20

Cereza Envenenada

Lunes a la tarde

Después de escabullirse por los pasillos, Harold encontró un armario con escobas y baldes y pensó que estaría seguro allí adentro. Encendió la pálida luz y se sentó en el suelo. Con cuidado, deslizó su mano en el interior del bolsillo. Extrajo un fragmento de vidrio y un puñado de píldoras.

Al dirigirse al consultorio médico para pedir ayuda, su atención fue capturada por el gabinete con medicamentos. Recordó todas aquellas veces que los médicos le recetaron píldoras para la depresión, el insomnio y las voces silenciosas en su mente. Rápidamente aprendió a despreciarlas. Hacían que sus pensamientos cayeran en una espesa niebla, pero también lo mantenían a salvo de otros.

Dentro del gabinete, las píldoras se burlaban de él. Podía escuchar sus risas, agitándose dentro de sus pequeños frascos. Fue en ese momento que rompió el gabinete. Los cortes en las manos, brazos y rostro eran la evidencia de ello.

Había colocado un pequeño puñado de píldoras entre las piernas. Ya no se reían de él. De no ser por la dama rubia que había entrado al consultorio y tropezado con él, podía haber recogido unas cuantas más.

—Debería haber tomado algunas más...— murmuró Harold.

—Esas píldoras son veneno. Se ríen de ti. Eres un tonto.

—Ellas pueden ayudarme. Pueden ayudarnos.

—Ni siquiera sabes para qué son. Son veneno, confía en lo que te digo, Harold.

Escuchó una risita nerviosa. Cuando miró a su alrededor para determinar el origen de la risa, advirtió la puerta. Afuera, en algún lugar, había una mujer rubia que lo había visto cerca del gabinete roto. ¿Lo había reconocido? Su corazón se aceleró, y le comenzaron a transpirar las manos. El sonido de esas risas tan hirientes lo estaba volviendo loco. Miró hacia el suelo. ¿Eran las píldoras? Acercó el oído y pudo escucharlas reírse de nuevo.

Las golpeó con la base de su palma. Acercó el oído nuevamente. Otra risa. Otro golpe...Ya no se escuchó nada más. Descartó las píldoras rotas en un costado. Recogió las que estaban sanas y se las colocó en la boca. Podían ayudarlo. Lo ayudarían.

—Eso es veneno. No vales nada, ¡tonto!

Harold se rodeó el cuerpo con los brazos, enterrando la cabeza entre ellos. Cállate, cállate, cállate. Sus manos se aferraban a sus hombros con fuerza.

—Querido, ¿vienes a la cama? — Nadine masajeó sus hombros cuando él se sentó en la sala de estudios.

—Aún no, patita — dijo Harold, al tiempo que hacía garabatos en el costado de un documento y digitaba números en su calculadora. —Por cierto, eso se siente muy bien...

Golpeó suavemente la mano de Nadine con el lápiz antes de comenzar a escribir de nuevo. Ella retiró las manos de sus hombros.

Harold se dio vuelta para mirar su hermoso rostro, pero Nadine tenía el ceño fruncido. Ya estaba en camisón. —Pronto estaré contigo, te lo prometo.

—Ten cuidado con todas estas promesas que sigues haciendo; parece que no puedes mantenerlas— dijo sacudiendo la cabeza y saliendo del estudio. Harold suspiró.

—Los médicos están en esto. Saben que fuiste tú. Quieren que te derrumbes, que robes las píldoras. Te quieren ver muerto. Es veneno — susurró Nadine.

Cuando Harold se llevó la mano a la boca para tragar las píldoras restantes, su estómago gruñó. Aunque la razón principal era la falta de comida, Harold lo conocía mejor que nadie. Las píldoras iban a matarlo. ¿Por qué no escuchaba lo que la voz le decía por una vez? Su estómago gruñó de nuevo. Sintió que las gotas de sudor se le acumulaban en la nuca. Rápidamente, y lleno de miedo, se colocó dos dedos en la garganta y se obligó a escupirlas en el balde del trapeador.

—No las necesitamos. Ellos quieren hacerte daño — dijo la voz suavemente.

Harold se limpió la baba con el brazo. Los recientes cortes provocados por el vidrio le ardían nuevamente. El sabor ácido de la bilis le provocó arcadas. Sólo quería estar a salvo. La falta de control lo ponía nervioso, y sus dedos no dejaban de temblar.

—Debes correr, Harold. Ya vienen por ti.

—¡Acá no me encontrarán! — gritó, frustrado. Al darse cuenta de que estaba permitiendo que su ira se apoderara de él, cerró la boca de inmediato. ¿Lo habrían escuchado desde afuera?

Harold se esforzó para escuchar si había alguien en el corredor. Justo cuando estaba por desistir de ello, escuchó unas leves pisadas.

—¡Son ellos! — dijo la voz con un chillido.

Harold contuvo el aliento. No se tomarían el trabajo de revisar en el armario de la limpieza, ¿o sí? Solamente el personal abocado a estas tareas lo hacía.

—Es la señora de la limpieza. Ella sabe que fuiste tú. Y fuiste lo suficientemente estúpido como para que te atrapen en este armario como un bebé llorón.

Su cuerpo estaba paralizado, pero sus manos no dejaban de temblar. Mientras aguzaba los oídos para escuchar, sentía que las gotas de sudor se deslizaban por los costados de su rostro. No se escuchaba pisada alguna. Debían de haberse marchado. Le llamó la atención el fragmento de vidrio que había sacado del bolsillo un rato antes. Lo recogió.

—No vales nada — siseó la voz femenina, apuñalándolo con las palabras una y otra vez.

—¿Es así como te sentías, mi querida? — susurró Harold, sollozando. —¿Qué no valías nada?

Había aferrado con fuerza el fragmento de vidrio. La sangre comenzó a gotear por su pálida palma. El contraste del blanco y el rojo le evocó un horrible recuerdo.

—Deja de llamarme querida — dijo Nadine.

—¿Me puedes pasar la sal? — contestó Harold, exasperado.

Nadine se levantó de su asiento sujetando el plato con ambas manos, y lo arrojó contra la pared. Harold reaccionó ante el golpe.

—¿Es que acaso no lo ves? ¡Te importa un bledo lo que me sucede! — Se rodeó el cuerpo con sus brazos; su cara estaba roja de ira.

Harold se puso de pie para ayudarla. —Por supuesto que sí, Nadine. Mi querida, siéntate por favor. No queremos poner nervioso al bebé. Puedes limpiar este lío más tarde.

Nadine emitió una estridente carcajada: —¿Poner nervioso al bebé?

—Sí, el doctor nos dijo específicamente que...

—¡Maldito sea ese doctor y maldito sea este bebé! Ya no puedo vivir así. Tú trabajas. Yo cocino y limpio — gritó Nadine, estrellando su plato contra la mesa. Los fragmentos de cerámica cayeron sobre su piel. La palma le comenzó a sangrar.

—¿Por qué?

—Por nosotros, por supuesto. Por el bebé. Nuestra vida recién está comenzando... Harold se le acercó, la tomó de las manos y le besó los dedos. Comenzó a acariciarle la herida. — Te quiero. Siempre te he querido. ¿Cómo puedo ayudarte? Déjame colocarte un vendaje.

Harold desapareció sin decir otra palabra y regresó con unas vendas blancas.

Cuando entró a la habitación, vio que Nadine estaba esperándolo de pie, con una total falta de una expresión en el rostro. Si bien mantenía una actitud paciente, parpadeaba profusamente y su respiración estaba agitada. Tenía los ojos colorados y parecía a punto de romper en llanto. Desconsolada, se mordió el labio. — Ya hemos tenido esta conversación antes.

—Ya no sé qué más puedo decirte — dijo Harold suspirando profundamente. Le tomó la mano y vendó la herida. Cualquier cosa que diga no será suficiente.

—Tú siempre tomas las decisiones. Ya no veo a nadie más. ¡Estoy atrapada en esta maldita casa! ¿Por qué eres el único que trabaja? Yo también quiero trabajar. Puedo aprender algo de contabilidad — gritó Nadine. Las lágrimas continuaban corriendo por su rostro aun cuando se las secaba constantemente con la mano libre. La visión de su esposa llorando le partía el corazón, pero lo que le pedía era algo absurdo.

Tomando las manos de Nadine entre las suyas, le masajeó suavemente los dedos.

—Querida, estás embarazada. Eres mi esposa y pronto serás la madre de mis hijos. No puedes salir a trabajar — dijo Harold, sonriendo levemente. — Debes quedarte aquí.

—Y tú serás el padre — retrucó Nadine.

—Y como un padre muy orgulloso, me ocuparé de proveer el sustento — contestó Harold, incorporándose.

—¡Ves! Excusas, sólo excusas. No creo que quieras ayudarme realmente — replicó Nadine, luchando para desembarazarse de sus manos.

—Nadine, deja de ser tan dramática. Vives una vida que más de una mujer quisiera tener.

—¿Estás seguro de ello? —murmuró ella con sarcasmo.

—Tienes dinero, un esposo, estás esperando un hijo, tienes lindas ropas, una hermosa cocina —

—¿Qué pasó con mi título de enfermera? ¿Con las exóticas islas que quería visitar? ¿Con la escritura y los trabajos de arte que tuve que abandonar?

Liberándose de sus manos, dio unos pasos hacia atrás.

—No tengo inconvenientes con que escribas mientras tanto no descuides tus deberes como espo ———, dijo Harold, intentando acercarse a ella.

—¡Alto ahí! — Nadine apartó su mano — ¿Por qué quieres que viva esta vida sin sentido? ¿Por qué te casaste conmigo?

—La vida está llena de sentido — respondió Harold, con más energía de lo que pensaba.

—¿Es esto todo lo que querías?— Nadine se tocó el vientre; la desilusión se reflejó en sus ojos pardos. Ya no continuaba secándose las lágrimas que inundaban sus ojos.

—¿Es por esto que te casaste conmigo?

Harold sintió que sus ojos también se llenaban de lágrimas. Esto no era lo que él había esperado de su matrimonio. —Tenemos nuestro amor, y a nuestro hijo — susurró Harold, colocando su mano —manchada con la sangre de Nadine — sobre su vientre de cinco meses.

—No es suficiente — susurró ella, apartándole la mano.

La sangre continuaba su camino por la muñeca de Harold y rodeaba su brazo como una víbora. —Lo siento mi querida...lamento que no hayamos sido suficientes para ti. Lamento no haberte escuchado e intentado ayudarte — susurró sus pesares, mirando cómo las gotas de sangre manchaban sus pantalones.

Cuando encontró a su esposa muerta en el baño, el sonido de los platos que ella había estado estrellando desesperadamente durante meses antes de su muerte volvió con mayor fuerza que nunca. Ella había necesitado ayuda. Me odio por no haber pasado más tiempo contigo. El bebé ya no estaba. Lo perdimos.... Pero esto únicamente sucedió porque Nadine se había colocado en la sien el revólver que Harold guardaba oculto en su cajón, y había apretado el gatillo. Me odio por no haber estado allí para sujetarte mientras caías.

El sonido de los gemidos de Harold llenó el pequeño baño. La acunó entre sus brazos. La cabeza de Nadine se movía hacia adelante y hacia atrás a causa de los intensos sollozos que sacudían su cuerpo, y que provocaban que el cuerpo femenino también se sacudiera junto con él. Por un momento, intentó engañarse pensando que ella podía despertarse. Pero no lo hizo.

La sangre de Nadine empapaba su camisa y sus pantalones, y un costado de su cabeza también estaba teñido de rojo luego de haber posado su rostro contra el de ella. No le importaba el hedor a sangre que había en la atmósfera ni que los ojos le dolieran de tanto llorar. Cuando, desesperadamente, buscó en su rostro algún signo vital, encontró lágrimas secas en sus mejillas. La luz de sus ojos había desaparecido. Durante horas interminables, simplemente la tuvo en sus brazos, la acunó y acarició el hijo no nacido que Nadine se había llevado con ella. 

Él sabía todo lo que la atemorizaba ser madre. La abrumadora responsabilidad que entrañaba la maternidad había sido demasiado para afrontar. O quizás no era la responsabilidad. Quizás era el abrumador sentimiento de sentirse atrapada y tener que decir adiós a sus sueños. Harold pensaba que con su amor era suficiente. Pero no fue así. Palabras, tiempo y amor eran lo que Nadine necesitaba. Sin las otras dos, el hilo del amor había sido demasiado delgado para sostenerla.

—Lo siento — susurró.

—Mis padres pasaron eventualmente por nuestra casa al día siguiente, y yo los recibí en la puerta, aturdido y cubierto de sangre.

El terapeuta asintió levemente, alentándolo para continuar.

Harold desvió su mirada y se concentró en una mancha que había en la alfombra.

—Yo estaba deshidratado o algo así. Aparentemente, había permanecido en el baño con ella durante veinticuatro horas. Parecía que había pasado más tiempo... pero también mucho menos.

—Si se siente cómodo haciendo elaboraciones, dígame ¿qué pensaba en todo ese tiempo?

—Quería morirme, me odiaba a mí mismo. Todavía lo hago. Si mis padres no hubieran pasado, habría tomado el revólver y me habría matado. No sé por qué dudé durante tanto tiempo. Creo que estaba en estado de shock y no quería abandonarla nuevamente. Suena estúpido, lo sé, pero le debía eso. Tuve que quedarme a su lado en esa instancia.

—El suicidio es una tragedia complicada. Cuando alguien se suicida, normalmente existe una miríada de razones para ello. Sentirse responsable es una reacción natural, pero debo recordarle que usted no fue el único responsable.

—Sí, sí, lo fui.

El terapeuta hizo una pausa. — ¿Cómo lo está llevando?

Durante un rato, Harold no respondió, pero luego murmuró: — Anoche la escuché.

—¿Como en un sueño?

—No...me desperté después del sueño. Podía sentirla besándome en la mejilla, y ella susurró, “ven conmigo”.

—¿Está seguro de que no fue un sueño?

—Muy seguro. Era demasiado real para ser un sueño.

El terapeuta escribió algunas anotaciones. —Usted pasó por un evento muy traumático en los últimos meses. El shock de lo que su esposa hizo todavía puede estar afectándolo. Todos encontramos maneras de... elaborar nuestras pérdidas. Avíseme si vuelve... a escucharla nuevamente.

Pero las voces no desaparecieron —pensó Harold— en realidad, se volvieron más insistentes.

—¡Harold! — La voz de Nadine se hizo más fuerte — ¡Harold, Harold! ¡Tienes que huir, ellos saben que estás aquí!

Harold se puso rápidamente de pie y abrió la puerta. El corredor estaba vacío. Lo recorrió lentamente, mirando constantemente hacia uno y otro extremo del mismo.

—El señor Phillips y sus hombres te encontrarán. Tienes que moverte más rápido.

—No, no lo harán — retrucó Harold.

—Ellos piensan que mataste a Helen y al doctor. ¿Fuiste tú? Tu memoria ya no es tan buena como antes, querido Harold. ¿Estás seguro?

—Yo no maté a nadie — respondió Harold. En ese momento se dio cuenta de que el corredor y el piso se desdibujaban mientras sus ojos se le nublaban por las lágrimas.

—Tú eres capaz de matar — dijo la voz. Harold sintió la culpa carcomiendo su interior.

Sacudió la cabeza, y las gotas de sudor cayeron rodando por los costados de su rostro. Tomándose un momento para respirar, descansó la espalda contra la pared del corredor. Sus dedos temblorosos golpeaban el empapelado. Miró hacia ambos lados. Estaba vacío...por ahora. ¿Lo encontrarían aquí?

—Tú me mataste.

El dolor le quemaba los ojos; los cerró bien fuerte. Basta, Nadine, por favor. Su respiración se volvió irregular. Inspirar. Exhalar. Comenzó a jadear. Inspirar. Exhalar.

—¿Te vas a poner a llorar en la mitad del pasillo, como un patético bebé? Tú me mataste. Podrías haberlo hecho rápido, pero elegiste hacerlo lentamente. Fuiste consumiendo mis esperanzas.

—Yo quería ayudar. Tú mataste al bebé — balbuceó.

—No, Harold, tú provocaste eso. ¡Tú mataste a nuestro hijo!

Se golpeó la cabeza. Quería que ella se callara. No era verdad; él no los había matado. Fue ella la que empuñó el revólver. Ella había apretado el gatillo.

Abrió los ojos de golpe, y se le paralizó el corazón. Unas pocas puertas más allá, en el corredor, había una mujer mayor de cabello rubio oscuro largo hasta los hombros. Lo estaba mirando fijamente, con los ojos bien abiertos. Harold se paralizó.

—Ella lo sabe. ¿Ves esa mirada? Ella sabe que eres el asesino. Ahora va a salir corriendo y contarle al señor Phillips.

Harold miró a la mujer. Ella retrocedió.

—Oh, ¿no crees que lo vaya a hacer? ¿Por qué retrocedió? La asustaste. Está aterrorizada. Debes parecerte a un asesino loco con esos cortes sangrientos en la cara y en los brazos.

—Yo no soy el asesino. Ella no piensa eso de mí. ¿O sí? Parece asustada, pero no va a contarle a nadie.

—Ella sabe lo que estás pensando. En cualquier momento va a comenzar a gritar y a alertar a todos en este barco. Debes silenciarla.

—No — gritó Harold en voz alta. La mujer vaciló.

—¡Rápido, atrápala! Tienes ese pedazo de vidrio en el bolsillo. Es ella o nosotros. Ella es parte del plan. ¡Ella sabe!

Harold gruñó y sacudió la cabeza con fuerza. ¿Silenciarla? Nadine, no puedo matarla. Soy incapaz de algo así. Y probablemente tiene un marido e hijos. Es una buena mujer.

—¡Mátala! ¡Tú mataste a tu propia familia; bien puedes matarla a ella también!

¡Cállate! ¡Cállate! ¡Ya no quiero escucharte más! Décimas de segundos después, Harold había agarrado el fragmento de vidrio y se estaba cortando un lado de la cabeza con él. ¡Cállate! Cayó al suelo y se obligó a ponerse nuevamente de pie, apoyado contra la pared. Duele...

—¿Qué estás haciendo? Eres un idiota. ¡Tienes que detenerla!

Las voces no se detendrían, y él continuaba lastimándose la oreja. ¡Déjame en paz! No quiero lastimarla. Aullando de dolor, sintió que se le nublaba la vista. La sangre caliente que caía coloreando su mejilla le traía terribles recuerdos.

—¡Señor, deténgase!

Rápidamente, Harold intentó clavarse el vidrio más profundamente en la oreja. Se mordió la lengua, luchando por no gritar.

—¡Señor! La voz ya no pertenecía a Nadine. Era de la mujer de cabello rubio oscuro.

Harold vaciló. La mujer parecía más aterrorizada que antes, pero también había lástima en sus ojos. Ella se acercó para sujetarle el brazo. ¿Quizás quería evitar que siguiera lastimándose? Al tirar del trozo de vidrio clavado en la piel de su oreja como si fuera un diente destrozado, éste se le cayó accidentalmente al suelo.

—Te va a arrebatar el arma. Te va a matar ella misma. Sabes de lo que eres capaz. ¡Tienes que detenerla! — chilló Nadine.

Harold vio que la mujer miraba hacia el vidrio que estaba en el piso. Ella movió los dedos. Ella quiere agarrarlo. Sabe quién eres y va a matarte. Quiere que Nadine se aleje de ti. 

Harold hurgó en sus bolsillos, buscando desesperadamente por cualquier cosa. Espantado, se encontró con un viejo enemigo. El metal frio acarició la punta de sus dedos. Sacó el cuchillo, el mismo cuchillo que había tirado por la borda unas noches atrás.

—¡Es usted! — gritó la mujer.