14

Cinco horas y media más tarde la policía de Manchester rodea mi casa, pero yo sigo en el puñetero despacho de Noble esperando a que aparezca el director general Ronald Angus. Me levanto y me siento, hablo con Joan por teléfono, me levanto y me siento, mientras Noble, Prentice y los demás entran y salen.

—Siéntese, Peter. —Angus me da una palmadita en la espalda, cuando llega por fin.

Noble cede su asiento al Gran Jefe Ron.

—Veamos. —Se acomoda en la silla.

Noble le pasa el papel en una funda de plástico, el sobre en otra.

Angus levanta el sobre en alto.

—Señor Peter Hunter —lee. Y añade—: ¿Llegó al Griffin?

Digo que sí con la cabeza.

—¿El sábado? —Escudriña el matasellos.

—De Manchester —digo.

Deja el sobre en la mesa y saca la carta:

Estimado oficial:

Lamento no haber escrito antes, pero preste mucha atención a esta advertencia: mataré a su mujer y sus hijos.

JACK EL DESTRIPADOR

Ronald Angus deja la carta, me mira y mira a Peter Noble, que está al otro lado de la habitación.

—La letra es la misma —dice Noble.

—O muy parecida —dice Angus.

—Le hemos estado esperando, pero en el laboratorio de Wetherby tenían prisa.

Angus pasa por alto el comentario.

—¿Ha hablado con su mujer? —me pregunta.

—Sí.

—¿Se lo ha dicho?

—Sí.

—No tienen hijos, ¿verdad?

—No.

—Eso es una suerte.

Miro el reloj:

Son las tres de la madrugada.

Víspera de Navidad de 1980.

—Quiero irme a casa, director —digo.

El director general Angus mira al subdirector general Peter Noble y se encoge de hombros:

—Me parece bien.

Me levanto y me vuelvo hacia Noble.

—Gracias, Pete —digo.

Asiente con la cabeza.

—Estaremos en contacto —dice.

Estoy a punto de salir cuando empieza a sonar el teléfono.

—Conduzca con cuidado —dice Angus, mientras Noble atiende la llamada.

Digo que sí y abro la puerta.

—Hunter. —Noble cubre el micrófono con una mano y me indica que espere.

Yo:

—¿Qué pasa?

Angus mira a Noble:

—¿Qué?

Noble asiente con la cabeza y dice al micrófono:

—Puto infierno.

Yo, a su lado:

—¿Qué?

—De acuerdo —dice Noble, y cuelga con violencia.

—¿Qué? —preguntamos Angus y yo al tiempo.

—La mujer de Eric Hall.

Yo:

—¿Qué?

—Está muerta.

Yo:

—¿Qué?

—Su hijo la ha encontrado ahorcada en la cocina hace treinta minutos.

En el coche camino de Denholme:

Prentice, Noble y yo.

La nieve vuela sin posarse; el coche en silencio y los villancicos en la radio.

Prentice, Noble y yo.

Tengo los ojos llenos de lágrimas.

Aparcamos detrás de un coche patrulla en la entrada del jardín. Hay un Ford en la puerta del garaje.

Noble se acerca a la puerta y llama. Prentice se queda unos pasos por detrás.

Un agente de uniforme abre la puerta, se presenta, murmura unas palabras y entramos en el salón, donde vemos a un joven sentado en el sofá dorado, con la mirada absorta en lo que parece ser un vaso de whisky.

—¿Señor Hall? Soy Peter Noble, subdirector general de la policía.

El joven asiente con la cabeza.

—Éste es Peter Hunter, un comisario de Manchester que conocía a su madre.

Vuelve a asentir y nos mira.

La casa está en silencio, sólo se oye el ir y venir de los agentes con el mayor sigilo posible.

—Se llama usted Richard, ¿verdad? —pregunta Noble.

—Sí —dice el joven.

—Bien, Richard. Alguien lo llevará al hospital en seguida.

—¿Al hospital?

—Me temo que tendrá que identificar oficialmente el cuerpo.

—Comprendo.

—Sí —dice Noble—. Y me temo que tendremos que hacerle algunas preguntas.

—¿Ahora?

—Si no tiene inconveniente. Es mejor resolverlo cuanto antes. De esa manera se evitará tener que recordarlo todo.

El joven afirma con la cabeza y bebe un sorbo del vaso.

Noble me mira. Nos sentamos y saco mi cuaderno.

Noble:

—Por favor, cuéntenos qué ha ocurrido.

—Volví a eso de las dos. Había salido. Encontré la casa a oscuras y pensé que mi madre se habría acostado. Entré aquí, encendí la luz y vi un papel en el suelo. Lo cogí y vi que era una carta, así que volví a dejarlo. —Da un golpecito en la mesa—. Y entonces, mientras lo dejaba, la vi por el rabillo del ojo, en la cocina. Estaba de rodillas, y pensé: «Qué estarás haciendo ahora». Me acerqué a hablar con ella. Tenía la cabeza inclinada y las manos apoyadas en la lavadora. Estaba muy quieta. Entonces vi la cuerda. No me había fijado hasta ese momento. Tenía la cuerda del tendedero enrollada en el cuello. Salí corriendo al vestíbulo y cogí el teléfono, pero volví a la cocina, para asegurarme. Vi que le salía un reguero de saliva por la boca y entonces llamé al 999.

Guarda silencio y sólo se oye el tictac de un reloj.

—¿Qué hizo después? —pregunta Noble.

—Intenté cortar la cuerda, pero no encontré un cuchillo bien afilado.

Noble asiente.

—Poco después llegaron la policía y la ambulancia. —Richard Hall mira el reloj—. Creo que la policía llegó primero.

—¿Lo esperaba su madre esta noche? —pregunto.

—No.

—¿Es ésa la carta? —Noble coge un sobre.

El joven dice que sí con la cabeza.

Noble abre el sobre, lee la carta y me la pasa:

Querido Richard:

Siento mucho hacerte esto después de todo lo que has tenido que pasar, pero no puedo seguir así. Espero que ahora puedas pasar página y seguir con tu vida.

Te quiero y lo siento.

Por favor, perdóname.

MAMÁ

Doblo la carta, la guardo en el sobre y se lo doy a Noble, que se lo pasa a un agente para que lo guarde en una bolsa de plástico y se lo lleve.

Richard Hall lo sigue con la mirada, desconcertado.

—Se la devolveremos, Richard. No se preocupe —dice Noble.

El joven bebe un trago largo:

—Esta casa está maldita.

Asiento con la cabeza y pienso lo mismo, pienso en Joan.

—¿Tiene adónde ir? —pregunta Noble—. ¿Quiere que avisemos a alguien?

—Estoy bien —dice Richard Hall.

—Iremos al hospital para terminar cuanto antes.

Nos ponemos todos en pie y salimos a la puerta principal.

Helen Marshall está en el umbral.

Se aparta a un lado mientras Noble y un agente salen con Richard Hall. Noble se vuelve y me pregunta:

—¿Podrá volver por su cuenta?

Digo que sí.

—Hasta luego, entonces —dice, mirando a Marshall.

Vuelvo al salón, seguido de Marshall.

Me siento en el sofá.

Se sienta a mi lado.

Se oye el tic-tac del reloj.

—Lo siento —dice.

—¿Dónde estabas?

—Tuve que ir a casa.

—¿Por qué?

—No quiero hablar de eso.

—De acuerdo.

—Lo siento.

—Estaba preocupado.

—Lo siento —repite, tragando saliva.

—¿Cómo te has enterado?

—Por Martin Laws.

—¿Laws? ¿El reverendo Laws?

Dice que sí con la cabeza.

—¿Te llamó a casa? ¿Al hotel?

—A casa.

—¿Y cómo sabía tu número?

—Déjalo, Peter. Por favor.

—¿Cómo se había enterado?

—Dice que lo llamó el hijo.

—Puto infierno. —Me levanto y voy a la cocina.

Un agente está apostado en la puerta de atrás, fumando un cigarrillo.

Me quedo allí, debajo del tendedero, delante de la lavadora.

Helen Marshall se acerca por detrás y me pone una mano en el brazo:

—Lo siento —dice.

—Qué follón —digo—. Qué follón de mierda.

Marshall me lleva a casa en plena noche, entre pueblos y ciudades oscuros, la nieve, el aguanieve y la lluvia, las calles y las carreteras desiertas, las colinas y los campos vacíos, la lluvia, el aguanieve y la nieve: todos muertos, todo muerto. Me pregunto cuánto tiempo llevamos así.

Noche.

Noche oscura, desierta y vacía.

Todo muerto.

Pienso en octubre de 1965, en Brady y en Hindley[13] y en todo lo que ocurrió después, cuando era un sargento de veinticinco años recién casado, en esa noche oscura desierta y vacía en que David Smith llamó a la comisaría de Hyde.

Todos muertos.

Y desde entonces sigo cavando.

Todo muerto.

¿Hasta cuándo?

—¿Joan? —digo al teléfono, sentado en el borde de la cama del hotel, cubierta de papeles de la Exégesis, de fotografías de Spunk.

—¿Peter? ¿Qué está pasando?

—Nada. ¿Hay alguien contigo?

—Hay un coche en la puerta, sí.

—¿Ha ido alguien a verte?

—Clement Smith.

—¿Sí?

—Sí, sólo para ver cómo estaba. Preguntó si estabas aquí.

—Un detalle de su parte.

—¿Sabes que también ha venido Roger Hook?

—No lo sabía.

—Después de que llegara el primer coche patrulla.

—Ha sido muy amable.

—Sí, para asegurarse de que todo estaba en orden.

—¿Estás bien? —digo.

—Estoy bien. Pero me gustaría que estuvieras aquí.

—Volveré lo antes posible —digo, mirando el reloj.

Joder. Es casi mediodía:

Miércoles, 24 de diciembre de 1980.

Llaman a la puerta.

—Tengo que dejarte —digo—. Están llamando a la puerta.

—Conduce con cuidado —dice.

—Descuida. Hasta luego.

—Adiós.

—Adiós. —Cuelgo y voy a abrir la puerta.

Es John Murphy.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Teniendo en cuenta todo lo que está pasando —sonrío.

—Menuda nochecita, ¿eh? —suspira.

—Sí.

—Voy a Millgarth. ¿Vienes conmigo? ¿Estabas ocupado?

—No sé. Tengo mil cosas que resolver antes de esta noche. ¿Cómo vais vosotros?

—Hemos avanzado todo lo posible, por ahora.

—Muy bien.

—¿Cuándo volveremos aquí?

—El lunes.

—Se alegrarán de saberlo —dice.

—Díselo. Nos veremos en Millgarth a las dos. Os pondré al corriente de todo y nos iremos a casa.

—Eso sería estupendo —dice Murphy.

—Perdona, John —digo—. Por haberte agarrado.

—No te preocupes. Estamos todos muy alterados.

—No pretendía hacerte daño ni nada por el estilo.

—Lo sé.

—¿Nos vemos allí a las dos?

—A las dos.

Vuelvo a sentarme en el borde de la cama, descuelgo el teléfono y llamo a información para pedir el número del Sunday Times:

—¿Con el director, por favor?

—Lo siento, hoy no ha venido —dice una voz femenina.

—Verá. Soy Peter Hunter, comisario jefe del Gran Manchester.

—Buenas tardes, señor Hunter. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenas tardes. ¿Podría hablar con Anthony McNeil o Andrew Driscoll?

Una pausa.

—Perdone, señor. ¿Puede esperar un momento? —dice.

—Claro. —Espero.

La mujer dice poco después:

—Ya lo suponía. Aquí no trabaja ningún Anthony McNeil. Sí trabajó un tal Driscoll, pero se retiró hace bastante tiempo.

—¿Se retiró? ¿Cuántos años tenía?

—Sesenta y algo. Ahora tendrá cerca de setenta… si sigue vivo.

—Comprendo.

—¿Quería algo más?

—No, gracias.

—Adiós entonces.

—Adiós. —Cuelgo y llamo a Wakefield:

—Asuntos Internos. ¿Con el inspector Evans, por favor?

—¿De parte de quién?

—Comisario jefe Hunter.

—Un momento, comisario.

—Asuntos Internos. Al habla el inspector Evans.

—¿Inspector? Soy Peter Hunter.

—Buenas tardes, señor Hunter. ¿En qué puedo ayudarte?

—¿McNeil y Driscoll? ¿Del Sunday Times?

—Sí.

—No. Acabo de llamar al Sunday Times y allí no han oído hablar de ningún Anthony McNeil. El único Driscoll al que conocen está jubilado y tiene setenta años si es que no ha muerto.

—Mierda.

—Sí.

—Tenían credenciales de prensa.

—Eso está muy bien. ¿No llamaste para comprobarlo?

—No.

—Bien hecho, inspector.

—Mierda —repite—. ¿Quiénes eran?

—¿Quiénes eran? ¿Y tú me preguntas quiénes eran? Tú eres el maldito inspector de Asuntos Internos. Te aconsejo que lo averigües cagando leches.

—Sí, comisario.

Cuelgo.

Millgarth, Leeds:

Murphy, McDonald, Hillman y Helen Marshall.

Craven en el rincón.

Me siento a la mesa, repleta de expedientes, montones y montones de expedientes, expedientes llenos de listas, listas llenas de nombres, nombres llenos de muerte y paranoia.

Les cuento lo que ya saben:

—La mujer de Eric Hall se suicidó anoche.

John Murphy asiente con la cabeza mientras escribe en uno de los expedientes:

—Está mejor muerta —dice.

—Cállate —le espeta Helen Marshall.

—Si a mí me hubieran hecho lo que le hicieron a ella, me habría quitado la vida hace años.

—Déjalo, John —digo con voz cortante.

—Lo siento. —John levanta las manos.

—He estado revisando los expedientes de Eric Hall —continúo—. Y resulta que Janice Ryan trabajó para una revista porno llamada Spunk. La publica una empresa que se llama MJM, pero ya no existe.

—Quebró —señala Craven—. Para ser exactos.

—Gracias —digo—. Dejaron como dirección postal un apartamento situado encima de una tienda que era del socio de Bob, aquí presente, el difunto Bob Douglas.

—Ex socio —dice Craven, sin ganas de seguir haciendo bromas.

—Y ex tienda también —digo—. Se incendió anoche. Una fatalidad.

Marshall está a punto de decir algo, pero guarda silencio.

—¿Alguna noticia sobre el cadáver, Bob? —le pregunto a Craven.

Resopla por la nariz.

—Tiene pinta de homicidio y de incendio intencionado —dice.

Cuento hasta cinco.

—¿Está de coña?

—No. A menos que el tío no tuviera manos ni dientes antes de llegar allí.

—¿Qué?

—Quien haya sido le cortó las manos y le arrancó los dientes.

Joder, joder, joder, pienso, contando hasta cinco.

—Qué mierda de sitio —dice Hillman, por todos nosotros.

—¿Tienen algún nombre? —pregunto.

Craven niega con la cabeza.

—¿Se le ocurre algo?

—¿A mí? ¿Por qué iba a saber quién es?

—Porque era su puñetero socio, Bob.

—Sólo durante seis meses.

—¿Quién está al mando? —pregunto.

—Alderman.

Joder, joder, joder, pienso, contando hasta diez.

Miro a Craven:

—¿Han pasado seis años, Bob?

Craven:

—¿Quién lleva la cuenta?

Yo la llevo, pienso.

Nos ha jodido que la llevo.

Hillman:

—¿Puedo hacer una pregunta?

Asiento con la cabeza.

—¿Esa carta que recibiste? ¿Se sabe algo?

—Peter Noble la envió a Wetherby. Seguimos esperando los resultados.

Murphy:

—¿Todo bien?

—¿Qué quieres decir, John?

—En casa.

Joan, Joan, Joan, pienso, contando hasta quince.

—Sí, está bien. Gracias.

Murphy:

—¿Y qué hay de Bob Douglas? ¿Has sabido algo de eso por Roger y los chicos?

—No, John —niego con la cabeza y pienso:

Puta mierda interminable.

Muerte y paranoia.

Asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos.

Una guerra total.

Estamos todos en el bar del Griffin, con las maletas listas.

John Murphy nos invita a una ronda.

Una copa de Navidad.

Trae las cervezas y los chupitos, mientras Mac tararea las versiones electrónicas de los villancicos, pero yo estoy hasta los cojones de villancicos:

Ray Coniff canta Feliz Navidad.

El tamborilero.

Voy por la tercera copa y de pronto me parece que hace mucho calor. Hillman me está preguntando si he coincidido alguna vez con Ray Coniff. Le digo que no lo recuerdo, pero Mac dice que seguro que lo conozco: grande, con barba y aficionado a las palomas.

—¿Era aficionado a las palomas? —se ríe Murphy—. Conozco a uno al que le cayeron cinco años por eso.

—¿Otra? —Mac se levanta.

—La última rápida para el camino —miro a Helen Marshall y sonrío.

Me devuelve la sonrisa y levanta el vaso:

—La mía que sea doble, Mac.

Veo luces azules en el retrovisor, oigo sirenas.

Y pienso: joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder.

Detengo el coche en el arcén, en mitad de los Moors, y espero a que se acerquen.

Un golpecito en el cristal.

Bajo la ventanilla.

—¿Le importaría bajar del coche, señor?

Asiento con la cabeza y abro la puerta.

Salgo y me quedo apoyado en el coche.

—¿Puedo ver su permiso de conducir, por favor? —me pregunta el policía, joven, de unos veinticinco años.

Más o menos la misma edad que tenía yo cuando me enviaron aquí.

Aquí a cavar.

Mira el permiso de conducir con la linterna, me mira, y echa un vistazo al coche patrulla.

—¿Señor Hunter? —dice.

—Sí.

—Un momento, por favor. —Vuelve al coche patrulla. Las luces azules giran en la noche.

Me quedo apoyado en el coche contemplando el cielo: tranquilo para variar, salpicado de estrellas. Vuelvo la vista hacia el paisaje, los Moors cubiertos de nieve.

Y sigo cavando desde entonces.

—Disculpe, señor —murmura el policía—. No sabíamos que era usted.

Asiento con la cabeza.

—Aquí tiene, señor. —Me devuelve el permiso de conducir.

—Gracias.

—¿Señor?

Hago un esfuerzo por concentrarme.

—¿Quiere que pidamos un taxi o algo?

Digo que no.

—¿Está seguro? No es ninguna molestia.

Levanto la mano, contengo una arcada y niego con la cabeza.

Vuelve a mirar hacia el coche patrulla y dice.

—No tiene usted buen aspecto.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Williams. Mark Williams.

—¿Cuántos años tienes, Mark Williams?

—Veinticuatro, señor.

—¿Y te gusta ser policía?

—Sí, señor.

—Muy bien, Mark Williams. —Levanto la voz y le estrecho la mano con fuerza—. Feliz Navidad.

—Gracias, señor. Feliz Navidad también para usted.

—Lo será —digo mientras subo al coche—. Lo será.

—Conduzca con cuidado. —Me cierra la puerta.

—Feliz Navidad, Mark Williams. Feliz Navidad de los cojones.

Hay otro coche patrulla en la puerta de casa cuando llego.

Saludo con la cabeza a los dos policías al entrar en el jardín.

Los saludo con la mano cuando salgo del coche, mientras me peleo con la cerradura.

Vuelvo a saludarlos con la cabeza cuando echo a andar para entrar por la puerta de atrás.

Está cerrada, no acierto con la llave. Doy media vuelta y voy al cobertizo.

Consigo abrir esa puerta y me quedo mirando los mapas y las fotografías en la pared, a oscuras, los trece rostros me devuelven la mirada. Contemplo el jardín, la ropa tendida en la cuerda, en la oscuridad nevada, con una bolsa de pornografía en una mano, la camisa vomitada, la bragueta abierta, los villancicos ensordecedores y pienso:

¿Hasta cuándo?