Capítulo Siete

 

 

Christina se había olvidado de la existencia de la cabaña. La última vez que se alejó tanto de la casa no pudo seguir avanzando por culpa de la maleza.

Pero Aiden se había encargado de reformar la pequeña cabina que Lily había mandado construir para él cuando era joven. El terreno que la rodeaba había sido desbrozado y se habían sustituido los viejos tablones del porche. En el interior sonaba música rock a todo volumen. Al girar la esquina vio un aparato de aire acondicionado bloqueando la ventana lateral.

Allí era donde Aiden había pasado los últimos días. Christina había estado evitándolo, a él y los recuerdos del bar, durante una semana. Las noches no habían sido fáciles, pero rara vez coincidían a la hora de acostarse o al levantarse, y durante las horas de sueño Christina se acurrucaba en un lado de la cama para evitar rozarse con Aiden.

Haría lo que fuese para que no se repitiera la noche de bodas. Aiden había entrado en la habitación justo cuando ella salía del baño con un pantalón corto de pijama y una camiseta holgada. La intensa mirada de Aiden la hizo meterse rápidamente en la cama. Pero cuando cerró los ojos como una solterona remilgada oyó los ruidos de Aiden al desvestirse y no pudo evitar imaginárselo semidesnudo.

Los días no eran mucho mejores. Luke había servido como amortiguador mientras estuvo en la casa, pero Christina se alegró cuando volvió a Carolina del Norte porque sus miradas especulativas la sacaban de quicio… Bastante tenía ya cuando se atrevía a mostrarse en público. En semejantes circunstancias no era extraño que Aiden necesitara un lugar para estar solo.

Al ver la valla que señalaba la división entre la finca de Blackstone Manor y los terrenos de la fábrica pensó que aquella cabaña era lo máximo que podría alejarse de ella.

Llamó a la puerta y esperó. La música que sonaba en el interior estaba tan alta que le atronaba la cabeza. Llamó otra vez, y al no recibir respuesta se atrevió a girar el pomo.

Aiden estaba de pie en el rincón más alejado de la puerta, de espaldas a ella. Una espalda desnuda y musculada que a Christina se le hizo la boca agua. El sudor le resbalaba por la columna y desaparecía bajo los pantalones cortos color caqui. Armado con un cincel y un martillo, esculpía un bloque de piedra con una concentración absoluta. Otras esculturas a medio acabar esperaban su turno en las mesas. El centro de la estancia lo ocupaba un armario bajo con la superficie llena de herramientas. Christina lo observó todo maravillada. Sabía que Aiden tenía una próspera empresa dedicada a la importación y exportación de obras de arte, pero no que él mismo las crease. Le dolió que no hubiera compartido aquella afición con ella, pero ¿por qué iba a hacerlo? Que ella deseara conocerlo no significa que él sintiera lo mismo.

Verlo moverse era como contemplar el arte en movimiento. La flexión de sus músculos recordaba las orquestadas ondulaciones de la superficie marina.

—Aiden —lo llamó, pero la canción de Nirvana ahogaba cualquier otro sonido en la habitación.

Se acercó y lo tocó en el hombro con la punta de los dedos. Solo pretendía advertirlo de su presencia, pero sus dedos bajaron por la espalda como si tuvieran voluntad propia.

Él miró por encima del hombro y su expresión se ensombreció al verla. Transcurrieron varios segundos antes de que se girara hacia el equipo de música para apagarlo.

—Te he llamado, pero… —intentó justificarse ella, con las mejillas ardiéndole, como si hubiera hecho algo malo.

Él dejó las herramientas en la mesa y la miró de frente, ofreciéndole una imagen espectacular de su torso desnudo. Christina tragó saliva y se obligó a mirarlo a los ojos.

—No pasa nada —dijo él en tono reservado—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Ella miró alrededor, intentando no fijarse en su impresionante musculatura.

—Marie tenía un mensaje para ti, pero me ha dicho que aquí no hay teléfono. ¿No has traído tu móvil?

Aiden negó con la cabeza y agarró una toalla para secarse la cara y los brazos.

—Demasiada distracción.

Christina tragó saliva y desvió otra vez la mirada hacia las herramientas y los bloques de piedra.

—No sabía que esculpieras. Lily nunca me lo dijo.

—Nunca vio mi obra. No empecé a esculpir hasta después de su accidente. Me sirve para descargar la tensión.

—No soy una experta, pero parece la obra de un profesional —dijo ella, acercándose a la estatua de un caballo.

Sintió cómo él se acercaba por detrás.

—Lo es. Vendo mis obras como hacen otros muchos artistas. Hice que me trajeran los bloques de la cantera para trabajar en ellos hasta que mi ayudante y yo podamos enviarlos a Nueva York.

Una contundente explicación para recordarle que tenía una vida lejos de allí. No como ella.

—Me alegra que tengas tu obra… Me gustaría que te sintieras como en casa —cerró la boca y deseó haberse tragado la lengua. Le hacía parecer como un visitante, algo que no era y que ella no quería que fuese. Pero tenerlo tan cerca de ella, medio desnudo, le impedía pensar antes de hablar.

—Esta nunca será mi casa —declaró él rotundamente, y se apartó para apoyarse de espaldas en otra mesa de trabajo—. ¿Cuál es el mensaje?

—¿Qué?

—Has dicho que Marie tenía un mensaje para mí. ¿De quién? —el simple arqueo de sus cejas bastaba para excitarla.

—Ha llamado Bateman, el capataz. Le gustaría verte para hablar de la fábrica.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Esta noche, después del trabajo.

—¿Quiere que nos veamos en la fábrica?

—Sí.

Aiden se puso a golpetear sus bíceps con los dedos. Estaba muy distinto aquel día, pero Christina no se atrevía a indagar y cambió de tema.

—¿Cómo sabes qué forma darle a la piedra? ¿Lo elige el cliente?

Se acercó a un bloque de piedra negra con vetas doradas a medio tallar. De momento solo se adivinaba el contorno de una cabeza humana, sin rasgos ni vida. Alargó la mano y palpó la piedra, fresca a pesar del calor que reinaba en la cabaña y contra el que nada podía hacer el aire acondicionado. La textura era basta e irregular, pero Christina se imaginó su suavidad y naturalismo cuando la obra estuviera completada.

—Es muy fácil —respondió Aiden finalmente—. Solo tienes que escuchar.

Christina giró la cabeza y lo encontró mirándola, o más bien mirando sus manos.

—¿Escuchar? ¿La piedra?

Él subió la mirada hasta sus ojos.

—Para cada artista es distinto. Casi siempre tengo una idea general, pero los detalles cambian según la composición y la complejidad de la piedra.

Christina había extendido las palmas sobre la piedra y se imaginaba a Aiden desbastándola meticulosamente hasta dar con el ángulo deseado, igual que se enfrentaba a la vida.

De repente sintió su calor varonil en la espalda y sus manos deslizándose por los brazos hasta cubrirle los dedos, que se curvaban sobre la piedra.

La respiración se le aceleró, se le erizaron los pelos de la nuca y el miedo y la excitación le desbocaron el corazón. Tal vez fuera un desconocido, pero su cuerpo lo necesitaba desesperadamente. Se había pasado las noches pensando en él, y cuanto más peligroso fuera ese anhelo más lo deseaba.

Él se inclinó hacia delante, atrapándola entre su cuerpo y la mesa de trabajo. Christina sintió el inconfundible bulto de su erección frotándole el trasero. Se arqueó hacia atrás, impulsada por un deseo más fuerte que sus miedos. Él emitió un gemido y hundió la cara en sus cabellos, muy despacio, como si actuara en contra de su voluntad. Incapaz de resistirse, Christina ladeó la cabeza para exponer el cuello a sus labios y se estremeció al sentir el calor y la humedad de su boca. Se puso de puntillas y él la rodeó por el estómago, incrementando la sensación de seguridad ante el peligro. Aiden siguió succionándole y mordiéndole la piel hasta llegar al hombro mientras deslizaba las manos hacia arriba, deteniéndose a escasos centímetros por debajo de los pechos.

«Por favor, no te pares», quiso gritar ella, pero se mordió el labio, pues no estaba lista para expresar sus deseos. Los pezones se le pusieron dolorosamente duros, y cuando él no se movió ella empezó a frotarse contra su cuerpo.

De pronto Aiden bajó las manos y la agarró por las caderas para detenerla. Por unos instantes ninguno de los dos se movió, hasta que Aiden despegó la boca de su hombro y la acercó al oído. Christina esperó con la respiración contenida, sospechando que no iba a gustarle lo que estaba a punto de oír.

—Christina… Tienes que irte —respiró profundamente mientras sacudía la cabeza—. Vete. Ahora.

La apretó una vez más antes de soltarla, pero ella no podía moverse. Y él tampoco.

Debería sentirse humillada por su rechazo, pero la prueba palpable de su excitación avivó el poder femenino que había enterrado en lo más profundo de su ser. Aun sabiendo que Aiden la dejaría en cuanto tuviera ocasión, quería correr el riesgo y que el deseo la consumiera. Quería que Aiden se dejara llevar y llegara adonde ningún hombre había llegado antes con ella.

Giró la cabeza y reunió todo su coraje para susurrarle:

—¿Y si no quiero irme?

—Entonces, tendré que esforzarme yo por los dos.

 

* * *

Horas después, Aiden conducía en silencio la camioneta de la finca por las afueras del pueblo, con Christina sentada a su lado. La tensión se palpaba en el aire, pero ambos la ignoraron mientras seguían las indicaciones hacia la fábrica. El terreno de la fábrica colindaba con las tierras de Blackstone Manor, pero para llegar hasta allí había que atravesar cientos de hectáreas propiedad de la familia. El camino los llevó junto a Mill Row, una urbanización construida expresamente para los trabajadores de la fábrica, y a través de los campos donde se cultivaba el algodón.

Cuanto más se acercaban a la fábrica, más despacio conducía Aiden. Había temido aquel momento desde su regreso, pero no iba a pensar en el motivo, y mucho menos explicárselo a la mujer que no dejaba de mirarlo. Ya tenía demasiado poder sobre él.

Además, si le confesaba sus nervios tendría que explicarle por qué le había pedido que lo acompañara. ¿Qué hombre querría parecer un gallina volviendo al lugar de sus traumas infantiles?

Había habido muchos cambios desde la última vez que estuvo. El aparcamiento había sido ampliado y asfaltado y una nueva alambrada rodeaba el complejo, además de contar con una garita. Pero para Aiden aquellas estructuras metálicas y las viejas chimeneas en desuso siempre representarían la opresora tiranía de su abuelo, aunque sostuvieran la economía del pueblo.

Un guarda los hizo pasar sin detenerse, pero mirándolos con extrañeza. Al aparcar, Christina se bajó y echó a andar, mientras que Aiden lo hizo mucho más despacio. Cada paso le suponía un enorme esfuerzo de voluntad. Ni su cuerpo ni su mente querían entrar en el edificio que se levantaba ante él.

—¿Estás bien, Aiden? —le preguntó Christina.

Él no respondió y siguió avanzando. Si se detenía, tal vez no pudiera continuar. Pero sus pasos acabaron deteniéndose de todos modos. Miró el edificio de oficinas contiguo a la fábrica y no pudo impedir que la respuesta brotara de sus labios, acuciada por la reconfortante presencia de Christina.

—No he vuelto a este lugar desde que murió mi padre.

La voz serena y suave de Christina atravesó la turbulencia que reinaba en su cerebro.

—Creo que encontrarás a mucha gente que recuerde a tu padre. Hizo grandes cosas por la fábrica.

Y esperaría que él también las hiciera. Aiden reanudó la marcha y se concentró en su propósito, no en el pasado que lo atormentaba. Al entrar fueron recibidos por dos personas. Un hombre con una chaqueta negra y aspecto de científico se adelantó.

—Señor Blackstone, el señor Bateman lo está esperando. Si es tan amable de seguirme, lo conduciré a su despacho.

—No, gracias. Antes quiero ver la fábrica.

El hombre pareció desconcertado, pero la mujer se adelantó con una sonrisa.

—Bienvenido, señor Blackstone. Soy Betty, la ayudante del señor Bateman. Si prefiere caminar por la planta le sugiero unos tapones para los oídos.

Aiden aceptó dos pares, le dio uno a Christina y echó a andar, seguido por los otros. Sentía todas las miradas fijas en él, pero se obligó a no apresurarse y tomó buena nota de lo que veía, haciéndole preguntas a Betty y hablando con algunos empleados de mantenimiento. Al salir de la planta de producción recorrieron un intrincado laberinto de pasillos hasta el edificio de administración. Allí Aiden se puso tan rígido que mantuvo la vista al frente, sin mirar los pasillos que iban dejando a cada lado. Finalmente llegaron a una puerta de cristal con la palabra «Dirección», y Betty los hizo pasar a un amplio despacho sencillamente decorado.

—Aiden, Christina, gracias por venir —los saludó Bateman. Le dio a Christina un efusivo abrazo, pero con Aiden fue mucho más reservado—. ¿Qué les ha parecido la fábrica? —su voz expresaba orgullo, pero también inquietud.

—Todo parece ir muy bien. La maquinaría ha sido renovada.

—A largo plazo es más rentable así —corroboró Bateman.

Aiden asintió, luchando contra la desazón.

—¿Cuánto tiempo lleva a cargo de la fábrica?

—Doce años. Aprendí del hombre que reemplazó a su padre.

Aiden volvió a endurecerse por la mención de su padre, pero estiró el cuello para relajar los músculos.

—Ha hecho un buen trabajo.

Bateman los invitó a tomar asiento y Aiden hizo que Christina se sentara pegada a él en el sofá. El contacto de su muslo lo ayudaba a tranquilizarse. Por una vez, la necesidad de estar cerca de ella no tenía nada que ver con el sexo.

Mantuvieron unos minutos de charla hasta que Aiden se puso serio.

—Antes de empezar me gustaría señalar algo. Como seguro que ya sabe, hace años que dirijo mi propia empresa en Nueva York, dedicada a la importación y exportación de obras de arte.

Tomó nota de la postura defensiva que adoptaba Bate en el sillón. Betty se apoyó en el borde de la mesa.

—Pero una fábrica, especialmente una como esta, excede mi experiencia —continuó Aiden—. He estudiado los informes de mi abuelo, pero le agradecería que me pusiera al corriente de las operaciones.

Siempre era mejor empezar haciendo preguntas que impartiendo órdenes. Bateman se relajó y estiró los brazos a ambos lados del sillón.

—La fábrica opera a plena capacidad todo el año, salvo los días festivos y los cierres puntuales por labores de mantenimiento. Debe tener presente que la actividad abarca todos los sectores de producción, desde las balas de algodón en bruto hasta la confección de ropa de cama.

Continuó hablando de los beneficios, que empezaban a crecer tras la sequía del año anterior. Aiden escuchaba atentamente, pero en todo momento era consciente de la mujer que estaba a su lado. Era una sensación nueva para él, pues siempre había antepuesto el trabajo al placer. Pero a Christina era imposible ignorarla, y el efecto que ejercía en él no dejaba de crecer, ya fuera para bien o para mal.

—¿Hay motivos de preocupación a corto plazo? —preguntó.

—No, señor. Para saber las cifras específicas tendría que preguntar en contabilidad, pero gracias a las mejoras que introdujo su padre y a la reinversión de los beneficios la fábrica va bastante bien y tenemos una sólida lista de clientes. No hay motivos de preocupación a corto plazo —frunció ligeramente el ceño—. Al menos en el aspecto económico…

Aiden tuvo la impresión de que habían llegado al propósito de aquella reunión. Y Christina debió de pensar lo mismo, porque se inclinó hacia delante para preguntar.

—¿Hay algo que debamos saber?

El rostro de Bateman era una máscara impenetrable, y durante unos segundos no dijo nada, limitándose a mirar a Aiden.

—Tranquilo, Jim —volvió a hablar Christina—. No estaríamos aquí si Aiden no quisiera lo mejor para la fábrica y para el pueblo.

Aiden se preguntó de dónde sacaba aquellas confianzas, pero no corroboró las palabras de Christina. Bateman tendría que fiarse de él.

—Están sucediendo cosas extrañas en la fábrica —admitió el director—. Problemas de diverso tipo que afectan a la producción.

—¿Desde cuándo? —preguntó Aiden. La noticia no era nueva, pero quería detalles.

—Un año, aproximadamente —Bateman frunció el ceño—. Al principio eran cosas sin importancia, pero luego empezaron a ser más graves. Lo peor ocurrió hace poco. Uno de nuestros mayores proveedores, con el que llevábamos años trabajando, canceló un envío en el último minuto y se negó a atender más pedidos sin ningún motivo aparente. Tuvimos que retrasar una importante entrega a uno de nuestros mejores clientes.

—Si la fábrica adquiriese mala reputación las ventas caerían drásticamente —añadió Aiden, expresando directamente lo que insinuaba Bateman.

—La semana pasada sufrimos otro retraso por culpa de un fallo en las máquinas. El técnico cree que no fue un accidente.

—¿Algún sospechoso?

—El técnico no —respondió Bateman con una triste sonrisa—. Podría ser cualquier empleado con acceso al área… alguien del equipo de mantenimiento o del personal de limpieza. Pudimos resolver el problema a tiempo, pero si el responsable es quien creo que es hay motivos para preocuparse…

—Dígamelo —lo animó Aiden, posando distraídamente la mano a Christina en la espalda.

—Hará cosa de un año un hombre llamado Balcher hizo una oferta por la fábrica. Es un conocido empresario que se dedica a comprar las empresas de la competencia al precio más bajo posible para luego desmantelarlas y forzar su cierre.

—Eliminando la competencia…

—Exacto. Blackstone Mills es la única fábrica que se le resiste… Todavía. Pero si la seguridad de las instalaciones está en peligro… —se frotó la calva cabeza—. Alguien acabará sufriendo un accidente y entonces sí que tendremos un problema serio.

Aiden maldijo en voz baja. Aquel debía de ser el comprador potencial del que Canton había hablado. El implacable empresario que llevaría Black Hills a la ruina a menos que Aiden protegiera la rentabilidad de la fábrica.

—¿Qué piensa hacer al respecto?

—Aumentar la seguridad nocturna —respondió Bateman—. No quiero que cunda el pánico, pero hablaré con los encargados para que estén más atentos y sean más estrictos con la seguridad.

No había mucho más que se pudiera hacer.

—Veré qué puedo hacer para implicar a las autoridades.

—Me temo que es hora de avisar a la policía, pero lo único que tenemos es la palabra del técnico. No hay más pruebas.

Aiden se puso en pie.

—Si Balcher está sobornando al personal de la fábrica para sabotearla, nos enfrentamos a una grave amenaza. Por desgracia para Balcher, no soy alguien que se deje amedrentar fácilmente.

Bateman relajó la expresión y la postura. Estupendo, porque iban a tener que trabajar juntos.

Bateman lo observaba con un brillo en los ojos.

—Dígame, ¿por qué hace esto?

—¿A qué se refiere?

—No ha pisado este pueblo desde que tenía dieciocho años. Es evidente que no está aquí por voluntad propia.

—Muy listo —repuso Aiden. Se dejó caer en un sillón y cerró los ojos. No quería enfrentarse a los recuerdos que le evocaba el entorno. No quería pensar en lo sola que parecía Christina sentada allí sin él. No quería pensar en lo mucho que echaba de menos su calor corporal.

Pero Bateman no había terminado.

—¿Sabe? Yo estaba en el equipo de dirección cuando su padre sustituyó a James en la supervisión. Lo veía en acción todos los días, y fuera cual fuera el motivo que lo trajo aquí, su padre se quedó solo por una razón: la gente.

Aiden deseó responder con algún comentario ingenioso, pero tenía la mente en blanco.

—¿Qué está diciendo?

—Que ustedes dos son muy parecidos.

A Aiden le avergonzó reconocer que no lo eran. Solo se había preocupado de sus necesidades y deseos, sin pensar en nadie más hasta que regresó a Blackstone Manor. Su padre no estaría orgulloso del hombre en que se había convertido.

Tenía que salir de allí cuanto antes.