DE ROMA A PRAGA
Cálculo, mirada, cálculo, estrategia, improvisación, cartas quemadas, mirada, mirada, todos acercándose al momento final. Aun no sabían a qué lugar se dirigían Gretel y Gregor, situación que les daba más horas de vida: solamente ellos sabían donde realmente estaba el apócrifo. Gregor notó que los árabes retiraron maletas con otros colores, de modo que ya estaban rearmados y no le asombraba que en una comunidad de ese tipo las conexiones se extendieran tan vertiginosamente. Los cuatro sicarios de Rabah, acabados por Querubín y el serafín, continuaban en el avión, durmiendo una siesta interminable. Por tanto, debían apresurarse y salir antes de ser interrumpidos por investigaciones policiacas.
-En vehículos apartados-sugirió Gregor.
Rabah crujió sus diez nudillos.
-No lo piense mucho, no tiene tiempo, señor Al Reiji. Sus cuatro hombres muertos, este aeropuerto lleno de policías, esos hombres tienen turbantes, lo detendrán a usted, no a mí-aseveró Gregor.
Rabah asintió, luego dijo:
-sus celulares, no quiero policías allí-
Gregor colaboró. Tomaron tres taxis.
-A la capilla de Santa Lucía, por favor-pidió Gretel, mientras Gregor, por temor a repetir la experiencia del bosque conducente a la casa de Kent, se sentó al lado del chofer. Cualquiera podía ser agente de la logia de los caminantes grises.
El día, curiosamente, estaba soleado y hermoso en Praga, con algunos burbujeos de calor a pesar de las constantes fricciones del frío. Los tres ´ taxis ´ marcharon casi en una hilera. Los semáforos barajaban colores y ansiedades, disminuyendo criterios, preparando otro bocadillo para la tragedia.
Ya nadie quería decir nada más, Radok miraba a Kent, Thomas cerraba los ojos, Huong, sin pedir permiso al taxista, encendía un cigarrillo. Rabah sonreía y miraba hacia los flejes de los hermosos edificios de Praga, con esas terminaciones y ondulaciones tan elegantes. Al poco tiempo, en su primer síntoma de desesperación, Kent se mordió los nudillos. Todos iban a estar en la última fiesta.
Formas de morir imaginadas, distintas maneras de caer y ninguna agradable. Estar cerca de la muerte, encontrar en el silencio un lado necesario y descascararle todo tipo de aburrimiento. ¿Quién bajaría los párpados primero? ¿Quién tomaría la decisión y mandaría todo al diablo? No todos estaban armados, sin embargo eso no jerarquizaba la desesperación en los futuros participantes. Sólo Rabah podía sonreír. El primer taxi no dejaba de doblar y doblar, querían que adopte una trayectoria recta para poder respirar y que la sangre no reviente por dentro en globos insoslayables. Querían que el recorrido dure un par de horas, que ese taxi nunca se detenga y que paseen hasta la noche. De todas maneras, el cálculo no podía faltar en la mente de los expertos que debían imaginar cómo vencerían: Gregor miró hacia atrás, encima ese taxista andaba despacio y atrapaba todos los semáforos en rojo. Unos niños colegiales pasaban con un río de globos rojos, acompañados de su maestra, a la cual Gregor halló atractiva pero no se relajó y siguió desmenuzando el escenario futuro. Había 3 hombres con Rabah, un querubín y un serafín, más algún miembro de la logia que aparecería por sorpresa. Necesitaría un poco de ayuda, no podría solo. El semáforo daba verde, tres mendigos barbudos andrajosos buscaban comida entre la basura de un conteiner, Gregor, por la ventanilla abierta del taxi, dejaba caer unos cuantos euros para pagar su boleto al otro mundo. Gretel copió, a la siguiente cuadra se vieron cruces y estatuas de Cristo en la cruz, en las tantas capillas que hay en Praga.
Hacían la guardia sueca, uno se paraba delante de Rabah como escudo humano y los otros dos retrocedían para empezar a disparar y darle tiempo de huir a la eminencia. Debía matar primero al que no retrocedía para que los otros dos pierdan visión y él gane una pequeña ventaja. Es decir, matar al que se colocaba delante de Rabah en la formación sueca. No obstante, Querubín le dejaría hacer el trabajo sucio y lo mataría por la espalda. Él revolver especial de plástico tenía 9 municiones. No podía fallar un solo tiro.  Disparar primero, esconderse después y manotear de paso a Gretel para tenerla cerca y que los demás confronten entre sí mismos pero estaba seguro de algo: él encendería la mecha. En tanto, el segundo paso del ejercicio consistía en la memoria fotográfica: estuvo en la capilla de Santa Lucía y rara vez en las catedrales alteraban la ubicación de los muebles. La ventaja de Gregor era conocer el interior de esa capilla, las columnas estaban del lado izquierdo, los vitrales con los santos y los milagros del derecho. Iría primero a la izquierda pero les haría creer a los demás, confiados por su supremacía numérica, que entraría primero por la derecha. Ya estaba el plan, ahora faltaba la ejecución y la suerte, que un poco siempre ayuda. Elevar el conocimiento para disminuir el margen de influencia del destino, bajar los nervios para subir la precisión; suspirar y bajar los párpados. Gretel conservó los ojos cerrados durante todo el viaje y arrugó los labios, experimentando temblores y llantos silenciosos, en su oleaje facial. Gregor no quiso interrumpirla, no la quería nerviosa.  Según su experiencia, se pensaba el plan una vez, luego se improvisaba. Pero pensar el plan dos veces cortaba el equilibrio emocional y no era necesario. Finalmente el taxi se detuvo frente a la capilla:
-Son cincuenta euros-
-Aquí tiene-respondió Gretel, entregando los billetes. Gretel y Gregor subieron por la escalinata que emitía muchas canastas de luz impresas por el sol que se refractaba sobre las baldosas bruñidas de los peldaños. Al poco tiempo ambos, dirigiéndose al lado derecho, confundieron a los otros integrantes de los vehículos. Los ´ taxis ´ restantes se detuvieron. Dentro del pasillo conducente a la bóveda, Gregor sujetó el codo de Gretel que aceptó sin resistencia su voluntad de redirigirse a la izquierda.
-Jamás pensé que entraría a un lugar como ese-chistó Bahir, viendo la capilla cristiana de Santa Lucía.
  -Es solo una casa infame e indigna de la cual nos reiremos en poco tiempo-prometió Rabah. Todos bajaron y coparon la escalinata. Los ´ taxis ´ se retiraron. En la capilla…
-Padre, hermanas, escóndanse, está por ocurrir algo terrible, no tengo tiempo de explicarles, todos los demonios nos persiguen-dijo Gregor, sacando su arma de plástico.
El sacerdote quiso decir algo pero inmediatamente obedeció, escondiéndose en el lugar indicado por él índice de Gregor.
-Que Thomas vaya delante de todos-sugirió Rabah, en el último peldaño.
-No será suficiente, que estos dos cerdos cristianos cubran todo el perímetro, que sean nuestro escudo-pidió Bahir, empujando a Radok y a Kent. Una vez que la oscuridad los abrazó en el pasillo aledaño a la bóveda del templo, un árabe gritó con el círculo de metal borboteando su cuello como un aspersor. Al poco tiempo cayó, en tanto Bahir giró y con su pistola metralla acabó con el serafín que se disponía a lanzar otra rueda filosa de metal. Por su parte, de entre las sombras, Querubín lanzó su propia rueda de metal, acabando con el compañero de Bahir, al penetrarle los sesos.
Luego, mimetizándose con las tinieblas, eludió la segunda ráfaga de Bahir, atenuada por el silenciador, con futuro de escribir una constelación de caries en la caliza de la pared lateral. Gregor y Gretel esperaban escondidos detrás de la columna. Al rato vieron el muro entre Thomas, Radok y Kent que avanzaban con las manos en alto, mientras Bahir y Rabah caminaban agazapados. Gregor chistó por ser anticipado en el plan, tenía que improvisar. Elevó su pistola con el silenciador instalado y disparó dos veces hacia arriba. La araña de cobre, de 28 velas, cayó encima de Bahir triturándolo por completo, al punto de licuarle casi todos los órganos en una batida innombrable.
No obstante, en su última ráfaga,  Kent cayó de bruces, con dos ojos rojos en la espalda. Rabah y Radok pelearon por la pistola de Bahir, que boqueaba sangre burbuja en sus últimos instantes. Gregor, por su parte, sentía unos cambios de corriente por el santuario, por entre las columnas del mismo. Querubín estaba acercándose, decidió tomar a Gretel del brazo y acercarse al medio en donde estaban las gradas. Tronó un disparo, Radok, con un charco rojo en el abdomen, rodó, en tanto Thomas, prudente, había saltado detrás de la estatua de un santo. A su vez, Gregor con dos disparos hirió la mano de Rabah y le estalló el plexo. Luego cruzó su otro brazo sobre su cuello, por lo que las ruedas de Querubín fueron hacia otras dos partes, que también habían intentado cruzar los brazos, Augusto Ricci y tres sicarios de confianza, fueron rozados por las ruedas filosas de metal, en los cuellos.
-Están envenenadas. En unos segundos perderán la movilidad, en unos minutos el habla, luego el conocimiento y al final la vida. No podía ser largo y fácil después de lo que le hicieron a Humberto, quién si respetó la voluntad del supremo padre-repuso Querubín, saliendo a escena.
Los monjes llevaban armas bajo sus brazos, pero debido a la velocidad de su asesino milenario no pudieron utilizarlas en tal encrucijada. Esquiaron sus espaldas por los vórtices de las columnas, hasta derrumbarse como sábanas cerca de las gradas.
-Buscamos lo mismo pero por razones diferentes. ¿Es necesario que un punto desaparezca para que otro siga?-preguntó Gretel. 
Gregor apuntaba al querubín, el cual vio que su manga ya no tenía ruedas de metal. Simplemente dos dispositivos, de los cuales salieron dos cuchillas; una en dirección de Gretel, Gregor, estando a cuatro metros de Gretel, oprimió el gatillo tres veces. Pudo desviar la cuchilla dirigida hacia Gretel, pero no la dirigida hacia él que le pinchó el antebrazo ubicado en ese instante para proteger su frente. En cuanto a su restante disparo, el querubín vio una línea de humo emergiendo a partir de su pecho mientras un manantial escarlata empezaba a nacer desde su dorso. Poco a poco se zambulló en una de las gradas, como un trapo sucio en un cesto abarrotado. Gregor, con una jeringa, extrajo sangre del Querubín, el cual lo miraba de modo inmutable.
-¿Por qué quieres llegar? ¿Qué habrá después?-preguntó Querubín a Gregor, recostado, mientras el rojo subía sobre el transparente de la cápsula de la jeringa.
-Tu sangre conoce lo peor y lo mejor. Me curará y me corromperá en las mismas proporciones-dijo Gregor, introduciéndose la sangre de Querubín para ser inmune a todos los venenos tras agitarla dentro de la solución que preparaba todos los anticuerpos.
-Gretel, Thomas, hay para ustedes. Apresúrense-ordenó Gregor, mientras Querubín estaba quieto e inmovilizado perdido en una intangible nube de pensamiento.
-Dios necesita de los errores del hombre para poder vivir. Cuando el hombre no cometa errores, lo olvidará y al poco tiempo morirá. ¿Por qué quieres matar a Dios, Gregor?-preguntó Querubín, con líneas rojas ya chapoteando a partir de la grada en la que se recostó. Con timidez el sacerdote joven y las dos monjas viejas salían.
-Conservarlo es más difícil que lograrlo. ¿Nunca escuchaste esa canción?-presionó Gregor-Todos sabemos lo que hay que hacer pero no lo hacemos, por qué lo que hay que hacer tiene cualquier palabra menos yo, Querubín. Así que no importa que tengamos la solución, nunca la usaremos, no queremos llegar, queremos seguir revolcándonos en la misma mierda, somos así-
A pesar de la agonía que atravesaba, Querubín hablaba con una nitidez asombrosa. Sabía que Gregor cubría su cuello, le arrojó a la frente pero Gregor pudo elevar su brazo con velocidad y birlar el último ardid.
-Las ideas buenas, para que sean creencias, tienen que ser dichas por personas importantes. Si son dichas por desconocidos, nadie las tomará en serio. La Biblia amenaza más de lo que propone, por eso no ha logrado enderezar al hombre. Sin embargo, no quiero que eso suceda. Quiero que siempre necesite a mi padre, al altísimo-explicó Querubín, mientras tanto, con una escalerilla muy alta, Thomas corría el riesgo de palpar las vigas para hallar un hueco, un sonido hueco en donde encontrar el apócrifo. Gretel, sin pedir permiso, retiró la máscara de Querubín.
-Tenías que ser el que tomaba la mano de la anciana asustada, no el que enviaba mensajes por su teléfono celular-sonrió Gretel.
-Cuando vine a este mundo, me arrojaron a un baldío para que me comieran los perros. Lo recuerdo todo aunque nadie me crea. Llovía mucho y me hundía en el barro, que me escondió de los perros gracias a Dios. Una vagabunda, con su rostro, Gretel, me cargó con sus brazos y me llevó a un orfanato. Siempre tengo ese sueño, los perros ladran, soy muy pequeño, no puedo defenderme y escucho los ladridos cada vez más cerca, la anciana no aparece-recitó Querubín.
-Eres el último y como asigna el destino, fuiste el mejor de todos ellos. Voy a extrañar nuestras cortas pero interesantes conversaciones-admitió Gretel.
Querubín, sin más, bajó sus brazos y dejó caer las dos cuchillas que faltaban. Gregor seguía apuntándole. Bahir murió con los ojos abiertos, Rabah no tenía fuerza para caminar aunque hasta lo indecible se esmeraba por erguir el cuello y, entre gruñidos gemebundos, connotar lo sucedido, Radok apoyaba su hombro en una butaca, con un quejido muy lastimoso. Todas las armas habían sido retiradas por las monjas y puestas en una canasta. En poco tiempo se escucharía el ulular de las ambulancias y de las patrullas, en tanto Kent arañaba el piso y apretaba los dientes, arrastrándose como podía mientras dejaba corbatas de sangre por las baldosas blancas y verdes. Los miembros de la logia de los caminantes grises, encabezados por Augusto Ricci, parpadeaban lentamente, sellados por la ponzoña de Querubín. Huong, por su parte, castañeteaba y se mordía los labios. Se había separado del muro humano agachándose al piso y zambulléndose detrás de las gradas apenas pasó el umbral.
-¿Por qué llora?-preguntó Querubín a Gretel.
-Por qué no tuviste oportunidad, por qué te hablaron las personas equivocadas-
-Todo es un sueño, ya voy a despertar, no tengo miedo. Los demás mueren, yo despierto, Gretel-comentó Querubín, con su voz diáfana y divina.
¿Cómo alguien tan calmo y sereno podía cometer actos tan sanguinarios y macabros? Esa pregunta crepitaría para siempre en la misteriosa oscuridad que Gretel albergaba en sus prohibidos pensares. Interrogante que aletearía como un murciélago blanco, consternándola en una maravilla azul.
-Es la primera vez que mato sacando sangre de los demás. No es mi estilo pero esta situación límite me obligó a ser diferente-confesó Querubín. Pásame el taladro, Gregor, pidió Thomas Hortmanen.
-A pesar de todo el daño que me hiciste y de todo el dolor por el que me llevaste, no te odio. Jamás pensé que pasaría algo así. Definitivamente él te envió aquí-repuso Gretel, con manos en las rodillas.
-A veces deseas pero no sabes, en ese momento mereces desaparecer. Sin embargo, todos los días el aire es gratis y el agua intenta serlo para ustedes. No quieren arreglarlo, piensan que dejarán de sentir si lo hacen, son tan ingenuos-
Thomas, de la viga, sacaba el pergamino enrollado con el gran libro. Gregor lo sujetaba. Por el vitral un haz de luz celeste le ofrecía una cuna de resplandor al elemento tan acuciado el último milenio. Al mirar el apócrifo Gretel pensó y transpuso las siguientes imágenes con los correspondientes nombres: Santiago Cruz, Inés Tolosa, Clement Richellier, Ilh Am, Albert Fritzberg, Nicodemus Melzer, Jin Lao Ten, Cho Li Ten, 9 muertes comprobadas, en cinco siglos de búsqueda, protección y obsesión. Si el misterio era una casa, la curiosidad compraba los ladrillos.