Capítulo Tres

 

 

Aiden agarró una de las galletas que Marie había dejado enfriándose en la cocina y analizó la situación. Su abogado no había encontrado manera de desenredar el tinglado que había montado James. No había nada que permitiera declararlo mentalmente desequilibrado, aunque siempre lo había sido, y cualquier procedimiento legal para conseguir la custodia de su madre llevaría demasiado tiempo. Aiden no quería arriesgar la salud ni el bienestar de una persona a la que tanto le debía.

Su enfado estaba, pues, justificado, pero cuando abandonó la cocina con el sabor del chocolate en la lengua supo que debía controlarse. Al fin y al cabo no era un crío con una rabieta ni un joven descocado. Era un hombre capaz de manejar operaciones millonarias como marchante de arte. Seguro que podía manejar a un viejo obstinado y una novia potencial… pero solo si conservaba la mente fría.

No oyó los pasos hasta que fue demasiado tarde. Se disponía a subir la escalera cuando levantó la vista y chocó con alguien que estaba bajando rápidamente. Un cuerpo suave y femenino que emitió un chillido al tambalearse. Los dos se habrían caído si Aiden no se hubiera echado inmediatamente hacia delante para no perder el equilibrio. Christina intentó echarse hacia atrás, pero el ímpetu la llevó también hacia delante y sus cuerpos quedaron firmemente pegados como uno solo.

Aiden se quedó paralizado, casi sin poder respirar. Al recuperar el aliento olió la fresca fragancia de los cabellos de Christina y no pudo resistirse a apretarla contra él y clavar las manos en su suculento trasero, enfundado en unos vaqueros.

Llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Era la única explicación a aquel desconcierto. Su regla estricta de «sin compromisos» lo había llevado a una vida de encuentros pasajeros y aventuras de una sola noche, pero su última amante resultó ser la mujer equivocada. A Ellen Zabinski no le hizo ninguna gracia que se marchara a la mañana siguiente como si nada, y desde entonces Aiden no había vuelto a fiarse de ninguna mujer.

La oscuridad de la escalera aumentaba la sensación de intimidad, y lo único que se oía eran las respiraciones de ambos. Estaban tan cerca que Aiden sintió los temblores que recorrían el cuerpo de Christina y que se transmitían al suyo. Tardó bastante en reaccionar.

—¿Sigues buscando la manera de invadir mi territorio, Intrusa?

La pregunta tuvo el efecto deseado y Aiden sintió cómo la tensión reemplazaba la deliciosa suavidad del cuerpo de Christina.

Ella se apartó y apoyó una mano en la pared.

—Aiden… —su tono remilgado no ocultaba su dificultad al respirar—. Lo siento, no te he visto.

«Yo no lo siento en absoluto», pensó él.

—Y no estoy invadiendo nada, así que te agradecería que no volvieras a usar conmigo ese estúpido apodo.

Aiden siempre se había resentido de las atenciones que Christina recibía en Blackstone Manor. Tal y como él lo había vivido de niño, Christina había invadido la caótica vida familiar y se había hecho con la poca atención positiva que había en la casa. Y una calurosa tarde de verano él le había escupido una dolorosa acusación de la que siempre se arrepentiría.

—Estoy intentando ayudar, Aiden —dijo ella en voz baja.

Él tuvo que carraspear antes de volver a hablar.

—¿Por qué? No soy nada para ti.

—Ni yo para ti, pero me preocupo por Lily.

—Podrías ser la enfermera de otras muchas personas.

A pesar de la poca luz, Aiden vio la mirada asesina de Christina y se extrañó de no salir ardiendo por aquel fuego. En vez de eso sintió un soplo de aire cuando ella se movió en los escalones.

—Si te hubieras dejado ver por aquí en los últimos diez años, sabrías que Lily ha sido como una madre para mí. Desde que éramos niños —tragó saliva y bajó un momento la mirada—. Esto es lo que se espera de mí —añadió en un tono desprovisto de toda emoción.

—¿Te venderías por dinero a un desconocido? ¿Con la esperanza de que el viejo te dé un trozo del pastel a cambio de tu trabajo?

—No —declaró ella como una profesional—. No me estoy vendiendo, pero estoy dispuesta a sacrificarme por Lily. Como enfermera y amiga suya, estoy convencida de que es consciente de dónde está. Esta casa ha sido su santuario desde el accidente, y sacarla de aquí afectaría gravemente su estado físico y emocional. Sobre todo si él la mete en… —se estremeció— ese sitio. Haré lo que tenga que hacer para impedirlo. ¿Tú no?

Aiden cambió el peso de una pierna a otra.

—¿Crees que él le haría algo así?

Christina dejó escapar un bufido nada femenino.

—¿Acaso lo dudas? Con los años se ha vuelto aún más obstinado.

—Pues tú pareces manejarlo muy bien —dijo Aiden, recordando cómo le había dado la medicina.

—Solo me hace caso como enfermera porque tiene miedo de morir.

—Él no tiene miedo de nada.

—Todos tenemos miedo de algo, Aiden —su respiración temblorosa así lo sugería—. La muerte es lo único que James no puede vencer ni cambiar.

Incomprensiblemente, Aiden sintió una extraña afinidad. Christina tal vez pareciera delicada, pero estaba demostrando ser una chica muy lista. Y además tenían un vínculo en común: Lily. Él se sentía obligado a hacerlo por su madre, pero la devoción de Christina iba más allá de la amistad y el celo profesional. ¿Se debía a lo buena que había sido Lily con ella o había algo más? Aiden estaba dispuesto a averiguarlo.

El silencio debió de resultarle insoportable a Christina, porque hizo ademán de seguir bajando. Lo correcto habría sido echarse a un lado, pero el deseo por volver a sentir su cuerpo mantuvo a Aiden perversamente quieto.

—¿Aiden?

—¿De verdad estás dispuesta a hacerlo? —le preguntó con la respiración contenida. ¿Podría vivir junto a aquella mujer sin tocarla?

—No lo sé. No creo que pueda compartir una cama contigo.

Su voz revelaba su incomodidad, y él se imaginó haciéndola sentirse muy cómoda en una cama para dos.

—Tranquila. Ya se me ocurrirá una solución.

—¿Tenías otras candidatas para casarte? —le preguntó ella—. No te di tiempo a elegir.

Aiden había conocido a bastantes mujeres en los últimos diez años, a cada cual más atractiva, pero a ninguna le interesaba algo tan aburrido como el matrimonio. Siempre se había mantenido apartado de las mujeres sencillas y hogareñas.

—No —admitió, y se apartó para dejarla pasar—. No creo que pudiera pagarle lo bastante a mi secretaria para que se trasladara a este rincón del mundo y me aguantara las veinticuatro horas del día.

—Bueno… Tal vez no sea Nueva York, pero tenemos un cine, buenos restaurantes y un local de música country —evitó deliberadamente su mirada mientras él la seguía a la cocina—. No es que a mí me interese mucho, pero sobre gustos…

—¿Qué piensan tus padres de todo esto?

—¿Quién sabe? —«¿a quién le importa?», parecía insinuar.

Extraño. Todo lo que Aiden había visto desde su regreso le hacía pensar que Christina era el tipo de mujer que valoraba a la familia por encima de todo. Su delicado aspecto, su inquebrantable lealtad y su profesión eran sinónimos de matrimonio, hijos y un bonito hogar familiar. Razón de más para mantenerse alejado de ella.

Solo quedaba por resolver la cuestión de la cama.

 

 

Christina bajó con pies de plomo los escalones del juzgado de Black Hills. La tormenta de la noche anterior había dejado paso a una fresca brisa que agitaba los árboles de la plaza. Y ella se sentía igual de sacudida mientras seguía temblorosamente a Aiden y a Canton. ¿Sería por el tiempo o estaba en estado de shock por haber firmado los papeles?

—Es oficial —había dicho el juez con una amplia sonrisa, satisfecho por casar a un Blackstone.

En realidad, aún no era del todo oficial, pues la licencia de matrimonio aún tardaría una semana, pero Christina sabía que no iba a cambiar de opinión. No podía darle la espalda a Lily, quien tanto se había sacrificado por ella.

Unos hombres se les acercaron al pie de la escalera. Vestidos con camisas y vaqueros parecía exactamente lo que eran, un grupo de trabajadores del pueblo que se disponía a empezar su fin de semana en el bar de Lola´s.

—Vaya, vaya, mirad esto… Si es Aiden Blackstone, que vuelve de Nueva York.

Christina se estremeció. Jason Briggs era el tipo más engreído de Black Hills, la compañía menos apropiada en su actual estado de nervios.

—Jason —lo saludó secamente Aiden, quien no debía albergar muy buenos recuerdos de él.

—¿Qué estás haciendo aquí? No creo que sea una visita de placer después de tanto tiempo —desvió la mirada hacia Christina—. ¿O quizá sí?

Las risitas de sus amigos inquietaron a Christina. Aiden no parecía un tipo que se enzarzara en una pelea, pero Jason era conocido por abusar de hombres más débiles que él. Las diferencias entre ambos no podrían ser más claras. Con sus pantalones de vestir y la camisa metida por dentro parecía un profesional apuesto y sofisticado, mientras que sus negros cabellos estilosamente engominados y su expresión taciturna le conferían aquel aire creativo que seguramente hacía suspirar a las mujeres de Nueva York.

Pero en aquella situación era como comparar un barril de dinamita con unos simples petardos. Jason y sus hombres podían ser los peces grandes en aquel pequeño estanque, pero Christina no dudaría en apostar por el tiburón que invadía sus dominios.

—Estoy aquí para ocuparme de los asuntos de mi abuelo ahora que él está enfermo —dijo Aiden tranquilamente, sin mencionar el verdadero propósito de su visita al juzgado.

—Incluyendo la dirección de la fábrica —añadió Canton.

El grupo empezó a murmurar, pero Jason zanjó las especulaciones.

—No creo que pueda hacer más que el viejo Bateman.

—¿Quién es Bateman? —preguntó Aiden.

Todos lo miraron en silencio hasta que Christina respondió.

—Bateman es el actual director de la fábrica.

—¿Qué os parece? —dijo Jason, alzando la voz—. Ni siquiera sabe quién es el director y cree que va a acabar con todo lo que está pasando.

—Seguro que sabré arreglármelas —repuso Aiden sin perder un ápice de compostura.

Jason le sostuvo un momento la mirada, seguramente intentando que Aiden bajara la suya. No lo consiguió y miró a Christina, un blanco mucho más débil. Ella tuvo que reprimir el impulso de ocultarse detrás de la fuerte espalda de Aiden. Jason era algunos años mayor que ella, pero se le había insinuado cuando eran adolescentes y no había aceptado de buen grado su rechazo.

—Supongo que tú lo habrás puesto al día, ¿no, encanto? ¿Es información todo lo que le das? —convencido de haber asestado unos cuantos golpes certeros, Jason decidió que ya había terminado con ellos y se llevó a su equipo.

Aiden los vio marcharse antes de preguntar.

—¿De modo que trabaja en la fábrica?

—Sí —respondió Canton, anticipándose a Christina—. Su padre trabaja en el departamento de administración, creo.

—No le servirá de nada si vuelve a hablarle así a Christina.

Sorprendida, Christina observó la severa expresión de Aiden. Nadie la había defendido antes, o al menos nadie había podido hacer mucho en su defensa. Que Aiden castigara a Jason por ella… No sabía cómo sentirse al respecto.

Frunció el ceño mientras el grupo se alejaba. Tal vez se pareciera más a su madre de lo que quería admitir. Ninguno de los hombres del pueblo le había interesado mucho, y menos los idiotas como Jason, que creían ser un regalo para las mujeres. Pero el aura de sofisticación y seguridad que envolvía a Aiden le provocaba serios estragos cada vez que lo miraba.

Al girarse hacia los hombres se encontró con la mirada de Aiden. Sintió que le ardían las mejillas y rezó por que no adivinara sus pensamientos.

—¿A qué se refería? —preguntó él.

—Bueno… —¿por qué se lo preguntaba a ella y no al abogado?—. Ha habido algunos problemas en la fábrica. Envíos que se retrasan o se pierden, maquinaria que deja de funcionar inesperadamente… Cosas así.

—¿Sabotaje?

—De ningún modo —intervino Canton—. Tan solo es una coincidencia.

—Algunas personas opinan que sí es un sabotaje —dijo Christina. No quería mentirle a la persona que podría arreglar la situación—. Pero no hay ninguna prueba. La gente del pueblo empieza a ponerse nerviosa y a preocuparse por sus empleos…

Canton carraspeó y la fulminó con la mirada para hacerla callar.

—Todo irá bien cuando sepan que un Blackstone competente vuelve a estar al mando.

Pero Aiden seguía mirándola a ella, fija e intensamente. ¿Cuándo fue la última vez que un hombre la había mirado como a una mujer? Por desgracia, los negros ojos de Aiden no reflejaban el deseo que a ella le ardía en las venas. La suya era una mirada escrutadora, calculando hasta qué punto podría serle ella de valor.

Sí, ella podría ser útil a mucha gente, pero en particular a Aiden. Conocía el pueblo mucho mejor que él. Y Jason acababa de dejar claro que no sería fácil hacerse con la principal fuente de recursos. Los sureños tenían buena memoria y escaso respeto por los foráneos que pretendían imponer sus criterios.

A Aiden lo aguardaba un difícil reto, pero Christina tenía la sensación de que acababa de elegirla a ella para allanarle el camino.