recoger una jaula llena de pollitos.

—¡Ay, mamá! —protestó Brock, fastidiado—. ¿No puedo ir mañana? Esta tarde tenía un plan…

—Lo siento, pero tiene que ser hoy. Deja para mañana tu plan —replicó la madre—. Quedé con el granjero en que iríamos esta misma tarde a por los pollos, y los tendrá preparados. Lleva contigo a Peter y Pam. Es un paseo bonito.

En consecuencia, a Brock no le quedó más remedio que salir con sus primos en el cochecito tirado por el poni.

—¡Ahora que había decidido subir al castillo para arreglar lo de la piedra! —gruñó—. Me molesta mucho cambiar de planes. Además, estoy convencido de que tienes razón, Peter.

—Sí, el asunto es peligroso —asintió Peter—. ¡Sería mala pata que esos hombres fuesen esta noche!

—¡Ya sé qué haré! —exclamó Brock de pronto—. ¡Ir en cuanto nos hayamos acostado! Ya será casi oscuro, entonces, pero la luna saldrá hoy bastante temprano, y no me costará encontrar el camino de regreso.

—¡Por Dios, Brock! No pretenderás subir solo al castillo, de noche… —exclamó Pamela, horrorizada.

Si de día había pasado tanto nerviosismo, sería totalmente incapaz de ir a un lugar tan tétrico en plena noche.

—¿Por qué no? —respondió Brock, con una risa—. No creerás que tengo miedo, ¿verdad? ¡Hace falta algo más que un Cliff Castle para asustarme a mí!

—¿Quieres que te acompañe? —se ofreció Peter.

No le apetecía en absoluto la excursión, pero consideró que debía ofrecerse.

—No, gracias —contestó Brock—. En mi opinión, es mejor que vaya uno solo.

Toda la familia de Brock solía acostarse temprano, de modo que, a eso de las diez y media, el chico se levantó con cautela y empezó a vestirse. El crepúsculo todavía iluminaba los campos, pero pronto daría paso a la oscuridad, y entonces saldría la luna.

—¡Buena suerte, Brock! —murmuró Peter—. ¿Crees que tus padres duermen?

—No lo sé —contestó el primo—. Pero no pienso arriesgarme a bajar la escalera y abrir una de las puertas. ¡Sin duda alguna, crujirían!

—¿Cómo piensas bajar, entonces? —inquirió Peter, lleno de curiosidad.

—¡Por mi manzano! —susurró Brock, y Peter vio centellear sus dientes en una sonrisa.

El muchacho se dirigió a la ventana y sacó una pierna. En seguida se sujetó a una gruesa rama y, con gran rapidez, descendió por ella hasta el tronco. Se deslizó luego por éste, y Peter percibió el golpecillo sordo de sus pies contra el suelo. A continuación vio como la sombra de Brock atravesaba el jardín y salía a la carretera.

«¡Espero que no tarde demasiado! —pensó Peter, en cuanto volvió a enroscarse en su cama—. Quiero mantenerme despierto hasta que vuelva. Entonces subiré a despertar a Pam, y ella vendrá a escuchar lo que Brock tenga que contar».

Pero Peter no logró mantenerse despierto. Cuando el reloj de la planta baja dio las once y media, estaba dormido como un tronco. Brock, en cambio, corría como una liebre por los campos. No se cruzó con nadie, ya que la gente del campo no estaba fuera de casa a aquellas horas. Sólo unas ovejas que pacían levantaron sus cabezas para mirarle, y un conejillo asustado se apartó de un salto del atajo.

Brock observó el lento ascenso de la luna. Iluminaba el castillo que coronaba la colina y le daba un aspecto plateado e irreal.

«Parece salido de una leyenda antigua —se dijo el muchacho—. ¡Será interesante penetrar en él de noche!».

No tenía miedo. Disfrutaba con semejante aventura y, además, estaba contento de verse solo, sin tener que ocuparse de nadie más. Corrió hacia la portezuela situada en la planta baja del castillo, tiró de ella y la abrió.

Una vez dentro, aguardó unos instantes en la oscuridad de la amplia cocina, para cerciorarse de que no había nadie. Pero todo permanecía quieto y silencioso. Brock encendió su linterna y pasó al vestíbulo, para ver si había nuevas huellas. No halló nada. Los hombres no habían vuelto, pues, pero… al fin y al cabo, no habían pasado muchas horas desde que ellos mismos abandonaran el castillo, de modo que nadie habría tenido mucho tiempo de acudir.

El muchacho avanzó hasta la sala desde cuya chimenea arrancaba la escalerilla de hierro. Trepó por ella y llegó a la plataforma. La piedra que descubría el pasadizo secreto estaba todavía fuera de su sitio, asomando sobre el agujero de la chimenea. Brock se preguntó cómo volvería a colocarla debidamente.

«Supongo que debo tirar del asa de hierro en sentido opuesto», pensó.

La agarró y… ¡por poco cae pasadizo abajo, del susto! Había oído voces.

«¡Cielos! —se dijo, sentado en silencio sobre la plataforma—. Alguien se acerca… Dos personas, por lo menos… Pero ¿de dónde proceden sus voces?».

Brock no lograba distinguir palabra alguna. Sólo percibía un murmullo de voces en conversación. Era evidente que subía del pasadizo y se hacía más intenso.

«¡Dios mío, alguien se acerca por el corredor secreto! —pensó el chico, ahora realmente asustado—. Tienen que ser esos hombres. ¡Debo devolver la piedra a su sitio con toda rapidez!».

Con las voces llegaron otros sonidos semejantes al choque de algo contra la pared. Brock tuvo la certeza de que nuevamente entraban algo en el castillo. Sujetó con fuerza el asa de hierro hundida en la piedra, y tiró de ella. Al principio no consiguió nada, pero luego, poco a poco, la piedra cedió a los tirones de Brock y rodó hasta asentarse en su sitio.

Produjo un ligero roce con el movimiento, y el chico confió en que los hombres hablasen en voz suficientemente alta para ahogar ese ruido. Descendió con rapidez por la escalerilla de hierro y corrió a la cocina, con intención de escapar por la pequeña puerta.

Pero entonces se detuvo.

«No —se dijo—. Es una ocasión única para averiguar lo que hacen esos individuos. Me esconderé en alguna parte, para escuchar y luego seguirles. ¡Qué aventura, caramba!».

Se metió detrás de un voluminoso armario que había en el vestíbulo, y esperó. Al cabo de un rato oyó ruido en la habitación por la que había pasado. Los hombres bajaban por la escalera existente en el interior de la chimenea y arrastraban algo pesado.

En esto, Brock oyó claramente el sonido de sus voces, que producía un eco escalofriante en el silencioso castillo.

—¡Tendrían que pagarnos el doble por subir todo esto por un camino tan difícil! —gruñó una voz—. Yo preferiría correr el riesgo de entrar por la puerta principal, pero Galli no quiere ni oír hablar de ello. ¡Adelante! Ya sabes que hemos de llevar los bultos a la torre. Después nos largaremos pitando. ¡No me hace maldita la gracia esa luna que nos ilumina de esa manera cuando andamos por fuera!

Desde su escondrijo, Brock vio a dos hombres, cada cual con una caja grande a hombros. Avanzaban medio encorvados por el esfuerzo, y el muchacho quedó pasmado de que hubiesen podido cargar con aquello por todo el empinado pasadizo, la escala de cuerda arriba y luego escalerillas de hierro abajo.

«Deben de ser muy forzudos», pensó. Y lo eran. Tenían unos hombros anchísimos, y cuando les dio de lleno un rayo de luna, Brock vio que parecían extranjeros. Ya había tenido la impresión, poco antes, de que sus voces sonaban de forma especial. Los dos eran muy morenos y tenían el cabello negro, y uno de ellos llevaba aretes de oro en las orejas.

Entraron en el vestíbulo con las cajas a cuestas y a continuación subieron por la escalera ancha. Dejaron los bultos en el suelo para descansar, una vez arriba, y Brock volvió a escuchar murmullo de voces. Con cuidado salió de su rincón y se acercó al pie de la escalera, siguiendo a los hombres en silencio hasta que éstos penetraron en la pieza de la que partía la escalerita de caracol que conducía al cuarto de la torre. Uno de los hombres abrió la puerta, y Brock oyó como dejaban su carga y respiraban con alivio.

—No me iría mal beber un poco —dijo una voz oscura—. ¿Hay un pozo en la cocina, o podemos encontrar agua en alguna otra parte?

—Lo miraremos —dijo el compañero.

Cerraron de nuevo la puerta y descendieron por la angosta escalera de piedra. Brock se fijó en que habían dejado la llave en la puerta, y sus ojos centellearon. Quizá pudiese subir de una corrida y apoderarse de ella antes de que los hombres se dieran cuenta de su olvido y… ¡entonces, él y sus compañeros tendrían forma de averiguar lo que contenían las cajas!

Escapó antes que descendieran aquellos tipos y buscó refugio en una de las habitaciones próximas. Había muebles en ella, y el chico trató de envolverse en unas cortinas. Pero la tela estaba podrida y se deshizo al tocarla. Un polvillo gris y fino llenó la estancia, y, sin poder evitarlo, Brock estornudó.