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Amaranto Inquieto

Domingo a la noche

Mortificada, Betty dio un paso hacia atrás. Rezó una plegaria en silencio. Pretendiendo no haber visto nada, volvió a meterse adentro del barco a toda prisa. Inicialmente, había salido a la cubierta porque necesitaba tomar un poco de aire fresco. Michael le había destrozado los nervios una vez más. Y después de lo que creyó haber visto, seguramente sufriría otro colapso nervioso.

—¡Qué rapidez! — comentó Michael, cuando ella regresó a la mesa del comedor.

—Temo que voy a tener que acostarme temprano — se excusó Betty.

Tomando la servilleta que tenía sobre su falda, Michael la colocó sobre la mesa.

—¿Qué te pasa?

—Me parece que estoy mal del estómago — dijo ella, tratando ser discreta.

Con una mirada de disgusto, Michael hizo caso omiso de sus comentarios.

—Terminaré mi cena. Te veré en el camarote.

Por primera vez, agradeció que la ignorara. No deseaba estar rodeada de gente. Algo sobre el hombre en la cubierta la hacía sentir sucia. ¿Estaba sujetando un cuchillo? Debió habérselo imaginado. Pero todo lo que recordaba era el cuchillo en su mano...y no dejaba de pensar en la mujer asesinada. Betty se tocó el estómago, sintiéndose horriblemente descompuesta.

De regreso en el camarote, corrió al baño para vomitar, sujetándose de la pared. Le dolía la garganta por el ácido ardiente que todavía podía sentir en la lengua. Una vez que se sintió lo suficientemente fuerte como para incorporarse, se dio una ducha caliente.

Sentada en el piso de la ducha, se dio cuenta de que había estado llorando. ¿Por qué había salido a la cubierta? Ella nunca había sido una chica curiosa. Amaba la ignorancia que su madre le había enseñado a imitar. Ahora había visto algo que no podría olvidar jamás. De no ser por el reflejo del metal, no se habría dado cuenta de que lo que ese hombre estaba sujetando era un cuchillo. ¿Lo habría arrojado por la borda? No podía asegurarlo....

Michael llegó una hora después que ella. Se quedaron tendidos en la cama. Betty estaba mortalmente quieta, aferrada a sus sábanas, mirando fijamente el techo. Sólo después de que él se dio vuelta y advirtió su expresión mortificada, es que decidió dirigirle la palabra.

—¿Por qué demonios estás así? ¿Qué pasó?

Ahora ella deseaba simplemente haber cerrado los ojos y pretender que todo estaba bien. Pero no lo estaba. No podía controlar el temblor en sus manos. ¿Ayudaría a Michael esta información? Después de todo, él estaba ayudando en el caso.

—Me pareció haber visto un hombre con un cuchillo en la cubierta esta noche.

—Eso es absurdo.

—Lo vi. Tenía algo en la mano. Era de alguna especie de metal. Parecía un cuchillo — dijo Betty con fervor. —Estoy segura de que era un cuchillo.

—¿Qué aspecto tenía?

—Altura media, cabello castaño, creo. De tez blanca. Probablemente de nuestra edad, o un poco más joven. Ropas oscuras. No pude ver mucho más. Era de noche.

—Podría haber sido cualquiera.

—Yo vi un cuchillo. ¿Quién podría haber querido deshacerse de un cuchillo?

Michael suspiró, con la misma expresión en el rostro como cuando sus hijos lloraban asustados por los monstruos nocturnos.

—Estás bajo un gran estrés. Quizás no era un cuchillo.

—¡No lo estoy inventando!

—Ya lo sé, Betty — susurró Michael.

—El hombre...creo que tenía cabello castaño. O a lo mejor era rubio. Estaba oscuro y...tenía tez blanca...

—Es suficiente. Vámonos a dormir.

De pronto, el tono de Michael se había tornado severo.

—El hombre no dejaba de masajearse la nuca. Como...si le doliera o algo así — Betty soltó abruptamente.

Michael quedó paralizado.

—¿Sabes quién podría ser? — preguntó Betty, agrandando los ojos.

—No dejes que esto te preocupe. La investigación continuará mañana.

La voz de Michael sonó desprovista de emoción, pero ella sintió que le ocultaba algo. Aliviada de haber podido contarle a alguien lo que había visto, se dio vuelta y finalmente cerró los ojos.

*

—¿Por qué cuestionas lo que hace Jacobus? ¡Él es mi empleado! Yo le digo lo que tiene que hacer. Ya te he dicho que tienes que actuar como una esposa. ¿Por qué desobedeces mis órdenes?

Sylvia estaba parada al lado de las cortinas, mirando hacia el cielo poblado de estrellas como diamantes. Brillaba luminosamente. La noche le daba a muchos la oportunidad de descansar, pero en vez de ello, ella estaba bien despierta con un enojado Markus que la acosaba con sus palabras.

—¡Él tomó mi collar de tulipanes! — se defendió ella, dándose vuelta para enfrentarlo.

—Yo le pedí que lo sacara de la caja fuerte. Estábamos planeando usarlo como base para un nuevo diseño. De todos modos, ¡no tengo por qué darte explicaciones!

Si bien Sylvia sabía lo que debía hacer en estas situaciones, no podía evitar sentirse cada vez menos dispuesta a ello. La bestia se balanceaba de un lado a otro, jadeando constantemente.

—Apártate de Jacobus. Eres mi esposa; no mi socia. No tienes cabida en mi trabajo o cerca de mis empleados.

—Era mi collar — dijo Sylvia duramente.

—Pero todo me pertenece a mí.

—¡Era un regalo!

Era suyo para usarlo todas las veces que quisiera, recordando a su hogar.

—No te olvides, mi perla, que todo lo que posees, todavía es mío — gruñó Markus.

—¿Quién paga por tus lindos vestidos? ¿Quién pagó este crucero? ¿Quién paga la comida y la casa? ¿Quién pagará por nuestros hijos?

Ella se mordió la lengua. Si bien todavía no había tenido su período, tampoco iba a dejar que lo supiera. No sólo porque podía tratarse de una falsa alarma sino porque no quería darle el gusto de saber que su semilla estaba floreciendo en su vientre. Más bien, al contrario, era una semilla que la estaba envenenando.

—Tú lo haces — murmuró Sylvia, vencida. No tenía sentido discutir con él.

—Estoy profundamente desilusionado, pero aprenderás de tus errores.

Dirigiendo su mirada nuevamente hacia el cielo nocturno, tomó conciencia de la dimensión de la trampa que la envolvía.

—Todo lo que necesito saber es que estás arrepentida, Sylvia.

Sometida durante toda su vida, ella asintió con la cabeza. Esta era su prisión, para siempre. ¿Había una salida? Sí, la había, pero... ¿no sería un desperdicio de su potencial? La imagen del revólver de Jacobus apareció en su mente. La duda aún la acosaba: ¿cómo sería el sabor de la muerte: dulce o amargo?

—Lo siento, Markus.

En vez de dejarla a solas para regodearse en la autocompasión, Markus se le acercó y exigió un beso. Desganada, presionó sus labios contra los de su esposo. Una grotesca fantasía se le cruzó por la mente. Podía imaginarse la satisfacción de clavarle los dientes en los labios, y de morderlos hasta sangrar. Quería que él le rogara por su perdón, que se rebajara ante ella.

*

Uno...dos...tres...

Rodrigo se deslizó fuera de su camarote y trató de caminar con la mayor tranquilidad posible hasta el otro cuadrante del barco. Mientras que el camarote de Rodrigo formaba parte de los ubicados en segunda clase, el de Patricia estaba en la tercera clase, lo que quería decir que tenía que exponerse mucho más de lo que habría deseado. El amarillo mostaza de las alfombras que decoraban los corredores de la tercera clase era muy diferente del rojo brillante de las alfombras de la primera y segunda clase.

Sonrió a las pocas personas que encontró en los pasillos, petrificado ante la idea de que pudieran preguntarle adónde se dirigía. La mayoría estaba demasiado ebria como para darse cuenta de su presencia, demasiado alcoholizada por haber participado en los programas de diversión nocturna ofrecidos por el crucero.

—Joder— maldijo por lo bajo cuando llegó a al camarote de Patricia. Camarote 287. No había nadie en el largo corredor que estaba iluminado por lámparas a gas de hierro forjado. La placa con el número de camarote brillaba, y se apresuró a colocar la llave en la cerradura. Cerró la puerta detrás de él, y se apoyó contra ella, aliviado.

El día anterior había sido absolutamente surrealista. ¿Por qué estaba escabulléndose por los corredores? Ya tenía en sus manos la sangre de Helen. No podía permitir mancharse con la sangre de Patricia. Aunque no estaba seguro de la crueldad del señor Phillips, sabía que Patricia no se encerraría por sus propios medios en aquella habitación. Algo siniestro estaba sucediendo detrás de escena. Aun cuando quería que Patricia escapara sana y salva del barco, tampoco quería saber demasiado. Este crucero iba a ser un período de descanso para él. Irónicamente, se había convertido en algo muy distinto a unas tranquilas vacaciones.

Se movió dentro del camarote de Patricia. Parecía que una bomba había detonado en su interior. Las ropas caían del armario como figuras de serpentina y las que estaban desparramadas sobre el suelo habían formado una especie de alfombra de retazos nueva. Lo que lo preocupaba era saber quién había hecho esto, si Patricia...o los custodios que habían arrasado con todo lo que había en su camarote.

Afortunadamente, Patricia le había dicho exactamente dónde se encontraba el reloj de bolsillo. Si bien la cama había sido desplazada de la posición original, Rodrigo empujó la cabecera para alejarla un poco más de la pared. Se agachó para inspeccionar la pata derecha y advirtió las dos muescas en la madera. Las palpó con los dedos hasta que una de ellas se movió.

Con ayuda de la pequeña herramienta dentada que ella le había dado, fue abriéndose paso lentamente por los bordes del tapón de madera. Poco a poco, el tapón fue desplazándose hasta que pudo asirlo con los dedos y tirar de él. Sacó una pequeña bolsa. Ansioso por confirmar que había encontrado lo que buscaba, la abrió.

La caja dorada brillaba, acunando los complejos órganos del reloj de bolsillo. Unos diamantes y rubíes diminutos rodeaban la circunferencia. Las manecillas continuaban marcando la hora correcta, 11:31 PM. El contacto del frío metal contra el calor abrasador de sus dedos, hizo temblar a Rodrigo. No sólo se dio cuenta de que estaba ante un objeto de gran valor sino de que todavía se encontraba en la habitación de Patricia. No estaba seguro en ese lugar.

Escondiendo la bolsa en el bolsillo, se tomó un respiro. Nadie podía verlo abandonar el camarote. Si esto salía mal, sería terrible. Recordó a su envejecida esposa en su hogar, a sus hijos crecidos. Su hija estaba esperando un bebé, así que pronto lo convertiría en abuelo. Pensó en su aldea natal. En todas las personas que había ayudado con sus conocimientos médicos y en los que todavía podía ayudar. Se preguntó si merecía la pena que lo enviaran a la cárcel por ayudar a Patricia, en caso de que lo atraparan. El señor Phillips y sus empleados parecían un tanto despiadados en este aspecto. ¿Por qué serían bondadosos con él?

Cuanto más pensaba en estas cosas, más ponía en su riesgo su vida. Con la mano transpirada giró la perilla de la puerta, y salió al pasillo. Sin mirar hacia los costados, comenzó a caminar de regreso hacia su camarote. A cada paso, sentía que los músculos se le iban endureciendo. Ya estaba más lejos del camarote 287 y más cerca del suyo. No podían atraparlo. Sería un hombre libre.

El tictac del reloj de bolsillo que marcaba la hora dentro de su chaqueta sonaba como un segundo latido de su corazón.

Cuando llegó al camarote y le entregó el reloj a Patricia, ésta no cabía en sí de su asombro. Radiante de alegría, lo tomó de sus manos y le agradeció repetidas veces. Si bien Rodrigo se sentía muy mal pensando que ella tenía que dormir en el vestidor, sabía que era lo más seguro. Cuando se dio vuelta en su cama para entregarse al tan merecido descanso, vio que Patricia todavía estaba mirando fijamente su tesoro. Una serena sonrisa enmarcaba su rostro, y en sus ojos se reflejaban las brillantes piedras, como si estuviera hipnotizada.

La ansiedad que había contaminado su flujo sanguíneo durante toda la tarde recién ahora comenzaba a retroceder. ¿Valía la pena haber pasado todo ello por este reloj de bolsillo? Rodrigo no tenía la menor idea de las razones que tenía Patricia para correr semejante riesgo.