Capítulo Quince
Christina caminaba descalza por el jardín trasero, mojándose los pies con el rocío nocturno. No soportaba estar encerrada en casa. Aiden llevaba ausente cinco días, el tiempo máximo permitido, según Canton. Después de aquella noche estarían quebrantando las reglas del testamento. Aiden no se había puesto en contacto con ella, de modo que no sabía si pensaba volver a casa por la mañana.
¿Cómo podía estar tan desesperada como para haberle entregado su corazón a un hombre que le había dicho a las claras que no se quedaría con ella?
Algo la hizo dirigirse al estudio de Aiden, como si estar allí la hiciera sentirse cerca de él. La puerta estaba cerrada, pero la llave colgaba junto a las otras en el vestíbulo. Tenía que entrar. La puerta se abrió fácilmente bajo sus temblorosos dedos.
Alargó la mano buscando el interruptor, pero recordó que había una lámpara en la mesa junto a la puerta. La luz reveló aquel lugar de trabajo tan preciado para Aiden.
Si fuera su madre lo destrozaría todo con el mazo. Había presenciado muchos ataques de ira antes del divorcio de sus padres. Su madre llegó a rayar con la llave el nuevo coche de su padre. Pero Christina no era así. Lo suyo no era la destrucción, sino la culpa. Se había pasado mucho tiempo echándose la culpa por todo.
La culpa por el accidente de Lily. La culpa por no impedir su derrame cerebral. La culpa por no poder apartar a su madre de la vida tan dañina que había elegido.
Culpa por todo y al mismo tiempo por nada. La culpa nacía en su interior, aunque a veces los sucesos externos la avivaban. Como el derrame de Lily. Christina sabía que no habría podido evitarlo, pero desde entonces había intentado compensarlo como fuera.
Para distraerse de sus pensamientos se acercó a los estantes y observó los progresos en las piezas de mármol que había visto en su última visita. A pesar de lo cerca que había creído estar de Aiden los últimos meses, él nunca la había invitado a su estudio. Ella solo había entrado por su cuenta una vez. Le parecía demasiado atrevido por su parte invadir el espacio más íntimo de Aiden, su refugio y fuente de paz y sosiego.
¿Podría ser que Aiden no quisiera mostrarle aquella parte de él? Al fin y al cabo, las veces en que había confiado en ella habían sido en la intimidad. Tal vez nunca había tenido intención de ir más allá del sexo.
Vagó distraídamente por la habitación, pasando el dedo por las herramientas y esculturas a medio acabar, hasta la última estatua. Estaba en un rincón y costaba verla con tan poca luz. La última vez que estuvo allí, el bloque de piedra negra con vetas doradas solo presentaba un tosco cincelado en la parte superior y en los bordes. Mucho había cambiado desde entonces, porque desde la base rocosa se erguía la silueta de una mujer. Y esa mujer era ella. Christina. Su misma barbilla, su mismo pelo y una expresión amable y serena que no logró reconocer.
Con dedos temblorosos acarició el contorno del rostro, sorprendida por la suavidad de la piedra y la textura del cabello, cuyas líneas y ondulaciones le conferían una sensación de movimiento.
¿Por qué Aiden la había esculpido a ella, precisamente a ella, en aquella increíble obra de arte? ¿Qué podía encontrar tan fascinante en ella que lo había esculpido en piedra?
Unas pisadas en el porche la sobresaltaron. Se giró y miró ansiosa hacia la puerta, esperando ver entrar a Aiden. ¿Ya había vuelto? ¿Se pondría furioso al encontrarla allí?
Las pisadas recorrieron la tarima y se detuvieron, dando la impresión de que quienquiera que fuese había rodeado la casa. Christina se acercó rápidamente a la ventana y miró desde un lado sin dejarse ver. Unos jóvenes corrían en dirección al sendero que conducía a la fábrica. Dos de ellos se detuvieron y se pusieron a hablar entre ellos, permitiendo a Christina ver sus rostros. A uno no lo conocía personalmente, pero lo había visto por el pueblo. El otro era Raúl, uno de los jardineros que trabajaba a media jornada en Blackstone Manor.
Christina los observó con extrañeza, hasta que saltaron la valla y se perdieron de vista en el bosque. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar que estaba sola en la casa con aquellos hombres merodeando por el jardín. Conocía a Raúl desde hacía un año y, si bien no era el más simpático de los empleados, nunca se había mostrado grosero ni indolente. Aun así, había algo en ellos que la inquietaba.
¿Debería esperar un poco antes de salir? ¿O salir ya y arriesgarse a que la vieran? ¿Y si la estaban vigilando desde el bosque?
Decidió correr el riesgo y se giró hacia la puerta. Seguramente podría volver a la casa sin que nadie la viera.
Estaba a pocos pasos de la puerta cuando vio el humo. Al principio no entendió lo que significaban los hilillos grisáceos que salían bajo la puerta, pero de repente lo comprendió y se quedó aturdida y paralizada por el pánico. Aquellos hombres habían prendido fuego a la cabaña. Con ella dentro. No sabía el alcance de las llamas, pero tenía que salir de allí. Miró la única ventana trasera que no estaba bloqueada por el aire acondicionado. Era pequeña y estaba a bastante altura del suelo, como el ventanuco de un sótano. Aunque pudiera abrirla no creía que pudiera pasar por el hueco.
El humo se hacía más denso y abundante por momentos, acuciándola a actuar sin demora. Avanzó de nuevo hacia la puerta. Tal vez no fuera la mejor opción, pero era la única salida posible. Tocó la manija metálica para comprobar la temperatura. Estaba caliente, pero aún se podía agarrar sin quemarse.
Con el corazón desbocado y los ojos lagrimosos por el humo, respiró profundamente y giró la manija. Usando la puerta como protección, la abrió con mucho cuidado.
Entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que había cometido un error fatal. La puerta dio un fuerte vaivén y la golpeó, tirándola al suelo. Un terrible dolor estalló en su cabeza. Intentó levantarse, pero el cuerpo no le respondía y sentía que algo le chorreaba por la frente.
Por la puerta abierta vio el fuego consumiendo el porche. Las llamas avanzaban inexorablemente hacia el interior.
La visión se le empañaba y las náuseas le revolvían las entrañas. Cerró los ojos e intentó pensar. Tenía que salir de allí y no podía moverse.
Aiden no perdió un solo segundo en cuanto vio el resplandor que parpadeaba en algún punto a la izquierda de Blackstone Manor. Giró nada más atravesar la verja y pisó a fondo el acelerador. Cuanto más se acercaba, más crecía su sospecha.
Al bajar del vehículo se encontró ante una nube de humo que se elevaba junto a su estudio. Maldijo en voz alta y recordó la amenaza de Balcher. Aiden era demasiado cuidadoso con su trabajo como para que aquel incendio fuera el resultado de un cortocircuito o algo por el estilo. ¿Sería un ataque de su rival?
La furia le abrasó el pecho. Si Balcher quería mandarle un mensaje, se había equivocado de persona. Aiden se lo haría pagar muy caro.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Jacob, que ya estaba con los otros en el jardín.
—Vi las llamas al pasar y avisé a Nolen. Hemos llamado a los bomberos, pero tardarán un poco en llegar.
—¿Cuánto?
—Otros diez minutos, por lo menos —respondió Nolen—. Estamos conectando las mangueras a los grifos externos del pozo, pero no sé de cuánto servirá. Lo siento, señorito Aiden.
—Lo sé, Nolen —se dio la vuelta y observó al pequeño grupo. Marie contemplaba la escena desde lejos, con un chal encima del camisón. Nicole rodeaba con un brazo a su abuela. Luke y el jardinero, que vivía encima del garaje, arrastraban las mangueras desde la casa. Las únicas que faltaban eran Lily y… —. ¿Dónde está Christina?
Los hombres se miraron los unos a los otros.
—No ha salido —dijo Jacob—. Supongo que sigue en la casa.
Aiden sintió un escalofrío mientras Nolen sacudía la cabeza.
—¿Alguna vez se ha mantenido al margen de lo que sucede en esta casa? —exclamó, y echó a correr hacia la cabaña.
—Creía que la cabaña estaba cerrada con llave —gritó Jacob, pisándole los talones.
Le pareció que tardaban una eternidad en llegar al claro, cubierto de humo. Los otros hombres también se acercaban, cargados con cubos y mangueras. Al aproximarse lo más posible a las llamas, oyó un débil sonido. Se detuvo e intentó calmar la respiración para escuchar.
—¿Qué ha sido eso?
—Alguien pidiendo ayuda —dijo Jacob entre jadeos—. ¡Está dentro!
Aiden solo empleó un segundo en examinar la situación. Las llamas envolvían el porche y era imposible colarse por la ventana. Pero tenía que entrar y tenía que hacerlo ya. Decidido, se dirigió hacia el porche.
—¡Aiden, no! —gritó Jacob, pero él no le hizo caso. Si esperaba sería demasiado tarde, y de ninguna manera iba a dejar a Christina dentro de la cabaña.
Las llamas eran más altas a lo largo de la pared, pero un poco menos entre las maderas nuevas del porche. Aiden se cubrió la nariz y la boca con el cuello de la camisa y atravesó el porche, rezando por que las tablas resistieran bajo sus pies. Entró en la cabaña y tropezó con el cuerpo de Christina, inmóvil en el suelo.
El corazón volvió a latirle cuando vio que ella levantaba ligeramente la cabeza.
—Vamos, pequeña. Salgamos de aquí.
—¿Aiden? —preguntó ella con voz quebrada, pero inmediatamente se puso a toser.
Aiden la levantó, se la cargó al hombro y se volvió a la puerta. El humo le impedía ver nada, pero parecía que alguien estaba echando agua. Sin perder un instante, se lanzó hacia las llamas más débiles y atravesó el fuego, recibiendo al momento una bendita y fresca lluvia. El jardinero y Nolen manejaban la manguera, Luke y Jacob lo ayudaron a tumbar a Christina en la hierba. Ella se giró de costado, sin parar de toser, y entonces Aiden vio la sangre.
—Apuntad con la manguera hacia aquí —ordenó Jacob. Los hombres rociaron a Aiden y a Christina hasta asegurarse de que no les quedaban ascuas en la ropa y continuaron luchando contra el fuego.
Aiden limpió la sangre que le cubría la mitad del rostro a Christina.
—¿Qué te parece, Luke? —sabía que su hermano estaba cualificado en primeros auxilios por su profesión.
Luke alumbró con su linterna el rostro de Christina, quien cerró los ojos y empezó a tiritar.
—Creo que solo es un corte. Las heridas en la cabeza sangran mucho, pero enseguida llegará el equipo médico con los bomberos.
Aiden agradeció que la ayuda estuviera en camino. No le importaba el estudio, ni las herramientas ni su trabajo. Solo le importaba aquella mujer.
Poco después el césped trasero de Blackstone Manor estaba lleno de vehículos y luces parpadeantes. Tres camiones de bomberos voluntarios habían llegado después de la policía local, y también había una ambulancia y varios oficiales del condado.
Christina estaba siendo atendida por los médicos. No había mirado a Aiden ni había preguntado por él. Tan solo una vez, en la cabaña, había pronunciado su nombre. Aquel momento lo acompañaría toda su vida.
Incapaz de quedarse de brazos cruzados, fue en busca de su hermano y lo encontró con el bombero jefe, dos agentes de policía y Bateman, que llevaba la chaqueta de bombero voluntario.
—¿Se sabe ya qué demonios ha pasado? —preguntó con voz profunda y dura.
Los hombres se miraron entre ellos y luego a Jacob. Este le hizo un gesto con la cabeza a uno de los policías, quien se presentó a Aiden.
—Por lo que hemos podido deducir, cinco hombres se acercaron a la cabaña al ponerse el sol con intención de quemarla. Todo indica que emplearon una sustancia inflamable y que prendieron fuego en varios puntos alrededor de la cabaña.
—¿Cinco hombres? ¿Conocemos a alguno de ellos?
Jacob asintió.
—Raúl, uno de los jardineros.
—¿Los han detenido ya?
—Aún no —respondió el policía—, pero hemos emitido una orden de búsqueda y captura. No podrán llegar muy lejos.
Aiden observó el caos.
—Si no los han atrapado, ¿cómo saben quiénes eran?
—Su esposa pudo identificar a dos de ellos.
—¿Quiere decir que los vio mientras prendían fuego a la cabaña?
—Vio claramente a dos de ellos y reconoció al jardinero —confirmó el oficial—. A los otros los vio corriendo hacia el bosque. No fue hasta que se acercó a la puerta que advirtió lo que ocurría.
Aiden tragó saliva al imaginársela atrapada en la cabaña, rodeada por las llamas.
—¿Qué estaba haciendo allí?
—No estoy seguro —respondió Jacob.
Los remordimientos se apoderaron de Aiden. Debería estar con ella. Pero ¿querría ella estar con él?
—Se golpeó la cabeza y cayó al suelo al abrir la puerta —continuó Jacob—. Debió de pensar que la única salida era atravesar las llamas del porche.
Aiden pensó que iba a desmayarse, pero consiguió mantenerse en pie a base de voluntad y rabia contenida. Se preocuparía por cualquier persona que estuviese herida, pero la semana que había pasado fuera solo le había servido para confirmar lo que sentía por su mujer. Lo único que quería era estar con ella.
Se dirigió hacia la ambulancia, seguido por Jacob, donde un médico estaba hablando con Marie mientras otro recogía el material.
—¿Cómo está? —preguntó Jacob.
Marie se volvió hacia ellos preocupada.
—Mejor, creo.
Aiden alcanzó a ver el interior de la ambulancia, donde Christina estaba tumbada en una camilla, cubierta por una sábana y con una mascarilla de oxígeno. La sangre seguía manchándole el lado derecho de la cara.
—¿Cómo está? —le preguntó al médico más cercano.
—Tiene los pulmones irritados por la inhalación de humo. Además ha sufrido un par de quemaduras leves, y habrá que coser el corte de la frente. Pero con todo ha tenido mucha suerte.
Aiden volvió a mirar a la mujer que era su esposa, a quien le había negado el contacto durante una semana.
Un médico lo hizo retirarse, pues tenían que llevarla al hospital. El primer impulso de Aiden fue insistir en acompañarlos y así estar con Christina. Pero ella aún tenía que abrir los ojos. Aiden no sabía si estaba dormida o evitándolo.
—¿Podríais tú y Nolen ir con ellos? —le preguntó a Marie—. Querrá tener a alguien con ella, y yo tengo que ocuparme de unas cuantas cosas aquí —nada que no pudiera delegar en sus hermanos, pero ¿acaso no se había pasado toda la vida delegando en ellos sus responsabilidades?
—Por supuesto. Te mantendremos informado hasta que puedas ir.
Francamente, él sería la última persona a la que Christina quisiera ver, por lo que sería mejor disponer de alguna información cuando fuera a verla.
—Avísame en cuanto sepas algo. Yo iré tan pronto como pueda.
La ambulancia partió con la sirena a todo volumen, Nolen y Marie la siguieron en la camioneta, y Aiden se volvió hacia el caos de coches, personas y plantas pisoteadas en que se había transformado el jardín trasero. Miró los restos del estudio, cuyo techo se había derrumbado. No soportaba imaginarse a Christina luchando por escapar de la cabaña en llamas.
Mientras contemplaba la actividad que se desarrollaba ante sus ojos, los bomberos echando agua en las ruinas calcinadas, Luke y Nicole llevando café y algo de comer, el policía tomando notas, le invadió una sensación de culpa muy familiar.
Pero por una vez no dejaría que la culpa lo apartara de sus seres queridos.
Ni esa vez ni nunca más en su vida.