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Luna de Perlas

26 de Agosto de 1955

Viernes a la noche

Las luces de la araña de cristal del gran salón del Diamond Royale brillaban y se esparcían como gotas de lluvia por toda la habitación. Los pasajeros a bordo del buque de lujo se movían al ritmo de la orquesta en vivo. A ella le gustaba la música clásica, no estas melodías tan poco refinadas. Poco dispuesta a participar de los patrones de baile a bordo, se mantuvo pendiente de la aparición de su esposo en lugar de ello. 

La habitación estaba colmada de grupos de gente reunida. Generales, lores, damas y otros miembros de la élite abarrotaban el gran salón. Los hombres reían alegremente; las mujeres sonreían tontamente. Los pasajeros y los miembros de la tripulación entrechocaban sus botellas de cerveza, brindando por un arribo seguro a Nueva York. Sylvia se apartó hacia un costado con un cigarrillo entre sus dedos. Advirtió que muchos hombres se le acercaban subrepticiamente, recorriendo con la mirada su juvenil figura.

Las volutas de humo del cigarrillo escapaban de sus labios color carmesí. El aroma a nicotina, alcohol y perfumes costosos se filtraba en el aire. Esta mezcla agridulce impregnaba sus guantes de satén negro y se diluía en su rubio cabello. Este no era el primer acontecimiento sofisticado, aunque manido, al que asistía. Con el tiempo, el aburrimiento le había ido ganando al glamour. Hasta ahora, solamente un hombre a bordo del crucero había despertado levemente su interés, y no se trataba de su esposo. 

Destacándose entre la multitud, un hombre corpulento le llamó la atención. Lamentablemente, no se trataba de la persona que Sylvia estaba esperando ver. En pocos segundos, el hombre avanzó hacia ella. Sylvia desvió su mirada y dio una profunda bocanada a su cigarrillo.

— Sylvia, mi dulce perla.

El hombre se inclinó hacia ella. Su mejilla tenía la textura del papel de lija, áspera y con barba de varios días, y se advertía el olor a ajo en su aliento. Sylvia giró la cabeza en un intento por evitar sus labios. Esperaba que su esposo alemán dejara de molestarla pronto.

—Baila conmigo— le dijo.

—Markus, liebling, todavía necesito beber un trago.

Sus finos labios acariciaron su cuello y sus delgados dedos encontraron sus nalgas. Ella se resistió al deseo de clavarle el cigarrillo en la garganta. Ya le había dicho incontables veces a Markus que odiaba que la tocara de esa forma en público.

—¿Por qué no buscas unas bebidas?— se apresuró a decir Sylvia.

Markus le guiñó el ojo. Apenas se retiró, Sylvia caminó unos pasos, alejándose del bar. No quería que la presentara a ninguno de sus colegas, antiguos o recientes, como si fuera uno de sus productos. Oculta entre un grupo de personas, de un movimiento rápido se deshizo de la colilla del cigarrillo, y sacó otro de la cigarrera que había acomodado entre sus senos. Al pasarse las manos por el cuerpo, advirtió que había perdido el encendedor.

Kan ik u helpen?— dijo una voz masculina detrás de ella.

Se dio vuelta para encontrarse cara a cara con un hombre rubio, de su edad. No tendría más de veinticinco años, casi dos décadas más joven que su marido. Rápidamente dio un vistazo a su traje hecho a medida y a sus ojos color gris acero.

—Ja, alstublieft— respondió Sylvia, sorprendida al verse abordada en su lengua materna.

Extendió el cigarrillo hacia él para que lo tomara. El hombre lo encendió con su encendedor y se lo devolvió. ¿Quién era?

Cuando Sylvia le extendió la mano en un gesto de agradecimiento, se sorprendió al ver que el hombre se la llevaba hasta la boca. Sostuvo su mirada más de lo necesario mientras rozaba su piel con sus labios.

—¿Puedo ayudarle? — preguntó ella, perturbaba al sentir la tensión en sus dedos.

—¿Me permite este baile? — dijo él, acercándosele aún más.

—Soy una mujer casada.

Sylvia se alejó, pero él todavía retenía su mano.

—¡Sylvia! — ¿Alguien pronunció mi nombre? Con esa música tan fuerte, no estaba segura de haber escuchado bien.

Se desembarazó de la mano del joven al ver que Markus se abría paso entre la multitud y venía hacia ella con un vaso de vino en cada mano. El súbito enojo que vio en su cara se disolvió en el mismo instante en que se dirigió al hombre que estaba con ella.

—¡Ah!, veo que ya ha conocido usted a mi hermosa frau, Sylvia Wrinkler. Liebling, este es el nuevo contador del que te hablé. El señor Jacobus van Tiel.

Sylvia miró fijamente a Jacobus. No estaba segura si él se estaba mostrando encantador u ofensivo con la osadía de sus actos. Independientemente de ello, había algo en este hombre que no le gustaba. Todo su aspecto era fuerte, rígido y adusto, parecido al de Markus, aunque sin la barriga caída y la papada de su marido. 

—¿No es hermosa mi esposa? — dijo Markus sonriendo. Cuando estaban recién casados, a Sylvia le habían gustado sus cumplidos, pero con el paso de los años, estos comentarios le hacían morder la lengua de frustración. Ella era mucho más que una mujer hermosa; mucho más que simplemente su esposa.

—Es muy bella — dijo Jacobus, mirándola fijamente. —Eres un hombre de suerte.

Markus le entregó uno de los vasos a Sylvia mientras bebía un sorbo del otro.

—Realmente debería irme— insistió Sylvia, incómoda, e intentando alejarse de ambos.

Pero su marido la sujetó de la cintura. El brazalete de diamantes que llevaba se le clavó en la piel como una hilera de dientes. Viendo su escape frustrado, Sylvia se quedó quieta e hizo todo lo que pudo para mantener una sonrisa radiante en su rostro.

*

—Los médicos se sienten bien en los barcos porque ya están acostumbrados a los mareos— dijo Frank, estallando en una sonora carcajada y frotándose su enorme estómago. —¿Entienden lo que digo?

Los compañeros británicos de Harold se desternillaron de risa. Algunas gotas de vino del tambaleante vaso de Frank cayeron salpicando el saco y la chaqueta de Harold. Bebiendo un sorbo del propio, Harold hizo lo imposible por sonreír ante la mirada horrorizada de Frank.

—¿Arruiné tu traje? Discúlpame por favor — dijo Frank. Acto seguido bebió un sorbo de su copa de vino y sacó un cigarrillo.

—No hay problema. Lo digo en serio — mintió Harold. Se dio vuelta para marcharse, con la mandíbula apretada como única evidencia de su exasperación.

—¿Adónde vas? ¡Todavía no has compartido tus chistes con nosotros! — preguntó Frank, con los ojos húmedos por la risa. — ¿Estás molesto por la camisa?

—Sólo necesito un poco de aire fresco. Regreso enseguida — dijo Harold en voz alta, compitiendo con el fuerte volumen de las trompetas de la banda.

Frank le palmeó la espalda.

—Cuídate, ¿sí? Tu padre no hubiera deseado menos. ¡Diviértete!

Harold le devolvió la sonrisa; una sonrisa educada y fingida. A decir verdad, hubiera deseado arrancar los pesados dedos de Frank de su espalda. Lo último que quería era que le recordaran a su padre muerto.

Era difícil moverse entre la multitud. Ante cada tintineo de copas, Harold temía que su chaqueta alojara más manchas de vino. Una expresión de desdén se dibujaba en las caras pintadas de las mujeres, contrariadas por los empujones de Harold.

—Disculpe, disculpe — murmuraba Harold sin mucho entusiasmo. De todos modos, nadie podía escucharlo con esta música. Al tomarse un momento para mirar hacia arriba y por encima de la multitud, una centelleante lámpara de araña le dio la bienvenida. El techo estaba decorado con racimos de uvas, aceitunas y vides pintadas. Deslumbrante. 

Volvió a concentrarse en su objetivo y continuó abriéndose paso entre la gente. Cuando finalmente se vio expulsado por la multitud, se encontró ante un conjunto de grandes puertas que parecían abrirse hacia un abismo. Una suave brisa acarició su rostro, invitándolo a adentrarse en la noche. Junto a las puertas, un joven vestido de uniforme marcaba el ritmo con los pies al son de la música ejecutada por la banda. Harold salió de la atmósfera húmeda de la fiesta y fue recibido por una ráfaga de viento que golpeó su cuello y su rostro bien afeitado y le despeinó el cabello rubio oscuro. Entrecerrando los ojos, Harold avanzó por la cubierta del crucero.

La cubierta estaba vacía, oscura y sombría, y Harold no podía ver más allá de las luces brillantes que enmarcaban las puertas que daban al gran salón. Todo estaba extrañamente silencioso por causa del viento que amortiguaba el sonido de la banda de swing en su interior.

Caminó hacia la baranda y la tocó. Inmediatamente retiró la mano —estaba tan fría que ardía. Desde este lugar, podía escuchar claramente las olas que golpeaban contra el barco. Harold suspiró. Todavía era joven, aún no había cumplido los treinta años, y sin embargo actuaba como si tuviera ochenta. ¿Acaso no era esa la edad en que la gente abandona las fiestas temprano y pierde interés por emborracharse? ¿Acaso no eran los ochenta la edad en que uno ha quedado supuestamente viudo? 

Intentando ignorar las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, recorrió el costado del barco con la mirada. Era difícil hacerlo a causa de lo resbaloso de la cubierta. Vislumbró las grandes y oscuras olas que rompían contra el barco. Esta visión lo asustó. ¿Y si se caía? El mar se lo tragaría entero. Harold se dio vuelta, apoyando la espalda contra la baranda, y recobrando el aliento. Era difícil respirar bajo estas condiciones climáticas, y los penetrantes vientos apenas comenzaban a crecer en intensidad.

Una sombra cruzó rápidamente por su visión.

—Harold— susurró la voz de su esposa.

—¡Vete de aquí! — gritó, cerrando fuertemente los ojos. Su cuerpo se puso tenso, y sintió el frío en los huesos. Déjame en paz, por favor.

Estos fantasmas que lo acechaban no tenían piedad. Se le clavaban en la mente cuando menos lo esperaba. Las tiernas caricias de su esposa rozaron su mejilla. Las manos de Harold intentaron alejarlas con agresividad, sólo para encontrar el vacío. Pero en esa acción, perdió el equilibrio.

Se estrelló el coxis contra la cubierta y se golpeó la cabeza con la baranda. El dolor le atravesó el cuerpo. Sus lastimosos quejidos se perdieron en el rugido del viento frío. Al levantar la vista, el brillante cielo estrellado distrajo su atención del dolor en su cuerpo. 

Los minutos pasaron. Harold continuaba tendido en una especie de montón retorcido, con la mirada fija en el cielo. El dolor se había reducido a un latido apagado. Quizás fue la desilusión lo que mató a mi padre. ¿Qué hubiera pensado su padre de su hijo tendido en la cubierta de un barco? Sus palabras resonaron en su mente.

—Eres una desgracia, una maldita desgracia. ¿Qué clase de imagen crees que estás mostrando? Eres un hombre, no un animal.

—No fue mi intención avergonzarlos a ti o a mamá — dijo Harold, sintiendo como si tuviera nuevamente diez años.

—No puedo negar que la muerte de Nadine fue trágica. Pero no voy a tolerar este tipo de comportamiento de alguien que lleva mi apellido. Aun cuando se trate de mi hijo. Si escucho una vez más sobre alguno de tus incidentes...

Con un débil movimiento de cabeza, la voz de su padre desapareció y pudo concentrarse nuevamente en las titilantes estrellas. Ya habría tiempo para reflexionar sobre la desilusión de su padre, pero por ahora quería disfrutar el cielo nocturno del Atlántico.

Harold no intentó ponerse de pie. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que lo encontraran. O quizás nadie lo hiciera. Si simplemente me quedara acá tendido el tiempo suficiente, quizás hasta podría llegar a desaparecer.

El sonido de unos suspiros de placer y besos húmedos irrumpió en el silencio de la noche. Con la intención de estar a solas, una pareja había encontrado algún lugar para esconderse en la cubierta desierta del crucero. La mujer rió nerviosamente antes de abandonarse a un largo gemido. Harold cerró los ojos.

—Ven aquí — Nadine le guiñó un ojo, tomándolo de la mano. Doblaron en la esquina de la cocina, y ella se apretujó contra la pared. Con los brazos alrededor de Harold, lo acercó más hacia ella antes de besarlo.

—Mis padres llegarán en cualquier momento para almorzar — susurró Harold contra sus labios. Aun cuando intentó resistírsele, sintió que comenzaba a excitarse y a preocuparse. Con cada beso, era cada vez más difícil mantenerse concentrado.

—Quiero festejar.

—Los periódicos publicarán nuevamente tus poemas — dijo Harold.

Encontrando un momento de claridad, Harold se alejó y se acomodó la camisa dentro de los pantalones. ¿En qué momento Nadine se la había sacado?

—Me acaban de avisar por teléfono, y quiero festejar — insistió ella. — Tus padres siempre se retrasan una hora.

—Tan pronto como se marchen, festejaremos.

Con una sonrisa, Harold tomó la mano de Nadine suavemente. —Estoy orgulloso de ti, patita.

Ella puso los ojos en blanco y una sonrisa se dibujó en su cara.

—Tienes que comenzar a preparar el almuerzo.

Harold no terminó lo que estaba diciendo porque Nadine le tomó la cara para besarlo. Las manos de ella acariciaron su nuca, sus dedos recorrieron su espeso cabello rubio.

Abriendo los ojos, luchó por enfocarse en las estrellas. Cuando Harold se llevó la mano a la nuca, sintió algo caliente y pegajoso. Mierda... La oscuridad invadió su vista. Sus dientes castañetearon.

Un alarido perforó el aire nocturno. Este grito no era de alguien que estaba haciendo el amor, era un grito que brotaba de los pulmones de una mujer, provocado por el miedo y el dolor. Harold se levantó rápidamente. Sabía que no provenía de la pareja que había estado escuchando a escondidas. Este sonido tenía un tono diferente y provenía de otra dirección.

Tambaleándose en la oscuridad que cubría la cubierta como un velo, el piso parecía ladearse peligrosamente. Harold se sujetó de la baranda, pero sus pies cedieron. A los tumbos se dirigió hacia el lugar desde donde provenía el grito que había rebanado su mente como un cuchillo. Le latía la nuca.

—¡Ayuda! ¡Ella necesita ayuda! — intentó gritar Harold, pero solo le salió un susurro de voz. Su visión se nubló justo antes de que todo se pusiera completamente negro.