3
Salía gente en la tele cantando himnos.
Gente sin rostro en la tele cantando himnos.
Gente sin rostro y sin rasgos en la tele cantando himnos.
Y cuando apagué la tele, cuando abrí la cortina, todo estaba blanco y sin rasgos: sólo los coches aparcados y las gaviotas feas, sobrevolando en círculos, graznando.
El norte después de la bomba, las máquinas los únicos supervivientes.
Me despierto, sudando y asustado.
Con la palabra «jirones» en los labios y pienso, ¿qué rostro o no rostro verá él?
Extiendo la mano buscando a Joan, pero no está conmigo.
Estoy solo entre las frías sábanas del hotel, con la radio encendida:
Protestas sucias, huelgas de hambre, tres policías de Londres suspendidos de servicio como resultado de la Operación Countryman[7], Helen Smith[8]…
Me doy la vuelta y busco el reloj en la mesilla:
Son las 5:10.
Sábado, 13 de diciembre de 1980.
Aún no ha amanecido y hace un frío helador en la calle. Ha dejado de llover.
Sólo la Edad del Hielo.
Paso por delante de la comisaría en Bond Street.
Compro el Yorkshire Post y vuelvo al Griffin.
Me siento en el comedor, donde soy el primer comensal, y pido el desayuno.
El olor a pintura, la difusión de Los planetas de Holst en el hilo musical y el chisporroteo de los altavoces, las pesadillas.
Me duele la cabeza.
El dolor empeora:
Abro el Yorkshire Post y leo los artículos sobre el Destripador y la rueda de prensa del día anterior.
Veo mi nombre.
Me traen las gachas de avena, me las tomo y me quedo mirando una parrilla fría. Los colores se mezclan de una manera atroz y tengo ganas de estar en casa con Joan.
—Lo mismo que pidió el forense. —John Murphy se sienta a mi lado.
—¿Qué tal anoche?
—Ya sabes; tendiendo puentes y tal. ¿Y tú?
—Cené con Angus y Noble.
—¿Sin George?
—Sin George.
—¿Y?
—No mucho. Se limitaron a establecer las condiciones de nuestra investigación.
—¿Qué?
Le paso la carta:
—¿Has llamado a los demás?
Asiente con la cabeza, sin levantar la vista del papel.
—Estarán aquí a las ocho y media —dice.
—Bien.
—¿De qué coño va esto? —pregunta cuando termina de leer.
—No lo sé. Tendré que hacer un par de llamadas.
Llega el desayuno de Murphy.
Pido otra tetera.
—¿Qué tal Dickie Alderman? —pregunto.
—Simpático. ¿Lo conoces?
—No; sólo de vista. ¿Has averiguado algo?
—La moral está por los suelos. George los está exprimiendo a tope. No vamos a ser de ninguna ayuda.
—Entonces, ¿para qué coño nos han hecho venir? —Miro a los trabajadores que van llegando al comedor.
—Hospitalidad de Yorkshire —sonríe Murphy.
—¡Cabrones!
Me siento en el borde de la cama del hotel y llamo a Whitby:
—Philip Evans al habla.
—Soy Peter Hunter.
—¿Pete? ¿Cómo estás?
—Bien, gracias.
—¿Instalado?
—Tenemos un despacho y hotel.
—Vi la rueda de prensa. Me pareció dura.
—Lo fue.
—¿Qué tal te están tratando?
—No me quejo, pero llamo por el director general Angus.
—Entiendo.
—¿Estás al corriente de la carta que me ha dado, en la que se establecen las líneas generales de nuestra investigación?
—Entiendo.
—¿La has leído?
Una pausa. Evans dice a continuación algo que no entiendo.
—Perdona —digo—. ¿Puedes repetirlo?
—¿Puedes enviarme esa carta? Y creo que será mejor que de ahora en adelante hagas lo mismo con cualquier correspondencia relacionada con la investigación.
—Cuenta con ello. ¿Sir John está al corriente de esa carta?
—No lo sé. Está de vacaciones hasta Año Nuevo.
—Sí, eso he oído. ¿Crees que debo hablar con Donald Lincoln? —pregunto.
—No, yo no lo haría.
—¿Me limito a pasar de la carta?
—No te preocupes por eso, yo me encargo de todo.
—Me preocupa que…
—No te preocupes. Deja la política en mis manos y tú concéntrate en la investigación. A la menor obstrucción en Yorkshire, coges el teléfono y me llamas. Yo les pararé los pies.
—Gracias.
—Seguimos en contacto, Pete.
—Bien.
—Recuerda que nadie dijo que fuera fácil.
—Adiós.
Cuelgo y llamo a Millgarth:
—¿Subdirector general Noble, por favor?
—¿De parte de quién?
—De Peter Hunter.
Me ponen a la espera.
—Lo siento, el subdirector general está reunido. Le llamará más tarde.
—Pero es que…
Han colgado.
Están esperando en el vestíbulo del Griffin, entre las sábanas blancas y las escaleras manchadas de pintura:
Detective jefe Alec McDonald.
Inspector Mike Hillman.
Detective Helen Marshall.
—Buenos días.
Asentimientos de cabeza y saludos, cambios de postura y parpadeos.
Me siento al lado de John Murphy, los cinco alrededor de una mesa de mármol baja, protegida con un plástico.
—Disculpad por cómo está esto —digo—. Nos han prometido un despacho en Millgarth, pero aún lo están preparando. He pensado que podríamos empezar aquí.
—Mejor que en Millgarth —se ríe Mike Hillman echando un vistazo a la decoración.
—Bien —digo—. Os diré lo que haremos.
Se inclinan hacia delante con los cuadernos de notas a punto.
—Os asignaré a cada uno un par de años de investigación y veinticuatro horas para poneros al día con los expedientes. Mañana nos reuniremos a primera hora y empezaremos a repasar los expedientes todos juntos. Para entonces tendréis un conocimiento detallado y concreto de algunos casos y una buena visión de la investigación en su conjunto.
»Tendréis que conocer al dedillo cada uno de los casos que os asigne, hasta el último detalle, pero…
Una pausa, un compás:
—Quiero que prestéis especial atención a lo siguiente: los nombres de todas las personas mencionadas, ya sean testigos, sospechosos o lo que sea. Quiero una lista por orden alfabético.
Un silbido bajo de Alec McDonald.
—Sí, Alec, será una lista larga —digo—. Y no he terminado. Quiero descripciones de todos los sospechosos, de todos los coches vistos o investigados, por orden de marca, año y color. Por último, los nombres de todos los policías que han intervenido en el caso, por orden alfabético.
—¿De los policías? —repite Hillman.
—Sí. Aunque su participación haya sido mínima.
Silencio.
—¿De acuerdo?
Silencio.
—Mike, 1974 y 75, incluida Clare Strachan.
Asentimiento.
—Helen, 76.
Otro asentimiento.
—John, a ti te toca el más corto: el 77.
—¿Liz McQueen?
—Entre otras.
Alec McDonald suspira:
—¿78 y 79?
—No, eso serían cinco para ti —digo—. Sólo el 78. Yo me ocuparé del 79 y de este último.
Cuadernos abiertos, todos tomando notas.
—Muy bien, escuchad —continúo.
Otra pausa, otro compás, antes de añadir:
—Su nombre, el nombre del Destripador, está en esos expedientes. Lo conocen.
Helen Marshall:
—¿Cómo estás tan seguro?
—Confía en mí. He pedido los nombres de todas las personas detenidas por cualquier delito relacionado con prostitutas, hasta el más insignificante. Porque ellas lo conocen.
—George Oldman dijo que si se encontrara con el Destripador lo reconocería al instante —señala Mike Hillman.
Cierro los ojos y entrelazo las manos.
—Permitidme añadir que tenéis que incluir en esa lista a todo el mundo, al margen de su acento o de su grupo sanguíneo. Sobre todo al margen del acento.
—Entonces, ¿no estamos buscando a un lugareño? —Alec McDonald tuerce el gesto.
—No.
Una última pausa:
—Estamos buscando al Destripador de Yorkshire —digo.
El compás final:
—Y vamos a encontrarlo.
Vuelvo a subir las escaleras y a sentarme en el borde de la cama para llamar a Millgarth:
—¿Subdirector general Noble, por favor?
—¿De parte de quién?
—Comisario jefe Peter Hunter.
Me ponen a la espera.
Murphy está inclinado sobre un tocador astillado, de madera barata. Nieva sobre los tejados de la estación de Leeds y las ventanas se estremecen al paso de los trenes y los coches, del viento y de las ráfagas.
—¿Te das cuenta del carajo de nombres que vamos a encontrar?
Empiezo a decir algo, pero levanto la mano al oír que me contestan:
—El subdirector general está reunido. Le llamará más tarde.
—Dígale que es urgente.
—Tengo orden de no pasarle ninguna llamada.
—Es una emergencia.
—Pero…
—Soy el comisario jefe Peter Hunter, de la Policía del Gran Manchester, y le ordeno que le pase la llamada.
Me ponen a la espera.
—Mierda —murmura Murphy.
Respiro hondo.
—Peter Noble al habla.
—¿Peter? Soy Peter Hunter. Siento interrumpir la reunión.
—¿Sí?
—¿El despacho? ¿Está listo? ¿Qué está pasando?
—¿Qué?
—El director general dijo anoche que estaban preparando un despacho para mi equipo en la misma planta de la sala de los asesinatos, ¿no?
—¿Y lo quiere ya? ¿En este preciso instante?
—Por favor.
Silencio.
Levanto la vista de la alfombra gris.
Murphy está sacudiendo la cabeza.
—¿Dónde está? —pregunta Noble.
—En el Griffin.
—Son las nueve.
—Y media.
—Me da lo mismo. El despacho estará listo a la una.
—¿No puede ser antes?
—No puede ser antes.
—De acuerdo. ¿Qué tal si entre tanto pasamos por allí y vamos haciendo copias de los expedientes que necesitamos?
Otro silencio.
—¿Nadie le ha explicado el procedimiento? —pregunta Noble.
—¿Qué procedimiento?
—Bueno, comprenderá que no podemos facilitar esos expedientes así como así.
—Naturalmente…
—No somos una puñetera biblioteca.
—Por supuesto. Necesitaremos una autorización —digo.
—En realidad no. Bueno, sí: tendrán esa autorización, si es lo que quieren. Pero primero tendrán que solicitar el acceso a los expedientes.
—Muy bien. Nos gustaría solicitar permiso para hacer copias de todos los expedientes de la investigación sobre el Destripador.
—Verá…
—Todos.
—Verá…
—Lo antes posible.
—Verá, eso no puede ser.
—¿Qué quiere decir?
—Será mejor que venga por aquí. Avisaré al director general.
—De acuerdo.
—¿A las diez?
—A las diez.
Cuelgo.
Murphy está contemplando la nieve sucia, un tren que sale de la estación.
—Ése debe de ser el tren de Manchester —dice—. El que va a casa.
Un paso adentro.
Noble y yo estamos sentados en silencio, esperando a Angus.
Estoy frente a la ventana y la nieve, de espaldas a la puerta, masajeándome las sienes.
Noble espera, sin apartar la vista de la puerta.
Angus viene de camino desde Wakefield y vuelvo a preguntarme por qué el director general tiene su despacho allí en vez de aquí, en Leeds, que es la ciudad más grande, por qué ni siquiera lo tiene en Bradford, que es la segunda ciudad más grande.
La puerta se abre y allí está Angus.
Sin llamar.
Noble se pone en pie para ceder el sitio a su jefe. Angus se acomoda en el asiento que Noble deja libre. Yo sigo en la misma silla.
Angus:
—¿Caballeros?
Noble no pierde un segundo:
—Hay un par de cosas que debemos aclarar…
Angus está sentado, mirándome.
—… un despacho junto a la sala de los asesinatos —está diciendo Noble.
Angus se pone en pie:
—Vamos a verlo.
Lo seguimos por el pasillo que conduce a la sala de los asesinatos, a la Sala del Destripador, entre los timbres del teléfono y el repiqueteo de las máquinas de escribir, hasta un cuartucho pequeño y sin ventanas.
Un par de agentes de uniforme están sacando cajas y bolsas de basura.
—Ésos son para ustedes. —Noble señala dos archivadores de metal gris detrás de una mesa marrón.
—¿Tiene las llaves?
—Me ocuparé de dárselas —suspira.
—¿Y la del despacho?
Asiente de nuevo.
—¿Le parece bien? —pregunta Angus.
—¿Teléfonos?
—¿Cuántas líneas necesita?
—Dos como mínimo.
—De acuerdo. Mañana.
—Gracias. ¿Y los expedientes?
—¿Qué pasa con los expedientes?
—El procedimiento. ¿Cómo accedemos a ellos?
—Pídamelos —dice el director general.
Noble ha cerrado la puerta y estamos los tres de pie alrededor de la mesa, con la bombilla pelada casi a la altura de los ojos.
—Muy bien —digo—. Necesitamos una copia de todos los expedientes de la investigación sobre el Destripador.
Angus sonríe:
—¿Sabe de cuántos kilos de papel estamos hablando?
—No, pero me imagino que serán muchos.
—Así es.
—Los necesito todos.
—Esto es una investigación abierta. Los expedientes se actualizan y se revisan continuamente.
—Eso espero. El hecho es que los necesito todos.
—Sin orientación no le servirán de nada.
—En ese caso me ayudaría mucho que me proporcionaran alguna orientación. Pero es evidente que sin acceso completo a los expedientes no puedo desempeñar el trabajo que sir John y el Ministerio del Interior me han encargado.
Angus cambia de expresión, borra el gesto de hombre amable y complaciente:
—Evidentemente. Y yo lo comprendo, señor Hunter, pero usted tiene que comprender que esos expedientes no pueden andar yendo y viniendo.
—Evidentemente.
—Y el mero hecho de copiarlos será una tarea ímproba.
—En ese caso autorícenos el acceso a los originales directamente.
Noble está mirando a Angus, Angus a mí, yo a él.
Por fin Angus dice:
—Le pondremos aquí otra mesa y un par de sillas más. Le proporcionaré la orientación necesaria, un oficial de enlace. Sus hombres le pedirán los expedientes que necesiten; él se los facilitará y se ocupará de llevar un registro de las peticiones.
—Gracias.
Mira el reloj:
—¿A la una?
Noble y yo asentimos.
—A la una —repite Angus. Y abre la puerta para invitarme a salir.
Son las once cuando vuelvo al Griffin.
Me están esperando.
Les pongo al corriente.
Murmuran, hacen muecas y se van a almorzar.
Subo a la habitación para llamar a Whitby:
Philip Evans ha salido y estará todo el día fuera.
Me tumbo en la cama, con las ideas confusas, la migraña en pugna con el dolor de espalda, agudizada por la radio:
Ciencia ficción antigua y relatos del futuro, noticias de ninguna parte, gritos de ninguna parte…
Cierro los ojos, a la espera de algo más.
Cuando abro los ojos son las 12:30 y el dolor sigue ahí.
En la espalda, detrás de los ojos.
Me levanto, me lavo la cara y bajo en el ascensor.
Ha dejado de nevar, pero el cielo está casi negro, cargado de nubes y de noche prematura.
Camino entre el fango hasta Kirkgate Market y Millgarth, bajo un frío helador.
Los demás ya me están esperando alrededor de la mesa.
Subo las escaleras.
Noble está en la puerta de la Sala del Destripador, para hacer las presentaciones.
—Creo que ya se conocen.
Bob Craven hace un gesto con la mano, y la mitad de los que abarrotan la Sala del Destripador salen al pasillo.
—¿Qué eras entonces, Bob? —se ríe Noble.
—Un simple sargento —sonríe Craven.
—Bueno, los tiempos cambian. Comisario jefe Peter Hunter, le presento al inspector Robert Craven.
Nos damos la mano. Me la estrecha con firmeza y frialdad:
La matanza del Strafford.
Víspera de Navidad de 1974:
Un atraco a un bar que se complicó.
Cuatro muertos, dos policías heridos.
El sargento Robert Craven, héroe herido en numerosas batallas policiales, etc., etc., etc.
—Tiene mejor aspecto que la última vez que nos vimos —digo.
Se ríe:
—Usted no.
—Bob será el oficial de enlace —dice Noble.
No digo nada.
—Su orientador.
Nada, espero a que Noble siga justificando la elección:
—Bob ha participado en la investigación desde el primer día. Ha trabajado en muchos de los casos, ha trabajado en la Brigada Antivicio, y puede que haya olvidado mucho más de lo que la mayoría de nosotros llegaremos a saber nunca.
—Eso sería una lástima —señalo.
—¿Entiende lo que quiero decir, señor Hunter? —pregunta Noble.
—Sí. Entiendo lo que quiere decir.
—Muy bien. En ese caso lo dejo todo en sus manos.
—¿Las llaves? —pregunto—. ¿Ha conseguido las llaves?
—Las tiene Bob —dice Noble mientras se aleja. Craven balancea las llaves en la punta de un dedo.
Sin prestarle atención intento abrir la puerta.
Está cerrada.
—La prudencia nunca está de más —sonríe Craven—. Permítame.
A las tres las mesas están llenas de papeles, Craven va y viene del despacho a la Sala del Destripador mientras mi equipo se afana en tomar notas bajo la nube azul del humo de tabaco suspendida alrededor de la bombilla pelada.
—Teléfono —dice Craven cuando vuelve con otro montón de carpetas.
—¿Para mí? —pregunto.
—Sí, en la puerta de al lado. Línea 4.
Me levanto.
—Es su mujer. —Les hace un guiño a los demás.
Voy a la puerta de al lado.
A la Sala del Destripador.
Las paredes empapeladas de fotos, mapas y rostros.
Diagramas y pizarras, tizas y bolígrafos por todas partes.
Tazas en las mesas, cigarrillos en los ceniceros.
Por todas partes:
Repetición, tedio.
Índices e índices cruzados.
Expedientes y expedientes cruzados.
Referencias y referencias cruzadas.
Por todas partes:
Procedimiento.
Procedimiento repetitivo y tedioso.
Segundo tras segundo.
Minuto tras minuto.
Hora tras hora.
Quince o dieciséis horas al día.
Un día sí y otro también.
Seis o siete días a la semana.
Semana sí y semana también.
Cuatro semanas al mes.
Mes sí y mes también.
Doce meses al año.
Año sí y año también.
Año tras año, mes tras mes, semana tras semana, día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, segundo tras segundo durante…
Cinco años.
Un hombre gordo con cazadora deportiva me pasa el teléfono.
—¿Joan? —digo.
—Lo siento, amor —dice—. Acaban de llamar del despacho del jefe.
—¿Del despacho del jefe?
—Por lo de esta noche. Me han pedido que te diga que te enviarán el esmoquin dentro de una hora.
—¿El esmoquin? ¿Esta noche?
—Sí. Les dije que no sabía cuándo volverías y me pidieron que te avisara.
El baile de Navidad.
—Se me había olvidado.
—Ya me lo imaginaba —se ríe Joan—. ¿Quieres que lo anulemos?
—No, no podemos. ¿Tú estás preparada?
—Sí. A mí también se me había olvidado por completo, pero…
—Bueno, nos vendrá bien. Salgo para allá dentro de un rato. Me quedaré a pasar la noche y volveré mañana temprano.
—Muy bien.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien.
—Tengo que dejarte.
—Lo sé.
—Nos vemos en seguida.
—Sí.
—Adiós.
—Adiós.
Cuelgo el teléfono, consciente de que todos me están mirando.
Las fotos en las paredes, los mapas y los rostros.
La Sala del Destripador.
Él.
Vuelvo a casa, conduciendo deprisa por la carretera de los Moors.
Deprisa entre sus huesos fríos y perdidos, con la radio a todo volumen:
Huelgas de hambre y protestas sucias.
Destripador, Destripador, Destripador.
Deprisa por los Moors.
Entre sus huesos fríos y perdidos, con la radio encendida:
Terremotos y rehenes.
Destripador, Destripador, Destripador.
Por los Moors. La señal de la radio se pierde.
Huesos fríos y perdidos:
La matanza del Strafford.
Víspera de Navidad de 1974:
El atraco a un bar que se complicó.
Cuatro muertos, dos policías heridos.
El sargento Robert Craven y el agente Bob Douglas.
Conduzco y odio.
Odio a Bob Craven y no sé por qué.
No me gusta el posible porqué.
Lo odiaba entonces y lo sigo odiando.
Lo odio desde el día en que lo conocí, entubado y drogado en una cama de Pinderfields.
Lo odio como si fuera ayer:
Viernes, 10 de enero de 1975.
Allá vamos:
Clarkie y yo.
El inspector jefe Mark Clark.
Han pasado dos semanas y siguen los controles en todo el condado, el hedor de una Guerra Civil inglesa, y Clarkie y yo recorremos el largo, largo pasillo de guardias armados que custodian las puertas del hospital de los cojones, Craven y Douglas en sus camas, los únicos supervivientes.
Clarkie y yo saludamos a Maurice Jobson.
El jefe de la Brigada de Investigación Criminal Maurice Jobson, una leyenda.
El Búho.
Había muchos otros rostros, como ese periodista con cara de rata, Whitehead, del Post.
Entonces aún no me conocían.
Douglas estaba sedado y a Craven debían de haberlo sedado también.
Tendido en la cama, gritaba desde las profundidades, parpadeaba y trataba de salir de aquel abismo. Vociferaba:
—¡Mata a esos cabrones! ¡Mátalos a todos!
Pero nunca llegamos a estar más cerca que ese día.
Jobson no nos permitía acercarnos a él: «No está en condiciones. Le han dado un golpe en la cabeza».
Y, a pesar de todas las promesas que nos habían hecho, de todas las tazas de té en Wood Street Nick, nunca logramos sacarle nada.
Por los Moors nevados, sus huesos fríos y perdidos.
Clarkie se volvió a mí y dijo: «Esto huele a mierda. Ni puta idea de por qué, pero huele a mierda».
Me quedé mirando los carriles de los camiones, los postes negros y los cables del teléfono y pensé.
Asesinatos y mentiras, mentiras y asesinatos.
Guerra:
Mi guerra.
«Puto Yorkshire», maldijo Clarkie.
Por los Moors.
Huesos fríos y perdidos:
Olía a mierda entonces y sigue oliendo a mierda: el mismo olor.
Puto Yorkshire.
La casa, mi vivienda confortable, un chalet con dos plazas de garaje, está en silencio, a oscuras, con una luz encendida en el piso de arriba, las cortinas abiertas.
Empujo la puerta del dormitorio y allí está Joan, delante del espejo, en bata, con los ojos enrojecidos.
—¿Estás bien?
—Me has asustado.
—Perdona. ¿Has estado llorando, amor?
—No —sonríe—. Ha sido el jabón.
Me acerco y le doy un beso en la cabeza.
—No te esperaba tan pronto —dice.
Nos miramos en el espejo. Falta algo.
—Pensaba poner el árbol de Navidad.
—Lo hemos dejado para el último momento. Está todo arriba, en el desván.
—Traeré la escalera del garaje. Lo pondremos en un momento.
—Te vas a ensuciar.
—Tenemos tiempo, no te preocupes.
—Como quieras.
—Habrá que hacer un esfuerzo.
Joan asiente, me mira en el espejo y vuelve a fijar la vista en sus ojos.
—Las luces son muy antiguas —dice.
El baile de Navidad, en el Hotel Midland.
Sábado, 13 de diciembre de 1980.
Por las negras calles de la ciudad, bajo las luces rotas, por Palatine, Wilmslow y Oxford Road, el coche oficial negro nos conduce al espacio rojo y dorado, al dinero y a la miel, a la madriguera del botín, cogidos de la mano con nuestros trajes alquilados en el asiento trasero de un coche que no es nuestro, en el reino de la enfermedad y la despoblación, por las negras calles donde cualquiera puede estar muerto dentro de una hora, nos juntaremos con un millar de saludables y alegres ciudadanos de Manchester, borrachos y recluidos en el hotel Midland, el castillo donde se guarda el botín, una abadía consagrada a los ungidos y autoproclamados Padres de la Ciudad, con sus madres, esposas e hijas de la ciudad, sus amantes secretas, sus putas y sus hijos.
Fuera nadie.
Por las calles negras hasta el lugar donde la alfombra roja cubre la acera en la puerta del Midland, sus verjas de hierro y sus muros altos y sólidos, sin rastro de entrada o de salida, donde todo lo que está fuera jamás puede acceder al interior, y eso qué coño importa, qué coño importa, porque dentro están las luces brillantes, la púrpura y el oro, los sirvientes y los servicios, los músicos y la música, los bailarines y el baile, el Baile de Máscaras de Navidad.
Fuera nada.
Entre la belleza y las bellezas, la seguridad y los seguros, lo gordo y los gordos, nos acompañan a nuestros asientos, el brazo de Joan apretando con fuerza el mío, nuestras máscaras puestas, cruzamos las altas puertas que se abren al mar de terciopelo en penumbra y llegamos al esplendor palaciego del comedor con sus vidrieras góticas, las sombras de sus lámparas y sus velas, sus ornamentos y sus tapices del suelo al techo, todo lastrado por el peso de la riqueza, todo elegancia y bronce, y el rojo oscuro como la sangre del rojo navideño, el rojo de Herodes y de sus víctimas.
Dentro sueños.
—Algo malo viene por ahí. —El jefe Clement Smith sonríe, se quita la máscara y me hace un guiño mientras nuestras respectivas mujeres disfrutan de los cumplidos.
Me siento a su lado, le doy la mano a un parlamentario, a un concejal, a un millonario y a todas sus respectivas, a masones y rotarios: su mesa.
—¿Cómo va la guerra? —se ríe Clive Birkenshaw, el concejal borracho de ponche tan rojo como sus mejillas.
—La caza más bien —dice Donald Lees, de la Jefatura Superior de Policía de Manchester.
—¿Qué? —digo.
—¿No ha estado en Yorkshire persiguiendo al Destripador?
Asiento; las carcajadas y la música me resultan insoportables.
—Han dado en el clavo —dice Lees, inclinándose sobre el cadáver de su mujer. «Hunter[9] a la caza del Destripador», así lo decía el Manchester Evening News.
—Muy bueno —dicen alrededor de la mesa.
—¿Ha habido suerte?
Me miro la mano y niego con la cabeza. Me llevo el whisky a los labios y dejo que se deslice por mi garganta.
Joan y Clement Smith han intercambiado sus asientos, para que las mujeres puedan charlar.
Pruebo otro bocado.
Clement Smith pide más whisky.
Estoy molido.
Ya han encendido los cigarros, la pista de baile empieza a llenarse, el tiempo vuela.
Y de pronto me parece ver a Ronald Angus y a Peter Noble en otra mesa, junto a la puerta, pero cuando vuelvo a mirar no son ellos…
No pueden ser, y Leeds es sólo un sueño.
Un sueño atroz.
Como el Destripador, su Destripador.
Me reclino en la silla y dejo que el mar de terciopelo me envuelva por completo, que juegue con el horizonte, entre el lamento de los violines y la voz ronca de Clement Smith en pleno debate, mientras su mujer y la mía se abren camino entre las olas para ir a empolvarse la nariz.
Y de repente siento una mano en la mía.
Miro y veo a un hombre agachado a mi lado:
—¿Perdón?
—Digo que tenemos un amigo en común —dice.
—¿Y quién es?
—Helen —sonríe. Es un hombre bajito y delgado, con manchas en los dientes.
—¿Qué Helen?
—De sus tiempos de Vicio. —El desconocido me hace un guiño—. Salúdela de mi parte.
—¿Qué?
Pero ya se aleja, ha vuelto a sumergirse en el mar de terciopelo y a abandonarse al vaivén de las olas.
Interrumpo a Clement Smith:
—¿Quién era ése?
—¿Quién?
—Ese hombre, el que acaba de acercarse a la mesa. El que ha venido a hablar conmigo.
Smith se ríe:
—¿Llevaba puesta la máscara?
—No, pero no sé quién es.
Se incorpora ligeramente en el asiento:
—No lo he visto. Lo siento. ¿Dónde está?
—Da igual. Sólo quería saber quién era.
Cojo un vaso y bebo un poco más, perdido.
—¿Peter?
Levanto la vista del vaso:
—Richard. Feliz Navidad.
—Por lo menos eso —dice.
Es un hombre alto y adusto, pálido como un espectro, con la máscara negra en la mano y una camisa rojo sangre que acentúa su palidez.
—¿Qué pasa?
—¿Podemos hablar? —dice.
—Me levanto, dejo el cigarro en el cenicero y sigo a Richard Dawson entre las mesas, hasta el vestíbulo.
Richard Dawson, empresario, presidente de uno de los partidos conservadores locales, un amigo.
Está temblando, sudando.
—¿Qué pasa?
—¿Conoces a Bob Douglas? —dice.
Fantasmas.
Otra vez los fantasmas de navidades pasadas.
Otra vez la matanza del Strafford.
Otra vez los polis heridos:
El sargento Robert Craven y el agente Bob Douglas.
—Lo conocía. ¿Por qué?
—Bueno, ha estado trabajando para mí últimamente, como asesor en materia de seguridad. El caso es que anoche me llama para decirme que ha oído que la policía me está investigando; hoy, a la hora de comer, recibo una llamada de mi banco en Didsbury y me comunican que un par de detectives se han llevado toda la documentación de mis cuentas corrientes.
—¿Qué?
—Estoy atónito.
—¿Por qué no me has llamado inmediatamente?
—No quería molestarte. Me dijeron que estabas en Leeds y no quiero aprovecharme de que somos amigos.
—¡Richard! ¿Para qué están los amigos?
Sonríe vagamente.
—Sentémonos. —Me acerco a un par de butacas doradas y rojas.
—Te estoy fastidiando la noche —murmura.
—No digas chorradas. Empieza desde el principio.
—Eso es lo gracioso. Ni siquiera sabía que hubiera un principio; no sabía nada de nada hasta ayer por la noche.
—¿Y qué pasa con Bob Douglas? ¿Cuándo entró en escena?
—A finales de octubre o principios de noviembre. Yo estaba preocupado por la casa. Vino a echar un vistazo para reforzar las medidas de seguridad. Empezamos a conocernos mejor y me cayó bien.
—Sabías que…
—Sí, sí. Me lo contó. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué sabes de él?
—Fui a verlo después del tiroteo, pero estaba sedado y no pude hablar con él. Todo el mundo decía que era un buen tipo. Un buen poli. Lo largaron a gritos y patadas.
—Eso me contó. Diez años en la policía y de pronto una patada en el culo.
—¿Y en qué te ha estado ayudando, después de lo de la casa?
—Consultoría. Prevención de riesgos. Nada importante.
—¿Hasta anoche?
—Sí. Me llamó a medianoche. Me dijo que había estado dando una vuelta por ahí. Y que había oído decir a una fuente fiable que me estaban investigando.
—¿A una fuente fiable?
—Un policía. Uno de los vuestros.
—¿Dijo quién era?
—Dijo que no podía decirme su nombre.
—¿Te dijo por qué te estaban investigando?
Se mira las manos, mira la alfombra:
—Por irregularidades financieras. Al parecer.
—¿Qué tipo de irregularidades financieras?
—No lo sabemos. Es lo único que oyó.
—¿Te dijo quién estaba al mando de la investigación?
—Roger Hook.
Joder.
—¿Y qué hay del banco? ¿Te han explicado algo más?
Niega con la cabeza:
—No. Pero te aseguro que ha sido de lo más humillante. El director de tu banco, tu amigo y compañero de golf te llama a casa para decirte que la policía ha estado preguntando por ti y se ha llevado la documentación de tus cuentas.
—Lo siento, Richard.
—¿Conoces a ese tal Roger Hook?
—Sí.
—¿Y?
—Eso da lo mismo. No tienes nada que ocultar.
Levanta la vista de la alfombra, de sus manos:
—¿Quién sabe lo que podrían encontrar?
—¿Qué dices? ¿Es que hay algo que encontrar?
Sigue sin mirarme a los ojos.
—Richard —insisto—. Dime que no hay nada que encontrar.
—¿Quién sabe?
—Tú tienes que saberlo, ¡joder!
—Verás.
—No me jodas, Richard.
—Necesito tu ayuda.
Lo miro a los ojos y digo:
—No puedo hacer nada por ti.
—Pete.
Me levanto para marcharme.
—Hay algo más —añade.
Me paro en seco.
—Tiene que ver contigo —dice.
—¿Conmigo? ¿Qué pasa conmigo?
—¿Me has preguntado por qué me estaban investigando?
Digo que sí con la cabeza.
—Douglas dice que van a por ti.
—¿Qué dices? ¿De qué estás hablando?
—Lo que oyes. Que me han elegido porque soy amigo tuyo.
—Una mierda. Eso es una mierda.
Me coge del brazo.
—Peter.
—Douglas se equivoca. Tú te equivocas.
—Le dijeron que querían ponerte en tu sitio.
Doy media vuelta, me zafo de su brazo.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta.
Me vuelvo y digo:
—Nada.
—¿Vas a dejarme tirado cuando estoy con el agua al cuello?
—No puedo hacer nada, Richard. Te están investigando.
—Por ti. Por ser tu amigo.
Me alejo, sordo a sus súplicas.
Pero la última palabra la tiene él: resuena en el vestíbulo y me sigue cuando cruzo la puerta del comedor, me envuelve, me escupe en la cara:
—¿Para qué están los amigos, eh, Pete?
Me alejo, me alejo entre el mar de terciopelo. Joan está hablando con Linda Dawson, su mujer.
Las dos se vuelven y me sonríen.
—¿Para qué están los amigos, eh? —repite.
Cojo a Joan del brazo y me la llevo entre la oscuridad y la decadencia, la alejo de la música y de la sangre.
—¿Para qué están los amigos?
Dentro pesadillas.
La casa está a oscuras.
Aparco el coche en el garaje y entro.
Joan está sentada en el sofá, con la luz apagada. No se ha quitado el abrigo.
Enciendo las luces del árbol de Navidad y me siento a su lado.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado con Richard? —pregunta.
—Lo están investigando. Por algo relacionado con sus empresas.
—¿Estás de coña?
—No. Cree que tiene que ver con su amistad conmigo, con nosotros.
—¿Qué?
—Alguien le dijo que por eso lo están investigando.
—¿Quién se lo dijo?
—Un ex policía. No lo conoces.
—¿Y es verdad? ¿Lo están investigando por eso?
—No. Claro que no.
Joan asiente con la cabeza.
—Lo siento, amor.
Sigue asintiendo.
No se me ocurre nada más que decir, nada que pueda arreglar un poco las cosas.
Me inclino y cojo el Evening News de la mesa del café.
No ayuda:
La madre de Laureen se querella contra el Destripador.
Protestas sucias.
Debajo del periódico hay un folleto y unos formularios.
Formularios de adopción.
—¿Qué es esto? —pregunto.
Joan intenta quitármelos de la mano:
—Ahora no, cariño. Ya hablaremos de eso en otro momento.
—¿Un niño vietnamita? —Me fijo en la cubierta del folleto.
—Ahora no, Peter —repite. Me quita los papeles y se los lleva al piso de arriba.
Más tarde, en la cama, la abrazo e intentamos hacer el amor, pero no puedo.
—Creo que es buena idea —le digo al cabo de un rato.
Ella no dice nada.
Nos quedamos tumbados en la cama, mirando al techo, separados.
En la escalera oscura.
Joan me da la espalda y me levanto para encender la radio.
Vuelvo a la cama y me quedo tumbado.
Despierto, sudando y asustado.
Con los ojos abiertos.
En la escalera oscura.
El norte después de la bomba, las máquinas los únicos supervivientes.
Salía gente en la tele cantando himnos.
Gente sin rostro en la tele cantando himnos.
Gente sin rostro y sin rasgos en la tele cantando himnos.
Y a mis pies, la tiran al suelo a mis pies, con las manos atadas a la espalda, desnuda y apaleada, tres hombres la violan, la sodomizan, se turnan con una botella y una silla, le cortan el pelo, le mean y le cagan encima, la obligan a chupársela, la obligan a chupármela, las gaviotas feas sobrevuelan en círculos y graznan.
«¡Sol sut irip se nara tama Hunter!»
—¿Qué te pasa?
Joan me está abrazando. Tengo el corazón desbocado, a punto de estallar.
—¿Qué narices estabas soñando?
Noto la humedad en el pijama.
—Nada —digo. Y pienso:
No más dormir, no más dormir, no más dormir.